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El Ágora U.S.B.

Print version ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.14 no.1 Medellin Jan./June 2014

 

EDITORIAL.

KRONÓPOLIS: URBANIZACIÓN DE LA VIDA.

CHRONOPOLIS: URBANIZATION OF LIFE.

Por Rubén Darío Zapata Yepes*.

* Economista, comunicador social, Magister En Filosofía. Docente Universidad de Antioquia. Medellín Colombia, rumiantez@yahoo.es rzapaga@uda.edu.co


La ciudad moderna es la expresión más clara del progreso moderno y este progreso efectivamente se manifiesta como el resultado de todo el avance científico y tecnológico que hace confortable la vida, pero también, y sobre todo, en el ritmo de vida cotidiano. Podríamos aventurar inclusive que el progreso moderno es ante todo cuestión de ritmo, o de velocidad mejor si somos más fieles al ideal moderno, en última instancia regula una determinada utilización del tiempo. Todo es acelerado en la ciudad, toda acción tiene un momento preciso que se encoge.

La vida en la ciudad hoy es una prueba constante de velocidad. Las calles- sobre todo en la ciudad latinoamericana- son ríos de autos y de gentes que corren desesperados, urgidos por el ritmo citadino; un auto que se detiene en medio de una autopista o aunque solo sea que disminuya su velocidad forma un trancón y desencadena una furia de pitos e insultos que urgen el paso; al igual que el par de señoras obesas que se detienen en medio de la acera para saludarse o preguntar por sus familias, en medio de la corriente en ebullición que corre; o como el señor del bastón o el par de ancianos que cargan con el fardo de sus años y no pueden apresurar el paso en la calle para seguir al ritmo que corre el río humano y entonces se ven de todas maneras arrastrados por éste.

Como denuncia Paul Virilio en sus trabajos sobre dromología, la carrera siempre es eliminatoria, y no solo para quienes compiten sino ante todo para el medio ambiente en el que se corre. "El mundo se ha estrechado- cita Virilio a Jacques Yves-, se ha estrechado terriblemente, uno ya no viaja, se desplaza" (Virilio, 1997). Pero esa misma velocidad marca el ritmo de la ciudad moderna. "Siempre se hace tarde en la ciudad", reconoce sabiamente Fito Paez en una de sus canciones, y tal vez esta sea apenas una certeza con la que carga cada individuo en la ciudad y que lo empuja a correr cada vez más. Sin embargo, la carrera no conduce a ninguna parte, porque precisamente la aceleración que se impone constantemente a la velocidad de toda carrera busca aniquilar la resistencia de la distancia, eliminar el espacio.

"Para quien existe, la distancia no es sino conocimiento, recuerdo y analogía- escribe Virilio, oponiendo esta idea a la concepción tradicional de distancia métrica como medida de la dimensión del mundo-. Con las distancias técnicas de transporte (supersónico) y de transmisión (hipersónica), estamos un tanto en la situación de un individuo al que la meteorología le ha advertido que al día siguiente lloverá: su hoy, su bello hoy, está ya estropeado, y hay que aprovecharlo rápidamente..." (Virilio, 1997). Pero, como anuncia Fito Paez, siempre se hace tarde para aprovechar este hoy, por más que se acelere. Eso es lo que Virilio llama la urgencia del presente que se impone y contamina no solo todo el futuro y el presente sino el propio espacio ya ahí, y mata a la geografía misma.

Por eso Paul Virilio habla de una Ecología gris, ecología urbana, como una recriminación a los ecologistas que se preocupan ante todo por la contaminación del ambiente natural físico y dejan de lado los efectos del medio artificial de la ciudad sobre la proximidad física y espiritual de los seres humanos y de las diferentes comunidades. Efectivamente la proximidad entre los hombres ha sido remplazada por la proximidad entre los ascensores, entre los automóviles y, hoy sobre todo, por la proximidad electromagnética de las telecomunicaciones instantáneas. Ahí se manifiesta ya una serie de rupturas que son a la vez con el suelo, el vecino, el pariente, el amigo, el otro. "De hecho- refuerza Virilio- si estar presentes es, físicamente hablando, estar cerca, podemos estar seguros de que la proximidad microfísica de las telecomunicaciones interactivas nos verá mañana ausentarnos, no estar para nadie, encarcelados en un entorno geofísico reducido a menos que nada" (Virilio, 1997).

