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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.173 Bogotá May/Aug. 2020  Epub Nov 09, 2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n173.84916 

Reseñas

Paredes Goicochea, Diego. Política, acción, libertad. Hannah Arendt, Maurice Merleau-Ponty y Karl Marx en discusión. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2017. 319 pp.

ANDRÉS PARRA* 

* Universidad de los Andes - Bogotá - Colombia af.parra212@uniandes.edu.co


El libro de Diego Paredes, Política, acción, libertad. Hannah Arendt, Maurice Merleau-Ponty y Karl Marx en discusión, constituye un aporte decisivo al debate acerca del pensamiento de Marx en Colombia. Ante todo, su metodología de lectura es novedosa incluso en el plano filosófico internacional. Los libros que tratan sobre Marx y otros autores tienden a caer en dos lugares comunes, a saber, en la búsqueda infructuosa del padre intelectual de Marx (para Negri es Spinoza, para Lukács es Hegel y para E. Dussel es Schelling, etc.) o en una simple reivindicación de la lectura correcta del pensador alemán frente a las posibles deformaciones que han hecho sus críticos. No es así en el libro de Paredes. Para él las críticas formuladas a Marx por Arendt y, hasta cierto punto, por Merleau-Ponty, a pesar de que puedan ser a veces cuestionables desde un punto de vista exegético, son oportunidades para encontrar nuevos desarrollos y variaciones en un pensamiento irreductible a la quietud y enfrentado a sí mismo de manera crítica. La estrategia de Paredes es entonces fructífera y novedosa porque consiste en enfrentar a Marx a sus críticos, no para defenderlo de presuntas falsas acusaciones, sino para que su pensamiento afronte preguntas e inquietudes que no están del todo presentes en su obra, ni en las preocupaciones tradicionales del marxismo.

Los problemas que surgen de este diálogo entre Marx y sus críticos son tres, y cada uno se trata de forma separada en cada una de las partes que componen el libro. En la primera parte, se trata la relación entre historia y política. En la segunda parte, se interroga la relación entre lo político y lo social. Finalmente, en la tercera parte, se aborda la tesis, compartida tanto por Arendt como por Merleau-Ponty, de que todas las revoluciones fracasan, con el fin de encontrar relaciones en el pensamiento de Marx entre revolución e institución.

Historia y política

Para la tradición revolucionaria cultivada en el socialismo y el marxismo la acción política consiste en hacer la historia con un fin predeterminado: la instauración del socialismo y el fin de la explotación y opresión entre grupos. Hannah Arendt pone en cuestión esta concepción de la acción estableciendo una distinción tajante y radical entre actuar y hacer. El actuar es imprevisible, espontáneo y su finalidad es desconocida e inesperada para el actor, mientras que el hacer es previsible y el conocimiento de su finalidad es una condición inexorable de su ejecución. Se puede, por ejemplo, hacer una silla, una mesa o, incluso, un escrito, y este hacer es un proceso gobernado por unas reglas y un procedimiento preciso que deben poderse emular en casi todos los casos y circunstancias. Por el contrario, dado que uno no puede "actuar" algo, la naturaleza de la acción no está ligada con un resultado predefinido por un procedimiento, sino más bien con la capacidad de iniciar algo nuevo, cuyo rumbo y secuelas son desconocidos. La distinción se puede resumir en una palabra: el hacer debe ser resultado de lo precedente; la acción no puede serlo.

Así pues, para Arendt la acción es el despliegue de la capacidad de comenzar y de iniciar algo nuevo. Es cierto que a la hora de actuar existen intenciones, pero, argumenta Paredes, la acción no es nunca el despliegue exacto y calcado de la intención. De ahí que la acción inaugure algo nuevo incluso y, sobre todo, para quien actúa. Lo más común es que sea el propio actor quien se ve, para bien o para mal, sorprendido por las consecuencias y el rumbo de sus propias acciones. Esta circunstancia lleva a Arendt, muestra Paredes, a establecer una relación estrecha entre acción y nacimiento. Antes del nacimiento no hay alguien y no se sabe quién será el que va a nacer; el nacimiento constituye el comienzo de la existencia de ese alguien. Del mismo modo, antes de la acción no hay alguien, no hay actor y no se sabe quién se revelará en la acción. Naturalmente, existe algo así como una persona antes de actuar, pero a la luz de las consecuencias inesperadas de la acción se revela quién es el propio actor; y esto solo puede tener lugar durante y tras la acción, nunca con anterioridad. Así como el ser humano es resultado de su nacimiento y está frente a este en una condición de arrojado (como diría Heidegger), el quién es resultado exclusivo de su acción y no una subjetividad que la precede.

