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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

Print version ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.58 no.165 Bogotá Jan./June 2016

 

La textualidad del texto. En torno al encuentro Gadamer-Derrida*

Textuality of the Text. Around the Gadamer-Derrida Encounter

Diana M. Muñoz González**
Universidad de San Buenaventura, sede Bogotá - Colombia

* Este artículo está asociado al proyecto de investigación «El concepto de interpretación en la "hermenéutica de la sospecha"» desarrollado en el año 2013 con el auspicio de la Dirección de Investigaciones de la Universidad de San Buenaventura (Proyecto FIL006-003). Investigadora principal: Diana M. Muñoz González.
** Doctora en Filosofía por la Universidad París 8, con títulos de Magíster y de Pregrado en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente es profesora titular de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de San Buenaventura, sede Bogotá, Colombia, donde se desempeña como directora de la línea de énfasis en filosofía del Doctorado en Humanidades. Es miembro de «Devenir», grupo de investigación en filosofía contemporánea reconocido por Colciencias (COL0047323).

Para citar este artículo: Muñoz González, Diana M. «La textualidad del texto. En torno al encuentro Gadamer-Derrida». Franciscanum 165, Vol. LVIII (2016): 19-49.


Resumen

La hermenéutica gadameriana y la deconstrucción derridiana son usualmente vistas como dos operaciones textuales completamente incompatibles, en la medida en que la primera busca comprender el sentido del texto, mientras la segunda busca desmantelar esa misma pretensión de sentido. A diferencia de esa postura que enfatiza ante todo la oposición, este artículo defiende la posibilidad de acercar ambas perspectivas haciendo del concepto de textualidad el punto de encuentro común, entendido como la negatividad del texto que tanto anima el intento hermenéutico de comprender el sentido, cuanto se resiste a él y lo imposibilita.

Palabras clave: Gadamer, Derrida, hermenéutica, deconstrucción, textualidad.


Abstract

Gadamerian hermeneutics and Derridian deconstruction are usually aproached as two opposite ways of dealing with texts. Whe­reas the first one seeks to understand the sense conveyed by the text, the second one would instead disrupt the meaning intention held by the text. This paper tries however to bring both approaches closer together by setting the concept of textuality as their point of intersection. Indeed, textuality reveals itself in both cases as a pure negativity that not only animates the hermeneutical task to understand the text, but also resists and makes impossible to grasp its meaning.

Keywords: Gadamer, Derrida, hermeneutics, deconstruction, textuality.


1. El (des-)encuentro Gadamer-Derrida

Afirmar que entre Hans-Georg Gadamer y Jacques Derrida la discusión se centra fundamentalmente en el problema de la alteridad no parece una simplificación excesiva de su diferendo, ya que, bien visto, aquel se muestra como el asunto que más los acerca -uno y otro estarían probablemente cómodos con la idea de definir respectivamente la tarea de la hermenéutica y de la deconstrucción como un cierto atender al llamado del otro-, a la vez que parece ser el que más los distancia radical e irreconciliablemente. Así, por ejemplo, tras las preguntas que Derrida formulara a Gadamer en esa suerte de «diálogo de sordos» que fue para muchos su ya célebre encuentro parisino de 1981, podía escucharse la sospecha del filósofo francés acerca de que lo que esconde la pretendida universalidad de la comprensión, defendida por Gadamer, es, en realidad, la imposibilidad de la hermenéutica para acoger al otro en su real alteridad.

En efecto, como bien se sabe, el diálogo es para Gadamer el modelo de toda experiencia auténtica de comprensión, la manera de responder al llamado del otro -o, más ampliamente, de lo otro- que nos sale al encuentro. Pero a Derrida este modelo le resulta profundamente cuestionable, al punto incluso de declararse «alérgico» al empleo mismo de la palabra diálogo. Contrariamente a lo que pretende la hermenéutica, el espacio dialógico no es, según Derrida, un lugar realmente hospitalario de la diferencia y de la alteridad. Antes bien, el diálogo operaría según una inquebrantable «economía de lo mismo» por la que la alteridad del otro está necesariamente destinada a ser anulada, absorbida, apropiada, en suma, domesticada por su asimilación en lo mismo. Pensada a partir de su relación con lo propio, la alteridad entra, según el autor francés, en una lógica de mediación que necesariamente termina por negarla. Todo diálogo será siempre un monólogo hostil a la alteridad del otro, un dispositivo por el cual se modula la pluralidad de voces («plus d'une langue!» reclama la conocida consigna de Derrida), para producir una única voz audible que se impone a fuerza de silenciar el ruido producido por las disonancias subyacentes.

