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Justicia

Print version ISSN 0124-7441

Justicia vol.27 no.42 Barranquilla July/Dec. 2022  Epub Feb 07, 2023

https://doi.org/10.17081/just.27.42.6098 

Artículo

Heridas en la posmemoria colombiana: reflexiones críticas en torno a la masacre de mejor esquina

Wounds in the Colombian post-memory: critical reflections on the massacre of the best corner

Edimer Leonardo Latorre Iglesias1 
http://orcid.org/0000-0002-5683-6718

María Alejandra Olarte Molina2 
http://orcid.org/0000-0002-6653-3542

Marta Sáenz Correa3 

1Universidad Sergio Arboleda, Colombia. edimer.latorre@usa.edu.co

2Universidad Sergio Arboleda, Colombia. maría.olarte@usa.edu.co

3Universidad Sergio Arboleda, Colombia. saenzcmarta@gmail.com


Resumen

El artículo de reflexión aborda con una metodología propia de la hermenéutica jurídica y con técnicas cualitativas de procesamiento de la información, el problema de la efectividad normativa del proceso de reparación de las víctimas de la masacre de Mejor Esquina. Es de anotar, que el uso metodológico posibilitó la interpretación de normas, de material documental, de extrapolaciones teóricas y de análisis de jurisprudencia. La estructura de los argumentos se presenta de la siguiente forma: En el item uno se analiza la técnica violenta de las masacres como sistema estructurado de control social, basurización simbólica (Silva Santiesteban, 2008) y eliminacionismo, especialmente, se documenta la masacre de Mejor Esquina como un caso de justicia postergada. El item dos propende por evidenciar las luchas de la posmemoria y la necesidad imperiosa de instaurar una justicia anamnética como garantía de no repetición.

Palabras clave: Memoria; posmemoria; justicia transicional; masacres en Colombia; victimas.

Abstract

The article of reflection addresses with a methodology of legal hermeneutics and with qualitative techniques of information processing, the problem of the normative effectiveness of the process of reparation of the victims of the massacre of Mejor Esquina. It should be noted that the methodological use made possible the interpretation of norms, documentary material, theoretical extrapolations and analysis of jurisprudence. The structure of the arguments is presented as follows: In item one, the violent technique of the massacres is analyzed as a structured system of social control, symbolic trashing (Silva Santiesteban, 2008) and eliminationism, especially, the massacre of Mejor Corner as a case of justice postponed. Item two tends to highlight the struggles of postmemory and the urgent need to establish an anamnetic justice as a guarantee of non-repetition.

Key words: Memory; postmemory; transitional justice; massacres in Colombia; victims

I. INTRODUCCIÓN

Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea solo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida […] Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella, no somos nada […]. (Sacks, 2019, p. 43)

La pregunta por el tiempo está en el centro del debate contemporáneo, en el cual la idea de progreso y de modernidad inconclusa se torna incuestionable y se asume con fuerza la idea de una modernidad póstuma, donde la finitud y la vulnerabilidad de los sistemas naturales y sociales se evidencia (Garces, 2017). Esta apelación al pasado preocupa por cuanto se recurre a las mistificaciones re-escrituradas de pasados gloriosos, lo que Bauman (2017) denomina retrotopías, una nostalgia por el pasado que enriquece las narrativas de los neopopulismos y aniquila las posibilidades de entender el presente y de encauzar el futuro en neonarrativas uniformes que logren integrar colectivos fragmentados como el colombiano.

Uno de los primeros pensadores en proponer el análisis de la dualidad del tiempo fue Walter Benjamín, quien de forma crítica colocó sobre la palestra la importancia en torno a la reflexión del presente en perspectiva dual junto a un examen crítico del pasado. Decía este que:

Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. […] El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. (Benjamín, 2018, p. 35)

Benjamín, de forma audaz y con el poder de las alegorías, arremete contra las concepciones historiográficas de su época, comprendiendo que memorizar el pasado (hacer historia, en este caso) significa repasar el acontecimiento mancomunadamente y sin perder de vista la cuestión de la justicia. Por eso consideraba que era imperativa una distinción importante entre memoria y recuerdo: la memoria es la puerta de la justicia que plasma las sensibilidades y las impresiones de los derrotados de la historia, el recuerdo las languidece y las destruye.

Ahora, con relación a lo anterior, ¿qué pueden tener de pertinente los ejercicios de memoria histórica en un contexto como el colombiano? La respuesta es una sola: la garantía de no repetición. Por ende, la postergación de la memoria en las sombras hegemónicas que promueven el olvido, podría ser también la postergación indefinida de la justicia.

Colombia, en el marco del conflicto armado, producto además de cinco décadas de violencia contra la sociedad en la conceptualización de Daniel Pécaut (2001), desmembró completamente su tejido social. La totalidad de la sociedad civil sufrió vejámenes atroces; innumerables acontecimientos traumáticos surgieron y se desarrollaron en la lógica paulatina de una guerra prolongada entre múltiples actores armados con sistematizaciones cruentas de eliminacionismo (Goldhagen, 2010). Por ello, cuando se intenta edificar una justicia transicional en un país como Colombia, es menester hacer memoria sobre uno de los episodios más cruentos y crueles de la historia reciente del país: la masacre de Mejor Esquina (vereda del municipio de Buenavista, sur de Córdoba).

Al adentrarnos en un análisis de lo acaecido en Mejor Esquina, encontramos que ésta no escapa al ciclo de exacerbación de la violencia contra la sociedad. En pleno fandango (baile regional del norte de Colombia) un escuadrón de la muerte que se hacía llamar Los Magníficos, adscrito a las autodenominadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), según el relato oficial de los entes de justicia, dejó un saldo de 28 muertos, asesinados de forma cruenta (Valdés, 2018).

Las víctimas de esta horrible violencia, a raíz de lo anterior, se abocaron a insufribles e inenarrables eventos que marcaron su percepción del mundo, de su realidad exterior, pero también de sus historias individuales, subjetivas, que quedaron signadas por los miedos y estados de incertidumbre que se visibilizaron de forma limitada en el ámbito mediático.

