Introducción: Bien-Belleza versus Mal-Fealdad
Es común observar tanto en la especulación filosófica cuanto en el sentir cotidiano que a la dupla bien-belleza se le opone aquella de mal-fealdad. Esta contrariedad que demanda el existir para lo que en realidad no es, y que por tanto sólo es sostenible en el orden intelectual, fue objeto de una fuerte especulación durante el período patrístico, la cual se extendió posteriormente a todo el medioevo: ¿cómo puede pensarse en una oposición cuando uno de los extremos no es? Y más aún, ¿puede verse en este particular no ser una colaboración al ser?
Agustín de Hipona y Dionisio Areopagita elaboraron, sin duda, una sólida reflexión metafísica al respecto que signaría las especulaciones posteriores. Pero llegados al siglo XIII, y con ello al reaparecer de las viejas ideas maniqueas de la mano de los cátaros o albigenses, la posibilidad de una densificiación del mal, y con ello también de lo feo, o de una reducción del grado ontológico de lo bueno y de lo bello, se hicieron más y más fuertes. Quizás sea este uno de los motivos por los que las Summae que eclosionaron en el siglo de las grandes catedrales hayan tratado desde el inicio la cuestión del bien y la verdad1. Y en ello, la conocida Summa Halensis, una de las obras filosófico-teológicas más importantes que alumbraría este siglo de la mano de Alejandro de Hales, Juan de la Rochelle y otros frailes franciscanos2, no sería la excepción.
El extenso texto, ocupado en proponer una síntesis especulativa sobre Dios, el alma y el mundo, la caída y el retorno, constituye uno de los primeros escritos de este siglo en considerar explícitamente a lo bello y a lo feo en una perspectiva agustino-dionisiana frontalmente opuesta al pensar maniqueo. Pero, además, y por encima de la disputa circunstancial en torno al tema, se puede advertir también en las afirmaciones alejandrinas ofrecidas en el escrito un optimismo particular que ve en lo feo y en el mal un paso, un momento, que puede ser asumido por lo bello y lo bueno en una instancia superior. En ese sentido, los títulos que propone el texto dejan perplejo al desprevenido lector, ya que invitan a reflexionar sobre la belleza de las cosas monstruosas o incluso sobre la belleza del mal. Es justamente en este punto donde conviene detenerse a meditar junto al Halense sobre el modo en que se puedan entender semejantes paradojas.
1. Todo ente es bello
Antes de abordar el problema de lo feo, es preciso revisar, al menos de un modo sucinto, los textos halesianos que describen al pulchrum, para así justipreciar sus afirmaciones posteriores.
A tal fin, dentro de la Summa fratris Alexandri, conviene detenerse en al menos dos lugares: en la primera parte del primer libro3 y en la segunda parte del segundo libro4. En esta última, una vez que se ha considerado la acción creadora en relación a sus efectos, Alejandro estudia a la creatura en sí, atendiendo a su cantidad y a su cualidad. Es precisamente en este último punto donde propone un breve pero completo tratado sobre la belleza que se despliega en seis compactas cuestiones.
En el primer artículo, el Halense se ocupa de uno de los problemas centrales que capturó la atención de los medievales del siglo XIII: la posibilidad de establecer los límites de un trascendental frente a los demás. En el inicio de la prima pars, la Summa Fratris Alexandri había preguntado sucesivamente sobre «la comparación del unum al ens, al verum y al bonum»5, «si la intentio de la verdad difiere de aquella de la entidad, de la unidad y de la bondad»6, y «si lo bueno es lo mismo que el ens»7. Siguiendo la misma tónica, al aplicarse a lo bello indagará por el lugar que este ocupa en relación a las demás primae entis determinationes.
Puesto en semejante tarea, el autor inicia el artículo relevando una larga tradición que reconoce en su haber autores de la talla de Agustín de Hipona y de Dionisio Areopagita. Precisamente este último, indica Alejandro, había afirmado que «lo bueno y lo bello son idénticos en la substancia»8; y el Doctor de Hipona, por su parte, había sostenido que la belleza estaba vinculada con la forma, «pues todo lo que es, ha de tener necesariamente cierta forma o especie, por insignificante que sea, (...) Lo que se afirma de la especie puede extenderse igualmente a la forma, pues con razón en las alabanzas especiosísimo equivale a hermosísimo (formosisimo)»9. Sobre la base de autoridades tan prestigiosas, el Halense observa que lo indicado por Dionisio parecería cuestionar la posibilidad de distinguir pulchrum et bonum, mientras que lo referido por Agustín, haría lo propio respecto del verum y el pulchrum, ya que si lo bello (formosus-speciosus) está vinculado a la forma, lo mismo ocurre con lo verdadero10, y «entonces lo bello y lo verdadero no se diferencian»11. ¿Cómo resolver este problema? Atiéndase por lo pronto a la distinción pulchrum-verum.