El blanco de la crítica derridiana es, en últimas, el célebre «círculo hermenéutico», principio según el cual nada se hace comprensible sino a partir de lo que ha sido previamente comprendido. La crítica avanza en el sentido de que tal circularidad mantendría a quien dialoga inexorablemente preso en el horizonte familiar de lo propio, inmune al llamado de lo otro en cuanto absolutamente otro. En tanto la pregunta que conduce el diálogo parece programar por anticipado la manera como el otro puede salirnos al encuentro, este se vería forzado a responder tomando prestada la lengua de aquel que pregunta, y entonces, no es en cuanto realmente otro que se le escucha. La cópula estructural, advierte Derrida, que existe entre la pregunta y la respuesta, hace imposible que haya en el diálogo un espacio para la apertura a la alteridad irreductible. Comprender al otro, como pretende la hermenéutica, implicaría, paradójicamente, renunciar de entrada a comprenderlo como otro. Por el contrario, para Derrida, pensar al otro como realmente otro, es decir, en su alteridad absoluta, en su carácter secreto, separado, más allá de toda apropiación, en fin, como totalmente otro, exige, precisamente, el abandono de la mediación. Acoger al otro con auténtica hospitalidad solo es posible, paradójicamente, en términos de una no-relación.

De hecho, en aquel desencuentro tan comentado que fue la cita de ambos filósofos en París, las preguntas de Derrida, que para algunos estuvieron completamente «fuera de lugar» -pues parecieron desatender por completo la presentación previa de Gadamer, y pasar de largo frente a lo que era realmente importante- tenían un propósito bien calculado: su intención era producir una ruptura y poner al descubierto la invalidez de ese axioma que Gadamer da por sentado como condición de posibilidad de toda apertura hacia lo otro, a saber: la «buena voluntad de comprensión». Ciertamente, para comprender algo, dice Gadamer, es preciso querer comprenderlo. Ahora bien, en un primer momento las preguntas de Derrida pudieron hacer creer que él había aceptado la invitación de Gadamer para entenderse y entrar en el espacio dialógico, y pareció entonces, para regocijo de quienes esperaban un debate animado, que la lógica dialéctica de pregunta-respuesta se había puesto en marcha. Pero lo cierto fue que Derrida se las arregló bastante bien para que esas mismas preguntas produjeran justamente el efecto contrario: interrumpieron el diálogo. La que parecía una entrada «frontal» al diálogo fue más bien una entrada lateral, indirecta, oblicua, que en lugar de impulsar el intercambio dialógico, a la larga lo hizo imposible.

Curiosamente, en efecto, a partir del momento en que Derrida plantea las preguntas, es decir, en el momento en que parece ir «directo» hacia Gadamer, es cuando el desnivel o la asimetría de sus posiciones se hace más visible e insuperable. Gadamer no parecía entender de dónde provenían esas preguntas impertinentes, ni qué las motivaba1. Se generó lo que muchos percibieron como una especie de corto-circuito. Sin duda, tan pronto intervino Derrida el espacio dialógico que se suponía garantizado de entrada para acoger el encuentro entre ambos filósofos explotó en mil pedazos, y el ruido que esta ruptura produjo rechinó en los oídos de una buena parte de la asistencia. ¿A qué obedecía esa estrategia? ¿A una simple evasión? ¿A la incompetencia de Derrida para el diálogo, como algunos le han reprochado? Lo paradójico, insistamos, es que la imposibilidad de este diálogo se produce bajo la misma forma dialógica. Fue en cierto modo «dialogando», es decir, formulando preguntas a su interlocutor, como Derrida impidió precisamente que el diálogo siguiera su curso. Se produjo lo que el pensador francés llama una «interrupción», es decir: retomando los códigos, las convenciones, las reglas del diálogo, Derrida logró astutamente poner a jugar esas reglas en contra del diálogo mismo; lo interrumpió desde dentro.

Ciertamente, con sus preguntas Derrida quiso mostrar -que no simplemente decir2- que un diálogo no puede operar si no es a condición de que quienes dialogan compartan de entrada un cierto acuerdo originario, no tematizado, un horizonte homogéneo de sentido; en fin, que hagan parte de una tácita comunidad. Para Derrida, entonces, el diálogo no supone, como pretende la hermenéutica, la buena voluntad de comprender al otro, sino, por el contrario, se basaría en cierta «mala voluntad» que requiere, antes bien, la exclusión implícita de lo totalmente otro. Por esto es por lo que con sus preguntas produjo algo así como un desplazamiento al interior mismo del diálogo. Lo que parecía un cierto «fuera de lugar» desde el cual Derrida interrogaba a Gadamer, terminó revelándose como parte del espacio dialógico, solo que como su «punto ciego», esto es, un lugar que el diálogo debe poner fuera de sí mismo para poder afirmar su buena voluntad; esa mala voluntad de comprensión -resistirse deliberadamente a lo totalmente otro- aparentemente ajena al diálogo, se mostró entonces como no siéndole tan extraña al diálogo, sino, por el contrario, como su condición misma de posibilidad, condición que, sin embargo, el diálogo debe esconder de sí mismo para poder afirmarse.

