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Revista Derecho del Estado

 ISSN 0122-9893

        08--2023

https://doi.org/10.18601/01229893.n55.04 

Artículos

Sobre pluralismos y esclusas: tiempo de balances**

On Pluralism and Sluices: Time for Appraisals

* Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Carlos III de Madrid (España). Contacto: andrea.greppi@uc3m.es ORCID ID: 0000-0002-6035-5714.


RESUMEN

Entre las muchas cualidades que tiene Democracia sin atajos, de Cristina Lafont, está también la de haber ofrecido un significativo panorama sobre el estado del arte de la teoría deliberativa de la democracia. El objetivo de esta nota es identificar algunos núcleos teóricos de la apuesta participativa de Lafont y que, en perspectiva, permiten establecer continuidades y discontinuidades con las aportaciones fundacionales de esta corriente de pensamiento. Concretamente, aludo a la caracterización habermasiana del sistema político a partir de la metáfora del sistema hídrico y sus esclusas, y a los enfoques rawlsianos acerca del deber de civilidad. Mi sugerencia es que las reflexiones de Lafont sobre estos elementos, en su discusión sobre las concepciones del pluralismo profundo y las propuestas epistocráticas y lotocráticas, están empujándonos a una reconsideración de la distancia recorrida por la teoría en las últimas décadas, sobre un trasfondo social, político y cultural profundamente distinto. La nota se cierra con una breve referencia a la relación entre deferencia y representación política: el segundo de estos dos términos ilustra algunas de las ambigüedades que Lafont encuentra al apoyarse sobre el primero.

PALABRAS CLAVE: Teoría deliberativa de la democracia; teorías pluralistas de la democracia; Jürgen Habermas; John Rawls; deber de civilidad; representación política

ABSTRACT

Among the many virtues of Democracy without Shortcuts by Cristina Lafont, is that of presenting a significant overview of the state of art of deliberative theories of democracy. The purpose of this comment is to identify some of the theoretical keystones in her participative approach that can be taken as landmarks for establishing continuities and discontinuities with the foundational contributions to this train of thought. In particular, I mean the Habermasian characterization of the political system according to the metaphor of a hydraulic system of sluices and the Rawlsian views on the duty of civility. My suggestion is that Lafont's revision of these elements, in her discussion with deep pluralism and the epistocratic and lotocratic proposals, is pushing us towards the reworking of our views on the distance travelled by the theory in the last decades in a profoundly transformed social, political and cultural environment. The note ends with a brief comment on the connection between deference and (political) representation: the latter of these two terms illustrates some of the ambiguities that Lafont encounters relying on the former.

KEYWORDS: Deliberative theory of democracy; Pluralist theories of democracy; Jürgen Habermas; John Rawls

SUMARIO

1. Corrientes de pensamiento. 2. La recuperación del elemento participativo: implicaciones. 3. Variantes de pluralismo: primitivo, profundo, tosco, razonable. 4. De vuelta a la casilla de salida, o casi. 5. Motivaciones, razones y problemas recurrentes. 6. Deferencia y representación. Referencias.

1. CORRIENTES DE PENSAMIENTO

Las teorías, las doctrinas, las corrientes de pensamiento y hasta las modas intelectuales se mueven siguiendo líneas de fuerza que no siempre resultan evidentes, especialmente para quienes están inmersos en ellas. Solo retrospectivamente se descubre que los intereses que en una determinada fase orientaban el debate ya no son los mismos o presentan acentos imprevistos: el decorado ha cambiado y las energías iniciales se disipan.

Este mecanismo funciona también, por supuesto, en el ámbito de la teoría política. Y las concepciones deliberativas de la democracia no son una excepción. El entorno histórico, social y político en el que empezaron a cuestionarse los elementos de fondo de la autocomprensión de las prácticas democráticas, apelando a las transformaciones que el giro lingüístico había traído en la filosofía y la cultura de finales del siglo pasado, se ha vuelto irreconocible. En aquel momento todavía existía un generalizado consenso sobre la perspectiva de consolidación y profundización del impulso democrático. En cambio, lo que hoy tenemos a la vista es la conciencia, igualmente generalizada, de que asistimos no solo a un retroceso cuantitativo de la democracia en el mundo, como muestran las series empíricas, sino también cualitativo. La prioridad está en comprender qué ha pasado, de dónde viene el proceso de desdemocratización en el que estamos inmersos1.

He querido leer Democracia sin atajos como un libro que se sitúa en una fase de reajustes y balances para las teorías deliberativas de la democracia. Y no tanto porque esta sea la intención explícita del texto, sino porque es a eso a lo que conduce el armazón narrativo del trabajo, con su apuesta por recuperar una aproximación participativa a la deliberación democrática. Para dar cuerpo a esta lectura, en esta nota voy a subrayar algunas de las posiciones centrales de Cristina Lafont, con las que estoy básicamente en sintonía, pero tomándome la licencia de reescribirlas en una terminología ligeramente diferente. Mi propósito no será mover un palmo arriba o abajo, a la derecha o a la izquierda, el listón del ideal deliberativo, para hacerlo un poco más o un poco menos exigente, como suele hacerse en estos casos. Lo que me interesa es explorar el terreno más general sobre el que interviene este magnífico libro, considerando, por tanto, desde fuera y a cierta distancia el estado del arte de la teoría deliberativa de la democracia.

Para ello, después de algunas consideraciones introductorias (apdo. 2), me preguntaré si la recuperación del elemento participativo que sugiere Lafont no abre la puerta a una recuperación crítica de ciertas aproximaciones conceptuales, de carácter pluralista o procedimental, que dábamos por superadas y que, en circunstancias inéditas, podrían ser objeto de una nueva lectura enriquecedora (apdos. 3-4). Luego, apuntaré algunos elementos de Democracia sin atajos que me resultan menos familiares, pero que vuelven a poner sobre la mesa la cuestión de cómo integrar, tanto en la teoría como en la práctica, el componente deliberativo dentro del viejo modelo de la democracia representativa (apdo. 5).

2. LA RECUPERACIÓN DEL ELEMENTO PARTICIPATIVO: IMPLICACIONES

El primer acierto de Democracia sin atajos está, sin duda, en la contundencia de su movimiento inicial. Al identificar un componente mínimo al que responde cualquier interpretación plausible del ideal democrático -el control por parte del ciudadano sobre las normas a las que está sujeto- Lafont reactiva el debate sobre las virtudes y las modalidades de la democracia deliberativa. Por situarnos lo más rápidamente posible sobre el tablero, nos lleva a reconsiderar la discusión central que aparecía en el capítulo vu de Facticidady validez, de Jürgen Habermas, donde se planteaba la insuficiencia de las teorías que buscan legitimar la democracia bajo una descripción meramente procedimental; o a la conferencia vi de Liberalismo político, donde John Rawls indicaba la argumentación constitucional como el caso paradigmático de uso público de la razón. A partir de esas referencias, nuestra primera tarea será pensar qué es lo que ha sucedido desde entonces. La época en que se repetía una y otra vez que las propuestas alternativas estaban todavía en un estado embrionario y que las experiencias más ilusionantes estaban por desarrollar, ha quedado atrás. Es tiempo de balances.