Como se dijo, siguiendo al Hiponense, el autor sostiene que «lo bello parece ser designado a partir de la especie o de la forma, tomando la forma en sentido amplio»12; o como precisa en otro lugar:
Como existen en la creatura tres cosas, es decir el modo (modus), la especie (species) y el orden (ordo), parece que la especie es aquello por lo que principalmente se delimita a la belleza, y por ello solemos llamar especioso (speciosus) a lo bello. Pero la especie se toma de parte de la forma; luego, lo bello viene de parte de la forma13.
Frente a esto, el maestro franciscano propondrá una original vía resolutiva que sin abandonar a la forma como núcleo central subrayará en ella su aptitud para decir a la verdad y a la belleza, aunque de distinto modo:
La verdad es la disposición de parte de la forma relacionada a lo interior; por el contrario, la belleza es la disposición de parte de la forma relacionada a lo exterior14.
La solución viene, al menos en este punto, por parte de un doble aspecto que presenta la forma. Quizás pueda pensarse de la siguiente manera: hay un núcleo central que dice lo que la cosa es, donde no hay «indivisión del esse y lo que le corresponde»15; allí no se pretende más que eso, pues se trata del plano donde la forma despliega al ente y habla al intelecto que la enuncia como lo que es sí mismo. Por otra parte, la misma forma puede ser speciosa, es decir, o bien puede desplegar de un modo singular la especie pronunciando en sus particulares pliegues una plenitud que reclama al intelecto su atención placentera, o mejor, su contemplación gozosa, o bien puede callar en una indefinida cantidad de grados esa especie dando lugar a lo feo entendido como una ausencia de belleza.
Sea uno u otro caso, lo cierto es que Alejandro ofrece una inteligencia de lo bello que refiere al acabamiento singular de la forma, y no a su mera presencia entitativa y su posible enunciación, cosa que reserva para la delimitación de lo verdadero. De esta manera la disposición de la forma a lo exterior no debe pensarse como una mera exterioridad sino como la plenitud específica de un ente que se ha desplegado hasta la periferia de su ser; o si se quiere, se trata de la culminación singular de una especificidad que transita al ente parcial o completamente. A partir de ello, Alejandro propone una original descripción del pulchrum en su género propio, afirmando que solemos «llamar bello a lo que al contener16 [-algo-] en sí, sería conveniente para la contemplación»17.
Así, lo bello habla de lo que in se habebat, de lo que contiene, es decir, de lo que hace que un ente aparezca siendo sí mismo en sus límites como un caso singular de la especie: lo bello dice a tal ente en su especial plenitud. Es claro que esta puede ser de diferentes grados, habilitando así diversos niveles de belleza dentro de una misma especie; pero lo cierto es que siempre implica un acabamiento formal18, que como tal, se abre a la contemplación de un intelecto capaz de apreciar aquellos diversos grados de contención, de delimitación, dejando la percepción del qué es para el plano de lo verdadero. Pero si esto es cierto, también lo es que con ello se arriba a una caracterización psicológica del pulchrum19.
En efecto, la descripción propuesta más arriba en torno a lo bello, señala no sólo la contención singular de un ente sino también su particular aptitud para vincularse con una potencia anímica: se trata de lo que es conveniente para ser contemplado20. El pulchrum queda así ligado a la inteligencia, aunque no en su función revelativa de la verdad, que corresponde con propiedad al juicio, sino en su actividad meramente contemplativa: se trata del aspectu, es decir, de un ver intelectual relacionado al intellectus más que a la ratio21.
El ente individual, acabado, formoso en su singularidad, se halla en una óptima relación de conveniencia con el intelecto; acontece allí un particular caso donde la especie esplendiendo singularmente en sus límites ofrece al intelecto su objeto en condiciones óptimas, en adecuación máxima, habilitando así la contemplación, que por implicar mayor actualidad conlleva un particular gozo en el alma.
Ahora bien, este último aspecto, es decir el del deleite, abona un nuevo problema: hablar del placer de lo bello ¿no produce una remitencia del pulchrum al bonum, desdibujando así toda posibilidad de distinción? Esta nueva dificultad, que se subrayó al comienzo a partir de lo afirmado por Dionisio, lleva al Maestro Franciscano a plantear la relación entre el bien y la belleza.
