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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.3 Bogotá Sep./Dec. 2022  Epub Sep 01, 2022

https://doi.org/10.22380/2539472x.2340 

Artículos

Desafíos para la conceptualización con pueblos indígenas: entre el giro ontológico y la investigación en colaboración1

Challenges for conceptualization with indigenous peoples: between the ontological turn and collaborative research

Sebastián Levalle1 

1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), Argentina slevalle@yahoo.com.ar - https://orcid.org/0000-0002-7860-5603


Resumen

Este artículo aborda la conceptualización con pueblos indígenas, un problema al que se ha enfrentado históricamente la antropología, recurriendo al análisis de fuentes secundarias y al trabajo etnográfico con intelectuales orgánicos del pueblo nasa de Colombia. El trabajo concluye que la combinación de la investigación colaborativa con elementos del giro ontológico en antropología permite profundizar en la construcción colectiva de vehículos conceptuales. Se valora, entonces, la articulación durante el trabajo de campo de estas dos líneas de pensamiento que no suelen dialogar en la academia.

Palabras clave: ontología; epistemología; etnografía colaborativa; investigación participativa; metodología cualitativa

Abstract

This article addresses the conceptualization with indigenous peoples, a problem that anthropology has historically faced, resorting to the analysis of secondary sources and ethnographic work with organic intellectuals from the Nasa people of Colombia. The work concludes that the combination of collaborative research with elements of the ontological turn in Anthropology allows deepening the collective construction of conceptual vehicles. Therefore, the articulation during the field work of these two lines of thought that do not usually dialogue in the academy is valued.

Keywords: ontology; epistemology; collaborative ethnography; participatory research; qualitative methodology

Introducción

¿Cómo construir conceptos que adquieran sentido a partir de las experiencias y las ontologías de los pueblos con los que trabajamos? ¿De qué modo tales herramientas analíticas logran trascender las violencias disciplinarias que instituyen a estos pueblos como meros objetos de estudio? Este trabajo se mueve entre los dos interrogantes formulados y lo hace sobre una intuición: la conceptualización con pueblos indígenas, un problema al que se ha enfrentado históricamente la antropología, podría ganar profundidad y politicidad en virtud de la combinación de elementos que provienen del llamado giro ontológico en antropología con otros que han sido planteados por la tradición de investigación colaborativa en América Latina. Estas dos tradiciones de pensamiento responden a genealogías diferentes y ocasionalmente abrevan en posiciones contradictorias. Sin embargo, existen algunos puntos de contacto que pueden ofrecer combinaciones interesantes y que me han resultado productivos en mi trabajo de campo con algunos integrantes del pueblo nasa del suroccidente colombiano2.

Con fines expositivos, propongo tres momentos. Primero, presento los postulados centrales del giro ontológico y de la investigación en colaboración. Luego, interrogo ambas vertientes desde las preguntas formuladas al inicio de esta introducción. Muestro, entonces, los límites a los que se enfrenta cada una de ellas a la hora de construir herramientas conceptuales junto a los pueblos indígenas y argumento las potencialidades que ofrece su eventual combinación en el trabajo de campo. Finalmente, me baso en mi propio trabajo de campo para analizar el proceso de construcción de tres conceptos junto a los intelectuales del pueblo nasa de Colombia.

El giro ontológico en antropología: genealogías y sentidos posibles

Lo que suele denominarse “giro ontológico en antropología” está lejos de conformar un paradigma o una escuela de pensamiento con postulados compartidos. Existe, por el contrario, una gran variedad de posturas y de tradiciones de pensamiento que, siguiendo la propuesta de Joanna Horton (2015), podemos ubicar dentro de este marco en razón de su preocupación por redefinir la relación entre el material de campo y la elaboración conceptual. En este sentido, el giro ontológico dentro de la antropología se inicia como una reacción a la tendencia que Writing culture (Clifford y Marcus 1986, 2) despertó en la disciplina desde los años ochenta del siglo XX, una corriente que fue conocida luego como “el giro lingüístico”. James Clifford y George Marcus abogaron por una antropología posestructural que concibiera la cultura como representación, y se interesaron en “los aspectos discursivos de la representación cultural” (1986, 13). Hablaron de “la naturaleza construida y artificial de los eventos culturales” (13) y comprendieron la escritura como una parte central de la antropología.

En el enfoque de Clifford y Marcus, la cultura conforma diferentes perspectivas sobre una realidad que se asume como universal y objetiva. El giro ontológico invierte esta premisa al plantear que la diferencia no constituye una forma de representación, simbolismo o creencia, sino que se debe a la existencia y a la participación en realidades diferentes. Antes que en términos de múltiples culturas, aquí se razona en términos de múltiples realidades. Una inversión como esta supone revisar nuestra propia ontología, ya que ella resulta incapaz de asumir la existencia de una realidad distinta a aquella que es estudiada y construida bajo las disciplinas científicas.

El cuestionamiento se enfoca en la dicotomía naturaleza/cultura, una diferenciación que corresponde fundamentalmente a la ontología naturalista de la modernidad (Descola 2001; Latour 1991). Para la mayor parte de los pueblos indigenas, lo que solemos entender como “natural” -territorio de regularidades físicas universales- aparece ligado a lo que comprendemos como perteneciente al dominio de la “cultura” -convenciones sociales relativas a cada grupo humano-. etnografías realizadas en pueblos amazónicos (Descola 2005; Viveiros de Castro 2001) muestran que, para estos colectivos, los animales, las plantas y las fuerzas que solemos llamar “espirituales” comparten la misma interioridad que los humanos: sienten, piensan, se comunican y actúan intencionalmente en la vida cotidiana. Las diferencias están dadas únicamente por sus cuerpos físicos. Philippe Descola (2001) clasifica este modo de identificación de similitudes y diferencias entre los existentes bajo la categoría de animismo. Eduardo Viveiros de Castro (2010) encuentra una variación particular de esta ontología en algunos pueblos amazónicos que implica que cada cuerpo constituye un punto de vista específico, de modo tal que los no humanos se autoperciben como humanos con atributos culturales y ven a los humanos como no humanos. Siguiendo esta lógica, Viveiros de Castro plantea que antes que de múltiples culturas, corresponde hablar de múltiples naturalezas, oponiendo así un multinaturalismo amazónico al multiculturalismo moderno.

Es posible identificar tres vertientes fundamentales que abrevan en el giro ontológico en antropología. Una de estas líneas, cuyo máximo exponente es Descola, parte de la etnología francesa y promueve un asiduo diálogo con la filosofía. La segunda, que tiene en el brasileño Viveiros de Castro un referente central, surge en el cruce entre el estructuralismo y el posestructuralismo francés y algunas tradiciones británicas de la antropología amazónica (Wright 2016). La influencia de Claude Lévi-Strauss es patente en ambas vertientes. Finalmente, con mayor arraigo latinoamericano y abarcando casos andinos, autores como Mario Blaser (2009) y Marisol de la Cadena (2009) se interrogan por las articulaciones posibles entre política y ontología, un asunto que las dos líneas precedentes relegan a un segundo plano.

