Introducción
Sallie McFague es una destacada teóloga americana con aportes significativos para la metodología teológica. Ha sido profesora de teología y decana de la Vanderbilt Divinity School de Nashville, Tennessee. En una etapa de su formación se adhirió a la teología de Karl Barth y estuvo bajo la influencia directa del famoso teólogo americano Helmult Richard Niebuhr. Entre sus libros se destacan: Speaking in Parables: A Study in Metaphor and Theology, Metaphorical Theology: Models of God in Religious Language y Models of God que, en su versión en castellano se titula: Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear. Para el presente trabajo se toman como base los dos últimos libros citados junto a otras fuentes secundarias y artículos que abordan la temática. En el presente trabajo se intenta analizar su propuesta metodológica para la elaboración de nuevas teologías que sean superadoras de las teologías clásicas que han ejercido el dominio del mundo cristiano por siglos. Para McFague, la teología debe partir de la búsqueda de metáforas para su articulación, partiendo de una crítica severa a las metáforas arraigadas en el inconsciente colectivo y que necesitan ser repensadas o reemplazadas por otras que respondan mejor a sociedades más igualitarias, antijerárquicas y antitriunfalistas, características que, según la autora, son propias de un cristianismo que toma en serio el paradigma de Jesús de Nazaret.
En la primera parte del artículo se analiza el modo en que McFague reivindica la metáfora como el recurso esencial para la elaboración de la teología, a la vez que critica dos movimientos claramente disímiles: el fundamentalismo con su tendencia literalista y el deconstructivismo derrideano con su negación a ver algo más fuera del texto, con lo cual intenta validar cualquier interpretación negando, a su vez, el conflicto de las interpretaciones y el criterio para evaluarlas. En la segunda parte se expone en qué consiste la teología metafórica propuesta por la teóloga estadounidense, a la que define como una construcción heurística e imaginativa a modo de remitologización de la teología con metáforas, imágenes y conceptos superadores de una cultura patriarcal y monárquica, optando por expresiones más adecuadas que hablen eficazmente a una cultura que tiende a la igualdad. En esa sección es esencial el recurso a las parábolas de Jesús que son desestabilizadoras y critican los modelos jerárquicos y triunfalistas y son sustituidos por la mesa comunitaria del Reino donde los publicanos, pecadores, pobres y prostitutas tienen la prioridad. La autora pondera el aporte de las teologías de la liberación para esa nueva hermenéutica. En la tercera sección, se analiza el tema más controversial de la exposición de McFague: la reinterpretación de la resurrección mediante la consideración del mundo como «cuerpo» de Dios. En la cuarta parte, el trabajo expone la propuesta de nuevas metáforas teológicas que, fundamentalmente, exigen un replanteo de la figura de Dios ya no exclusivamente como «Padre» y «Rey», sino más bien como madre, amante y amigo. Finalmente, se evalúa la propuesta metodológica expuesta por McFague reconociendo su osadía para reinterpretar la teología a partir de nuevas metáforas, que sean más afines a las sociedades más igualitarias, a partir de las dimensiones antijerárquicas y antitriunfalistas del mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios.
1. Reivindicación de la metáfora y crítica al fundamentalismo y la deconstrucción derrideana
McFague parte de la premisa de que «somos, por excelencia, criaturas del lenguaje; y, aunque este no agota la realidad humana, la cualifica de forma sustancial»2. En lo que se refiere a su disciplina:
la teología, la autora entiende que está atravesada por metáforas y lenguajes simbólicos. Citando a Nietzsche, dice:
¿Qué es entonces, la verdad? Una hueste ambulante de metáforas, metonimias y antropomorfismos; en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes3.
McFague entiende que esta aguda observación es directamente aplicable a la teología cristiana al punto de que, dice: «Nietzsche plantea un doble desafío que la teología debería tomarse en serio. No es posible seguir más tiempo sin preguntarnos por el carácter "firme, canónico y vinculante" de las metáforas y los conceptos elaborados sobre ellas»4.
Desde ese punto de partida, la teóloga estadounidense invita a pensar en una visión holística de la teología para responder al mundo y la cultura actuales. Considera que las teologías de la liberación -a las cuales pondera en forma decidida- han insistido en la necesidad de desprivatizar a la fe. En un párrafo que por su importancia merece ser citado in extenso, expresa:
La intuición principal de las teologías de la liberación -que la redención no es el rescate de ciertos individuos para una vida eterna en otro mundo, sino la plena realización de toda la humanidad en las realidades sociales y políticas de este- debe desprivatizarse más, para que incluya el bienestar de todas las formas de vida. Y esto es así, no solo porque, a menos que adoptemos una perspectiva ecológica que reconozca la dependencia humana del entorno, podría ser que no sobreviviéramos, sino también porque es de igual importancia teológica, cuando no pragmática, dado que dicha perspectiva es el paradigma dominante de nuestra época, y la teología que no esté elaborada desde un diálogo con ese paradigma no será una teología para nuestro tiempo5.
