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Educación y Educadores

Print version ISSN 0123-1294

educ.educ. vol.18 no.1 Chia Jan./June 2015

https://doi.org/10.5294/edu.2015.18.1.5 


Ciudadanía:
aprendizaje de una forma de vida

Citizenship:
Learning a Way of Life

Cidadania:
aprendizagem de uma forma de vida

Gloria Amparo Giraldo-Zuluaga

Universidad Católica de Manizales, Manizales (Colombia)
glgiraldo@ucm.edu.co

10.5294/edu.2015.18.1.5

Recepción: 2014-02-11 / Envío a pares: 2014-06-24 / Aceptación por pares: 2015-02-09 / Aprobación: 2015-03-09

Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo

Giraldo-Zuluaga, G. A. (2015). Ciudadanía: aprendizaje de una forma de vida. Educ. Educ. Vol. 18, No. 1, 76-92. DOI: 10.5294/edu.2015.18.5



Resumen

Objetivo: este estudio realiza un repaso histórico sobre los modelos y enfoques clásicos y modernos acerca de la ciudadanía, con el fin de esclarecer su origen, desarrollo, sentido profundo y vigencia.

Metodología: a partir de la revisión de los diversos enfoques teóricos sobre ciudadanía, se hizo un seguimiento a su evolución, transformaciones e implicaciones, en contraste con los principales debates y cuestionamientos que se le hacen en el contexto actual.

Resultados: el trabajo plantea que la ciudadanía contemporánea difiere sustancialmente de la clásica, no solamente en lo relativo a titularidades y derechos, sino como una manifestación de desigualdad, crisis social y emergencia de otros intereses, sobre todo económicos, que gobiernan a las sociedades modernas.

El ciudadano es un ser político, con una dimensión social y moral; lo cual indica que la construcción de la ciudadanía no es el aprendizaje mecánico de unas normas (jurídicas, legales y políticas), sino la realización efectiva de una forma de vida y de convivencia entre los seres humanos en sociedad.

Palabras clave

Ciudadanía, democracia, participación, globalización, exclusión (Fuente: Tesauro de la Unesco).



Abstract

Objective: This study offers a historical overview of the classical and modern models and approaches to citizenship in an effort to clarify its origin, development, deeper meaning and validity.

Methodology: Based on a review of the different theoretical approaches to citizenship, its evolution, transformations and implications are traced in comparison to the overriding debates and questions surrounding citizenship in today's context.

Findings: The study indicates contemporary citizenship is very different from classical citizenship, not only with respect to entitlements and rights, but also as a manifestation of inequality, social crisis and the emergence of other interests that govern modern societies, especially economic interests.

A citizen is a political being, with a social and moral dimension. This suggests the formation of citizenship is not the rote learning of rules (judicial, legal and political), but the actual realization of a way of life and coexistence among human beings in society.

Keywords

Citizenship, democracy, participation, globalization, exclusion (Source: UNESCO Thesaurus).



Resumo

Objetivo: este estudo realiza uma revisão histórica sobre os modelos e os enfoques clássicos e modernos acerca da cidadania, com o objetivo de esclarecer sua origem, desenvolvimento, sentido profundo e vigência.

Metodologia: a partir da revisão dos diversos enfoques teóricos sobre cidadania, acompanhou-se a sua evolução, transformações e implicações, em contraste com os principais debates e questionamentos que se fazem no contexto atual.

Resultados: o trabalho sugere que a cidadania contemporânea difere substancialmente da clássica, não somente em termos de titularidades e direitos, mas também como uma manifestação de desigualdade, crise social e emergência de outros interesses, sobretudo econômicos, que governam as sociedades modernas.

O cidadão é um ser político, com uma dimensão social e moral, o que indica que a construção da cidadania não é a aprendizagem mecânica de umas normas (jurídicas, legais e políticas), mas a realização efetiva de uma forma de vida e de convivência entre os seres humanos em sociedade.

Palavras chave

Cidadania, democracia, participação, globalização, exclusão (Fonte: Tesauro da Unesco).



Introducción

La ciudadanía es un tema de alto interés para las reflexiones contemporáneas de las ciencias sociales y humanas. Su renovada importancia se debe, entre otras cosas, a una pluralidad de hechos políticos y cambios sociales: la crisis de los Estados modernos, la violencia social, la emergencia de la migración indiscriminada, el multiculturalismo, la incidencia de la economía de mercado, el neoliberalismo, y muchas más.

A pesar de que es un concepto que se ha construido por medio de un proceso histórico-social, y que se configura y construye en función de intereses políticos, económicos, sociales y culturales determinados, su actualidad y vigencia han sido y son fuente de enormes controversias.

Hoy nos preguntamos, desde diversas disciplinas, si el concepto actual de ciudadanía responde a las exigencias políticas de un mundo fragmentado y globalizado y, mucho más importante que eso, si su desarrollo y promoción pueden ser el camino para el fortalecimiento de nuestra propia democracia.