La operación conceptual de Cristina Lafont está basada, en el fondo, en una trivialidad: es obvio que el control de los ciudadanos sobre las decisiones políticas es -o debería ser- crucial en cualquier declinación plausible del método democrático. Como sucede en las mejores ocasiones, el acento en las trivialidades nos permite identificar aquello que la mirada entorpecida por el hábito no consigue ya distinguir. En particular, está resonando aquí una sospecha cada vez más acuciante: la de que vamos deslizándonos, de forma imperceptible, hacia un entorno en el que el mínimo de auto-determinación que implica la idea -cualquier idea comprensible- de "control" se encuentra radicalmente amenazado por múltiples formas de eso que la propia Lafont denomina deferencia ciega. Frente a esta tendencia, que otras teorías deliberativas no logran interceptar con claridad, nada puede ser más desafiante que el propósito de "aumentar, en lugar de disminuir, la capacidad de los ciudadanos de participar en procedimientos de toma de decisiones que influyan efectivamente en el proceso político, de manera que este vuelva a ser receptivo a sus intereses, opiniones y objetivos políticos"2. Democracia sin atajos pone en claro, además, que la reivindicación participativa no supone un desafío a la deliberación. Al contrario, es una aspiración ineludible para todo aquel que aspire a situar la deliberación en el núcleo mismo de la vida democrática. De lo que se trata entonces es de encontrar el camino para que la reivindicación participativa pueda plantarle cara al desafecto, llenando el vacío de aquello que, en su día, con demasiada confianza, habíamos imaginado como el indefinido avance del proceso de democratización.

No es fácil escoger la mejor versión entre las distintas versiones del ideal deliberativo, especialmente cuando el panorama ha quedado ya bien codificado en los handbooks académicos aparecidos en estos últimos años3. Pero es inevitable entrar en esa comparación cuando nos preguntamos, con Cristina Lafont, por las "posibilidades efectivas y continuas de que los ciudadanos configuren el proceso político", por su capacidad para evitar y contestar los desajustes que puedan darse "entre las políticas que están obligados a obedecer y sus intereses, ideas y objetivos políticos"4. En este sentido, la apuesta por situar el control democrático -entendido "como una cuestión de receptividad del sistema político no a la opinión pública actual, que puede constatarse en un momento determinado, sino a la opinión pública considerada que se va configurando y evoluciona con el tiempo"- en el foco del análisis implica un cambio de marcha: obliga a reconsiderar la distinción entre concepciones agregativas y concepciones deliberativas de la democracia, así como la forzada asimilación de las primeras con un enfoque meramente procedimental de democracia y de las segundas con un modelo que, relegando el elemento del control, tiende a presentarse como post-representativo5. El desmontaje de las propuestas puramente epistémicas y lotocráticas que se lleva a cabo en la parte ii de Democracia sin atajos muestra que la segunda de estas dos opciones acaba desatendiendo ese elemento. En su afán por inventar alternativas superadoras de los procedimientos de la "vieja" democracia, con su rudimentaria mecánica agregativa, acaba desplazando la voluntad concreta de todos y cada uno de los ciudadanos y los problemas de su concurrencia en la formación de una voluntad colectiva. Quienes aspiren a quitarse de encima tan engorroso trámite -esta sería la lección- difícilmente seguirán estando en el bando de la democracia.

Vistas así las cosas, las consideraciones de Lafont sobre el (problemático) potencial transformador de las soluciones epistémicas tiene hoy un peso que difícilmente hubiera sido reconocido hace unos años, cuando prevalecía el entusiasmo por los primeros hallazgos de las teorías deliberativas. Diversos indicios que han ido acumulándose desde entonces nos han puesto sobre aviso respecto de las cegueras que se esconden en los pliegues de los más audaces experimentos democráticos. O, dicho en los términos de Lafont, en tiempos de desdemocratización, como los nuestros, hemos comprobado que las manifestaciones de deferencia ciega se incrementan exponencialmente, y ello levanta la sospecha de que, lamentablemente, en los parches epistocráticos o lotocráticos quizá no sea posible encontrar la varita mágica que nos saque del atolladero.

Las siguientes consideraciones van dirigidas a ubicar el impulso participativo que anima Democracia sin atajos. Comprendo que los partidarios más entusiastas de las soluciones epistémicas o lotocráticas quieran rebatir las objeciones de Lafont o distanciarse de sus argumentos sobre el papel de los mini-públicos o sobre la argumentación constitucional. No voy a tomar partido al respecto. Prefiero mirar al lado contrario para considerar si, y en qué medida, el enfoque participativo de la democracia al que apunta Lafont es realmente incompatible con ciertas versiones, convenientemente renovadas, del procedimentalismo democrático, esto es, de una concepción que tiene un largo recorrido a sus espaldas y que entiende el método democrático -permítase recurrir aquí a una caracterización muy genérica- como un sistema de reglas que, bajo determinadas condiciones, permiten la adopción de decisiones colectivas con la participación de todos los afectados. Al margen de las etiquetas, que enseguida empiezan a quedar algo descoloridas, lo que quiero concluir es que una operación reconstructiva como la de Lafont permite (entre otras cosas) establecer una saludable distancia respecto de una discusión que, en algunos momentos, amenazaba con volverse un tanto autorreferencial. O, más diplomáticamente, ya no deparaba grandes sorpresas.

3. VARIANTES DE PLURALISMO: PRIMITIVO, PROFUNDO, TOSCO, RAZONABLE

Antes de entrar en su particular ajuste de cuentas con ciertas versiones del ideal deliberativo, Democracia sin atajos comienza delimitando el terreno frente a su principal adversario teórico: las concepciones de la democracia que se basan en lo que Lafont identifica como pluralismo profundo. Admite, enseguida, que pueden darse otras variantes de esta familia de teorías, pero para los fines de su trabajo le basta con identificar aquellas formas que son incompatibles con una reconstrucción en términos deliberativos del proceso político6. Yo quisiera llamar la atención, en cambio, sobre las que quizá sí podrían serlo7.

La concepción participativa y deliberativa de Lafont se opone a las concepciones pluralistas que recurren al atajo mayoritarista, considerando que la apelación a la voluntad política expresada en las urnas sirve para poner fin a los desacuerdos moralmente relevantes. Si los pluralistas o, mejor dicho, si algunos de ellos, los pluralistas profundos, se apoyan en este expediente es porque creen, erróneamente, que la discrepancia sobre intereses y valores, o, incluso, en última instancia, que la discrepancia en torno a los derechos fundamentales y el bien común, llegan hasta el fondo y son, o pueden llegar a ser, irreconciliables8. Democracia sin atajos muestra que esta manera de entender el desacuerdo ignora lo que, en el funcionamiento ordinario de cualquier democracia, resulta francamente obvio: que si los ciudadanos toman parte en el juego es porque consideran posible encontrar, precisamente por esa vía, una alternativa sostenible al desacuerdo y al relativo conflicto. O, en otras palabras, que el sobredimensionamiento de los desacuerdos -la tesis según la cual, en política, el conflicto es un factor irresoluble, permanente, etc.- tiene poco que ver con la aceptación del método democrático.

Independientemente del mérito de las propuestas a las que se refiere Lafont, mi impresión es que esta caracterización del pluralismo es poco plausible. O, por lo menos, no vale para todas las variantes de pluralismo democrático. Más que profundo, un pluralismo como el que responde a la definición propuesta es más bien tosco. Desconoce o infravalora el hecho de que tanto los desacuerdos, aunque persistentes, como también los acuerdos políticamente significativos, incluso los que incluyen una convención tan frágil como es la del principio de mayorías, se despliegan sobre un escenario que alberga, a la vez, otros consensos más amplios -como explica Lafont en el apdo. 2.3-, así como todo tipo de prácticas de intercambio basadas en arreglos parciales, fragmentarios y efímeros, y sobre representaciones compartidas. Nada es más torpe, y más falso, que reducir todos estos componentes contextuales del proceso democrático a la perspectiva de un desacuerdo total.

