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Justicia

Print version ISSN 0124-7441

Justicia vol.28 no.43 Barranquilla Jan./June 2023  Epub Nov 22, 2023

https://doi.org/10.17081/just.28.43.5998 

Artículo

La desobediencia civil como expresión de la obligación política: una propuesta

Civil Disobedience as an Expression of Political Obligation: A Proposal

Eduardo Esteban Magoja1 
http://orcid.org/0000-0003-3182-5219

1Universidad de Buenos Aires, Argentina magojaeduardo@gmail.com


Resumen

En materia de obligación política, la teoría del fair play plantea que, si un individuo que forma parte de un esquema cooperativo ventajoso se beneficia del esfuerzo de los demás participantes, tiene el deber de soportar las cargas; de lo contrario, violaría su deber de fair play, esto es, de reciprocar los beneficios obtenidos. Bajo esta perspectiva, la obligación política tiene un carácter prima facie, lo cual abre la posibilidad de que haya tipos de desobediencia justificadas contra alguna ley o acto en particular del gobierno. Las más importantes y reconocidas son la desobediencia civil, la protesta y la objeción de conciencia. Mediante una metodología que entrecruza la filosofía del derecho y la filosofía política, este trabajo tiene como objetivo examinar el (des)valor de la desobediencia civil dentro del Estado constitucional de derecho. Veremos que ella, lejos de ser una actitud transgresora, es un mecanismo esencial para la preservación de los bienes humanos básicos, en especial, de aquellos grupos sociales que son relegados del campo público o no pueden hacer valer con efectividad sus reclamos. Sobre la base de estas consideraciones, avanzaremos a formular la tesis de que la desobediencia civil constituye una expresión de la obligación política.

Palabras clave: fair play; obligación política; desobediencia civil; Estado de derecho

Abstract

Regarding political obligation, the theory of fair play states that, if a person who is part of an advantageous cooperative scheme benefits from the efforts of the other participants, he has to bear the burdens of cooperation; otherwise, he would violate his duty of fair play, that is, to reciprocate the benefits obtained. From this point of view, the political obligation has a prima facie characteristic, which allows the possibility of thinking about forms of justified disobedience against any particular law or governmental act. The most important and well-known are civil disobedience, protest and conscientious objection. By using a methodology that combines a legal and political philosophical approach, this paper aims to analyze the (dis)value of civil disobedience in the constitutional state of law. We will see that, far from being a transgressive attitude, it is an essential way to preserve the basic human goods, especially those primary goods of social groups that are not taken into consideration by the government or cannot effectively enforce their claims. Based on these considerations, we will move forward to the formulation of the thesis that civil disobedience is an expression of political obligation.

Keywords: fair play; political obligation; civil disobedience; rule of law

I. INTRODUCCIÓN

Se suele decir que el Estado constituye una empresa cooperativa dentro de la cual se ofrecen las condiciones mínimas y los servicios básicos para que cada uno de sus miembros pueda llevar a cabo su plan de vida en consonancia con la promoción del bienestar general. También se suele decir que, en lo que respecta a su funcionamiento, los participantes no solo tienen libertades, sino deberes u obligaciones hacia los demás integrantes y las instituciones estatales mismas, los cuales nacen principalmente, pero no con exclusividad, como consecuencia de los beneficios obtenidos dentro de tal empresa. En materia de obligación política, una de las teorías que se ajusta a esta perspectiva es la teoría del fair play. El planteo es sencillo, pero con potencial explicativo: si un individuo, que pertenece a un esquema cooperativo ventajoso, se beneficia del esfuerzo de los demás participantes, tiene a su vez el deber de soportar las cargas que establecen los miembros entre sí; de lo contrario, violaría su deber de fair play, esto es, de reciprocar los beneficios obtenidos.

Formulada por Hart (1955) y luego desarrollada por Rawls (1999), la teoría del fair play ha sido explotada sobre todo por Klosko (2004, 2005 y 2019), quien no solo se ha encargado de precisarla y ampliarla, sino que también se ha ocupado de contestar muchas de las críticas que se le han formulado a semejante planteo dentro de la comunidad académica. En este desarrollo, el profesor de la Universidad de Virginia se ha centrado, como exige el problema de la obligación política, sobre la cuestión de por qué los ciudadanos de un Estado deben obedecer el derecho y sus instituciones. Sin embargo, no le ha prestado mucha atención al problema de la desobediencia,1 y con ello me refiero no a cualquier acto de desobediencia, sino a aquel que podría estar en algún punto justificado: la objeción de conciencia, la protesta y la desobediencia civil.

Situados en tal área temática, en este trabajo reflexionaremos, a la luz del principio del fair play y con base en la bibliografía especializada, sobre la primera de aquellas expresiones ciudadanas ante la ley. El objetivo es examinar su (des)valor en el marco de una empresa cooperativa como el Estado constitucional de derecho. Veremos que la desobediencia civil, lejos de ser una actitud transgresora, es un mecanismo esencial para la preservación de los bienes humanos básicos de todos los ciudadanos, en especial, de aquellos grupos sociales que por diferentes cuestiones son relegados del campo público o no pueden hacer valer con efectividad sus reclamos. Es más, con base en estas consideraciones plantearemos la tesis de que -aunque suene a primera vista algo paradójico- la desobediencia civil constituye una expresión de la propia obligación política.

En lo que a la estructura del artículo se refiere, se procederá de la siguiente manera: en primer lugar, se explicará cómo en la teoría del fair play se da lugar a distintas formas de oposición a la ley; en segundo término, veremos con cierto detalle las características de la desobediencia civil. Esto nos permitirá, en un tercer paso, desarrollar la cuestión de su justificación para luego, en un cuarto movimiento, discutir sobre la veta positiva que ella tiene, bajo ciertas circunstancias y límites, dentro del Estado de derecho. Por último, avanzaremos en la formulación de la tesis propuesta.

II. LOS LÍMITES AL DEBER DE OBEDIENCIA EN EL ESQUEMA DE COOPERACIÓN ESTATAL

Hablar del alcance del deber de obediencia es algo que descansa, naturalmente, en la propia teoría de la obligación política que se asuma. Si se parte, como proponemos en el análisis de este trabajo, de la teoría del fair play, lo que cabe señalar, ante todo, es que el deber de reciprocar los beneficios obtenidos de un esquema de cooperación ventajoso no es un deber absoluto. Decir que sea absoluto significa que los ciudadanos no están justificados para desobedecer las leyes del Estado en ninguna circunstancia. Si ese deber entra en conflicto con otros deberes, nunca se anula porque tiene el mayor peso en el campo de las razones para la acción (Wasserstrom, 1999, p. 19).

En realidad, el deber de fair play tiene un carácter prima facie (Ross, 2007) o, si se prefiere usar otra terminología, constituye una razón pro tanto para la acción. Que sea prima facie indica que un acto tiene la característica de convertirse en un deber en sentido propio (duty proper) cuando no sea sobrepasado por otros deberes que lo anulen (Ross, 2007, pp. 19-20). Como su efectividad depende de esta condición, la cualidad prima facie sugiere que se está hablando solo de un aspecto que una situación moral presenta “a primera vista” y que puede resultar ilusorio. Solamente algunos actos, según Ross, tienen la característica de ser prima facie obligatorios, como por ejemplo cumplir una promesa, no dañar a los demás o promover el bien (Ross, 2007, p. 21).