Definiciones de ciudadanía

Joaquín Arango invita a reconocer el carácter polisémico, cuando no ambiguo, del concepto ciudadanía. En efecto, este teórico advierte que "su significado no siempre resulta inequívoco, ni está exento de una cierta bruma conceptual" (2006, p. 1). Otros autores alegan que el concepto de ciudadanía "remite a diversas tradiciones y realidades que no resulta fácil integrar" (Etxeberria, 2009).

Admitido esto, debemos recordar que la idea de ciudadanía ha evolucionado a lo largo de la historia, reflejando la cambiante relación entre los individuos y el poder, ampliándose e incorporando nuevos contornos y matices.

En la historia de Occidente se han construido, especialmente, dos concepciones de ciudadanía: la ciudadanía como "actividad" y la ciudadanía como "condición". La primera, que hemos conocido a través de la historia de la filosofía y del pensamiento político, define y concibe la ciudadanía como una "forma de vida". Los hombres y los pueblos solo son importantes cuando son ciudadanos y se ejercitan y participan de la vida política de sus países. La segunda concepción (la condición ciudadana) nace y se desarrolla con el pensamiento liberal, en los tiempos de las revoluciones (siglo XVII) y el nacimiento de las repúblicas (siglo XVIII).

El Diccionario de la Lengua Española, por una razón similar, define la ciudadanía como "Cualidad y derecho de ciudadano". Enseguida hace esta aclaración: "Conjunto de los ciudadanos de un pueblo o nación" (DRAE, 2003).

Hay otra acepción del término, más moderna, pues incluye a la "sociedad" de la que el Estado es expresión política. En esta acepción, la ciudadanía "supone y representa ante todo la plena dotación de derechos que caracteriza al ciudadano en las sociedades democráticas contemporáneas" (Arango, 2006, p. 1). Es decir, la ciudadanía contemporánea exige la realización efectiva de los derechos y no solo su promulgación legal.

Por eso, desde las nuevas concepciones filosóficas y políticas de la modernidad, se insiste tanto en el "reconocimiento" de la ciudadanía como en la "adhesión" a ella (Cortina 1998, p.25). En este orden de ideas, Cortina advierte que "son las dos caras de una misma moneda que, al menos como pretensión, componen ese concepto de ciudadanía que constituye la razón de ser de la civilidad".

La ciudadanía, entonces, se concibe —en nuestros tiempos— principalmente como un estatus (posición o condición) en el que se solicita, define y posibilita el acceso a los recursos básicos para el ejercicio de derechos y deberes. Si se accede a esos recursos la ciudadanía se materializa. En el caso contrario, se produce lo que algunos teóricos han llamado el "déficit de ciudadanía" (Moreno, 2003), una situación en la que se tiene el derecho pero no se alcanzan sus beneficios.

Autores como Jelin (1997) van más lejos y hablan de la ciudadanía como "práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas acerca de quiénes podrían decidir cuáles y cómo serán los problemas sociales comunes".


Evolución del concepto de ciudadanía

Aristóteles fue quien primero formuló una tesis completa sobre la idea de ciudadanía. En la Política, una de sus obras primordiales, señaló que ciudadano es aquel que gobierna y a la vez es gobernado (Aristóteles, 2000). Para llegar a esta definición, este pensador se refiere al ser humano como un zoon politikon, es decir, un animal "cívico o político"; eso quiere decir, para nuestros tiempos, que tiene la capacidad de socializar y relacionarse en sociedad (Guevara, 1998).

De acuerdo con Aristóteles, el hombre es un ser que vive en la ciudad, la cual estaba conformada por una unidad política (Estado) y un conjunto de personas que en ella vivían, a quienes se les denominaba polites (un concepto similar al de ciudadanos) (López, 2013). El fundamento de la ciudadanía era restringido y estaba sustentado en los lazos consanguíneos.

Para los romanos, la primacía de la noción de "ciudad" (de la civitas) fue notablemente superior a la de Grecia. Histórica y etimológicamente, desde entonces, la expresión ciudadanía se vinculó a la relación de un individuo con su ciudad. El término ciudadanía procede del vocablo latino cives (ciudadano), que designa la posición del individuo en la ci-vitas (ciudad) (Pérez Luño, 1989). La ciudadanía,claro, fue un privilegio que solamente estaba permitido a los hombres libres; entendiendo por libres a aquellos que podían y debían contribuir económica o militarmente al sostenimiento de la ciudad (Arango, 2006). La ciudadanía, por supuesto, no se extendía a los extranjeros o "metecos", ni a las mujeres, ni a los sirvientes, seres considerados como los esclavos; estos últimos ni siquiera alcanzaban la categoría de personas, sino que eran asimilados como cosas (Parada, 2009).

La caída del Imperio romano acabó en la práctica con la ciudadanía, pues la autocracia bizantina, las guerras territoriales y el creciente poder de la Iglesia católica diluyeron toda presencia y consideración de ideas ciudadanas (Horrach, 2009).