El inútil sueño de comunión

Lo más preocupante es que esta dictadura del presente se impone precisamente sobre el futuro, sobre las posibilidades de construir desde el presente otro estilo de vida; aniquila cualquier posibilidad de inconformidad con el presente y, por lo tanto, aniquila cualquier esperanza en las posibilidades de transformación. "¿Cómo pretender anticipar el futuro- se pregunta Virilio-, cuando la geografía y la historia pronto han de dejar de ser lo que eran hasta hace poco: las bases necesarias para toda reflexión prospectiva" (Virilio, 1997). Esta perpetuación del presente implica ya una sedentarización del hombre ya no en el espacio sino en el tiempo (en la historia). "El hombre contemporáneo ya no llega a más".

Tal vez Cortázar se anticipa a esta conciencia cuando en La utopista Sur ensaya la construcción espontánea de una comunidad nueva. En tal sentido no parece ser casual que dicho experimento tenga lugar efectivamente en una autopista donde se produce un trancón extraordinario que detiene el correr desesperado del río de automóviles antes de llegar a la ciudad. Tal vez por eso mismo su ficción empieza por quebrar la continuidad del tiempo, que apremia a los viajantes por llegar. "Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa..." (Cortazar, 1997).

Cuando los viajeros se olvidan por completo de ese tiempo que atropella empiezan a establecer lazos entre ellos y paulatinamente va surgiendo entre los que han quedado atrapados en un lugar fuera del tiempo de la ciudad. Los dueños de los automóviles tienen ocasión de descender y visitar a sus vecinos y compartir chismes, necesidades y proyectos entre ellos. Como un dato particular, entre los viajeros aún no se siente la necesidad de conocer sus nombres, sus direcciones, etc., les basta con tener conciencia de su proximidad y cultivarla. Tal vez porque se instauran unas amistades con sentido distinto a las que surgen en la ciudad, allí donde es necesario fijar esos datos intrascendentes como un intento de proteger la amistad de esa dinámica loca y veloz que arroja siempre a los individuos unos lejos de los otros.

Pero aquí no se construye una comunidad cualquiera, sino en buena medida una comunidad opuesta a la que llena las calles en las grandes ciudades. Es una comunidad solidaria. Y entonces, en estas circunstancias, la solidaridad parece surgir de forma simple: "Quizás ya era media noche cuando una de las monjas le ofreció tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía nauseas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado el viajante del KDW, su vecino de la izquierda" (Cortazar, 1997). Después, la niña de uno de los autos sintió sed y no faltaron hombres que salieran a buscar agua para ella; en uno de los autos no había agua, pero, en cambio, les dieron caramelos para la niña.

Y precisamente una pareja de campesinos donó todas sus provisiones para que nadie en el grupo pasara apreturas. Eso sucedió justo cuando se empezó a perder la esperanza de regresar pronto a la ciudad y todos entendieron, aunque a regañadientes algunos, que para sobrevivir era necesaria la ayuda mutua. La pareja de campesinos solo ponía una condición para donar sus provisiones: que alguien se encargara de dirigir el grupo para que los alimentos y demás bienes fueran distribuidos entre quienes más los necesitaban en el momento preciso. Así fue como se estableció una especie de gobierno provisional e improvisado, que basaba su accionar en ese principio de solidaridad para distribuir, en principio solo las provisiones de los campesinos y luego las que truequeaban con otros grupos vecinos, sin que el criterio predominante de distribución tuviera que ver con el aporte de cada uno.

Y sin embargo, la solidaridad en la comunidad que recrea Cortázar no es concretamente una cosa espontánea en todos los individuos, sino que requiere de un proceso de aprendizaje. Pero este aprendizaje es el que posiblemente no puede llevarse a cabo en la ciudad moderna, precisamente porque lo que menos tiempo hay en la ciudad moderna es tiempo para aprender, tiempo para corregir errores, para proyectar la construcción de un futuro mejor; por lo menos hace falta tiempo para pensar, pensar en la vida y en sus posibilidades. Platón en el Teeteto llama esclavo a todo aquel que no puede respetar el tiempo que requiere el desarrollo de un pensamiento, dado que el pensamiento tiene sus propios ciclos , sus propios caminos, sus tiempos y su ritmo (Zuleta, 2005); atendiendo a este criterio, nosotros tendríamos que llamar esclavos a la mayoría de los habitantes de la ciudad moderna, incluidos los intelectuales.