A su vez, existen dos orientaciones fundamentales en el tratamiento de la ontología que atraviesan transversalmente estas vertientes. Por una parte, la ontología hace referencia a las formas de percibir, relacionarse y actuar en el mundo. Esto incluye el inventario de seres y de relaciones entre los seres, así como las formas en que esos esquemas mentales se hacen carne en la práctica y en las narraciones, permitiendo enactuar otros mundos (Descola 2001; Blaser 2019). Por otra parte, Holbraad, Pedersen y Viveiros de Castro (2014) han postulado que la ontología ofrece una propuesta metodológica innovadora para la antropología. Es en esta línea donde me interesa situar las reflexiones alrededor de la conceptualización con pueblos indígenas. Según los autores mencionados, el giro ontológico apunta a alterar la relación clásica entre el material empírico y los conceptos analíticos: en lugar de enmarcar teóricamente los datos, se trata ahora de lograr que el trabajo de campo dicte los términos de su propio análisis (Holbraad 2010).

La ontología es, entonces, el resultado de los intentos de los antropólogos y las antropólogas para transformar su propio repertorio conceptual y así poder describir el material etnográfico en términos que no caigan en el terreno de lo absurdo. Por eso, en el enfoque de Holbraad (2014), ontología no es un sustantivo, sino un adjetivo o un adverbio. En este camino la reflexividad crítica se torna reflexividad conceptual; la idea es conceptualizar “hasta afuera”, “pensar las cosas hasta su límite” (Holbraad 2014, 137). Esta aproximación a “lo ontológico” ofrece un terreno productivo para repensar nuestras conceptualizaciones etnográficas. Según Holbraad (2010), todo lo que se requiere para trabajar en términos ontológicos es un conjunto de asunciones iniciales y algún material que parezca contradecirlo. Si el investigador se mantiene fiel a su etnografía, deberá entonces asumir el desafío de la conceptualización en términos ontológicos, trabajando más allá de sí mismo.

De acuerdo con Holbraad, Pedersen y Viveiros de Castro (2014) la promesa política del giro ontológico implica accionar una forma de política en el propio funcionamiento de la antropología. La política de la ontología es la pregunta acerca de cómo las personas y las cosas podrían diferir de sí mismas. Diferir es un acto político y la antropología abona esa práctica toda vez que se propone dotar al “otro” de un peso ontológico completo. Para ello es necesario evitar el relativismo despreocupado que subyace a posturas como las que consideran la existencia de diferentes “visiones del mundo”, porque tales asunciones reifican la realidad objetiva y universal que postula la ontología moderna. La antropología se vuelve aquí una “teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento” (Viveiros de Castro 2010, 14), una práctica descolonial que haría posible la multiplicidad, más precisamente, la proliferación de las pequeñas multiplicidades.

Varios autores (Bessire y Bond 2014; A. Ramos 2012) señalan que la perspectiva crítica que postula el giro ontológico deshistoriza el tratamiento de lo social, invisibiliza las relaciones interétnicas y las hibridaciones culturales, y reduce la evidencia etnográfica a tipologías totalizantes que oponen el pensamiento indígena al pensamiento occidental. Se trata, de acuerdo con estos autores, de una teoría despolitizada, que no se preocupa por los efectos políticos que devienen del uso no académico de sus conceptos. Lucas Bessire y David Bond (2014) señalan que la propuesta de Holbraad reduce el análisis material al campo de lo sagrado. Como consecuencia, la diferencia se identifica exclusivamente con las visiones chamánicas y se pasa por alto el campo de fuerzas en el que ella es producida. En las secciones siguientes, plantearé que la articulación metodológica entre el giro ontológico y la investigación en colaboración permite imaginar alternativas productivas a estas limitaciones.

Un alto en el camino: investigación en colaboración en América Latina

Varios años antes del surgimiento del giro ontológico, antropólogos y antropólogas abocadas al trabajo en colaboración con pueblos indígenas habían postulado que el diálogo etnográfico y político con los sujetos nativos que se desarrolla durante el trabajo de campo podía configurarse como un espacio fructífero para la construcción de nuevos conceptos. En los años ochenta, Luis Guillermo Vasco Uribe, un antropólogo colombiano que trabajó junto a comunidades misak, ensayó una metodología que consiste en recoger los conceptos en la vida cotidiana (Vasco Uribe 2007). La antropóloga estadounidense Joanne Rappaport (2007, 200-201) defendió la idea de que la antropología en colaboración debía ser pensada como una práctica intercultural sostenida en el tiempo, que involucra no solamente el diálogo, sino además un proceso de teorización colectiva que ocurre durante el proceso de campo.

Estas propuestas se encuadran en el quehacer etnográfico, pero son tributarias, en buena medida, de una serie de iniciativas latinoamericanas gestadas al calor de la revolución cubana. Entre estas experiencias se encuentran los trabajos de La Rosca de Investigación y Acción Social (Bonilla et al. 1972) y de Orlando Fals Borda (1994), en Colombia, y de Paulo Freire (2002), en Chile y en Brasil. Los legados de Fals Borda y de Freire fueron resignificados en diversas experiencias que pueden situarse dentro de un campo abierto de producción intelectual orientado a la transformación social que supone el involucramiento del investigador formado en la academia y el protagonismo de los sectores populares. Estas experiencias configuraron un paradigma alternativo al positivismo y al estructural-funcionalismo por entonces en boga en la teoría social.

Entre los aspectos compartidos por estos trabajos se destaca la centralidad de la praxis. El objetivo último del quehacer científico consiste en estudiar la realidad para transformarla mediante la práctica colectiva. Por eso, se descarta la pretensión de neutralidad valorativa del trabajo científico que entronizaba el positivismo. En 1969, Fals Borda postuló el horizonte del compromiso, entendido como “la acción o la actitud del intelectual que, al tomar consciencia de su pertenencia a la sociedad y al mundo de su tiempo, renuncia a una posición de simple espectador y coloca su pensamiento o su arte al servicio de una causa” (2009, 243).

Rechazando lo que La Rosca denominaba como “relación explotadora de sujeto-objeto” (Bonilla et al. 1972, 24), estos investigadores entienden que el conocimiento se construye colectivamente. Las organizaciones de las clases populares se vuelven sujeto de las investigaciones, una dimensión que se sintetizará luego bajo el horizonte de la “colaboración”. Esta orientación requiere dialogar con las concepciones del mundo de los sectores populares, un elemento que se plasma en la idea de “ciencia popular” que Fals Borda (1994) recupera de Gramsci y que será desarrollado luego sobre el horizonte de la interculturalidad.

