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Fronteras de la Historia

Print version ISSN 2027-4688

Front. hist. vol.18 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

Estudio comparativo de los ámbitos funerarios en templos de España e Iberoamérica durante la etapa colonial

ANTONIO VICENTE FREY SÁNCHEZ
Universidad de Murcia, España
antoniov.frey@gmail.com

Recibido: 20 de febrero de 2013
Aceptado: 5 de agosto de 2013


RESUMEN

En la península ibérica existió desde los inicios del cristianismo la costumbre de inhumar a los difuntos en el interior de los templos. Arraigada esta costumbre en la Edad Media, sus formas devinieron de tal manera que pasó, en ocasiones, de tener lugar en las naves centrales de los templos a tener lugar en capillas privativas levantadas o sostenidas por los futuros ocupantes de sus sepulturas. Este trabajo pretende hacer un repaso de aquella evolución mediante algunos ejemplos significativos de España e Iberoamérica, para luego centrarse en la realidad arqueológica de los enterramientos colectivos en criptas y en el colapso del sistema en la segunda mitad del siglo XVIII a través del ejemplo que provee una reciente excavación hecha en Cartagena (España).

Palabras clave: Bóveda, capilla, cofradía, colonias, cripta, enterramiento, iglesia, virreinato.


ABSTRACT

The custom of burying the deceased inside churches existed in the Iberian Peninsula since the beginning of christianity. This practice had its roots in the Middle Ages, but its characteristics evolved in such manner, that burials ended up being held in private chapels built or supported by the future occupants of the graves. This paper aims to review that evolution through some significant examples in Spain and Latin America. Afterwards, it focuses on the archaelogical reality of collective burial crypts and on the collapse of the burial system in the second half of the eigteenth century through the case of a recent excavation in Cartagena (Spain).

Keywords: Vault, chapel, brotherhood, colonies, crypt, burial, church, viceroyalty.


Introducción

El estudio de los enterramientos es una disciplina que acerca al investigador a los inmediatos marcos de inhumación en una cultura, da a conocer antiguas costumbres y permite una aproximación a la historia social y económica de las civilizaciones (Binford). Bajo ese punto de vista, estudiar los orígenes de las prácticas mortuorias en el ámbito de los templos católicos lleva a remontarse a la aparición del cristianismo, a la costumbre de enterrar a los difuntos en catacumbas, a la vez lugares de culto (Azkarate).

En el caso de la península ibérica, debido a la cristianización y a que la práctica se hizo común, la monarquía visigoda legisló sobre ella circunscribiéndola a personajes relevantes (Ripoll). Con el transcurrir de los años, el cumplimiento de las normas fue relajándose hasta el extremo de que la costumbre se popularizó y, en ocasiones, la inhumación de personas del común llegó a tener lugar cerca del altar mayor o del sagrario, en donde se enterraba a las dignidades eclesiásticas, lo que obligó nuevamente a los legisladores a ponerle freno a la expansión (Bango, "El espacio" 95)1. Así, en las Siete Partidas se trató de regular las prácticas funerarias, se volvió a prohibir los enterramientos en las iglesias -ejercicio que se trasladó al exterior de estas- aunque se dejó abierta la posibilidad de dar sepultura en su interior -o en anexos como los atrios y las galileas- a reyes, dignidades eclesiásticas, patrones, fundadores y a aquellas personas que hubieran contribuido a su fábrica (Bango, "El espacio" 108-110; Morais)2.

Esto se arraigó, en la tradición popular, en la forma de legitimar los primeros intentos de trasladar al ámbito funerario la posición social disfrutada en vida. De tal modo fue así que las autoridades eclesiásticas, conscientes de las posibilidades económicas y del poder que les otorgaba la dispensación de ese privilegio, se encargaron de administrarlo; de hecho, existía el precedente de las Siete Partidas, en las que esas autoridades aparecían como las responsables de delimitar el espacio cementerial. Después de haber sido regulada la forma del enterramiento en el siglo XIII, comenzaron a proliferar nuevos enterramientos con la ampliación de los templos y la posibilidad de erigir capillas y ermitas: unas veces eran privados y otras, colectivos. Estos últimos fueron obra de familias nobles y cofradías, lo que se explica porque, así como las familias dedicaban una parte de sus testamentos a sufragios a través de las capellanías, el ingreso y la participación en los cultos de una cofradía no solo permitían mantener una vida cristiana activa sino que garantizaban las honras fúnebres posteriores al óbito (Reder; Zabala). Ello hizo que asociaciones y órdenes religiosas fueran progresivamente dotadas de bienes y censos con los cuales llevar a cabo su labor (Gentile, Testamento 173-176; Luna 148).

Dadas estas circunstancias, el espacio destinado para esta práctica era toda la planta del templo. La distribución se hacía mediante un proceso que se ha denominado técnicamente rompimiento espacial de la nave, y la diferenciación social se especificaba a través del lugar y del tipo de sepultura: altares, capillas, capillas privadas, criptas y bóvedas, arcosolios, etc. (Bango, "El espacio" 114; Martínez 207). Aunque en ocasiones se trató de hacer una eficiente gestión de las sepulturas por medio de obras que individualizaran el espacio, como la construcción de capillas perimetrales, la mayoría de las veces los enterramientos colectivos más modestos utilizaban una misma oquedad. Esto hacía que el empleo de ataúdes fuera excepcional, lo que implicaba problemas que fueron puestos de relieve por múltiples sínodos de la época (Bango, "El espacio" 115-124; Martínez 209). Con todo, tras la Edad Media la práctica fue mantenida e, incluso, llevada con éxito a los territorios coloniales3.

Empero, la situación se deterioró debido al aumento de la densidad de sepulturas, a los daños ocasionados en el suelo del templo y al consiguiente hedor que se apoderaba del lugar. En consecuencia, las autoridades ilustradas, conscientes del riesgo sanitario que implicaba esa situación y tal y como habían hecho otros gobiernos, decidieron atajarlo con una real cédula, expedida por el rey Carlos III, en la que se prohibía el enterramiento en lugares sacros y se obligaba a efectuarlo en cementerios ubicados a las afueras de las localidades (Carreras y Granjel, "Regalismo")4. Con estas disposiciones, que fueron gradualmente implantadas en los territorios de la Corona, llegó a su fin la costumbre de dar sepultura en catedrales, iglesias y ermitas y se reservó su práctica para casos muy específicos.

Este trabajo pretende poner de relieve la realidad material de aquella práctica mediante una relación de ejemplos de los métodos de inhumación utilizados en el contexto de la monarquía hispánica y en sus dominios americanos. Se contrastará la información arqueológica disponible con un caso que ilustra la evolución del ámbito de enterramiento empleado por una colectividad: el de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús, la ciudad portuaria de Cartagena (Murcia). El objetivo final es aproximar al lector a la forma en que la sociedad concretó este proceso en los templos de la monarquía.

Ámbitos de inhumación en los dominios españoles: tipos y evolución entre los siglos XVI y XVIII

El estudio arqueológico de los enterramientos colectivos en España no ha suscitado mucho interés dada su escasa trascendencia y sus limitados resultados historiográficos5. No ha ocurrido lo mismo en los países iberoamericanos, en donde la arqueología les ha prestado especial atención a los vestigios coloniales, entre ellos los tipos de enterramientos, bajo la idea de que cualquier atisbo del pasado colonial forma parte de las raíces de su historia.