Efectivamente, para Derrida un diálogo parece no poder tener lugar más que negando de entrada un cierto «afuera» irrecuperable por el espacio dialógico. El espacio dialógico se erigiría volviéndose completamente sobre sí mismo, de espaldas a lo que permanece más allá del ámbito compartido de sentido. Se afirma como un puro «adentro» sin exterioridad, ya que para el diálogo no hay ningún lugar inaccesible a la lógica de sentido, no hay lugar para lo totalmente otro. Esto es lo que Gadamer, si bien a pesar suyo, parecería reconocer cuando reclama irónicamente a Derrida el no poder evitar querer comprenderlo, pues, según el filósofo alemán, basta con abrir la boca y dirigirse a alguien, es decir, basta con librarse al lenguaje, para con ello dar prueba inmediata de la voluntad de comprender y de ser comprendido. En otras palabras, de acuerdo con Gadamer, desde que uno se entrega al lenguaje -y no habría manera de no hacerlo-, no hay forma de sustraerse de esa expectativa de sentido en la que estamos desde siempre inmersos. Por lo tanto, buscar sustraerse de esa comunidad de sentido, apelando además al lenguaje para declarar su puesta al margen, sería incurrir ingenuamente en una contradicción performativa. No hay duda, sin embargo, de que Derrida parece tener cierto éxito en su estrategia de ponerse al margen y sustraerse al espacio dialógico, y esto, paradójicamente, desde dentro del diálogo mismo. Integrando en el diálogo lo que este querría reprimir fuera de él -la mala voluntad de comprensión-, Derrida lleva al diálogo a interrumpirse a sí mismo, mostrando así que, a la larga, esa mala voluntad que este rechaza aparentemente como extraña, es en realidad su condición misma de posibilidad. Por lo tanto, hacer justicia a la alteridad de lo otro implica la interrupción de la relación dialéctica. La alteridad irrumpe de modo que hace imposible la continuidad de la relación dialógica.

Por supuesto, sería completamente injusto decir que a Gadamer le pasa inadvertido el peligro que amenaza al círculo hermenéutico; el peligro constante de que el movimiento anticipatorio de sentido le retorne al intérprete lo mismo que él ya ha puesto en eso otro que busca comprender. Aunque muy real a ojos de Gadamer, el peligro de permanecer encerrado en esa especie de soliloquio no implica, sin embargo, una condena del círculo. Aun si esa manera defensiva de «entrar» en el círculo es manifiestamente viciosa, no es más que una posibilidad, pero no constituye una fatalidad. De allí su llamado a quien busca comprender, a mantenerse alerta frente a este peligro que le acecha constantemente de tomar por una ganancia lo que no sería más que un botín sin valor. Dicho de otro modo, Gadamer parece suponer que es posible alejarse de la pendiente improductiva del círculo y mantenerse dentro del círculo de un modo virtuoso y productivo. Es decir, defiende que el movimiento dialógico sí es capaz de dar lugar a un plus, a un más, en fin, a un algo «otro», respecto de lo que ya había sido puesto de antemano. Dicho de modo distinto, el círculo hermenéutico comporta la posibilidad de que algo sobrevenga efectivamente como otro; como algo que ex-cede y, por lo tanto, se resiste radicalmente a toda anticipación de la parte del intérprete. No es cuestión entonces de pretender ingenuamente abandonar las expectativas para permitir que lo otro (sea el texto, la obra de arte, la tradición que se ha vuelto extraña) pueda hablar desde su alteridad, sino de permitir que tales expectativas sean verdaderamente productivas y den (su) lugar a algo realmente otro.

Semejante posibilidad exige, evidentemente, que se neutralice el aspecto improductivo que también atraviesa el círculo. Es lo que constituye, en efecto, el verdadero desafío para la hermenéutica. Gadamer lo expresaba en su obra mayor, Verdad y método, cuando resumía la tarea crítica de la hermenéutica. El propósito, según escribía allí, no es purgarse de los propios prejuicios, sino saber distinguir los prejuicios productivos de los que no lo son. Mientras los prejuicios abran la puerta a lo otro su papel es saludable; no es sino cuando los prejuicios tienden a sustituirlo que se hacen peligrosos. Dicho de otra manera, la tarea hermenéutica reside en neutralizar en permanencia la expectativa esterilizante en favor de una espera productiva: permitir la venida de lo otro en su alteridad. Se trata, no obstante, de una espera paradójica, ya que implica, precisamente, renunciar a esperar, a anticipar. La llegada del otro, en tanto realmente otro, no se deja estrictamente preparar, es siempre algo inesperado, imprevisible, incalculable. Su llegada es un verdadero acontecimiento que nos sorprende. ¿Cómo entonces esperar lo que no se deja esperar? ¿Cómo esperar lo que interrumpe o hace imposible la espera?