El modelo mecánico, heredero entre otras fuentes de la física newtoniana, debe ser reemplazado por la perspectiva ecológica y evolutiva, lo cual implicará, inevitablemente, romper con viejos paradigmas dualistas, a saber: hombre/mujer; cuerpo/alma; objetivo/ subjetivo; razón/pasión; sobrenatural/natural; humano/inhumano. El nuevo modelo ecológico y evolutivo conduce a interdependencias simbióticas. Citando a Birch y Cobb, define: «El modelo ecológico es un modelo de cosas vivas sobre las que se actúa y que, a su vez, responden actuando. Son pacientes y agentes. En suma, son sujetos»6. Desde este marco teórico, McFague critica las viejas formas de pensar jerárquicas e individualistas por juzgarlas anticuadas y destructivas y propone «El modelo mutualista, ecológico y evolutivo [que] sugiere una ética hacia los otros, tanto humanos como no humanos, caracterizada por la justicia y la solicitud»7. La autora entiende que se impone un cambio de modelos y conceptos para hablar de Dios y de sus relaciones con nosotros y el mundo, puesto que ya las formas jerárquicas, dualistas y deterministas no responden a nuestro tiempo. En su libro Metaphorical Theology, McFague plantea la necesidad de ir de una teología sistemática y conceptual a una teología que tome a la metáfora como modelo. Sostiene que mientras el lenguaje conceptual tiende hacia la univocidad8 y hacia significados claros y concisos, la metáfora procura superarlo mediante múltiples niveles del lenguaje imaginativo. Y agrega:
En el proceso algo se ha perdido y algo se ha ganado: la riqueza y la multivaloración son sacrificados por la precisión y la consistencia. El pensamiento conceptual intenta encontrar similitudes entre los modelos mientras los modelos insisten en la falta de similitud entre ellos. Sin embargo, la relación es simbiótica. Las imágenes «alimentan» los conceptos; los conceptos «disciplinan» las imágenes. Las imágenes sin conceptos están ciegas, los conceptos sin imágenes son estériles. En la teología metafórica, no hay sugerencia de una jerarquía entre metáforas, modelos y conceptos: los conceptos no son más altos, mejores o más necesarios que las imágenes y viceversa9.
McFague distingue la teología metafórica de la clásica teología sistemática. Entiende que esta última se organiza a partir de modelos dominantes intentando encontrar una clave propia. Así, la teología de San Pablo se afirma en la justificación por la gracia mediante la fe; la de San Agustín en la radical dependencia de Dios; para Santo Tomás de Aquino es la analogía del ser; para Schleiermacher, el sentimiento de absoluta dependencia, mientras que para Barth es la elección del pueblo de Dios mediante la elección de Jesucristo. «Cada uno de esos es un modelo radical, el cual podría ser llamado una "metáfora radical": una raíz metafórica en la acepción más básica acerca de la naturaleza del mundo o la experiencia que podemos realizar cuando tratamos de dar una descripción de él»10.
Es entonces cuando se plantea la pregunta: «¿Con qué metáforas y modelos deberíamos concebir a Dios como un "Tú" que está relacionado con el mundo de forma unificada e independiente?»11. Claro que no todas las expresiones del cristianismo se adhieren a esta necesidad de búsqueda de nuevas metáforas. Y, en el lado opuesto, hay movimientos que absolutizan la metáfora hasta el punto de negar otra realidad. Ambas posiciones son definidas en pocas palabras por la autora: «el fundamentalismo no tiene conciencia de que el lenguaje de la teología es metafórico, y la deconstrucción se niega a reconocer que haya algo que no sea metáfora»12. Con agudeza, la teóloga indica dónde radica el problema esencial en cada expresión. En el fundamentalismo, «su principio básico es la identificación de la Palabra de Dios con las palabras humanas, especialmente las palabras humanas de las Escrituras canónicas de la Iglesia»13. En su crítica al fundamentalismo, McFague afirma que las metáforas se relacionan con la realidad pero no la suplantan ya que son solo versiones o hipótesis de las realidades que describen.
En el lado contrario, la deconstrucción insiste en que no hay nada fuera de la metáfora. McFague, luego de citar la famosa oración: «nada hay fuera del texto» que remite al deconstruccionista francés Jacques Derrida comenta críticamente:
Si solo hay texto, o escritura, esto significa que solo hay juego de palabras, interpretación sobre interpretación, referidas a nada, salvo a otras palabras; una espiral interminable sin comienzo ni fin. Esto es el lenguaje como «metaforicidad». Nada hay salvo la metáfora; la metáfora es la última palabra, pues todas las palabras yerran el blanco, son inapropiadas y están fuera de contexto; puesto que no existe ningún blanco, no hay forma de juzgar su adecuación, no hay contexto literal o convencional para una palabra o una frase. Estoy en desacuerdo con esta interpretación de la metáfora14.
McFague admite que la deconstrucción nos previene contra el intento de salvación mediante las construcciones. Pero la deconstrucción, según la autora, no nos ayuda «a determinar qué construcciones son mejores. Se ocupa elocuentemente del "no es" de la metáfora, pero niega a ocuparse del "es"»15. McFague está de acuerdo con los decontruccionistas en que todas las construcciones son metafóricas, pero expresa su desacuerdo con ellos «cuando dicen que el lenguaje (la escritura) es solo lenguaje y que ninguna construcción es mejor que otra»16. Y agrega: «La hipótesis básica es que hay una realidad a la que nuestras construcciones remiten, aun cuando la única forma que tengamos de alcanzarla sea distinta de la de los decontruccionistas cuando afirman que no hay nada a lo que el texto remita»17. Otra de las deficiencias del deconstructivismo derrideano, según McFague, consiste en sostener que ninguna construcción del lenguaje es mejor que otra, con lo cual esquiva el conflicto de interpretaciones. Dice que la realidad es precisamente lo contrario, «pues la presencia de múltiples construcciones, de numerosas metáforas, supone el conflicto y la necesidad de criterios»18. Suponemos que la autora se refiere implícitamente a la necesidad de criterios que validen las mejores interpretaciones.