El concepto de ciudadanía, entonces, se diluye durante la Edad Media y reaparece en el Renacimiento, en las ciudades-repúblicas italianas. Estas fueron ciudades independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los modelos feudales reinantes, y muchas de ellas llegaron a adoptar regímenes republicanos (Horrach, 2009).

Como lo expresa acertadamente Giner: "El pensamiento republicano renacentista, sentó las bases para una consideración plenamente laica y secular de la política y los derechos de las personas como ciudadanos" (2008, p. 2).

En el siglo XVIII, debido en buena medida a las ideas de la Ilustración, se produce un renacimiento de la democracia y de las luchas sociales. Surge entonces un nuevo lenguaje político, con énfasis en los derechos humanos, que se acabaría plasmando, históricamente, en dos revoluciones decisivas: la americana y la francesa, proclamadas como Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y como Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). De estos fenómenos sociales y políticos se desprendieron, por cierto, dos perspectivas de pensamiento que se convirtieron en las dos principales tradiciones políticas del hemisferio occidental: el republicanismo y el liberalismo, dos modos casi opuestos de pensar la sociedad y el poder, y que se han mantenido en pugna desde entonces.

En el siglo XX, la elevación general de los niveles de vida y la extensión de los derechos socioeconómicos —incluidos los sindicales—, no solo confiere un nuevo sentido a la idea de ciudadanía, sino que la extiende a la gran mayoría de la población. Es lo que se denominó el desarrollo de los Estados de bienestar, a través de los cuales se hizo posible la universalización de los derechos socioeconómicos y la incorporación de estos al concepto de ciudadanía.

A mediados del siglo XX, se produce una conceptualización diferente de la noción de ciudadanía, y se empieza a estudiar y a definir la llamada "ciudadanía social". El responsable, hacia el año 1950, fue el sociólogo británico T. H. Marshall, quien realizó una crítica sistemática a la teoría y a la práctica liberal-individualista de la ciudadanía tradicional. Para Marshall (1998), la ciudadanía de mediados del siglo XX era una institución de dos caras en la que convivían dos situaciones diversas: por un lado, la igualdad legal y política, y, por el otro, una desigualdad material injustificada. Marshall sugirió, entonces, la ampliación del concepto de ciudadanía, planteando que esta no debía quedar limitada a la titularidad de los derechos políticos, sino que debía comprender una dimensión social que permitiera el disfrute efectivo de los derechos y las garantías sociales, económicas y culturales (Pérez Luño, 1989).

Marshall (1998) fue precisamente quien definió la ciudadanía como un estatus (estado, posición, condición) que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Pero para que fuera real, plena, debía integrar tres tipos de ciudadanía: una ciudadanía civil (que comprende los derechos y las libertades individuales), una ciudadanía política (que contiene los derechos políticos) y una ciudadanía social (que abarca todos los derechos económicos, sociales y culturales) (OEA-PNUD, 2009).

A partir de esta definición, y de sus consecuentes reflexiones, se abrió camino la noción de que para poder ejercer plenamente los derechos sociales y políticos era y es necesario poseer unas condiciones materiales que los hagan posibles.

Unos años después, ante la incapacidad de mantener o generar un modelo de desarrollo con énfasis en lo social, los Estados desarrollados acordaron la decadencia y desaparición progresiva del concepto de Estado de bienestar. Paralelamente a la reducción y supresión de los derechos y servicios sociales, el concepto de ciudadanía entró en crisis y comenzó a ser cuestionado. A esto se suma que, en los últimos años, emergen e irrumpen formas nuevas y diversas de identidad y se producen estructuras y situaciones complejas de convivencia que no solo trascienden los antiguos marcos nacionales y políticos, sino que ponen en duda la posibilidad de una ciudadanía como la conocimos y vivimos en el pasado.

Quesada (2008), plantea que la ciudadanía actual comprende e incluye tres dimensiones:

  • Titularidad: la ciudadanía implica ser titular de derechos y deberes.

  • Condición política: lo que define al ciudadano es su capacidad de participar e intervenir en los procesos políticos y formar parte de las instituciones públicas de gobierno de la sociedad.

  • Identidad o pertenencia. la ciudadanía se entiende como pertenencia a una comunidad determinada, con una historia y unos rasgos étnicos o culturales propios.


Los modelos modernos de ciudadanía

Los tres principales modelos de ciudadanía, a partir de los cuales se configuró y constituyó la historia sociopolítica de nuestros países, fueron: el liberal, el republicano y el comunitarista. Con base en estos, y producto de sus interrelaciones y tensiones, es que se desarrolla la que podríamos llamar la moderna noción de ciudadanía como un "proyecto de institucionalización progresiva de derechos, libertadesy responsabilidades, por un lado, y de confianzas, compromisos y redes de cooperación, por el otro" (García, 2001).

