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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.45 Bogotá Jan./Mar. 2023  Epub Aug 10, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n45.05 

Artículos de Investigación

BLANQUIDADES CHILENAS: ELEMENTOS PARA UN DEBATE 1

Chilean Whitenesses: Elements for a Debate

Branquidades chilenas: elementos para um debate

Ricardo Amigo Dürre1 

1https://orcid.org/0 000-0002-5729-8309 Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Chile. Universidad de Chile ricardo.amigo@ug.uchile.cl


Resumen

La identidad racial «blanca» ha emergido como un problema político e investigativo urgente frente al creciente racismo contra los/as inmigrantes «negros/as» en Chile. En este contexto, el presente artículo propone algunas exploraciones en torno a discursos y prácticas de la blanquidad que permitan desarrollar nuevas miradas sobre la ubicuidad del racismo y de las relaciones sociales racializadas en el país. En primer lugar, se aborda el lugar de la blanquidad en las construcciones ideológicas del mestizaje chileno. En segundo lugar, se explora la blanquidad como categoría de clasificación racial en la región central del país. Finalmente, se proponen vías de indagación que permitan profundizar el estudio de las blanquidades chilenas, en diálogo con los whiteness studies anglosajones y con los debates sobre la blanquidad en América Latina. El artículo concluye con un breve comentario acerca de la blanquidad de la investigación científica social en el país.

Palabras clave Chile; identidad racial; racismo; mestizaje; blanquidad

Abstract

“White” racial identity has emerged as an urgent political and investigative problem face to the increasing racism against “Black” immigrants to Chile. In this context, this article proposes several inquiries around Whiteness discourses and practices that allow us to develop new views on the ubiquity of racism and racialized social relations in Chile. For starters, we address the place of whiteness in ideological constructs of Chilean miscegenation. Secondly, we explore whiteness as a category of racial classification in the central region of the country. Finally, we propose some paths of inquiry that allow an in-depth study of Chilean whitenesses, in a dialogue with Anglo-Saxon whiteness studies and the debates on whiteness in Latin America. This article concludes with a brief comment on whiteness in social research in Chile.

Keywords Chile; racial identity; racism; mestizaje-miscegenation; whiteness

Resumo

A identidade racial «branca» tem emergido como um problema político e de pesquisa urgente frente ao crescente racismo contra os/as imigrantes «negros/as» no Chile. Nesse contexto, o presente artigo propõe algumas explorações em torno de discursos e práticas da branquitude que permitam desenvolver novos olhares sobre a ubiquidade do racismo e das relações sociais racializadas no país. Em primeiro lugar, aborda-se o lugar da branquidade nas construções ideológicas da miscigenação chilena. Em segundo lugar, estuda-se a branquidade como categoria de classificação racial na região central do país. Finalmente, propõem-se vias de indagação que permitam aprofundar no estudo das branquidades chilenas, em diálogo com os whitenessstudies anglo-saxões e com os debates sobre a branquidade na América Latina. O artigo conclui com um breve comentário sobre a branquidade da pesquisa científica social no país.

Palavras-chave identidade racial; racismo; miscigenação; nquidade; branquidade

Introducción

En conversaciones cotidianas e intercambios académicos, Chile es frecuentemente nombrado entre los países más «blancos»[2] de América Latina, en un lugar casi equiparable a sus vecinos del Cono Sur, Argentina y Uruguay. Hasta hace muy poco, un perdurable mito nacionalista atribuía a los/as chilenos/as la característica de ser «los ingleses de Latinoamérica», y aún hace pocos años no era extraño escuchar que el crecimiento económico posibilitado por la transformación neoliberal, impuesta a partir del régimen dictatorial, se debía, en gran parte, a que el país tenía poca población indígena y había gozado de una inmigración europea relevante —y, a diferencia de los países del Río de la Plata, de una inmigración proveniente preferentemente del Norte de Europa— (Richards, 2016). Ahora bien, la blanquidad[3] que tales discursos atribuían y atribuyen a gran parte de la población chilena solo ha sido abordada tangencialmente por la investigación social en el país, sin perjuicio de que, en los últimos 15 años, las ciencias sociales chilenas hayan atravesado una suerte de cambio de paradigma en relación con el análisis de las identidades raciales y el racismo en el país.

De forma similar a cómo ocurrió de forma generalizada en las academias latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX (Restrepo, 2012), históricamente los/as investigadores/as sociales chilenos/as habían preferido la clase por sobre la raza como clave analítica. No obstante, una nueva y diversa corriente de investigación y producción bibliográfica ha comenzado a problematizar el racismo y las construcciones raciales en Chile en perspectiva histórica y contemporánea, recogiendo influencias teóricas provenientes, por ejemplo, de las corrientes del pensamiento anticolonial y decolonial, y respondiendo a nuevos procesos sociales como la creciente llegada de migrantes afrolatinoamericanos/as y afrocaribeños/as al país, subsumidos/as localmente en la categoría racial de «negros/as» (cf. Gaune & Lara, 2009; Comunidad de Historia Mapuche, 2012; Polis, 2015; Lepe-Carrión, 2016; Richards, 2016; Tijoux, 2016; Vera et al., 2018).

Ahora bien, la mayor parte de estos trabajos se ha concentrado justamente en aquellos/as «otros/as» que son objeto de procesos de alterización y racialización en el marco de discursos y prácticas a veces abierta y otras veces soterradamente racistas. De tal manera, los nuevos trabajos sobre la raza y el racismo en Chile tienden a concentrarse en la alteridad indígena, afrodescendiente o migrante, descuidando las identificaciones raciales hegemónicas o privilegiadas y presentando a los/as chilenos/as como mayoritariamente «sin raza» (Barandiarán, 2012). Frente a ello, en el presente artículo propongo una exploración de esta aparente falta de identidad racial a través del prisma de las construcciones y experiencias locales de la blanquidad, comprendida como una identidad racial habitualmente no marcada, asociada con la modernidad capitalista y sujeta a posicionamientos cambiantes, especialmente considerando el contexto de la ideología local del mestizaje.

La reflexión sobre lo «blanco» como una categoría racial relacional, asociada a las desigualdades sociales y de poder entre las distintas categorías raciales instituidas por el proceso colonial —«negros/as», «indios/as», «mestizos/as» y «blancos/as»—, sostenidas en las sociedades postcoloniales a través de la colonialidad del poder, posee una larga tradición en la teoría crítica latinoamericana (Quijano, 2014). Al mismo tiempo, en los estudios sobre raza y nación en América Latina se han desarrollado perennes discusiones sobre el blanqueamiento, concebido, por un lado, como una estrategia de ascenso social en sociedades marcadas por el mestizaje (Wade, 2010). Por otro lado, el blanqueamiento también fue un objetivo explícito de las políticas de «mejoramiento de la raza» implementadas por las élites de distintos países de la región a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX e influenciadas por el racismo científico y las teorías eugenésicas de la época (Subercaseaux, 2011). Sin embargo, en los análisis sobre estas temáticas lo «blanco» suele aparecer como opaco, como una categoría residual y abstracta que pierde definición frente a la (hiper)visibilidad de los otros de la nación (Segato, 2007).