Debe partirse del hecho de que los estudios referidos a enterramientos han sido capitalizados por los historiadores del arte, ya que la costumbre funeraria generalmente implicaba una manifestación artística dentro de los edificios religiosos: Isidro Bango ha estudiado este factor mediante la singularización de algunos tipos de inhumación ("El espacio" 116). Entre ellos cabe destacar el ejemplo de la cripta de San Lorenzo de Carboeiro, del siglo XII (figura 1), uno de los más antiguos de la península ibérica y modelo de la clase de inhumación de una colectividad en un espacio particularizado que se desarrollará durante los siguientes siglos (Bango, Arquitectura 110-117; Martínez 207-215). No obstante, para llegar a la capilla funeraria fue necesario andar un camino en el que cada estilo de enterramiento concretaba soluciones arquitectónicas que terminaron por coexistir.

Antes de la individualización del espacio, se procuró ocupar lugares significativos dentro de la nave central del templo, en el proceso descrito como rompimiento espacial de la nave. Esto es apreciable en todo tipo iglesias, sea cual sea su ubicación geográfica. Un primer caso, propio del gótico temprano (siglo XIV), puede apreciarse en la iglesia de Santa María del Azogue de Betanzos (Galicia), en donde las primitivas sepulturas en forma de damero conviven con las posteriores capillas privativas de la nobleza, sin que ello suponga que antes la nobleza no fuera enterrada en los mejores puntos de la planta6. Otro ejemplo similar -en el que la mayoría de las inhumaciones se localizan en la nave central y los laterales fueron ulteriormente empleados por miembros de la nobleza- se sitúa en la iglesia de Santa María de La Nava (Navamorcuende, Toledo), donde se han hallado hasta 235 fosas de inhumación cuyas medidas varían entre los 1,5 m × 0,51 m y los 1,8 m × 0,63 m (Gutiérrez). Tanto en uno como en otro lugar, la saturación del espacio de enterramiento fue una amenaza que derivó en soluciones imaginativas, lo cual se puede ver también en Zamora, en la iglesia de Santa María La Nueva, en donde las excavaciones pusieron de relieve hasta tres niveles de enterramiento en la nave central.

Con todo, en los casos mencionados es apreciable la evolución de la ocupación del lugar hasta el extremo de que, una vez saturada la nave central, se hizo factible la compartimentación de algunos espacios laterales. No obstante, la singularización de las capillas laterales para el enterramiento se observa desde el siglo XII en la iglesia de Santa María de Las Huelgas (figura 2), situada en Burgos (Bango, "El espacio" 112; Blanco). Llegado, pues, el momento en que la monarquía había distinguido un espacio propio, se normalizó ese modelo de inhumación.

El camino para la posterior individualización de los enterramientos colectivos estuvo dado por la asunción particular de los gastos para edificación de capillas en cumplimiento de las disposiciones sinodales. Y aunque en la baja Edad Media ya se habían fraguado algunas iniciativas, promovidas por las más elevadas dignidades de la Iglesia y luego por la alta nobleza -como la capilla del condestable de la catedral de Burgos o la de los marqueses de Vélez en la de Murcia-, fue entre los siglos XVI y XVII cuando se concretaron las primeras capillas estrictamente privadas erigidas como panteones7.

Un ejemplo de esto puede apreciarse en la iglesia de Santiago de Terque, en Almería; en ella se halla la cripta bajo la capilla de Nuestra Señora del Rosario, en donde se sepultó a la familia del fundador de la iglesia. De la misma época es la capilla de la familia Lastanosa, situada en la catedral de Huesca y construida a mitad del siglo XVII (figura 3). Su espléndida cripta rompe con el arquetipo conocido de obras de ladrillo desnudo, enlucidas y cubiertas por una bóveda de medio cañón; esta es una obra cuidada al extremo y preparada para servir de capilla subterránea con el fin de acoger a los visitantes (Prior). Este celo decorativo puede advertirse también en una cripta contemporánea: la de San José o San Juan Nepomuceno de Cartagena, Murcia, la cual, por su gran tamaño, combinaba las inhumaciones en una capilla, con altar incluido, con los enterramientos en cavidades; más aún, poseía una decoración pictórica sobre el enlucido de las paredes -hoy muy deteriorada por la acción de los elementos- que evocaba las danzas medievales de la muerte (figura 4).

La singularización de los ámbitos de enterramiento no supuso abandonar su práctica en las naves centrales de los templos: ambos modelos de sepultura convivieron ya que, en ocasiones, las circunstancias urbanísticas o arquitectónicas impedían la construcción de nuevas capillas. Si más arriba se indicaba el caso de la iglesia de Santa María del Azogue, esto es evidente, así mismo, en la iglesia de Santa María de Gandía, Valencia. Allí se combina la sepultura individualizada en las capillas laterales de la nave central con la existencia de una cripta de grandes dimensiones (3,4 m × 3,8 m) construida en ladrillo y coronada con una bóveda (Vidal y Muñoz). Se desconoce a quién se enterraba en esa cripta, pero que una parte significativa de los restos hallados en las capillas laterales corresponda a clérigos invita a conjeturar que fue construida cuando colapsó el espacio lateral del edificio, a mediados del siglo XVII8. Este modelo de enterramiento difiere notablemente del planificado por la misma época en la iglesia de San Agustín de Málaga, en donde una galería situada bajo la nave central del templo da acceso a las diferentes criptas de las capillas laterales, lo que pone de relieve que se dieron casos en los que la concepción del templo conllevó la planificación de su subsuelo (Manrique 15-17).

En síntesis, la inhumación en España aconteció en un principio en el atrio -un lugar que, en rigor, no abandonó, como muestran los hallazgos en niveles hechos entre los siglos XIV y XVII en numerosas iglesias- y se trasladó después al interior de los templos, donde los difuntos, sometidos a una jerarquización más o menos estricta, se distribuían en la nave central. Adquirida la costumbre de individualizar algunos espacios -inicialmente el crucero, también el presbiterio y, luego, las naves laterales-, el lugar del enterramiento pasó a ser colectivo, lo que dio pie a las primeras criptas. Estas últimas, cuando menos las estudiadas en España, se construyeron con las mismas características y en un mismo periodo: la posibilidad de singularizar un espacio se concretó en el siglo XVII y, a partir de entonces, fue común una construcción subterránea en ladrillo y mortero que variaba según las dimensiones de la nave o capilla que la acogía. Salvo los espléndidos casos de aquella de los Lastanosa o de la de San Juan Nepomuceno, las criptas rara vez eran decoradas o complementadas con algún elemento arquitectónico notable, más allá de un acceso en forma de escalera o una claraboya y, en ocasiones, unos poyos de ladrillo. Su función funeraria y su situación bajo la cota de superficie, en lugares húmedos debido a las filtraciones de agua de las capas freáticas y carentes de ventilación debido a la ausencia de vanos, las absolvían de la necesidad de cualquier concesión artística.