Estos modelos obedecen, por cierto, a tradiciones que vale la pena resumir brevemente. Son ellas:


El liberalismo o ciudadanía liberal

La ciudadanía liberal tiene como centro al individuo y como valores fundamentales los derechos civiles. El individuo prevalece sobre el bien común. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los países industrializados se consolidó un tipo de democracia compuesta y de economía mixta que se conoció como "Época dorada del capitalismo del bienestar". Los poderes públicos promovieron los derechos sociales mediante el sostenimiento de instituciones asistenciales y de seguridad social para hacer frente a los riesgos vitales (ancianidad, desempleo, enfermedad, pobreza, etc.). A finales del siglo XX, y a pesar del optimismo de dichas sociedades, este modelo comenzó a deteriorarse por la corrupción, el mal funcionamiento de los Estados y por equivocados procesos de legitimación social que llevaron a una profunda crisis fiscal y a una sobrecarga presupuestaria (Moreno, 2003).


El republicanismo o ciudadanía republicana

El republicanismo concibe al ciudadano como alguien que participa activamente en la dirección futura de su sociedad a través del debate y la elaboración de decisiones públicas. En la historia del pensamiento político, fue J. J. Rousseau quien elaboró un contrato social, de corte republicano, donde la voluntad general se construye negando parte de la libertad individual y construyendo un sujeto colectivo. En la concepción republicana, el ciudadano debe tener constantemente abierta la posibilidad de participar en la determinación de los destinos de su comunidad, de ser creativo y no un mero recipiente de derechos y de bienes distribuidos (Cornejo, 2004).


El comunitarismo o la ciudadaníacomunitarista

El comunitarismo, como su nombre lo indica, privilegia la comunidad sobre el individuo, poniendo por delante los vínculos de adhesión grupal con respecto a la libertad individual, y quedando el bien común por encima del pluralismo. En forma similar a la propuesta hecha por Hegel, los comunitaristas (como Charles Taylor, Michael Sandel y otros) cuestionan la primacía del derecho sobre el bien (García, 2001, p. 8).

Todas las formas de comunitarismo plantean, bajo las reticencias al liberalismo individualista, una crítica severa y total de la modernidad, a la que ven como la responsable de la mayor parte de los problemas sociales existentes (desarraigo, violencia, etc.). La idea de fondo consiste en una recuperación de valores y vínculos que, se dice, ya no están vigentes. También se defiende una activa participación política, aunque al servicio de la identidad colectiva y sus intereses correspondientes.


Los debates en torno a la ciudadanía

Así como los modelos mencionados privilegian nociones y conceptos muy precisos de sujetos, valores, compromisos e ideales, es inevitable la confrontación de ideas y el debate en torno a sus expectativas y calidades, así como su presencia en los Estados modernos. Repasemos algunos de los debates más significativos


El debate entre comunitaristas y liberales

En los años setenta y ochenta se inició un debate intenso sobre la naturaleza de los fenómenos políticos y su relación con la ética y la situación actual del mundo. Los protagonistas de este debate fueron, por una parte, los comunitaristas (como Arendt, Walzer, Taylor y Sandel) y, por otra, los liberales (encabezados por Rawls, Dworkin y Gauthier) (Fernández, 2001).

Los comunitaristas sostuvieron, en primer lugar, que los vínculos sociales determinan a las personas, y que la única forma de entender la conducta humana es referirla a sus contextos sociales, culturales e históricos. Los liberales, por su parte, plantearon que la comunidad se constituye a partir de la "cooperación" para la obtención de ventajas mutuas, y que el individuo tiene la capacidad de actuar libremente (Fernández, 2001).

En segundo lugar, y desde una perspectiva crítica, los comunitaristas sostuvieron que las premisas del individualismo liberal traen consecuencias moralmente insatisfactorias, tales como: la imposibilidad de lograr una comunidad genuina, el olvido del Estado benefactor y una injusta distribución de los bienes. Los liberales, por su lado, respondieron que una sociedad justa no puede presumir de una concepción particular del bien, sino que debe ajustarse a través del derecho, que es una categoría moral que tiene prioridad sobre la de bien (Fernández, 2001).

Fernando Vallespín (citado por García, 2001, p. 21), por su parte, afirma que el debate debe ir más allá de la tríada "liberalismo, comunitarismo y republicanismo", y observa que al interior del liberalismo es posible encontrar múltiples facetas y posibilidades que consolidan experiencias y tendencias democráticas: el liberalismo kantiano o político de Rawls, el perfeccionismo de J. Raz y el liberalismo igualitarista de Ronald Dworkin. Igual sucede con el comunitarismo que puede ser sustancialista (Sandel, MacIntyre) y republicano (Walzer); o con el republicanismo, susceptible de presentarse como liberal (Michelman), kantiano (Habermas) o incluso feminista (Benhabib, Young).