Finalmente, utilizando imágenes de construcción edilicia, dice McFague:
Las construcciones teológicas son «casas» para vivir en ellas durante cierto tiempo, con ventanas parcialmente abiertas y puertas entornadas; pero se convierten en prisiones cuando ya no nos permiten entrar y salir, añadir una habitación o quitar otra o, si es necesario, abandonarlas y construir otras nuevas19.
Hasta aquí, la exposición de McFague ha consistido en plantear la necesidad de una búsqueda de nuevas metáforas para hablar de Dios. Metáforas que respondan mejor al mundo y la cultura de una era ecológica y nuclear. Su propuesta parte de la crítica a dos expresiones disímiles: el fundamentalismo y el deconstructivismo. El fundamen talismo yerra al identificar las palabras humanas de la Biblia con la Palabra de Dios. El deconstruccionismo, liderado por Jacques Derrida -si bien la teóloga estadounidense reconoce su aporte al tema de la metáfora- la radicaliza tanto hasta negar que hay algo más fuera del texto, como si el lenguaje no remitiera a ninguna realidad fuera del mismo. Desde estas dos críticas, la autora pasa luego a lo que define como una teología metafórica, superadora de ambos planteos.
2. En qué consiste la teología metafórica
Para fundamentar la necesidad de una teología metafórica, McFague parte de algunas preguntas que se relacionan con el modo en que las teologías del pasado han respondido al mundo de entonces y sus características, en contraste con nuestro tiempo que, como hemos visto, se define básicamente como una era ecológica y nuclear. En pocas palabras: «habrá que preguntarse qué concepción de la relación entre Dios y el mundo puede responder a esa situación»20. Dando por sentado el hecho de que la misma Biblia utiliza metáforas para hablar de Dios, la cuestión decisiva es preguntarse si esas metáforas son imperativas para la teología o ejemplos y modelos para elaborar nuevas teologías. En otras palabras, si las metáforas o conceptos de la Escritura deben ser conservados o más bien constituyen modelos desde los cuales debemos adaptar nuestro lenguaje a nuevas situaciones. Luego de distinguir entre «desmitologizar» y «remitologizar» -lo primero remite al proyecto de Bultmann- y lo segundo a la teología metafórica, afirma: «plantear una teología metafórica significa, en principio, rechazar todo intento de despojar al lenguaje religioso de su carácter concreto, poético iconográfico y, por tanto, inevitablemente antropomórfico, en beneficio de una terminología presumiblemente más culta (y habitualmente más abstracta)»21.
Luego, la autora relaciona y distingue a los teólogos de los poetas y de los filósofos, expresando:
Los teólogos no son poetas, pero tampoco filósofos (aunque en la tradición cristiana frecuentemente lo hayan sido). Desde la perspectiva de la teología metafórica, el teólogo se sitúa en un lugar anómalo, que participa tanto de la poesía como de la filosofía: son poetas en la medida en que deben ser sensibles a metáforas y modelos que estén en consonancia con la fe cristiana y sean, a la vez, apropiados para expresar esa fe en su momento histórico; y son filósofos en la medida en que deben aclarar de forma coherente, completa y sistemática las implicaciones de tales metáforas y modelos22.
McFague insiste en que la tarea de los teólogos no debe ser limitarse a interpretar las metáforas que ofrece el acervo de la teología cristiana a través del tiempo, sino que consiste en remitologizar. Y, a la hora preguntarse qué es una metáfora, define: «Una metáfora es una palabra o frase utilizada inapropiadamente. Pertenece a un contexto pero se utiliza en otro distinto: el brazo del sillón, la guerra como juego de ajedrez, Dios como padre»23. Uno de los autores más importantes cuya obra sirve de marco teórico para el planteo de McFague es Paul Ricoeur y sus aportes sobre la metáfora. La teóloga americana afirma que, como puntualiza Ricoeur, «la realidad es reescrita mediante la metáfora. Se trata de una afirmación de peso, que restaura la capacidad de la metáfora tanto para contar con el sentido literal y subvertir y extenderlo mediante la transformación»24. Para Ricoeur tanto el símbolo como la metáfora son multivalentes y ambiguos y hacen surgir la necesidad de interpretación. Comentando las relaciones entre lenguaje metafórico y lenguaje conceptual, se hace eco de las palabras del propio Ricoeur que dice que debemos «buscar un lugar para el lenguaje conceptual que preserve el carácter tensional del lenguaje simbólico»25. Aunque, para McFague, Ricoeur no soluciona el problema, ofrece sugerencias que él cree que pueden constituir una respuesta apropiada. A modo de resumen de la propuesta de Ricoeur, dice McFague: «dentro de la continuidad del lenguaje primario y secundario debe haber una genuina separación, dado que el propósito del lenguaje secundario es la interpretación para retornarnos al evento, que es el lenguaje primario que busca expresar»26.
