Introducción
En América Latina el año de 1968, como en muchas partes del mundo, es sinónimo de grandes movimientos estudiantiles. Mientras en países como Brasil, México y Uruguay se verificaron sendos alzamientos estudiantiles ese mismo año, en otros países, como en Argentina y Chile, fenómenos similares se vivenciaron o bien poco antes o bien poco después. En este artículo se analizarán dos de estos movimientos estudiantiles latinoamericanos con el objetivo de identificar las demandas que compartieron los/as manifestantes y, muy especialmente, para visibilzar aquellas exigencias de signo educacional que se escondían por detrás del descontento estudiantil, es decir, las críticas que desde ambos movimientos se realizaban tanto a la universidad en particular, como a la relación que se daba entre universidad y sociedad. Los dos movimientos seleccionados, los de Brasil y México en 1968, fueron escogidos, entre otros criterios, porque han sido muy bien estudiados. Una cualidad que, precisamente, torna viable un análisis comparativo como el que aquí se presenta.
Es necesario advertir que, debido al espíritu eminentemente interpretativo del artículo, quien desee interiorizarse en el entramado histórico en que se insertan estos movimientos deberá acudir a las principales obras que los han analizado. En el caso mexicano de 1968 se resaltan los trabajos de José Rivas Ontiveros y de Alberto del Castillo Troncoso son una excelente puerta de entrada, lo mismo que los de Ramón Ramírez y Raúl Álvarez Garín2. En el caso brasileño de 1968, en tanto, los libros de Victoria Langland y de Rodrigo Patto Sá Motta son una muy buena alternativa, así como lo son también los de João Roberto Martins Filho y de Antonio Mendes Junior3. De todas maneras, caso algún/a lector/a no recuerde adecuadamente estos movimientos, en la próxima sección se realizará una breve caracterización de sus aspectos medulares y, con el correr de las páginas, también se irán apuntando algunos textos clave que podrán ayudar a quien esté interesado/a en profundizar en algunas de sus aristas históricas más sobresalientes.
Hecha esta advertencia es necesario puntualizar, además, que el principal supuesto en el cual descansa la línea de interpretación que se desarrollará tiene que ver con que los movimientos estudiantiles de Brasil y México en 1968, como todo gran movimiento social, lograron congregar en su seno a diversos actores sociales. Actores sociales que, en ambos casos, provenían mayoritariamente de los sectores medios de la población. Mientras en el caso brasileño esta aseveración es respaldada en los análisis hechos por destacados intelectuales como Daniel Aarão Reis Filho, Maria de Lourdes Fávero y Maria Helena Simões Paes4, en el mexicano se sustenta en los análisis realizados por reconocidos intelectuales como Paco Ignacio Taibo II y, sobre todo, Sergio Zermeño5. Para no dejar espacio a malos entendidos, se subraya que fue el estudiantado universitario el actor social que tuvo una presencia cuantitativamente más significativa en estos movimientos, pero –y esto es lo relevante de advertir aquí– al lado de él también se manifestaron importantes contingentes del estudiantado secundario, del profesorado –primario, secundario y superior–, del clero, del mundo artístico y, asimismo, de la intelectualidad. Todos actores que tenían en común el que para ellos la educación era, o había sido, parte relevante de su trayectoria vital y, por lo mismo, poseía un lugar destacado en su manera de comprender el mundo. Diversidad intrínseca de todo gran movimiento social que aquí se recuerda porque es ella, precisamente, la que permite entender que, aun cuando la principal bandera estudiantil de los movimientos de Brasil y México en 1968 haya sido política, «¡Abajo la dictadura!» en el caso brasileño y «¡Libertades democráticas!» en el mexicano, muchas otras consignas, entre ellas las de tipo educacional, fueron levantadas simultáneamente. Por esto, aunque se entiende que todos/as los/as manifestantes compartieron un sentir antiautoritario, muchos/as compartieron también otras exigencias, entre ellas muy especialmente las de tipo educacional. Siendo esta constatación uno de los principales aportes del artículo en la medida que la mayoría de los trabajos tiende a ahondar en su dimensión política. Un diagnóstico, este último, que se podrá sopesar adecuadamente a continuación.