Son precisamente esos saldos históricos los que conforman la historia incompleta de Colombia, una aplicada a los pobres históricos, a los que parece que el rostro se les desapareciera incluso antes de su muerte, antes de su fatal destino en manos ajenas, en aquellas de los fusiles que imponen el eliminacionismo. Por ello, el ejercicio de memoria histórica en torno a esta masacre es un necesario proceso de catarsis frente a los altos índices de impunidad en los que está envuelto este acontecimiento. La masacre de Mejor Esquina es un caso único; se le considera la apertura de las masacres en la región Caribe y, a la luz de este artículo de reflexión, se abordará como el detonador geográfico de un continuum de violencia.

Darle voz a los silenciados es una deuda histórica, por lo que se pretende que este abordaje sea al menos un aporte para intentar crear conciencia de la necesidad de una justicia anamnética.

Delimitación metodológica

Los resultados de investigación que a continuación se explican, trataron de dar respuesta a la pregunta problema: ¿cuál ha sido la efectividad normativa del proceso de reparación de las víctimas de la masacre de mejor esquina? En ese sentido se abordó como objetivo general caracterizar el proceso de construcción jurídica de la memoria de las víctimas de la masacre de Mejor Esquina desde la perspectiva de la categoría de justicia postergada.

Por ende, los resultados de investigación se concentraron en dar respuesta a los objetivos específicos: Contextualizar las características de la masacre de Mejor esquina y precisar el proceso de reparación a las víctimas de la masacre en mejor esquina desde la perspectiva de una justicia anamnética.

La metodología empleada implicó asumir las parametrizaciones epistemológicas de la hermenéutica. El proceso de análisis de la información secundaria se desarrolló con la elaboración de fichas de resumen documental, desde una perspectiva interpretativa, que se complementó con el uso de las teorías jurídicas y socio-jurídicas para hacer el procesamiento de la evidencia empírica en el contexto de análisis de los datos. La postura epistémica de la hermenéutica se entiende en el marco del pensamiento de Gadamer, Cáceres Milnes (2018, p. 965) nos precisa esta conceptualización:

“El que intenta comprender no puede des-oir el texto. Debe estar dispuesto a que el texto le diga algo. Por eso, una conciencia hermenéutica debe plantear sus proyectos e hipótesis de comprensión reconociendo la alteridad del texto, ligándose a él y manteniendo un nexo con la tradición de la cual habla el texto en cuestión. Vale decir, familiaridad y extrañeza es el lenguaje con que nos interpela la tradición en el plano de la objetividad contemplada en la historia y el sentido de pertenencia de la propia tradición”.

Es de anotar, que el uso metodológico posibilitó la interpretación de normas, de material documental, de extrapolaciones teóricas y de análisis de jurisprudencia.

Masacre de Mejor Esquina: ¿la justicia pendiente o la pendiente de la justicia?

Mejor Esquina es un corregimiento desconectado del país a falta de vías terciarias que lo anexaran con sus más cercanas proximidades urbanas, en este caso el casco urbano de Buenavista (Córdoba). Se tiñó de sangre cuando el escuadrón de la muerte Los Magníficos hizo su aparición. Algunos relatos recogidos por periódicos nacionales hablan de veinte integrantes (Valdes, 2018); otros hablan de quince integrantes (Avendaño), pero lo que sí es claro es que el accionar del escuadrón de la muerte inició cuando sus integrantes desenfundaron sus armas y empezó otro tipo de fandango, un baile de sangriento:

Fueron diez minutos de tiros, 17 heridos y 28 cuerpos tendidos en el suelo, incluyendo el de una mujer y un niño. A todos los demás asistentes, incluso muchos que habían entrado a la casa huyendo, los llamaron al centro de esa plaza y los hicieron acostarse. Aquí nos van a matar a todos, pensó María Sáez, pero no los mataron, los dejaron ahí y huyeron hacia el carro que habían dejado a unos 40 metros del terreno (Valdés, 2018).

Entre niños y mujeres asesinados en la masacre, la hipótesis que manejan los testimonios de por qué se dio tan cruel evento es la tentativa del comando de aplicar estrategias de contención guerrilleras, pues se hablaba de la incursión en territorio caribeño del Ejército Popular de Liberación (EPL). Esto es lo que se podria denominar como pedagogías del terror, una educación basada en la muerte, más concretamente, una necro política (Mbembe, 2011). Este demencial anti-modelo educativo, que implica una escritura en el cuerpo, el desmembramiento, las cabezas cercenadas y, en especial, la sevicia en el acto criminal, asume una forma comunicativa direccionada a propiciar y propagar el terror.

Con esta masacre se inicia un régimen de terror, tal como está intitulada la columna sobre el tema en el diario El Tiempo: En Mejor Esquina empezó la historia de sangre y terror. Efectivamente, las investigaciones judiciales y académicas adjudican al corregimiento Mejor Esquina ser el epicentro de las masacres acaecidas en la región Caribe. Posteriormente se cometen las masacres de Pueblo Bello (43 presuntos desaparecidos que fueron sacados de sus casas); La Hondura (17 muertos) y La Negra (3 muertos), donde fueron sindicados presuntamente el mismo escuadrón de la muerte, Los Magníficos, junto a otro grupo con las mismas características, Los Tangueros (Verdad Abierta, 2012).

Estos nodos y/o comandos de exterminio figuraban como las estructuras incipientes de las autodenominadas Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), que en su misma caracterización (espacial y militar) eran falanges de expansión de las AUC, lideradas por Fidel Castaño, cocreador de la misma estructura.

Más allá de la misma singularidad de la masacre, a saber, el horrible saldo de 28 personas asesinadas, llama poderosamente la atención la forma como se llevó el caso en los estrados judiciales, propagando un ambiente de impunidad e impotencia frente a las familias víctimas de lo sucedido. De hecho, la situación judicial evidencia un derecho postergado, puesto que las investigaciones llevadas a cabo nuevamente frente a los hechos señalan las irresponsables conclusiones a las que llegó el juez encargado del caso.