Para mostrar cómo una versión menos tosca del pluralismo podría medirse con el factor deliberativo sin salir del todo malparada, permítanme traer aquí el ejemplo más adverso y extemporáneo9. Observemos que cuando, en Esencia y valor de la democracia, Hans Kelsen planteaba la "reducción de la libertad natural a la autodeterminación política mediante el fallo de la mayoría"10 y encontraba en el Parlamento el "medio específico [...] para la estructuración del orden social"11 estaba, probablemente, dando por entendido que el juego de las ficciones constitucionales -la libertad natural que se transforma en libertad política; la voluntad del conjunto de los electores que se transforma en voluntad soberana del Parlamento- desempeñan un papel esencial, y quizá insustituible, en orden a la composición y transformación de los conflictos sociales. Es decir, en último término, para el logro de alguna forma de equilibrio social generalmente aceptable. En sus términos, el parlamentarismo nace como una "exigencia del desarrollo social"12 y atiende a la necesidad de realizar "un orden colectivo [...] viviente en la conciencia de todos o de cierta parte de los agrupados para hacer posible el funcionamiento de órganos individuales productores de actos colectivos"13. "Todo el procedimiento parlamentario -escribe Kelsen- con su técnica, con sus controversias dialécticas, discursos y réplicas, argumentos y refutaciones, tiende a la consecución de transacciones. [...] Al quedar agrupada en dos sectores esenciales la totalidad de los ciudadanos brota la posibilidad del convenio o de la transacción para la formación de la voluntad colectiva"14. Y no se trata de un mero equilibrio de fuerzas. "Todo el procedimiento parlamentario descansa sobre la fijación de una línea media entre los intereses opuestos como resultante de la pugna sostenida por las fuerzas sociales. Es la garantía para que los distintos intereses de los grupos representados en el Parlamento se manifiesten y puedan darse a conocer en un procedimiento público". De aquí debería resultar "una síntesis de la contraposición entre la tesis y la antítesis de los intereses políticos"15.

Por lejos que haya estado Kelsen de anticiparse a las intuiciones de la teoría deliberativa -esa "línea media resultante", esa "síntesis" de las opiniones discrepantes, no es un simple acomodo funcional, pero tampoco puede suponerse que sea el resultado de un proceso dialógico-, una lectura mínimamente caritativa de su posición presupone cierta alternancia entre momentos de consenso y de disenso. O, dicho de otra forma, y contra una apresurada generalización del argumento que mete todo pluralismo en el saco de la imposibilidad de generar acuerdos genuinos, pueden rastrearse en la lectura kelseniana indicios de estabilidad reflexiva. Podría decirse incluso que el logro de cierto grado de aceptación consciente por parte de los ciudadanos es la otra cara de la articulación formal de los poderes constitucionales. Porque, en efecto, para que las mayorías y las minorías entren realmente en negociaciones, para que la búsqueda de transacciones tenga sentido, hay que admitir la posibilidad -o no afirmar la imposibilidad- de que el proceso político pueda articular respuestas a las demandas sociales. Y obsérvese que, en un contexto como aquel en el que Kelsen desarrollaba su argumento, a nadie se le escapaba a qué extremos podía llegar el potencial destructivo de la lucha de clases o de la amenaza totalitaria. La apuesta por el compromiso y por la concepción procedimental de la democracia surge, precisamente, como alternativa a la mera contraposición de voluntades irreconciliables, esto es, a las manifestaciones más "profundas" de conflicto que hemos conocido en el Siglo Breve. Surge de la necesidad imperiosa de poner fin, o quizá solamente un punto y seguido, al desacuerdo. Y la manera para lograr ese objetivo -esta es la parte más arriesgada del argumento- es reclamar la participación real de todos y cada uno, en la forma que sea técnicamente posible. La regla de la mayoría no se justifica, entonces, como un simple instrumento para imponer la voluntad de la parte más numerosa y presumiblemente más fuerte; sino, de forma mucho más sofisticada, como el punto de referencia de un proceso de determinación de la voluntad que tiene como objeto la composición de los conflictos sociales. Otra cosa es que el análisis ético y meta-ético de Kelsen, así como los presupuestos de su teoría social, nos resulten ahora, a estas alturas, poco atractivos. Pero esta última circunstancia no nos autoriza a meter esa reconstrucción del proceso democrático en el mismo saco en que se encuentran las tesis del pluralismo profundo, imaginando que un pluralista como Kelsen pudiera ignorar la trama de fuerzas que de hecho se movilizan en la práctica de superación del desacuerdo.

En definitiva, entre el pluralismo primitivo de la vieja teoría procedimental y una actualización razonable del pluralismo democrático hay una amplia gama de opciones intermedias que poco tienen que ver con la caracterización del conflicto que, según parece, suscriben los pluralistas profundos. Y la cuestión determinante, en la práctica, está en saber si el ciudadano corriente, así como sus representantes, el día en que sean llamados a enfrentarse con la próxima situación de desacuerdo, por profundo que sea, van a estar dispuestos o no a acomodarse a las reglas del juego, es decir, a aceptar los resultados de las urnas y unas cuantas cosas más que son indispensables para que el juego pueda seguir jugándose. Porque si resulta que lo hacen, en la perspectiva más o menos utópica de la solución pacífica de los desacuerdos, no parece que sea indispensable -crucial, esencial- saber por qué motivo, sobre la base de qué razones, eligen hacerlo. Porque, una de dos: o el pluralista profundo acepta la legitimidad de las decisiones colectivas, a pesar del desacuerdo en las convicciones últimas, religiosas o del tipo que sean, o difícilmente puede seguir siendo considerado demócrata. A partir de ahí, quedan todavía por determinar las condiciones mínimas -sustantivas y procedimentales- por las que diremos que la aceptación por parte del ciudadano puede ser considerada como suficientemente espontánea, como una manifestación de su autonomía; así como los límites en la actuación de las autoridades encargadas de velar por la garantía de tales condiciones. Pero esto viene, por así decir, después de que las reglas hayan sido efectivamente aceptadas, y solo a condición de que nuestros adversarios también se muestren dispuestos a hacerlo (por las razones que sean).

A este propósito, en su comentario a Democracia sin atajos, Jürgen Habermas ha subrayado la distinción introducida por Lafont entre el rol epistémico de los procesos democráticos, orientados al descubrimiento de la verdad, y su rol integrador, que implica la efectiva transformación de las opiniones de los participantes para realizar un proyecto inclusivo de autolegislación, a partir de la formación de convicciones compartidas16. Habermas cuestiona que, en el tratamiento de esta última dimensión, Lafont no haya tomado en cuenta la distinción entre disputas sobre hechos y disputas sobre cuestiones de justicia. A diferencia de lo que sucede en el primer caso, en el segundo la actitud de los participantes no estaría orientada directamente hacia la verdad, sino por un valor análogo, de manera que la validez de sus aserciones, cuando afirman o cuestionan las decisiones democráticas, deberá ser contrastada en el plano pragmático y no puramente semántico17. En su respuesta, Lafont insiste en que, en la formación de las convicciones y, en último término, de los consensos no es posible adoptar una actitud de tercera persona, como la que sería necesario adoptar cuando, en la propuesta de Habermas, los sujetos se miden con aserciones que solamente son verdaderas o falsas por analogía, como hipótesis que han de ser contrastadas o refutadas pragmáticamente. Al contrario, para Lafont, las razones "sólo pueden ser identificadas como tales desde la perspectiva interna de aquella persona que está valorando su calidad como razones válidas o persuasivas"18.