Que al deber de fair play se lo entienda como una razón pro tanto significa, en líneas generales, algo muy similar al concepto de deber prima facie. Sin embargo, hay algunas diferencias importantes. Mientras que los deberes prima facie son algo que “a primera vista” parecen ser una razón, pero que, consideradas todas las cosas, pueden llegar a no serlo -tienden a ser un deber, pero estrictamente no lo es-, las razones pro tanto siempre tienen algún peso en la balanza de las razones para la acción (Kagan, 1989, p. 17). No son, pues, una mera apariencia. En otras palabras, este tipo de razones son relevantes a la hora de cómo uno debe actuar y contribuyen efectivamente al resultado. Además, si una razón pro tanto entra en colisión con otras razones se genera un conflicto genuino, en el cual puede ser vencida o no; pero en el caso de que lo sea, aún mantiene su fuerza, aunque no sea la que determina la decisión finalmente tomada (Knowles, 2010, p. 16). Dicho de otra forma, ese deber, si bien es anulado por otro requerimiento, es de todas formas una verdadera exigencia que mantiene cierto peso moral y deja su impronta (Simmons, 1979, p. 27).

Sea que se adopte cualquiera de estos dos términos, se entiende que dentro de la teoría del fair play -y esto es lo que en realidad importa marcar- habría lugar para la desobediencia justificada o, al menos, se abre el juego para considerar si existe tal justificación. Esta teoría de la obligación política es capaz de dar cuenta de por qué los ciudadanos de un Estado deben obedecer las leyes, pero también contempla las limitaciones a tal requerimiento. Este es el campo en donde se sitúa la reflexión de nuestro trabajo. Dicho esto, lo primero que conviene marcar, para organizar la exposición, es que en todo esquema cooperativo como el Estado existen momentos en los cuales la ley, a pesar de exigir respeto por parte de sus destinatarios, no es obedecida. No hay que ser un experto para ver cómo algunos ciudadanos violan las normas jurídicas de su comunidad. Cruzar un semáforo en rojo para ganar algunos segundos de tiempo, dejar de pagar impuestos o cometer unas estafas para obtener ventajas económicas, son algunos de los muchos ejemplos cotidianos que podemos encontrar. Nino (2005) da sobrados ejemplos con respecto a la Argentina en su texto Un país al margen de la ley, que en su conjunto causan a cualquier lector mucha preocupación.

Los ejemplos nombrados, que podemos subsumirlos dentro de la categoría de simple desobediencia, tienen algo en común: no son justificables, por lo menos prima facie. Esa clase de actos, mediante los cuales se viola la ley y se pone en jaque la autoridad del derecho, procuran satisfacer una mera ventaja personal. Se tratan, para decirlo de forma sencilla, de free riders que, mediante la elusión de las normas, agotan su propósito en intereses meramente egoístas2. Uno supone, por cierto, que en tal supuesto los ciudadanos tienen un deber de obedecer, solo que lo infringen. Dicho de otro modo, aquellos que en el seno del esquema cooperativo no cooperan, pero aun así aprovechan los beneficios derivados del esfuerzo de los demás, se encuentra bajo un deber de cooperación; el problema es que lo incumplen sin una razón de peso que justifique, en razones entendibles, su propio accionar. Son acciones por completo repudiables por la sociedad, que por eso intentan mantenerse ocultas y alejadas de la mirada pública. En razón de esta naturaleza no son actos que caen bajo el problema de los límites y el alcance del deber de obediencia que formula la teoría del fair play.

En realidad, lo interesante en términos de filosofía política y jurídica son las múltiples actitudes que los individuos pueden asumir en oposición a lo que ordena la ley, pero con algún grado de justificación. Se trata de otro tipo de conductas que, como no suponen simplemente aprovecharse del esfuerzo de los demás al evadir las cargas, no caen dentro de la etiqueta de free rider (Moraro, 2019, p. 17). Estas son, en especial, la objeción de conciencia, la protesta y la desobediencia civil. Todos estos casos son diversas manifestaciones de las denominadas, de acuerdo con Kaufmann (2006, p. 375), formas de “resistencia débil”, la cual hay que diferenciar de la resistencia en sentido fuerte: mientras que en la primera se incluyen las acciones que, reconociendo la autoridad estatal como legítima, se oponen a sus actos o normas por considerarlos arbitrarios o injustos dentro de un esquema de cooperación justo o “casi justo”, la otra categoría, en cambio, engloba las acciones que rechazan una autoridad ilegítima (como por ejemplo un Estado tiránico u otro tipo de esquemas injustos).

Tal como fuera anticipado en la introducción, nuestro interés se centra en precisar las características de la desobediencia civil y avanzar en la formulación de una tesis que contenga tal práctica dentro de la propia obligación política. En las próximas secciones nos ocuparemos de esto. Pero antes de ello, hay dos consideraciones importantes que realizar sobre las formas de resistencia débil. En primer lugar, todas ellas se piensan dentro del supuesto de que el Estado se apoya o necesita de una justificación moral al interior del propio derecho. Así pues, se concibe que el Estado tiene un componente material muy importante: es eticidad, pues ordena lo que una sociedad considera bueno, justo y correcto. Por ejemplo, el ordenamiento legal del Estado argentino toma como postura la realización de los derechos humanos y los valores esenciales de las personas de acuerdo con los estándares fijados en la Constitución Nacional y los tratados internacionales. Esto hace que tenga sobre su base valores y principios sustantivos; no es pura forma. Ciertamente, a diferencia de lo que sucedía con el Estado legal, la práctica del derecho en el Estado constitucional, como explica Atienza (1998), “presupone -o implica- no sólo valores de tipo formal (ligados con la idea de previsibilidad), sino también de tipo material (vinculados a las nociones de justicia o de verdad) y de tipo político (conectados a la noción de aceptación)” (p. 47). Tal sustrato material es el que evitaría que todo pase, para decirlo en términos de Habermas (1997, pp. 70-71), por una suerte de “legalismo autoritario” cuya naturaleza se expresa en la fórmula “la ley es la ley”: un legalismo que, por cierto, “niega la sustancia humana de lo multívoco precisamente cuando el Estado de derecho se alimenta de dicha sustancia”.

Entonces, el derecho que informa a la empresa cooperativa no puede ser pensado simplemente en términos racionales como puro concepto, sino que tiene un contenido material de eticidad que lo nutre y orienta. El fin último es la promoción de la dignidad humana de cada individuo en correspondencia con la promoción del bien común. En la propia concepción de Fuller (1969) sobre el Estado de derecho, que es una de las más difundidas en la literatura, el respeto por este principio básico se marcaba de la siguiente manera: “Toda desviación de los principios de la moral interna del derecho es una afrenta a la dignidad del hombre en cuanto agente responsable; &%091;… &%093; es expresar nuestra indiferencia por sus facultades de libre determinación &%091;… &%093;; &%091;y entonces&%093; ya no juzgarmos a un hombre, nos imponemos sobre él” (pp. 162-163).