Las identidades sociales «blancas» fueron problematizadas, por ejemplo, por precursores del pensamiento anticolonial como W.E.B. Du Bois (1986) y Frantz Fanon (1973), y posteriormente algunos de los principales impulsos para la exploración sistemática de lo «blanco» como objeto de análisis han provenido de los critical whiteness studies anglosajones (Nayak, 2007). Dentro de esta corriente, Ruth Frankenberg (1993), por ejemplo, conceptualiza la blanquidad como una identidad social no marcada —pero igualmente racializada— en sociedades estructuradas por la raza como eje de diferenciación y asignación de privilegios. En este sentido, las identidades sociales «blancas» forman una parte integrante de las relaciones sociales del racismo, representando, al mismo tiempo, una posición de privilegio estructural, un punto de vista y un conjunto de prácticas que trazan una diferencia frente a las identidades raciales subalternizadas (Frankenberg, 1993). En una línea relacionada, y profundizando en una idea originalmente planteada por Du Bois, autores como David Roediger (1991) han mostrado las recompensas psicológicas —y ganancias económicas— que motivaron a las clases populares «blancas» en los EE.UU. a abrazar esa identidad racial, renunciando a alianzas interraciales basadas en la posición de clase compartida, por ejemplo, con la clase trabajadora «negra».

Una de las contribuciones fundamentales a los estudios de la blanquidad desde América Latina es la obra de Bolívar Echeverría (2010), quien conceptualiza la blanquitud como un ethos asociado a la modernidad capitalista, es decir, como un conjunto de valores que excede la blancura epidérmica, sin perjuicio de la coincidencia histórica —impuesta a sangre y fuego, por ejemplo, por el totalitarismo nazi— entre ambos aspectos. Por otra parte, autoras como Mónica Moreno Figueroa (2010) han abierto un campo de exploración de la tensa relación entre blanquidad y mesticidad en las sociedades latinoamericanas, apuntando a las maneras en las que las marcas que constituyen el cuerpo mestizo posibilitan la desestabilización de su clasificación como «blanco» al encontrarse con «momentos racistas», los que ponen en entredicho los privilegios derivados de tal clasificación racial interaccional. En otra línea, los/as investigadores/as del proyecto PERLA han explorado de forma comparativa la correlación entre estatus social y pigmentación de la piel en las sociedades latinoamericanas, así como el privilegio generalmente asignado a la blancura en las «pigmentocracias» de la región (Telles & Flores, 2013; Telles & Martínez, 2019).

En Chile, la identidad racial «blanca» comenzó a surgir como objeto de interés investigativo y político, principalmente, en los estudios sobre los procesos de racialización y de estigmatización racista que afectan a los/as inmigrantes afrolatinoamericanos/as que han llegado en mayor número al país en la última década. Para María Emilia Tijoux (2014, p.3), por ejemplo, la otredad «negra» representada por estos/as migrantes «opera como una demanda de una corporalidad distinta que permite […] la constitución de un sí mismo chileno blanco». Desde esta perspectiva, el racismo al que cotidianamente se ven expuestos los/as migrantes «negros/as» en Chile hace aparecer una identidad «blanca», que generalmente no aparece marcada como tal, como el «nosotros/as» adoptado discursivamente por la mayoría de los/as chilenos/as, un argumento planteado de forma parecida desde los estudios literarios por Jorge Guzmán (1992), en relación con la otredad indígena que, al interior de la construcción nacional chilena, representa el espacio de lo «no-blanco». En línea con estas reflexiones, en el presente artículo exploraré algunas aproximaciones a la pregunta de qué significa en Chile ser «blanco/a», con tal de aportar a un debate que es tanto académico como político. Para ello, primero caracterizaré el lugar de la blanquidad en la construcción racializada de la nación chilena, específicamente en la ideología local del mestizaje hispano-indígena. En segundo lugar, exploraré la blanquidad en cuanto categoría de (auto)clasificación racial en Chile, y particularmente en la región central del país. Finalmente, propongo algunas direcciones de indagación respecto a las blanquidades chilenas, recurriendo tanto a referentes de los critical whiteness studies anglosajones como a algunas contribuciones de los debates sobre la blanquidad en América Latina. Concluyo con una breve reflexión sobre la blanquidad de la investigación social en el país.

La blanquidad en la ideología del mestizaje chileno

A diferencia del segregacionismo que históricamente caracterizó a muchos de los contextos nacionales en los que surgieron los whiteness studies anglosajones, especialmente los EE.UU., las construcciones de la blanquidad en América Latina no pueden ser comprendidas sin referencia a los discursos y prácticas del mestizaje (Valero, 2021). Durante las primeras décadas del siglo XX, la obsesión colonial por la clasificación de las distintas categorías de mezcla, asociadas a la asignación diferenciada de privilegios, así como la posterior preocupación del racismo científico decimonónico respecto a los riesgos de la hibridación, dieron paso al despliegue de ideologías oficiales del mestizaje en muchos países de la región, articuladas tensamente entre la construcción de diferencias étnicas o raciales al interior de la nación y la homogeneización de esas diferencias mediante la mezcla (Wade, 2010). En el contexto de los proyectos políticos nacional-populistas, tales ideologías buscaban cohesionar las sociedades respectivas mediante un concepto de ciudadanía inclusiva de base racial (Appelbaum, Macpherson & Rosemblatt, 2003). Ahora bien, las ideologías del mestizaje se desarrollaron con matices distintos en cada región y país de América Latina, y en este apartado exploro, particularmente, el lugar de la blanquidad en las construcciones e ideologías del mestizaje en Chile.

De forma parecida a lo que ocurrió en el resto de la América hispánica, desde la conquista española en adelante en la entonces Gobernación de Chile se conformó un sistema de estratificación racial en el que el acceso a posiciones de privilegio estaba asociado a la demostración de la «limpieza de sangre». Entrelazado con categorías como la casta o la calidad, se conformó así un «paradigma racial» binario, basado en la oposición entre conquistadores/as (españoles) y conquistadas/os («indias/os»), a los que se sumaban —en el polo más alejado de lo «puro y blanco»— los/as africanos/as esclavizados/as y sus descendientes (Arre & Catepillán, 2021). Siguiendo a Patricio Lepe-Carrión (2016), este sistema de estratificación siguió vigente aun después de la independencia política, pues, como efecto de la colonialidad del poder, el ejercicio y legitimación del poder político en el Chile postindependentista se articularon con las categorías raciales instituidas en el proceso de colonización. De esta forma, en el «contrato colonial» chileno los destinos de la nación continuaron en manos de los/as «blancos/as», o de aquellos/as admitidos/as a esta categoría por la nueva élite gobernante (Lepe-Carrión, 2016).