Desde ese marco teórico, especialmente ricoeuriano, McFague plantea que la teología metafórica es heurística y experimental en el sentido de ser una búsqueda provisional, parcial e hipotética del modo en que debemos hablar de Dios hoy. Teniendo en cuenta estos postulados, McFague llega entonces a una definición: «la teología metafórica es una construcción heurística que, centrándose en el constructo imaginativo de la relación Dios-mundo, intenta remito-logizar la fe cristiana a través de metáforas y modelos adecuados para una era ecológica y nuclear»27. Desglosando los elementos de la definición, los términos clave son:
Es una construcción heurística
Utiliza la imaginación
Su tema es la relación Dios-mundo
Su objetivo es la remitologización de la fe cristiana
Para la articulación de este tipo de teología, McFague sostiene que sus fuentes o recursos son tres: la Escritura, la tradición y la experiencia. Citando a David Tracy, dice que las teologías contemporáneas «coinciden en que el teólogo debe interpretar siempre la situación y la tradición»28. Siguiendo las orientaciones del autor citado, McFague sostiene que esta metodología de construcción teológica implica siempre una hermenéutica tanto de la situación de la cual se parte como de las normas fundamentales de la tradición cristiana. Es aquí donde, a manera del «canon dentro del canon», la teóloga afirma que esas normas radican en «la figura paradigmática de Jesús de Nazaret y en los testigos de ese acontecimiento tal como aparecen en la Escritura -el cristianismo siempre debe contar con la constante de esa tradición»29. En otras palabras: se trata de un ejercicio hermenéutico constante e ineludible donde la teología siempre está condicionada por la tradición, pero no simplemente para reproducirla, sino «en función de su relación con la otra constante, la de la situación contemporánea»30. A esas dos fuentes mencionadas: la Escritura y la tradición, McFague agrega una tercera fuente: la experiencia. Concluye el punto apelando a la conocida imagen de la espiral hermenéutica: «Por lo tanto, decir que la Escritura y la tradición entran en el ámbito de la experiencia y que toda experiencia es experiencia interpretada significa que estamos continuamente inmersos en una espiral hermenéutica que no tiene entrada ni salida clara»31.
Lo expuesto sirve como preámbulo para un tema más álgido y complejo que tiene que ver con el modo en que interpretamos la Sagrada Escritura. Ella misma recoge experiencias que se han sedimentado a lo largo del tiempo, que expresan el poder salvífico de Dios en la historia y que han sido traducidas a metáforas y modelos que han tenido la virtud de perdurar. El problema, advierte McFague, consiste en el modo en que se considera a la Escritura: como texto de estudio o como prototipo. Lo más frecuente es considerarlo como único texto autorizado o norma única para la teología posterior. En términos críticos, señala:
De este modo, se ha sacralizado el lenguaje (metáforas, modelos y conceptos) de hace dos mil años y se le ha convertido en norma. Las consecuencias de este proceso son de gran alcance: la fe cristiana no solo se ha interpretado, a lo largo de gran parte de la historia, en formas anacrónicas e inadecuadas, sino que ha llegado a ser una «religión del libro» -como se ha visto con mayor claridad en la sola scriptura del protestantismo-aunque el cristianismo venera que es el poder transformador del amor de Dios, y no un texto, lo que constituye el núcleo de la fe cristiana32.
La autora insta a tomar la Escritura no tanto como normativa sino como modelo o paradigma de cómo interpretar hoy lo que entiende es su mensaje central: el amor salvífico de Dios. Y eso, entiende, no puede expresarse en las mismas metáforas y conceptos de hace dos mil años. «El criterio formal para la teología es, pues, la necesidad de reflejar en formas concretas, vigorosas y con el lenguaje y las formas de pensar propias de nuestro tiempo, lo que la salvación podría y debería significar para nosotros»33.
McFague encuentra en las teologías de la liberación un modelo a seguir en su búsqueda del paradigma cristiano para una era holística, ecológica y bajo la amenaza nuclear. Esto, merece un análisis particular que dejamos para otra ocasión. Solo baste por ahora indi car en qué sentido la teóloga estadounidense pondera las teologías de la liberación. Nos permitimos sintetizar los siguientes aspectos:
Esas teologías se oponen a las diferencias que se establecen a partir de jerarquías, dualismos y dominio.
Esas teologías surgen de un contexto social que les permiten afirmar el aspecto central del cristianismo ofreciendo intuiciones reveladoras.
Esas teologías tienen como diferencia con las clásicas en que están elaboradas por mujeres, gente de color y pobres. En otras palabras, son otros los sujetos que elaboran esas teologías que, antes, estaban exclusivamente en el dominio de hombres y blancos.
Esas teologías «consideran que la fe cristiana es inclusiva y tiende la mano al débil, al marginado, al extranjero, al paria»34.
Esas teologías muestran que la fe cristiana es antijerárquica y antitriunfalista y «está sintetizada en la metáfora del rey que se hace servidor, en el que sufre por y junto a los oprimidos»35.
Con todo, y pese a esos aportes de las teologías de la liberación, McFague entiende que hay que ir más allá en su propia propuesta de una teología metafórica que incluya al cosmos y nuestra responsabilidad ecológica hacia el mismo. Tal vez, no toma en cuenta que teólogos de la liberación como es el caso de Leonardo Boff también se han ocupado del tema ecológico en su agenda36.