El compromiso político del investigador conlleva también un llamado a politizar la metodología. Se ensayan, entonces, metodologías participativas bajo diversas orientaciones, como la inserción del investigador en las organizaciones populares, el compromiso con ellas (Bonilla et al. 1972) o la solidaridad (Vasco Uribe 2007). Se buscan procedimientos situados y se relega a un segundo momento la definición de las técnicas a utilizar.

Una investigación de este tipo posee un fuerte carácter prefigurativo, se conforma como un proceso de reflexión colectiva y anticipa las relaciones sociales que se pretenden construir. El proceso de validación ya no responde a criterios de objetividad científica, sino más bien al horizonte de la praxis: la teoría tiene validez si permite transformar la realidad local, el conocimiento surge de la práctica y se debe a ella; de ahí la idea de la “investigación-acción”. Finalmente, estas experiencias ostentan un carácter interdisciplinario. Dicho carácter se explica por la orientación de la investigación, que responde a las necesidades políticas antes que al devenir de las academias, y por el diálogo con las concepciones del mundo de los sectores populares.

Si en los años setenta una buena parte de estas experiencias se enmarcaba en la sociología crítica y en la pedagogía, a partir de los años ochenta la etnografía permitió dar continuidad y complejizar algunos de los viejos debates. Enfoques como los de Vasco y Rappaport radicalizan la participación de los otrora “objetos” hasta el terreno de la elaboración conceptual. Vasco Uribe (2010) comenta que en su trabajo junto al pueblo misak del suroccidente de Colombia, para conocer la historia de las comunidades, fue necesario poner en práctica una “metodología propia” que consiste en recorrer el territorio junto a los mayores para leer ahí las huellas de los eventos colectivos significativos. En estos recorridos, tanto como en las conversaciones con los mayores y mayoras, encontró un profundo acervo conceptual ya elaborado, aunque no formalizado en términos abstractos. Conceptos como el del “caracol de la historia”, una figura que puede hallarse en diversos planos (desde una piedra hasta un sombrero o un remolino en la cabeza) o el de “el desenrollar la historia personal”, que remite al cordón umbilical enterrado en las cocinas de las casas, se refieren a elementos materiales de la vida cotidiana: “son cosas que al mismo tiempo que tales son abstracciones” (Vasco Uribe 2010, 12).

La tarea del antropólogo que Vasco Uribe (2002) designa con el adjetivo solidario consiste en formalizar esas abstracciones mediante el diálogo o la confrontación con los conocimientos del etnógrafo. Esta tarea se desarrolla junto a los indígenas y tiene como objetivo fortalecer las luchas y los proyectos de vida de las comunidades, de modo que logren “volver a vivir la vida de una manera guambiana [misak]” (Vasco Uribe 2006, 14)3.

Rappaport (2007) se basa en su trabajo junto a organizaciones indígenas de los nasa, un pueblo vecino de los misak, para promover la construcción de herramientas analíticas de forma colaborativa. Antes que recoger conceptos cuya existencia precede al antropólogo o a la antropóloga, en la experiencia de Rappaport, estos conceptos emergen de una serie de negociaciones entre las luchas, las epistemologías y los marcos institucionales de los colaboradores y las colaboradoras, los y las indígenas. Ambos autores postulan que el conocimiento propio -ya sea aquel recreado en la memoria colectiva, el fruto de las luchas comunitarias o los saberes cosmogónicos- no conforma el final del proceso, sino una oportunidad para emprender un nuevo trabajo de conceptualización. La “co-teorización indígena-académica” (Rappaport 2007) configura un espacio de múltiples traducciones e involucra mudanzas subjetivas tanto por parte de los colaboradores como de los indígenas.

Como postula Rappaport (2008), colaborar no significa que el antropólogo o la antropóloga se vuelva un activista -convirtiéndose en el “otro”-, sino que su trabajo contribuya a mejorar las agendas activistas entrando en conversación con metodologías ya elegidas por la comunidad -transformándose a sí mismo en la relación con el “otro”-. Desde la perspectiva colaborativa, el trabajo de campo deja de ser un medio para ser un fin; antes que un lugar de recolección de información, se convierte en un espacio para el debate y la producción conjunta de conocimientos.

Más allá de su vocación dialoguista, investigadores e investigadoras que colaboraron en los años setenta con pueblos campesinos e indígenas han interpretado la realidad según teorías modernizantes. Las ideas de conciencia semiintransitiva de Freire y de sentido común de La Rosca son ilustrativas en este sentido. Freire postulaba que, en las sociedades rurales latinoamericanas, el concepto de realidad “no se corresponde con la realidad objetiva, sino con la realidad que se imagina el hombre alienado que las integra” (1972, 72). Aquí surge la conciencia semiintransitiva, que Freire define como una imposibilidad de “admirar” la realidad en perspectiva y que conforma un obstáculo para la transformación social (Levalle 2014).

La Rosca se proponía validar los saberes del pueblo, e incluso, uno de sus miembros, Fals Borda, recuperó la idea gramsciana de la ciencia popular, entendida como “un conocimiento empírico, práctico, de sentido común” (1994, 89). Sin embargo, como aduce convincentemente Vasco Uribe (2002), al considerar el conocimiento popular como sentido común, los integrantes de La Rosca instituyeron su propio conocimiento, aquel producido por las ciencias sociales, como el filtro mediante el cual seleccionar e intervenir los saberes populares. En el mismo sentido, Fals Borda proponía incorporar la ciencia popular en los trabajos científicos “sin hacer que pierda su ‘necesidad’ y su ‘sabor’ específico” (1994, 94). Nuevamente, aquí la diferencia se piensa superficialmente al traducirla a nuestros términos y dejarle únicamente la tarea de recolorear nuestros conceptos preconcebidos. No existe ninguna amenaza a los conocimientos modernos, ningún dislocamiento del mundo del investigador4.

El enfoque ontológico puede evitar que la investigación en colaboración adquiera la forma de esta suerte de “pastoral modernizante” (la elección del sustantivo no es azarosa: muchas de estas experiencias tuvieron una fuerte influencia de la teología de la liberación). En los ejemplos reseñados arriba, los conocimientos indígenas no logran superar el estatuto de creencia, representación errada de la realidad. Pero, como sostiene Holbraad (2010), el hecho de que lo que dicen o hacen las personas que estudiamos aparezca como errado puede indicar que hemos llegado a los límites de nuestro propio repertorio conceptual. En tal caso, no estaríamos en presencia de distintas visiones del mundo, sino de diferentes mundos que aún no logramos visualizar. Se trata entonces de preguntarnos qué es lo que estamos encontrando en nuestro material de campo y proceder a profundizar en el trabajo de conceptualización.