La primera parte de la Summa había traído este inconveniente preguntándolo expresamente en el comienzo de la quaestio consagrada al bien: An idem sit bonum et pulchrum22. Allí, al igual que en la segunda parte, se citaba como autoridad en favor de la unidad al De Divinis Nominibus de Dionisio y a la Civitas Dei del Hiponense. Sin embargo, la solución al problema planteado se apoyará en otro texto agustino.
En efecto, el Obispo de Hipona había observado que el bonum presenta dos facetas: una que subraya su aspecto atractivo per se -bonum honestum-, y otra que destaca la bondad por relación a otro -bonum utile-: «Yo llamo honestidad a la belleza inteligible, a la que propiamente llamamos espiritual, y utilidad a la divina Providencia»23. Para el Hiponense la primera forma de bondad coincidiría propiamente con lo bello al indicar su carácter inteligible. Pero es en este punto donde el maestro franciscano establece una singular distinción: «Con todo -dirá- [bonum honestum y pulchrum] difieren, pues lo bello dice la disposición de lo bueno en cuanto es placentero a la aprehensión, mientras que lo bueno mira a la disposición según la cual deleita a la afección»24.
Es preciso advertir que lo bello supone a lo bueno en cuanto comparte con este el aspecto placentero, o si se quiere, su relación a un apetito que puede ser satisfecho. Sin embargo, esa relación, en el caso de la percepción de lo bello, adopta un cariz particular ya que el apetito al que se vincula es el que la inteligencia tiene por su objeto de contemplación, pues, como se dijo, se trata del placer de la aprehensión, o mejor aún, del especial placer que puede experimentar una potencia cognoscitiva. ¿Cómo es posible tal actividad? Esto es lo que Alejandro explica con más claridad en la segunda parte de su Summa.
Todo apetito, advierte allí, puede entenderse de dos formas: o bien en sentido propio, o bien en un sentido amplio. El primer caso es el que corresponde al apetito en su relación a la causa final, es decir al bien propio, el cual explica el placer como la consecución o aproximación a dicho fin. De allí que el bien quede asociado principalmente a la voluntad y a los apetitos sensibles cuya perfección consiste en la posesión de su bien específico.
Por el contrario, si ahora se toma el apetecer en sentido amplio, es posible detectar la presencia de aquella tensión al fin en toda potencia humana, sea afectiva, sea cognoscitiva, «en cuanto todo en lo que reposa el apetito es llamado fin, de modo que se dice que el intelecto apetece lo que le es deleitable, y que lo visto es deleitable a la vista, y así las demás cosas»25.
Este es el sentido en que Alejandro reconoce una apetencia en el intelecto: no se trata de aquella que caracteriza a los apetitos, cuyo fin es la posesión, sino de la satisfecha actividad contemplativa, cuyo placer consiste en esa misma actividad de ver; es el placer de la enérgueia26, es decir, de aquella actividad donde el acto mismo es su fin.
De este modo, lo bello queda delimitado frente a lo verdadero y a lo bueno: respecto del primero, se apoya como él en la forma, y con ello en la causa formal, pero en su faceta de speciosa; respecto del segundo, comparte con el bien una apetencia placentera, pero mientras este último implica la posesión, el primero sólo se place en el contemplar.
Con todo, antes de abordar el tema de lo feo y el mal, quizás convenga volver sobre el habere que la Summa trae como característica esencial de lo bello.
Se indicó más arriba que este concepto alude a la limitación o finalización especial del ente. Sin embargo, Alejandro desarrolla este concepto al vincular la belleza con aquellas estructuras tan caras al Obispo de Hipona como son el modus, la species y el ordo27. Para el Halense la Belleza Fontal se comunica a la creación por medio de estas tres coordenadas esenciales: «la belleza de la creatura es cierto vestigio para llegar por medio del conocimiento a la Belleza Increada (...). Pero el vestigio se toma principalmente según el modo, la species y el orden; por ello la belleza del universo será determinada principalmente en virtud del modo, la species y el orden»28.