Lo que se pretende explorar en lo que sigue es si, pese a las diferencias que se evidencian en la postura de ambos filósofos, no habría, empero, una coincidencia importante en su tratamiento de la alteridad, vista particularmente desde su respectiva concepción del texto, en tanto los dos parecen entender, por igual, la textualidad como el carácter no mediable, residual, otro, del texto, cuya negatividad reclama la puesta en suspenso de toda lógica de apropiación dialéctica, esto es, la afirmación plena de su alteridad. Aunque a primera vista se podría pensar que sus enfoques son muy diferentes, en la medida en que Gadamer no abandona la idea de una verdad o de un sentido que motiva la comprensión textual, mientras que Derrida, por su parte, no cesa de poner en cuestión una pretensión semejante que él califica de «logocéntrica», lo cierto es que en ambos filósofos parece dominar la idea del texto como una negatividad radical que no se deja aprehender en un horizonte de sentido. Nos detendremos, pues, en el concepto de texto o textualidad que cada uno desarrolla, con el fin de identificar algunas claves que permitan entender mejor los rasgos comunes en la manera de hacer frente al problema de la alteridad. Ahora bien, al sugerir que el concepto de texto puede abrir el espacio para una discusión frontal entre Gadamer y Derrida, pareciera que nos situamos de entrada al lado de quienes insisten en circunscribir un terreno homogéneo y neutro en el cual poder situar, una frente a la otra, hermenéutica y deconstrucción3. Que nos inscribimos a contra­corriente de quienes concluyen la imposibilidad de un encuentro entre ambos proyectos filosóficos en razón de su radical disimetría (el uno aboga por el sentido, el otro, en cambio, lo critica). Más grave aún, al proponer el texto como posible lugar de intersección de ambos enfoques, parecería que ignoramos deliberadamente las diferencias que, como se recuerda a menudo, separan de manera abismal a los dos autores. En fin, que pasaríamos por alto el hecho palmario de que en Derrida el texto reclama abiertamente cierta ilegibilidad, lo que es incompatible, a simple vista, con la pretensión que para la hermenéutica es exhibida por todo texto, a saber: ser comprendido4. Pero no es sino en apariencia que procedemos así. Si fuera posible extraer una lección del «infortunado» «encuentro» en París, esta residiría, sin duda, en el hecho de reconocer que no hay un espacio disponible de entrada de juego para hacer de algún modo conjugables los discursos de Gadamer y Derrida. Por consiguiente, al aventuramos a proponer el texto como el concepto que eventualmente ayudaría a tejer un vínculo entre ambos y a determinar un posible lugar de encuentro, hemos de mantener presente que tal concepto no es tan transparente, ni tan preciso, ni, en fin, tan fácilmente aprehensible como quisiéramos suponer en nuestra tentativa de aproximación directa e inmediata entre ambos autores. Ese espacio se revela en cierto modo abierto y sin coordenadas claramente definidas. Nada, pues, que permita pensar en un terreno firmemente establecido y adquirido por anticipado sobre el cual poner en escena el paso de la oposición a la reconciliación de dos empresas conceptuales contrarias. Debemos comenzar entonces por identificar de manera paralela en ese concepto algo enigmático, susceptible de acoger el encuentro, con la esperanza de que esta presentación permita sugerir las coordenadas de ese lugar de cohabitación entre hermenéutica y deconstrucción.

2. Gadamer: el «texto eminente»

De acuerdo con Gadamer, hay textos que no alcanzan el rango más elevado de textualidad5. El filósofo se refiere a ellos con la expresión algo paradójica de «textos refractarios a la textualidad» (textwidrige Texte) o, también, textos resistentes a la «textualización» (Textierung). Su tesis es que estos textos no lo son en un grado suficiente como para merecer el título de textos de manera «eminente». Así pues, si Gadamer se ocupa de estas formas textuales que podemos calificar de textualmente precarias o menores, lo hace únicamente con el fin de aislar, por contraste con ellas, ese concepto de texto por excelencia hacia el cual quiere apuntar realmente: «el texto que cumple su vocación más propia»6, y que es el que a nosotros nos interesa. ¿En qué consiste entonces esa precariedad textual? O, puesto de otra manera, ¿a qué se refiere la mencionada refracción y, sobre todo, hacia qué noción de textualidad más consumada conduce su análisis? En su ensayo tardío titulado Texto e Interpretación (cuya versión inicial fue precisamente la conferencia leída en el encuentro con Derrida en París), el filósofo alemán nos deja saber que estos textos refractarios a la textualidad no han llevado hasta sus últimas consecuencias la ruptura necesaria con una situación comunicacional previa, ruptura sin la cual ningún enunciado o discurso puede llegar a ser considerado cabalmente un texto. Según esto, los textos son refractarios a la textualidad cuando la comprensión de su sentido permanece subsidiaria de un cierto consenso predeterminado. Efectivamente, por más que estos textos den testimonio de cierta ruptura con una situación comunicativa originaria, pues en cualquier caso son escritos y esta condición entraña por sí misma una ruptura y un distanciamiento respecto de dicha situación, su emancipación de tal origen no está suficientemente lograda como para que se constituyan en textos a título pleno. Esto permite intuir que la textualidad de un texto está asociada con el grado de radicalidad, y casi podríamos decir, de irreparabilidad, de la ruptura con un cierto origen.