Ante una cuestión tan fundamental, mi impresión es que al pluralista razonable le vendrá la tentación de salirse por la tangente y mirar para otro lado, argumentando que este asunto quizá no sea tan urgente como parece. Podría quedar en suspenso. Porque, en realidad, para explicar y justificar la aceptación de las reglas del juego democrático, para explicar por qué resultan plausibles y han podido convertirse en el eje de procesos de aceptación generalizada, no es indispensable tomar como punto de referencia los compromisos más arraigados acerca de la verdad, esos que "nos hacen sentir en casa"19. El propio Habermas no tiene reparo en admitir que su observación sobre la metaética de Lafont es marginal respecto del objeto de debate y podría ser tratada en una sede diferente. Es más, avanzando un paso más en esta misma dirección, se podría decir que la (relativa) independencia de las razones para seguir reglas respecto de las razones para impugnar las decisiones corre en paralelo a la resistencia de algunos autores pluralistas -de los más sensatos, desde Kelsen, quien se cuidaba mucho de no adentrarse en la estructura dialógica de los compromisos, hasta Robert Dahl o Norberto Bobbio, los autores que se discutían en el capítulo VII de Facticidad y validez- a la hora de anclar las actitudes de fondo que respaldan la aceptación de las reglas del juego en convicciones profundas.

Una resistencia, por cierto, que no implica que los ciudadanos o sus representantes tengan que ser por fuerza, en todo momento, indiferentes a la verdad. Les podrá parecer razonable, por ejemplo, seguir las reglas porque consideran que esos mismos procedimientos que, en ocasiones, producen decisiones deleznables, por lo general tienden a asociarse con el desarrollo de una esfera pública democrática. Lo uno no quita lo otro, especialmente en entornos institucionales complejos. Pero, si esto es así, no está fuera de lugar sostener que la aceptación o el rechazo de las decisiones y las reglas se juega simultáneamente en dos o más niveles de discurso, que no son necesariamente homogéneos y que corren, al menos en condiciones ordinarias, por raíles independientes. Más claramente, para el ciudadano y sus representantes puede ser razonable aceptar los mecanismos de la decisión por mayorías, las normas que establecen la separación de poderes y otros instrumentos análogos, así como las instituciones de garantía de las libertades necesarias para el desenvolvimiento del proceso democrático, aun a sabiendas de que son mecanismos falibles que, en ocasiones, lamentablemente, pueden llevar a situaciones en las que no hay más remedio que poner en suspenso nuestras convicciones más profundas. Se presume que, al menos en el largo plazo, esta estrategia favorece la formación de consensos razonables. Pero, de antemano, ni siquiera hay certeza de que esto vaya a ser así. El punto es que el elemento epistémico no está situado en la democracia misma, esto es, en cada una de las decisiones o en algún segmento determinado del proceso político, sino en el desenvolvimiento de los múltiples niveles de opinión y voluntad que conforman la esfera pública y en las actitudes del sujeto respecto de lo que en cada uno de ellos sucede20.

De este modo, el pluralista no tan profundo y sin embargo razonable podría argumentar que estas formas de suspensión de la justificación se encuentran de hecho inscritas en las prácticas democráticas ordinarias. Desde luego, no tienen por qué ser interpretadas como índices de ceguera o de inestabilidad. Son, por el contrario, situaciones en las que se manifiesta la diversificación entre distintas prácticas de justificación (o de impugnación) y distintos entornos institucionales de deliberación. En este mismo sentido, el argumento de la suspensión no tiene por qué implicar un repliegue acomodaticio o conservador en el plano conceptual de la teoría democrática. Al revés, puede funcionar como garantía de impredecible apertura de los procesos deliberativos en tiempos de incertidumbre, cuando administramos nuestras lealtades y compromisos no solo ante los aciertos, sino también ante los desvaríos -procedimentalmente legítimos- que se producen en el normal desempeño de nuestras instituciones democráticas. Incluso cuando y precisamente porque, de tanto en tanto, aparecen decisiones equivocadas, o abiertamente estúpidas, que nos obligan a poner en suspenso la voz de la conciencia. (Escribo estas líneas bajo el impacto de la descorazonadora, pero tristemente previsible, decisión de la Corte Suprema norteamericana por la que se revierte el precedente Roe v. Wade). Todos tenemos constancia de esta experiencia: ¿quién no ha ido a votar con la pinza en la nariz? ¿Quién no se ha plegado a cumplir normas que luego resultaron ser patentemente absurdas? ¿Acaso seríamos irracionales o estúpidamente inconsistentes por ello?

4. DE VUELTA A LA CASILLA DE SALIDA, O CASI

Si la anterior explicación se sostiene, al menos en parte, la consecuencia sería que no es lícito echar en el mismo saco del pluralismo profundo otras variantes del pluralismo democrático, tanto clásicas como contemporáneas, que son algo menos toscas. En los términos propuestos por Lafont, podríamos decir que entre sujetos que -por hipótesis- aceptan involucrarse en un proceso de adopción de decisiones colectivas basado en reglas, el recurso a la decisión por mayorías para resolver desacuerdos no siempre se traduce en formas de deferencia ciega y no tiene por qué implicar la renuncia a persuadir a los demás de que nuestras opiniones -mayoritarias o minoritarias- son, en realidad, más adecuadas que las contrarias. Porque una cosa es interrumpir el debate el día de las elecciones, dejando paso a la determinación de la voluntad colectiva, y otra distinta pensar que, con esa renuncia, los ciudadanos están abdicando de su responsabilidad a la hora de tomar posición a favor y en contra de las decisiones que no se corresponden con sus intereses e inclinaciones, o que vayan a dejar de dar razones a quienes no comparten las suyas, con el objetivo de que quizá, en la próxima ronda, sus interlocutores puedan cambiar sus puntos de vista.

Estamos ante dos reconstrucciones posibles, y creo que igualmente plausibles, de los procesos de aceptación de los entornos institucionales que incluyen mecanismos de decisión mayoritaria, pero también una amplia gama de instancias alternativas de decisión y control, con poderes y contrapoderes sociales diferenciados y amparados bajo un sistema de garantías orientadas a hacer posible el intercambio de argumentos y su efectiva contestación. Precisamente por las mismas razones a las que recurre Lafont en diversos lugares de su libro, y especialmente en relación con el control de constitucionalidad, el sujeto podría tener una razonable expectativa de que a través, o a pesar de la voluntad expresada por las mayorías, la decisión colectiva pueda suscitar una nueva ronda de discusión pública que oriente la opinión y, a continuación, la próxima decisión en la dirección que coincide con sus intereses, sus valores y sus objetivos políticos21. Aunque los participantes saben que esta feliz circunstancia no está garantizada, también saben que el juego suele ser más amplio y se juega en varios tableros a la vez. Por eso, la imagen más adecuada para describir estas dinámicas sigue siendo, probablemente, la que Habermas empleara en su día al plantear la analogía entre la esfera pública y el modelo de una red hídrica, con sus depósitos, canales y esclusas, y sus sensores formales e informales que regulan el flujo de la comunicación pública y, en última instancia, articulan el proceso de formación de la opinión y la voluntad22.

Pero si esto es así, al final del día, con las diferencias de acento que he ido subrayando, no me parece que haya diferencias prácticas insalvables entre una posición como la de Lafont, participativa y deliberativa, que demanda un consenso de fondo sobre el sentido de la auto-legislación democrática, y una posición menos exigente con respecto a la calidad racional de los resultados, que se identifique con eso que he venido calificando en estas páginas, con todas las salvedades del caso y sin ninguna pretensión de fabricar una nueva etiqueta teórica, como pluralismo razonable. Una posición más económica en términos éticos, pero no por ello conformista y quizá también más resiliente a la hora de plantar cara, sin caer en la desesperanza, a las corrientes degenerativas que atenazan a nuestras democracias: por ejemplo, cuando las campañas electorales vienen cargadas de demagogia, cuando la legislación no obedece más que al obstruccionismo de la oposición, o cuando la corte constitucional queda atrapada por mediaciones partidistas poco transparentes, etc. En esta clase de situaciones turbias, la aceptación de las reglas del juego -aunque superficial- podría acabar subsumiendo y desplazando, hasta volver superflua, la búsqueda de un consenso más denso, compartido e interiorizado, que dé solución al caso. Ese compromiso con la verdad que parece estar reclamando Lafont, al considerarlo como un componente esencial para la estabilidad del sistema23, puede suponer una carga demasiado pesada para la conciencia, ya por sí misma bastante desorientada, del ciudadano corriente.