Un apretado balance del corpus de fuentes dedicadas a analizar estos dos movimientos informa que la mayoría de los trabajos ha puesto su foco solo en las reivindicaciones de cariz político6. Un hecho que no respondería, se asume, al desconocimiento de la diversidad intrínseca que poseen estos movimientos, sino más bien a la espectacularidad y/o dramatismo que adquirió, precisamente, su dimensión política. Esto en razón de que en ambos casos la exigencia antiautoritaria enfrentó a manifestantes y gobierno en una pugna desigual que terminó de la peor forma para la juventud estudiosa: con centenares de encarcelados/as en el caso del brasileño y con incontables muertos/as en el caso mexicano. Desenlaces que operaron como prolegómeno, a su vez, de un fenómeno que también ha concitado gran interés entre los/as interesados/as en la historia política latinoamericana: las acciones de grupos guerrilleros que confiaban en el uso de la fuerza para lograr sus objetivos. Esto debido, entre otras razones, a que después de aplastados ambos movimientos estudiantiles una parte del estamento estudiantil se plegó a las guerrillas y, por tanto, formó parte de los que serían «los mejores años» de la lucha insurreccional7. Una situación que, se entiende, influyó en que desde entonces gran parte de los esfuerzos reflexivos realizados tanto por quienes fueran sus protagonistas, así como también por las humanidades y ciencias sociales preocupadas de estos asuntos, se haya concentrado en entender las aristas políticas que tuvieron estos movimientos. Después de todo, era esta dimensión política la que unía, al menos analíticamente hablando, a los movimientos estudiantiles con los grupos guerrilleros. Siendo esta asociación, se interpreta, la que por tanto habría venido relegando a un segundo plano, cuando no francamente invisibilizando, otras salientes que podrían ayudar a comprender toda la complejidad que tuvieron estos movimientos sociales más allá de su faceta antiautoritaria.
Otro de los aportes del artículo es constatar la diversidad de demandas presente en estos movimientos estudiantiles, así como ahondar en su dimensión educacional, permitirá hacer notar las diferentes motivaciones que tenían los manifestantes para volcarse a las calles. Constatación que también contribuirá a acabar con esa suerte de insularidad con que se han venido encarando los estudios de los grandes movimientos estudiantiles latinoamericanos, es decir, el que se estudien como si fueran un universo en sí mismos y no como muestra de un fenómeno que los trasciende –un diagnóstico que se repite también en el campo de estudios sobre los movimientos sociales latinoamericanos en general y, a su vez, en el de los movimientos estudiantiles a nivel mundial8–. Aislamiento resultante, entre otros aspectos, de la fuerza que poseen las tradiciones historiográficas nacionales (en desmedro de perspectivas con vocación integradora o latinoamericanista), así como del poco desarrollo que han tenido los análisis teóricos sobre los movimientos estudiantiles9. Un aislamiento que, cual círculo vicioso, termina reforzando la imagen de que cada uno de estos movimientos sería de una excepcionalidad inconmensurable.
En consecuencia, al concentrar la atención en un elemento transversal a todo movimiento, como lo han sido las demandas que en ellos se han levantado, este artículo contribuirá –y aquí se ubica su importancia de fondo– a desmontar este ensimismamiento que afecta al estudio de cada uno de estos casos mediante la comprobación de que ellos han compartido mucho más que un sustrato antiautoritario. Comprobación que permitirá tender algunos puentes interpretativos entre ambos movimientos y, asimismo, que permitirá sugerir su extensión, previo contraste historiográfico, hacia otros fenómenos de este tipo que han irrumpido en América Latina en los últimos cien años –muy especialmente a aquellos que se verificaron durante el tercer cuarto del siglo XX–.
Expuesta la advertencia necesaria para aprovechar apropiadamente el artículo –aquella relativa a que se privilegia una mirada eminentemente interpretativa–, transparentado el principal supuesto que soporta al escrito –el carácter diverso que poseen tanto los movimientos como las demandas que en ellos afloran–, y presentado el principal objetivo que se persigue –demostrar que las demandas estudiantiles trascendieron al campo meramente político–, es el momento de puntualizar la estrategia metodológica escogida para arribar a destino. La metodología utilizada, propia de un enfoque interdisciplinario donde historia social y sociología de los movimientos sociales se encuentran –sobre todo aquella perspectiva «sociohistórica» defendida por colegas como Charles Tilly, Sidney Tarrow y Craig Calhoun10–, descansó en el análisis de contenido11 de las principales fuentes primarias y secundarias sobre la materia. Dentro de las fuentes primarias, aquellas producidas por los/as manifestantes durante las mismas movilizaciones, se incluyen petitorios, convocatorias, cartas públicas, entre otras, y en las secundarias los libros y artículos, sean de carácter científico y/o testimonial. Los resultados del análisis de contenido se han organizado en cuatro secciones: la primera delinea las coordenadas principales que tuvieron los movimientos brasileño y mexicano en 1968, la segunda caracteriza las banderas políticas de ambos movimientos, la tercera bosqueja los estandartes educacionales levantados ese año y la cuarta, finalmente, propone algunas interpretaciones que, confiamos, a futuro podrían ser contrastadas en otros grandes movimientos estudiantiles que conociera América Latina. Interpretaciones donde destaca, como se podrá apreciar de manera cabal al finalizar el artículo, aquella relativa a que la demanda asociada a la autonomía universitaria, presente en 1968 aunque no en un lugar protagónico, bien podría ser uno de los principales puntos en común, quizá el principal, que han tenido los movimientos estudiantiles en América Latina.