Conceptualización con pueblos indígenas: desafíos y posibilidades

Al comienzo de este trabajo sostuve que la combinación de los enfoques ontológicos y colaborativos ofrece interesantes posibilidades a la hora de elaborar conceptos junto con los pueblos indígenas. A pesar de las diferencias, la conceptualización “hasta el final” que propone el giro ontológico puede profundizar el trabajo colaborativo; y viceversa: la coteorización indígena-académica es capaz de fortalecer y profundizar la dislocación del mundo de las antropólogas y los antropólogos que promueve el giro ontológico. A continuación, exploraré cada una de estas direcciones de forma sucesiva.

En la sección anterior adelanté algunas de las limitaciones que mostraron las experiencias colaborativas de los años setenta en el terreno de la coteorización. Aún resulta frecuente que quienes colaboran con organizaciones indígenas no cuestionen los instrumentos teóricos con los que suelen trabajar, con lo cual permanecen presos de los supuestos ontológicos del marco disciplinario moderno que contradice las intenciones políticas de sus trabajos. Elizabeth Povinelli (1995) señala que los investigadores y las investigadoras que trabajan con el pueblo belyuen en Australia confían en las nociones occidentales de intencionalidad humana, subjetividad y producción que aparecen en los discursos legales a los que intentan oponerse; una situación que crea una tensión irresoluble entre los objetivos políticos de estos proyectos y los marcos teóricos en los que ellos residen. En estos casos, la diferencia ontológica queda reducida a la cultura, de modo que el ejercicio de coteorización que se proponen los colaboradores se revela como un capítulo más del colonialismo intelectual que buscan combatir.

En su trabajo con integrantes del pueblo quechua de los Andes peruanos, Marisol de la Cadena (2009) encuentra que el territorio de la política en este pueblo desborda los marcos de la actividad humana porque incluye a una variedad de seres que nosotros designaríamos como pertenecientes al orden de la naturaleza, pero que en el mundo quechua poseen una agencia propia. Esta autora advierte: “la colaboración se olvida [de] que la política (como una categoría y las prácticas que cuentan como tales) pertenece a una genealogía epistemológica específica que no puede representar la diferencia radical que existe entre los muchos mundos que habitan el planeta” (De la Cadena 2009, 166). Es en este punto donde el enfoque ontológico puede ofrecer alternativas interesantes para caminar hacia la “autodeterminación ontológica de los pueblos” (Holbraad, Pedersen y Viveiros de Castro 2014, 2). El primer aporte en este sentido consiste en esclarecer la naturaleza de las preguntas que formulamos en el campo, como dice Holbraad: “el giro ontológico involucra a menudo mostrar que tales preguntas del ‘por que' (explicaciones) están fundadas en malas concepciones del ‘que' (conceptualizaciones)” (2014, 135).

En segundo lugar, el llamado que hacen estos autores en la dirección de revisar los supuestos ontológicos y epistemológicos en los que se basan nuestras disciplinas significa asumir la responsabilidad que nos toca en las discusiones con las poblaciones con las que trabajamos. La descolonización de la teoría antropológica es, en primer lugar, una descolonización de los antropólogos y las antropólogas. En ese sentido, Holbraad, Pedersen y Viveiros de Castro (2014) prefieren no explicar demasiado, no agotar las categorías presuponiendo salidas o traducciones que pueden no ser ni las mejores ni las únicas. Viveiros de Castro (2010) propone trabajar sobre el terreno del equivoco; un tipo de disyunción comunicativa en el que los interlocutores utilizan términos homónimos, pero no hablan de la misma cosa. Antes que un obstáculo, la equivocación es aquí una forma de comunicar la diferencia entre ontologías.

Indaguemos ahora en la segunda dirección que señala mi intuición inicial; revisemos las posibilidades que la coteorización ofrece para dislocar el mundo de los antropólogos promovido por el giro ontológico. “¿Qué les debe conceptualmente la antropología a los pueblos que estudia?”, se pregunta Viveiros de Castro (2010, 14). El brasileño asegura que la originalidad antropológica radica en la “capacidad imaginativa” de los pueblos indígenas, a quienes ubica como coproductores de las teorías antropológicas, con lo cual fundamenta la fecundidad de una alianza tácita entre las concepciones y las prácticas del mundo del “sujeto” y del “objeto”. Sorprendentemente, y a pesar de las resonancias que estas palabras guardan con el enfoque colaborativo, Viveiros de Castro no señala que tal alianza requiera una práctica de investigación y una conceptualización compartida con los indígenas.

Algo similar ocurre con Descola. El discípulo de Lévi-Strauss y de Maurice Godelier diferencia la etnografía de la etnología y de la antropología. De acuerdo con Descola, la etnografía consiste en la descripción de la vida de un pueblo ajeno al investigador, la etnología se aboca a la comparación de diversas etnografías y la antropología se extiende hacia el análisis más general sobre las diferencias culturales. Como postula Mariela Eva Rodríguez (2019), esta clasificación restringe la práctica antropológica, y más aún la teorización, a un reducido grupo de académicos experimentados.

De igual manera, en la versión de Holbraad (2010), la ontología, o más bien, lo ontológico, se refiere a un procedimiento metodológico que toma lugar por fuera del trabajo de campo. En este sentido, puede resultar esclarecedor revisar las acepciones que adquieren el “compromiso” y la “novedad teórica” en el libro de Amiria Henare, Martin Holbraad y Sari Wastell (2007), titulado Thinking through things. Los autores proponen una metodología “radicalmente esencialista”, cuyo propósito consiste en tomar las “cosas” encontradas en el campo tal como se presentan, antes que asumir inmediatamente que ellas significan o representan otra cosa. Para conseguir este objetivo es necesario establecer “un compromiso efectivo entre los investigadores y los fenómenos que estudian” (2). Esta idea, que denominan compromiso heurístico (heuristic engagement), reedita la división entre un sujeto y un objeto, una escisión típicamente occidental que responde en última instancia a la división naturaleza/cultura que los ontológicos pretenden cuestionar. El pensamiento moderno ha concebido a los pueblos indígenas como inmanentes a la naturaleza. De hecho, la imposibilidad de distanciamiento/ objetivación frente al espacio externo al sujeto por parte de estos pueblos ha sido consignada como la causa de su “atraso” material y el fundamento de su posición subordinada en materia de racionalidad política (De la Cadena 2009). Al igual que la naturaleza, estos pueblos son ubicados en el lugar del objeto de las disciplinas modernas.