Al mismo tiempo, el privilegio de lo «blanco», sumado a las dinámicas de género que acompañaron el proceso de conquista y colonización, contribuyó a la afirmación de la blanquidad como posición identitaria incluso en la población «mestiza». Como desarrolla Sonia Montecino (1999), las frecuentes —y frecuentemente violentas— uniones sexuales entre hombres españoles y mujeres indígenas, refrendadas por estudios contemporáneos del ADN mitocondrial (Berríos, 2016), se caracterizaban por la ausencia del padre europeo y la falta de reconocimiento de la población «mestiza», la que, en un «doble juego de amor y de odio», buscaba negar su origen y «ser el otro», es decir, «espejear» las cualidades del padre español (Montecino, 1999, p.447). Como consecuencia de tal deseo de blanqueamiento, «[y]a en la Colonia los mestizos chilenos se imaginaron a sí mismos como blancos “descendientes de una raza europea más o menos pura”» (Bengoa, 2007, p.49). Tal imaginación se refleja, por ejemplo, en la predominancia de la categoría de «blanco» en el empadronamiento de población realizado por las autoridades coloniales en Santiago en 1778, considerado como el primer censo del país: sobre un total de casi 260.000 personas empadronadas, casi tres cuartas partes fueron consideradas «blancas», y solo alrededor de un 8 % fueron clasificadas como «mestizas», categoría levemente superada por «indios» (9 %, aprox.) y «negros» (10 %, aprox.) (Bengoa, 2007). Después de la independencia política, los censos pronto abandonaron el uso de cualquier categoría racial con excepción de la de «indio», alineándose con una construcción racial que daba por supuesto que la población chilena era mayoritariamente «blanca».

Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, la idea de que la población chilena era, en esencia, «blanca» se articuló con el surgimiento de una ideología local del mestizaje, expresión de un nuevo «paradigma racial» (Arre & Catepillán, 2021) ejemplificado por la obra Raza chilena, de Nicolás Palacios, publicada originalmente en 1904. Usando libremente las herramientas metodológicas y conceptuales de las teorías racialistas y eugenésicas de la época, Palacios (1918) construye la «raza chilena» como resultado de la mezcla entre las «razas patriarcales» de los «araucanos» y de aquellos colonizadores europeos que llegaron al Reino de Chile. Según Palacios, debido a las dificultades de la colonización de esta remota región se trataba, principalmente, de españoles descendientes directamente de los godos noreuropeos. Estos habrían procreado con mujeres araucanas, dando origen a una raza homogénea, de ascendencia mixta pero particularmente aventajada gracias a las similitudes en la organización social patriarcal de las dos «razas puras» que se habrían mezclado. Como afirma Subercaseaux (2011, p.227), en el contexto de los discursos nacionalistas que dominaban el naciente campo intelectual chileno a principios del siglo XX «la constitución de un nuevo “nosotros” en la figura de la “raza chilena” vino a afianzar el mito de la homogeneidad de la nación, mito [...] reiterado una y otra vez en los relatos decimonónicos de la identidad nacional».

Junto con destacar la homogeneidad alcanzada por la «raza chilena», el libro de Palacios (1918) también construye una narrativa sobre la excepcionalidad racial nacional basada en la supuesta proximidad con la «raza blanca», y particularmente con aquella de «sangre germana». A diferencia de las «razas latinas», cuya disposición «matriarcal» haría peligrar la homogeneidad alcanzada por la «raza chilena» en el centenario proceso de mezcla, esta última compartiría con las razas del norte de Europa una similar psicología patriarcal, signo de cualquier raza superior. En la argumentación de Palacios, la cercanía de la «raza chilena» con la «raza blanca» también se refleja en la presencia de rasgos fenotípicos «blancos» entre la población chilena, en igual proporción que los rasgos «araucanos». En contrapartida, para Palacios, en Chile incluso aquellos/as individuos/as de piel más clara presentaban algún trazo físico indígena, demostrando la unidad «racial» subyacente a las diferencias fenotípicas superficiales (Walsh, 2015).

Sin perjuicio del reconocimiento de las marcas físicas del mestizaje, la construcción ideológica elaborada por Palacios (1918) se las arregla para asimilar a los/as «chilenos/as» a la categoría de «blancos/as», soslayando intencionalmente la diferencia entre las categorías de «blanco» y «mestizo» cuando se refiere a la «raza chilena» (Walsh, 2015). De esta forma, subraya la blanquidad esencial de la mezcla racial chilena y, por extensión, la semejanza de Chile con otras sociedades «blancas», así como las pretensiones de acceso privilegiado a la modernidad y de reconocimiento de la nación por parte de países más poderosos —es decir, más «blancos»— que ello significaba (Walsh, 2015). Así, al igual que muchas otras narraciones del mestizaje, la obra de Palacios está permeada por la lógica del blanqueamiento, y no solo en términos identitarios y culturales, sino también raciales. En este sentido, la particularidad de la ideología del mestizaje chileno, tal como fue concebida por Nicolás Palacios, se ubica en una ambigüedad constitutiva: por un lado, reconoce la mezcla entre españoles e indígenas, pero, al mismo tiempo, posee un sesgo muy pronunciado hacia la reivindicación de la blanquidad de la nación chilena. Si bien las ideologías del mestizaje pueden acomodar tanto ideas de homogeneidad como de diferencia, en el caso chileno prima la homogeneidad, esto es, una homogeneidad blanqueada que invisibiliza la presencia indígena, excluye la presencia afrodescendiente y marginaliza gran parte de la presencia migrante (Walsh, 2019).

La relevancia del «mito» creado por Palacios para dar sentido al proceso de mestizaje chileno radica en su continuidad con el sentido común de la época en que fue concebido, así como en la amplia circulación que alcanzó en la sociedad chilena gracias a la intensa recepción y discusión inicial del libro (Subercaseaux, 2011). A modo de ejemplo, es posible rastrear la influencia de esta forma de concebir las bases raciales de la nación en un editorial del diario conservador El Mercurio del 12 de octubre de 1929, fecha en que se celebraba el «Día de la Raza», instituido pocos años antes. Este editorial afirmaba que, mientras «[a]lgunas de las más grandes repúblicas de América no tienen todavía su raza bien definida», Chile era una de las pocas naciones del continente que «han logrado proclamarse una raza aparte», refrendando explícitamente la argumentación de Palacios, «hombre de confusas exposiciones, pero de conceptos hondos, valientes y geniales» («El Día de la Raza», 1929). Posteriormente, estas ideas siguieron circulando ampliamente en la sociedad chilena por medio de obras de historiografía nacionalista como la magna Historia de Chile de Francisco Antonio Encina, cuya versión resumida tuvo una amplia difusión durante varias décadas y que otorgó un lugar fundamental a la idea de la excepcionalidad racial chilena sostenida por Palacios (Walsh, 2015).