Apelando a las parábolas de Jesús -tema al cual la teóloga ha dedicado otro de sus libros37- McFague considera que ese recurso didáctico de Jesús tiene una función desestabilizadora en varios aspectos: por un lado, sugiere superar los dualismos «rico/pobre», «judío/gentil» y, por deducción, también «varón/mujer», «normal/ homosexual», etc. ya que en muchos de esos relatos el rasgo principal es la práctica de Jesús de comer con publicanos y pecadores. Por otro lado, esas parábolas muestran como centro la mesa compartida de Jesús con publicanos, pecadores, prostitutas y marginados. Citando a Elizabeth Schüssler-Fiorenza, dice:
Dado que la realidad de la basileia no significa para Jesús primeramente santidad, sino plenitud, la salvación de la basileia de Dios está presente y se puede experimentar cada vez que Jesús expulsa a los demonios (Lc 11,20), sana a los enfermos y a los ritualmente impuros, cuenta historias sobre los que se perdieron y fueron encontrados, sobre los no invitados que fueron invitados o sobre los últimos que serán los primeros
(...) No es la santidad de los elegidos sino la plenitud de todos, lo que constituye la visión central de Jesús38.
Este modo de reinterpretar el centro del mensaje de Jesús: el Reino de Dios, exige un cambio de perspectiva hermenéutica que va desde el énfasis en la santidad y la pureza -propios del movimiento fariseo al que criticó Jesús sistemáticamente- a la búsqueda de plenitud de vida en todos los aspectos. Pone el énfasis, también, no en el esfuerzo humano en términos meritorios sino en la gracia superabundante de Dios, tal como se expresa en la persona y vida de Jesús de Nazaret.
En el final del capítulo dedicado a exponer su teología metafórica, McFague ensaya una crítica a la cruz de Cristo, que interpreta como una radicalización de la desestabilización que las parábolas indicaron. Admite que la cruz ha sido interpretada de modos diferentes y hasta contradictorios que van desde una crítica al triunfalismo que se refleja en el rey que se convierte en siervo (sufriente) «y otros como simple preludio de la resurrección, tras la cual el rey reinará glorioso con sus súbditos leales»39. La teóloga considera que la muerte de Jesús no fue algo realizado en nuestro lugar, sino que en ella mostró su favor al necesitado, marginado y oprimido. A partir de que considera que las metáforas de rey y siervo ya no reflejan la cultura de hoy, propone su tesis alternativa:
La relación de Dios con el mundo, vista a través del paradigma de la cruz de Jesús, ilumina la idea de salvación, siempre que los modelos del siervo y el rey sean sustituidos por otros más significativos y que busquen otras metáforas con capacidad suficiente para expresar la visión desestabilizadora, inclusiva y no jerárquica en una era ecológica y nuclear. Esa es mi tesis40.
Con todo este amplio y agudo planteo de la teología metafórica, Sallie McFague encara luego el tema de «Dios y el mundo» acaso el más osado, provocador y riesgoso de toda su obra.
3. El mundo como «cuerpo» de Dios: una reinterpretación de la resurrección
La propia teóloga admite que la propuesta de hablar del mundo como cuerpo de Dios es «escandalosa» y un «disparate». Procurando superar el modelo monárquico, dice: «Como modelo alternativo, propongo considerar al mundo como cuerpo de Dios. Este "disparate" suscita muchas preguntas. Es una idea escandalosa»41. McFague parte de una reinterpretación de la resurrección de Jesucristo no como un hecho simplemente personal, sino como la forma en que Dios está presente con nosotros. Se trata de una metáfora del universo como «cuerpo» de Dios. Aclara que se trata de algo imaginativo y simbólico. Explica:
Imaginar el mundo como cuerpo de Dios es precisamente eso: imaginarlo de esa forma. Eso no significa que el mundo sea el cuerpo de Dios o que Dios esté presente para nosotros en el mundo. Eso es algo que no sabemos. Lo único que la fe en la resurrección puede hacer es imaginar las formas más significativas de hablar de la presencia de Dios en nuestro tiempo. Y la metáfora del mundo como cuerpo de Dios puede ser una buena forma de hacerlo42.
Nótese que la autora no se refiere al mundo como «cuerpo» de Dios, literalmente, sino que la expresión es metafórica e imaginativa. Para McFague, esta posibilidad nueva es una forma de remitologizar el evangelio de modo que suplante el «reino de Dios» por el «cuerpo de Dios». Esta nueva metáfora implica reciprocidad, interdependencia y sensibilidad. Por el contrario, argumenta, en el modelo monárquico, «Dios solo puede ser Dios si nosotros no somos nada»43. La teóloga entiende que el modelo monárquico de Dios no ayuda a la comprensión del Evangelio y no es inclusivo. En síntesis, ese modelo tiene tres fallas: «Dios se mantiene distante del mundo, se relaciona solo con el mundo humano y controla ese mundo mediante el dominio y la benevolencia»44. Comparando ambos modelos, McFague entiende que el modelo monárquico del «reino de Dios» establece una distancia radical entre Dios y el mundo mientras el modelo de «cuerpo de Dios» evidencia un exceso de proximidad. La autora es consciente de los problemas que suscita la nueva metáfora, entre otras, una tendencia panteísta que como tal reduce a Dios al mundo. Relaciona entonces el tema de «cuerpo» aplicado a Dios y «cuerpo» aplicado a los animales y a los seres humanos explicando:
La metáfora está mucho más cerca del panteísmo que el modelo rey-reino, que raya en el deísmo, pero no identifica totalmente a Dios con el mundo, del mismo modo que nosotros no nos identificamos totalmente con nuestros cuerpos. De otros animales puede decirse que son cuerpos que poseen espíritu; de nosotros se puede decir que somos espíritus que poseemos un cuerpo. (.) El hecho mismo que podamos hablar de nuestro cuerpo es una prueba de que no somos totalmente uno con él. En este modelo, Dios no queda reducido al mundo, aunque el mundo sea el cuerpo de Dios45.