En esta propuesta, como en Viveiros de Castro o en Descola, la novedad teórica aparece en el escritorio del antropólogo, mientras que en los abordajes colaborativos los nuevos conceptos se producen en el campo junto con los interlocutores. Las creaciones conceptuales que el giro ontológico elabora a partir del material de campo conforman entonces una novedad para los investigadores, pero pueden no resultar significativas para los indígenas. La crítica a la ontología moderna que este enfoque ha planteado con especial elocuencia corre el riesgo de neutralizarse al confiar la tarea de la elaboración conceptual únicamente a los investigadores y las investigadoras no indígenas y a la antropología. Aún más, Henare, Holbraad y Wastell afirman: “así que ‘pensar a través de las cosas’ es recursivo como método antropológico, en el sentido de que saca ventaja (el potencial para producir conceptos analíticos novedosos) de los propios proyectos ontológicos de los informantes” (2007, 27; énfasis añadido). En este pasaje, los conceptos surgen de los proyectos ontológicos de “los informantes”, de modo tal que el antropólogo extrae y patenta -por la vía de la publicación académica de los resultados- los conocimientos indígenas, sin considerar la voluntad de los pueblos que los producen. En este sentido, tal como ha sugerido Alcida Ramos (2012), el giro ontológico continúa hablando en nombre de los “otros” en lugar de hacerles espacio a sus voces, aun cuando muchos indígenas están formados en educación superior y hablan con el lenguaje de la antropología.

Para que las propuestas del giro ontológico se articulen productivamente con los enfoques colaborativos es necesario mantener fidelidad, no únicamente al material de campo, sino fundamentalmente al encuentro y a las conversaciones que se producen con los interlocutores indígenas. Sin embargo, una aventura como esta no está exenta de riesgos y tensiones. Por ejemplo, la crítica ontológica al concepto de cultura, y a otros conceptos de uso cotidiano, corre el riesgo de invalidar los conceptos que los indígenas han encontrado, y ocasionalmente resignificado, a la hora de expresar su diferencia y de desplegar sus luchas. Como veremos a continuación, conceptos como el de interculturalidad presuponen la diferencia naturaleza/cultura, pero son al mismo tiempo un producto de debates colectivos y un medio para habilitar posiciones políticas contrahegemónicas, en este caso en oposición a la idea neoliberal de multiculturalismo. Se presenta entonces una situación paradójica: antaño los científicos sociales les señalaban a los indígenas la necesidad de trascender sus saberes de sentido común, pero ahora que los indígenas han aprendido a hablar como ellos, los antropólogos los critican por apelar a conceptos y teorías arcaicas. Y lo peor de todo: esta crítica se formula para el supuesto beneficio de los y las indígenas. De este modo, los pueblos originarios regresan al territorio de la ignorancia porque, paradójicamente, desconocen los modos de (y las modas para) traducir sus ontologías.

Por otra parte, es posible que la idea de diferencia radical, que se muestra tan productiva a nivel teórico, se revele como un obstáculo a la hora de llevar los procedimientos ontológicos hacia las conversaciones en el campo. ¿Cómo conversar con una alteridad absoluta? Parece que frente a tamaña diferencia solo nos queda la posibilidad de observar desde afuera y controlar nuestras equivocaciones para hacer el menor daño posible, una suerte de conservacionismo intelectual. No obstante, diversas experiencias latinoamericanas muestran que, en muchos casos, los propios indígenas emprenden el trabajo de conceptualización (Hale y Stephen 2013). En otras oportunidades, este se desarrolla mancomunadamente con académicos externos que trabajan para las organizaciones nativas (Rappaport 2008). En estos casos, la frontera entre indígenas y antropólogos se reconfigura y la combinación de diversas ontologías puede trascender el estrecho marco de la equivocación controlada.

Muestrario: aproximaciones productivas al par ontología/colaboración

En mi trabajo de campo con activistas del pueblo nasa del sur de Colombia suelo encontrarme con estos dilemas con bastante frecuencia. El pueblo nasa es uno de los tres pueblos indígenas más numerosos del país. Desde 1971, los nasa se organizaron en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), una organización multiétnica que impulsó la recuperación de los territorios indígenas y de sus estructuras de gobierno. En 1978, el CRIC creó el Programa de Educación Bilingüe Intercultural con el objetivo de construir un proyecto pedagógico que permitiera fortalecer las luchas comunitarias. Más tarde, la organización fundó la Universidad Autónoma Indígena Intercultural y el Centro Indígena de Investigaciones Interculturales de Tierradentro. En estos espacios se desarrollan investigaciones que combinan diversas memorias y epistemologías5.

Cuando comencé a escribir mi tesis de maestría me topé con la necesidad de trascender los debates epistémicos que habían conformado mi punto de partida. Yo estaba interesado en comprender los efectos de la violencia epistémica sobre los pueblos indígenas y en indagar posibles vías de resistencia. La universidad y el centro de investigaciones del CRIC ofrecían buenas oportunidades para desarrollar mi trabajo. Sin embargo, en el curso de las conversaciones con los nasa aparecieron explicaciones que remitían a cuestiones ontológicas, como, por ejemplo, el hecho de plantear que lo que el Estado había catalogado como un movimiento sísmico resultaba ser, en realidad, la acción de un volcán habitado por un conjunto de espíritus poderosos.

Este evento, el terremoto/erupción volcánica y las avalanchas de lodo desatadas el 6 junio de 1994 en los municipios de Páez e Inzá, era consignado por mis interlocutores como la motivación principal para la fundación del centro de investigaciones en el que yo estaba interesado. Dicho centro había sido diseñado con el objetivo de recrear el “conocimiento propio” para defender el territorio frente a las amenazas externas y lograr “vivir como nasa”, es decir, permanecer en interacción con las entidades sensibles que conviven en el espacio vital.

Desde que comprendí esto, comencé a internarme en los debates ontológicos, al tiempo que los nasa profundizaban en sus prácticas espirituales. Comentaré a continuación tres situaciones que involucran un proceso de conceptualización con algunos integrantes de este pueblo indígena y que despliegan elementos ontológicos: interculturalidad, investigación y reexistencia.

Inocencio Ramos es el responsable de mi primer contacto con los nasa. Nació en Tierradentro, una zona con fuerte presencia de este pueblo, y es un activo militante en la defensa de su territorio. Él ha mantenido una posición crítica frente a los discursos multiculturales del Estado colombiano; un Estado que, desde la reforma constitucional de 1991, se reconoce como multiétnico y pluricultural. Para enfrentar la ficción de igualdad que pregona el multiculturalismo neoliberal (Hale 2005), Inocencio propuso el término interculturalidad de equilibrio y lo definió con las siguientes palabras: “Proyecto político, pedagógico propio, que a partir de los actuales desequilibrios sociales, proyecta ideas y acciones pero para perpetuar la luz del corazón. Sabemos que esta luz se apaga, cuando subyugamos y cortamos la flor de la felicidad” (I. Ramos s. f., 4). La interculturalidad de equilibrio se opone a la interculturalidad de integración, que, más allá de su retórica de tolerancia, ubica a la cultura occidental en una posición privilegiada. El eje del concepto descansa en la demanda de condiciones iguales como requisito para establecer un verdadero diálogo intercultural. Desde una mirada ontológica, el concepto se revela como una trampa porque, al apelar a la cultura (interculturalidad), intenta una disputa política en los términos de su oponente. No obstante, esta definición forma parte de un texto que lleva por título Corazonar: pensar con el corazón, saberes para sanar la madre tierra (I. Ramos, s. f.). Según Inocencio, no es posible conocer si no se desarrolla la capacidad de sentir y de soñar.