* * *

Los estudios en Iberoamérica ponen de relieve una similar política de inhumación (Cornero; Will). La primera característica fundamental de esta es que siguió un patrón metropolitano pese a que se contaba con una posibilidad de planificación previa, aspecto que no deja de señalar, como se indicaba en la introducción, que las Indias eran una extensión plena de Castilla y que sus habitantes reproducían el modelo social de esta (Cardona y Sierra 58; Chiavazza; Duque y Medina 16-20; Gómez 282). Eso fue así en los primeros asentamientos coloniales debido, naturalmente, al papel determinante de la Iglesia católica, que tenía el monopolio religioso de las zonas descubiertas gracias al patronazgo regio (Recopilación 18-19, lib. 1, tít. 3, ley 4). De tal forma que, una vez fundados a mitad del siglo XVI los arzobispados de las principales zonas virreinales, el clero comenzó a organizar los ritos y a establecer las iglesias y los enterramientos según su propia regulación; y esta regulación no tenía por qué ser diferente de la dispuesta en los distintos sínodos castellanos, en donde fieles donantes, patrocinadores y, en general, todo aquel que contribuyera a la edificación o sostenimiento del templo tenían cabida en su subsuelo (Zabala 195).

México es uno de los países iberoamericanos con una mayor trayectoria arquitectónica funeraria en virtud de su temprana colonización (Rodríguez 47). Varios son los templos en donde se ha excavado y en los que se han hallado enterramientos que se remontan al siglo XVI. Como elemento singular, se ha observado en ellos el impacto de la convivencia entre colonos y nativos; de hecho, no es esta una cuestión baladí, ya que las primeras disposiciones sobre inhumaciones se preocuparon de que fieles y no fieles fueran enterrados de acuerdo con su condición (ordenanzas de 1539, 1546 y 1554): los unos "en sagrado" y los otros "en un campo para enterrar muertos [...] distantes de las iglesias" (Rodríguez 55-56). Al parecer, avanzada la cristianización de los nativos, esa diferenciación desapareció y le dio paso, pues, a una forma de distribución del enterramiento acorde con la posición y las posibilidades económicas del finado y su familia.

Los ejemplos de la catedral de Mérida y la iglesia de Míxquic muestran el temprano éxito de la política funeraria descrita: en el atrio de la primera fueron hallados enterramientos comunes sin ataúd en los que los excavadores denominaron "estrechos pozos". Para ellos, esto sugiere "que el subsuelo del atrio de la catedral aparentemente fue ocupado sin planificación previa o siquiera asignación de lotes", lo que habría implicado el ocasional movimiento de restos (Tiesler y Peña 32). Más aún, los excavadores llamaban la atención sobre la posible diferenciación social de los finados haciendo constar el origen mayoritariamente indígena de los restos encontrados en el atrio en contraste con lo descubierto en los enterramientos que también proliferaban en el interior del templo (Tiesler y Peña 32). Por su parte, en la iglesia de Míxquic, bajo la nave central y dispuestos de manera "sistemática y paralela", se localizaron los enterramientos de unos 37 individuos, algunos de los cuales presentaban la forma castellana. Así mismo, al observar que se habían trasladado restos a una oquedad que hacía las veces de osario, pudo advertirse que se mondaban las criptas (Rodríguez 63)9.

Estos datos parecen demostrar que la evolución del modelo funerario mexicano no dejó de ser muy similar a la del castellano: con la construcción de los templos se desarrolló una política por la cual el enterramiento se localizó primero en el atrio, luego en el interior y con el tiempo en criptas ubicadas habitualmente en cruceros, presbiterios y capillas anexas. Además, dado que la nobleza era casi inexistente y su relación con la colonia fue meramente administrativa, en general eran los clérigos quienes hacían uso del privilegio del enterramiento en los lugares más significativos (Rodríguez 67). Además, existen capillas construidas ex profeso para sepultar a personajes representativos. Así, se conoce el caso de Mónica Cozpetlacal, de Huexotzinco, miembro de una oligarquía nativa aliada de Hernán Cortés, convertida y presuntamente integrante de la Congregación del Santísimo Sacramento, que financió una capilla consagrada a San Diego, anexa a la iglesia de San Miguel Arcángel de Apetlac, y deseó ser enterrada allí (Hosselkus). También, María de los Ángeles Rodríguez Álvarez informa que los restos del virrey don Luis de Velasco y los de Pedro Cortés, nieto de Hernán Cortés, fueron ubicados junto a los restos de este último en San Francisco de Texcoco, y precisa que su inhumación tuvo lugar en "una bóveda pequeña que estaba en la parte del altar mayor, del lado del evangelio debajo del descanso" (66).

En la vecina Nicaragua, en la catedral de León Viejo, edificada a partir de 1527 y abandonada en 1610, aprovechando las características favorables del subsuelo, se empezó a enterrar en la nave central, concretamente entre el crucero y el presbiterio (Espinoza). Los datos publicados se refieren a una veintena de individuos inhumados directamente en oquedades en el suelo, de los cuales los prelados fueron los situados más cerca del altar; por otro lado, mediante análisis de ADN se constató que hubo indígenas que fueron enterrados dentro del templo, aspecto que no había quedado confirmado a la luz de las excavaciones hechas en la catedral de Mérida. De mayor interés para este estudio resultan las excavaciones realizadas en el presbiterio de la iglesia de La Merced, donde fue localizada la cripta del templo. Esta tenía forma rectangular, estaba labrada directamente sobre el lecho rocoso y se prolongaba bajo las gradas que ascienden al altar; se descendía hasta ella por medio de tres escalones hechos de la misma roca. En su interior se hallaron tres cuerpos, dos de los cuales resultaron ser de personajes trascendentales en la historia de la temprana colonia de Nicaragua: Francisco Hernández de Córdoba y Pedrarias Dávila.

En el territorio que comprendió el Virreinato del Perú también se han encontrado tempranos enterramientos que siguieron el patrón castellano descrito en relación con el caso de Nueva España. En la excavación acontecida en la iglesia conventual de San Francisco, en Quito, Ecuador -ciudad fundada en 1534-, se ha dado con una singular riqueza tipológica mortuoria, pues se hallaron restos humanos enterrados de acuerdo con las tres formas estudiadas10. Por un lado, se hicieron hallazgos en varias criptas construidas en ladrillo, una de las cuales se ubicaba fuera del templo, en el zaguán del claustro anexo a él; su estructura, de 5,4 m × 5,1 m, estaba coronada por una bóveda de medio cañón y se accedía a ella mediante unas escaleras (Terán 122-123)11. La excavadora de esta cripta explica que su ubicación se debió a la consideración del zaguán como lugar sagrado. Hasta tal punto se lo consideraba sagrado que gozó de un altar fijo al menos desde 1676, dato que podría ayudar a fechar el enterramiento.

Por otro lado, en la nave central de la misma iglesia se encontraron restos inhumados a la manera castellana, con la particularidad de que algunos cadáveres se hallaban enterrados bajo el suelo de las capillas laterales pero orientados unos hacia el altar mayor y otros hacia los altares laterales. Estos enterramientos fueron fechados entre los siglos XVII y XVIII. En ese ámbito, el del interior de la iglesia, destacó una cripta de 2,15 m × 1,80 m y 2,10 m de altura a la clave, a la que se accedía a través de una claraboya que se supuso de considerable antigüedad, tal vez de época fundacional.

Finalmente, fueron identificados dos cementerios exteriores: uno del siglo XVI, en donde habían descansado españoles e indígenas convertidos y que luego fue amortizado por un claustro; y otro posterior, inaugurado en 1647, hallado en el lugar que hoy ocupa el atrio de la iglesia (Terán 132-136).