En segundo lugar, y muy conectado con lo anterior, se puede decir que tiene mayor sentido discutir las formas de resistencia débil en relación con esquemas cooperativos estatales cuya forma de organización política sea democrática, una que además esté efectiva y legítimamente establecida como tal (que no sea un simple nomen). No se niega que puedan darse en otros contextos. Pero lo cierto es que solo en la estructura democrática el derecho a expresarse constituye uno de sus pilares básicos y, por ello, aquellas tácticas -que recurren necesariamente a él-, además de tener un soporte robusto, pueden adquirir una impronta no solo moral, sino también política, en el sentido de que atañe a la comunidad de ciudadanos. Además, no es menor destacar que, como el ejercicio de las formas de resistencia débil constituye una clara expresión de la autonomía de la voluntad, el mejor medio conocido que mantiene un claro compromiso con ella es el sistema democrático. (Gargarella, 2005, pp. 39-40). Ciertamente, la democracia es el procedimiento más acorde con la idea de autonomía y por ello encuentra en este vínculo una sólida justificación (Barbarosh, 1996, p. 19)

III. LA DESOBEDIENCIA CIVIL: UNA CARACTERIZACIÓN

La desobediencia civil es una expresión moderna cuyo uso se volvió frecuente en la teoría política desde que Thoreau publicara su clásico ensayo Civil Disobedience en 1849. La literatura especializada se ha ocupado de reflexionar sobre el problema, en especial a partir de la segunda mitad del siglo XX. Como consecuencia, encontramos un gran número de propuestas que han buscado precisar sus características, muchas de ellas coincidentes y otras una tanto disímiles.3 Sin entrar en total profundidad sobre este tema espinoso y complejo, creemos que lo mejor para trazar el rumbo hacia la caracterización de la desobediencia civil es partir de la propuesta de Rawls e ir hilvanando sus ideas -siempre que sea posible- con otros autores de notable relevancia en la filosofía política y jurídica contemporánea. Así, lo que primero que cabe señalar es que la cuestión de la desobediencia civil es un problema de conflicto de deberes: por un lado, sobre los ciudadanos existe un deber de obedecer el derecho fijado a través de los órganos de creación de normas; pero, por el otro, ese deber colisiona con otros deberes que, por lo general, se apoyan en principios, valores u otros motivos que el individuo considera superiores (Rawls, 2006, p. 331). El deber de obediencia, que tiene un carácter prima facie o constituye una razón pro tanto para la acción, pierde su fuerza porque el agente entiende, en función de una postura reflexionada y sobre la base de principios de mayor peso, que debe oponerse a lo dispuesto en tal mandato. En este escenario, un tanto agonístico, la discusión pasa por determinar en qué medida, y cuándo, deja de ser obligatorio el deber de someterse a la autoridad del derecho establecido por la mayoría dentro del esquema cooperativo.

Según Rawls (2006), la desobediencia civil se define como “un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno” (p. 332). Esta propuesta, como el propio autor reconoce, no es propia, sino que es deudora de Bedau (1961). Sin embargo, en reconocimiento de su mérito hay que decir que la originalidad de Rawls está en las precisiones que realiza sobre ella. En este sentido, el profesor de Harvard entiende que tal acto de resistencia lo que hace es apelar a un sentido de justicia de la mayoría de los miembros del Estado y señalar que, según la propia opinión de quien desobedece, no se están respetando los principios básicos de la cooperación social. Se trata, en primer lugar, de un acto contrario a la ley -por lo general, injusta, ilegítima o no válida- que puede desplegarse de dos formas: el ciudadano se opone a la ley misma contra la que se protesta (desobediencia civil directa) o contra otras normas distintas a la que se discute, pero cuyo quebrantamiento permite visibilizar la situación de injustica (desobediencia civil indirecta). No es por ello, en modo alguno, un acto de revolución. El objetivo de la desobediencia civil es mucho más modesto, pues busca frustrar leyes específicas en lugar de reemplazar un sistema de gobierno por otro (Martin, 1970, p. 125). Claro, hay actos de desobediencia civil que pueden ser revolucionarios, en el sentido de que marcan un antes y un después con respecto a lo que se venía haciendo al interior del propio sistema, pero esto es algo claramente distinto a romperlo.

La persona que ejecuta la desobediencia la lleva a cabo con conocimiento de lo que su conducta denota o implica; por eso, es un acto consciente. Dicho de otro modo, hay deliberación en la oposición a la ley o “propósito de violación de normas” (Habermas, 1997, p. 56), y ello no ocurre por accidente, sino que es un aspecto sustancial (Martin, 1970, p. 124). En efecto, precisamente resistir al mandato de una ley, sabiendo lo que se hace, es la táctica característica de tal forma de resistencia. En esta oportunidad conviene hacer una aclaración sobre la referencia a la cuestión de la “conciencia”, ligada no tanto con el comprender de lo que se hace, sino más bien con los motivos de la acción. Es cierto que Thoreau se refiere a una motivación de la desobediencia que se asienta sobre la propia conciencia del individuo. Muchos autores lo entienden también de esta forma, como sucede, por ejemplo, con Bedau (1961, p. 659), quien se refiere a convicciones morales a las que apela el individuo para oponerse a la ley. Pero hay que tener cuidado en pensar que la propia conciencia constituye la base que justifica el acto de desobediencia, pues esto podría hacernos caer en una cuestión meramente subjetiva (la pura interioridad humana) y dar el privilegio a cualquier ciudadano de desligarse a su antojo de realizar las obligaciones cívicas que tiene (Power, 1972, p. 42). En realidad, la justificación, como veremos enseguida, tiene mayor sustancia y presenta un movimiento que va de lo moral hasta lo político y se inserta en este campo.

La desobediencia es un acto político, al menos, en tres sentidos. En primer lugar, porque llevar adelante tal violación de la ley no es otra cosa que suplantar el gobierno de la mayoría por el gobierno de una minoría: una transgresión de las reglas que presupone una democracia. En segundo lugar, la desobediencia es política en cuanto al fin (Martin, p. 136). Lo que busca es el cambio de malas leyes y esta cuestión es algo que atañe a la propia instancia política. Por último, como explica Rawls (2006, p. 333) ), la desobediencia está apoyada sobre principios políticos, es decir, principios de justicia que regulan e informan la Constitución y la empresa cooperativa. Mediante ella no se invoca simplemente una cuestión moral personal, sino la concepción de justicia que subyace al orden jurídico y, por eso, se solicita a los demás miembros que reexaminen si corresponde seguir con las reglas establecidas. Este punto es muy importante, pues si se redujere el acto a una mera cuestión moral, se podría argumentar que quien lo practica haría sus juicios absolutos: “no se consideraría sujeto a castigo, y el Estado no podría castigarlo justificadamente” (Martin, 1970, p. 135).

La desobediencia civil no es un acto que se lleve a cabo de forma encubierta, sino que se da a conocer a la colectividad: es, en esencia, abierta y de carácter público (Bobbio, 1997, p. 116; Rawls, 2006, p. 333). La clandestinidad es una cualidad más afín a la criminalidad (Arendt, 1972, p. 75). En cambio, en la desobediencia civil, la idea de quien la practica es visibilizar una problemática ante el cuerpo de ciudadanos, al estilo de como si se tratara de un discurso político. Este carácter, que para Habermas (1997, p. 56) se trata de un “carácter simbólico”, supone el no ejercicio de la violencia. En efecto, si la vía es el discurso, apoyado sobre todo en consideraciones serias y profundas, se cancela la posibilidad de recurrir a actos de violencia hacia los demás miembros de la comunidad. Semejante naturaleza del acto, por cierto, se asocia con la figura de Gandhi, cuyo ejemplo fue emulado, entre otros, por Luther King (1964), quien en su discurso pronunciado en ocasión de recibir el premio Nobel decía: “la no violencia es un arma poderosa y justa; de hecho, es un arma única en la historia, que corta sin herir y ennoblece al hombre que la empuña”. Ciertamente, la cuestión de la no violencia es una de las notas que muestra su clara diferencia con otras formas de resistencia (Power, 1972, p. 40).