Aunque el autor y su obra hayan caído mayormente en el olvido, los argumentos desarrollados por Palacios aún se encuentran presentes en narrativas contemporáneas sobre la identidad chilena. La continuidad del mito de la homogeneidad racial blanqueada se refleja, por ejemplo, en la Historia del Ejército de Chile, publicada por esa institución durante la dictadura militar. Allí se explica el origen de la nacionalidad chilena en el contexto de las constantes y centenarias guerras en contra del pueblo mapuche, así como la particular configuración «racial» del mestizaje chileno, que habría hecho a los hombres chilenos particularmente aptos para las armas:

En el siglo XVII, entre el Aconcagua y el Maule, casi no existían habitantes de pura raza indígena. Todos eran mestizos. El soldado español y el encomendero criollo empiezan a mezclar su sangre con jóvenes mestizas, lo que produjo un tipo mestizo muy blanqueado, muy cargado de sangre blanca europea. (Estado Mayor General, 1980-1985, citado en Subercaseaux, 2011, p.228)

No en vano, Larraín (2014) describe esta «versión» de la identidad chilena como la versión «militar-racial». Como afirma Pavez (2016), por otro lado, las «metáforas metálicas» en que se basa la narración militar del mestizaje —que, según el autor, se encuentran de forma parecida también en los escritos mestizofílicos de Gabriela Mistral, fuertemente influenciados por las ideas de José Vasconcelos— no son ingenuas:

En la racialización de la épica nacional que propone esta historia militar de la nación, los tropos de la «amalgama racial», el «crisol de la nación» y la forja de la guerra constituyen el «artifex», es decir, una aleación alquimista del origen racial de la nación y el Estado. El monstruo biológico que surge de esta alquimia es el «mestizo blanquecino», hijo del guerrero que posee a la mujer indígena violada. (Pavez, 2016, p.233)

En suma, el mito de la homogeneidad racial formulado por Palacios y perpetuado más allá de los límites de su obra por diversos discursos que lo reprodujeron y actualizaron, tendió a privilegiar una construcción de la nación chilena —y, por extensión, de la identidad racial de los/as chilenos/as— como «blanca». Desde una perspectiva decolonial, esta valoración extrema de la blanquidad aparece como un efecto de la estructura social racializada heredada de la colonia y perpetuada en tanto supremacía de lo «blanco», reflejando la persistencia de las lógicas clasificatorias y de explotación coloniales posibilitadas por la colonialidad del poder.

En las últimas décadas, el excepcionalismo chileno —hasta aquí revisado en sus connotaciones raciales— ha sido reelaborado en el contexto de un discurso identitario que Larraín (2014) denomina como la «versión empresarial» de la identidad chilena. Si la versión militar-racial enfatizaba los logros y el potencial basados en la homogeneidad y excepcionalidad de la mezcla «racial» chilena, en esta nueva versión de la identidad nacional chilena «se piensa Chile como un país diferente, distinto al resto de América Latina, fuera del Tercer Mundo, con rasgos europeos, donde las cosas se hacen bien y hay poca corrupción» (Larraín, 2014, p.167).[4] A la luz de la discusión precedente, también esta «versión empresarial» se relaciona con la blanquidad pretendida por la ideología del mestizaje chileno, y particularmente con la blanquitud en el sentido ético y civilizatorio propuesto por Bolívar Echeverría (2010). Desde esta perspectiva, la «versión empresarial» de la identidad chilena también remite a una identidad racial «blanca» —y, por tanto, superior a sus vecinos—, asociando la excepcionalidad chilena con el éxito económico basado en los valores del capitalismo global. Aquello se reflejó, por ejemplo, en el envío de un iceberg a la Exposición Mundial de Sevilla en 1992, que no solo «quería simbolizar un país cool, exento de todo tropicalismo»[5] (Larraín, 2014, p.167) sino que también evidencia la imbricación de homogeneidad racial, excepcionalismo y blanquidad/blanquitud que caracteriza las construcciones hegemónicas de la nación chilena:

la blanca imagen del iceberg en la Feria de Sevilla en 1992, referida implícitamente al (supuesto) presente y (anhelado) futuro del país, anulaba no sólo toda referencia a la presencia de casi un millón de indígenas en Chile […] evidenciaba [además] el carácter intolerante y prejuicioso de la sociedad chilena y fortalecía uno de los principios sustantivos de una concepción (ahistórica) de la identidad nacional: la homogeneidad racial y cultural de la población. (Waldman, 2004, p.98)

En suma, la blanquidad chilena posee un lugar fundamental en las narraciones y construcciones de la nación al menos desde comienzos del siglo XX, sino incluso desde la época colonial, sin perjuicio de su ambigua posición en los procesos de mestizaje —«reales» e «imaginados»— que dieron origen a la población «chilena». Un esfuerzo por desarticular las construcciones de la blanquidad en Chile debe necesariamente tomar en consideración estos procesos de larga duración, y tomarlos como punto de partida para una crítica que no solo considere la imposición de ideologías nacionales sobre poblaciones heterogéneas, sino también —como abordaré más adelante— la participación de los sectores sociales subalternos en el establecimiento y la puesta en práctica cotidiana de estas ideologías.

La blanquidad como identidad racial y la clasificación del cuerpo «blanco» en Chile central

Como mencioné anteriormente, desde comienzos del siglo XIX en Chile no existe información censal ni estadísticas oficiales que den cuenta de las categorías raciales presentes en la población, con excepción del intermitente relevamiento estadístico respecto a la población indígena, generalmente limitado a las provincias del sur del país y hecho extensivo a todo el territorio nacional recién a partir de 1992. Sin perjuicio de esta invisibilización estadística de las identidades raciales de la población no indígena, en las últimas dos décadas distintos estudios de opinión indagaron en esta temática, posibilitando una primera aproximación a la importancia cuantitativa contemporánea de la categoría de «blanco/a» en el contexto local. Iniciaré, entonces, el presente apartado con una breve discusión de tales aproximaciones estadísticas, para, a continuación, indagar en la blanquidad como una forma de clasificación racial dentro de un «régimen de corporalidad situado» (Restrepo, 2012) alineado con la construcción ideológica del mestizaje chileno.

De acuerdo a varios de los estudios de opinión mencionados, la identificación con la categoría de «blanco/a» es mayoritaria entre los/as chilenos/as. Así, según una encuesta citada por Barandiarán (2012, pp. 166-167) en el año 2005 un 92 % de los/as encuestados/as declararon ser «blancos/as» o «hispánicos/as», mientras que otro estudio citado por la misma autora sitúa en 95 % la proporción de chilenos/as que se identificaron como «blancos/as caucásicos/as» o como predominantemente «blancos/as». A partir de los resultados del Barómetro de las Américas 2010, Telles & Flores (2013, p.433) sitúan el porcentaje de «blancos/as» en Chile en 63 %, un valor que a nivel latinoamericano se sitúa solo por debajo de la proporción respectiva en Argentina y Uruguay. En una línea similar, una encuesta del Instituto Nacional de Derechos Humanos (2017, p.23) sobre las manifestaciones y percepciones del racismo en Chile afirma que «un tercio de la población piensa que la mayoría o gran parte de los chilenos considera ser “más blanco que otras personas de países latinoamericanos”».

Ahora bien, otras encuestas muestran una imagen más compleja respecto a la interrelación entre las distintas categorías raciales vigentes en Chile, así como la existencia de diferencias regionales y procesos de transformación que se han venido desarrollando en los últimos años. De esta forma, un estudio realizado en 2018 en la Región Metropolitana de Santiago por el Centro de Estudios de la Opinión Ciudadana de la Universidad de Talca encontró que cerca del 74 % de los/as encuestados/as se identificaban como «chilenos/as», y solo una cuarta parte como «mestizos/as» (CEOC-Utalca, s.f.). Al no prever la opción de identificarse como «blanco/a», esta encuesta refleja la ambigüedad entre lo «chileno», lo «blanco» y lo «mestizo» que, según discutí arriba, caracteriza a la construcción ideológica del mestizaje chileno. Por otro lado, si se acepta la hipótesis de la predominancia de la construcción ideológica de una homogeneidad racial blanqueada de la población chilena, los resultados de este estudio permiten advertir la persistencia contemporánea de esta construcción, al menos en la capital del país.