Ahora bien, es claro que el hecho de que la acción tiene consecuencias inesperadas que sorprenden al propio actor se debe a que su ejecución tiene lugar en un espacio compartido en el que múltiples seres tienen también la capacidad de iniciar algo nuevo. La acción, el nacimiento y la capacidad de iniciar algo nuevo están conectadas esencialmente con la pluralidad y con la política, es decir, con la existencia de un espacio compartido que se alimenta y se constituye únicamente a través del juego recíproco de las iniciativas múltiples. De este modo, a la vez que un actor revela su singularidad en la acción, constituye y da lugar a un espacio en el que los otros también muestran y presentan su propia singularidad. Por esto, el despliegue de la singularidad, que coincide con el ejercicio de la propia libertad, solo puede tener lugar en ese espacio de interacción, es decir, en el espacio público. La libertad es entonces un concepto esencialmente público ligado a la acción en común y no un asunto de la esfera privada del individuo "replegado sobre sí mismo" (38).

En este sentido, Paredes deduce legítimamente que la acción para Arendt tiene un carácter acontecimental. En efecto, por acontecimiento debe entenderse aquello que no se deriva de ningún orden preestablecido del ser. Pero para el autor es importante aclarar que lo que rompe con la cadena ordenada de sucesos en el mundo no es necesariamente un libre al-bedrío subjetivo, sino el juego recíproco de iniciativas que tiene lugar en el espacio público. No se trata entonces de negar (o afirmar) la existencia del libre albedrío, sino de constatar que este problema es irrelevante para pensar el carácter acon-tecimental de la acción, pues la ruptura con el orden precedente se da en el espacio público y no en la dimensión interior de la subjetividad. Por esta razón, vuelve a hacerse patente el correlato conceptual entre acción, imprevisibilidad del acontecimiento y pluralidad.

Es precisamente este correlato el que, en opinión de Arendt, se ve sacrificado en la filosofía marxiana de la historia. La filosofía de la historia busca autonomizar el proceso histórico, haciendo imposible la emergencia de lo imprevisible y subordinando el acontecimiento al orden precedente del ser. Dado que la historia tiene un orden definido, es posible intervenir sobre ella para obtener los resultados deseados, siempre y cuando se cuente con los conocimientos adecuados del proceso. Desde el punto de vista de la filosofía de la historia es entonces posible hacer la historia con el fin de instaurar la libertad, y este hacer va de la mano de la ciencia marxista de la historia, pues solo a través de ella podemos conocer el proceso para intervenirlo eficazmente. El valor estratégico que la filosofía marxista suele abrogarse a sí misma tendría que ver entonces con esta concepción de la política como hacer. Para Arendt, en virtud de su distinción radical entre actuar y hacer, esta concepción de la política es errada porque convierte a la libertad en algo susceptible de ser fabricado. Pero si la libertad es susceptible de ser fabricada, entonces ella es necesariamente el resultado de algo precedente, perdiendo así con ello su determinación más esencial: su carácter imprevisible y acontecimental.

No obstante, la mordaz crítica de Arendt a la filosofía de la historia no implica que para ella no existen conexiones entre la historia y la política. Paredes argumenta que para Arendt sí existe una relación entre ambos términos, pero no como se piensa en el seno de la filosofía de la historia. Mientras esta última disciplina propone la noción de proceso, para Arendt es el relato la categoría correcta. Por un lado, los relatos muestran cómo la iniciativa de los actores alteró el hilo conductor de los sucesos y generó situaciones imprevisibles: el relato, si bien cuenta las cosas en un orden temporal, deja claro, al reconocer la ruptura que sobreviene con la iniciativa de los actores, que ese orden es retrospectivo y está puesto por el propio relatar. Por otro lado, los relatos no clausuran el sentido de lo relatado: pueden existir diversos relatos verdaderos y plausibles de un suceso o de una época que no necesariamente se excluyen entre sí, pues cada relator reconoce siempre la finitud de su propio punto de vista para expresar lo acontecido; incluso una recopilación exhaustiva de todos los relatos disponibles no agota el sentido de los sucesos, pues ella misma es de nuevo un relato que puede ser complementado o cuestionado indefinidamente.