Siguiendo este criterio, Gadamer distingue en orden creciente, según el grado de ruptura, tres tipos de textos refractarios a la textualidad: los anti-textos, los pseudo-textos y los pre-textos. Los primeros, dice, son los menos textuales, por cuanto la ruptura con una situación comunicativa previa es en ellos muy débil. Al respecto anota: «la situación de intercambio oral es todavía muy dominante aquí»7, lo cual implica que solo quien participa de entrada en un consenso con el autor del texto, está en condición de comprenderlo. En caso contrario, si tal consenso no existe, si, por así decir, el intérprete no está previamente destinado a serlo, el texto permanecerá inevitablemente extraño, su sentido será simplemente incomprensible. Los ejemplos que Gadamer ofrece hablan por sí solos: el chiste o la ironía. La dificultad de interpretar correctamente un chiste reside en el hecho de no poder comprenderlo como un chiste, a menos, claro está, que uno comparta de entrada una situación de total fluidez comunicativa con quien lo profiere. Dicho de otro modo, estos textos no han logrado establecer una separación definitiva respecto a un destinatario particular, alguien que, se supone, comparte de antemano un mismo horizonte de sentido con quien produce el texto, que le permite comprender el chiste como chiste y no, por ejemplo, como un insulto. Ocurre igual con la ironía.

De manera semejante sucede con los «pseudo-textos» que para Gadamer están todavía a medio camino hacia una textualidad plena. Aunque la interrupción de una situación comunicativa previa se cumple aquí de manera más cabal que en los anteriores, la pertenencia a dicha situación sigue determinando la capacidad del intérprete para acceder a su sentido. Los ejemplos que Gadamer ofrece apuntan a textos en los que muchas de sus expresiones solo cumplen un papel retórico o de relleno, y que nada añaden al sentido general: propiamente hablando, no quieren decir nada. Pero, ¿cómo saberlo? Precisamente, la dificultad interpretativa que plantean estos textos está en el hecho de que el intérprete, un traductor, digamos, no sabe a ciencia cierta si se trata o no de meros recursos retóricos, y buscará, por ende, conferirles un sentido que probablemente resultará forzado. De manera inversa, en ausencia de esa comunidad de sentido ganada de antemano, el intérprete puede considerar que solo se trata de relleno algo que en realidad porta un sentido. Nuevamente, respecto a este tipo de textos, la debilidad de su textualidad se traduce en que es preciso pertenecer de entrada al horizonte de sentido del que proviene el texto como condición para garantizar su adecuada comprensión.

Por último, en esta escala textual ascendente se encuentran los «pre-textos», que si bien están situados a un paso del texto en sentido eminente, están aún lejos de él por no ser del todo autónomos respecto de una situación comunicativa dada previamente. El problema que plantean, y que los separa de ese nivel superior de textualidad, reside en que para comprenderlos es preciso que se los interprete en un sentido que no es el que ellos mismos señalan, sino en el que determina cierta ideología a la que el intérprete debe adherir de antemano para lograr penetrarlos. Es el caso, dice Gadamer, de los sueños interpretados por el psicoanálisis, cuya significación no se revela sino para quienes conocen y siguen los postulados de la interpretación freudiana. Los pre-textos exigen, pues, que se los aborde como si su sentido solo pudiera ser desenmascarado apelando a un discurso independiente y, sobre todo, preexistente al texto mismo. Aquí, otra vez, aunque de manera más compleja, se cumple que por no ser completa la separación respecto de una situación comunicativa previa, el texto se vuelve inevitablemente opaco para quien intenta comprenderlo.

En todos estos casos, pues, la comprensión de los textos continúa dependiendo de la posibilidad de regresar a una situación particular originaria, es decir, depende de la pertenencia del intérprete a un contexto específico que desde fuera del texto mismo lo hace legible. Por consiguiente, si estos textos son poco textuales es porque deben ser reinscritos en un contexto previamente existente, en cierto modo predeterminado, para poder librar su mensaje. Su sentido, por así decir, les precede o les está prescrito. Es ahí donde el intérprete juega su rol como mediador, puesto que su tarea reside en superar la resistencia inicial del texto reintegrándolo en una situación comunicativa predeterminada en la que el texto puede librar lo que tiene para decir. En este movimiento de mediación texto e intérprete desaparecen para dar paso a la manifestación del sentido mismo. Todo esto, sin embargo, cambia profundamente, advierte Gadamer, cuando se trata de la textualidad eminente.