El Estudio Longitudinal de Relaciones Interculturales realizado por el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR, 2017 y 2019), por otra parte, permitía a las personas encuestadas autoclasificarse, en relación con su identidad racial, como «blancas», «mestizas» o «indígenas», distinguiendo entre muestras definidas según el lugar de residencia (norte, centro y sur del país) y la identidad étnica («andinos/as» y «no-andinos/as», para la zona norte, y «mapuche» y «no-mapuche» para las zonas centro y sur).[6] Según esta encuesta, en 2016 un 60 % de las personas no-mapuche entrevistadas en las zonas centro y sur del país se identificaban como «blancos/as», así como 41 % de las personas no-andinas entrevistadas en el norte del país (CIIR, 2017, p.30). Incluso, entre los/as encuestados/as identificados/as como «andinos/as», 9 % se identificaron como «blancos/as», y 13 % entre los/as encuestados/as «mapuche». Sin perjuicio de ello, y con excepción de las personas no-mapuche, la principal categoría de identificación racial elegida fue la de «mestizo/a», con alrededor de 50 % de predominancia en la población indígena y no-andina entrevistada. Esta proporción aumenta en la segunda ola del estudio, con una correspondiente baja en la autoadscripción blanca, la que, según los resultados publicados, en 2018 ascendía a 40 % entre los/as «no-mapuche», 30 % entre los/as «no-andinos/as» y 11 % y 5 % entre los/as «mapuche» y «andinos/as», respectivamente (CIIR, 2019, p.38).

Al igual que la encuesta de la Universidad de Talca, el estudio recién citado admite diversas interpretaciones. Por una parte, el aumento de la identificación como «mestizo/a» entre la primera y la segunda ola parecería apuntar a una transformación en las construcciones identitarias dominantes, desplazando el polo de gravitación desde lo «blanco» a lo «mestizo». No obstante, siguiendo a Valero (2021), en las sociedades latinoamericanas la «mestitud» puede constituir una forma particular de expresión de la blanquitud en su sentido moderno y capitalista. En este sentido, a la luz de la ambigua construcción del mestizaje en Chile, estos resultados —llamativos, además, por el escaso intervalo entre las distintas olas del estudio— también podrían ser interpretados en términos de una persistencia de las construcciones dominantes de la homogeneidad blanqueada, al menos en el centro y sur del país. Retomando los planteamientos de Palacios (1918), la excepcionalidad de la «raza chilena» no se encuentra únicamente en la pureza blanqueada sino, además, en la homogeneidad de la mezcla que la compone (Walsh, 2019).

Ahora bien, además de una categoría de autoidentificación racial, la blanquidad también puede ser considerada como una construcción social sobre distintos marcadores corporales, dependiente en su configuración específica del contexto en que se despliega. Como ejemplifica Restrepo (2012, p.195), «Mercedes Sosa puede ser llamada “La Negra Sosa” en Argentina, pero muy difícilmente se hubiera colocado tal apelativo en un país como Brasil». En contrapartida, aunque muchos/as latinoamericanos/as reclamen una identidad social blanca, «los habitantes de estos paisajes somos todos no-blancos cuando viajamos al Norte imperial» (Segato, 2010, p.18), evidenciando una habitualización de la blanquidad que posibilita o restringe las acciones de los cuerpos en distintos contextos (Ahmed, 2007). Al mismo tiempo, la blanquidad forma parte de una lógica de clasificación corporal según marcas que cobran significación a partir del contexto social e histórico específico, en intersección con procesos y discursos locales, nacionales y globales. En este sentido, en lo que sigue indago en las operaciones cognitivas a nivel microsocial que efectúan la clasificación de sí mismo/a o de otro/a como «blanco/a» en la sociedad chilena, o al menos en la ciudad de Santiago y la región central del país, el centro simbólico y político desde el cual las élites chilenas han desarrollado e implantado su proyecto de dominación.

Un texto del antropólogo argentino Alejandro Frigerio (2006), citado frecuentemente en los debates respecto a las identidades raciales en el país trasandino, servirá para contextualizar las dinámicas de clasificación racial en la zona central de Chile. Frigerio se propone desentrañar la forma de operación de las categorías raciales «blanco/a» y «negro/a» en Buenos Aires, cuya particular configuración coadyuvó a la «desaparición» histórica de los/as afroargentinos/as y continúa sosteniendo desigualdades sociales contemporáneas. Para este autor, al inverso de la lógica clasificatoria estadounidense las categorizaciones raciales en Buenos Aires —y en América Latina, en general— se caracterizan por una «ceguera cromática» para la cual «lo más importante es el color y no el origen» (Frigerio, 2006, p.80). En consecuencia, «una gota de sangre blanca permite clasificar a un individuo como tal» (Frigerio, 2006, p.80), siempre y cuando su color de piel sea relativamente claro. Al mismo tiempo, tal «ceguera cromática» depende de una «constante invisibilización de los rasgos fenotípicos negros a nivel micro» (Frigerio, 2006, p.80), reduciendo los marcadores corporales leídos contextualmente como signos de negridad al color de piel y la textura del cabello, y solo si están presentes en forma conjunta. La ausencia de estas características, en cambio, indica la pertenencia por defecto a la blanquidad genérica sostenida por las narrativas maestras de construcción de la nación argentina: «Con esta lógica de clasificación racial, los “negros” (“verdaderos”) siempre serán pocos» (Frigerio, 2006, p.81).

Sin perjuicio de las diferencias históricas entre las construcciones raciales en ambos contextos, sostengo que en la zona central de Chile es posible identificar dinámicas de clasificación racial a nivel microsocial similares a aquellas descritas por Frigerio para el contexto porteño. Así, también en Chile la clasificación en tanto «negro/a» suele descansar principalmente en el color de piel, leído como signo de una alteridad radical e irreductible (Tijoux, 2016; Amigo, 2017). En cierta medida, a esta característica se le añaden como criterios clasificatorios la textura del cabello y algunas características fisionómicas, aunque como es fácilmente comprobable en observaciones y conversaciones cotidianas solo suelen ser interpretadas como marcas de negridad en conjunción con el color de piel. Quien no reúne estas características puede ser clasificado/a en el contexto local como «blanco/a» o bien no es sujeto/a de una clasificación explícita, contribuyendo —de forma similar a lo que ocurre en Buenos Aires— a invisibilizar rasgos fenotípicos que en otros contextos serían interpretados como marcadores de negridad. En cierta medida, en la zona central de Chile, y particularmente en la capital, se es «blanco/a» por defecto. Como relata un joven santiaguino entrevistado en el marco de una investigación sobre la práctica local de danzas de raíz africana, fue recién esta práctica la que le permitió reinterpretar marcadores corporales presentes en su propia familia como indicios de una ascendencia africana:

como que antes no estaba permitido po, como que no, o sea «Este es negro, mulato», pero no lo asociabas, no lo sabías cómo [...] validar de que sí po, hay raíces negras en la familia po, ¿cachai? Y es bacán darte cuenta, así, veís fotos, yo veo fotos de la familia de mi mamá, y mis tíos así negros, afro, así, unos afro brígidos, narices anchas, cachai. Mi tía negra yo, pucha, le veo algunas fotos y de verdad que es […] una negra, brígida. (Entrevista personal, 23-08-19)