Inocencio suele enfatizar la necesidad de construir conceptos propios para recrear el modo de vida del pueblo nasa. En ese camino, de la misma manera que otros y otras intelectuales nasa, se preocupa por rememorar los conocimientos cosmogónicos que permiten armonizar su territorio. Tales conocimientos habilitan una interacción equilibrada entre los seres humanos y los demás seres que conviven en el entorno. La interculturalidad de equilibrio, pensé entonces, puede remitir a esta serie de interacciones que involucran no solamente a las distintas sociedades, sino también al conjunto de entidades sensibles. En ese sentido, este concepto ayudaría a liberarse del corsé de la cultura o, dicho de otro modo, permitiría desacoplar la asociación esencial entre cultura y seres humanos que supone nuestra propia ontología.

En una nueva estancia de trabajo de campo, acudí a Inocencio para conversar sobre este asunto. Él insistió en el sentido central del concepto, eminentemente político, porque surge de las relaciones entre los nasa y el Estado, pero también entre ellos y los demás pueblos que conviven en el departamento del Cauca. Me dijo entonces: “Yo creo que es eso que le llaman interculturalidad crítica, si hablamos del diálogo, pues, lo bonito es que dialoguemos entre iguales” (comunicación personal, 5 de noviembre de 2018). Le comenté entonces mi interpretación. Le dije que al leer la palabra equilibrio había pensado en la idea de la armonización del territorio y que entonces me había parecido interesante que la interculturalidad ya no se refiriera únicamente a la relación entre distintas culturas, sino también a las relaciones entre ellas y la naturaleza. “Claro”, respondió Inocencio, “necesariamente antes que nosotros, sería reconocer la tierra como madre, como gente. Y es que, si ella está desequilibrada, pues, ¿qué diálogo vamos a proponer? Necesariamente hay que conectar” (comunicación personal, 5 de noviembre de 2018).

La conversación con Inocencio me ayudó a controlar la inevitable equivocación que supone el proceso de traducción de los distintos mundos en los que habitamos. Ahora entiendo que cuando él habla de interculturalidad, ya sea de equilibrio o de cualquier clase, no se refiere únicamente a la relación entre sociedades: “necesariamente hay que conectar”. Probablemente este aspecto le resultaba evidente a Inocencio, mientras que para mí representaba un vuelco en la carga semántica del concepto de interculturalidad. Aparece aquí un espacio de intersección entre realidades distintas, algo que Marilyn Strathern (2004) define como conexión parcial, un entramado de relaciones que involucran más de una entidad, pero menos que dos.

Para graficar esta idea, Mario Blaser (2019) propone la imagen de un pato que es también un conejo (figura 1).

Fuente: tomado de Blaser (2019, 76).

Figura I Ilustración Conejo y pato 

Desde la mirada del pato resulta imposible darle entidad al conejo, y viceversa. Para complementar esta idea, resulta interesante proceder como Claudia Briones (2014) y recuperar la pintura de Maurits Cornelis Escher Manos dibujando, elaborada en 1948 (figura 2).

Fuente: tomado de Bidones (2014, 65).

Figura 2 Manos dibujando 

La segunda imagen muestra la continua producción de los mundos en los que habitamos y, al mismo tiempo, da cuenta de que existen relaciones entre ellos, relaciones que suelen trazar profundas asimetrías. Dado que esas relaciones no resultan aprehensibles desde la perspectiva de uno solo de esos mundos (y menos aún desde aquel que ha conquistado la hegemonía), la equivocación conforma el único modo de conectar aquello que parece inconmensurable.

La segunda imagen también nos permite comprender que las realidades se coproducen y se representan mutuamente y ese es el espacio para la política. Inocencio enfatiza esta dimensión del concepto porque quiere producir una herramienta útil para la contienda pública y para interpelar al Estado. La política aparece entonces como el significante que debe conquistar el primer plano, precisamente porque para el multiculturalismo neoliberal se trata únicamente de reconocer demandas culturales desvinculadas de su inherente politicidad. Sin embargo, una vez más, “necesariamente hay que conectar”, dado que, como ocurre con los quechuas (De la Cadena 2009) o con los mapuches (Ramos y Sabatella 2012), la política entre los nasa no involucra únicamente actores humanos.

Si volvemos a la definición inicial que propuso Inocencio para la interculturalidad de equilibrio, necesariamente debemos preguntarnos qué significado adquiere en este pasaje la política. Al hablar de un “proyecto político, pedagógico propio”, ¿estará haciendo referencia también a las relaciones con los seres sensibles que habitan el territorio? A juzgar por el rumbo que está tomando el proyecto educativo del pueblo nasa habría que contestar positivamente: la educación propia incorpora, cada vez con mayor insistencia, prácticas rituales y elementos del conocimiento cosmogónico. A la vuelta de la historia, me percato de que lo que creí descubrir en la propuesta de la interculturalidad de equilibrio estaba presente en la idea de interculturalidad a secas, sobre la que ya habíamos conversado mucho tiempo antes con Inocencio6. Sin embargo, el equilibrio fue el signo que me permitió tomar conciencia sobre cuáles eran esas conexiones que estaba desconociendo. Por el otro lado, la conversación alrededor de este concepto le permitió a Inocencio afinar la conceptualización para enfatizar elementos que permiten vislumbrar esas zonas de conexión y habilitan un ensanchamiento de la disputa política.

Este primer ejemplo da cuenta de que los términos ontología y política son inescindibles, dado que, como postulan Ramos y Sabatella (2012), toda ontología se produce en articulación con los discursos y las políticas públicas hacia la alteridad formuladas por los Estados y se despliega en el diálogo con los antagonistas reconocidos. Aunque tampoco se trata de ontologizar la política de forma absoluta, algo con lo que Inocencio no estaría de acuerdo. Hay exceso, es decir, hay conflictos ontológicos, pero hay también política más acá de la ontología.

Cuando más arriba planteaba que los indígenas que habitan en las fronteras de la modernidad reflexionan en términos ontológicos, estaba pensando en otro ejemplo de mi trabajo de campo. En este caso, se trata del concepto de investigación. Esta categoría, profundamente occidental, gozaba de muy mala fama entre los nasa porque remitía a la figura de la antropóloga o el antropólogo que interroga a las comunidades y se marcha para siempre. Desde que los nasa, dentro del CRIC, comenzaron a impulsar sus propias investigaciones, se hizo necesario discutir la utilidad y el sentido de estas prácticas. En los primeros documentos de la organización, la investigación fue traducida como paapéy o paapéyí (preguntarse o consultar) y se la comprendió como una actividad de reflexión y análisis que llevan a cabo las comunidades en su quehacer cotidiano (CRIC 1987).