Lo que distingue al texto de orden superior en pos del cual avanza la exposición de Gadamer -y nosotros con él-, aquello que lo hace tan eminente desde el punto de vista hermenéutico, en suma, lo que lo hace tan textual, es que a diferencia de los textos refractarios a la textualización, este texto da prueba de una total autonomía. El texto eminente, subraya Gadamer, se sostiene por sí mismo (dasteht). Su estatuto singular le viene entonces del hecho de que, por contraste con los anteriores, no deriva su capacidad de hablar de la posibilidad de reinstalarse en una situación comunicativa previa, es decir, de su capacidad para reenviar a algo externo y más originario que desde fuera lo hiciera comprensible, sino que guarda en sí mismo la clave de su comprensión. Esto es lo que explica que estos textos no se dejen eclipsar tras su función mediadora.

Ciertamente, el texto eminente no es concebible como una mera «fase» del proceso comprensivo que, en cuanto tal, estuviera llamada a integrarse y a desaparecer en el proceso mismo de comprensión. Por el contrario, Gadamer afirma a propósito de este tipo de textos: «no desaparecen, sino que se imponen con exigencia normativa frente a toda comprensión y preceden todo nuevo dejar-hablar del texto»8. En efecto, la autonomía radical del texto eminente da testimonio de una ruptura totalmente acabada respecto de un contexto predeterminado cualquiera; su comprensión no descansa sobre cierto consenso ya ganado por el intérprete. El texto eminente no remite en lo absoluto a una situación originaria a la cual hubiera que volver para hacerlo hablar, puesto que lo que tiene para decir no le es dictado de antemano, sino que, por así decir, el texto mismo es el que lo dicta o inaugura: su sentido no lo precede sino que está por venir.

Por supuesto, afirmar su autonomía radical plantea de inmediato un problema hermenéutico bastante serio. Si el texto eminente no remite a nada fuera de él mismo, si, por así decir, está autocontenido, ¿qué es entonces lo que da a comprender? Más aún, ¿qué quiere decir comprender en este caso? Sosteniéndose por sí mismo, el texto eminente aparece a primera vista como cortado de lo que llamamos la realidad. La cuestión a la que se debe hacer frente es, claro, la de saber si el texto eminente tiene o no referencia. Puesto que si se revelara vaciado de contenido, si no hablara de nada, un texto así no despertaría mayor interés fuera de desmontar su mecanismo interior. ¿En qué quedaría respecto a él el papel del intérprete? ¿Acaso simplemente en desarrollar un análisis meramente formal acerca de su composición? Gadamer enfrenta el problema de manera indirecta. Se pregunta en qué consiste la «verdad» de estos textos, porque, afirma, sí que la tienen, solo que para acceder a esta verdad es necesario separarse de la idea tradicional de verdad entendida como correspondencia o adecuación con la realidad. Esa definición descansa sobre la distinción básica entre lo enunciado y aquello a lo que el enunciado remite, pero: ¿cómo hablar de verdad del texto cuando no se efectúa ninguna remisión a algo distinto del texto mismo? El problema aparece así en toda su intensidad.

Frente a esto, Gadamer sostiene que en este tipo de textos se opera una suerte de suspensión, si bien no la anulación de la referencialidad. El uso de la palabra «suspensión» hace pensar en una suerte de reducción de carácter fenomenológico, gracias a la cual se desconecta, mas no se anula, la pregunta por la referencialidad del texto, esto con el interés de hacer surgir un aspecto fundamental del fenómeno del texto eminente: su textualidad. No se niega, en efecto, su vocación referencial, pero se muestra que para llegar a establecer el criterio de verdad al que obedecen este tipo de textos, tal cuestión debe ser puesta entre paréntesis. Mientras se insista en plantear la pregunta por su verdad en los términos tradicionales, esta será necesariamente una pregunta equivocada. La concepción de verdad que permite a Gadamer reivindicar esta pretensión en los textos eminentes (y en general en la obra de arte) no obedece a la concepción metafísica tradicional de la misma. La verdad de los textos eminentes reside en su mismo ser-textos, esto es, en su textualidad. Gadamer escribe: «es como texto mismo que puede ser verdadero o falso»9. No es, pues, sino en cuanto que texto que debe ser juzgada la verdad o falsedad de un texto eminente. Esto sugiere un desplazamiento en el seno de la pregunta por la verdad. Si Gadamer sostiene que el texto eminente puede ser juzgado como verdadero o falso en tanto que puramente texto, esto supone que no cabe juzgarlo en tanto que buena o mala representación de una realidad no textual o extra-textual. Ser verdadero qua texto es indisociable del hecho de ser radicalmente autónomo de la llamada realidad. Parece entonces referirse a una verdad intratextual. ¿Qué es lo que desde dentro del texto mismo puede llamarse verdadero y, más aún, por qué llamar a eso «verdad»?10.