1. Coordenadas generales de los movimientos analizados
Como se adelantara, previendo el hecho de que quizá no todos/as los/as lectores/as conozcan las coordenadas generales de los dos movimientos aquí contrastados, antes de continuar con el artículo se procederá a recordarlas.
El movimiento estudiantil brasileño de 1968 se prolongó por todo ese año, involucró al estudiantado universitario de todo el país y fue liderado por sus principales organizaciones sectoriales, entre éstas la Unión Nacional de Estudiantes12. Durante ese año el movimiento conoció tres momentos de alta intensidad. El primero se dio a fines de marzo y comienzos de abril cuando, en el marco de las celebraciones oficiales que impulsaba el gobierno con motivo de otro aniversario más del Golpe de Estado de 1964, una protesta por mejoras en un restaurant escolar de Rio de Janeiro fue fuertemente reprimida por la policía y terminó con un estudiante secundario muerto: Edson Luís de Lima Souto. Este hecho, sumado a la amplia cobertura que le dio la prensa, hizo que decenas de miles de manifestantes se volcaran a las calles de las principales ciudades del país, siendo la manifestación que se dio en Rio de Janeiro la más multitudinaria con cerca de cincuenta mil personas acompañando al campo santo al joven asesinado13. El segundo momento álgido del movimiento se dio a fines de junio y comienzos de julio luego de que escalaran, tanto en magnitud como en intensidad, una serie de movilizaciones estudiantiles, nuevamente con epicentro en Rio de Janeiro, que fueron reprimidas severamente por los cuerpos de orden. Tanto las decenas de detenidos como el alto número de muertos (entre cuatro y treinta dependiendo de la fuente), hicieron que nuevamente proliferaran las protestas por todo el país, siendo una vez más las que se verificaron en la capital carioca –entre ellas la «marcha de los cien mil»– las más masivas14. El tercer momento crítico del movimiento, en octubre de ese año, se dio cuando los militares apresaron a los cerca de mil delegados que participaban de un masivo congreso estudiantil que se estaba desarrollando de manera clandestina en una zona rural del Estado de San Pablo. El estudiantado, como respuesta, nuevamente intensificó sus protestas aunque ellas, quizá por la falta de esta gran cantidad de activistas presos, quizá por el clima de violencia que se había instalado en el país, no alcanzaron la masividad de los dos clímax anteriores15. A fines de ese año, a raíz de la serie de medidas que la dictadura tomó para aumentar su control sobre la población, entre ellas el mismísimo cierre del parlamento, el movimiento estudiantil se retiró al interior de los establecimientos educacionales y se mantuvo así, en un estado de repliegue –agrupamiento de fuerzas y/o latencia en los términos que lo planteaba Melucci16– prácticamente por los próximos diez años17.