El resurgimiento del republicanismo

El debate comunitarista-liberal no solo representó las principales diferencias ideológicas y políticas entre estas dos corrientes del pensamiento, sino que generó una controversia y un dualismo que muchos calificaron de "inútil y maniqueo" (Santiago, 2010). Esta fue una de las razones, entre otras muchas, que facilitaron el resurgimiento y un nuevo apogeo del republicanismo.

Las tesis principales del republicanismo apuntan, como se sabe, a la ampliación de las potestades del ciudadano, y a una mayor participación e intervención de los individuos en las decisiones que son tomadas desde el poder político. A pesar de lo anterior, es oportuno advertir que, dado que la doctrina republicana basa la participación de los individuos en el fomento de sus virtudes cívicas y en su patriotismo, sus postulados terminan por defender una visión de comunidad muy limitada y poco incluyente.

Velasco (2006) advierte, a su vez, que el nuevo republicanismo —de moda en nuestros días— hace una lectura parcial de la historia de la propia tradición republicana y que toma los conceptos en abstracto, sin atender a su contexto de formación ni a su encarnación histórica. Esta concepción promueve una falsa neutralidad ideológica, aspirando así a una objetividad inexistente.

En nuestros países latinoamericanos, como lo confirma García (2001, p. 2), hay una enorme "distancia entre la ley y la experiencia, es decir, entre el plano normativo de las regulaciones y la realidad del mundo de la vida cotidiana".


Nuevas formas y expresiones de ciudadanía

En las últimas décadas se ha presentado una profunda revisión crítica del concepto de ciudadanía en respuesta a sus problemáticas fundamentales. Se pretende un ciudadano que no solamente sea receptor de derechos, sino un actor de la vida comunitaria. Al mismo tiempo, se busca una ciudadanía más preocupada, basada en valores como la pluralidad y la diversidad (Guichot, 2004).

Factores como la apertura de los mercados, los tratados de libre comercio, los procesos tecnológicos cada vez más masivos, la creación de la Corte Penal Internacional, la globalización de los mercados y de la economía, están dando paso a una clara tendencia hacia la globalización-mundialización. Por ello es necesaria la adaptación del ciudadano a esta realidad económica que no puede ser ignorada ni subestimada en el campo de la ciudadanía (Parada, 2009).

La transformación del Estado y la emergencia de nueva realidades socioculturales representan, al día de hoy, múltiples desafíos y demandan entonces nuevos enfoques de ciudadanía, con el objeto de pensar fórmulas diferentes y avanzadas de la vida en común (Velasco, 2006). Veamos algunas de ellas.


La ciudadanía multilateral

Debido a los efectos de la globalización y de los desplazamientos migratorios, ya no es posible hablar en términos definitivos de ciudadanos nacionales, sino que ahora se habla de ciudadanos del mundo.

Las nuevas migraciones tienen un efecto positivo en las sociedades globales, pues incrementan el pluralismo cultural, lingüístico y religioso (Quesada, 2008). Pero también tienen un lado negativo: sobre ellas se ciernen todas las formas de exclusión humana, social y política (García Canclini, 2004).

Asistimos, con preocupación, a la desidia e inhumanidad de los países desarrollados, que en vez de dar una respuesta democrática y justa a los crecientes flujos migratorios, utilizan la ciudadanía como instrumento para negar derechos y libertades a los inmigrantes y asilados. De ahí que Ferrajoli propugne: "la superación de la ciudadanía, la definitiva desnacionalización de los derechos fundamentales y la correlativa desestatalización de las nacionalidades" (Ferrajoli citado por Pérez Luño, 1989).

En este sentido, resulta conveniente sustituir la llamada ciudadanía unilateral por una ciudadanía multilateral (Pérez Luño, 1989). Se denomina ciudadanía multilateral a una concepción que considera la presencia y la actividad de distintas identidades que surgen del intercambio cultural y que demuestran que la participación ciudadana puede llevarse a cabo más allá de las fronteras nacionales (Santiago, 2010).

La ciudadanía multilateral permitiría avanzar en soluciones modernas y progresistas basadas en el pluralismo y la interculturalidad.


Nacionalidad y ciudadanía

Por otra parte, la nación se ha concebido como una comunidad forjada por vínculos étnicos, históricos y culturales muy concretos. Es lo que se conoce como "identidad nacional" y que se considera como elemento indispensable de la democracia (Quesada, 2008). Al respecto, comenta Horrach (2009) que no se deben confundir los conceptos de nacionalidad y ciudadanía. La nacionalidad es una especial condición de sometimiento político de una persona a un Estado determinado (por nacimiento o por vinculación). La ciudadanía, en cambio, es la calidad que adquiere el que, teniendo una nacionalidad y habiendo cumplido las condiciones legales requeridas, asume el ejercicio de los derechos y deberes políticos correspondientes.

Por tanto, está claro que no puede haber ciudadanía sin nacionalidad, puesto que esta es condición necesaria para aquella, pero sí puede haber nacionalidad sin ciudadanía, "como en el caso de los menores de edad o de los adultos interdictos por cualquier causa, que pertenecen al Estado pero que no tienen el uso de los derechos políticos" (Borja, citado por Lizcano, 2012).