También con respecto a esta última cuestión, la necesaria estabilidad, la alternativa del pluralismo razonable ofrecería una reconstrucción algo diferente a la propuesta por Lafont. Pongamos por caso una dinámica de confrontación persistente entre ciudadanos que, a pesar de ello, y siempre por hipótesis, están suficientemente comprometidos con las reglas del juego. Supongamos además que, ante la ausencia de consensos profundos -porque nunca está claro a qué estrato geológico hay que remontarse, en las situaciones ordinarias, para encontrar un "fundamento" químicamente puro- sobre la materia en disputa, tales ciudadanos optan por poner en segundo plano la controversia, y sus convicciones al respecto, pero al mismo tiempo no renuncian a mantener activos otros canales discursivos paralelos con las partes en discordia, muy probablemente respaldados por acuerdos parciales, a menudo solapados, que se activan o pasan a un segundo plano a medida que las esclusas relevantes van abriéndose y cerrándose, siguiendo la cadencia temporal marcada por las normas que ordenan el proceso constitucional. Una estrategia de este tipo sigue una lógica parecida a la que podemos atribuir a los marineros a bordo de la nave de Teseo, cuando durante la navegación van reparando los tablones dañados, con los instrumentos que tienen a bordo, pero sabiendo que solo podrán sustituirlos de uno en uno, porque de lo contrario, si los quitaran todos de golpe, se irían a pique. Que al final del proceso esa nave siga siendo la misma o se haya convertido en otra distinta, esto es, fuera de metáfora, que la democracia sea una democracia estable o se haya convertido en un catamarán despótico, que sigue un rumbo contrario a los más elementales principios de la democracia, es algo que no está en nuestras manos determinar de antemano.

Solo quienes están a bordo podrán ir comprobando -y a buen seguro que querrán hacerlo, ¡por su bien!- cuáles son las tablas que es posible sustituir en cada momento o, en el caso que nos ocupa, qué grado de desacuerdo, sobre qué materias y con qué compensaciones, están dispuestos a tolerar sin que el proceso deje de cumplir la función que le es propia y de la que depende el consenso de los ciudadanos. Porque, en realidad, para entender las razones que guían las dinámicas de aceptación de reglas no parece que los miembros de una comunidad política estable tengan que estar apelando a cada paso a las razones últimas de la conciencia, incluso cuando los desacuerdos se intensifican y las fracturas amenazan con volverse incurables. En estas condiciones, cierto nivel de distanciamiento respecto a las convicciones no es inconsistente con el logro de un grado significativo de autodeterminación. En los términos que venimos empleando, en este nivel de análisis, es decir, en el plano propiamente político de la discusión, poner entre paréntesis (provisionalmente) las convicciones no equivale a estar definitivamente ciego. El resultado al que se llegue a partir de la suspensión dependerá, con toda probabilidad, de que a bordo de la nave contemos con una tripulación de conversos -a los principios democráticos, se entiende; la clase de gente para la que escribe Lafont24- o que nos las estemos viendo con una banda de piratas trumpistas. Pero que uno u otro sea el caso, de nuevo, no es algo que pueda resolverse desde la teoría, imponiendo exigencias epistémicas reforzadas, elevando el listón de la calidad en la justificación, o introduciendo un sistema de garantías constitucionales excepcionalmente rígido, que actúe de manera preventiva, inmunizando al sistema frente a cualquier deriva autoritaria. Cualquiera de estos mecanismos acabará siendo desmantelado desde dentro cuando una mayoría de sujetos obstinados se empeñen en no dejarse convencer.

Y tiene razón Lafont, al final, cuando sostiene que la batalla más importante para la democracia es la que se juega en el campo más extenso de los procesos macrodeliberativos25. Pero en esto, una vez más, no me parece que haya una incompatibilidad insuperable entre la concepción deliberativa y participativa que defiende en su libro y las posiciones en las que se sentirían cómodos los partidarios de alguna forma razonable de pluralismo. En el momento en que, siguiendo Democracia sin atajos, hemos colocado al pluralista tosco en el lugar que le corresponde, es decir, al otro lado de la barrera relevante en este caso, encontramos más de una declinación sensata del ideal deliberativo.

5. MOTIVACIONES, RAZONES Y PROBLEMAS RECURRENTES

Con las anteriores consideraciones, o con las que vienen a continuación, no es mi intención entrar en la batalla de las etiquetas. No sé si la alternativa del pluralismo razonable será preferible a otras interpretaciones del giro deliberativo en la teoría política contemporánea y, en especial, en la teoría de la democracia26. Y no es este el lugar para presentar, frente a Lafont, mi reconstrucción favorita de la teoría, imaginando que pueda competir con la suya o enmendarla en algo. De lo que se trata, en cambio, es de constatar que, a tres o cuatro décadas de distancia, los elementos centrales del giro deliberativo se han vuelto irrenunciables para cualquier elaboración mínimamente interesante en torno al concepto de la democracia y a su práctica. Quienes quieran decir algo significativo en esta materia, directa o indirectamente, van a tener que pelearse con los resultados de ese giro, para rechazarlos o para darlos por buenos.

Precisamente por eso, la invitación de Democracia sin atajos a revisar algunas claves de la ya consolidada tradición deliberativa es especialmente provechosa. Con su reivindicación del elemento participativo, que pone el acento en la inclusión de todas las voluntades en el proceso público de justificación, además de poner a prueba la función del componente agregativo en el proceso de deliberación democrática, pone sobre la mesa una serie de elementos que demuestran la continuidad en la discusión teórica dentro de la corriente deliberativa y, más atrás, respecto de la teoría democrática anterior. Este movimiento nos devuelve, tras un largo recorrido, a la casilla de salida.

Quiero ilustrar este recorrido fijándome en uno de los nudos centrales que hemos heredado de las formulaciones iniciales del ideal deliberativo y sigue jugando un papel destacado en Democracia sin atajos: el "requisito de responsabilidad mutua"27, que llevaría a las partes, ante la emergencia de conflictos persistentes, a buscar una "visión compartida sobre [la] respuesta adecuada"28, asumiéndola "como propia"29, para que de ese modo pueda ser cumplida "motuproprio"30. Solo entonces, esto es, cuando el "entrelazamiento discursivo"31 de todos los participantes se ha cumplido y ha llegado a ser interiorizado, se cumplen las exigentes demandas de la justificación. "El objetivo democrático de la deliberación pública -escribe Lafont- es justificar el poder coercitivo que los ciudadanos ejercen sobre los demás por la vía de convencerse mutuamente de las políticas a las que están sujetos, en lugar de obligarse mutuamente a cumplir a ciegas"32.

Aunque el argumento de Lafont apela a un ideal que seguramente resultará atractivo para muchos lectores -cualquiera entiende que la responsabilidad es un factor deseable para el buen desempeño de un sistema político-, lo cierto es que cabe interpretar de muchas maneras distintas la exigencia de tomar una decisión colectiva como propia. Las dudas arrancan cuando nos situamos en situaciones en las que se manifiestan las limitaciones -epistémicas o de cualquier otra clase- de los procesos de justificación mutua y sin embargo, si quiera provisionalmente, resulta necesario tomar decisiones vinculantes. El problema, desde el punto de vista teórico, pero también práctico, está en saber qué es lo que añade, qué diferencia se deriva al introducir una exigencia de justificación que está destinada a quedar incumplida cuando la deliberación se precipita y a la autoridad política no le queda más remedio que apoyarse en argumentos necesariamente incompletos, que apelan a la legitimidad de los procedimientos y no a la sustancia de las decisiones. En otros términos, la pregunta es qué es lo que salimos ganando, si es que hay algo, al introducir en este punto específico el léxico (rawlsiano) del deber de civilidad33.