Rawls además entiende que la desobediencia es no violenta por otra razón: ella se da dentro de los límites de la fidelidad de la ley, que queda expresada en la naturaleza pública del acto y por aceptar sus consecuencias jurídicas. Lo que sucede, como explica Dworkin (1984, p. 316), es que el individuo tiene la fuerte creencia, razonada y fundada, de que el derecho está de su lado. Se puede decir, a propósito de este punto, que en ello radica el carácter civil de la desobediencia: aunque es resistencia, hay una fuerte aceptación del orden jurídico en general y quien la práctica no considera apartarse de los deberes que surgen de la ciudadanía, sino que cree contribuir al mejoramiento y fortalecimiento de las instituciones (Bobbio, 1997, pp. 116-117). Incluso, por ese mismo motivo es que quien hace uso de tal posibilidad de convencer a los demás en el espacio público toma por sí mismo la decisión de correr un riesgo y reconoce que hay un precio que se deberá pagar. Así, la aceptación del (posible) castigo “fortalece la prueba de la motivación de la desobediencia y la separa eficazmente de la desobediencia criminal” (Rivas, 1996, p. 188).

Pero además de este aspecto legal, si planteamos el panorama desde un ángulo ético y político, se puede decir que la satisfacción de la exigencia de la no violencia es mostrar, como ciudadano desobediente, una prueba del claro respeto por los derechos humanos fundamentales de los demás y de propiciar un cambio pacífico dentro de las reglas del sistema democrático (Power, 1972, p. 40). La cuestión de la no violencia y de trazar una línea contra ella es muy importante, por varias razones. Si bien es difícil ofrecer una respuesta, Martin (1970, p. 132) arrima algunas ideas que pueden ayudar a esclarecer el asunto. En primer lugar, alejarse de la violencia implica reconocer el imperio del Estado de derecho y una de sus principales razones de ser. En relación con las teorizaciones del Estado moderno, Hobbes (2007) y Locke (1980) enseñan con claridad este punto. En segundo término, la soberanía del Estado reside en gran medida en su capacidad para, por un lado, proscribir por medio de la ley la violencia individual y, por el otro, monopolizar la fuerza coercitiva. Por último, un Estado democrático puede pretender ser soberano en este sentido. Así, de aceptarse estas afirmaciones, -dice Martin (1970, p. 132)- “se sigue que el demócrata qua demócrata no debe usar la violencia, cualquiera que sea su definición última, contra las instituciones de creación democrática de leyes o en violación de la ley democrática”. Todo esto es cierto, pero creo que además se podría agregar que la democracia justamente supone reemplazar la violencia por el uso de la palabra, la razón y la persuasión. Quien quiera instalar una posición en la arena pública, debe hacerlo mediante aquellas herramientas y, en lo posible, canalizarlo a través de las instituciones designadas. La violencia, claramente, no es una de las reglas del juego.

IV. JUSTIFICACIÓN Y CONDICIONES DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL

De acuerdo con lo desarrollado se puede decir que el fundamento del ejercicio de la desobediencia civil se apoya, en principio, en una cuestión moral. Dicho de otra forma, quien practica la desobediencia lo hace sobre la base de consideraciones morales o mediante la referencia a estándares morales a partir de los cuales determinaría la injusticia de la ley o el acto de gobierno que pretende cambiar. Pero decir que la desobediencia civil se justifica en ello es cierto solo en parte, pues la cuestión acerca de qué razón o razones la apoyan trasciende el plano de las consideraciones personales y se inserta también dentro de la dimensión de la politicidad y de la juridicidad. Rawls (2006) es bastante claro en marcar este punto, cuando dice que se trata de “un acto guiado y justificado por principios políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la constitución y en general las instituciones sociales” (p. 333). Sin ir más lejos, el propio concepto de desobediencia civil, como vimos en la sección anterior, es un concepto con una fuerte valencia política y, por ello, cualquier consideración sobre su justificación no puede omitir este aspecto fundamental. En este orden de ideas, entonces, quien ofrezca solo una justificación moral de la desobediencia civil se quedará a medio camino. No debemos perder de vista tal aspecto en nuestro desarrollo sobre las condiciones de justificación. Hecha esta aclaración vayamos al desarrollo de las dos dimensiones identificadas (moral y política)4 o, mejor dicho, los “foros” ante los que se debe justificar la conducta (Rivas, 1996, p. 195).

En lo que respecta al plano moral, la cuestión de la justificación de la desobediencia civil se traduce en la pregunta acerca de cuándo existen razones morales de peso para apoyar la conducta desobediente. Este punto admite una distinción según se coloque el foco de atención sobre las consideraciones morales propias del individuo o bien sobre el carácter que una ley debe tener para ser desobedecida. Ambas cuestiones están muy vinculadas, pero son distintas y perfectamente distinguible en términos analíticos. Así, en relación con la primera, como ya hemos adelantado, quien desobedece puede invocar sus principios morales, aquellos cuya conciencia le ordena respetar y, por lo tanto, oponerse a una ley que considera, con base en tal estándar, injusta. En este plano, si el individuo cumple con las características del acto de desobediencia (público, no violento, político, fiel al sistema y con aceptación de las consecuencias) y verdaderamente procede según sus convicciones, no habría por qué dudar de la legitimidad de su acción. Sin embargo, el problema es que esto es una cuestión muy subjetiva, que difícilmente pueda ser objeto de juicio por parte de la ciudadanía o un observador externo. Es por ello que, además, en términos morales se exigiría para justificar la acción determinados contenidos concretos que debería tener la ley hacia la cual se dirige la desobediencia. Esto, como fácil se advierte, es una cuestión más asible que la mera interioridad moral del individuo o, por lo menos, algo sobre lo que con cierta objetividad se puede juzgar.

Pero, aunque con este movimiento pareciera que el camino se vuelve más claro, lo cierto es que surgen otros problemas. En efecto, entre los especialistas no está claro, más que aceptar que se tratan de leyes o decisiones establecidas en un régimen democrático, qué contenidos estas deben tener. Así, por ejemplo, Rawls (2006) restringe la desobediencia civil a “graves infracciones del primer principio de justicia, del principio de libertad igual, y a violaciones manifiestas de la segunda parte del segundo principio, el principio de justa igualdad de oportunidades” (p. 338). Singer (1973, pp. 64 y ss.) considera que tal forma de resistencia se justifica cuando la ley vulnera derechos inviolables, como ser, aquellos que ponen en crisis los principios democráticos: la libre expresión, la igualdad y el voto, entre otros ejemplos. En la teoría de Habermas (1997), “la desobediencia civil justificada solamente puede darse a los ojos del sujeto a partir de la circunstancia de que las normas legales de un Estado democrático de derecho pueden ser ilegitimas” (p. 60). Nuestro último ejemplo es Raz (1985, pp. 335-336), quien afirma que, dentro de un Estado liberal, el derecho de uno a la actividad política se encuentra adecuadamente protegido y, por ello, tal derecho no puede justificar, sin caer en contradicción, un derecho a la desobediencia civil. La participación solo es posible, pues, por vía de un acto político lícito. Sin embargo, el profesor de Oxford aclara que ello no significa que nunca se justifique la desobediencia: en situaciones en las que haya disposiciones jurídicas malas o perversas puede resultar “correcto” (en el sentido de ser aprobado por otra persona) emprender tales actos; pero esto, claro está, es una cosa por completo distinta que reconocerlo como derecho.