El ejemplo de la iglesia de San Francisco de Quito y la historia de la construcción de ciudades totalmente nuevas y planificadas -como Lima, Perú, o la antigua Villa Real de Orospeda, hoy Cochabamba, Bolivia- manifiestan la ausencia de interés en organizar un espacio de enterramiento independiente y la voluntad de seguir con la política de inhumación en los templos debida -conviene insistir en ello- al enorme poder que, al respecto, les conferían a las autoridades eclesiásticas las ordenanzas más arriba citadas. Así, en la catedral de Lima, cuya construcción comenzó en 1535, se establecieron enterramientos tanto bajo el suelo de la nave central como en espacios colectivos, tal cual lo dejan ver recientes rehabilitaciones que han puesto de relieve, además de la conocida como cripta virreinal, la cripta de la Cofradía de Zapateros y otra de personalidades de alto rango. Resulta igualmente interesante la estructura de esta última cripta porque representa el arquetipo ya advertido en la península ibérica y en la vecina Quito: construcción de ladrillo, bóveda de medio cañón, acceso por un extremo lateral mediante escaleras y separación de la correspondiente capilla por un sólido piso.

En el caso de Cochabamba, su archivo alberga documentos que dejan constancia del deseo de los colonizadores allí fallecidos de ser enterrados en el interior de las iglesias: en un altar mayor, como anhelaba Luis de Orellana (1569), según se había hecho con Hernán Cortés en la iglesia de San Francisco de Texcoco, o "en la parte que a mis albaceas les pareciere", como lo pretendían Juan Fernández y Rodrigo de Manzorro (1570). Además, se sabe de una cripta construida debajo del altar mayor de la catedral de Cochabamba donde fueron inhumados los primeros obispos (Lavayén).

Después de 1570, la costumbre fue rigurosamente respetada en todas las colonias españolas. En La Habana, dependiente del Virreinato de Nueva España, se ha documentado la existencia de enterramientos desde 1613 en adelante, aunque es evidente que debió haber inhumaciones anteriores de las que no se conserva información alguna. Uno de los lugares sobre los cuales se cuenta con más datos es la iglesia de San Francisco de Asís, donde fueron enterrados, junto a otros pobladores, algunos miembros de la oligarquía colonial muertos allí, como el obispo Juan Lasso de la Vega, el capitán general Diego Manrique y el comandante de la fortaleza del morro, Luis de Velasco. Los resultados de las excavaciones fueron concluyentes: "en el altar mayor y frente a él, así como al pie de las capillas de las dos galerías colaterales a la nave principal, se inhumaban las personas de mayor rango (social, político, eclesiástico y militar) o las familias de más alto linaje, que usualmente tenían posesión de las capellanías" (Arrazcaeta). Ante ellas, bajo el coro, se ubicaba a los colonos, siervos y esclavos de más baja condición social.

Aunque los datos son muy parcos respecto al método de inhumación, la descripción de arriba indica al menos que, por su localización, los enterramientos del segundo grupo debieron realizarse bajo la cota de superficie, en trincheras más o menos regularmente distribuidas, como se ha observado en algunos templos de España. Los datos aportados por las excavaciones mexicanas, nicaragüenses, ecuatorianas y argentinas pueden ayudar a comprender la forma y la disposición de los mismos.

En efecto, si en la referida iglesia cubana o en la catedral de Mérida se ha advertido que existía una cierta diferenciación social en cuanto a la disposición de los enterramientos, ya fuera en el atrio o dentro del templo, algunos yacimientos argentinos ayudan a comprender aún mejor la distribución de las inhumaciones y, lo que es de mayor interés para este trabajo, la estructura del depósito de enterramiento. El actual territorio argentino dependió hasta la segunda mitad del siglo XVIII del Virreinato del Perú; a partir de 1776, Río de la Plata cobró identidad propia porque había progresado como colonia de forma notable. No obstante, se han conservado interesantes testimonios sobre las inhumaciones realizadas antes de esa fecha, entre los siglos XVI y XVIII, en asentamientos como Santa Fe la Vieja o Mendoza12.

De los casos más significativos de Santa Fe la Vieja, cabe destacar la iglesia del convento de San Francisco, la iglesia de Santo Domingo y la iglesia de La Merced. La primera de ellas se compone de una sola nave de 38,4 m × 8,2 m en cuyo subsuelo fueron inhumados 98 cuerpos, algunos de los cuales han sido identificados (figura 5). Los enterramientos se hicieron allí, básicamente, como en Castilla: en el interior de una trinchera, el cuerpo colocado en decúbito supino con los brazos cruzados sobre el pecho (Falcó 34-45). En las iglesias de Santo Domingo y de La Merced, cuyas naves miden 30 m × 6,15 m y 38,80 m × 4,30 m respectivamente, se documentó la existencia de 147 enterramientos dispuestos de la misma forma que en el caso anterior (figuras 6 y 7) (Falcó 36-45). No se hallaron restos de criptas o enterramientos colectivos, pese a que en la iglesia del convento de Santo Domingo fueron identificadas dos unidades familiares, pero sí se apreció una cierta coherencia en la distribución de cuerpos a lo largo de la nave: un tipo de enterramiento que acerca al lector a un estilo que, tal vez por la notable disponibilidad de terreno y la relativamente escasa población para enterrar, parece haber sido muy común en las iglesias del área del Río de la Plata hasta la implementación de las normas sanitarias de Carlos III y Carlos IV.

Por el contrario, el caso de la iglesia de San Francisco de Mendoza, estudiado por Horacio Chiavazza, pone de relieve una continuidad de enterramientos desde la fundación de la misma en 1608 (la ciudad fue establecida en 1561) hasta su destrucción por un terremoto en 1861, lo que implica que allí sí hubo tiempo para una saturación del ámbito de enterramiento hasta el extremo de que es posible confirmar una cierta diferenciación social previa a la eclosión socioeconómica de la colonia a mitad del siglo XVIII13. Entre otras cosas, se documentó la presencia de enterramientos en el atrio, como había ocurrido en la catedral de Mérida y en la iglesia de San Francisco de Quito. Y que la nave central, sobre todo el área del crucero, acogió la mayoría de las inhumaciones en varios niveles desde la fundación del templo, de lo que se dedujo que pudo haberse producido una reutilización del suelo de la iglesia mediante la práctica de la monda (Chiavazza 76-85, 125-126).

Otro ejemplo de cómo la disponibilidad de espacio condujo a conatos de singularización social sin necesidad de fabricar criptas podría encontrarse en la iglesia de la misión jesuítica de San Carlos de Tucumanahao (figura 8), erigida a principios del siglo XVII en el Valle Calchaquí, donde fueron hallados dos cuerpos enterrados "a la altura de la unión de los altares laterales con el ábside" del templo, a 0,55 m (Iglesias et al.; Iglesias, Massa y Zamagna 101-102). Lo que parece una trascendente ubicación -junto al presbiterio- lleva a pensar en otras inhumaciones realizadas en puntos significativos de los templos, tal cual estaba ocurriendo en distintos lugares del Nuevo Mundo. De hecho, se sabe que Juan de Garay, el fundador de Buenos Aires y de Santa Fe la Vieja, fue enterrado "al pie del altar de la iglesia de Cayastá", según la costumbre en Nueva España y en el Perú durante los primeros años de la colonización (Gentile, "El espacio"). Y como parece haber ocurrido con los indígenas inhumados en el primitivo atrio del quinientos de la iglesia de San Francisco de Quito o con Mónica Cozpetlacal en Nueva España, las fuentes se refieren a indígenas de notable posición social, convertidos y miembros de alguna cofradía, que también pedían ser enterrados en lugares destacados; es el caso de un posible curaca cuya existencia fue documentada por Margarita Gentile en Tucumán (Testamentos 176-179).