Los miembros del centro de investigaciones de Tierradentro llevaron a cabo varios talleres con maestros y autoridades para pensar el sentido de la investigación. Investigar fue traducido como ûus atxah, un término polisémico que hace referencia a “pensar, planear, reflexionar, saber escuchar y comprender, compartir y producir nuevos conocimientos”, y cuya raíz (ûus) se traduce como “corazón” (Guegia 2009, 7). La investigación conforma un medio indispensable para comprender los mensajes del territorio, una práctica de armonización que revitaliza los conocimientos necesarios para profundizar en la comunicación integral con los espíritus que habitan en el entorno vital de los nasa7.

En los últimos años, integrantes de la universidad del CRIC, en diálogo con otras dos universidades indígenas latinoamericanas, abrevaron en la idea del “cultivo y crianza de saberes y conocimientos”, una fórmula que viene a reemplazar la palabra investigación. En un documento de trabajo de la universidad del CRIC se consigna la idea central alrededor de este término:

Como venimos diciendo, el cultivo y crianza conlleva procesos como: ritualizar, acariciar, alegrar y desear, lo que implica la selección de la semilla, preparación del terreno, la siembra, la cosecha y su compartir, el reposo y belleza de la Madre Tierra para retornar a un nuevo ciclo de trabajo. (Universidad Autónoma Indígena Intercultural 2017, 3)

Términos como ritualizar, acariciar, alegrar y desear dan cuenta de que el cultivo y crianza de saberes y conocimientos desborda el marco disciplinario moderno y ya no cabe en el concepto de investigación. Posicionar el cultivo y la crianza como elementos centrales de la práctica de investigación implica poner el acento en otra lógica, que es la que rige la relación con el territorio y, necesariamente, con los seres sensibles que lo transitan. Aquí, los propios indígenas emprenden el trabajo de reconceptualización que los antropólogos del giro ontológico parecen ubicar fuera de su alcance.

Un tercer caso de conceptualización entre los nasa con quienes trabajo se refiere al concepto de reexistencia. En una conversación que mantuvimos en el 2013, Huber Castro, integrante de la universidad del CRIC, planteó que la resistencia nasa debería comprenderse como un modo de reexistir, porque en la confrontación con los terratenientes, el Estado y las empresas extractivas está en juego la posibilidad de seguir existiendo como pueblo.

Huber entiende la reexistencia como sinónimo de resiliencia, un concepto que los activistas nasa tomaron de la Organización de Naciones Unidas (ONU). La ONU (2016) define esta noción como “la fiabilidad que muestra cualquier sistema urbano para absorber y recuperarse rápidamente ante el impacto de cualquier tensión o crisis y mantener la continuidad de sus servicios”. Pero en 2007, con ocasión de un nuevo evento de reactivación volcánica, el concepto de resiliencia fue objeto de una traducción intercultural (Ramos Pacho y Rappaport 2005).

Para enfrentar las nuevas avalanchas producto de la reactivación del volcán, los cabildos del municipio de Páez afiliados al CRIC construyeron un Plan de Atención y Prevención Territorial que incorporó varios elementos novedosos: espacios comunitarios para recordar sueños premonitorios, experiencias de cartografia social con sistemas de información geográfica y trabajos con los Thê’ Wala (médicos tradicionales). En el 2015, esta iniciativa resultó ganadora del concurso de la ONU de Reducción de Riesgos de Desastres, que buscaba visibilizar “experiencias resilientes”.

En una serie de debates comunitarios, la resiliencia fue entendida como un proceso anterior a los desastres naturales que hace referencia a la capacidad de reproducir la territorialidad indígena de forma autónoma. En el video “Refrescar la memoria para continuar siendo resilientes” (Dávila 2016), Huber traduce la resiliencia como nesyuuya. Ese término se compone por la raíz nes (permanentemente, siempre) yuuya (para ser), de modo que la resiliencia es entendida como la permanencia de la vida o del ser (Inocencio Ramos, comunicación personal, 25 de abril del 2022) o como el vivir permanentemente refrescando la historia del pueblo nasa (Omar Julián Finscué, comunicación personal, 25 de abril del 2022).

La resiliencia hace referencia a la capacidad de recuperarse de las derrotas, un ejercicio que implica refrescar la memoria de los mayores (Huber Castro, comunicación personal, 26 de marzo de 2016), pero también “despertar y cuidar a los espíritus […] para ser cada vez más fuertes” (Castro en Dávila 2016, 00:00:15). Así se sintetiza en el comunicado de prensa de la asociación de cabildos indígenas de Páez: “nosotros creemos que Thëywejxa’s iipa’kaya’ piyawejxa’ kiweksxa’wwe’sxyakh ïiçhena üsnxi’ (la cotidianidad de la práctica de la reducción de riesgo es estar en contacto con la naturaleza)”. La resiliencia, entonces, se vincula con un conjunto de “sistemas de crianza”: crianza del agua, de la tierra, de las plantas, de la cultura, del conocimiento (Asociación de Cabildos Nasa Çxhâçxha 2015). Ya no se trata simplemente de conservar o de recuperarse de una catástrofe, sino de mantener vivo el sistema de intercambios cotidianos con el entorno que caracteriza a la sociedad nasa. Por eso se habla de cultivar los conocimientos necesarios para nutrir estos procesos. “Ser resiliente implica conocer, ver, sentir y soñar, y si no está sucediendo esto, el pueblo está siendo vulnerable”, concluye Huber (en Dávila 2016, 00:00:15)8.

También en este caso los y las indígenas asumen la tarea de conceptualización que propone el giro ontológico. Sin embargo, como en los dos ejemplos anteriores, los conceptos no surgen únicamente del conocimiento cosmogónico. Se trata de procesos de coteorización en los que participan interlocutores diversos: el Estado, la ONU, la academia, los colaboradores y las colaboradoras. Estas experiencias remiten a la historia del CRIC y a su proyecto educativo que cuenta ya con más de cuarenta años de trayectoria. Después del evento de 1994, el conocimiento cosmogónico que se encontraba parcializado y en buena medida oculto fue formalizado mediante prácticas colaborativas de investigación que involucraron una amplia participación comunitaria. Así surgió la cosmovisión, entendida por los miembros del proyecto educativo como una metodología intercultural para interpretar el presente y orientar la acción política (PEBI 2004, 83). Es decir que lo que hoy encontramos en términos de “inventario de seres”, primer sentido asociado al concepto de ontología, es un producto de las luchas indígenas y algo que emerge de los procesos de colaboración que han nutrido esas experiencias.