Siguiendo su metodología de lectura, Diego Paredes no reacciona frente a las críticas de Arendt corrigiendo la interpretación de la autora. Más bien, utiliza la crítica de Arendt para preguntarse si es posible pensar una filosofía de la historia abierta a la contingencia y al carácter acontecimental de la acción humana. Para ello se remite a la lectura heterodoxa y "herética" del materialismo práctico marxiano realizada por Merleau-Ponty. Desde el punto de vista de Arendt, el sentido de la historia puede ser únicamente retrospectivo, mientras que Merleau-Ponty ofrece la posibilidad de pensar un sentido prospectivo de la historia sin que esto implique negar la contingencia e imprevisibilidad de la acción. Para reconstruir esta tesis, Paredes parte de los postulados de la fenomenología de la conciencia del pensador francés: la conciencia se muestra y se revela en sus determinaciones y estructuras cotidianas como una conciencia situada. Las teorías epistemológicas de la conciencia tratan de forma exhaustiva la relación entre la conciencia y las cosas percibidas, pero olvidan que el mundo no es una cosa percibida, sino que es el ámbito y el espacio en donde tiene lugar la relación entre las conciencias y las cosas percibidas. Por ello, la conciencia situada en el mundo tiene prioridad lógica frente a la conciencia cognoscente o simplemente teórica del solipsismo o el cartesianismo. Ahora bien, en el mundo como ámbito situacional que precede lógicamente a mi conciencia también están presentes las otras conciencias. De ahí que la conciencia situada es necesariamente una conciencia situada en una vida en común. La tesis de Arendt de la correlación entre acción y espacio común de interacción es entonces similar a la de Merleau-Ponty. Pero esta vida en común no está atravesada por el concierto, sino por la división; su naturaleza es infernal y conflictiva. Vivimos juntos en un espacio de interacción constituido por nuestra capacidad de actuar, pero esto nunca bastará para decidir cómo debemos hacerlo, y por eso el conflicto es esencialmente inherente a la existencia comunitaria.

Para Merleau-Ponty, el materialismo práctico de Marx da cuenta plenamente de estas dos tesis centrales, a saber, la del carácter situado de la conciencia y la de la vida en común necesariamente conflictiva. Paredes muestra que el pensador alemán no negó nunca la existencia de la conciencia, sino que resaltó el hecho de que se encuentra necesariamente encarnada. De igual forma, la idea marxiana del mundo como relación social y no como objeto de la intuición es similar a las tesis de Merleau-Ponty y en cierta medida de Arendt. Finalmente, la crítica de Marx a Proudhon y a los economistas políticos clásicos, de acuerdo con la cual no es posible eternizar las relaciones de producción económicas, da cuenta de que la vida en común no es un hecho definitivo, sino que está sujeta a la apertura y, con ello, al conflicto permanente (cf. 84).

Paredes no deja de reconocer que existen tensiones internas en el pensamiento de Marx, pues muestra sustentos textuales para la teoría de la necesidad histórica en textos como el Manifiesto comunista o el Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política. Sin embargo, siguiendo a Merleau-Ponty, propone que en Marx hay una filosofía de la historia abierta a la contingencia. Hay filosofía de la historia porque hay un sentido prospectivo de la historia que se abre con la promesa de la emancipación comunista: si miramos hacia adelante veremos un drama constituido por la lucha entre la lógica comunista y la lógica capitalista de la vida en común. Esta convicción está soportada en la crítica marxiana del capitalismo que demuestra que el mundo tal y como lo conocemos no solo puede cambiar, sino que está atravesado por contradicciones que reclaman la socialización de los medios de producción como su solución. Pero el que podamos dar un sentido prospectivo de la historia significa únicamente que po demo s vislumbrar un conflicto y describir la estructura básica del drama humano contemporáneo, no que podemos anticipar la dirección de su resolución. En esta línea de argumentación, Paredes contrapone a la propuesta arendtiana del relato la figura literaria del drama para entender la relación entre historia y política propuesta por Marx y Merleau-Ponty. En el drama pueden reconocerse las fuerzas, bandos y actores que están en juego dentro de él, pero este reconocimiento no anula la capacidad de iniciativa de los mismos actores ni tampoco suprime la imprevisibilidad del desenlace. En este aspecto, Diego Paredes no toma una posición entre Arendt o Marx, sino que destaca las (des)ventajas de ambas propuestas: Arendt ignoraría el papel que tiene el pensamiento sobre el futuro en la acción política concreta y Marx dejaría de lado la posibilidad de reescribir retrospectivamente el sentido del pasado a través de la irrupción del acontecimiento.