En un allanamiento a un vehículo que se movilizaba meses después de lo ocurrido, se encontró pruebas de que las ocho personas que allí iban eran presuntos integrantes del escuadrón de la muerte autodenominado Los Magníficos y Los Tangueros, esto a raíz de la confesión de dos de ellos al decir que trabajaban en las fincas Taraguay y Las Tangas, centro de operación de estos escuadrones (Verdad Abierta, 2012).

A más de 30 años de lo ocurrido, las responsabilidades penales del acontecimiento siguen difuminadas bajo la neblina de la impunidad; las irregularidades que profesaron las víctimas sobrevivientes de la masacre no fueron tenidas en cuenta, como la vestimenta del escuadrón, que asemejaba a los uniformes utilizados por el Ejército, o que los integrantes de Los Magníficos habían sido avistados como activos de la policía de Córdoba, como detalla un testimonio recogido recientemente en la conmemoración a los 30 años de la masacre:

Dicen que los asesinos llegaron vestidos de verde, pero la verdad es que yo obedecí todo lo que ellos dijeron, de pronto por eso estoy vivo porque yo no miré esa gente, sinceramente no los miré, pero hay amigas mías que me han dicho que reconocieron a varias personas de esas, reconocieron que eran personas activas de la policía en Buenavista, Córdoba, así me lo contaban. Yo no le puse la vista a nadie porque el que no obedecía lo mataban. (Verdad Abierta, 2018)

Es evidente la fractura institucional en la ineficaz administración de justicia frente a los crímenes de lesa humanidad cometidos en los territorios periféricos. Más que una masacre entre las decenas ocurridas en el conflicto armado, la de Mejor Esquina es la manifestación de un trabajo de significación del pobre asociado con ciertas mentalidades políticas; un eclecticismo que se ha construido sobre las bases de la racionalidad moderna de la seguridad nacional, donde de una manera u otra, el pobre termina siendo portador de una culpa que se preserva en los imaginarios urbanos: algo hizo… por algo lo mataron.

El ejercicio de recuperar las diversas memorias de la masacre pone en evidencia dos cuestiones que orbitan simultáneamente: (i) el exterminio de poblaciones enteras que no pertenezcan a un determinado sistema de disposiciones y esquemas de percepciones (Bourdieu, 1999) asentadas por un determinado proyecto político de construcción de un modelo de nación donde las víctimas, en este caso campesinos, no cabían en tal comunidad imaginada (Anderson, 2007); la manifestación de esa anulación social se cristaliza en las acciones de los escuadrones de la muerte en los territorios, desatando un continuum de violencia que sojuzga los cuerpos y las mentalidades de los individuos. (ii) la sistematicidad conexa en cuanto a la desaparición de la verdad histórica y, por tanto, la postergación de la justicia del momento judicial -entendida la memoria como lugar de la justicia-hacen entrever que los escenarios judiciales tienen un ordenamiento alrededor de la distribución de las relaciones de producción y de las clases sociales a las que obedecen (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2012).

En este caso, esa hipótesis que sintetiza la violencia extrema, la postergación de la justicia y la impunidad, se manifiesta directamente a través de la desaparición de la memoria histórica, por un lado, y la clausura de la justicia en la lógica del sistema judicial que la prioriza dependiendo de quién la ocupe, por el otro. Es factible a lo anterior agregar la cuestión que radicaría en la ineficacia del Estado en garantizar la justicia, postergándola, lo que termina evitando la reparación material y simbólica de sus poblaciones.

Los dos puntos planteados deben ser mirados a la luz de un análisis reposado que dé cuenta del hilo conductor entre ellos, a saber, la insospechada razón de clases que está en el corazón del asunto; la pobreza, como una forma de degradación de status (Garfinkel, 2016) y de basurización simbólica (Silva Santiesteban, 2008) que termina siendo una forma de establecer relaciones de subalternidad. Esta última, tal como se ha entendido desde Gramsci (2013), permite instituir, en primer lugar, la relación de subordinación entre distintas capas de clases, pero, simultáneamente, le dota al individuo de mecanismos de resistencia y capacidad de agencia frente la dominación. En ese sentido la pobreza, como la entendía Simmel (1977), es una condición de clase, de olvido y de rezago institucional. El pobre termina siendo el desechado como subproducto no vendible, un paria histórico, un postergado jurídico y un aplazado constante en cuanto a la materialización efectiva de sus derechos.

En la corporeidad de los individuos y en sus historias colectivas queda registrada la impronta de las acciones cometidas por la totalidad de los grupos armados que entraron en disputa en los territorios e incursionaron a través de un largo cúmulo de estrategias de guerra y de dispositivos de violencia donde la población civil fue la principal víctima: “Atacar a la población es, para los actores armados, una forma de debilitar al adversario y, al mismo tiempo, de acumular fuerzas”. (Centro de Memoria Histórica, 2015, p. 37).

Los armados pueden ser comprendidos como insurgencia (contra el Estado bajo la pretensión de disputar su poder político); contrainsurgencia (aparato armado que pretende mitigar las incursiones guerrilleras en el territorio) o disidencias (ejemplares en un marco temporal pos-desmovilización de la AUC y/o pos-acuerdo), quienes, a la luz de la plasticidad de los términos y de la mayor precisión a la dimensión cruel de los accionares armados, son escuadrones de la muerte por su crudeza directa o indirecta con la población civil.

La evidencia empírica analizada permite afirmar que de manera absoluta todos los actores armados utilizaron la violencia de forma polivalente; la comisión de delitos y atrocidades que infringían el Derecho Internacional Humanitario (DIH) se constituyó como una forma de regular la vida social. Ahí donde el Estado era incapaz de cubrir el territorio con su manto institucional aparecía el contra-código de la alter-legalidad. Estas estructuras, al infringir temor e intimidar a la población civil, buscaban establecer fracturas en la solidaridad social, incorporando la misma comunidad -su cotidianidad y corporalidad- como un enclave territorial. Al mismo tiempo, perseguían el fin de fortalecerse simbólicamente a partir de la derrota moral de los detractores que oponían resistencia.