En fin, los datos hasta ahora reunidos hacen evidente la ausencia de criptas, lo que pone de manifiesto la disponibilidad de suelo y el ejercicio de otras prácticas de diferenciación social. Así, en la vecina Uruguay se documenta el caso de la iglesia de la Estancia de Nuestra Señora de Belén (Calera de las Huérfanas), un templo de una sola nave en donde el enterramiento se efectuaba en un espacio paralelo a las paredes de la misma:

Los cuerpos habrían sido sepultados en dos niveles superpuestos (3 en el inferior y 2 en el superior), en posición horizontal y extendida, en decúbito dorsal (boca arriba), dispuestos en cada estrato paralelamente entre sí y con respecto a las paredes laterales de la iglesia, con las extremidades superiores semiflexionadas -con la mano izquierda sobre la derecha a la altura del abdomen- y los pies orientados hacia el altar. (Ferrari 186-187)

Como en Santa Fe, no existía cripta ni ningún otro espacio particularizado: los enterramientos se hicieron en niveles superpuestos según la costumbre, aunque su tardía fecha -segunda mitad del siglo XVIII- y la disponibilidad de espacio hacen suponer que hubo más sepulturas realizadas en un terreno adyacente; no obstante, se especula con que en este caso los enterramientos de los individuos más pobres sean los localizados en el interior de la iglesia (Ferrari 202-207).

* * *

Dado que la colonización del territorio del Virreinato del Río de la Plata fue comparativamente tardía, los ejemplos arriba expuestos invitan a considerar la inexistencia de una saturación de los ámbitos de enterramiento dentro de sus iglesias -a diferencia de lo que parecía ocurrir en Nueva España o en el Perú-, de forma que, si había interés en lograr una preeminencia, se tendía inevitablemente hacia el presbiterio. Sin embargo, a partir del siglo XVIII se hicieron cada vez más numerosos los alarmantes testimonios sobre el colapso del sistema, junto al crecimiento de los focos infecciosos, tanto en España como en sus colonias americanas. A esos testimonios se le unió la expansión de las teorías miasmáticas sobre el contagio de las enfermedades, lo que terminó por impeler a las autoridades ilustradas a seguir los pasos de otros gobiernos europeos en la regulación de las inhumaciones (Cardona y Sierra 59-60).

Como se indicaba en la introducción, el gobierno de Carlos III -previa encuesta a los obispos de la metrópoli en 1781 con el fin de recabar el máximo apoyo social- impuso las primeras medidas regulatorias basadas en la necesidad de evitar los enterramientos en las iglesias, para lo cual se dispusieron cementerios en las afueras de las ciudades. Pero, además, se estableció la exigencia de vaciar las sepulturas y criptas y trasladar sus contenidos a los nuevos espacios, exigencia que se cumplió parcialmente. Pueden hallarse multitud de factores que explican el incumplimiento de tal providencia o la resistencia a ejecutarla, pues si bien es cierto que la mayoría de los prelados se manifestaron a favor de trasladar las inhumaciones, algunos arguyeron la falta de fondos para acometer la medida e, incluso, la negativa de los párrocos a perder una sustancial fuente de ingresos (Carreras y Granjel, "Regalismo")14. Tanto fue así que en 1804 Carlos IV debió publicar una nueva ordenanza insistiendo en la cuestión15.

Si en España puede observarse claramente la ejecución de estas nuevas disposiciones, gracias a la identificación de los primeros camposantos y a las evidencias arqueológicas que permiten constatar el abandono de criptas y enterramientos, como se demostrará más adelante, otro tanto se aprecia en Iberoamérica, donde las autoridades coloniales también tuvieron que lidiar con las resistencias eclesiásticas y la falta de recursos para ponerlas en práctica. En todo caso, una vez recibidas las disposiciones, virreyes y gobernadores, decididamente adheridos al ideario reformista borbónico, intentaron aplicarlas debido, tal vez, como indican Álvaro Cardona y Raquel Sierra, a la notable incidencia epidemiológica en aquellas latitudes (65); ejemplo de ello fue la epidemia de viruela de 1782 sufrida en el Virreinato de Nueva Granada.

De hecho, el caso del Virreinato de Nueva Granada es el más útil para comprender la aplicación de las medidas borbónicas, probablemente por su reciente instauración y, en consecuencia, su dinamismo. Por ejemplo, de la Gobernación de Cartagena, en la actual Venezuela, proviene el temprano testimonio -de 1788, es decir, un año después de la promulgación de Carlos III- de Antonio Gutiérrez de Caviedes, gobernador de la provincia de Barinas, en el que avisaba a fray Juan Ramos de Lora, obispo de la diócesis, de los riesgos y las consecuencias del enterramiento masivo en algunas iglesias ya saturadas, con el claro objetivo de anticipar la disposición real y concienciar a su máximo responsable eclesiástico. Gutiérrez indicaba lo siguiente: No habiendo en esta ciudad otra iglesia, que la parroquial, en ella se entierran todos los difuntos de la misma ciudad, y sus inmediaciones, y por ello más de una vez se ha dado inadvertidamente con sepultura fresca, o con cuerpo, que todavía no estaban sus huesos desnudos de la carne, y así expedía tan mal olor, que se temió infestar a los concurrentes. (Duque y Medina 45)

Por el contrario, otros testimonios de esos mismos años, recogidos en varios lugares de las colonias, reflejan indirectamente la demora en la implementación de las disposiciones de Carlos III o su escasa aplicación, lo que haría necesario que su sucesor promulgara nuevas medidas en 1804. En 1802, por ejemplo, en Nueva Granada, el virrey Pedro de Mendinueta insistía en la prohibición de enterrar en el interior de los templos a causa de los estragos que podría generar una nueva epidemia de viruela (Cardona y Sierra 65-66). Por su parte, en Lima, la capital del Virreinato del Perú, un prohombre de la ciudad, Hipólito Unanue, explicaba los enormes perjuicios provocados por el referido colapso del sistema por cuanto la descomposición cadavérica afectaba las propias estructuras arquitectónicas. Y añadía, refiriéndose a la iglesia del convento de San Francisco: "el pavimento, incluso el presbítero, está lleno de bóvedas y sepulturas, que no bien se cierran, cuando vuelven a abrirse, para echar los cuerpos recién muertos sobre otros medio podridos [...] al respirarlo, el calor y las fuerzas animales se debilitan" (Warrem 10).

Casi las mismas palabras habían sido empleadas cerca de veinte años antes por José Tormo, obispo de Orihuela, España, al informarle sobre la problemática al Secretario de Estado, José Moñino, conde de Floridablanca:

El rey, según Tormo, debería establecer la fundación de cementerios que evitarían la interrupción de las misas para un entierro o la ausencia de fieles por el mal olor. El obispo lamentaba que por este motivo los fieles se salían del templo en las homilías. El origen del escrito al secretario de Despacho Universal estaba en lo sucedido en Villafranqueza, localidad de su diócesis, donde la iglesia parroquial se vino abajo al reblandecerse la cimentación por las humedades que producían los cadáveres enterrados en las bóvedas existentes en su subsuelo. (Carreras y Granjel, "Regalismo" 594)

Un ejemplo de enterramiento colectivo: las criptas de la capilla de Nuestro Padre Jesús Nazareno

Los enterramientos de la capilla de Nuestro Padre Jesús, ubicada en la iglesia de Santo Domingo de Cartagena, España, representan otro ejemplo, como los ya expuestos, de la singularización de un ámbito de inhumación por obra de un colectivo, de la evolución de un espacio sacro y de la adaptación de los enterramientos a ese desarrollo hasta su finalización entre los siglos XVIII y XIX (figuras 9 y 10)16.