Continuando con el cuento de Cortázar, curiosamente, a pesar de que las provisiones con que se sostenía el grupo escaseaban cada vez más y las formas de obtenerlas en el mercado negro que se había formado en los alrededores eran cada vez más onerosas y los fondos más exiguos, no fue precisamente esto lo que disolvió la comunidad que se había creado espontáneamente en el trancón. Fue la velocidad que empezó a ganar el río de autos a medida que se acercaban a la ciudad, cuando al fin la autopista fue despejada. Todos se sentían impelidos a llegar a la ciudad lo más pronto posible, aunque la mayoría ya hubiera olvidado qué motivos precisos los obligaban a llegar, solo sabían que la autopista "es una selva de máquina pensadas para correr".

En principio viene la imagen de la ciudad que espera con todas sus comodidades. El ingeniero, entonces, hace planes para encontrarse con la amada- fruto de ese romance que propicio el trancón- y compartir al fin con ella muchas cosas, en medio de todo el confort: comer, beber, bañarse; besarse mucho, tenderse en los muebles... Por eso resultaba lógico creer que todo iría bien mientras no aflojara la marcha, mucho mejor si pudiera acelerarse: "Con el paragolpes rozando el Simca- narra Cortázar- el 404 se echó atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que detrás venía el Carvelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine" (Cortazar, 1997).

Curiosamente, esa velocidad acelerada que los empuja plácidamente hacia su sueño en la ciudad es la que los separa. Al buscar a Dauphine, el 404 comprueba que las filas han perdido su organización, establecida desde el trancón, y que Dauphine se ha adelantado casi un metro. Al final, el grupo se dislocó y desapareció, tragado por el río que corría precipitado por el cauce de la autopista.

El ingeniero del 404 hace una comprobación amarga justo cuando entra en la ciudad, una comprobación que, sine embargo, necesitó una ruptura dramática en el tiempo y el espacio, un acontecimiento trascendental para que tuviera conciencia de algo que marca efectivamente la vida cotidiana en la ciudad, aunque solo se vea con toda claridad en la autopista. Comprueba que "No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodean, no pensar" (Cortazar, 1997).

Haciendo extensivo este descubrimiento- lo que por lo menos en principio parece lícito- podríamos ver que en la ciudad se vive a un ritmo endemoniado que es completamente ajeno a cada uno de sus individuos. "Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera de la Cruz Roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante" (Cortazar, 1997).

Así se comprueba finalmente que la ciudad, o por lo menos la gran metrópoli moderna, no es un lugar de encuentro sino más bien de desencuentro. Tal vez por eso muchos utilizan el centro de las grandes urbes para esconderse, tal como la pareja de amantes en una de las canciones de Fito Paez, que busca el centro de Buenos Aires, o como se esconden los jóvenes sicarios de los combos en Medellín cuando se saturan de enemigos en los barrios (Zapata Yepes, 2002); y es que en el centro la constante es el anonimato, hay cada vez menos riesgo de ser reconocido no solo por el hacinamiento, sino porque nadie tiene la intención de reconocer a nadie, cada uno anda imbuido en sus propios afanes, urgido.

La imagen que construye Cortázar en el párrafo final de su cuento con la carrera desesperada de los autos en la autopista donde nadie se conoce, la lleva al Colmo Paul Virilio cuando habla de la ciudad en la era de la informática: "Habiendo cesado la resistencia de las distancias, el mundo perdido nos devolverá a nuestra soledad, una soledad múltiple de algunos miles de millones de individuos que los multimedia se disponen a organizar de manera cuasicibernética" (Virilio, 1997).

Urbanización del tiempo

Aquí ya no podemos entender la ciudad solo como espacio geográfico de referencia donde se concentran grandes masas de población y tienen lugar los desarrollos científicos y tecnológicos de la era moderna. Precisamente lo que está denunciando Virilio es un proceso de urbanización que trasciende el espacio, la urbanización del tiempo, dado que los procesos de la informática ya no tienen básicamente como escenario el espacio sino ante todo el tiempo, pero medido al límite de la velocidad de la luz, el tiempo de la transmisión de la información a través de la fibra óptica, donde la aceleración límite prácticamente desvirtúa el movimiento e impone el ritmo de la quietud y la permanencia.