En Colombia -como vemos en el caso de la masacre de Mejor Esquina- la docilidad de la sociedad civil, de la población y de comunidades históricamente rezagadas, segregadas, en constante sojuzgamiento, permitió circular la narrativa de la violencia como principal regulador de la vida. Por esa misma razón el desatamiento de un continuum de violencia, exponente principal de la violencia estructural en contextos de guerra, es la que permite entender la incapacidad de reconocer en el otro su estatus de persona.

Esa des-ontologización de la vida, el desconocimiento de la existencia del otro, está enmarcado por la circulación de discursos cargados de altos niveles de violencia simbólica y fáctica; la acción armada, a saber, cuando se aplica al exterminio del cuerpo, se desmorona completamente si no está sustentada sobre las bases de una racionalidad coherente que, en las tesis de Anderson (2017), está asociada a la construcción de distintas miradas en torno a la nación y cómo debe ser el espíritu de nacionalidad.

En la masacre de Mejor Esquina el desenvolvimiento de la situación no fue mediada por palabra alguna; los testimonios dan cuenta de la crueldad del acto, de la sevicia y de las intenciones del escuadrón de la muerte al incursionar con la fuerza brutal de las armas. El reconocimiento y desconocimiento como principio de la violencia simbólica y material, en el marco del conflicto armado, está estandarizado con la apropiación presuntamente legítima de la clasificación de la vida social por parte de los armados. Tal operación práctica pone en movilización la agenda política a las que están sometidas, desde prolongados periodos de adoctrinamiento que configuran el universo social de los integrantes de cada escuadrón. Así lo estipula la antropóloga Rita Segato cuando analiza las estructuras elementales de la violencia:

Efectivamente, la antropología afirma que hasta las prácticas más irracionales tienen sentido para sus agentes, obedecen a lógicas situadas que deben ser entendidas a partir del punto de vista de los actores sociales que las ejecutan, y es mi convicción que solo mediante la identificación de ese núcleo de sentido -siempre, en algún punto, colectivo, siempre anclado en un horizonte común de ideas socialmente compartidas, comunitarias- podemos actuar sobre estos actores y sus prácticas. (Segato, 2003, p. 131)

Es crucial llamar la atención sobre la barbarie en la comisión de atrocidades en el marco del conflicto armado, pues es esa característica la que le confiere la posibilidad de asignarle un espacio insoslayable a los derechos humanos y al DIH. La impronta da cabida al escrutinio riguroso de las condiciones en las que se forjaron las acciones contra la población civil e insiste en la aclaración de lo sucedido en materia penal; sin embargo, más allá de esto, también supone una cuestión que, en casos como el de Colombia, es significativo: el papel de agente activo del Estado (directa o indirectamente) por su incapacidad institucional de controlar el monopolio legítimo de la violencia. Tal como lo precisa el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH):

Por eso, dos factores estructurales o “nudos problemáticos” explican la persistencia del fenómeno paramilitar y la actual etapa de los Grupos Armados Pos Desmovilizados: de un lado, la incapacidad del Estado para penetrar la sociedad a nivel regional y local […] El hecho de que el Estado no haya penetrado las zonas rurales y las regiones de frontera y colonización es parte de su proceso de construcción y de su presencia diferenciada en el territorio, lo que explica a su vez la persistencia del conflicto. (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2016, p. 16-17)

La presencia diferenciada del Estado en los territorios periféricos explica, por un lado, la aparición de zonas grises o escenarios de vacío de poder que se traducen necesariamente en dominación, y, por otro, la transacción de las instituciones políticas locales con las estructuras armadas que se expanden militar y políticamente. Sin embargo, la idea de que la ausencia de Estado es el detonador principal del conflicto y, por tanto, de su crudeza, es no tener en cuenta la desintegración social que se posterga históricamente a partir de un denominador común, la fragmentación territorial de Colombia que redunda en una fragmentación de la idea de nación.

Las relaciones trenzadas intrínsecamente entre Estado y sociedad, por una parte, y violencia y agentes de los escuadrones de la muerte, por la otra, se imbrican en la aparición de un fenómeno que Goffman (1981) categorizaría como backstage (bambalinas) o front (fachada), es decir, la realización dramática de la práctica social, pues esta va conferida con un significado oculto, soterrado y, sin embargo, duramente expresivo:

Mientras se encuentra en presencia de otros, por lo general, el individuo dota a su actividad de signos que destacan y pintan hechos confirmativos que de otro modo podrían permanecer inadvertidos y oscuros. Porque si la actividad del individuo ha de llegar a ser significante para otros, debe movilizarla de manera que exprese durante la interacción lo que él desea transmitir (Goffman, 1981, p. 43).

Lo que es sucedáneo a esta lógica dramatúrgica, como lo llama Goffman, es la tramitación de un poderoso andamiaje que se encuentra en los límites de lo legal y lo alter-legal. Si bien Bourdieu no se refería estrictamente a escenarios de conflictividad en donde el campo de la función pública (el campo del Estado) se entremezclaba con los poderes fácticos que le disputan la dominación, es indudable que su rectificación a la afirmación de Weber cobra relevancia:

Hace varios años rectifiqué la célebre definición de Max Weber, que define el Estado [como el] “monopolio de la violencia legítima”, añadiendo una corrección: “monopolio de la violencia física y simbólica; se podría decir igualmente “monopolio de la violencia física y simbólica legítima”, en la medida en que el monopolio de la violencia simbólica es la condición de la posesión del ejercicio del monopolio de la propia violencia física (Bourdieu, 2014, p. 14).

Es claro que el ejercicio de la violencia simbólica aplicado en concordancia entre los armados, sobre todo los Escuadrones de la muerte, y el Estado, es producto de una sinergia determinada. Mbembe (2011) planteaba que, en contextos de guerra, había dos elementos importantes para ejercer la soberanía de la muerte: el enemigo interno, ese enemigo de ficción, y la excepcionalidad, donde los Estados encuentran los argumentos jurídicos para aplicar poderes extrajurídicos (Agamben, 2004).