Esta tríada, como es de todos conocida, tiene su origen en aquel texto de Sabiduría 11, 20, donde se afirma que Dios dispuso «omnia in mensura et numero et pondere»29. El Halense entiende estas estructuras de la siguiente manera30:
Se toma el modus como la disposición de la cosa acabada en el esse, y este modo está referido a la misma causa eficiente a la que corresponde dar el esse acabado y mensurado; la species, por el contrario, es la disposición de la cosa formada en cuanto se distingue de otra, y por ello está en relación con la causa formal; el ordo, finalmente, es la disposición de la cosa en cuanto se refiere al fin, y por ello se lo nombra por relación a la causa final31.
Cada una de estas dimensiones, las cuales remiten respectivamente a la causa eficiente, formal y final, expresan un aspecto del acabamiento implicado en la belleza de las cosas. No hay duda que dicha finalización la da, por una parte, el ordo, ya que la correcta disposición de las partes en el todo significa haber alcanzado una actualización en la que se reposa; es el pondus agustino, el peso interior de cada ente que lo inclina hacia su fin propio. Sin embargo, esa tensión hacia dicha plenitud reposada, involucra por otra parte a las otras dos dimensiones: al despliegue de la forma speciosa que procede especificando, es decir delimitando la especie; y al modus entendido como el acabamiento singular de dicha especie; gracias a este último el ente aparece terminado en sus cuidadas y proporcionadas mensurae. De este modo la forma, en vista del fin que le es ínsito, en su mismo devenir sí misma, pronuncia la especie en una acabada proporción, en una medida singular adecuada. Así, desde esta óptica, puede entenderse que «una cosa es denominada bella cuando tiene el modo, la species y el orden debidos, y lo que tiene de más de estas cosas, lo tiene también de más en belleza»32. Nótese que no se trata sólo de la presencia de estos elementos sino de su adecuada presencia. Por ello, la conveniencia será el elemento que integre las tres dimensiones.
De esta manera, la agraciada individualidad bella, contenida en sus límites por el modus, la species y el ordo, se ofrece como el objeto conveniente al deseo de contemplación que recorre al intelecto humano, el cual, al reposar activamente en lo adecuado, goza.
2. Mal, fealdad y belleza: optimismo y Pancalía
Como se indicó más arriba, cuando el Maestro Franciscano aborda el tema de la belleza del mal en la segunda parte de la Summa, supone en su haber una fuerte tradición al respecto que se remonta tanto al doctor de Hipona cuanto a Dionisio Areopagita, aunque también a Juan Damasceno y al mismo Anselmo33
Pero atiéndase por ahora a los dos primeros. Para Agustín, el universo se ofrecía como una realidad completamente bella, y esto a tal punto que incluso lo feo y el pecado tenían en ella su lugar:
Porque así como una pintura con un color negro debidamente difuminado es hermosa, así el universo de los seres, si hay alguien que pueda contemplarlo, aun con los pecadores, es hermoso, aunque, considerados estos en sí mismos, les afee su propia deformidad34.
Agustín comprendía perfectamente la fealdad del mal, pero advertía también que dicho mal no hacía más que remitir al bien y a la belleza, y que en ese sentido la misma fealdad terminaba colaborando a la belleza del todo, pues «los detalles que nos displacen en la parte, confrontándolos con el conjunto, nos deleitan muchísimo; pues tampoco, al contemplar un edificio, debemos contentarnos con mirar un solo ángulo»35. En definitiva, la armonía Divina sería la encargada de reinsertar lo feo en el orden proporcionándolo e integrándolo en un todo: «como en todas las artes agrada la armonía, por la cual todas las cosas son seguras y bellas; y la misma armonía exige a la igualdad y unidad, o a la similitud de las partes iguales, o a la proporción de las desiguales»36.
Como se aprecia, Agustín no niega la fealdad o maldad reconocible en las cosas y en el hombre. Sin embargo, entiende que aquella, inserta en la totalidad del universo, constituye un momento que habilita una mayor belleza. Con todo, es posible que esa belleza universal, siendo indiscutible, no sea advertida por el hombre singular debido a su propia limitación, pues «a quien es incapaz de contemplar el conjunto, le choca cierta desproporción en una parte, porque ignora a cuál se adapta y a qué dice relación»37. Es aquí donde el auxilio de las virtudes teologales, como remedios imprescindibles para la percepción adecuada de la belleza del universo, despliega su labor terapéutica: «(...) no tiene todavía la adecuada perspicacia mental para contemplar las cosas eternas el que sólo en las visibles y temporales cree; pero puede tenerla el que alaba a Dios, como artífice de todos los bienes sensibles y lo persuade por la fe, y en Él tiene la esperanza y le busca con caridad»38.