Lo político y lo social

La distinción entre actuar y hacer tiene como consecuencia una nueva diferenciación igualmente tajante y radical, a saber, la oposición entre lo político y lo social. En efecto, lo político se refiere al tipo de vínculos entre los seres humanos que se establecen en la esfera del actuar. Estos vínculos están ligados estrechamente con la revelación de la singularidad y con la institución de un espacio público nutrido de la capacidad de iniciar algo nuevo de los diversos participantes. Lo social también cobija vínculos entre seres humanos, pero de una naturaleza y un orden distinto: se trata de los vínculos por medio de los cuales los seres humanos se ocupan de la satisfacción de las necesidades y la reproducción de la vida en términos biológicos. Una forma alternativa para formular esta distinción es la siguiente: en la esfera de la reproducción de la vida el individuo es un ejemplar repetible de su especie, ya que, como miembro de una especie biológica, el ser humano siente la misma hambre que sus semejantes y está sometido a los mismos procesos químicos y fisiológicos que ellos; por el contrario, en la esfera política el individuo no es un ejemplar repetible, pues su acción revela una singularidad que rompe el orden preestablecido de las cosas. Según Arendt, la modernidad y en especial Marx han confundido estas dos esferas de la vida activa. El efecto de esta confusión es que la existencia en común no se piensa desde la acción y su carácter imprevisible, sino desde el paradigma del comportamiento, en el que cada individuo es prescindible porque ejerce un rol predeterminado y puede ser reemplazado por otro para tal fin. Pues si la finalidad de la existencia en común es únicamente la satisfacción de las necesidades y la reproducción de la vida, entonces el lugar que ocupa el individuo en la vida común está determinado por una lógica exclusivamente administrativa y de gestión de recursos para cumplir con tal fin. La eliminación de la distinción entre lo político y lo social convierte al espacio público en el lugar donde se gestiona y se organiza el proceso de la vida (cf. 138).

Esta confusión entre lo político y lo social, cuya consecuencia es la eliminación de la política y el auge de la gestión como única forma de existencia comunitaria, se retrotrae a la indistinción entre labor y acción, de la cual también Marx sería en parte culpable. El pensador alemán es ciertamente un filósofo de la vida activa, entendió bien que esta tiene prioridad frente a la vida teórica, pero redujo sus distintas modalidades a la labor. De acuerdo con Arendt, Marx concibe al ser humano como una entidad de vida que produce más vida y debe contraer vínculos y establecer instituciones para lograrlo. La finalidad de la vida activa es entonces la reproducción biológica de la vida, y esto no es necesariamente falso, sino insuficiente y peligroso, ya que ignora la dimensión de la acción que no está conectada con la reproducción biológica sino con la revelación de la singularidad a través de la iniciativa.

Debido a estas confusiones conceptuales, Marx construyó una teoría en la que el fin supremo de la política es la solución al problema de la pobreza y no el establecimiento de la libertad pública. La crítica de Arendt no es la típica crítica liberal que cuestiona al marxismo por preferir la igualdad material frente a las libertades individuales. En efecto, la libertad pública de Arendt no es la libertad negativa del liberalismo, sino la libertad que surge en la relación entre pares y no jerárquica que tienen los individuos en el espacio público. Para Arendt el problema no es un conflicto entre los valores de la libertad y la igualdad sino la distinción entre dos modalidades diferenciadas de la vida activa. Así pues, cuando la eliminación de la pobreza se declara fin supremo de la existencia en común, los individuos se subsumen a una unidad apolítica como miembros indistintos de una sola especie y un solo cuerpo que debe moverse coordinada y eficazmente para acabar con la miseria.