Así, la incapacidad del Estado de insertarse efectivamente en los territorios periféricos de su nación encuentra su correlato directo en la defunción de un proceso de industrialización que resulte de la incorporación al sistema jurídico y tributario de una reforma agraria que lograría la necesaria modernización del campo colombiano. Colombia es un caso típico de una economía con industrialización restringida y con un colapso de la industria agraria donde se priorizó el proceso de urbanización (Koessl, 2015) desde las ciudades y cascos urbanos centralizadas políticamente, aunado al auge de la globalización y la apertura de mercados mundiales, pero con una incapacidad de acompañar este acelerado desarrollo con la correspondiente estructura Estatal necesaria.

Los contornos y los contrastes de este escenario hacen relucir a los desheredados de este proceso, la lacra sin nombre, como lo llama Adela Cortina (2017), la cual se hace cada día más notoria deambulando por los lugares marginales de las grandes ciudades. En un país donde presumiblemente (con fecha de corte a 2022), hay más de nueve millones de desplazados internos por el conflicto, siendo Colombia el país con más desplazados internos del mundo, incluso superando a países del Oriente Medio como Irán o Irak según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR, 2018), las palabras de Bauman resuenan con fuerza en este algido panorama:

Cientos de miles de personas son expulsadas de sus hogares, asesinadas o forzadas a huir más allá de las fronteras de sus países de origen para salvar la vida. Es posible que la única industria pujante en los territorios de los miembros tardíos del club de la modernidad (ingeniosa y, con frecuencia, engañosamente denominados “países en vías de desarrollo”) sea la producción en masa de refugiados (Bauman, 2008, p. 27-28).

Las afirmaciones de este sociólogo no están tan lejanas en nuestra realidad: el desplazamiento forzado, al ser una estrategia de terror implementada por los escuadrones de la muerte, también es una herramienta para desatar un estado de anomia social que le es funcional a las mafias armadas y a los grupos de presión que trafican influencias con estos poderes hegemónicos para perpetuar un estatus quo que los beneficia.

Como hemos mencionado, la imbricación de un problema estructural como las fuerzas productivas estancadas en instituciones extractivas (Acemoglu y Robinsón, 2012), más la complejísima situación de un proceso de democratización política sin las adecuadas condiciones de acompañamiento estatal en los territorios que manifiesta la centralización del sistema político en determinadas castas políticas.

Ello implica en la práctica, una fuerte oligarquización del campo político, que a su vez termina siendo un terreno fértil para la germinación de una situación de anomia social, entendida como una forma irregular de orientación de las acciones sociales, tal como lo entiende Waldman: “Proponemos decir que una situación social es anómica cuando faltan normas o reglas claras, consistentes, sancionables y aceptadas hasta cierto punto por la sociedad para dirigir el comportamiento social y proporcionarle una orientación.”

(Waldman, 2014, p. 106)

Tal estado de anomia social conlleva, sin embargo, a la amplificación de los daños causados y a la destrucción de la urdimbre social, y no solamente la usurpación de la memoria histórica, en el sentido de la justicia postergada, sino la afectación directa a la moralidad colectiva, a las representaciones socialmente situadas de los territorios, connotados como espacios sin ley y territorios sin paz.

Las métricas del conflicto no se pueden medir cuantitativamente, por lo tanto, es imposible de estimar en las afectaciones individuales y colectivas. Estas últimas son más importantes aún, pues se sabe que los armados, como escuadrones de exterminio, perseguían sistemáticamente grupos selectos que, en nombre de las normas sociales construidas por la herencia colonial y los mandatos culturales de índole religioso, hostigaban a los colectivos que se alejaban de esa cosmovisión del mundo.

El ejemplo más trágico es el sometimiento de los grupos LGBTI y las mujeres en general en el marco del conflicto, y de cómo eran percibidos como ciudadanos de tercera categoría por ser portadores de un estigma social, especialmente de la categoría social del desviado, propia de sociedades rurales ultra conservadoras.

Históricamente se ha configurado un sistema sexo/género que margina a los sujetos que no cumplen los parámetros establecidos según el orden de género hegemónico y los define como hombres y mujeres. Como resultado de ese orden de género, las mujeres han sido subalternizadas, al igual que algunos varones, tales como aquellos que tienen orientaciones sexuales o identidades de género no normativas. (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015, p. 66-67)

Paulatinamente, el estado de anomia social conlleva a la fragmentación de la administración territorial y a la pésima dotación de servicios básicos en ellos; es decir, al Estado, esa corporación ineficaz de regular la vida social y las interacciones entre los individuos, le compiten y le usurpan el poder de dominación los poderes paralelos (los escuadrones de la muerte). La región Caribe no es la excepción: tal y como plantea Luis Trejos, en esta región, como en otras del país: la violencia se convierte en el medio utilizado para la resolución de tensiones y conflictos sociales, es decir, la violencia y quienes la administran o la ejercen pasan a ser el elemento dinamizador del desarrollo de la vida en común”. (Trejos, 2015, p. 101).

En ese sentido se acentúa una doble dimensión de violencia contra las víctimas: por un lado, la cristalización de las estrategias de sojuzgamiento de la corporalidad de los individuos a través de un largo portafolio de prácticas como el desplazamiento forzado, las sanciones arbitrarias, la estigmatización social (panfletos y toques de queda) y los asesinatos selectivos.

Esto se ejemplifica con los asesinatos de líderes sociales que mantienen activas agendas públicas con contenido político, ello como forma de amedrentar la moralidad y la cohesión del grupo. Por otro lado, la naturalización de la violencia como una forma análoga de reforzar la regulación y el control social a través de prácticas con alto contenido de violencia simbólica, como la circulación de discursos estigmatizadores que, al mismo tiempo, fungen como condensadores del capital simbólico (Bourdieu, 1994).

En efecto, la circularidad de la violencia se atiza en una correlación proporcional a los mecanismos de control social y de regulación de los cuerpos y subjetividades de los armados, de sus espacialidades y territorialidades, dando resultados desastrosos como los procesos de blanqueamiento y segregación social en razón de su identidad de género, orientación sexual y/o raza, por mencionar casos de persecución. Esta es la expresión de las más injustas y profundas desigualdades en el marco del conflicto armado, la cual marca una relación de asimetría entre armados y población civil.