El movimiento estudiantil mexicano de 1968, en tanto, duró toda la segunda mitad de ese año, involucró al estudiantado universitario de las principales universidades del país –entre estas la Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional– y fue dirigido por una organización especialmente creada para dicho fin: El Consejo Nacional de Huelga18. El movimiento tuvo cuatro grandes momentos. El primero, a fines de julio, se inició con un conflicto entre estudiantes secundarios que, debido al torpe accionar de la policía, creció tanto en magnitud que terminó precipitando la intervención del ejército. Intervención que no solo no resolvió el conflicto, sino que lo agravó aún más debido a que los militares acabaron lanzando un proyectil de alto calibre –un bazucazo– a una dependencia educacional, hecho que provocó la indignación del mundo cultural del país y, en especial, del estudiantado universitario19. El segundo momento, durante todo el mes de agosto, se caracterizó por el amplio despliegue que tuvieron las brigadas compuestas por cinco o seis estudiantes que se desparramaron por las calles de las principales ciudades del país para explicar los motivos del movimiento y por una serie de marchas multitudinarias que tuvieron como destino el Zócalo de la capital20. El tercer momento, en septiembre, se caracterizó por un brusco incremento de la represión en contra de los manifestantes21. Por esto, aunque en estas semanas el estudiantado continuó teniendo expresiones de fuerza importantes, entre ellas la llamada «marcha del silencio» que atravesó el centro de la capital ese 13 de septiembre, la violencia oficial fue la gran protagonista: porros22 –sicarios y/o paramilitares– atacaron dependencias educacionales, efectivos militares tomaron las dependencias de las dos principales universidades del país y fuerzas de orden diezmaron una manifestación estudiantil dejando como saldo centenares de muertos: la matanza del 2 de octubre. El cuarto momento, entre octubre y diciembre de ese año, estuvo marcado fundamentalmente por el repliegue desordenado del estudiantado23.
2. Las banderas políticas del estudiantado brasileño y mexicano en 1968
Luego de este paréntesis, donde se describieron las etapas e hitos fundamentales de estos dos movimientos, se retoma el hilo argumentativo del artículo señalando que su principal bandera fue una reivindicación política de alcance nacional: denunciaron el accionar de los gobiernos de sus países como autoritarios y, más particularmente, como dictaduras. En el caso del movimiento brasileño esta etiqueta apareció temprano, desde las primeras movilizaciones de 1968, debido a que desde el Golpe de Estado –que había sacudido al país cuatro años antes– el gobierno venía agrediendo sistemáticamente al estudiantado. Por esto, aunque en 1964 una parte del estudiantado universitario brasileño se había posicionado a favor del accionar de los militares –legitimándolo en cierta medida–, producto de estas agresiones sistemáticas, para 1968, la condena al régimen entre la juventud estudiosa era prácticamente unánime24. En el caso mexicano, en tanto, aunque la noción de dictadura no era tan generalizada por las particularidades propias de la historia política del país –el cual se encontraba inmerso desde hacía décadas en un corporativismo presidencialista–, es importante hacer notar que la noción de dictadura sí permeó transversalmente el ambiente. Esto debido a que, mientras para una parte significativa del estudiantado el accionar del gobierno, sobre todo por su insistencia en utilizar una legislación que acallaba cualquier disidencia política, la así llamada «Ley de Disolución Social», estaba llevando al país hacia una dictadura; para una parte importante de quienes observaban al movimiento desde afuera éste parecía expresar intereses desestabilizadores que buscaban crear las condiciones propicias para la instalación de una dictadura25. Es decir, por un lado y por otro, desde adentro y desde afuera del movimiento, se temía una dictadura.
Conforme lo expuesto, ambos movimientos hicieron del antiautoritarismo su principal bandera: en Brasil el levantamiento fue antidictatorial con todas sus letras y en México fue más bien para evitar una dictadura. Es necesario precisar, a su vez, que aun cuando ambos movimientos convergían en su propósito antiautoritario, el horizonte político al cual aspiraron no fue el mismo. Mientras para los brasileños el objetivo parecía ser deconstruir todo lo realizado por los militares, es decir, retomar el proyecto truncado por el Golpe de Estado de 1964 o, en positivo, reencontrarse con ese camino democrático al socialismo detrás de las «Reformas de Base» impulsadas por el gobierno de João Goulart26. Para los mexicanos la finalidad última parecía ser mucho más difusa, en la medida que no se trataba de retomar algo conocido, tampoco de emular experiencias ajenas como, por ejemplo, la Revolución Cubana (aunque más de alguno lo debe haber deseado en su fuero interno). Más bien se perseguía, como bien se ilustra en el petitorio del Consejo Nacional de Huelga, lograr una convivencia social donde no se aplastaran las visiones críticas, al contrario, donde se las tolerara y, quien sabe, hasta se las fomentara27. Una aspiración moderada, vista con ojos actuales, pero que fue extremadamente radical si se repara en la brutalidad con que fue combatida por el gobierno. Un gobierno que, como se insinuó, no tenía mucho tacto para lidiar con la disidencia política y que temía que el conflicto estudiantil pudiera escalar hasta opacar la cita olímpica que ese mismo año ocurriría en Ciudad de México o, incluso más, hasta desembocar en propuestas de cambio estructural y/o revolucionario28.