Democracia sin atajos aspira a marcar aquí una posición propia. El desencuentro con esas formas de pluralismo profundo que se desentienden de la transformación discursiva de las convicciones es claro. Pero tampoco es sencillo acomodar su posición con esas otras formas de pluralismo que, como antes veíamos, asumen las virtudes de la iterabilidad en la elaboración de los desacuerdos. La diferencia estaría, si no me equivoco, en atribuir o no un valor "genuinamente epistémico" a la exigencia de justificación ante otros34. Por su parte, los partidarios de esas formas sofisticadas de pluralismo podrán argumentar su cautela mostrando, por ejemplo, que de poco vale cargar a la autoridad política con una especial exigencia epistémica cuando se encuentra en el intervalo entre la manifestación del disenso y la formación de nuevo consenso que alcance a todos los afectados35. En ese espacio intermedio, lo más que se puede llegar a decir es que la autoridad actuará como si supiera dónde estará el punto focal del consenso. Y el ciudadano, por su parte, como si la autoridad tuviera finalmente que inclinarse hacia las posiciones que, desde su punto de vista, son correctas. En una situación semejante, cuando -por hipótesis- ninguna de las partes tiene acceso privilegiado a la verdad, afirmar que existe algo parecido a un deber (de civilidad) por el cual estamos obligados a buscar una justificación plena, basada en razones compartidas, resulta cuando menos comprometido.

Pero todo esto no significa que el pluralista sea completamente sordo a las inquietudes que están en la base de las exigencias de civilidad. En cambio, lo que sí es razonable para la minoría demandar, y para la mayoría aceptar, es que se establezcan mecanismos ciertos para regular el intercambio de argumentos en función de la necesidad de dar solución, siquiera provisional, al caso en disputa36. Soluciones provisionales, que valen solamente como un sistema de "cesuras" argumentativas que ponen en suspenso la discusión pero que de ninguna manera suscitan la expectativa, como reflejo del deber, de que las decisiones adoptadas sintonicen con las "verdades" que, en la circunstancia particular del caso, alientan en nuestros corazones y en nuestras mentes. No es la búsqueda de la verdad -¿qué verdad?, ¿la verdad de quién?- lo que está en juego en este punto, sino el compromiso de los participantes -tanto de las mayorías hegemónicas como de las minorías disidentes- con las reglas que marcan los tiempos de la controversia, estableciendo, por ejemplo, el deber de prestar reconocimiento a la voluntad mayoritaria que sale de la urnas, o que, al revés, autorizan a bloquear la imposición de esa misma voluntad en función de un sistema de pesos y contrapesos. Con todas sus limitaciones, esta es una manera de resolver desacuerdos. Una manera que se basa en legitimar la producción de soluciones provisionales, por supuesto, las únicas que pueden darse mientras el camino de la persuasión no ha llegado todavía a término. Lo cual no autoriza a afirmar, en ningún caso, que esta clase de soluciones sean puramente estratégicas o vulgarmente autointeresadas. Ni tampoco que nazcan de la falta de coraje, de una actitud hipócrita37. Pues, ¿qué otra salida cabe esperar cuando nos ponemos en el punto de vista de la minoría? Y, desde el lado contrario, ¿acaso tiene la mayoría algo mejor que ofrecer si es que quiere recabar, en el largo plazo, el asentimiento de los disidentes? ¿Qué otro remedio para lograr -con medios pacíficos- la transformación de las opiniones dogmáticas, recalcitrantes, refractarias a la verdad? En otro ámbito, mucho más concreto, ¿acaso existe otra estrategia mejor que esta para erosionar el apoyo social a la epidemia trumpista? En este último nivel de análisis, ¿qué es más apremiante, que los trumpistas vayan con toda su verdad por delante, y nosotros con la nuestra, o que se respeten los procedimientos?

A pesar de lo mucho que se ha discutido sobre este asunto en los últimos tiempos, y en diferentes entornos, mi impresión es que las doctrinas epistémicas al uso -para entendernos, las que se discuten en la parte n de Democracia sin atajos- difícilmente pueden zafarse de esta sencilla observación. En un intento por encontrar terceras vías, buscan establecer alguna clase de equilibrio entre las exigencias propiamente epistémicas y las constricciones procedimentales. No es el caso de detenerse a valorar la consistencia de esta solución, pero la sospecha es que el intento por mezclar exigencias dispares no llega a producir resultados suficientemente estables, de la misma manera que, en una emulsión, el agua y el aceite tienden a regresar a su estado inicial. Al contrario, con su apuesta por un enfoque institucional que, por un lado, rebaja la exigencia de que "cada persona esté de hecho de acuerdo con la razonabilidad de cada ley coercitiva a la que está sujeta", y, por otro, "requiere que existan instituciones que permitan a cualquier ciudadano cuestionar las leyes y políticas que considere irrazonables solicitando que se ofrezcan razones adecuadas en su apoyo [...], incluso si estos ciudadanos se encuentran en minoría", Lafont intenta asegurarse cierto margen de maniobra, aunque mi impresión es que acaba situándose en una posición similar a la que ella misma critica cuando hace entrar en escena el compromiso con la civilidad. Bastante más productivo es, a mi juicio, el énfasis que en muchos otros lugares de su texto le lleva a subrayar la dimensión contestataria de la democracia, reivindicando el valor de las ocasiones procedimentales efectivas "para desencadenar un proceso de justificación pública sobre la razonabilidad de cualquier política que [los ciudadanos] consideren inaceptable"38. Anclar el derecho constitucional a reclamar y el deber de atender a los reclamos en una disposición de carácter cívico, y no en la dinámica del procedimiento, debilita políticamente el reclamo y el deber. Quienes no encuentren motivos para participar o para responder adecuadamente, obedeciendo o impugnando, seguirán sin hacerlo.

La pregunta, entonces, es cuánto peso tiene en realidad esa exigencia epistémica que, según Lafont, debería caracterizar el proceso democrático, al menos en entornos en los que aparecen desacuerdos severos, que afectan al contenido de las esencias constitucionales, y en el lapso de tiempo que transcurre hasta que las razones esgrimidas por las partes hacen su camino y consiguen persuadirnos a todos. O, desde el lado contrario, cuánta es la distancia que existe entre la posición de Lafont y una alternativa como la que podría defender un pluralista razonable, alguien dispuesto a retomar el testigo de las viejas teorías procedimentales de la democracia, esas que en su día parecían condenadas al ostracismo por no renegar de su carácter agregativo. Un pluralismo que, a estas alturas, sabemos ya que puede hacer suyas las virtudes de la iterabilidad, porque entiende que el juego democrático solo tiene sentido -para los participantes- cuando se repite una y otra vez, de tal forma que sea posible acudir a las urnas mirando hacia atrás y hacia adelante, hacia lo que prometieron los candidatos antes de las elecciones y lo que hicieron realmente al acceder al poder, hacia lo que ellos cuentan sobre la herencia recibida y hacia lo que cada uno de nosotros sabe acerca de las circunstancias de la pasada legislatura y de las expectativas hacia la siguiente, hacia lo que los representantes dicen que representan y lo que representan realmente; un pluralismo que, por cierto, no necesita apoyarse en nada parecido al deber de civilidad para afirmar que el juego de las mayorías y las minorías -sea cual sea la profundidad de los conflictos que estén sobre la mesa- resultaría absurdo sin un equivalente funcional de ese "bucle de retroalimentación"39 del que se habla en Democracia sin atajos.