Ahora bien, considerando la negación casi total que pesa sobre la negridad en Chile, la clasificación cotidiana en cuanto «blanco/a» se tiene que imponer, principalmente, a la posible asociación con la categoría racial correspondiente al «Otro más cercano» (Frigerio, 2006, p.96) con el que históricamente han convivido las sociedades urbanas de Chile central: el/la «indio/a», especialmente el/la «araucano/a», según Palacios uno de los dos ingredientes primigenios de la «mezcla racial» chilena. Así, frente al riesgo de ser identificado/a como «indio/a», la blanquidad debe ser reafirmada mediante tácticas cotidianas que apelan tanto al reconocimiento social como también —en caso de que el reconocimiento por parte de los/as pares no sea suficiente para convencerse a sí mismo/a y a otros/as de la propia blanquidad— a la modificación corporal, como comenta el cronista Óscar Contardo:

El chileno es casi siempre moreno, aunque se siente rubio y se confiesa «trigueño», de «tez clara», «moreno pálido», adjetivos ambiguos y de utilización mañosa que ayudan a amortiguar el choque con la realidad que tanto angustia: el mestizaje. […] Cuando la estrategia lingüística fracasa o se debilita frente al semblante, la fuga de lo autóctono se apoya en el refugio que brinda el producto cosmético. […] La tintura es la gran aliada de la ambición blanca. (Contardo, 2017, p.65)

Para Contardo, los/as «chilenos/as» persiguen una «fantasía blanca» y buscan alcanzar un «blanqueamiento biográfico» que «se aferra por lo general a un lejano tiempo de la niñez en que las mechas brotaban más claras» (Contardo, 2017, p.64).[7] Aunque, de esta forma, la blanquidad chilena pareciera ser una categoría de clasificación racial abierta a la negociación situacional, de forma similar al caso bonaerense también en Chile es posible advertir una correlación entre la estratificación social y el color de la piel, la que limita el tránsito entre las distintas categorías racializadas:

Es claro [...] que desde muy temprano ha habido en Chile una valoración exagerada de la «blancura» y una visión negativa de los indios y negros. Los textos escolares están llenos de representaciones peyorativas acerca de los indios, sus costumbres y sus modos de vida. La estratificación social, aun aquella de carácter capitalista, siempre ha ido acompañada de un elemento racial: en Chile, de manera general, mientras más oscura la piel más baja la clase social. (Larraín, 2014, p.213)

En este sentido, la clasificación en cuanto «blanco/a» es socialmente legible como una marca corporal que, en muchos casos, permite inferir el estatus del/de la interlocutor/a. Como afirman Torres et al. (2019), son especialmente los/as integrantes de sectores sociales medios y altos para quienes la pigmentación de la piel representa tal marcador del estatus social. Al mismo tiempo, la valoración de rasgos corporales asociados con la blanquidad, tales como el color de los ojos o del cabello, suele ser considerablemente más alta en los sectores de bajos ingresos: según la encuesta del CEOC-Utalca (2018, pp.15-16) citada anteriormente, 61,2 % de los/as entrevistados/as de menores ingresos considera que «el pelo rubio es más distinguido que el pelo oscuro» (frente a 17,6 % y 26,4 % en los sectores medios y altos, respectivamente), y 63,3 % está de acuerdo con la afirmación que «las personas de ojos claros son más atractivas que las de ojos oscuros» (frente a 26 % y 30,4 % en los sectores medios y altos).[8] En contrapartida, los ideales y prácticas de belleza blanqueados sirven como una forma de distinción —en sentido bourdieusiano— que es desplegada, por ejemplo, por estudiantes chilenas de élite (Rodríguez & Archer, 2022). Siguiendo a Contardo (2017, p.58), «[e]n nuestro país, el ingreso al salón de los respetados tiene una primera valla genética. […] en Chile el primer rastro de pertenencia está en el propio cuerpo, en la cara, los ojos, el pelo».

A ello se suma, por un lado, la «fractura» socio-racial que, desde la época colonial, divide a la ciudad letrada, «blanca» y civilizada (el centro, los barrios de clase acomodada) de la ciudad de los/as «otros/as» pobres, indígenas y «mestizos/as» (la periferia, las «poblaciones», los barrios populares) (Alvarado, 2021b). Esta fractura, ahora impulsada por el mercado, se perpetúa en la segregación urbana contemporánea de las grandes ciudades como Santiago y no solo inscribe espacialmente las construcciones locales de la blanquidad, sino que se articula con las lógicas clasificatorias que permiten calificar a una persona como «blanca». Un rol similar pueden cumplir, por otro lado, ciertas prácticas que actúan como marcadores de blanquidad y que develan el desigual acceso a formas de capital cultural y simbólico ligadas tanto a la blancura corporal como a la blanquitud valórica y civilizatoria: por ejemplo, la construcción de genealogías familiares centradas en la ascendencia europea (Contardo, 2017) o el uso de recursos lingüísticos que identifican a los sectores acomodados, «blancos» y cosmopolitas.

En suma, la blanquidad es una categoría de identificación disputada y, a la vez, objeto de deseo en la configuración «pigmentocrática» (Telles & Martínez, 2019) del Chile central. Se cierra aquí el círculo entre la blanquidad como una categoría clasificatoria de los cuerpos en la vida cotidiana y las identidades raciales perpetuadas por la colonialidad del poder. En ambos casos, la blanquidad es una categoría que excluye y que da munición a aquellos/as que pueden jactarse de pertenecer a ella para excluir a otros/as. En este sentido, aunque la blanquidad pueda tener elementos culturales o valóricos, su contenido racial vuelve a alojar estos elementos en el cuerpo, perpetuando una relación tautológica entre blanquidad y estatus social, y entre la no-blanquidad y un estatus bajo del que es difícil escapar: «La sangre, el rostro y el color en Chile dan pistas y señalan la pertenencia y en gran medida el futuro que te aguarda» (Contardo, 2017, p.82).

Una agenda posible para investigar las blanquidades chilenas

Luego del recorrido por las construcciones de la blanquidad en Chile propuesto en las últimas páginas, en el presente apartado aventuraré tentativamente algunas direcciones de indagación para profundizar en la investigación de las blanquidades chilenas. Tales direcciones de indagación se desprenden tanto de la exploración precedente de la blanquidad en cuanto parte de una ideología racializada de la nación chilena y de una lógica de clasificación racial local, como también de los aportes teóricos de los critical whiteness studies y de los estudios sobre blanquidades y blanquitud en América Latina. A ello se agregan los impulsos teóricos de las teorías de la performatividad y de la interseccionalidad, los que permiten complejizar las miradas sobre la blanquidad en relación con el cuerpo, la subjetividad, la dominación y el género.