No obstante, no debemos olvidar que la identidad política es una identidad construida y, por tanto, contingente y flexible. La integración política, como sostienen muchos estudiosos, no necesita basarse en una homogeneidad cultural, sino en la participación en los procesos políticos.


Ciudadanía posnacional

Muchos autores contemporáneos entienden que hay que romper con la unión entre ciudadanía y nacionalidad para pasar a las identidades posnacionales. Retomando una ciudadanía republicana más racional y menos pasional, Habermas (citado por Etxeberría, 2011) propone que la única identidad pública que debe compartirse en un Estado debe ser la que remite a la cultura política común.

La propuesta habermasiana se ha llevado a cabo en la línea del proceso de construcción de la Unión Europea. De todos modos, Habermas considera que el camino más serio para poder alcanzar una plena cohesión europea es el modelo del patriotismo constitucional, en el que se superpone una ciudadanía "europea" a cada una de las ciudadanías nacionales (Habermas, 1993).

Pero, según autores como Ferro (2009), en la época de la globalización, cuando la ciudadanía tiene un ámbito mundial, la titularidad de los derechos es universal y la única comunidad moral admisible sería, precisamente, la "comunidad universal".


Ciudadanía cosmopolita (o global)

Las condiciones del mundo actual impulsan una ciudadanía cosmopolita. La ciudadanía cosmopolita o global, al incluir además la ciudadanía nacional (soy ciudadano del mundo y ciudadano de mi país), se propone como una ciudadanía abierta y universal.

El cosmopolitismo cívico es un modelo defendido por autores como David Held o Adela Cortina. La idea consiste en defender un sistema global de derechos y deberes de alcance universal. Para ello es necesario aceptar el pluralismo y tolerar la pluralidad de cosmovisiones (Escobar, 2007).

La propuesta de Martha Nussbaum va en una dirección similar. Nussbaum sostiene que el sentimiento o afecto cosmopolita hacia todo el género humano constituye nuestra lealtad primaria y es un afecto razonado y razonable (Benéitez, 2010). Para el ciudadano cosmopolita es secundario y accidental el sitio en el que se haya nacido o se viva, incluso, si se trata de una sociedad no democrática.

El problema de fondo estaría en la creación de unas instituciones globales. No solamente reformar la tan desacreditada Organización de las Naciones Unidas (ONU), sino crear y mantener una sociedad civil transnacional (con organismos no gubernamentales, movimiento antiglobalización, etc.).


La ciudadanía multicultural o diferenciada

No se pueden tratar como iguales a grupos que son, por naturaleza, desiguales. El punto de vista tradicional de que la ciudadanía hace iguales a los hombres es falso. Por el contrario, es una condición que incluye solo a algunos y excluye a otros. Se necesita, por tanto, sustituir la noción convencional de ciudadanía única por la noción de ciudadanías diferenciadas o de ciudadanía multicultural (Guevara, 1998). Estas formas de ciudadanía se conforman o constituyen a partir de "las acciones promovidas por grupos particulares que buscan oponerse al marginamiento y a la exclusión en que los mantiene la sociedad tradicional" (Castillo, 2006).

Otros autores la denominan "ciudadanía diferenciada" (Young, 2000, citada por Franco, 2008). Esto significa que las minorías culturales, étnicas y sexuales necesitan un trato diferenciado para poderse desarrollar libremente y lograr integrarse a la sociedad. Por ello, se pretende la aplicación de políticas diferenciales, es decir modelos de discriminación positiva (políticas de cuotas).

Will Kymlicka (1997) representa el intento más sobresaliente por desarrollar el concepto de empoderamiento, combinando una teoría de la justicia con una teoría sobre la opresión de las mujeres y demás colectivos en desventaja.


Ciudadanía y género

La ciudadanía también se resiente cuando enfrenta las cuestiones de género. La igualdad formal de la ciudadanía no ha impedido que las mujeres continúen siendo en la práctica ciudadanas de segunda, que votan, pero que ocupan un lugar secundario en la vida política (Zúñiga, 2010).

En el caso de las mujeres hallamos una triple injusticia: la falta de igualdad y la discriminación social y laboral.

Quesada (2008) enfatiza en el hecho, muy lamentable, de que la esfera pública está construida sobre categorías específicamente masculinas, y la esfera doméstica (privada) se usa para confinar a las mujeres. El mundo público está basado en la igualdad y el doméstico en la subordinación.

Los movimientos feministas, por su parte, han denunciado la existencia de un déficit de justicia en relación con la escasa participación femenina en las esferas de poder, han iniciado una cruzada por la paridad política y han logrado el establecimiento de políticas destinadas a favorecer la participación de las mujeres en la esfera pública tanto en Europa como en América Latina.