La aceleración límite se instaura también en los procesos vitales del hombre en la era moderna, abriendo el paso a la progeria, senilidad precoz que hoy afecta a uno de cada 250.000 niños y cuyo avance silencioso aún no percibimos. Sin embargo, el fenómeno se hace todavía más dramático cuando consideramos la forma como la velocidad afecta hoy los procesos sociales y vitales. Mientras la cultura oriental ha utilizado milenariamente la meditación, la relajación y otras técnicas semejantes y la búsqueda por expandir la conciencia y alcanzar una comunicación con el ser del universo y de la vida, nosotros, los hijos de la modernidad, descubrimos un atajo para la alteración de la conciencia en los alucinógenos y a ellos nos entregamos. También los nativos de Amércia y África aprovecharon el poder alucinógeno de algunas plantas para establecer comunicación con la naturaleza primordial y con sus dioses; no obstante, no es posible hablar de adicción hacia estas sustancias en estas culturas en la medida en que el uso de tales sustancias estuvo mediado por sus necesidades místico- religiosas. La sociedad moderna sucumbe constantemente a la adicción (y no solo adicción a las sustancias psicoactivas), en la medida en que sus búsquedas son menos definidas, más frenéticas y sin tiempo. Curiosamente el contacto con alucinógenos y el asalto de la adicción ocurre cada vez a edades más tempranas, acelerando el proceso de deterioro vital al que conduce casi inevitablemente.

La explosión de la velocidad se hace más catastrófica en los suburbios del mundo subdesarrollado. Allí encontramos niños y niñas que se hacen adultos forzados por el contexto social que los priva de su infancia: el trabajo infantil en todas sus formas, incluida la prostitución de menores, que los empuja traumáticamente a la adultez; toda la fuerza del sexo temprano, promovido y explotado desde todas las instancias del mercado, que hace de los niños madres y padres prematuros. Y, para completar el cuadro, niños y niñas sicarios en las ciudades (Victor, 1991), (Zapata Yepes, 2002). Todo esto puede mirarse como variables no biológicas de la progeria, expresando una distorsión del tiempo social histórico, que marca una forma distinta de habitar el mundo (el tiempo), de la que no se tiene plena conciencia aún. Finalmente, la vida parece así una carrera veloz que va del nacimiento a la muerte; la progeria, así descrita, aparece como una forma de sustituir la experiencia de la vejez, aquella meta natural- social y biológica-, que cada vez es más un mito al que pocos arriban.

"Entonces, al lado de este tiempo profundo de la geología y de la historia- escribe Virilio-, surgirá ese tiempo superficial de la interacción a distancia, que sucederá a las superficies de una extensión desaparecida; el tiempo real de las transmisiones, al remplazar definitivamente al espacio real del transporte, cumplirá la profecía de un san Jerónimo según la cual el mundo ya está lleno y no nos contiene" (Virilio, 1997).

La "superación" de la distancia, como obstáculo al movimiento instantáneo, a la ubicuidad del hombre, habla menos de un ser que habita en todos los espacios, que de aquel que habita fuera del mundo, pero que se las ingenia para darle apariencia de realidad a ese "fuera del mundo". Es ahí en donde surge la tentación o necesidad de reconstruir de una manera cibernética el medio ambiente humano. El ciberespacio es, entonces, el verdadero lugar de la interacción humana, de la teleacción instantánea. La información ya no es sólo una tercera dimensión de la materia al lado de la masa y la energía, sino el último relieve de la realidad.

Con Virilio podemos recordar un proverbio armenio bastante sugestivo a propósito: "Si mi corazón es estrecho, ¿de qué sirve que el mundo sea tan vasto?". Y es que efectivamente la medida de la distancia está en el alma; el hombre y el animal llevan consigo las medidas del mundo en sus movimientos, las mismas que se diluyen para el hombre con la sedentarización en el tiempo, con el desplazamiento instantáneo. ¿De qué le sirve al hombre ganar el universo si ha de perder su alma? Esta pregunta que le hacía Jesús al mundo de su tiempo, gana hoy especial relevancia sobre todo si se hace abstracción de su contexto cristiano. Es decir, no sólo está perdiendo el hombre su capacidad como ser animado sino sobre todo como ser amante. El ánima es lo que le permite atraer hacia sí la alteridad, al prójimo, pero también el entorno, la proximidad.