Paredes advierte que esta distinción conduce inmediatamente a la despolitización de las cuestiones económicas y por ello da cuenta de una dificultad del pensamiento de Arendt: la evidencia histórica del siglo xix y xx demuestra que uno de los actores que toma la iniciativa y la palabra en el espacio público es el movimiento obrero. Aquí Arendt, de acuerdo con la lectura de Paredes, acepta que el movimiento obrero actúa en el sentido propio del término, pero haciendo siempre la salvedad de que su acción es perfectamente distinguible de su rol en la producción. Esto significa en términos concretos que las reivindicaciones públicas y políticas del movimiento obrero conciernen únicamente a una nueva forma de gobierno que descentraliza el poder y evita la dominación y la tiranía (cf. 159), expresada por ejemplo en los consejos o los soviets; la administración de las fábricas y la abolición de la miseria es un asunto meramente administrativo, técnico y de gestión. El fracaso del movimiento obrero y de las revoluciones socialistas consiste para Arendt en mezclar estas dos clases de asuntos. Sin embargo, Diego Paredes se pregunta con razón si esta distinción no resulta de alguna forma artificial frente a la propia naturaleza del movimiento obrero y si no sería mejor pensar en que existe una conexión, evidenciada por este mismo movimiento, entre la institución de la libertad pública y las cuestiones relativas a la justicia social, el fin de la miseria y la explotación. Para responder a este interrogante, el autor vuelve a Marx y Merleau-Ponty.

En este punto, Paredes resalta con precisión su metodología de lectura: independientemente de qué tan bien leyó Arendt a Marx, la pregunta por la relación entre la institución de la libertad pública y los objetivos de la justicia social solo puede verse a través de la crítica de la autora de la Condición humana. Ahora bien, para responder a esta cuestión Paredes nos propone volver a la teoría de la conciencia situada de Merleau-Ponty: la conciencia está anclada a un mundo en el que se relaciona con las cosas percibidas y las otras conciencias. El pensador francés encuentra en Marx un antecesor de su propia filosofía, pues para él el mundo humano no es otra cosa que una relación social con la naturaleza. Esto significa que nuestra relación con la naturaleza es a su vez "intersubjetividad concreta", relación con otro ser humano. Por esta razón, la transformación de la naturaleza que tiene lugar en el trabajo y la actividad productiva es al mismo tiempo la configuración de un mundo interhumano en el que aparecen las cosas y los seres humanos pueden interactuar. De ahí se sigue que en el trabajo el ser humano exhibe una capacidad de iniciativa (cf. 166), pues los efectos y consecuencias de esta actividad no se agotan en el objeto producido, sino también en la configuración de un mundo común de relaciones entre personas. Marx y Merlau-Ponty muestran que existe una continuidad entre la relación consigo, la relación con la otra conciencia y la relación con la naturaleza. En consecuencia, la economía y el mundo del trabajo no se reducen a un mero fenómeno biológico, sino que ya son en sí mismos fenómenos culturales y están atravesados también por relaciones políticas. La razón es que el mundo del trabajo no se reduce a decisiones meramente técnicas y de gestión de recursos con miras a la eficiencia, sino que en él se desenvuelve ya una forma de gobierno entre las personas que está, por ello, ligada con la lógica arendtiana del espacio público.

Siguiendo esta línea de argumentación, Paredes sostiene que la filosofía marxiana supera la distinción entre praxis y poiesis: en el producir, en el hacer y en el mundo del trabajo se ejerce también la capacidad de inaugurar algo nuevo que identifica al actuar y a la praxis. Por medio de la producción el ser humano se afirma también como un ser singular en un mundo creado por él mismo. Si bien la poiesis (o el hacer) se caracteriza por tener una finalidad exterior y la praxis (el actuar) por ser un fin en sí mismo, Marx subvierte esta distinción mostrando que el hacer, la transformación de la naturaleza, es al mismo tiempo la autotransformación del agente y del mundo social en el que habita; la poiesis, como transformación de algo diferente al productor, conduce por su propia naturaleza a la praxis y a su lógica de autotransformación. Por consiguiente, la concepción del trabajo como un fenómeno estrictamente biológico, cuya finalidad exclusiva es la mera supervivencia y no la construcción activa y libre del mundo y la revelación de la singularidad, es un síntoma de la enajenación en el capitalismo (cf. 182) y no el núcleo de la teoría marxiana.