Ciudadanías juveniles

El modelo que se ha impuesto en los últimos años en las sociedades desarrolladas está provocando que "cada vez les sea más difícil a los jóvenes acceder a su condición de ciudadanos, la cual sigue estando estrechamente vinculada a la autonomía que proporciona la independencia económica y la emancipación familiar" (Benedicto y Morán, 2002, p. 20).

Esto no quiere decir que los jóvenes no ejerzan ciudadanía, sino que la ejercen en otros escenarios y de otras maneras. Por eso es que la participación juvenil no solo requiere ser entendida desde su relación de empoderamiento respecto de los adultos, sino que deben reconocerse sus propias formas de construcción social y las transformaciones y expresiones en que basan sus identidades, orientaciones y modos de actuar.

Estudios recientes en Colombia han revelado, no solo procesos de exclusión, sino, especialmente, de estigmatización y discriminación social y política de los jóvenes, que los convierte en víctimas de la crisis humanitaria que vive el país (Henao y Pinilla, 2009).

Nuestros jóvenes, por cierto, participan de la vida política a través de intereses muy concretos (como festivales de arte, movimientos populares, manifestaciones culturales o artísticas) y es en estos escenarios donde desarrollan concertaciones, sientan posiciones, generan alianzas y, en últimas, construyen el mundo (Acosta y Barbosa, 2005).


Ciudadanía y democracia

En el estudio de las relaciones entre democracia y ciudadanía, Saltor y Espíndola (2008) asocian las dos formas básicas de democracia (directa y representativa) con los conceptos históricos de ciudadanía, y señalan que ambos conceptos están íntimamente ligados: la democracia directa se corresponde con la ciudadanía antigua y la democracia representativa con la ciudadanía moderna.

En el primer caso (ciudadanía directa-antigua), la participación no solo es obligatoria, sino que a su vez es considerada como una actividad de alto valor educativo y ético. En cambio, en el segundo caso (ciudadanía indirecta-moderna) la participación del individuo no es en sí valiosa, solo resulta un instrumento para satisfacer necesidades y fines privados (Saltor y Espíndola, 2008).

Esto muestra ya las complejas diferencias democráticas entre una ciudadanía comprometida y una ciudadanía de papel. Como asegura Gamio (2009, p. 1), "sin agentes políticos que cultiven el respeto por el otro y estén dispuestos a movilizarse por ello y presionar democráticamente por ello, la Declaración Universal de los Derechos Humanos puede convertirse en un saludo más a la bandera".

La democracia y la cultura de los derechos humanos no pueden fortalecerse sin ciudadanos dispuestos a actuar y a denunciar el abuso en donde aparezca. La democracia, además, debe nutrirse de la participación activa del conjunto de la ciudadanía, sin restricciones de edad ni de condición (Vásquez, 2010).

La crisis política y social del nuevo milenio se traduce en dificultad de los modelos de ciudadanía para ponerse fuera del alcance y la afectación de sectores económicos y mercantilistas. El liberalismo actual, por ejemplo, considera al ciudadano, como "un consumidor racional de bienes públicos" (Miller, 1997 citado por García, 2001). Esto significa que el Estado se piensa hoy en día como una empresa gigantesca y los ciudadanos como sus clientes.

Es claro, como afirman autores del tercer mundo, que la influencia del pensamiento neoconservador se ha sentido en el diseño de las políticas sociales. La privatización de los sistemas de protección social, la introducción de criterios selectivistas en el acceso a los recursos públicos, la sustitución de derechos por criterios de oportunidad y la fragmentación de los destinatarios de las políticas públicas, se han llevado a cabo bajo criterios de rentabilidad económica (Raya, 2004).

La inconsistencia más frecuente, resultado de esa distancia entre un modelo político determinado y la realidad social, es el "déficit de ciudadanía", que se produciría por una pérdida de poder, como resultado de la carencia de recursos, la desigualdad de oportunidades y la estigmatización de los beneficiarios de asistencia social (Noya, 2002).

Por otro lado, fenómenos como la precariedad laboral y la pauperización del empleo, el desempleo, las huelgas, la explotación y la marginalidad, producen exclusiones y desigualdades sociales y políticas muy profundas. Y parece claro, desde la perspectiva de lo social, que allí donde no hay trabajo ni prestaciones sociales, no hay derechos ni ciudadanía.

Dado que, hoy en día, ya no se distinguen bien los mundos del empleo y del no empleo, resulta muy difícil separar la ciudadanía social de la ciudadanía laboral. Como aseguran muchos teóricos y activistas: son el trabajo digno y el ejercicio de los derechos sociales y económicos, lo que proporciona la ciudadanía plena (Añón, 2002).

El debate sobre la democracia produce hoy dos hechos particulares: la consolidación de la democracia electoral en casi toda América Latina y, al mismo tiempo, una profunda insatisfacción con los resultados de esas democracias en términos de justicia social, eficacia gubernamental e inclusión política (Olvera, 2008).