Pero la bandera antiautoritaria no fue la única demanda política que levantaron los/as manifestantes brasileños y mexicanos en 1968, al recordarse las otras exigencias de ese tenor que entonces se vitorearon es posible apreciar más claramente esta bifurcación de horizontes ya apuntada. El movimiento brasileño, por ejemplo, junto a la demanda por «¡Acabar con la dictadura!» defendió la exigencia de «¡Poner fin al imperialismo!»29. Reivindicación que se expresaba en diversas consignas asociadas a que Estados Unidos pusiera fin a su guerra en Vietnam, terminara con su intervención en República Dominicana y/o dejara de entrometerse en las políticas educativas del país. Intromisión, esta última, sumamente visible por las asesorías que la Agencia de Cooperación Internacional de los Estados Unidos había estado dando al Ministerio de Educación y Cultura de Brasil, las cuales en la época se conocieron como los «Acuerdos MEC-USAID»30. El movimiento brasileño, por tanto, se posicionó frontalmente en contra de Estados Unidos y, en ese mismo sentido, se ubicó en el polo socialista de la Guerra Fría, el mismo que en América Latina tenía a Cuba como uno de sus principales referentes. En el caso mexicano, en tanto, junto a la demanda por resguardar las «¡Libertades democráticas!» se enarboló una exigencia comparativamente menos confrontacional que la brasileña, a saber, «¡Únete pueblo!»31. Reivindicación que expresaba la aspiración de que los sectores postergados de la población se hicieran conscientes de los abusos e injusticias que sufrían para, de esta manera, pasar a engrosar las filas de manifestantes. Una demanda que tenía correlato, a su vez, en un amplio espectro de esa intelectualidad crítica latinoamericana que confiaba, precisamente, en la «concientización»32.
Probablemente una parte importante de las diferencias entre los dos horizontes políticos identificados tenga que ver con el tipo de autoritarismo de los gobiernos que el estudiantado enfrentaba. Esto en la medida que, mientras la dictadura que experimentaba Brasil hacía que no hubiera mucho margen para la deliberación o la construcción de alternativas consensuadas participativamente –consignándose solo una tentativa concreta a mediados de ese año luego de la «marcha de los cien mil»33–, lo que hacía que el único camino que se visualizara fuera expulsar a los usurpadores del poder; en México la ambivalencia del corporativismo presidencialista permitía a los/as manifestantes albergar la esperanza de poder transitar caminos menos traumáticos para conseguir sus objetivos. Razón por la cual no se debe haber considerado necesario el posicionarse de manera unívoca dentro de los marcos de la Guerra Fría y dejaba espacio para la negociación como vía para conjurar el conflicto. De hecho, hasta el mismo día de la matanza de Tlatelolco los manifestantes confiaban en la posibilidad de un diálogo con el gobierno que pudiera destrabar el conflicto34.
Como todo gran movimiento social, los dos movimientos estudiantiles analizados fueron instancias donde el «descontento social» se expresó mucho más claramente que alguna eventual «propuesta para solucionarlo». Como enseña un dicho popular presente en varios países latinoamericanos, nada se obtiene pidiéndole peras al olmo, en el sentido que sería insensato esperar que un movimiento ofreciera propuestas para conjurar los problemas que denuncia, pues su fortaleza reside justamente en instalar en la agenda pública las problemáticas de fondo que afectan a parte importante de la población. No obstante, de todas maneras, en ambos movimientos se esbozaron medidas para atender la disconformidad y ellas tenían que ver con el segundo ámbito donde ellos levantaron banderas, a saber, en el plano educacional o universitario.
3. Las banderas educacionales del estudiantado brasileño y mexicano en 1968
Aunque en la literatura especializada no se pone en duda que los dos movimientos examinados fueron estudiantiles, ni que fueran estudiantes sus principales protagonistas, son escasos los acercamientos que se detienen a indagar en la agenda educacional por la cual se luchaba35. El olvido, ya está dicho, probablemente guarda relación con el encandilamiento que generó, y todavía genera, la dimensión política de estos movimientos. Un descuido que, aunque comprensible, no es sensato seguir perpetuando porque, entre otras cosas, no hace más que empobrecer los análisis abocados a desentrañar este tipo de fenómenos sociales.