Por su parte Dionisio Areopagita, especialmente a partir de las afirmaciones contenidas en el De Divinis Nominubus, observaba que si bien es cierto que «el mal no existe»39, no obstante la degradación entitativa que este expresa puede engendrar algún tipo de bien pues «¿acaso no ocurre muchas veces que la corrupción de esto es generación de aquello?, [y así] el mal, considerado de esta manera, conducirá a la plenitud del universo y hará por sí que la totalidad de los seres no sea imperfecta»40. Es claro que el mal en sí mismo «nada es ni produce cosas sino sólo por una contribución del Bien, y a través de este viene a ser y es bueno y produce bondad»41. De este modo el mal únicamente es posible en el bien y sólo por medio de ese bien disminuido o malogrado puede aparecer su bondad-belleza:
Aun aquellas cosas que son contrarias a Él [-es decir al Bien-], por la fuerza de este existen y pueden luchar contra Él; o más bien, (...) todas aquellas cosas que existen, en cuanto son, no sólo son buenas, sino que existen abocadas al bien; mas en cuanto están privadas del Bien, ni son buenas ni existen42.
Sobre estas dos tradiciones tan fuertes es que se posicionan las afirmaciones centrales de la Summa Halensis en torno al mal y lo feo. Para el maestro franciscano, el elemento común que recorre las afirmaciones agustinas, dionisianas, o del mismo Damasceno43, es el concepto de privación: «lo malo mira a lo creado o a lo increado, y dice en este sentido una privación»44. Conviene advertir que dicha privación de aquello que corresponde a un ente por naturaleza no es, estrictamente hablando, algo en dicho ser. De hecho, el mal no es algo en sí45, y si puede otorgársele algún tipo particular de existencia ella sólo será como la que corresponde a la verdad de los llamados entes de razón:
Lo malo, en un sentido es y en otro no es: en efecto, el ser se dice de un modo múltiple. Por una parte, existe el ser de razón según el cual se dice que es cualquier cosa que tiene verdad, es decir [que tiene] adecuación de la cosa y el intelecto. También existe el ser de naturaleza, y conforme a este modo se dice que lo malo es algo en virtud de aquello que subyace a la malicia, como la acción mala se dice que es algo en virtud de la acción46.
Se aprecia entonces que, si es posible pensar el mal, ello es porque se le atribuye un cierto grado de realidad como el que corresponde a los seres de razón. Si por el contrario se atiende a la naturaleza misma de una cosa, entonces el mal aparece en virtud del bien al que mengua, y así es claro que la acción es, pero el mal no es la acción misma, a la que supone, sino el que dicha acción no sea todo lo que debería ser.
De esta manera queda claro para el Halense que el mal manifiesta una especie de transformación anti-natural en los entes, ya que «como lo malo es la corrupción de lo bueno, opera algún cambio transformando las aptitudes naturales en cuasi no-naturales, es decir no corrompiéndolas sino disminuyéndolas, y por ello lo malo es ‹la subversión de lo que es según la naturaleza hacia aquello que es contra la naturaleza›»47.
Con todo, la antinaturalidad que involucra el mal y su consiguiente disminución entitativa, puede darse en diversos planos. En tal sentido conviene considerar el siguiente texto donde el Halense compara al mal con la enfermedad:
Entre la enfermedad corporal y la espiritual hay cierta similitud y cierta disimilitud. Son similares en que una y otra constituyen un defecto de salud, pero son disímiles porque la enfermedad corporal puede ser un defecto del modo, o bien de la especie, o bien del orden, mientras que la enfermedad espiritual supone el defecto de todas estas48.
La enfermedad corporal y la espiritual, constituyen sin duda un mal desde el momento que significan la ausencia de la salud debida. Sin embargo, una y otra se distinguen en el grado de afectación que implican: mientras la primera alcanza sólo a alguna de las dimensiones entitativas enunciadas, la enfermedad espiritual degrada a la totalidad del hombre, pues alcanza a la vez al modo, a la especie y al orden.
El mal físico, aquel que destaca algún defecto de la naturaleza corporal, no compromete a la totalidad del ente, y si lo disminuye, lo hace sólo en cierto modo: «si se toma la privación como un cambio de lo que es más en menos, según esto se dice que hay una privación del modo, la especie y el orden en algún [aspecto del] ser natural»49. El ente menguado por este tipo de mal no queda impedido para el ejercicio de su naturaleza, y por tanto tampoco se halla privado completamente de belleza:
Los que parecen tener una imperfección según el curso de la naturaleza, como cuando el hombre tiene seis dedos, o que existan dos cabezas [a partir] de un solo cuerpo, y otras cosas del mismo tipo; estas [últimas] son hechas por Dios [al que tienen] como autor, no [en el sentido de] que haya un error en la causa primera sino que [este se halla] en alguna causa particular50.