La adquisición de la capilla por parte de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús en agosto de 1641, de conformidad con la comunidad dominica del convento de San Isidoro, marca el punto de arranque de esta historia (ACNPJN, C 23, carp. 2, rec. 29-09-1642)17. Desde la perspectiva arquitectónica, conviene decir que la capilla primigenia tenía la misma estructura de las contiguas al lado de la epístola y durante cincuenta años sirvió de espacio para el culto de los cofrades18. En enero de 1695 se presentó la oportunidad de ampliarla mediante la compra de un inmueble vecino, compra que se hizo por 9.000 reales más el traspaso de dos censos que fueron tempranamente liquidados19. De la composición arquitectónica de la capilla resultante que ha llegado hasta hoy, cabe señalar que se trata de una obra de típica factura dieciochesca con elementos ornamentales y plásticos muy característicos del gusto de la época (Ortiz 20-21).

El estudio de la documentación histórica llevó a plantear la importancia de los enterramientos que se hicieron allí durante los siglos XVII y XVIII (Montojo y Maestre, "La Cofradía"). Los documentos notariales de aquellos dos siglos permitían calcular una cifra de aproximadamente doscientas inhumaciones de cofrades, cifra en sí misma elevada si se piensa en un enterramiento común en simples fosas y no en estructuras más complejas capaces de acumular un número considerable de cuerpos. Para saber por qué la cantidad de entierros era tan alta, se realizó una intervención arqueológica (recientemente publicada) que determinó que el origen de este fenómeno se podía explicar por la existencia de un relleno cuya ubicación cronológica estaba entre los siglos XVI y XVII, por el perímetro de la capilla primitiva marraja en virtud de un paramento que resultó ser la pared de cierre hecha entre 1641 y 1695, y por las roscas de bóvedas de sendas criptas (figuras 11 y 12).

Una de las bóvedas halladas era la cripta de la primitiva capilla, pues su disposición paralela al muro de cierre la asociaba a la ubicación del altar de entonces. En un reconocimiento del interior de las criptas descubiertas se pudieron advertir sus medidas: unos 4 m × 1,75 m construidos enteramente de ladrillo; su altura se estimó, en función del relleno, entre los 2,8 m y los 3 m, medidas más o menos similares a las de otras halladas en el entorno de la región de Murcia20. Finalmente, los materiales cerámicos, ferrosos y orgánicos hallados permitieron establecer las cronologías de las diferentes actuaciones arquitectónicas sin que quedaran dudas sobre los momentos de su construcción, ya documentados en papel.

En síntesis, el proceso arqueológico llevado a cabo invitaba a concluir que una primera cripta fue aprovechada tras la concesión de la capilla a la cofradía y al menos dos más, una vez ampliado el espacio sacro. La existencia de una cuarta cripta a modo de osario era una incógnita, aunque la lectura radioestratigráfica conducía a considerarla. Estas cuatro criptas estaban provistas de claraboyas, a través de las cuales se accedía a su interior; y a pesar de que se documentó la presencia solo de dos, como se ha indicado, las evidencias arqueológicas, junto con la lectura de los barridos geoestratigráficos realizados con motivo de la excavación, no dejan lugar a dudas ni siquiera sobre su ubicación.

* * *

Dado que la disposición de las criptas de la capilla de Nuestro Padre Jesús Nazareno de la iglesia castrense de Santo Domingo no resulta ajena a la evolución de los ámbitos de enterramiento cuya existencia se documentó tanto en España como en Iberoamérica, es lógico considerar que la estructura arquitectónica de unas y de otros no debió ser muy distinta: una larga estancia abovedada, construida enteramente de ladrillo, con una bóveda de medio cañón que se extiende desde un extremo al otro de la fosa; en ocasiones se han identificado accesos en forma de escalinata en uno de esos extremos, pero no en este caso (figura 13). Algunas singularidades halladas en la excavación obligan a examinar con detenimiento la historia de la capilla para, así, completar la historia del origen y el devenir de las criptas allí halladas, lo que le permitirá al lector tener una perspectiva clara de la evolución arquitectónica de un ámbito de enterramiento.

El establecimiento de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno en la capilla se remonta al año 1641. Esto es incuestionable a la luz de una escritura de venta citada por Vicente Montejo y Federico Maestre en la que los dominicos de San Isidoro les vendían a los mayordomos y al hermano mayor de la cofradía, por 1.400 reales, "una capilla, que está en la iglesia del dicho convento, la primera como entramos por la puerta principal de la iglesia a la mano derecha, que es la que está frontero de la capilla de Santo Domingo Soriano y pared en medio de la capilla de la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario" (AHPM, P 5381, ff. 149 r.-150 v., cit. en Montojo y Maestre, La Cofradía 67-68).

Según se deduce de los datos arqueológicos, concretamente de aquel sólido paramento calicastrado aflorado en la cata arqueológica, esta capilla tenía las mismas características que las vecinas de la iglesia de Santo Domingo (figura 14)21. Se desconoce con exactitud las obras que, una vez en posesión de la capilla, debieron efectuar los mayordomos y el hermano mayor de la cofradía, pero la incidencia de la peste de 1648, que al parecer la dejó diezmada, invita a pensar que fueron mínimas (Montojo y Cobarro 50-52). No obstante, cabe la posibilidad de que sí se haya acometido la construcción de una cripta: la hallada en la excavación (cripta 1), ya que allí se dio sepultura a miembros de la cofradía al menos desde ese año de 1648 (figura 15) (Montojo y Maestre, La Cofradía 38)22. Esta hipótesis es plausible porque para ese cometido se levantó el suelo preexistente y se excavaron los enterramientos de antes del siglo XVII, lo que explica el hallazgo de huesos, cerámicas y metales en el posterior relleno, correspondientes, probablemente, a los anteriores propietarios de la capilla. Esta nueva cripta era una fosa alargada, de aproximadamente 5 m × 1,5 m, con una bóveda de medio cañón de doble rosca y una claraboya en el centro de la misma.

En 1663 se produjo la restauración de la capilla con motivo de la refundación de la cofradía. De ahí a 1695, un paso: el fin del siglo XVII, época de recuperación de la crisis en España, presenció la ampliación de la primitiva capilla23. A efectos de dicha ampliación, la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno adquirió la casa de la vecina Julia Pereti y, con la demolición del sólido muro medianero que separaba ambos inmuebles, se agrandó la capilla (Unidad estratigráfica [UE] 5).