Aunque ambos movimientos estudiantiles tuvieron diversas exigencias educacionales, las cuales venían fraguándose desde hacía varios años, una entre ellas fue la principal, la defensa de la «¡Autonomía Universitaria!». Tanto en el caso brasileño como en el mexicano el estudiantado defendió esta consigna con el propósito de mantener lo más alejado posible de los quehaceres universitarios a ese gobierno que tanto se criticaba. Lo mismo, pero dicho ahora en clave afirmativa, se procuró que los asuntos universitarios –académicos, administrativos y presupuestales– se resolvieran entre universitarios y, sobre todo, con criterios universitarios36.
En Brasil esta defensa de la autonomía universitaria se expresó a través de dos reivindicaciones puntuales. Por un lado, se demandó participación estudiantil en los gobiernos universitarios, es decir, que el estudiantado pudiera tener injerencia en los espacios donde se decidían las materias que, en tanto estudiantes, les afectaban. En este agitado 1968 esta demanda se expresó de diversas maneras, entre ellas, en las «Comisiones Paritarias» que se levantaron entre estudiantes y profesores –tanto en la Universidad de San Pablo como otras universidades del país– con el objetivo de imprimirle mayor pertinencia al trabajo universitario37. Una demanda, cabe recordar, que poseía una larga historia en el país, pues en 1908 estuvo presente entre la delegación brasileña que participó del Congreso de Estudiantes Americanos de Montevideo38–, en 1928 figuraba en el manifiesto que un grupo de estudiantes cariocas elabora para celebrar los diez años del movimiento estudiantil argentino que tuviera su epicentro en Córdoba39, en 1938 se aprecia también en las discusiones que terminaron en la conformación de la Unión Nacional de Estudiantes40, y en 1962 fue, inclusive, la principal exigencia de un movimiento estudiantil que sacudió al país por casi tres meses41. Por otro lado, ese 1968 la defensa de la autonomía universitaria también se expresó en la demanda por el cese de las intromisiones de la dictadura en los asuntos propios de la institución, lo que entonces se denunciaba como «Terrorismo cultural»42. Intromisión dictatorial que se verificaba en la vinculación o desvinculación por motivos políticos de académicos, estudiantes y directivos, en el amedrentamiento a los miembros de la comunidad universitaria mediante la apertura de procesos en la Justicia Militar y/o en la invasión policial/militar de los espacios universitarios –como ocurriera en Rio de Janeiro, San Pablo y Brasilia ese 1968–43.
En México también se evidenció claramente la defensa de la autonomía universitaria. Cabe recordar que fue su violación el detonante que terminaría precipitando todo el movimiento, como bien lo expresó Javier Barros Sierra, rector de la Universidad Nacional, aquel 1 de agosto de 1968 al condenar el bazucazo de las fuerzas de orden sobre un recinto educacional44. Es necesario rememorar, a su vez, que otro de los momentos más álgidos que tuvo el movimiento fue en protesta por la ocupación militar que en septiembre afectó a la Universidad Nacional45. Es pertinente evocar, asimismo, que uno de los intelectuales que acompañó más de cerca al movimiento, José Revueltas, fue el que impulsó desde el seno de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional una potente reflexión enmarcada precisamente en el ideario autonomista, a saber, la autogestión universitaria46. Es oportuno acordarse, además, que después de la masacre del 2 de octubre las demandas estudiantiles dejaron de exigir «¡Libertades Democráticas!» para reivindicar, más modestamente, la salida de los militares de los establecimientos educacionales que continuaban bajo su control, es decir, autonomía universitaria47. Y es relevante hacer notar, en el mismo sentido, que en un petitorio de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de fines de 1968 también se demandó participación estudiantil en el gobierno universitario48. Una reivindicación, esta última, que persistirá en el tiempo hasta transformarse en la principal bandera de un movimiento estudiantil de carácter nacional que en 1971 también terminó siendo aplastado por una masacre49.
A partir de los antecedentes entregados queda en evidencia que tanto en el movimiento de Brasil como en el de México la defensa de la autonomía universitaria tuvo un lugar destacado, naciendo como respuesta a las agresiones que sufrían las comunidades educativas a manos de las fuerzas de orden público. Una comprensión de la autonomía complementaria a aquella que desde principios del siglo XX sostiene que los asuntos universitarios deben recaer en todos los miembros de la comunidad universitaria –incluyendo ciertamente al mismo estudiantado–. Una concepción, esta última, que no solo estuvo presente en los movimientos de Brasil en 1962 y de México en 1971, también fue la principal bandera del movimiento estudiantil que remeciera a Argentina en 1918 y también formó parte –aunque no protagónicamente– del gran movimiento chileno de 2011.