Este hecho es para Alejandro de una importancia capital: si Dios es Autor de todo ente, hay en toda creatura cierto grado de belleza, y si alguna causa defectuosa produjo un deterioro de índole físico afectando al modo, a la especie o al orden, con ello no ha tenido el poder de silenciar completamente la belleza que lo transita, lo que significaría aniquilarlo, sino que sólo ha sido causa de una mengua. Esta cuidadosa observación, tan cara al pensamiento agustino, tiene una profunda raíz metafísica: «lo que es ente, ‒indicará el Halense‒ porque es de este modo, es llamado también bueno y bello»51. Todo lo que es, por el mismo hecho de ser, es bello52, y por eso incluso lo que posee el ser físico disminuido no hace sino presentar una belleza reducida que remite constantemente hacia aquella de la que carece. Por ello el autor concluye con una afirmación tomada de la Civitas Dei donde se indica lo siguiente: «A quien es incapaz de contemplar el conjunto, le choca cierta desproporción en una parte, porque ignora a cuál se adapta y a qué dice relación»53. El mal físico tiene un papel en la belleza del mundo, como la disonancia en la música, pero su comprensión escapa a la mirada de quien carece de la fe, la esperanza y la caridad, como afirmaba Agustín según se indicó más arriba.
Pero además de la enfermedad corpórea que remite al mal físico, el Halense refiere un segundo nivel de morbosidad al que llama enfermedad espiritual54, que se verifica en el hombre como el resultado de las elecciones inadecuadas y cuyo fruto es el mal de culpa y el mal de pena: «debe decirse que todo lo malo que hay en la creatura racional o bien es mal de culpa o bien de pena. La creatura racional fue constituida por Dios de manera que si quiere se convierte a Dios y si quiere se aparta; pero si se aparta voluntariamente, se somete a una pena involuntaria»55. Como se aprecia, el verdadero mal del hombre puede ser o bien de culpa, que refiere a una aversio libre respecto del Fin Último, o bien de pena, que dice el castigo no deseado implicado en dicha aversión. Se trata del verdadero mal, aquel que frustra el sentido esencial de la creatura racional, aquel que imposibilita radicalmente la consecución del fin propio del hombre, apagando con ello la posibilidad de una belleza mayor.
Para el Halense, el mal de culpa entraña tres efectos inevitables que conllevan la privación de tres tipos de bienes:
Está el bien de la potencia o de la virtud, el bien de la aptitud natural [habitudo naturalis], y el bien de la gracia o de la virtud dada o adquirida. En relación al bien de la gracia, o de la virtud gratuita o moral, se habla de spoliatio [despojo]; respecto de la potencia habitual o virtud natural se habla de vulneratio [herida], y respecto de la aptitud [habitudo], que es el medio [entre los dos bienes precedentes] y consiste en el modo, la especie y el orden, se habla de corruptio56.
Como puede advertirse, el mal de culpa afecta a una totalidad de bienes que van desde los dones gratuitos, como las virtudes teologales, hasta la misma naturaleza humana. Sin embargo, lo que llama la atención es la particular corrupción que opera en ese vínculo que media entre los bienes gratuitos y la naturaleza humana, es decir en la aptitud natural, voluntaria y libre que la creatura racional posee para vincularse con aquellos bienes sobrenaturales. Es por ello que, en este último caso, el foco de atención no está puesto en el modo, la especie y el orden tomados entitativamente, sino en su aspecto dinámico o telético, es decir en su aptitud para desplegar y perfeccionar al hombre mediante la volición efectiva de su Fin: «el mal de culpa no quita ni disminuye el modo, la especie y el orden en cuanto están en la naturaleza, sino en cuanto están en la voluntad, en la medida que es ordenable al bien»57.
En efecto, el mal moral, y con ello la fealdad, no implican necesariamente una fealdad física; pero como aquella mengua constituye un apartamiento voluntario del sentido propio de la vida humana, es que se produce un afeamiento más radical aún que el físico. Es por ello que Alejandro no se priva de observar -como se indicó más arriba- que este tipo de mal es total, es decir que afecta simultáneamente al modus, la species y el ordo.