Con la ampliación de la capilla, surgió la posibilidad de aumentar el número de criptas para el enterramiento de los cada vez más numerosos hermanos (Novoa; Pulido 11). En virtud de que el sólido paramento de hormigón calicastrado recorría la capilla de un lado a otro y desmontarlo hubiera requerido grandes esfuerzos, se decidió su conservación para asegurar la estabilidad del subsuelo de la edificación en caso de un corrimiento de tierra. En algún momento de las obras se proyectó la ubicación de las dos criptas y el osario que serían dispuestos tal y como hoy se reconocen (figura 16): fueron construidos a base de ladrillo, y sus paredes interiores, de unos 4 m × 1,73 m × 3 m -o al menos una de ellas, aunque presumiblemente también tenía estas medidas su gemela-, fueron enfoscadas con una lechada de cal. Sus bóvedas se hicieron de una sola rosca, a diferencia de las de la primitiva, debido, evidentemente, a los límites del presupuesto (figura 17).

Una tercera cripta, cuyas medidas se desconocen, estaría parcialmente situada bajo el altar y el retablo, y sustituiría en importancia a la primitiva cripta de la antigua capilla. Es claro que sus medidas debieron establecerse en función del espacio que dejaron las otras, por lo que sus dimensiones habrían sido de 1,25 m de ancho (o tal vez 1,5 m) por unos 2,5 m de largo. Puesto que era deseo de todos los cofrades ser enterrados bajo el altar, debe considerarse la posibilidad de que esta cripta fuera un osario o segundo enterramiento definitivo para el cuerpo, tras un paso por las criptas laterales, que actuaban a modo de pudridero. Finalmente, como resultaba del todo imposible fabricar un acceso escalonado a cada una de las criptas, a causa de la escasez de espacio, se eligió la opción de poner sendas claraboyas. Una vez concluida la fabricación de las criptas, el espacio sobrante se rellenó de tierra y se colocó un suelo de losas de mármol con sus correspondientes lápidas de acceso a las claraboyas. De este modo se explican los dos suelos hallados en el perfil de la excavación: el de la primitiva capilla, que data de su construcción o reestructuración en 1641 (UE 3), y, sobre él, un montón de tierra dispuesto tras la obra de ampliación de la capilla y una lechada de cal para endurecer el suelo de losas que aparecieron partidas, es decir, el solado de la obra concluida e inaugurada por todo lo alto en 1731 (UE 2) (Montojo y Maestre, La Cofradía 34-35)24.

Desde esa fecha y hasta 1787, cuando Carlos III promulgó la real cédula que impedía los enterramientos en el interior de las ciudades, la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno empleó esta cripta profusamente. Precisamente, Federico Maestre hace referencia al osario y a cerca de doscientos enterramientos efectuados en ella entre los siglos XVII y XVIII. Establecida definitivamente la normativa sanitaria de 1804, como había ocurrido en todos los territorios de la Corona, las criptas dejaron de tener oficio.

Conclusiones

Se ha podido apreciar en las páginas anteriores la riqueza tipológica de los enterramientos en los que desde el siglo XII se inhumaba a los difuntos.

Aprehendidas por el clero las utilidades económicas y sociales del entierro, esta costumbre experimentó una evolución sobre la base de las posibilidades que otorgaban el estatus del difunto y el marco arquitectónico. En este contexto, parece estar claro que tanto la saturación del espacio como el interés del estamento más elevado en distinguirse llevaron a desarrollar nuevas soluciones constructivas.

Los ejemplos expuestos han demostrado que, mientras se llenaban los espacios de la nave central de los templos, se buscaba la preeminencia de la inhumación en el presbiterio o cerca de él, aunque no dejaba de haber cierta igualdad entre los ocupantes de los enterramientos ubicados en este cuerpo del templo. Por otra parte, el deseo y la posibilidad de distinción mediante la edificación de capillas laterales o absidiolos y, con ello, la ocasión de contribuir a la edificación o ampliación del templo, abrieron el camino a que familias y asociaciones individualizaran el espacio de enterramiento perpetuamente. El caso de la capilla de Nuestro Padre Jesús Nazareno, fundada como capilla lateral en el siglo XVI y ampliada en el siglo XVII, ha mostrado el ejemplo de una edificación asociada a todo tipo de rentas para su sostenimiento: desde capellanías hasta censos o concesiones testamentarias que hicieran perdurable la capilla; por otra parte, adquirir el derecho de enterramiento en el templo otorgó una serie de preferencias que se mantuvieron intactas durante cientos de años. Este orden fue aceptado e incluso hubo una ávida participación en él a medida que mejoraban las condiciones socioeconómicas de la población, como se ha demostrado en relación con la iglesia de San Francisco de Mendoza.

En efecto, en las colonias americanas el modelo fue reproducido de modo que las costumbres de un lado del Atlántico se hicieron patentes en el otro, lo que supuso que el componente religioso también adquiriera un gran peso específico en su organización y regularización en el Nuevo Mundo. De este modo, en América se han podido estudiar los enterramientos desde la construcción de los nuevos templos, en contraste con la situación que se presenta en España, donde los templos están saturados; y aunque no existía una marcada diferenciación social en los enterramientos americanos -salvo en el caso de los máximos responsables de las colonias y algunos miembros de las oligarquías nativas convertidos-, las inhumaciones siguieron allí el patrón castellano. De hecho, si había factores que singularizaran los ámbitos de enterramiento en América, eran esos dos: una menor distinción social y la no saturación del espacio de inhumación (hay casos documentados en los que la tasa de ocupación de los enterramientos situados en la nave central es bastante menor que la de los templos metropolitanos).

El colapso del sistema, que se reflejó más claramente en España debido a la antigüedad de los enterramientos, aunque también en las colonias por los efectos epidemiológicos, llevó a su regulación y, posteriormente, a su extinción. Aun cuando se tardó cerca de veinte años en hacer realidad la iniciativa ilustrada en algunos lugares -por ejemplo en Lima-, entrado el siglo XIX existían aún enterramientos en templos conventuales.