Con todo, así como es relevante constatar esta vocación participativa que ha tenido el estudiantado latinoamericano, también es importante preguntarse ¿Qué posturas querían defender los/as estudiantes en los espacios de poder? Las respuestas se pueden inferir, precisamente, apreciando las otras demandas educacionales que se levantaron en Brasil y México ese 1968.
Junto a la defensa de la autonomía universitaria el estudiantado brasileño levantó la demanda por «¡Democratizar la Universidad!». Lo cual en el lenguaje de la época se expresaba como la exigencia de abrir las puertas de la universidad al pueblo y quería decir, más puntualmente, que se garantizara que toda persona capacitada para estudiar pudiera hacerlo sin importar su situación económica50. Una exigencia que, en la práctica, se presentaba con dos variantes íntimamente relacionadas. La primera refería a aumentar los cupos –o matrículas– disponibles dentro del sistema universitario51. Un problema que se arrastraba hacía varios lustros pero que en 1968, producto de las políticas de austeridad implementadas por la dictadura, se habían agravado ostensiblemente. La segunda, en tanto, aludía a facilitar la estadía del estudiantado que ya había conseguido ingresar a la universidad52. En esta última línea se exigía, por ejemplo, el aumento de prestaciones públicas para los estudiantes en materia de transporte, residencia, salud y/o alimentación. Siendo precisamente en una protesta por mejoras en un restaurante escolar de Río de Janeiro, como ya se apuntara, donde se inició el movimiento de 196853.
En México, en tanto, al lado de la defensa de la autonomía universitaria el estudiantado demandó una «¡Universidad Militante!». Una universidad que dejara de funcionar como una torre de cristal, es decir, ajena a los problemas que enfrentaba parte importante de la sociedad, para pasar a ser un ente activo en la resolución de los mismos54. ¿Cómo se rastreaba esta exigencia en el movimiento de 1968? Son al menos tres los indicadores que hablan de la presencia de esta comprensión entre el estudiantado movilizado. La primera dice relación con la proliferación, en pleno conflicto, de actividades artísticas y culturales abiertas a toda la comunidad55. La segunda refiere al comportamiento que adquirió parte del estudiantado movilizado ante los llamados de ayuda de una comunidad campesina aledaña a la capital –Topilejo– que, afectada por un grave accidente de tránsito, acudió al movimiento en busca de apoyo y éste le brindó todo tipo de asesorías56. Y la tercera alude a las preparatorias populares que en esos años, también en 1968, florecían en distintas partes del país57. Espacios donde se aspiraba a cubrir la falta de cupos que había en el nivel preuniversitario y, sobre todo, se buscaba entregar a los/as estudiantes perspectivas críticas sobre la sociedad. Es justo reparar, a su vez, que esta universidad de cara a los problemas de la mayoría de la población también tiene vastos antecedentes en la historia latinoamericana, siendo la Universidad Popular Mexicana, de principios del siglo XX, una de sus expresiones más tempranas, más ambiciosas y, gracias al trabajo de Morelos Torres Aguilar58, una de las mejor conocidas.
Recapitulando, fueron varias las banderas educacionales que en 1968 levantaron los/as manifestantes brasileños/as y mexicanos/as. Entre ellas la más sentida fue por «¡Autonomía Universitaria!». Había que expulsar a ese gobierno autoritario del interior del mundo universitario y había que lograr imprimirle a la universidad un sentido más acorde al sentir de los movilizados. ¿Cuál era este sentir? Para los brasileños era «¡Democratizar la Universidad!», permitir que más personas pudieran acceder de manera digna a sus aulas. Para los mexicanos, en tanto, era una «¡Universidad Militante!», que la institución se involucrara activamente en los grandes desafíos que atravesaban a la sociedad. Dos comprensiones, por momentos complementarias, por momentos divergentes, que dan luces también sobre las aspiraciones u horizontes que una parte importante del estudiantado latinoamericano proponía para la universidad y, a partir de ella, para toda la sociedad.