Con el advenimiento del neoliberalismo y las políticas neoconservadoras, se propone una democracia restringida, una ciudadanía mínima y pasiva, y unas sociedades que tienden hacia la polarización y la fragmentación: por una parte, una pequeña élite privilegiada, y, por la otra, una gran masa de excluidos, desempleados, pobres (Jakubowicz, Ramos y Rodríguez, 2011).

Se establece así una concepción limitada de la democracia y, por ende, un concepto estrecho de ciudadanía. En América Latina, como dice Olvera (2008), se piensa que la democracia electoral es la única democracia posible.

Al respecto, la Organización de Estados Americanos (OEA), en uno de sus informes, hace la distinción entre democracia de electores y democracia de ciudadanos. La democracia real y efectiva sería aquella con un buen funcionamiento del Estado y régimen electoral, pero con el ejercicio de una ciudadanía integral (OEA-PNUD, 2009).

En este sentido, el proceso de democratización estaría dado por una ciudadanía que, al demandar derechos, constituye al mismo tiempo su propia ciudadanización, ingresando a un espacio público que hasta entonces la excluía (García y Nosseto, 2004).

La limitación en el ejercicio de la ciudadanía social es una de las críticas centrales a nuestras democracias, caracterizadas por el ajuste del gasto público y la baja capacidad de regulación estatal frente a un avance del mercado que genera mayor desintegración social (Iriarte, Vásquez y Bernazza, 2003).

En este sentido, la exigencia de una apertura política así como la demanda de un mayor control de los ciudadanos hacia la "clase política", posibilitarían un cambio en nuestra historia democrática (García y Nosseto, 2004).

Lechner (2000), a su vez, sugiere que una proporción significativa de "ciudadanos activos" estaría prestando mayor atención al modo de vida social que al sistema político. Podría estar presentándose, entonces, un desplazamiento del interés ciudadano desde el sistema político hacia lo social. Y, posiblemente, se estaría gestando una nueva dimensión de lo político.


Conclusiones: una ciudadanía participativa y transformadora

El impacto de la posmodernidad y la globalización han generado una profunda fragmentación de los procesos políticos y ciudadanos. A su vez, los procesos de reforma del Estado han modificado las relaciones de poder entre sectores, clases y grupos sociales, dejando en manos privadas y en intereses económicos muchos de los grandes asuntos democráticos.

A pesar de los grandes avances en el ejercicio de los derechos políticos, en el establecimiento de procesos electorales y en la ampliación de los espacios de participación ciudadana, en otros aspectos (pobreza, desigualdad, desempleo, informalidad, inseguridad e impunidad) la región ha progresado de manera insuficiente e incluso, en algunos casos, ha involucionado (OEA-PNUD, 2009).

Hoy, juristas, economistas y filósofos consideran que el final del Estado social de derecho y de la condición de la ciudadanía se debe al imperio de las leyes del mercado. Según Ramonet (citado por García y Nosseto, 2004), hoy el poder se distribuye primero en las finanzas, luego en lo mediático y, por último, en la política.

La posibilidad de la autoafirmación de los ciudadanos queda así igualada a la posibilidad de consumo. Y, en este sentido, el fenómeno económico se convierte en un fenómeno de exclusión social, que muestra un panorama de profundo deterioro de los fundamentos de la ciudadanía.

El ciudadano es un ser político, pero también está conformado por una dimensión social y moral. Lo anterior indica que la construcción de la ciudadanía no es el aprendizaje mecánico de unas normas (jurídicas, legales y políticas), sino la realización efectiva de una forma de vida y de convivencia entre los seres humanos en sociedad. La ciudadanía, en esta dirección, implica una tarea activa en su defensa y en la ampliación de sus límites, así como en el ejercicio mismo de sus atributos. Una ciudadanía que no ejerce su condición de tal deja de serlo para convertirse en otra cosa.

Hemos dicho que la democracia es una construcción cultural. Por tanto, ejercer la ciudadanía implica conocer y poner en práctica las denominadas competencias ciudadanas (Vela et al., 2007). La educación formal debería completarse con otros procesos educativos, especialmente con procesos que favorezcan la participación y el compromiso.

Habría que concluir que, para el ejercicio de la ciudadanía, ya no es el Estado quien determina las pautas, sino la misma sociedad, pues la existencia del vínculo social y cultural debe ser la base para la convivencia de todos.

En este orden de ideas, el ciudadano ideal, como prescribe Lizcano (2012), viene a ser aquel cuyas actitudes y comportamientos se ajustan a los valores relativos a la interacción democrática (libertad, igualdad jurídica, pluralidad, tolerancia, respeto, diálogo, negociación, pluralidad y participación), al cumplimiento de las obligaciones sociales (responsabilidad familiar, escolar, laboral, etcétera), a la autorrealización (sujeto autónomo), a la ayuda al más débil (solidaridad) y a la defensa de un medioambiente saludable y sostenible.



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