En la determinación de qué debe afectar la ley contra la cual se justifica el acto de desobediencia suele haber, por lo general, una referencia a suerte de espacio protegido de derechos fundamentales que debido a su importancia y valor no admite negociación alguna que suponga su desconocimiento. Los juristas y filósofos han utilizados diversas expresiones que, si bien presentan matices distintivos, ilustran muy bien semejante carácter: Dworkin (1984) habla de “triunfos políticos” (p. 37); Ferrajoli (2001) de la “esfera de lo indecible” (p. 36); Bobbio (2003) del “territorio fronterizo” (p. 479) y Garzón Valdés (1989) de “coto vedado” (p. 157). Lo que interesa marcar de todo esto es que, en función de tal criterio, uno podría decir que la ley pierde su fuerza obligatoria si ordena ir en contra de esa área inviolable de derechos. El iusnaturalismo clásico resume la razón de ello en la expresión “la ley injusta no es en realidad una ley” y, por lo tanto, no debe ser obedecida. Semejante doctrina, como es sabido, se encuentra sintetizada por Tomás de Aquino (1998) en el siguiente pasaje:

…las leyes pueden ser injustas de dos maneras. En primer lugar, porque se oponen al bien humano, al quebrantar cualquiera de las tres condiciones señaladas: bien sea la del fin, como cuando el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas, que no miran a la utilidad común, sino más bien al propio interés y prestigio; ya sea la del autor, como cuando el gobernante promulga una ley que sobrepasa los poderes que tiene encomendados; ya sea la de la forma, como cuando las cargas se imponen a los ciudadanos de manera desigual, aunque sea mirando al bien común. Tales disposiciones tienen más de violencia que de ley. Porque, como dice San Agustín en I De lib. arb.: La ley, si no es justa, no parece que sea ley. Por lo cual, tales leyes no obligan en el foro de la conciencia, a no ser que se trate de evitar el escándalo o el desorden, pues para esto el ciudadano está obligado a ceder de su derecho, según aquello de Mt 5,40.41: Al que te requiera para una milla, acompáñale dos; y si alguien te quita la túnica, dale también el manto. En segundo lugar, las leyes pueden ser injustas porque se oponen al bien divino… (ST, I-II, q. 96, a. 4c).

El planteo tomista es válido siempre que no se lleven tales afirmaciones a un extremo. No hay que decir, pues, que cualquier norma jurídica positiva que pudiera ser tildada de injusta podría ser inmediatamente desobedecida. Dicho de otro modo, de la injusticia de las leyes no se sigue necesariamente un deber de desobediencia. Hay diferentes supuestos que habría que distinguir: en primer lugar, una ley injusta que, dada su gravedad, se vuelve insoportable obedecerla; en segundo término, una ley injusta que ordena hacer un mal grave sobre otros; y, por último, una ley injusta que, a pesar de tal condición, exigiría, en principio, obediencia.

En relación con el primer supuesto, englobaríamos allí a todos aquellos casos en los que las leyes o los actos de gobierno atentan, de forma grave y con meridiana claridad, contra los derechos fundamentales de las personas. Si sucede ello, como suele reconocer Rawls, por ejemplo, se habilita la vía de la desobediencia civil. El fundamento de semejante afirmación, según nosotros, es la propia persona humana, eje y centro del ordenamiento jurídico. Nadie estaría obligado a tolerar una injusticia extrema que vaya contra su propia dignidad y sus derechos más fundamentales, sin los cuales sería imposible realizar cualquier plan de vida.

En relación con el segundo supuesto, es decir, en el caso de leyes injustas que ordenan de forma directa o indirecta hacer un mal grave sobre otros participantes del esquema cooperativo, también se puede afirmar que la desobediencia civil se justifica. Se trata, en este caso, de respetar al otro como un igual, esto es, como una criatura discursiva dotada de dignidad y titular de derecho básicos, y no apoyar medidas que vayan en su perjuicio. Quien, bajo el amparo de una ley que ordena cometer una injusticia, infringe un mal a su semejante, no lo respeta como tal. Su deber como ciudadano, y como agente moral, es resistir. La vía de la desobediencia civil es una de estas formas privilegiadas de llevar a cabo la resistencia. Un claro ejemplo de este tipo de situación lo da la desobediencia practicada por Thoreau, quien se negó a pagar impuestos a un Estado que los empleaba para hacer una guerra injusta contra México y además mantener la esclavitud.

El tercer supuesto ya nos va introduciendo todavía más en la justificación de la desobediencia civil ante el foro político. Este versa sobre leyes que, si bien son injustas en cierto grado, los participantes estarían, en principio, obligados a obedecerlas porque su desobediencia, dadas ciertas circunstancias, podría generar un mal aún más grave en todo el esquema de cooperación democrático. Así, por ejemplo, pensemos en una ley tributaria que supone una presión fiscal inequitativa sobre uno o varios contribuyentes. Si se propagara la desobediencia, se podría descalabrar el sistema con un serio perjuicio hacia los demás participantes. Entonces, en casos de este tipo, que distan mucho de ser injusticias graves como las del primer supuesto o el segundo, es más dudoso poder aceptar que un acto de desobediencia civil esté justificado. De cualquier manera, quien se vea afectado tendrá la posibilidad de traccionar la modificación o derogación de la ley por otras vías, quedando en él la decisión, y responsabilidad, de avanzar hacia formas de resistencia tolerables en el régimen democrático.

En lo que respecta a la dimensión política de la justificación, basta con señalar que, de acuerdo con la caracterización ofrecida, la desobediencia civil no supondría un riesgo para la comunidad política. En efecto, al ser un acto no violento, público y con respecto al cual el desobediente está dispuesto a aceptar el castigo, se clausura la posibilidad de que se convierta en una amenaza para el orden instituido. Claro que sobre tal ejercicio, de todas maneras, debería haber limitaciones adicionales. En este sentido, parece correcto el planteo de Rawls de que deben darse, además de situaciones de serias injusticias para invocar tal resistencia, dos condiciones más. En primer lugar, se justificaría la desobediencia si es empleada como un recurso necesario, es decir, cuando las vías legales que le ofrece el Estado al ciudadano han fracasado en la defensa de un derecho esencial y no le dejan, de este modo, otra alternativa para presentar el reclamo. Ciertamente, la inoperancia de los medios disponibles por el propio sistema legitima que se pueda ejercer tal resistencia; pero esto no significa que no se los tenga en cuenta, pues de lo contrario se depreciaría el valor de las instituciones y procedimientos designados a tal fin, y su presencia se convertiría en un mero adorno. En segundo lugar, en el caso de que varias minorías compartan una misma pretensión o similares, habría que adoptar algún plan para aglutinar las demandas: no solo porque muchos reclamos dispersos pueden generar un grave desorden, sino sobre todo porque la mayoría no podría recoger el reclamo con precisión y claridad (Rawls, 2006, p. 340).

Que la desobediencia civil no constituye riesgo alguno para el orden democrático instituido lo muestra la actitud cívica que debe mantener el desobediente. Su fidelidad al propio sistema dentro del cual se sitúa la ley que se ataca es la mayor prueba de que se apoyan efectivamente las instituciones básicas de la empresa estatal. Quien practica la desobediencia civil no es políticamente un mal ciudadano. Incluso, como veremos a continuación, puede contribuir al mejoramiento del propio esquema de cooperación. Esto, obviamente, debe ser incluido dentro de este nivel político de justificación.