Conclusiones
La primera constatación que ha realizado este artículo, y la más relevante en la medida que es la que torna posibles los hallazgos subsecuentes, es que detrás de los dos movimientos analizados, los de Brasil y México en 1968, hubo múltiples banderas –y no solamente una como sugiere una parte importante de los trabajos dedicados a su escrutinio–. Diversidad que responde, entre otros aspectos, a que también fueron diversos los actores sociales que participaron en los movimientos. Actores provenientes mayoritariamente de los sectores medios de la población y, más particularmente, de aquellos vinculados de una u otra manera al mundo educacional. Razonamiento que permite inferir, a su vez, que cada manifestante bogaba por imponer sus aspiraciones particulares dentro del movimiento. Aspiraciones que obedecían, por una parte, al lugar desde donde éste/a se ubicaba para observar al mundo y, por otra parte, al lugar donde más le interesaba que incidiera la protesta: sea en la educación preferentemente, como ocurría por lo general en el caso del estudiantado, o sea más bien en la sociedad en su conjunto, como se verificaba usualmente en el caso de los actores sociales que estaban acompañando al estudiantado.
Sin embargo, es necesario recordar que, aunque en las movilizaciones se canalizaban varias demandas, esto no significa que todas ellas tuvieran la misma relevancia. Claramente, como informan todas las fuentes consultadas, la principal exigencia de ambos movimientos, aquella que le dio su identidad y que compartieron todos/as los/as manifestantes, fue acabar con el autoritarismo gubernamental. Es más, se comprende que ambos movimientos funcionaron como puntos de encuentro para todas aquellas personas que estaban en contra del accionar del gobierno de turno59. Cabe consignar, asimismo, que al lado de esta demanda principal se levantaron otras exigencias, algunas de tinte político como acabar con el imperialismo –caso brasileño– o que el pueblo se uniera al movimiento –caso mexicano–, y otras de signo educacional. Entre estas últimas la principal exigencia, compartida presumiblemente por los contingentes estudiantiles que participaron mayoritariamente en ambos movimientos, fue la defensa de la autonomía universitaria. Una demanda que, a grandes rasgos, aludía a expulsar a los gobiernos autoritarios de las entrañas mismas de los planteles educacionales. Pero junto a esta demanda por autonomía otras reivindicaciones educacionales se dejaron entrever en las manifestaciones, entre ellas democratizar las universidades, una exigencia planteada con fuerza ese año por los/as movilizados/as brasileños/as, y construir una universidad militante, una consigna defendida de manera vehemente por una parte del estudiantado mexicano.
Al mirar en perspectiva el conjunto de reivindicaciones estudiantiles brasileñas y mexicanas de 1968 se aprecia, entre otros puntos, que ellas formaban parte del amplio arco ideacional que tenía la izquierda educacional latinoamericana del tercer cuarto del siglo XX, aquella que con Iván Illich cuestionaba la escolarización, que con Paulo Freire procuraba la concientización y que con Ernesto Guevara apostaba por la formación del «hombre nuevo»60. Esto quiere decir que acabar con el autoritarismo, desterrar al imperialismo y fomentar la participación popular se asumen como reivindicaciones hermanadas a la defensa de la autonomía universitaria, a la democratización de la universidad y a la creación de una universidad militante. Apreciándose, además, que todas estas exigencias dejan vislumbrar, por una parte, que se concedía un papel importante a la educación en la transformación profunda o estructural de la sociedad, aunque se pensaba que dicho papel solo podría desplegarse una vez que se acabara con el autoritarismo imperante. Por esto, para que la educación pudiera hacer su trabajo, lo primero que había que hacer era liberar a la sociedad de las cadenas del autoritarismo y, para algunos/as, liberarla también de las garras del imperialismo.
Para culminar se subraya que será materia de futuros trabajos el calibrar adecuadamente la importancia de la defensa de la autonomía universitaria –en sus diferentes acepciones– en los movimientos estudiantiles latinoamericanos. Esto en la medida que, pese a que en estos dos movimientos analizados ella no era su principal bandera, como sí lo fue en Argentina en 1918, en Uruguay en 1958, en Brasil en 1962 o en México en 1971, su presencia en los movimientos de 1968 –a primera vista dos de los más volcados hacia temas/problemas políticos/sociales– es un aliciente importante que invita a ponderar mejor su transversalidad y/o relevancia. La autonomía universitaria podría ser, por tanto, ese mínimo común denominador que permita, en un futuro cercano, seguir dando pasos hacia la comprensión conjunta de los grandes movimientos estudiantiles que ha conocido América Latina en los últimos cien años. Siendo a esta tarea, precisamente, que se espera haber contribuido.