La expresión: «somos espíritus que poseemos un cuerpo» plantea cuestiones preocupantes desde una antropología bíblica, tema del que nos ocuparemos en nuestras conclusiones. Y, por otra parte, no parece tan fácil plantear al mundo como «cuerpo» de Dios sin caer en un velado panteísmo, como también veremos al final. Otro tema álgido en su exposición es el de la inmanencia de Dios que, relacionada al tema del mal, conduce a McFague a plantear una nueva forma de teodicea que, dada su complejidad y la posibilidad de desviarnos del tema central no analizamos aquí. Sí nos parece importante la variedad de interpretaciones que se han dado de Dios en las diferentes teologías que McFague menciona: el Dios de los deístas que ya significó un paso contrario al Dios personal e interviniente en el mundo; el énfasis de Schleiermacher en el «yo» que percibe la presencia de Dios o -agregamos- como el propio teólogo romántico definía: «el sentimiento de absoluta dependencia»; la identificación que Hegel hace entre Dios y el mundo46, la negación de Bultmann de hablar de la «actividad divina»47, reconociéndola solo como una metáfora y, finalmente, «la cautela de Tillich con las imágenes personales de Dios y su preferencia por el "ser en sí mismo" como designación esencial de Dios»48.
La teóloga estadounidense es consciente del problema de que hablar del mundo como «cuerpo» de Dios es desplazar la idea de un Dios personal, fuertemente arraigada en la tradición judeocristiana.
En nota, comenta que el teólogo más tradicional, como Karl Barth recuerda que quienes rechazan la idea de un Dios personal está en contra de esa fuerte tradición. Comenta McFague: «Ello no significa de por sí que estén equivocados, pero nos sugiere que solo muy a regañadientes podríamos renunciar a la idea de un Dios personal, y únicamente cuando se haya mostrado incapaz de expresar el poder salvífico de Dios en nuestro tiempo»49. En síntesis, y como preámbulo a los nuevos modelos que va a plantear a continuación, el propósito de McFague al referirse al mundo como «cuerpo» de Dios es que pensemos en una presencia más directa de Él en el mundo. Porque: «Esa visión desestabilizadora, inclusiva y no jerárquica de plenitud puede percibirse cuando concebimos el mundo como cuerpo de Dios en el que Dios está presente como madre, amante y amigo/a de lo último y lo más pequeño de toda la creación»50.
4. Modelos de Dios en las nuevas teologías: madre, amante y amigo
La primera metáfora que propone McFague para hablar de Dios en la era ecológica y nuclear es la de «madre». Dado que los seres humanos somos masculinos y femeninos, es necesario utilizar metáforas tanto masculinas como femeninas. Pero al introducir estas últimas, surge con mayor nitidez el tema sexual en razón de que las metáforas masculinas están tan arraigadas en el inconsciente colectivo. La teóloga estadounidense entiende que el lenguaje sobre Dios no es asexuado pero la sexualidad femenina resulta fascinante y sorprende al introducirse en un campo teológico dominado por lo masculino. Al referirse a las metáforas femeninas para hablar de Dios, McFague hace dos precisiones: una, que Dios debe ser imaginado en términos femeninos y no femeniles y, segunda, si bien las metáforas femeninas deben incluir la maternidad, no deben reducirse a esa dimensión. Cuando se introduce la dimensión femenil en Dios, se termina por identificar como cualidades femeninas lo que la cultura ha considerado de carácter femenil. Explica:
Así se piensa que el aspecto femenil de Dios lo constituye la ternura, la protección, la pasividad y los aspectos sanadores de la actividad divina, mientras que actividades como la creación, la redención, la pacificación, la administración de justicia, etc., se consideran masculinas. Tal división, al extender a la divinidad los estereotipos que creamos en la sociedad humana, los cristaliza y los santifica51.
La metáfora de Dios como madre implica en primer lugar el amor-agape. McFague critica la influencia negativa de la obra de Anders Nygren Eros y Agape que presenta una visión extrema de oposición entre esas dos formas de amor. Expone: «Como amor "interesado", el agape divino no puede aislarse de las otras formas de amor, eros y filía. Si, con Tillich, entendemos el amor como el "poder que mueve la vida", como "lo que conduce todo lo que es hacia todo lo demás que es", entonces los elementos de reciprocidad son evidentes en todas las formas de amor»52.
El segundo aspecto al que apunta la metáfora de Dios como madre es la creación. McFague hace alusión a Sofía, la Sabiduría de la tradición judaica, según la cual ella se identificaba no solo con la tierra y la sexualidad sino también con la administración de la justicia. Dice: «Sofía no es un Dios en forma femenina, sino una faceta secundaria de Dios, concretamente la presencia inmanente de Dios en todas las cosas»53. Y, citando una vez más a Schüssler-Fiorenza, agrega que la Sofía «está especialmente relacionada con los pobres, los que sufren, los marginados y se la presenta buscando a las gentes para invitarlas a comer con ella y hacerse "amigas de Dios"»54.