Por todo esto, Paredes afirma que, en lo social, es decir, en la búsqueda de la superación de la explotación y en la politización de los asuntos económicos, no hay una coordinación apolítica que busca la satisfacción de las necesidades, sino que también hay un vínculo esencialmente político (es decir, de irrupción y revelación de la singularidad) entre los individuos. El énfasis de Marx en la cuestión social no supone, por lo tanto, la anulación de la política, sino una férrea oposición a la separación entre la vida política y la vida material. Esto significa que la superación de las relaciones políticas de dominación solo puede darse si hay también una superación de las relaciones de explotación económica y viceversa. En su lectura, Paredes reivindica el manuscrito marxiano de Kreuznach, en el que Marx tematiza y critica las relaciones de dominación que tienen lugar entre el Estado y la sociedad, pero, a diferencia de la ya famosa lectura de Abensour, demuestra que la verdadera democracia pensada por el joven Marx se opone no solo a la universalidad y al despotismo estatal, sino también al atomismo y las jerarquías económicas de la sociedad civil (cf. 198).

En este punto, el texto de Paredes resalta las diferencias filosóficas de base entre Marx y Arendt: esta última piensa a través de las distinciones analíticas, mientras que Marx construye una filosofía dialéctica, caracterizada por la relacionalidad y la implicación recíproca de las categorías. Sin embargo, me parece que en este aspecto el libro podría haber sido más generoso y problematizador. Pues, si nos detenemos en los mismos argumentos ofrecidos por Paredes, observamos inmediatamente que Marx también acude a las distinciones analíticas y Arendt no solo parte aguas, sino también construye redes de implicaciones recíprocas entre conceptos. Es obvio, como lo muestra el propio texto de Diego Paredes, que Marx distingue claramente entre la forma enajenada del trabajo y la forma emancipada del mismo; de igual forma, en Arendt no hay una distinción tajante entre acción, capacidad de iniciativa, espacio público, singularidad y pluralidad, sino un continuum lógico. En este caso, las categorías son "reversibles", es decir, se implican recíprocamente porque una está dada siempre en relación con la otra. Aquí la evidente ventaja que planea la metodología de lectura propuesta por Paredes choca con sus propios límites: Marx es leído a través del crisol del pensamiento de Arendt; pero a veces se echa de menos un movimiento inverso: Arendt leída, cuestionada y obligada a repensar sus supuestos a través de la filosofía de Marx.

La revolución y la institución

El texto entra a analizar el problema de la revolución porque las distinciones arendtianas, a saber, entre actuar y hacer y entre lo político y lo social tienen como consecuencia inmediata la tesis de que toda revolución fracasa. En primer lugar, el actuar, pensado en oposición al hacer, es fútil, etéreo y no puede perdurar en el tiempo. Esto implica que el objetivo de las revoluciones, consistente en hacer perdurar la efervescencia de la libertad pública a través de la creación de nuevas instituciones, se enfrenta a la dificultad de conciliar dos elementos heterogéneos por naturaleza. En segundo lugar, el hecho de que, desde la Revolución francesa, el objetivo de la revolución sea la solución de la cuestión social (léase: la superación de la miseria y la explotación) desplaza el problema de la libertad pública y las instituciones más adecuadas para su existencia. Este diagnóstico no es ajeno para Arendt a la Revolución americana, pues, si bien allí no tuvo furor la idea de la solución a la cuestión social, la búsqueda de la felicidad privada y un entendimiento exclusivamente privado de la libertad como disfrute de la propia fortuna personal opacaron el problema de la libertad pública.

Aquí Paredes no acude a Merleau-Ponty para repensar a Marx, pues el filósofo francés comparte una opinión similar a la de Arendt: toda revolución fracasa. La razón por la que las revoluciones (y específicamente las revoluciones socialistas) fracasan es, de acuerdo con Merleau-Ponty, que el marxismo cierra el sentido de la historia en la emancipación proletaria como redención de la humanidad que finaliza el "drama interhumano". La emancipación proletaria es la victoria definitiva de la humanidad frente a la explotación y frente a la necesidad; su resultado es una sociedad sin oprimidos ni opresores. El fin de la emancipación proletaria es universal, pero los medios para lograrlo son necesariamente particulares: la instauración de una sociedad sin oprimidos ni opresores necesita que el poder se deposite en una clase, y en el momento en que esa clase detenta el poder, ella se convierte en una clase particular, ya que todo poder se funda en la distinción entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, la ecuación se vuelve perversa cuando la clase de los gobernantes representa ese fin universal, pues no es posible trazar una línea clara entre cuestionar a los gobernantes y cuestionar el fin. Es por eso que para los revolucionarios en el poder toda crítica a sus actuaciones es contrarrevolucionaria y la revolución termina con la división que dinamiza la vida en común.