El Estado, en ese sentido, pierde sus atribuciones más esenciales como el monopolio legítimo de la violencia, del territorio y de la seguridad. A propósito de lo anterior, Revelo Rebolledo lo aclara cuando afirma lo siguiente:

Es muy frecuente encontrar que detrás de la fachada institucional no hay nada, o casi nada; solo se halla el caparazón institucional, representado en sus formas, sus rutinas institucionales: se expiden decretos, se producen sentencias, se hacen diligencias, se presentan informes, y hasta se captura a presuntos delincuentes. Pero detrás de esas rutinas no hay un Estado que haga cumplir la ley, que lleve los cometidos legales a la práctica. Dicho en otros términos: en buena parte de los municipios existe una disparidad entre las instituciones y las prácticas sociales (Rebolledo, 2018, p. 12).

Respecto a esto último, podría revisarse el uso de la injuria en contextos de guerra y de violencia, como recuerda Judith Butler (2009) cuando, por ejemplo, los armados incurren en aquellas prácticas para generar condiciones de existencia subalternizadas. En el caso de Mejor Esquina, antes del suceso habían aparecido en lugares aledaños del corregimiento murales que decían Ya llegaron a limpiar Los Magníficos (Comision Interclesiasl de Justicia y Paz, 2019), lo cual supone, como vimos, una reafirmación identitaria en torno al lenguaje de suciedad del otro, del pobre, del basurizado que necesita ser eliminado.

La noción de limpieza cobra relevancia en el contexto de los espectros políticos representados en el marco del conflicto armado. El contexto citacional -como expresa Butler, la injuria y el insulto no son solamente aplicados particularmente a la persona, sino que refiere explícitamente al grupo social o al espectro político al que pertenece dicha persona- es importante, pues, en este caso, la limpieza social que aplicaron Los Magníficos toma un significado en una doble vía: por un lado, limpia al pensamiento diferencial y, por el otro lado, higieniza a la pobreza residual (a la extirpe condenada) a la que está asociada dicha representación de tal tendencia política.

Por esa y por otras razones que expondremos a continuación, la impunidad de la masacre de Mejor Esquina es un asunto de clasificación social. La puesta en duda de lo ocurrido, la ausencia de verdad y de reparación y la invisibilización de sus víctimas es una deuda histórica con el país que al mismo tiempo funge como un llamado de atención al sistema judicial y una revisión de la justicia como lugar de la memoria.

Instaurar la eficacia normativa implica el freno de la contingencia, y esto solo puede darse en la medida en que se afianza el proceso civilizatorio, tal y como lo ha explicado el sociólogo Norbert Elías, quien ha logrado encontrar las pautas que posibilitan el freno de la violencia, que solo se alcanza con la configuración social en torno a la norma y a su institucionalización. Cuando el Estado funciona, la violencia se frena por la autocontención, lo que implica que el Estado ha logrado internalizarse en las personas. Recordar forma parte de la consolidación de las instituciones. Trágicamente, postergar la justicia es dejar abierta la posibilidad de la repetición.

Justicia postergada: ¿verdad restringida y olvido sistemático?

Para introducirnos al tema de la relación entre justicia, verdad y memoria histórica, se necesita ubicar el análisis con ciertas precauciones necesarias y elementales. A fin de lo anterior, debemos establecer la diferencia, que obedece netamente al funcionamiento del aparato judicial, entre justicia retributiva y justicia restaurativa -esta cuestión toma relevancia en el marco de las negociaciones y en el posterior acuerdo de paz entre el gobierno Santos y las extintas FARC-EP y en la narrativa actual de paz total.

La justicia retributiva propone el despliegue del aparato judicial del que se dota el sistema jurídico para aplacar y sancionar los delitos cometidos; en ese sentido, su lógica está mediada por el principio de proporcionalidad entre la pena y el delito cometido. Los sistemas penales modernos, como el colombiano, están organizados en la lógica de este principio, a saber, el de la punición y el castigo al delito.

Por el contrario, la justicia restaurativa surge en el contexto de lo extraordinario, pues supone la aplicación de un enfoque de justicia (restaurativa) que se instaura como la base de un sistema de justicia (transicional); así, la justicia restaurativa surge como crítica a la justicia ordinaria penal en contextos donde se han infringido graves violaciones a los derechos humanos y al DIH. En pocas palabras, este modelo de justicia propugna por la consecución de la paz por medio de la reconciliación de víctimas y victimarios, donde estos últimos remedien el dolor y los daños causados aportando verdad, reparación y garantías de no repetición.

En Colombia, a partir del marco jurídico propuesto para la Ley de Justicia y Paz, y posteriormente con la incorporación de los Acuerdos de Paz al bloque constitucional, toma relevancia este debate pues, como dice Uprimny y Guiza (2016), el actual Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y garantías de No Repetición (SVJRNR), producto de los Acuerdos de Paz, estableció que, primero, en contextos donde se opte por un sistema de justicia transicional, se debe priorizar no solamente el componente de justicia restaurativa -es decir, la transacción entre verdad entregada junto a reparaciones materiales y simbólicas por beneficios jurídicos-, sino que también se deben priorizar los mecanismos de justicia extrajudicial.

Tal cuestión coloca sobre la palestra la importante función de la Comisión de la Verdad y de los resultados recientemente entregados: abordar la historia de Colombia, no desde el relato oficial y cuantificable de los daños, sino, por el contrario, desde la memoria histórica situada, desde lo local hasta lo nacional. Traído a colación lo anterior, podemos introducirnos en el análisis en cuestión: la posible postergación de la justicia como una modalidad de clausurar la memoria histórica y, por tanto, de cercenar la verdad ocurrida.

En el caso de Mejor Esquina, los testimonios recogidos por los medios de comunicación dan cuenta de las irregularidades que se llevaron a cabo en los escenarios judiciales. Éstos, que dirimen los conflictos que truncan la justicia, son el lugar de la memoria por excelencia, entendido como el espacio físico en que toma forma una tradición (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2012). Es decir, esos lugares donde las sociedades se reconocen y entienden sus propios acontecimientos.