Finalmente, la ética de Dios como madre se materializa en la justicia. Esa dimensión no es tanto una función negativa sino más bien positiva. Dice McFague: «Dios como madrecreadora está principalmente comprometida, no en una función negativa de juzgar a individuos desobedientes, sino en la función positiva de crear con nuestra ayuda una justa economía ecológica para el bienestar de todas sus criaturas»55.
La segunda metáfora en este replanteo de hablar de Dios que formula McFague se refiere a Dios como amante. Señala que si bien los cristianos hablan del amor de Dios se niegan a referirse a Dios como amante, expresión que solo la utilizan los místicos medievales. La autora vuelve a reflexionar sobre el eros y este, por supuesto, con la pasión. Por eso, en lenguaje pleno de poesía, dice McFague:
Dios como amante es el único que ama al mundo, sin evitar ensuciarse las manos, sino total y apasionadamente, disfrutando de su variedad y su riqueza, encontrándolo atractivo y valioso, recreándose en su realización. Dios como amante es la fuerza del amor que mueve el universo, el deseo de unidad con todo lo que ama, el abrazo apasionado que hace girar a «la tierra que vive y palpita», que «envía la sangre por nuestras venas» y «nos arroja en los brazos del otro»56.
El eros es un deseo de unión, la manifestación de un déficit o necesidad de completamiento. Por eso, McFague afirma que el sexo es el símbolo básico de unidad, de lo cual colige: «en una teología preocupada por expresar la visión cristiana como visión inclusiva de realización plena para toda la creación, debe concedérsele su sagrado lugar como el único acto que en toda la escala de la creación expresa el deseo de estar unido a los demás»57. A estos argumentos y reflexiones de Dios como amante, podemos agregar que la misma Biblia utiliza la metáfora del matrimonio entre Dios y su pueblo de lo cual da elocuente testimonio la profecía de Oseas y textos como Zacarías 1.14 y Santiago 4.558.
La actividad de Dios como amante se refleja en dos aspectos: salvación y sanación. El tema de la salvación es replanteado por McFague desde el enfoque de la era nuclear. Somos responsables del mal que se hace en el mundo. El mal, tema indescifrable para la filosofía y la teología, deriva en varias teodiceas que son analizadas por la autora y que aquí no podemos sopesar. Pero la conclusión a que llega es digna de ser citada in extenso:
En nuestro modelo de Dios como amante, la salvación no es tanto algo que se recibe cuanto algo que se realiza: no es tanto algo que nos sucede cuanto algo en lo que participamos. El amante ama al amado y quiere y espera una respuesta. En este modelo de salvación, no basta con ser amado, también es necesario amar. Esto implica una relación muy estrecha entre soteriología y ética: solo somos unificados cuando participamos en el proceso de realizar la unificación. Participamos, pues, en nuestra salvación. Esto sería, quizás, una herejía desde la perspectiva clásica de las teorías expiatorias, para las que significaría que los individuos contribuyen a salvarse a sí mismos; pero, en el contexto del modelo de Dios amante del mundo, significa que somos amados y salvados solo cuando amamos y trabajamos por la salvación del mundo59.
La otra realización de Dios como amante es la sanación. Es una forma de ver la ética divina por la cual reunifica el cuerpo desmembrado del mundo. El modelo curativo de Dios implica superar la escisión entre cuerpo y espíritu. Sobre todo, esto tiene relevancia en nuestro mundo ecológico y evolutivo. Explica McFague:
Si una de las características de la salud es la integración equilibrada de todas las partes del organismo, la salud (o salvación) del cuerpo del mundo supone la corrección de los desequilibrios que han aparecido, en parte debidos al desordenado deseo humano de devorarlo en lugar de formar parte de él. Ese deseo desordenado, es pecado, y la aceptación de los límites, la voluntad de compartir los recursos para satisfacer las necesidades básicas y el deseo de poner orden en el desorden son aspectos de la salvación que nuestro mundo necesita60.
Con estas reflexiones, McFague llega a la última metáfora de su teología: Dios como amigo. La pregunta clave, al enunciar el tema, es ¿qué tipo de amor sugiere este modelo de Dios? Así como el eros caracterizaba el amor de Dios como amante, ahora es el amor filia, de amistad que lo caracteriza justamente como amigo. La autora critica la tendencia de comparar desfavorablemente el amor filía con agape. Pero si bien la amistad es algo que escogemos en nuestra experiencia humana, con Dios no es así porque él no tiene favoritos, no escoge a sus amigos. Citando a C. S. Lewis, dice: «Los amantes están normalmente frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos, uno al lado del otro, absortos en un interés común»61. Esto implica que nuestra amistad con Dios debe materializarse en un proyecto común, que en la era ecológica adquiere el sentido de responsabilidad hacia el mundo. Todo esto implica responsabilidad, reciprocidad, compromiso e interdependencia. La actividad de Dios como amigo significa sustento. Relacionando esta dimensión con las otras metáforas, dice McFague: «El trabajo o actividad de Dios como amigo/a no es, pues, diferente del trabajo de Dios como madre o amante, puesto que la obra de creación y de la salvación son también una»62.