Frente a estas teorías del fracaso de la revolución, Diego Paredes propone una lectura original de Marx, la cual defiende la tesis de la "institución revolucionaria". Aquí el autor distingue dos etapas en el pensamiento de Marx: la primera, que se encuentra sobre todo en el Manifiesto comunista, se caracteriza por concebir el Estado como un simple aparato que puede ser usado de forma indistinta por una clase para dominar a otra. Aquí el Estado burgués y el Estado proletario son idénticos en su forma, aunque no en su finalidad. En la segunda, influida por los acontecimientos de la comuna de París, Marx abandona su tesis del Estado-instrumento y afirma que la emancipación social y el fin de la explotación requieren la creación e institución de una nueva forma política distinta al Estado. Esta es la "forma-comuna" puesta en práctica durante la Comuna de París. En esta forma, la eliminación de la miseria y la explotación es indisociable de la construcción de una nueva manera en la que los ciudadanos-productores se ocupan de los asuntos públicos y de la economía. La forma-comuna no constituye un gobierno representativo, que conduce a la despolitización de los asuntos públicos y que, de acuerdo con Arendt, es la razón del fracaso de la Revolución americana. Por el contrario, esta forma implica una "democracia directa" con una "mediación de delegados vigilada" (260). En este orden de ideas, la forma-comuna no es simplemente democracia, sino fundamentalmente "democratización". Por democratización ha de entenderse aquí el proceso siempre dinámico e inacabado de volver democrático aquello que tiende a la despolitización y la petrificación. La democratización de la forma-comuna aparece, así, como una institución que mantiene vivo el impulso de socialización del poder que anima a la revolución en sus comienzos. Esto implica que la revolución es a la vez medio y fin (cf. 264), pues la emancipación social y el fin de la explotación solo son posibles cuando los productores se hacen cargo de los asuntos públicos de forma democrática y en condiciones de igualdad.

No hay que ver en la propuesta de Paredes un intento de construir un Marx anarquista, sino una teoría de la revolución que no suprime el conflicto, la división o la politización de los asuntos públicos, es decir, una revolución que no opaca el impulso que la constituye en su comienzo. No obstante, en este punto me parece que la lectura de Paredes, que intenta conciliar revolución e institución, ignora un problema fundamental: el conflicto entre clases o grupos desatado por la revolución de tipo socialista no es el de la confrontación discursiva entre los participantes de una asamblea, sino el de la guerra civil. ¿El fracaso inmanente de las revoluciones no tendría también que ver con que la lógica de la guerra, que es militar y opera bajo el supuesto de órdenes incuestionables, termina por devorar el impulso político y democrático que la anima? ¿Es posible que una revolución integre al bando contrarrevolucionario vencido en batalla en la dinámica democrática de la "forma-comuna" sin poner en riesgo la posibilidad misma del proyecto revolucionario? A pesar de que Paredes no trata estos problemas que pertenecen al corazón de las revoluciones, la tesis de que la emancipación social y el fin de la explotación requieren y necesitan de una forma política democrática que anime el despliegue de la libertad pública demuestra que la democracia y la existencia de la oposición, la división y el conflicto no son una restricción exterior a los fines de la emancipación, sino la única forma en que esta puede llevarse a cabo. Dicho de otra manera: Paredes demuestra que es posible pensar una unidad entre el socialismo y la democracia, pero solo si renunciamos a la idea de que el proyecto de socialización de los medios de producción implica per se la democratización de los asuntos públicos; la unidad se da, más bien, al contrario: solo puede existir una verdadera emancipación social si esta se realiza a través de una forma política democrática que permite la oposición, la pluralidad y el conflicto. He ahí la relevancia del libro de Diego Paredes para el pensamiento de la emancipación.

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