En un texto breve pero elocuente, la Summa precisa qué se entiende por cada una de estas dimensiones cuando se las considera en relación a la voluntad libre:
El modo de la voluntad es en cuanto [esta] tiene una disposición [habitudo] a la suma bondad efectiva de lo Bueno, (...) se dice que es la medida de la voluntad debido a que conforma su voluntad a la Voluntad Divina; (...), de manera que no prefiere su voluntad a la Voluntad Divina, sino que la sigue. De igual manera, se dice que hay especie de la voluntad cuando esta tiene su rectitud natural. (...) Por el contrario, se advierte el orden en la voluntad por su referencia al fin58.
En última instancia, como es fácil colegir, la eficaz ordenación al fin constituye el eje central sobre el que transitan estas tres dimensiones. Ahora bien, es en ese sentido que el mal de culpa produce un efecto totalizante:
La privación [que implica el mal] se dice de dos maneras: o bien la ablación [entendida] universalmente, o bien la permutación de lo que es más en lo menos. Si [se toma] la ablación en sentido universal, conforme a esto la privación es del modo, la especie y el orden en el ser gratuito; en efecto, quien tiene el mal de culpa mortal no tiene ni el modo, ni la especie ni el orden del ser gratuito que es a partir de la gracia gratum faciens59.
Lo que produce la acción voluntaria deficiente es justamente una ablatio, una separación del Fin Último en un sentido totalizante; no se trata sólo de confundir libremente los grados de bondad en las cosas, tomando lo que es menos como si fuera algo más bueno, sino de un apartarse directamente del Fin y con ello también de los medios gratuitamente donados por Dios para disponer a Su consecución. La creatura racional queda entonces sin sentido último, o en otros términos, voluntariamente informe, o de-forme, y por tanto presa de una fealdad moral, que como tal, es el caso máximo de fealdad, ya que allí la forma, no en su realización material sino en su realización trascendente, en su teletización plena, queda menguada, queda irrealizada: allí la contención, la speciositas y la aparición del deber ser están opacadas por una decisión libre. ¿Puede haber allí belleza?
Antes de avanzar una respuesta, es preciso advertir que para el Halense, todo tiene su lugar en el universo, el cual, debido justamente a ese orden, se revela completamente bello: sin duda Dios es lo Bello mismo de Quien procede una belleza originaria que transita a las creaturas, a la Encarnación y a los sacramentos, y en ello no se excluyen ni al mal de pena y ni a los monstruos60; todo forma parte de esa gran pintura que canta múltiplemente la Belleza simple del Creador61. Como se dijo, la razón última de todo ello es de orden metafísico, pues todo ente es bello62.
Ahora bien, ¿qué papel puede tocarle al mal de culpa y al de pena en relación a la belleza? Si bien es cierto que, como había afirmado Dionisio, el mal considerado en sí, no es, también es cierto, como advierte el Hiponense, que ese mal puede colaborar a la restauración del orden. En efecto, el mal supone un bien sobre el que se apoya, o mejor, al que mengua, y esa pérdida, lo defectuoso como ausencia de lo que debería ser, implica en su dinámica una tensión a la restauración del orden perdido. De esta manera, el mal puede reaparecer como belleza a la luz del todo ordenado: «como a partir de lo malo se elige lo bueno, se dice que [aquel] completa en este [aspecto]; y así en este orden se dice bello. Luego, no se dice bello absolutamente sino en orden a, y así mejor debe decirse que el mismo orden es bello»63.
A partir de este principio, Alejandro precisa sus afirmaciones:
El mal de culpa ni en cuanto a su maldad ni en cuanto que [implica la] culpa colabora per se a la belleza del universo (...). Sin embargo, en cuanto el mal de culpa es aquello a partir de lo que se educe el bien -como dice Agustín en el Enchiridion (c. 11), que Dios no permitiría que se hicieran cosas malas si no edujera a partir de ellas un bien-, y por otra parte, en cuanto al mal de culpa le corresponde la pena, conforme a esto conviene a la belleza del universo; y del mismo modo, en cuanto el bien opuesto se manifiesta más bueno por comparación con el mal64.
El Halense advierte desde el principio que si se sostiene la existencia de una belleza en la culpa ello no debe ser entendido como una incitación al mal ya que aquella en sí misma no hace a la belleza del universo. En esto se debe ser muy preciso: se trata de una deficiencia que como tal frustra el llamado plenificador del Bien.