Urgencias inhumanas del capitalismo

Finalmente, la urbanización del espacio-tiempo se traduce obligatoriamente en urbanización de la vida en todos sus aspectos. Incluso podríamos correr el riesgo de plantearlo como una urbanización que ha ocurrido mucho antes que la urbanización del propio espacio físico. Y es que en buena medida la urbanización de la vida, impulsada por el ideal del progreso moderno, venía ya implícita en la misma racionalidad que desarrolló la modernidad. Tal vez una forma implícita de expresarlo es mediante el ideal de eficiencia, que involucra ya el elemento de aceleración en todos los procesos, pero sobre todo en los procesos de producción. Y esta es también una carrera que no conduce a ninguna parte, y en cambio si destruye por completo el entorno natural y social. La propia contradicción que encierra la búsqueda de la eficiencia ancla la sociedad en un mismo punto.

Cuando encontramos que el valor de las mercancías está medido en tiempo de trabajo, comprendemos que la eficiencia y la productividad tienen entonces que dar cuenta de la carrera por la reducción de ese tiempo; pero esta reducción no tiene como objetivo la liberación del tiempo vital del ser humano sino la multiplicación de la riqueza producida como un fin en sí mismo. Esta es una forma sencilla de enunciar la ley del valor. Marx quiso demostrar en toda su obra de madurez que la ley del valor no sólo dominaba el aspecto económico de la vida moderna, sino que poco a poco se extendía a los demás ámbitos. Desde luego, esta dictadura de la ley del valor en nuestra vida se hace más evidente hoy con el acelerado desarrollo científico y tecnológico en el último medio siglo, sin precedentes en la historia de la humanidad, todo puesto al servicio del incremento de la eficiencia y la productividad.

En buena medida las innovaciones en la organización del trabajo, impulsadas por el desarrollo en la informática permiten consolidar este ideal, en tanto las tecnologías del teletrabajo rompen la relación espacial entre trabajador y empresario. Pero sobre todo el trabajo desde la casa hace borrosos los límites entre los periodos de descanso y el trabajo remunerado; así, mientras por un lado el ideal de la eficiencia busca reducir el tiempo de trabajo para producir una mercancía, el estímulo para incrementar la riqueza multiplica el trabajo realizado, extendiéndolo prácticamente a todos los espacios de la cotidianidad del individuo, copando el tiempo libre del que antes creía disponer.

Entre tanto, el trabajo permite al individuo sentirse útil en una sociedad donde el anonimato es la regla. Así se impuso desde la ética protestante pasando por Lock y toda la corriente ilustrada. Esta se ha consolidado entonces como una sociedad que le exige y a la vez le impide al individuo trabajar. Y es que el trabajo, aunque es reconocido como fatiga y desgaste, es también elemento identificativo de los hombres de bien, pues en medio de la urgencia que impersonaliza al individuo en las grandes ciudades este solo pueden sentirse reconocido como buen trabajador. Y esa es otra carrera de competencia.

De esa manera no es raro ver en las ciudades- por lo menos en las del mundo subdesarrollado- el flujo de gentes que corren desesperadas, escasos de tiempo siempre. Y no deja de ser paradójico este comportamiento en una sociedad marcada por los altos niveles de desempleo y donde, por tanto, deberían estas multitudes de desempleados sentirse menos presionados por el tiempo que roba el trabajo. Sin embargo, la experiencia muestra que si algo roba tiempo en nuestras ciudades y apresura a la gente hoy es la búsqueda de empleo; por lo menos la mitad de transeúntes de las grandes ciudades latinoamericanas buscan con afán un empleo. Ganarse la vida, el simple existir, es la carrera más urgente, y también la más desesperanzada.

"Y también vosotros- dicen Zaratustra y Nietzsche a propósito de este afán de trabajar, en su crítica demoledora contra la modernidad-, para quienes la vida es trabajo salvaje e inquietud: ¿No estáis muy cansados de la vida? ¿No estáis muy maduros para la predicación de la muerte? Todos vosotros que amáis el trabajo salvaje y lo rápido, nuevo, extraño, os soportáis mal vosotros mismos, vuestra diligencia es huida y voluntad de olvidarse a sí mismo" (Nietzsche, 1972).