Notas
1 En época tardía visigoda y astur, los enterramientos de personajes prominentes se ubicaron en los atrios, pórticos, naves laterales y, sobre todo, en el contraábside. Más adelante se crearon espacios concretos.
2 De hecho, existía el precedente del rey Alfonso VII, que logró su enterramiento en una capilla de la catedral de Toledo, y el de Alfonso VIII, que habilitó la iglesia del monasterio de Las Huelgas como panteón real. La legislación citada se especifica en la partida I, título XIII, leyes II, IV y IX de las Siete Partidas (Las Siete 382-388).
3 En relación con Iberoamérica, esto se hace evidente a la luz del libro 1, tít. 18, ley 1 de la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias (155).
4 Se trata de la real cédula del 3 de abril de 1787; a través de ella, Carlos III dictó "una providencia general que asegure la salud pública", de la que estaban exentos la familia real, el clero y los notables de las ciudades (Nistal).
5 Casi siempre, estos estudios se han incluido en procesos de rehabilitación y restauración de templos como acciones sectoriales dentro de actuaciones generales (Menchon et al.; Prior).
6 Un ejemplo de que la nobleza era sepultada en los mejores puntos de la planta se aprecia en la catedral de León -por poner un caso que bien pudo haber sentado un precedente-, en donde la familia Osorio dispuso de una sepultura caracterizada por una cripta de 3 m de ancho ubicada bajo el presbiterio, probablemente construida a costa del clero. La ubicación de personajes no eclesiásticos en emplazamientos tan cercanos al Santísimo dio lugar a fuertes controversias (Martínez 210).
7 La preeminencia de los enterramientos singularizados de arzobispos y obispos -incluso fuera de ámbitos eclesiásticos- se describen en Martínez (212). Hay un estudio sobre los primeros ámbitos rigurosamente individualizados en el caso de la seo del Salvador de Zaragoza, cuyos panteones arrancan a construirse en el siglo XVI (Nicolás y Sánchez).
8 El lector está aquí ante un caso claro de enterramiento colectivo no familiar construido ad hoc para responder a las necesidades de un grupo.
9 La monda era una práctica terriblemente insalubre: consistía en una limpieza periódica de las oquedades que implicaba sacar los restos humanos y trasladarlos a un osario con el objetivo de liberar el espacio de inhumación para volver a aprovecharlo. En el transcurso de la operación, las iglesias y sus alrededores se inundaban de olores fétidos, como se colige de testimonios de la época (Carreras y Granjel, "Extremadura" 77).
10 La información proviene de un resumen de las actuaciones arqueológicas publicado en el año 2011 por Paula Terán bajo el amplio título de "Investigación arqueológica" como parte del libro Iglesia y convento de San Francisco: una historia para el futuro. Esta publicación buscaba documentar sobre los diversos trabajos realizados veinte años atrás en el conjunto monumental, en el marco del proyecto Ecuador-España. En consecuencia, conviene advertir que los datos no están actualizados, pues en el año 2009 se realizaron labores de cambio del piso de la iglesia, acompañados por investigaciones arqueológicas extensas cuyos resultados no han sido publicados todavía.
11 Las otras criptas se localizaron en el interior de la iglesia: una correspondía a la familia de Rodrigo de Salazar, y luego fue de los presidentes de la Audiencia de Quito, y otra, la de la capilla de la Virgen del Pilar, se había convertido en osario. Finalmente, otra más, localizada en el nártex del templo, había acogido restos retirados del primitivo cementerio del siglo XVI: medía 6,5 m × 3,7 m y estaba cubierta por una bóveda de medio cañón; se accedía a ella por una claraboya (Terán 127-136).
12 Es cierto que el caso de Santa Fe la Vieja -ciudad fundada por Juan de Garay en 1573, a orillas de un brazo del río Paraná, como nexo entre Asunción y el Río de la Plata- es un paradigma de la conservación de restos porque en 1660 fue abandonada por una posición más segura. No fue la única: San Miguel de Tucumán, fundada en 1565, también fue abandonada en la misma época (1685) por una cercana posición y Concepción de la Buena Esperanza del Bermejo, establecida en 1585, fue abandonada en 1632 (Falcó 19-22).
13 Se llegó a esta conclusión a partir de una serie de datos: por ejemplo, los entierros efectuados en el siglo XVII sumaron un 34,8 % del total de los entierros realizados en la iglesia de San Francisco, y los de los siglos XVIII y XIX, un 58,13 %, lo que llevó a pensar que en la centuria del seiscientos los enterramientos en el interior del templo pudieron haber sido acaparados por los individuos más pudientes -presentaban, de hecho, unas buenas condiciones físicas-, mientras que en el siglo XVIII se produjo una generalización de las inhumaciones (Chiavazza 136-137).
14 La resistencia provenía aun de los más pudientes de las sociedades, que se negaban a ser enterrados en los que consideraban lugares demasiado "populares", como se pensaba en Santafé, Nueva Granada (Cardona y Sierra 68).
15 La circular del rey Carlos IV, del 26 de abril de 1804, señalando que las iglesias y templos se habían convertido en "unos depósitos de podredumbre y corrupción", hacía hincapié en la necesidad sanitaria de la decisión adoptada en su día por su padre. El 28 de junio, el rey envió otra circular en la que apremiaba a las autoridades de las ciudades para que se construyeran los cementerios. La medida, finalmente, se convirtió en costumbre durante la década de los años treinta, si bien a lo largo del siglo XIX se publicaron numerosas disposiciones para su cumplimiento (Santonja 33-44).
16 Situada en la calle Mayor de la localidad de Cartagena, la capilla forma parte, como construcción anexa, del conjunto de la iglesia de Santo Domingo, con la que comunica lateralmente. La planta de la capilla es de unos 8,5 m × 8 m y su superficie mide aproximadamente 67 m2. Consta de dos accesos, ambos originales: una puerta que da a la calle Mayor, reabierta en una reforma de los años setenta del siglo XX, y otra que se orienta a la nave central de la iglesia, concretamente a sus pies, que sitúa la capilla en el lado de la epístola y la separa por una rejería. Frente a esta última puerta, es decir, en el otro extremo de la capilla, se halla su retablo.
17 El total de la operación fue de 700 reales pagaderos en 2 plazos. Sin embargo, es posible que la cifra fuera mayor, de hasta 1.400 reales, de los cuales 1.100 reales se pagaron en 1645 (Montojo y Maestre, La Cofradía 23-25).
18 Entonces sus medidas aproximadas eran de 6,75 m × 3,75 m. La intervención arqueológica está siendo publicada (Frey).
19 "Escritura de venta a favor de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de unas casas en la calle Mayor junto a la iglesia de Santo Domingo (hoy capilla), la otorgó Da Julia Pereti ante el escribano D. Juan de Torres en 7 de enero de 1695" (ACNPJN, C 23, carp. 5).
20 En la localidad de Huéscar, Granada, para ser más precisos. Sobre las criptas de la iglesia de Santiago, Gonzalo Pulido dice lo siguiente: "Durante las obras de arreglo de la iglesia en 1983 y 84, se pudo acceder a la cripta del altar mayor, hoy totalmente cegada y rellena de hormigón. Es una habitación rectangular, de unos 5 o 6 m de larga por unos 3 m de profundidad, con poyos en los lados mayores. Estaba llena de los escombros causados por el incendio de 1910, que destruyó gran parte de la techumbre del templo" (11). También se documentó la existencia de la cripta de la capilla de San José, en la iglesia de Santa María: "La cripta es una habitación rectangular de 5,16 m de longitud y 3,11 m de anchura; su altura, en el centro, es de 2,10 m. El techo es una bóveda de cañón" (Pulido 11).
21 Ese paramento no era otra cosa que el arranque del muro medianero que había separado la capilla del inmueble vecino, lo que explica su grosor y resistencia.
22 "Simón García, mayordomo en 1642 y 1645 [...] por su testamento, de 1648, [...] dispone su entierro en la capilla de la cofradía con una túnica de color morado" (AHPM, P 5386 [1648], ff. 166 r.-167 v.).
23 "En esta época todas las cofradías buscaron la estabilidad que les daba una capilla, un inmueble en el que pudieran celebrar sus actos de culto, guardar sus imágenes o celebrar sus cabildos. A la obtención de dicha capilla se refieren muchos de sus documentos, que constituían los títulos de pertenencia o propiedad" (Montojo y Maestre, La Cofradía 52).
24 "A finales de 1731 la cofradía comunicaba la finalización de los trabajos y anunciaba la decisión de colocar la imagen de Nuestro Padre Jesús en su camarín, celebrándolo con octava, procesión y fiesta. El concejo aceptó la invitación a participar, sintiéndose obligado a ello por el frecuente recurso que había hecho a la imagen en los últimos años, de constantes sequías, y puso dinero para fuegos" (AMC, AC 1730, 1732).


BIBLIOGRAFÍA

FUENTES PRIMARIAS

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Caja (C) 23.

Archivo Histórico Provincial de Murcia, España (AHPM).

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