V. EL ESTADO COMO UN WORK IN PROGRESS

Hay un problema que existe en relación con las formas de resistencia débil en el seno del Estado constitucional de derecho, que se insinuó, pero que exige un tratamiento aparte. La cuestión puede ser introducida mediante la siguiente pregunta: ¿por qué es necesario recurrir a la desobediencia civil, o incluso otras formas de resistencia, si ya la Constitución prevé formas y modalidades de “resistencia legal” en caso de violaciones a principios de justicia o derechos básicos y esenciales? En efecto, las constituciones modernas incorporan como mecanismo fundamental de protección de derechos el control de constitucionalidad de las leyes ordinarias en cabeza del Poder Judicial. Incluso más: si la sociedad se viera en la necesidad de incorporar de forma expresa nuevos derechos en la Constitución, existe el proceso especial de modificación del texto.

Se puede ofrecer como primera respuesta uno de los argumentos que justifican en términos políticos la desobediencia: porque la inoperancia o el fracaso de las vías legales establecidas por el propio sistema no dejan otra alternativa. Se trata de una razón de índole práctica que podríamos, sin embargo, especificar un poco más. En efecto, no solo es una cuestión de que a veces los medios legales no son eficaces a la hora de salvaguardar los derechos frente a su violación, sino también de que hay ocasiones en las que los ciudadanos o determinados grupos sociales (como las minorías culturales, por ejemplo) no tienen ni siquiera acceso a esos medios previstos por la ley -el acceso a la justicia no siempre está garantizado para todos-. Incluso, sucede también que, si bien los reclamos se judicializan, los procesos legales pueden ser tan lentos que se convierten en mecanismos inservibles. Quien protesta por medio de la desobediencia civil lo suele hacer porque no dispone de otros mecanismos para proteger sus derechos y reclamar su satisfacción. Naturalmente esto, si tomamos a la persona y sus derechos en serio, debe ser reconocido como una urgencia a la cual, tras su visibilización ante la mayoría, corresponden debatirla. Puede suceder que se descubra que tal reclamo, luego de un examen, no era legítimo o no tenía la entidad que el desobediente en verdad le daba. Esto será una situación que redundará en su perjuicio. Pero cuando se obtiene una respuesta positiva, como muchas veces sucedió en la historia, la desobediencia civil muestra con claridad que ella es una estrategia para llevar adelante la corrección de los abusos por parte del Estado a través de la acción ejecutiva, legislativa o judicial. (Power, 1972, p. 47).

Es muy importante insistir en que la desobediencia civil es una táctica eficaz contra la injusticia de una ley o un acto de gobierno, mas no contra el derecho en su integridad. En efecto, recordemos que quien viola abierta y deliberadamente la ley a través de la desobediencia civil con el fin de preservar sus derechos esenciales, no deja de estar comprometido con el espíritu de la Constitución democrática. La resistencia es un modo de expresar un compromiso fuerte con los principios y valores recogidos en ella. En efecto, el derecho, como idea práctica, indica un fin y un medio. Ese fin es la paz y el medio para alcanzar ese estado es la lucha en sus diversas manifestaciones. No se trata de cualquier lucha, por supuesto, sino de la lucha contra la injusticia. La lucha no debe pensarse como una característica ajena a la noción de derecho; la lucha es más bien una parte integrante de su existencia, como marcaba hace tiempo Ihering (1993, p. 7). La práctica del derecho contiene cuestiones de fuerza, de intereses que buscan ser escuchados y pretenden superar cualquier forma de opresión e injusticia. Es por eso que se puede decir que quien se opone a las injusticias no actúa, en términos jurídicos, de manera rebelde, caprichosa o infundada. En un sentido profundo, en realidad, si el que sufre una injusticia se negara a actuar y no ejerciera alguna forma de resistencia, estaría negando la misma idea de derecho. Siempre que los derechos esenciales sean menoscabados, existe justificación suficiente como para rechazar la agresión, buscar hacer efectivo ese derecho y dejar en claro la importancia de su reconocimiento en el entramado social.

Hay que agregar, a esta primera respuesta, dos razones más acerca de por qué los ciudadanos pueden recurrir a la desobediencia civil teniendo vías legales a su disposición. La primera de ellas radica en que las democracias actuales son imperfectas. Se trata de una empresa en construcción, encaminada a conservar, pero también renovar, el ordenamiento jurídico legítimo. En este proceso, no hay posibilidad alguna de alcanzar una democracia perfecta, en la que los ideales básicos de la dignidad, la libertad y la equidad se desarrollen al máximo. Sin embargo, tal impedimento no debe ser un obstáculo para el esfuerzo de impulsar una constante actualización en la que se aspire a tal modelo (Marc Kellner, 1975, p. 906).

Situado en esta idea que ve a la organización política como algo en permanente configuración, Habermas (1997) dice que “&%091;t“&%093;odo Estado democrático de derecho que está seguro de sí mismo, considera que la desobediencia civil es una parte componente normal de su cultura política, precisamente porque es necesaria” (p. 54). Nosotros aclararíamos, con respecto a este carácter de “necesario”, que ello es así porque la desobediencia puede convertirse en uno de los tantos motores que tracciona para el mejoramiento de la democracia. Dicho de otro modo, tiene el potencial de producir directa o indirectamente cambios “saludables” dentro del propio sistema (Power, 1972, p. 44). Las sociedades tienen una naturaleza cambiante y, en el proceso de transformación y cambio político-social, es posible que emerjan nuevas reivindicaciones de derechos. Muchos de los derechos que están plasmados en nuestra Constitución y en los instrumentos internaciones de derechos humanos fueron conquistas que derivaron de largas luchas. El derecho de huelga, por ejemplo, se consideró durante mucho tiempo ilegal; sin embargo, los trabajadores impulsaron su positivización a través de la resistencia y en la actualidad gran parte de los textos constitucionales lo reconocen como derecho fundamental. En los últimos años cabe poner como ejemplo en nuestro país el reconocimiento del matrimonio igualitario que lograron diferentes grupos sociales o también la reivindicación de derecho de otras minorías como los pueblos originarios.

La otra razón gira en torno a la cuestión de la participación democrática. Habermas (2010, pp. 169 y 172) sostiene que las decisiones políticas, el ejercicio del poder público y las leyes son solo legítimos, y pueden tener tal reconocimiento, siempre y cuando se adoptaren mediante un procedimiento democrático de deliberación en el que las personas posiblemente afectadas podrían dar su asentimiento. Está claro que en los Estados actuales, sumamente complejos, no es posible que todos los ciudadanos se unan y participen de modo directo en todas las instancias de toma de decisión (de ahí la necesidad del parlamento y de los representantes en el gobierno). La representación, como decía Nino (1997), es “un mal necesario” (p. 205). Sin embargo, el problema es que los representantes populares no siempre tienen en cuenta los intereses de todos. Hay voces que son ignoradas. Así, como los ciudadanos tienen el derecho de que sus opiniones sean escuchadas, la desobediencia civil se erige como vehículo legítimo para que puedan expresar sus intereses en el campo público: es un medio para hacer efectivo el derecho fundamental de participar en el Estado del que son partes. Claro que se trata de una participación democrática desde lo informal, entendiendo por tal al involucramiento en los asuntos públicos por medios no establecidos por la ley, pero que, sin embargo, están protegidos constitucionalmente. Pero precisamente esto, que se caracteriza por ser una fuerza activa, es lo que marca una “democracia viva”: una no constituida simplemente por meros votantes, sino por ciudadanos que se responsabilizan y preocupan por la institución estatal en el día a día. De este modo, contemplar las voces disidentes que se pronuncian mediante la desobediencia civil, y ser tolerantes a semejante ejercicio, es una muestra de que el propio régimen mantiene su título de defensor de los valores democráticos.