Gadamer observa que respecto al texto eminente resulta imposible trazar de manera tajante la distinción entre contenido y forma, que en cambio sí admiten las formas textuales menores. En efecto, la verdad del texto eminente subvierte las bases de esta oposición clásica. De manera general, la pareja conceptual contenido-forma establece una línea divisoria entre lo dicho y la manera como eso mismo es dicho: lo dicho permanece fuera del decir, mientras que la forma en que se lo dice -el decir- es susceptible de variación. Así, cabe formular la verdad de un enunciado afirmando que consiste en la adecuada mediación que una forma lingüística realiza de un contenido extralingüístico. De acuerdo con esto, un texto cuya forma vehiculara eficazmente un contenido extratexual podría decirse verdadero en la medida en que por su mediación hace plena presencia una realidad extratextual, tras de la cual el texto mismo, en cuanto simple medio, está llamado a desaparecer. Pero un texto eminente no desaparece jamás, advierte Gadamer. Su existencia no se reduce a asegurar su función mediadora. No es verdadero en virtud de su capacidad para resolver dialécticamente la distinción entre contenido y forma, sino, antes bien, se dice verdadero porque hace imposible esta distinción. Al hacer explotar esta dicotomía, el texto eminente hace valer plenamente su verdad en cuanto que texto. En él se cumple lo que Gadamer llama la indistinción hermenéutica entre contenido y forma. Esta es la verdad que en cuanto que texto exhibe el texto literario, y más particularmente, el texto poético, que para Gadamer constituye el texto por antonomasia.

El rasgo que lo eleva por encima de los otros textos es lo que usualmente llamamos su belleza -aquello en lo que radica su estatuto como obras de arte-, ya que en el texto poético se cumple con nitidez la condición ontológica suprema de que su ser es su mismo aparecer (el «ser» de lo bello es «aparecer» bello afirma Gadamer)11. De modo que no es posible distinguir lo representado, o el contenido, del modo de representarse, o forma. Su modo de ser es el de la «autopresentación» (Selbstdarstellung). Frente a él, dice el filósofo alemán, caduca toda distinción estética: en tanto obra de arte, el texto eminente se rebela ante cualquier intento de la conciencia estética de distinguir tajantemente lo dicho del decir. Es en ello que le va su ser texto en sentido eminente. La experiencia frente a un poema, en efecto, consiste en que las palabras se ponen por delante, retienen totalmente nuestra atención, en la medida en que como lectores advertimos que no funcionan como meros signos que invitan a precipitarse hacia lo que ellos dicen y a dejarlos atrás. De cierta manera es imposible deshacerse de las palabras que no cesan de ejercer una atracción insoslayable. Las palabras se adhieren al espíritu que no puede sino grabárselas. La plena presencia ante sí del lenguaje que ocurre en el texto literario hace que respecto de él no se pueda pensar en la realidad sonora del lenguaje como separable de su sentido. No obstante, la autopresentación del lenguaje literario no neutraliza su capacidad de significación. En este caso, la realidad sonora y la significación de las palabras son interdependientes12; se diría incluso que es la realidad sonora la que hace significativas a las palabras. Aquí reside lo sorprendente de este enfoque y el interés que suscita. Pues, ¿cómo conciliar dos fuerzas que en el lenguaje parecen diametralmente opuestas: la fuerza centrífuga que mueve las palabras a significar algo fuera de ellas, y la fuerza centrípeta que atrapa las palabras en su mera manifestación sonora? Desde luego, el texto literario no se reduce a una deliciosa suite de sonoridades sin significación, ni es tampoco una mera envoltura sonora que contenga un sentido prefijado. Para entender esta imbricación, Gadamer se apoya en la noción de «exactitud» (Richtigkeit) sobre la que vale la pena detenerse un momento.

Según el filósofo alemán, el lenguaje literario es de tal naturaleza que vuelve exactas las palabras de un texto. Quiere decir que lo dicho allí no puede ser dicho más que con esas palabras, nunca con otras. Las palabras adquieren aquí un carácter exacto y, por lo mismo, irremplazable13. La exactitud se pone, pues, en evidencia ante la imposibilidad de remplazar las palabras sin incurrir de inmediato en una pérdida a la vez sonora y semántica. Mejor aún, la pérdida sonora que se sigue de cualquier modificación lleva de suyo una pérdida de significado. No es entonces sorprendente que Gadamer asimile la fuerza significativa de las palabras en un texto de este rango a la de un nombre propio (Nennkraft). Por ende, ni una paráfrasis, ni una explicación, pueden llegar nunca a remplazar el texto poético que es, por esencia, intraducible. De hecho, la intraducibilidad es un rasgo revelador de los textos eminentes, no porque las traducciones no puedan hacerse (antes bien, su estatuto elevado exige que se las traduzca constantemente), sino porque son necesariamente fallidas en la medida en que la connotación de las palabras, esto es, lo que dicen en virtud de la trama sonoro-semántica en la que se insertan, no es jamás lo mismo en la lengua a la que se la traduce, cuyas reglas sintácticas no son iguales a las de la lengua original. Para saber de tal exactitud de las palabras, que, como dice Gadamer, «caen» donde debe ser, no sirven los meros oídos, sino lo que él llama el «oído interior (das Innere Ohr)14. Ahora bien, es claro, luego de lo dicho, que el texto eminente es tal en cuanto que, a diferencia de los otros textos, rehúsa a desaparecer, resiste a todo intento de mediación que quisiera resolver dialécticamente la distinción contenido-forma. Esto lo hace estrictamente irremplazable. Y en esto reside su verdad, solo accesible a un oído capaz de captar las connotaciones que, por así decir, pasan por debajo del umbral habitual de escucha. Solo este oído puede hacerle justicia.