Para Nietzsche el verdadero vicio del mundo moderno es su prisa por trabajar sin aliento, esforzarse por obtener dinero. "Ahora- dice en uno de sus aforismos póstumos- nos avergonzamos del reposo, y la prolongada reflexión se siente casi con remordimiento de consciencia. Se piensa con el reloj en la mano, y al medio día se come con los ojos puestos en la 'Gaceta de la Bolsa'... La tendencia a la alegría ya se llama necesidad de recrearse y empieza a avergonzarse de sí misma. Cuando se sorprende a alguien en una gira campestre, se justificará diciendo que lo hace por motivos de salud. Incluso pronto se llegará al punto de no poder abandonase, sin despreciarse a uno mismo y sin remordimientos... a la vita contemplativa" (Lowith, 1974).

Desde otra arista, asistimos al desarrollo de la biotecnología que deja hoy en evidencia cómo la velocidad del desarrollo tecnológico puesto exclusivamente en función de los procesos productivos olvida al hombre o lo desborda. La genética ha abierto las posibilidades de clonación, incluso la clonación humana; pero la discusión ética sobre sus consecuencias no ha avanzado al mismo ritmo, lo cual, sin embargo, no impide que ya en muchos países esta técnica se esté desarrollando plenamente sin muchos escrúpulos. Eso, desde luego, no debe sorprendernos, al igual que no puede sorprendernos el hecho de que hoy se estén generalizando las técnicas de producción transgénicas que multiplican la eficiencia en los procesos productivos, sobre todo agrícolas, al mismo tiempo que permanecen estancadas o desviadas las discusiones sobre las consecuencias desconocidas que la aplicación de estas tecnologías podrían tener sobre la diversidad de la vida y sobre la salud humana, sin contar las consecuencias sociales que podrían agudizar las desigualdades. La ética, desde luego, es la gran damnificada en la modernidad, en la medida en que ella no puede ni quiere correr a la velocidad de la ciencia y la tecnología, sino que más bien se ve obstruida por esta velocidad.

La ética requiere de la capacidad valorativa de los hombres, y tal como sentencia Zaratustra, ningún pueblo sobrevive si antes no aprende a valorar. Sin embargo, la actividad valorativa es quizás la más compleja del ser humano y la que menos puede estar sometida a las premuras de la ciudad moderna con su velocidad. Valorar es crear. Pero el hombre de la modernidad ha conferido la más alta valoración a la eficiencia y en tanto esta se ha imbuido de velocidad y aceleración ha obstruido toda otra forma valorativa.

Valorar es crear, pero la creación es una actividad lúdica, que requiere de un tiempo sin estrechuras, sin apremios. Por eso Nietzsche compara al hombre creador con el niño, en tanto inocencia y olvido, en tanto dueño de todo su tiempo para jugar, explorar y crear, sin ningún otro interés que el gusto por el juego mismo. No es sorprendente que los más connotados pensadores de la humanidad en toda su historia hayan dedicado la fuerza de su pensamiento a defender la vida creativa, llámese contemplación como en Aristóteles y Platón, o juego como en Nietzsche y Heráclito, o simplemente ocio como en Marx: la vida que precisamente niega la sociedad moderna en sus afanes, más urgentes en las metrópolis. Tal vez hoy, para recuperar la capacidad creadora de la humanidad, sería bueno retomar y dimensionar la sentencia de la sabiduría oriental que reza: "El tiempo es útil cuando no se lo emplea".


Referencias Bibliográficas.

Cortazar, J. (1997). La autopista del Sur, cuentos completos. Buenos Aires: Alfaguara.         [ Links ]

Lowith, K. (1974). De Hegel a Nietzsche. Buenos Aires: Suramericana.         [ Links ]

Nietzsche, F. (1972). Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza Editorial.         [ Links ]

Victor, G. (1991). El Pelaito que no duró nada. Bogotá: Planeta.         [ Links ]Virilio, P. (1997). La velocidad de la liberación. Buenos Aires: Manantial.         [ Links ]

Zapata Yepes, R. D. (2002). La resiganada Paz de las Astromelias. Bogotá: Ministerio de Cultura.         [ Links ]

Zuleta, E. (2005). Diálogo de la dificultad. Medellín: Hombre nuevo.         [ Links ]