En 2012, puesta en marcha la Ley de Justicia y Paz, los procedimientos llevados a cabo por el operador judicial de ese momento, el Juez Segundo Especializado de Montería Fredy Vásquez Ferrer, fueron sometidos a escrutinio por las extrañas conclusiones a las que llegó a través del fallo judicial llevado a cabo meses después de ocurrir la masacre. En esa ocasión, el juez tuvo la oportunidad de apresar a ocho individuos que pertenecían presuntamente al escuadrón que ejecutó la masacre (Los Magníficos), pero, como muestra el reportaje Lo que la justicia no quiso ver en el caso de la Mejor Esquina (Verdad Abierta, 2012), el juez los puso en libertad.

Este suceso deja evidenciar la interpretación de la tradición jurídica colombiana, sustentada auspiciosamente en las lecturas positivistas del texto constitucional, es decir, basada en la literalidad de su escritura. La fuerza del derecho, tal como se concibe en otros modelos de interpretación jurídica, coexiste con las relaciones sociales que producen efectos de arrastre o de verdad. Tal como dice Bourdieu, el campo jurídico obedece a correlaciones de fuerza, estando doblemente condicionado:

Las prácticas y los discursos jurídicos son, en efecto, el producto del funcionamiento de un campo cuya lógica específica está doblemente determinada: en primer lugar, por las relaciones de fuerza específicas que le confieren su estructura y que orientan las luchas o, con mayor precisión, los conflictos de competencias que se dan en él; en segundo lugar, por la lógica interna de las acciones jurídicas que limitan en cada momento el espacio de lo posible y con ello el universo de soluciones propiamente jurídicas (Bourdieu y Teubner, 2000, p. 159).

Como se ha insistido, si los escenarios judiciales claudican en su deber de conseguir la justicia e inclinan la balanza en el proceso de revictimización de las víctimas, cabe entonces preguntar por las condiciones en las cuales se desarrollan las operaciones jurídicas y se le confiere significado a los acontecimientos en el que el derecho arremete con su aparato judicial. A más de 30 años de impunidad frente al caso de Mejor Esquina, podríamos pensar, junto a Halbwachs (2004), que los escenarios judiciales renuevan los marcos sociales de la memoria.

Según este autor, las estrategias políticas situadas en las relaciones de interacción entre agentes de distintas clases y sus legítimos recuerdos hacen posible la renovación de la memoria social; sobre su alteración: “[…] podemos perfectamente decir que el individuo recuerda cuando asume el punto de vista del grupo y que la memoria del grupo se manifiesta y se realiza en las memorias individuales”. (Halbwachs, 2004, p. 11).

La relación directa de justicia y conflicto armado se ve reflejada en la escasa capacidad del Estado en administrar efectivamente justicia y de reparar a las víctimas simbólica y materialmente. Si nos acogemos a la noción que explica la administración de justicia como la cúspide de la pirámide de litigiosidad (la base de la pirámide serían los reclamos sociales de los ciudadanos), podemos afirmar que los desfases del aparato judicial son una afrenta contra las reivindicaciones legítimas de las víctimas del conflicto armado.

Eso sería pensar la justicia como una herramienta que abona el terreno donde germinará la paz. Como dice Uprimny y García, para reparar a las víctimas efectivamente en el marco del conflicto armado, el análisis debe volcarse a la creación de estrategias que modernicen el aparato judicial:

En primer término, hay que hacer una justicia para la paz; las estrategias y reformas judiciales deben ser pensadas como instrumentos para la paz, y por ello deben buscar disminuir el desfase que existe entre la oferta y la demanda de justicia. Problemas de congestión, de información y de costos, entre otros, sumados a los factores socioinstitucionales mencionados, han impedido que las personas vean en la justicia un instrumento atractivo al momento de resolver sus problemas. Esta disociación se ha acentuado con el aumento de la violencia y el consecuente énfasis de la justicia de excepción, lo cual ha ocasionado una desvalorización institucional de la justicia ordinaria y, como resultado, un aumento de la brecha entre oferta y demanda de justicia (Garcia y Uprimny, 2016, pp. 151-152).

Sin embargo, lo anterior no agota en su totalidad el asunto de la justicia. Las relaciones de clases inmersas en la lógica de operación de la justicia es un tema que está presente en el caso de Mejor Esquina. El campo jurídico es eminentemente contencioso, y las luchas que se dan en el seno mismo de sus reglas son las que le confieren la eficacia simbólica de las prácticas y los discursos jurídicos.

La cuestión -nos recuerda Bourdieu- es que, para ratificar la fuerza del derecho, es necesaria la concentración de un fuerte capital simbólico que se consagra a sí mismo como veraz y legítimo; la reafirmación del derecho sobre su mismo eje contribuye a la consolidación de una tradición jurídica que se aplica de forma sui generis, altamente jerarquizada por el reconocimiento de la literalidad de la escritura y la fuerza normativa que emana de las costumbres morales.

Como sucedió en la instancia judicial de Mejor Esquina, la interpretación jurídica del juez estuvo condicionada por la tradición jurídica colombiana, a saber, modelos interpretativos fecundos en la lógica positiva de la ciencia y el carácter moral de la norma. Ciertamente, para que un escenario judicial ponga en cuestionamiento los procedimientos de un fallo judicial anterior, debe darse también una disposición a la interpretación jurídica que se aparte de la que cuestiona o que ponga en tela de juicio su capacidad para administrar efectivamente la justicia. Este campo de las rivalidades las explica Bourdieu de la siguiente manera:

[…] la rivalidad entre los intérpretes encuentra su límite en el hecho de que las decisiones judiciales pueden distinguirse de puros golpes de fuerza políticos solo en la medida en que se presenten como el resultado necesario de una interpretación reglada de textos unánimemente reconocidos. Al igual que la Iglesia y también la Escuela, la Justicia organiza no sólo las instancias judiciales y sus poderes según una estricta jerarquía, y por tanto también las decisiones y las interpretaciones que se autorizan mediante ellas, sino también las normas y las fuentes que otorgan autoridad a esas decisiones. (Bourdieu y Teubner, 2000, pp. 162-163)