Queda claro, entonces, que aun en el Estado constitucional de derecho no siempre las leyes se deben obedecer. También existen actos de resistencia permitidos y legítimos frente al derecho injusto o ante la necesidad de que sean reconocidos nuevos derechos que surjan de la dinámica propia de las sociedades y tengan su anclaje en los bienes humanos básicos del hombre. Frente a la imperfección de las democracias, la existencia de injusticas, la falta de representatividad y la ineficacia de los medios legales para proteger y garantizar los derechos esenciales, la desobediencia civil se alza como un modo apropiado en la preservación de la integridad moral, social y política de la persona. Más que señal de abandono del orden democrático, tal resistencia debe verse como una forma legítima de participación política en el interminable proceso de construcción de la democracia y en el reconocimiento de todas las voces en la esfera política.

VI. LA DESOBEDIENCIA CIVIL COMO EXPRESIÓN DE LA OBLIGACIÓN POLÍTICA

Si se acepta todo lo dicho hasta aquí, se puede avanzar, sobre la base de un terreno firme, hacia la formulación de la tesis de que la desobediencia civil constituye una expresión de la obligación política. Justificar esta afirmación requiere de varios movimientos argumentativos, además de las consideraciones planteadas en las secciones anteriores. El primero es de índole conceptual. Resulta necesario introducir la densidad semántica que tiene la noción de obligación política. En efecto, el concepto tiene una doble valencia que involucra tanto la sumisión a la autoridad del derecho como la participación en la construcción de las normas que regulan la vida social. En parte de la literatura -quizá la mayoritaria- suele ser pensado en su dimensión pasiva, como una simple exigencia de someterse a las leyes e instituciones del Estado. Sin ir más lejos, Green (1941, p. 29), quien al parecer fue el primero en acuñar la expresión en sus famosas Lectures on the Principles of Political Obligation de 1879, entendía por obligación política “tanto la obligación del sujeto hacia el soberano, del ciudadano hacia el Estado, y las obligaciones de los individuos entre sí tal como las impone un superior político”.

Este tipo de enfoque, naturalmente, tiene cierta fidelidad a como comúnmente se entiende la idea de “obligación”. En efecto, tal concepto indica una razón moral para la acción. Siendo más precisos, si seguimos a Hart (1955, p. 288 n. 7), deberíamos decir que el concepto de obligación apunta a un requerimiento moral que satisface las siguientes condiciones: primero, las obligaciones pueden ser voluntariamente asumidas o creadas; segundo, son debidas a determinadas personas (los titulares del derecho); tercero, cada obligación cuenta con un derecho correlativo de exigir su cumplimiento; y cuarto, ellas no se originan en el carácter especial de las acciones obligatorias sino en la naturaleza de las relaciones que existen entre las partes. Hay, por supuesto, una diferencia con el concepto de deber. Tal exigencia, si bien también supone un requerimiento moral, está asociada con una posición específica que tiene un individuo en un grupo humano (Brandt, 1964, p. 392), como puede ser la posición de hijo en la familia o de ciudadano en la comunidad política. El rol, el oficio o el papel que alguien ocupa en una asociación humana establecen lo que comúnmente se conoce como “deberes posicionales” (positional duties) (Klosko, 2004, p. 9) o “deberes institucionales” (institutional duties) (Knowles, 2010, p. 8). También puede suceder que los deberes no estén relacionados con ninguna posición especial, sino que, en un sentido más abstracto, se apliquen a todas las personas: así se expresa Rawls (2006, p. 115) con los denominados “deberes naturales”, que comprenden, entre otros, el deber de ayuda mutua o el deber de no dañar a los demás. Finalmente, los deberes se diferencian de las obligaciones en el modo en que los individuos los asumen. A veces se obtienen a partir de ciertas transacciones, como sucede con los deberes especiales que tienen los cónyuges a partir del matrimonio. Sin embargo, estos deberes difieren de las obligaciones en que su contenido se halla estrechamente vinculado con el rol que adquiere el individuo más que con la propia acción que genera la relación marital (Klosko, 2004, p. 9).

Esta distinción, si bien es importante tenerla presente en el campo de la filosofía práctica, no resulta necesaria para un primer acercamiento sobre el problema de la obligación política. En efecto, los especialistas usan la expresión “obligación política” en un sentido general que abarca tanto la idea de obligación como de deber. Pero, en cualquiera de los usos -y esto es lo que nos interesa en particular marcar de todo esto-, lo piensan fundamentalmente en un sentido muy estrecho que se centra en las razones o motivos por los cuales una persona está obligada a obedecer las leyes del Estado y sus instituciones, esto es, en la mera sumisión a la autoridad estatal.

El problema con adoptar solo este enfoque es que no se logra dar cuenta de la riqueza semántica que tiene en realidad el concepto de obligación política. En efecto, el individuo desarrolla su plan de vida en el Estado, convive y se entreteje con sus diversas instituciones sociales, jurídicas y políticas. En este proceso, mantiene una relación especial con la organización estatal (Johnson, 1974, pp. 533-535; Singer, 1973, p. 5); un vínculo complejo que comprende las razones morales por las cuales se justifica el cumplimiento de sus disposiciones jurídicas, pero también el deber de apoyar las instituciones (Horton, 2010, p. 11-13). Sin ir más lejos, en esto radica el carácter “político” de la obligación: no se trata, pues, de la obligación moral de un simple individuo, sino de la obligación que tiene un ciudadano miembro de una determinada organización estatal o, mejor dicho, comunidad política. Ciertamente, como ya advertía Polin (1971, p. 35), el concepto de obligación política es sumamente particular, al punto tal que se trata de una obligación sui generis.

El concepto cobra un sentido especial según la forma de organización política dentro de la cual se encuentran inmersos los ciudadanos. En el caso puntual de los Estados democráticos, la relación ciudadano/ comunidad política no solo significa cumplir con las cargas que se le imponen a los miembros y quedar ajeno a todo lo demás que sucede en la vida institucional. Al contrario, comprende además el deber de participar en la configuración del esquema político, de intervenir directa o indirectamente. En este sentido, Johnson (1975, p. 26) explica que el concepto de obligación política es un concepto positivo, que requiere más del miembro del Estado que una pasiva aquiescencia en la determinación de sus deberes.

Que el concepto de obligación política no se trata de una mera sumisión a la ley, lo muestra que el ciudadano, además de tener simples cargas, tiene responsabilidades muy importantes que constituyen acciones positivas destinadas precisamente a la configuración del Estado, el fortalecimiento de sus instituciones y su legitimidad. Así, por ejemplo, esto sucede con el uso de los servicios y recursos que nos facilita el Estado, el deber de votar, de defender a la Nación en tiempos de crisis e incluso de ejercer la resistencia ante la emergencia de un gobierno ilegítimo. En estos casos, los ciudadanos no tienen una simple exigencia de cumplir con la obligación como si se tratara de la norma jurídica que prohíbe cruzar con el vehículo un semáforo en rojo. Al contrario, son instancias que involucran una intervención política fuerte y que dan cuenta del sentido más profundo que recoge el concepto de obligación política. Un Estado democrático en el que el conjunto de sus ciudadanos fuesen meros sujetos pasivos no sería más que como el David de Miguel Ángel: una escultura muy hermosa, pero inerte y sin vida. La democracia supone obediencia al derecho, pero también asumir el compromiso de ejercer la constante tarea de mantener y fortalecer las instituciones mediante la participación. Sin dudas, ser un agente activo en la configuración de la empresa estatal resulta clave para que el sentido del cuerpo político no se agote en una mera agrupación o suma de individualidades, sino en una instancia ética y ontológicamente más elevada.