En general, mi sensación es que en esta discusión han ido acumulándose en los últimos tiempos demasiados malentendidos y que, por fin, estamos en camino de remediarlos. Pero a lo que quiero llegar, finalmente, es a mostrar que lo fundamental de todo este enredo estaba ya a la vista desde el principio, esto es, desde el mismo momento en el que surge el proyecto de reformular las promesas democráticas con los instrumentos de la teoría del discurso. Vista en esta perspectiva, la afanosa búsqueda de alternativas institucionales que pudieran transformar el marco institucional representativo ha resultado un objetivo relativamente menor. Y otro tanto podría decirse del interés de tantos (neo)republicanos por redoblar las exigencias éticas que se supone que sostienen una sociedad democrática. Lejos de estar ahí el aprendizaje fundamental, la clave del camino recorrido ha estado en empezar a leer el proceso institucional de la (única) democracia realmente existente desde una perspectiva discursiva, situando en ese marco conceptual los cambios sociales y culturales de largo alcance -los efectos de la globalización, la revolución tecnológica, la disolución de los macrosujetos colectivos, la disolución de las categorías elementales de la subjetividad, etc.- que han ido transformando el rostro de nuestras democracias. Pero, si esto es así, el repliegue de Lafont sobre el deber de civilidad -y la consiguiente responsabilidad epistémica- acaba resultando poco incisivo, o casi superfluo. No es ahí donde está el foco, el elemento determinante, sino en la práctica de aceptación de las reglas. No solo: con esta opción enfocada en los deberes se corre el riesgo de acabar enturbiando un análisis que, en algún momento, había permitido distinguir con relativa claridad la aceptación de las decisiones particulares y la justificación de los procedimientos, esto es, de una herramienta que sirve, al tiempo, como cauce para la expresión de la voluntad popular y como garantía de la disidencia, de tal forma que el proceso de formación de la opinión y la voluntad colectiva pueda convertirse en eje en torno al que se articula la razón pública (esta sí, por fin, epistémicamente orientada, aunque en un espacio social más amplio: ni todo es política, como sabemos, ni todo es moral)40. En menos palabras, corremos el riesgo de enturbiar la distinción entre legitimidad de (el contenido de) las decisiones y legitimidad de los procedimientos.

Porque en el fondo -y aquí es adonde quería llegar- la clave de la discusión sigue estando en el análisis de lo que seguramente podemos seguir describiendo, en el léxico habermasiano, como una esfera pública diferenciada, con públicos fuertes y débiles, y estructurada en torno a la distinción (y a la conexión pragmática) entre los canales por los que circula "el poder de discursos públicos que brotan de espacios públicos autónomos" y los canales por los que, en cambio, esos mismos discursos "toman forma en acuerdos de cuerpos legislativos que proceden democráticamente y que tienen responsabilidad política"41. La clarificación de este punto, situado en un nivel fundamental para el análisis de la democracia contemporánea, constituye, a mi modo de ver, una de las aportaciones de la teoría deliberativa con las que es inevitable seguir peleándose.

6. DEFERENCIA Y REPRESENTACIÓN

No tengo la menor intención de cerrar estas notas afirmando que una posible alternativa pluralista, pero razonable, es más atractiva que la concepción, deliberativa y participativa, defendida por Lafont. (En realidad, ni siquiera me atrevo a decir que eso que he estado llamando "pluralismo razonable" sea la mejor caracterización del método democrático. El problema no es, en este caso, reconstruir una categoría y producir una nueva etiqueta). Me bastaba hacer plausible la idea de que, en un entorno como el que está siendo delimitado por Democracia sin atajos, pueden tener cabida relatos diferentes, que coexisten haciendo gala, entre otras cosas, de ese espíritu ecuménico al que se refiere desde el comienzo la autora42. Quedará pendiente la discusión sobre cuál de esos relatos es más eficaz a la hora de hacer frente a la descomposición de la democracia o a la tarea de reajustar nuestras expectativas ante la ausencia de señales de una futura inversión de tendencia. De entrada, la apuesta participativa que hemos encontrado en el libro de Lafont consigue efectivamente despejar el terreno, empujando hacia los márgenes las dos opciones que parecían situarse en el centro de la escena y que, al final, han resultado ser prácticamente igual de toscas: la de los pluralistas profundos y la de los epistémicos puros.

Esta operación preliminar nos deja, además, algunas indicaciones útiles para revisar en el camino recorrido por la teoría y la práctica democrática en estas últimas décadas. Nos da la medida de cómo el ideal de la esfera pública ha conseguido interceptar algunos de los desarrollos cruciales -mejor dicho, en negativo, de las derrotas más dolorosas- que han ido drenando el impulso democratizador de la segunda mitad del siglo pasado y nos han traído a la actual situación de estancamiento y retroceso. Esta es también la perspectiva desde la que debemos ponderar, como de hecho se hace en el libro de Lafont, las aportaciones más innovadoras, aquellas que habrían debido abrir una perspectiva nueva de desarrollo de la democracia y que, en realidad, al menos por el momento, no lo han hecho: así, por ejemplo, los experimentos epistocráticos o lotocráticos. Por lo demás, se comprenderá que un ajuste de cuentas de estas dimensiones supera no solo las fuerzas de esta nota, sino del propio proyecto de Democracia sin atajos. Que en ese libro puedan aparecer lagunas es fisiológico. Y está fuera de lugar subrayarlas. Que algunas de las herramientas utilizadas puedan resultar problemáticas, nada le resta a su economía argumentativa. No obstante, para concluir, no quiero dejar de señalar un ejemplo de cómo incluso las ambigüedades de un trabajo como este pueden resultar productivas.

En su respuesta a algunos críticos, Lafont reconoce que hubiera tenido que explicar con mayor claridad el empleo de dos conceptos clave en su argumentación: atajo y deferencia. De la forma en que ella las emplea, entre estas dos ideas hay una estrecha relación: aunque pueden ser de distintos tipos, los atajos se vuelven odiosos -o, sencillamente, anti-democráticos- cuando implican alguna forma de deferencia no justificada. El concepto de deferencia ciega, escribe Lafont precisando sus escritos anteriores, se refiere "al caso en el que la persona que defiere a algún agente carece de razones para pensar que las decisiones de dicho agente no coincidirán con las que ella misma habría adoptado si hubiera tenido ocasión de considerar el asunto teniendo acceso a la información relevante"43. Esto importa, en democracia, porque entre las razones particulares que el ciudadano suscribe, de un lado, y las razones que, a su juicio, deberían guiar las decisiones colectivas, de otro, es presumible y deseable que exista alguna clase de "alineamiento". Sería ciega, en este sentido, la deferencia del elector que escoge su papeleta tirando una moneda al aire. Al revés, la deferencia estaría justificada cuando ese ciudadano está en condiciones de prever que el agente actuará ateniéndose a las mismas razones que él mismo hubiera seguido, como si este último fuera -decimos nosotros, con una metáfora que es habitual en contextos como estos, que implican relaciones de representación- un espejo virtual de su conciencia. Cuando esto sucede, añade Lafont, la deferencia se vuelve reflexiva. Distinto es el caso en que la asimetría entre sujeto deferente y sujeto deferido -si es que puede decirse así- se explica por las posibles patologías en la distribución del trabajo epistémico y por el hecho de que, en determinadas circunstancias, el sujeto no puede no deferir. La dimensión patológica de este fenómeno es la que Lafont identifica como ceguera informacional44.