Finalmente, la ética de Dios como amigo tiende al compañerismo. «Lo que crea esta amistad es el proyecto común: en este modelo de compañerismo, tanto Dios como los seres humanos son amigos del mundo»63. Las profundas reflexiones de Sallie McFague en torno a Dios como amigo se cierran con tonos litúrgicos: Se trata de pedir a Dios que esté con nosotros compartiendo nuestras comidas, nuestros sufrimientos, nuestros trabajos. Le pedimos que nos perdone y nos consuele. Termina diciendo: «Cuando rezamos por nuestra amiga tierra, por cuyo futuro tememos, no se la entregamos al enemigo, sino al Amigo/a que está libre, gozosa y permanentemente ligado a este nuestro amado mundo. El modelo de Dios como amigo/a desafía a la desesperanza»64.
5. Evaluación de la propuesta metodológica de McFague
La propuesta metodológica de Sallie McFague consiste en una búsqueda de nuevas metáforas de Dios que se adecuen a una sociedad igualitaria y pluralista. Su mirada femenina es perceptible en toda su argumentación. Es creativa y osada. McFague cuestiona el modo en que leemos la Biblia. Clásicamente y, sobre todo en los ámbitos fundamentalistas, se la considera como un conjunto de verdades incuestionables y cerradas al cual no se puede agregar nada. La teóloga estadounidense insta a leer la Biblia como un modelo o paradigma a partir del cual podamos elaborar nuevos modelos para hablar de Dios y del mundo. Su osadía mayor radica en replantear la resurrección de Jesús como una presencia divina en el mundo, tan estrecha e inmanente, que el mundo mismo se convierte en «cuerpo» de Dios.
Es cierto que son necesarias nuevas metáforas para hablar de Dios. Las que propone la autora no son totalmente nuevas ya que están de alguna manera fundadas en el testimonio bíblico, solo que han sido eclipsadas por otras que con el correr de los siglos se fueron solidificando y desplazando a las otras. Hablar de Dios como madre se fundamenta en las metáforas de ser amados y acariciados por Dios, como una madre que alimenta a sus hijos. La solicitud y la ternura maternales se vislumbran en muchos pasajes de la Biblia solo que aquí McFague las pone más en evidencia o las resalta.
Su crítica tanto al fundamentalismo como al deconstructivismo es profunda y válida. Cuando el fundamentalismo apela a una lectura literalista de la Biblia no solo deja de lado las metáforas y los símbolos, sino que también obtura toda posibilidad de crear conceptos nuevos y metáforas nuevas para una sociedad y una cultura en permanente cambio.
El replanteo de la resurrección es interesante y de alguna mane ra el propio San Pablo reinterpreta la resurrección en Efesios 2.1ss. Allí, el apóstol de alguna manera «espiritualiza» la resurrección de Jesús o le encuentra un significado más allá del hecho histórico al afirmar que ya hemos resucitado con Cristo y estamos en los «luga res celestiales». Es a partir de ese ejemplo que se podría decir que McFague va más allá para reinterpretar la resurrección de un modo novedoso. Por otra parte, la crítica al deconstructivismo derrideano es aguda y atinada. No acepta el postulado de que «no hay nada fuera del texto» porque la aceptación del mismo implicaría que todas las interpretaciones son válidas y, de ese modo, se evita el conflicto de interpretaciones que nos conduce a criterios adecuados para inter pretaciones válidas.
Desde el punto de vista crítico, pese al esfuerzo que McFague realiza no parece haber superado la tendencia a cierto panteísmo en su planteo del mundo como cuerpo de Dios. Su sobredimensionamiento de la inmanencia de Dios pareciera ir en detrimento de su trascendencia. La Biblia siempre subraya la diferencia entre Creador y creación.
Es revisable su antropología y su visión del mal. Su insistencia en que somos espíritu que habitamos cuerpos de alguna manera refleja cierta herencia griega en que el cuerpo ocupa un lugar menos importante que el espíritu. La antropología bíblica, especialmente del Antiguo Testamento, enfoca al ser humano como una totalidad en la cual la carne (basar, sarx) no es un mero aditamento al ser humano sino su propia esencia. Somos carne.
Su reemplazo de la metáfora del «Reino de Dios» por el mundo como «cuerpo» de Dios no sería necesario y quizás alcanzaría con replantear el tipo de Reino que Dios trae al mundo en la persona de Jesucristo como Rey que sufre por los demás.
El mensaje más claro de McFague radica en su remitologización del mensaje del Evangelio que, siguiendo el modelo de Jesús, implica desestabilización del status quo que es antijerárquico y antitriunfalista, aspectos estos últimos que hoy se instalan con una fuerza inusitada en muchos ámbitos eclesiales.
En síntesis: la metodología propuesta por Sallie McFague parte del presupuesto de que las metáforas con el correr del tiempo pierden su eficacia y su dinamismo siendo necesario reemplazarlas por otras que se adecuen mejor al cambio cultural y social. Por ese motivo, la teóloga americana toma en cuenta la era ecológica y nuclear en la que vivimos, sustituyendo las clásicas metáforas sobre Dios como Padre todopoderoso por imágenes de Dios como madre, amante y amigo/a. Tales metáforas no son totalmente novedosas ya que también abrevan en el testimonio bíblico, solo que ahora son interpretadas y revalorizadas para el presente. Por lo expuesto, se puede afirmar que la propuesta de McFague se constituye como una hermenéutica feminista y metafórica inscrita dentro de la tradición profética, alineada con las teologías de la liberación y que reinterpreta el mensaje del Evangelio para una cultura pluralista, democrática e inclusiva en un mundo amenazado.