El Estado democrático es un tipo de empresa cooperativa que no constituye un simple agregado de participantes o ciudadanos. En ella, hay vínculos entre los miembros que hace a la entidad valiosa y digna de preservación. En efecto, el Estado constituye una asociación que tienen un valor instrumental y que sus miembros, o por lo menos la gran mayoría de ellos, desean conservar. A través del establecimiento de normas busca la seguridad, la promoción de la cooperación, la armonía social y, en última instancia, la paz. En virtud de ello, hay buenas razones para creer que los ciudadanos desearían mantener el vínculo o la asociación con el fin de preservar instituciones valiosas e incluso beneficiosas para ellos.

Así pues, no se puede pensar que los ciudadanos estén en una relación de “ajenidad”, en el sentido de que la empresa cooperativa de la que son miembros les resulta ser algo que pertenece a otro o que incluso vean con indiferencia. Al contrario, en su experiencia moral y cívica ellos consideran que efectivamente tienen lazos políticos con la entidad estatal, o sienten que están atados de una manera especial a tal empresa y obligados a apoyar las instituciones y obedecer sus leyes. De hecho, quienes pertenecen a un Estado o un país se refieren a él como “nuestro Estado” o “nuestro país”, lo cual da cuenta de tal sentido de pertenencia.

La interpretación que se defiende sobre el concepto de obligación política, que pone el énfasis en el costado activo de la participación, expresa lo que según Rawls (1995) sería la premisa básica del republicanismo clásico. En efecto, este constituye “el punto de vista de que, si los ciudadanos de una sociedad democrática han de preservar sus derechos y libertades básicos, incluidas las libertades civiles que aseguran las libertades de la vida privada, también deben tener en grado suficiente las ʻvirtudes políticasʼ (como las he llamado) y estar dispuestos a participar en la vida pública” (p. 155). En este sentido, de no darse una sólida y vigorosa participación ciudadana en la política democrática, en la que haya un compromiso responsable con las instituciones, se corre el peligro de que ellas caigan bajo el dominio de unos pocos. Así pues, como explica Rawls (1995), “la preservación de las libertades democráticas requiere de la participación activa de ciudadanos que posean las virtudes políticas necesarias para mantener vigente un régimen constitucional)” (p. 155).

VII. CONCLUSIONES

En esquemas de cooperación justos o “casi justos”, esto es, en aquellos en donde si bien hay ciertas injusticias, se estructuran con base en principios de justicia reconocidos por sus miembros, en los derechos humanos fundamentales y en el ejercicio efectivo de la democracia, la desobediencia civil es una forma legítima de intervención, innovación y reclamo ciudadano ante lo dispuesto por las mayorías. En este sentido, el análisis desplegado en estas páginas ha buscado demostrar que tal forma de resistencia, sumamente pacífica, antes que presentarse como una actitud transgresora, constituye, bajo el cumplimiento de determinadas condiciones, una vía válida para la preservación de los bienes humanos básicos y la realización de la justicia. La desobediencia civil puede convertirse en un motor ciudadano importante para la transformación progresiva del derecho, al denunciar y visibilizar en el foro público injusticias o bien exigiendo la reivindicación de nuevos derechos esenciales de la persona. Tal aspecto positivo, vale insistir, solo será reconocido como tal en la medida que la desobediencia tienda a la defensa y protección de los derechos fundamentales del hombre en el marco de las reglas del propio Estado constitucional y democrático de derecho.

Un esquema de cooperación regido por aquella forma de organización política no es algo que se instaura de una vez y para simple, y que clausura la posibilidad del cambio bajo un horizonte de justicia y de ideales más elevados. La empresa estatal se actualiza y debe perfeccionarse, adecuarse a la realidad cambiante de la vida social y aspirar a realizar en la mayor medida de lo posible, y en todas las áreas de la vida comunitaria, la dignidad, la igualdad, la libertad y la equidad. En este proceso de constante actualización, la desobediencia civil tiene algo que aportar. En el caso de que los individuos o los grupos sociales no sean escuchados o sufran injusticias a causa de actos estatales o leyes que violen sus derechos más elementales, ellos tendrán derecho a ejercer aquella forma de resistencia débil para presentar en la escena pública una causa que debe ser social y políticamente reconocida y someterse a debate. Se trata entonces, de una forma de participación ciudadana y de intervención pública en lo político mediante canales que, en una verdadera democracia que se reconoce como tal, exigen cierto grado de tolerancia.

Las afirmaciones formuladas, por cierto, no suponen en modo alguno desconocer el valor y la importancia del efectivo respeto ciudadano al deber de obediencia de las instituciones democráticas y a su autoridad. En una democracia, parte de lo que implica ser un buen ciudadano es la adhesión al principio de autoridad democrática, de reconocer que las decisiones son tomadas por representantes electos y, en última instancia, por mayoría de votos de acuerdo con los procedimientos legales fijados. La obediencia a tales decisiones es, pues, una forma de brindar homenaje a aquella forma de organización política. Sin embargo, esto es solo así en parte, pues la calificación de buen ciudadano también se da cuando, bajo las mismas reglas del juego y especialmente con la participación responsable, se busca mejorar la propia institución democrática a la luz de los valores y principios de justicia sobre los que se apoya. El ejercicio ciudadano de la desobediencia civil, de modo serio, reflexionado y justificado, exhibe esa cualidad que encuentra sustento, en un modo más profundo, en la propia idea de obligación política en su faz activa.

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1 En efecto, en su extensa obra los desarrollos sobre tal punto fueron abordados de forma un tanto general, al explicar “los límites a la obligación política” (ver, por ejemplo, Klosko (2019, cap. V). Naturalmente, esto se debió a que su preocupación central giraba en torno a proponer una teoría que diera respuesta al problema de la obligación política.

2La analogía entre la infracción de la ley y el free rider sirve para la gran mayoría de caso, pero no todos. En efecto, proporciona algunos resultados extraños cuando se la extiende a conductas que son mala in se, como los crímenes gravísimos de violación o asesinato, por ejemplo. Nadie diría algo así como que el violador o el asesino obtienen una ventaja injusta de los esfuerzos cooperativos de los otros participantes de no violar o no asesinar (Moraro, 2019, p. 17).

3Además de los trabajos citados en nuestro desarrollo, y que iremos utilizando para apoyar nuestras afirmaciones o discutirlos, se pueden mencionar a título ejemplificativo las constribuciones de Brown (1961), Cohen (1970), Stettner (1971), Woozley (1976), Goswami (1987), Allan (1996), Naidu (2005), Markovits (2005), Lefkowitz (2007), entre muchos otros. La bibliografía sobre la desobediencia civil es enorme, casi imposible de referenciar; de ahí que no tenga mucho sentido intentar ser exhaustivos en este muestreo.

4Se puede distinguir dentro de la política, una jurídica; de esta manera, se hablaría de una “triple justificación”, como expresa el trabajo de Rivas (1996), por ejemplo.

Como Citar: Magoja, E. E. (2023). La desobediencia civil como expresión de la obligación política: una propuesta. Justicia, 28(43), 57-70. https://doi.org/10.17081/just.28.43.5998

Recibido: 05 de Febrero de 2023; Aprobado: 09 de Marzo de 2023

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