Mi impresión es que la idea genérica de deferencia, como han señalado los críticos de Lafont, es relativamente borrosa y está destinada a perderse en la fenomenología de sus casos: ¿qué sucede si el elector se equivoca o se autoengaña al valorar el alineamiento?, ¿qué ocurre cuando el alineamiento se produce pero no coincide con los intereses reales, críticamente considerados, de la persona que defiere?, ¿puede haber deferencia legítima cuando no hay siquiera un mínimo de identidad entre los dos actores, de tal modo que el agente deferido y el sujeto que defiere tienen intereses discrepantes, suscriben valores diferentes o persiguen objetivos dispares? Y así sucesivamente. Pero lo que a mí me parece interesante es observar que esta relativa ambigüedad cobra sentido cuando se cae en la cuenta de que el fenómeno de la "deferencia", tal como se está intentando caracterizar analíticamente, hunde sus raíces en una tradición tan densa y resbaladiza como es la tradición -o el enredo de tradiciones- de la representación política. Esa forma de "control" que no es directo, y que sin embargo no produce una desconexión real o potencial del ciudadano, tarde o temprano acaba confluyendo en el campo semántico de la "representación".

Naturalmente, este libro no era el lugar para entrar en los detalles de ese enredo. Pero por eso mismo es posible leer con provecho algunos de los pasajes en que se produce este deslizamiento conceptual, por ejemplo, cuando el ciudadano que defiere la determinación de su opinión y su voluntad viene a establecer una relación -justificada o pendiente de justificación- de representación con un agente autorizado a actuar en nombre y por cuenta suya. Y, al revés, podemos interpretar la ceguera del ciudadano que defiere sin razón suficiente como un caso de representación defectuosa, bien porque el representante no atiende a las responsabilidades que le corresponden y no deja de alinearse con las expectativas del representado, bien porque el ciudadano otorga su confianza sobre la base de representaciones distorsionadas de las circunstancias del caso, o por cualquier otra de las múltiples patologías que interfieren en este tipo de relación. La deferencia, en definitiva, puede ser vista como uno de los componentes -un componente central, sin duda- en la intrincada noción de "representación". El problema, a partir de aquí, está en observar que el logro de la representación -y, por tanto, de la deferencia justificada-, en entornos institucionales alejados ya del modelo estadocéntrico en el que se generó el modelo de la democracia moderna45, es un objetivo particularmente difícil de realizar. No obstante, una vez más, vale la intuición de Lafont al haber puesto el dedo en esta llaga. Nos invita a pensar de nueva cuenta, en un entorno desconcertante, asimétrico respecto de los presupuestos de la vieja teoría democrática, las relaciones entre participación y representación, pero introduciendo, a diferencia de lo que sucedía en otros tiempos, como término mediano entre ambos el componente deliberativo. También en esto, al cabo de tres o cuatro décadas, la teoría democrática parece estar entrando, o haber entrado ya, en un nuevo ciclo.

REFERENCIAS

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** Para citar el artículo: Greppi, A. Sobre pluralismos y esclusas: tiempo de balances. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 55, abril de 2023, 33-56.

1 No es este el lugar para reiterar la información sobre el retroceso democrático -calificado en términos distintos en la literatura- ni para recoger la ingente bibliografía que analiza la información empírica disponible incluso en las más conocidas series comparativas sobre calidad de la democracia en el mundo, como el Freedom in the World Survey o el Democracy Report publicado anualmente por el V-Dem Institute. Los títulos de estos informes a lo largo de los últimos años son elocuentes: la democracia en el ocaso, la autocratización se hace viral, la expansión global del gobierno autoritario, etc. El término "desdemocratización", de uso corriente en nuestros días, fue temprana y acertadamente empleado por Wendy Brown (El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo. Madrid: Malpaso, 2017).

2Lafont, C. Democracia sin atajos. Una concepción participativa de la democracia deliberativa. L. García Valiña (trad.). Madrid: Trotta, 2021, 19.

3Me refiero, por ejemplo, a Bächtiger, A.; Dryzek, J.; Mansbridge, J. y Warren, M. (eds.). The Oxford Handbook of Deliberative Democracy. Oxford: Oxford University Press, 2018.

4Lafont. Democracia sin atajos, cit., 45.

5La contraposición se remonta probablemente a Miller, D. Deliberative Democracy and Social Choice. En Political Studies. xl, 1992, 54-67.

6Lafont. Democracia sin atajos, cit., 60.

7De forma similar, Gebh, S. The Substance of Procedures. En Philosophy & Social Criticism. 47(1), 2021, 22-25.

8Lafont. Democracia sin atajos, cit., 70.

9Tomo este ejemplo con el único propósito de cuestionar una caracterización del pluralismo que considero reductiva, y sin proponer una caracterización alternativa. Una cartografía exhaustiva de las distintas formas de pluralismo democrático, en la que se distinguiera aquellas que son compatibles con una reconstrucción en términos discursivos del proceso político y aquellas que no lo son, requiere un trabajo de largo alcance y posicionamientos conceptuales que habrían de ser justificados con parsimonia.

10Kelsen, H. Esencia y valor de la democracia, Barcelona - Buenos Aires: Labor, 1934, 46.

11Ibid., 55.

12Ibid., 57.

13Ibid., 59.

14Ibid., 85.

15Ibid., 86.

16Habermas, J. Commentary on, Cristina Lafont, "Democracy without Shortcuts". En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 11.

17Ibid., 12.

18Lafont, C. Against Anti-Democratic Shortcuts: A Few Replies to Critics. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 97.

19Lafont. Democracia sin atajos, cit., 46.

20Robert Goodin emplea un argumento similar. Sin embargo, a diferencia de la posición que estoy atribuyendo aquí a los pluralistas razonables, le atribuye directamente a la generalidad del proceso democrático un valor epistémico, justificando de ese modo, contra la posición participativa de Lafont, la deferencia de los ciudadanos a las autoridades representativas; cfr. Goodin, R. Between Full Endorsement and Blind Deference. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 25-32.

21Este asunto aparece también en Mansbridge, como parte de su argumentación en torno a una idea parcial y gradual de legitimidad, que Lafont, por su parte, rechaza; Mansbridge, J. A Citizen-Centered Theory. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 20; cfr. Lafont. Against Anti-Democratic Shortcuts, cit., 98-100.

22Habermas, J. Facticidad y validez. Madrid: Trotta, 1998, 376, 434 ss.

23Lafont. Democracia sin atajos, cit., 22 y 97.

24Lafont. Democracia sin atajos, cit., 22.

25Lafont. Democracia sin atajos, cit., 69.

26Véase, al respecto, Floridia, A. The Origins of the Deliberative Turn. En Bächtiger, A.; Drizek, J.; Mansbridge, J. y Warren, M. (eds.), The Oxford Handbook of Deliberative Democracy.

27Lafont. Democracia sin atajos, cit., 32.

28Ibid., 65.

29Ibid, 224.

30Ibid., 230.

31Ibid., 226.

32Ibid., 232.

33Rawls, J. Liberalismo político. México: Fondo de Cultura Económica, 1995, 162 ss.

34Lafont. Democracia sin atajos, cit., 231.

35Ibid., 86.

36Habermas. Facticidady validez, cit., 247.

37Rawls. Liberalismo político, cit., 162 ss.

38Lafont. Democracia sin atajos, cit., 254.

39Ibid., 235.

40En consideraciones análogas a estas, Simone Chambers cuestiona que Lafont está privilegiando en su análisis la perspectiva del participante; cfr. Chambers, S. Citizens without Robes: On the Deliberative Potential of Everyday Politics. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 77-78. La respuesta de Lafont está en línea con lo que se sugiere en mi texto y subraya la complementariedad entre las perspectivas de primera y tercera persona: cfr. Lafont. Against Anti-Democratic Shortcuts, cit., 106.

41Habermas. Facticidady validez, cit., 254.

42Lafont. Democracia sin atajos, cit., 21. Agradezco a Alejandro Sahuí esta referencia.

43Lafont. Against Anti-Democratic Shortcuts, cit., 98.

44Ibid.

45A esto alude Warren, M. Participatory Deliberative Democracy in Complex Mass Societies. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 81-88.

Recibido: 29 de Junio de 2022; Aprobado: 17 de Agosto de 2022

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