Palabras finales

Si en el final del apartado anterior mencioné la historia, es porque ella es la gran ausente en este artículo. Para completar el recorrido que dibujan estas líneas habría que restituirle a la ontología su propia historicidad. Tal procedimiento evitaría absolutizar la diferencia de un modo homogéneo y nos ayudaría a recordar que las presunciones ontológicas son un producto histórico, que ellas no son compartidas por todos los miembros de un pueblo de igual modo y que sus usos no están desconectados de las situaciones políticas y de sus actores fundamentales, entre los cuales se destaca el Estado. A su vez, se hace necesario estudiar los usos estratégicos que los pueblos hacen de la ontología hacia afuera y sus efectos de poder hacia adentro. Incluso, habría que ponderar el impacto de lo ontológico en la redefinición de las fronteras entre “el adentro” y “el afuera” del nosotros étnico.

En este trabajo abordé el problema de la conceptualización en la etnografía a partir de un diálogo entre la propuesta metodológica del giro ontológico en antropología y el llamado a teorizar junto con las poblaciones investigadas que había formulado la investigación en colaboración. Decía, al comienzo, que una intuición motivaba este recorrido: la idea de que ambos enfoques podrían ganar profundidad al combinarse en el trabajo etnográfico. Procuré sustentar este argumento explorando dos direcciones. Por una parte, sostuve que la idea de conceptualización “hasta el final” que propone el giro ontológico permite ahondar en el trabajo de conceptualización que proponen los abordajes colaborativos. Al dotar los conocimientos indígenas de un peso propio, el giro ontológico procura construir una mayor autonomía para la teorización. La dislocación de las categorías ontológicas modernas que se abre con tal procedimiento significa, al mismo tiempo, redoblar el impulso hacia la descolonización del investigador o de la investigadora. He aquí el desafío político que el giro ontológico nos presenta. En ciertos casos, los colaboradores trabajan junto a los pueblos indígenas sin cuestionar los supuestos ontológicos del marco disciplinario moderno, con lo cual terminan contradiciendo sus propias intenciones políticas. La propuesta metodológica del giro ontológico puede ayudarnos a salvar esta clase de contradicciones.

Por otra parte, argumenté que la coconceptualización indígena-académica es capaz de fortalecer y profundizar en la dislocación del mundo de las antropólogas y los antropólogos que promueve el giro ontológico. Algunos trabajos de dicho giro comparten el horizonte del compromiso político, pero muy pocos se proponen teorizar con las organizaciones indígenas o con sus intelectuales. Al relegar la teorización a los investigadores no indígenas y a la antropología, la crítica a la ontología moderna corre el riesgo de neutralizarse porque reedita la división moderna entre sujeto y objeto y su serie de correspondencias, entre ellas la que confronta la ciencia con la cultura y la política con la naturaleza. Desplegados sobre esta premisa, los postulados de la diferencia radical y de la equivocación controlada impiden establecer un plano común para las conversaciones en el trabajo de campo. ve este modo, las profundas críticas teóricas que este enfoque opone a los conceptos modernos tienden a invalidar los conceptos que los propios indígenas han construido para expresar sus diferencias y desarrollar sus luchas. Sostuve que, mudando la teorización hacia el trabajo de campo y abriéndose a las conversaciones con los indígenas, varios de estos obstáculos pueden transformarse en tensiones productivas.

En los tres ejemplos que comenté en relación con mi trabajo etnográfico aparece la intervención metodológica que promueve el giro ontológico y que lleva hacia la conceptualización. Sin embargo, este proceso ocurre en el campo, más cerca de la propuesta de los enfoques de investigación en colaboración. Tales ejemplos dan cuenta de que la intervención metodológica que propone el giro ontológico se enriquece y se vuelve una herramienta política interesante al ensayarse junto con las poblaciones con las que trabajamos.

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1Agradezco a Cristóbal Gnecco, Florencia Tola, Mariela E. Rodríguez y Verónica Giordano por sus lecturas y sus comentarios sobre este trabajo.

2Las reflexiones que presento en este articulo son el producto de las conversaciones que mantengo con intelectuales del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) desde el 2009. A lo largo de cuatro estancias de trabajo de campo (2009, 2013, 2016 y 2018), presenté avances de investigación con estudiantes indígenas del CRIC, analicé el acervo documental de la organización y participé de talleres con docentes, encuentros escolares, asambleas comunitarias, reuniones con autoridades y con equipos indígenas de investigación.

3 Laura Guzmán Peñuela y Luis Alberto Suárez Guava (2022) señalan que, para acceder a los conceptos vivos que identifica Vasco, resulta necesario compartir el trabajo material con los propios indígenas. En lugar de establecer conversaciones teóricas animadas por nuestra voluntad como investigadores, los autores postulan que debemos reconocer nuestra ignorancia en los trabajos cotidianos y dejarnos enseñar por la gente. Es innegable que los trabajos de campo extensos que involucran la participación del investigador o la investigadora en el quehacer diario de las comunidades permiten establecer mejores condiciones para el diálogo intercultural. No obstante, no creo que ese sea el único camino para llevar a cabo la coconceptualización, menos aún en un contexto como el actual, en el que los profesionales indígenas formados por las academias y por las propias organizaciones sociales reflexionan con categorías antropológicas (recupero este asunto más abajo).

4Estos postulados iniciales fueron revisados por Freire y por Fals en sus trabajos posteriores. Freire enfatizó la necesidad de reunir la conciencia con la construcción de poder popular y abogó por el abandono del término concientización (Torres 2007); y Fals ensayó formas de coteorización con los campesinos de la costa caribe (Robles Lomeli y Rappaport 2018), e identificó conceptos como hombre hicotea o sentipensamiento.

5Sobre las investigaciones que desarrolla el CRIC, véase Levalle (2014; 2018) y Rappaport (2008; 2013).

6Esta presunción acerca de la interculturalidad se constata con otros intelectuales nasa que han reflexionado sobre el mismo tema. En un seminario sobre interculturalidad, Manuel Sisco explicó que los nasa nacen acompañados de un ser espiritual Ksxa’w o Î’khwe’sx, de acuerdo al género) y concluyó: “En ese sentido, el nasa está en constante relación con ‘otros’, en constante diálogo con los seres espirituales y con él mismo" (2011, 20).

7Sobre el proceso de descolonización de la investigación en el CRIC, véanse Levalle (2014; 2018), Rappaport (2008) y Ramos Pacho y Rappaport (2005).

8Sobre el proceso de traducción del concepto de resiliencia por parte del CRÍC, véase Levalle (2021).

Recibido: 06 de Diciembre de 2021; Aprobado: 31 de Enero de 2022

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