De allí que se desprenda necesariamente una perspectiva historicista y anamnética de la escena judicial, que le dote al aparato judicial un enfoque de memoria histórica pensada hacia la posmemoria y necesariamente focalizada en la justicia social que le permita dirimir efectivamente los problemas socio-institucionales, asociados generalmente a los altos índices de impunidad. Así, con eso en mano, cobra relevancia la necesidad de un acoplamiento entre el trabajo de memoria histórica y la consecución de justicia; ambas, como hemos visto, son directamente proporcionales y deontológicamente convergentes. Por ello es necesaria la inserción al campo jurídico de la verdad revelada por los esfuerzos de los mecanismos extrajudiciales, tanto institucionales (la Comisión de la Verdad y el Centro Nacional de Memoria Histórica), como pertenecientes a la sociedad civil (como las iniciativas de memoria) en una era pensada para aquellas nuevas generaciones, es decir para la posmemoria.

II. CONCLUSIONES

No hay mejor forma de representar, en el lenguaje más simple y directo, los caminos de la memoria como lo hace Borges en su cuento El jardín de los senderos que se bifurcan: “Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros” (Borges, 2011, p. 108-109).

¿Podemos pensar a Colombia como ese jardín fúnebre donde los senderos de la memoria se bifurcan y, simultáneamente, se alejan de la justicia? Si tomáramos el caso de la masacre de Mejor Esquina no habría razones suficientes para negar tal afirmación.

Pensar junto a Cortina (2017) la aporofobia como mecanismo de sustracción del pobre toma sentido cuando observamos que, a más de 30 años de la masacre, la justicia no ha operado efectivamente en el caso. La cuestión se disuelve por la racionalidad jurídica de solventar los problemas sociales a través del derecho. Como decíamos anteriormente, el estado de anomia social en la Colombia periférica posiblemente esté dando como resultado la imposible resolución del conflicto social a través de las instancias jurídico-penales.

Un valor agregado de la justicia transicional y del modelo de justicia restaurativa es suponer la cristalización de condiciones que renueven el entramado social profundamente carcomido. La respuesta inmediata de la sociedad, que exige justicia por los altos grados de conflicto no dirimidos socialmente, es la punitiva; esto se concatena no solo con el espíritu de las leyes nacionales, sino que también es un fenómeno de respuesta del capitalismo neoliberal para seguir fomentando un régimen de control a partir de la aparición del modelo de Estado punitivo, uno que garantice a toda costa la circulación del capital, como explica Garland (2001, p. 232):

En el marco de una de las series de cálculos gubernamentales, influenciado por el neoliberalismo, las tasas elevadas de encarcelamiento representan un desperdicio ineficaz de recursos escasos. En el marco de la otra, moldeada por la agenda neoconservadora, representan un símbolo positivo de la voluntad del Estado de usar la fuerza contra sus enemigos, expresar el sentimiento popular y proteger al público por todos los medios que sean necesarios. La soberanía estatal sobre el delito es simultáneamente negada y simbólicamente reafirmada.

En efecto, nos topamos con los sistemas orientados a la dominación efectiva de las clases. Las expectativas normativas no cumplen las expectativas políticas de las grandes víctimas de este conflicto; la entrega de la verdad y la constatación de una memoria histórica no consolidada transfigura la justicia y la posterga. Los afligidos por este olvido sistemático no son más que los pobres de Colombia y, ocultar tal verdad es seguir reproduciendo las estrategias de degradación de status.

No obstante, el ejercicio de memoria histórica no se detiene en los nodos estructurales de articulación. Traer el pasado al presente significa también desplegar un importante factor de restauración: los mecanismos de afrontamiento y de resistencia que emanan de la voluntad de la(s) víctima(s) para forjar su propio destino y comprender los acontecimientos ocurridos en sus vidas. Esta categoría (mecanismos de confrontación) resulta imprescindible a la hora de frenar los continuum de violencia, las victimizaciones y revictimizaciones constantes. Recuperar esas memorias y revivificarlas contribuye a restablecer el tejido social carcomido por la generalización y el esparcimiento de la guerra y el conflicto.

Las memorias obtienen un carácter restaurativo y de inclusión que, al mismo tiempo, permiten generar un componente de justicia, de garantías de no repetición y, fundamentalmente, un espacio de retroalimentación de la verdad subjetivizada e instrumentalizada por las élites que posiblemente la terminen convirtiendo en una memoria politizada. De lo anterior se desprende el imperativo de auscultar las experiencias y memorias de las víctimas que se apartan del relato oficializado, políticamente deliberado, de una agenda política y pública inversa a la integralidad de nuestro Estado social de derecho.

Resignificar y dignificar el presente está contenido dentro de los esfuerzos de la memoria histórica. Darle voz a los tradicionalmente silenciados, generar espacios de encuentros y la creación de redes de vinculación (comisiones, redes de víctimas, ONG, etc.) les permite a ellos devolverles su capacidad de agencia, estimulando la consolidación de los canales institucionales con los territorios, yendo en contra de la oposición de la Colombia profunda frente a la Colombia urbana (De la Calle, 2019) y proporcionando herramientas desde sus experiencias -variadas y particulares- para consolidar un modelo de nación donde realmente todos quepan, una nación que al fin logre ser imaginada por todos y para todos.

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Licencia:Esta obra es de acceso abierto y está bajo licencia internacional Creative Commons Attribution 4.0 International License. © 2022 Copyright by autores. Publicado por la Universidad Simón Bolívar

Como Citar: Latorre Iglesias, E. L., Olarte Molina, M. A., & Correa Abogada, M. S. (2022). Heridas en la posmemoria colombiana: reflexiones críticas en torno a la masacre de mejor esquina. Justicia, 27(42), 89-102. https://doi.org/10.17081/just.27.42.6098

Recibido: 14 de Junio de 2022; Aprobado: 22 de Agosto de 2022

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