Sin embargo, es posible reconocer allí alguna belleza si se atiende a tres aspectos singulares. En primer lugar, Alejandro destaca la tensión divina hacia el bien, dinámica donde el mal sólo es permitido en atención a los bienes que de allí puedan educirse. En este caso, la belleza final que se alcanzará, tendrá al mal como momento u ocasión de grandes bellezas.65
En segundo lugar, el de Hales retoma otra idea agustina presente en el De Vera Religione66: la pena aplicada a ese mal gana belleza desde el momento que con ella se revela y restaura un orden, y como se sabe, todo orden es bello. Es claro que el mal no es bello en sí, pero puede serlo si se lo piensa desde otra perspectiva, es decir en cuanto forma parte de un orden y una armonía mayores. En tal sentido la justicia Divina conserva la belleza del todo al ordenar el mal de culpa mediante el castigo: «Porque es causado justamente por Dios, y todo lo ocasionado con justicia es bello»67. La idea de orden, como restauración por medio de la justicia, es lo que produce el retorno a la armonía: el mal de culpa implica-reclama una pena compensadora.
Pero además de esto, en tercer lugar, la presencia del mal hace más evidente al bien, o si se quiere, la fealdad del mal de culpa exalta la belleza de la obra buena: «los opuestos colocados juntos se revelan. Por ello, las cosas buenas se manifiestan más bellas que las malas opuestas. Luego, lo malo conviene a la belleza del universo»68.
Finalmente, y atendiendo ya a la pena, Alejandro insistirá nuevamente en la tesis de la restauración del orden: tanto la muerte cuanto el castigo eterno por el pecado, constituyen una recompostura del orden que Dios opera por medio de la justicia. En ese sentido, «debe decirse que el mal de pena, a pesar de que es un mal para el que es castigado, no obstante es bello y bueno»69.
3. Originalidad y tradición
Llegados a este punto es conveniente preguntar por la originalidad del planteo sobre lo bello y el mal que ofrece la Summa Fratris Alexandri. En tal sentido, quizás lo primero que pueda observarse es que los textos analizados se mueven en un marco claramente definido por la especulación agustina, en primer lugar, y la dionisiana, en segundo70: a partir de ambas tradiciones Alejandro ha propuesto una explicación armónica que se torna por demás interesante ofreciendo a quien la recorre una perspectiva optimista del universo.
En efecto, el Halense se cuida de oponer sin más el mal y lo feo a lo bueno y lo bello, habilitando así una fácil tangente hacia la vieja tesis maniquea. No se trata de atribuir el mal a la materia ni a cosa alguna. Muy por el contrario, es preciso advertir que el mal y lo feo son claramente menguas o disminuciones de algo que de suyo es bueno, son fundamentalmente ausencias de la belleza y del bien debidos. Pero además, esas ausencias no quedan abandonadas a un caos cósmico sino que son insertadas en un orden que excede a la comprensión de quien se cierra sobre la parte. Como afirma Agustín, si se restringe,
El campo visual y abarcando con sus ojos sólo un azulejo de un pavimento del mosaico, [se terminará censurando] al artífice, como ignorante de la simetría y proporción de tales obras; [se] creería que no hay orden en la combinación de las teselas por no considerar el conjunto de todos los adornos que concurren a la formación de una faz hermosa71.
La belleza, siendo el ser mismo, sabe implicar en su despliegue a los silencios y al color negro, a las miserias y desgracias, logrando con ellas un grado mayor.
Esto hace pensar también, en las viejas catedrales góticas. Transidas de una hermosura particular que se eleva como plegaria, aquellos templos supieron incluir en su imaginería y arquitectura los aspectos estudiados por Alejandro: junto a las indecibles bellezas que las recorren, se encuentran los monstruos y la deformidad física, que cantan a su modo la gloria del Creador. También se hallan los demonios, como casos arquetípicos de mengua en el bien, y los condenados, como expresiones claras del mal de pena. El pecado, es decir el mal de culpa, al igual que los pecadores, tiene también su lugar en la enorme construcción. Incluso los demonios más pequeños ocupan como gárgolas los voladizos y cornisas externas. Y así, lo que puede disgustar en la parte, halla en el todo su lugar; lo que quizás aparece feo en la fracción, destaca el brillo del todo operando sólo como un momento negativo del orden restaurado.
Esta mirada entusiasta, optimista y claramente bella, pancálica si se quiere, es la que se puede hallar también en esa extraña y enorme catedral medieval que es la Summa Halensis, en cuyo planeamiento y redacción el colosal maestro de la Orden de Francisco, el Doctor Irrefragabilis, tuvo un papel esencial.