Un primer ámbito que es relevante seguir explorando a la luz de la discusión precedente es la relación entre las construcciones de blanquidad y la clase social, especialmente con respecto a las clases sociales no dominantes. Sin duda, un referente importante en este sentido es la perspectiva materialista representada por David Roediger (1991), cuya propuesta del «sueldo psicológico» (Du Bois, 1986) en forma de reconocimiento que recibiría la clase trabajadora «blanca» en Estados Unidos complejiza los análisis marxistas convencionales, que han tendido a tratar las clasificaciones raciales como fenómenos superestructurales. Por el contrario, para Roediger (1991) es necesario enfocar la agencia ejercida por los/as propios/as trabajadores/as en la construcción de la blanquidad, avanzando hacia una posible «abolición» de esta construcción racial. Tal enfoque posee similitudes con aquellos trabajos en los que ya se ha comenzado a cuestionar la blanquidad en cuanto autoidentificación de los/as chilenos/as de sectores populares frente a los/as inmigrantes «negros/as» (Tijoux, 2014). Ampliando la discusión propuesta en el presente artículo, cabría matizar estos trabajos con una contextualización histórica que revele no solo cómo en Chile la blanquidad se asoció discursivamente al mestizaje en las narrativas nacionales, sino también cómo la identificación resultante en cuanto «mestizo/a blanquecino/a» no fue únicamente impuesta a las clases subalternas sino también coconstruida por ellas, pues —podría conjeturarse— de esta forma obtuvieron un parcial y desigual acceso a los privilegios que repartió el «contrato colonial» chileno.

Un segundo ámbito que merece profundización en futuras investigaciones es la diversidad regional de las construcciones de blanquidad en el país. Siguiendo a Ruth Frankenberg (1997), las construcciones de blanquidad se encuentran situadas tanto en términos espaciales como sociales, produciendo regímenes de visibilidad y de marcación —así como de no-marca— diferenciados según los contextos respectivos. Como adelanté arriba, en el caso chileno un indicador de esta diversidad son las distintas proporciones de identificación como «blanco/a» entre las zonas norte y centro-sur, las que posiblemente responden a experiencias históricas diferentes en relación con la blanquidad y con la imposición de narrativas nacionalistas por parte del Estado chileno. En este contexto, cabe considerar también el giro de las políticas de gestión de la diferencia en el país hacia los discursos multiculturalistas, desde la década de 1990 en adelante. Estos discursos han posibilitado un creciente reconocimiento de la diversidad cultural, pero manteniendo la lógica de un «punto vacío de universalidad, desde el cual uno puede apreciar (y despreciar) adecuadamente las otras culturas particulares» (Žižek, 1998, p.172 cursivas en el original). En consecuencia, como apuntan Webb & Radcliffe (2017), en el sur de Chile la blanquitud aparece como norma privilegiada incluso en escuelas interculturales mayoritariamente indígenas.

En línea con el enfoque en las dimensiones de clase y las diferencias regionales, un tercer aspecto a profundizar es la constitución mutua de las construcciones de blanquidad con otras dimensiones de diferencia y opresión. En otras palabras, es necesario avanzar en una comprensión interseccional de las blanquidades chilenas. Como sostiene Mara Viveros (2016, p.8), junto con llamar la atención sobre «la multiplicidad de experiencias de sexismo vividas por distintas mujeres», uno de los principales aportes de este enfoque es, precisamente, poner de manifiesto «la existencia de posiciones sociales que no padecen ni la marginación ni la discriminación, porque encarnan la norma misma, como la masculinidad, la heteronormatividad o la blanquitud». En este sentido, una comprensión interseccional de las blanquidades chilenas permitiría comprender posicionalidades y experiencias diferenciadas a partir de las articulaciones múltiples y co-constitutivas de la blanquidad con dimensiones como el género, la clase social, la nacionalidad, la identidad étnica y la pigmentación de la piel. En particular, resulta de interés indagar en aquellas posiciones sociales en las que la blanquidad se articula con el poder político y/o económico, habilitando discursos que vinculan blanquidad, masculinidad y nación como fuentes de autoridad legitimada (Viveros, 2013). En la misma línea, cabría investigar las articulaciones políticas y organizativas —históricas y contemporáneas— del supremacismo blanco en Chile, así como de los grupos de extrema derecha que rechazan la presencia de migrantes latinoamericanos/as y se horrorizan ante la perspectiva de nuevos mestizajes que podrían alterar la pretendida homogeneidad racial blanqueada del país.

En cuarto lugar, a la luz de las discusiones desarrolladas en este artículo resulta necesario profundizar también en la relación de las construcciones de blanquidad en Chile con el cuerpo y la subjetividad. Como advierte Nayak (2007), siguiendo el enfoque de inspiración psicoanalítica propuesto por Fanon (1973), no existe un lazo excluyente entre la blanquidad y los cuerpos «blancos». Por el contrario, el ideal racializado de la blanquidad como encarnación de los valores hegemónicos de las sociedades occidentales —proyectados hacia el resto del globo mediante el sometimiento político y los discursos coloniales— afecta también a quienes no pertenecen a la categoría de «blancos/as», tanto en la persecución de la blanquitud en cuanto ideal performativo como también en la disonancia que produce el no poder alcanzarla. En este sentido, junto con preguntarse por la clasificación racial y los esfuerzos de blanqueamiento corporal, también cabría indagar en las modalidades y efectos de tal introyección en la subjetividad, así como en las experiencias de sujetos/as racializados/as en espacios dominados por la blanquidad como norma (Ahmed, 2007). Desde esta perspectiva se podría complejizar, por ejemplo, la constatación que los/as alumnos/as mapuche afectados/as por la segregación racial y educacional en escuelas secundarias del sur de Chile prefieren no autoidentificarse como indígenas, sino adscribir a una identidad nacional blanqueada que aparece como una posibilidad de participación en la sociedad nacional (Webb & Radcliffe, 2017).

Finalmente, junto con las claves analíticas y perspectivas para futuras investigaciones propuestas anteriormente también hacen falta más análisis e indagaciones empíricas respecto a las formas en las que, en el contexto local, es posible «salir» del dominio de la blanquidad, ya sea mediante pedagogías antirracistas que aportan a un nuevo proyecto abolicionista o a través de prácticas culturales que trascienden límites raciales (Ware & Back, 2002). Varios trabajos desarrollados en Chile en los últimos años ya apuntan en esta dirección: Alvarado Lincopi (2021a), por ejemplo, discute la desmonumentalización en el contexto de la revuelta social que sacudió a Chile desde octubre de 2019 como una forma de acción colectiva que puso en tensión las narrativas hegemónicas de la nación blanqueada, borrando y sobreescribiendo su presencia simbólica en el espacio público y, en cambio, haciendo emerger una nueva construcción de la nación plurinacional. Por otra parte, la resignificación e incorporación local de danzas de raíz africana en distintas ciudades chilenas, hasta ahora ajenas a la movilización política afrodescendiente que se ha desarrollado principalmente en el extremo norte del país, han sido descritas como procesos que tensionan las narrativas de la nación blanqueada a nivel individual, así como la constitución hegemónica del cuerpo «chileno» como «blanco» (Amigo, 2019). Tanto en lo individual como en lo colectivo, estos ejemplos muestran las fisuras en la construcción de las blanquidades chilenas, apuntando hacia nuevos caminos para descentrar la hegemonía de la blanquidad en el contexto local y para mostrar las marcas de aquello que, en apariencia, no las tiene.

Reflexiones finales: el color de la academia

En el contexto de los debates sobre la blanquidad citados a lo largo del texto, situados en trayectorias históricas distintas, las que inciden en la forma en que en cada país y contexto local se construye, se narra, se reconoce y se performa la blanquidad, en el presente artículo me propuse el objetivo de aportar algunos elementos teóricos y empíricos que permitan avanzar hacia una comprensión —y eventual abolición— de las blanquidades chilenas. Tomando en cuenta que es imposible definir la blanquidad de forma sustancial, pues se trata de una categoría relacional que adquiere su sentido de los contextos locales, nacionales y globales en que está inserta, aporté algunas formas de comprender las construcciones de blanquidad en el contexto nacional, así como un esbozo de las perspectivas investigativas que se abren a partir de la literatura interdisciplinaria en este campo.

Como ha quedado en evidencia a lo largo del presente artículo, los debates acerca de la blanquidad están lejos de solo reflejar intereses académicos. Muy por el contrario, se sitúan en encrucijadas críticas para comprender la formación de identidades raciales —cruzada por las narrativas nacionales—, el sostenimiento performativo de estas construcciones en la vida cotidiana y los modos de operación de discursos y prácticas racistas, especialmente entre aquellos/as actores/as subalternizados/as que reclaman para sí la pertenencia a la blanquidad hegemónica. En este sentido, la perspectiva crítica sobre las blanquidades chilenas esbozada aquí posee una gran relevancia para las políticas del antirracismo dentro y fuera de la academia, pues permite repensar los términos en que se desarrollan estos debates: frente a un enfoque centrado en aquellos/as «otros/as» racializados/as que son el objeto predilecto de los discursos y las prácticas de exclusión racista —así como de las investigaciones al respecto—, los estudios de blanquidad permiten poner el foco de los esfuerzos investigativos y activistas en aquellas identidades raciales hegemónicas que a primera vista no parecen estar sujetas a procesos de racialización, pero que son una parte decisiva de las relaciones sociales del racismo. Ello significa, también, reevaluar los aportes que puede realizar la investigación académica a la lucha antirracista y someter a crítica los sesgos que la atraviesan. En cuanto ejercicio de reflexividad, la discusión en el presente artículo no puede eludir este ámbito, en el que, frecuentemente, la llegada de cuerpos «no-blancos» aparece como disruptiva (Ahmed, 2007).

Como es sabido, la institucionalización de las ciencias sociales en cuanto disciplinas científicas se inició en Europa hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, articulándose frecuentemente con los discursos coloniales y racialistas que permeaban el sentido común de esa época (Winant, 2000). Más allá de la crítica que incluso muchos de los clásicos desarrollaron hacia la explotación de las colonias, las ciencias sociales nacieron, de esta forma, marcadas por un lugar de enunciación anclado en una «corpopolítica del conocimiento» (Mignolo, 2010) «blanca». De más está decir que esta herencia se mantuvo en gran parte de las academias latinoamericanas, donde las ciencias sociales, incipientes hacia mediados del siglo XX, fueron inicialmente el dominio casi exclusivo de hombres «blancos», provenientes de las pujantes clases medias. En este contexto, y aparte de realizar una crítica a las blanquidades chilenas, no solo es necesario situar en estos términos a nuestra propia academia, avanzando hacia una crítica de sus lugares de enunciación y de cómo desde ellos observamos y evaluamos la realidad social que nos rodea. Más aún, es imprescindible comprender el propio espacio académico como un espacio en disputa cuya reproducción se ha basado, históricamente, en la exclusión de corporalidades no-«blancas». En consecuencia, solo asegurando el acceso de indígenas, afrodescendientes y otros/as sujetos/as racializados/as a los espacios hegemónicos de construcción de conocimientos, así como la valoración de sus perspectivas en el debate académico, será posible salir del dominio de la blanquidad, tanto en términos éticos y políticos como también epistemológicos, contribuyendo así a sacudir las amarras coloniales que el actual momento constituyente ha puesto en tensión.

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1Este artículo forma parte de la investigación doctoral del autor, financiada por una Beca de Doctorado Nacional de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (Folio 2016-21161362).

2En el presente texto pongo siempre entre comillas las categorías racializadas como «blanco/a», «mestizo/a», «negro/a» o «indio/a», para así recalcar que se trata de identificaciones sociales construidas de forma relacional y contingente, es decir, que no poseen un contenido sustancial.

3Haciendo eco de la propuesta de Restrepo (2013, p.26) de usar el término de «negridad» (en vez de «negritud») para hacer referencia a «los discursos y prácticas de lo negro», uso el término de «blanquidad» para referirme de manera amplia a los «discursos y prácticas» de lo blanco. Por el contrario, reservo el uso del concepto de «blanquitud» para la construcción identitaria asociada a los valores de la modernidad occidental y capitalista descrita por Echeverría (2010). Finalmente, uso el término de «blancura» para referirme a la blanquidad como construcción sobre características fenotípicas.

4Sin duda, la «versión empresarial» de la identidad chilena que describe Larraín (2014) dialoga con la implementación, desde inicios de la década de 1990, de políticas multiculturalistas ligadas a una nueva forma de gobernanza neoliberal en el país (Boccara & Ayala, 2011). Aunque estas políticas han implicado reconocimientos y el otorgamiento de algunos derechos colectivos a los pueblos indígenas y tribal afrodescendiente, en gran medida se han alineado con una concepción del «multiculturalismo comercial» según la cual el mercado y el consumo son los principales mediadores en la relación con la diferencia, «sin necesidad alguna de una redistribución del poder y los recursos» (Hall, 2010, p.584). En consecuencia, tal concepción contribuye a afianzar la vinculación de las identidades «chilenas» con los valores civilizatorios de la modernidad capitalista.

5Como destaca Dümmer (2012), tal construcción ya se encontraba presente en la representación de Chile en la Exposición Iberoamericana de 1929, también realizada en Sevilla.

6De acuerdo a los/as autores/as del estudio, las categorías de alteridad indígena incluidas corresponden a aquellas de mayor presencia en las regiones analizadas. La categoría de «andinos», en particular, comprende a los pueblos aimara, quechua, likan antai y colla.

7Coincidentemente, el propio Nicolás Palacios es objeto de tal «ejercicio de blanqueamiento biográfico» en el recuerdo de su hermano. En la presentación que este escribió para la reedición de Raza chilena (Palacios, 1918, pp.7-30) afirma que, a pesar del «pelo negrísimo» que tuvo el Nicolás Palacios adulto, en su niñez habría tenido «bucles de oro», celosamente conservados por una de sus tías con tal de demostrar la herencia racial europea del autor a todo quien osara ponerla en duda.

8Estas preferencias son reforzadas, por ejemplo, por la predominancia de modelos de piel y pelo claros en los avisos publicitarios publicados en medios nacionales (Juanchuto-Viertel et al., 2019).

Recibido: 27 de Mayo de 2022; Aprobado: 10 de Agosto de 2022

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