Contrario a lo que podría pensarse a primera vista, la exactitud que según Gadamer caracteriza al texto eminente no corresponde a un tipo de univocidad extrema según la cual el texto se hiciera irremplazable por cuenta de la imposibilidad de encontrar otras palabras que tengan una significación equivalente, es decir, otros signos capaces de presentar exactamente la misma cosa significada que aquellos. Si así fuera, y la exactitud poética obedeciera a un grado cero de ambigüedad en las palabras, esto iría en contravía de la polisemia que, por otro lado, tales textos exhiben de forma acrecentada. Lo que debe entenderse por exactitud parece entonces depender menos de lo que el texto mismo presenta de modo transparente y unívoco, que de lo que indefectiblemente debe pasar en silencio. Es decir, la exactitud a la que se refiere Gadamer parece tener que ver con lo que el texto logra presentar como impresentable para, sin embargo, decir lo que dice. En otras palabras, la exactitud del texto poético remite al nexo que las palabras guardan con un resto inefable, que debe ser tal, para que ellas signifiquen. Si, pues, la exactitud constituye la virtud del lenguaje poético, esto es porque en las palabras del poema, y solo mediante ellas, en su singular concatenación sonoro-semántica, resuena lo indecible que el texto también porta, o que, bien visto, es lo que porta al texto a su decir.

La textualidad eminente se refiere entonces a la mayor capacidad que tiene un texto para traer consigo, de manera indirecta, un todo de sentido que de manera casi inaudible resuena en él. Por esta razón, pretender abstraer el sentido del sonido sería tanto como tratar de separar lo claro de lo oscuro en una imagen, y, no obstante, pretender todavía ver algo: la imagen desaparece tan pronto como se borra el contraste, pues ella es el contraste mismo. Así pues, de la misma forma que una imagen borrosa no deja ver gran cosa, en la medida en que el contraste de luces y sombras no es lo suficientemente fuerte para hacer aparecer algo identificable, así también un texto dice muy poco cuando el contraste entre lo dicho y lo necesariamente indecible se desgasta y se vuelve imperceptible. Esta consonancia gracias a la cual las palabras significan algo, cesa de aparecer como tal consonancia de lo audible con lo inaudible. Lo que el texto eminente hace oír de nuevo es ese contraste con el silencio de un trasfondo indecible gracias al cual el texto es tanto más diciente, tanto más textual. De tal forma que cuando Gadamer afirma que las palabras ganan significación en un texto eminente, este aumento de sentido se explica por la renovación que logra imprimir al juego especulativo del lenguaje (esa capacidad de cada palabra de hacer resonar el todo del lenguaje). Dicho de otro modo, el texto se hace más apto para decir algo en razón de que produce un contraste mucho mayor con el fondo indecible que trae consigo. No es, pues, por su referencia a un sentido único que un texto se vuelve irremplazable, sino por su capacidad para dejar oír, bordeando el límite de lo decible, consonancias significativas subterráneas para las que el buen intérprete debe ser todo oídos.

Efectivamente, el intérprete que busque estar a la altura de ese texto eminente debe, por así decir, sumergirse en ese fondo impresentable -en su textualidad- en contraste con el cual se produce lo significativo de las palabras, y cuyo carácter insondable impide fijarles un único sentido, pues decidirse por un sentido en lugar de otro, sería como habituarse a cierta consonancia y por ende, volverse sordo al silencio consonante del texto. Sería poner fin, arbitrariamente, al juego especulativo del lenguaje, perdiendo el vínculo con ese trasfondo inaudible al que él responde. La textualidad del texto eminente consiste en la resistencia que ejerce a dejarse reducir por el intérprete a un sentido único, y la demanda de mantenerse abierto, indecidible, so pena si no, de ser acallado. El buen intérprete, en este caso, es el que deja oír eso «otro» que desde fuera del lenguaje, como indecible, pero, a la vez desde dentro, como aquello que permite que algo sea dicho, constituye el juego significativo del poema.

3. Derrida: «fin» del libro, «comienzo» del texto

El sonoro anuncio que Derrida hace en De la gramatología acerca del «fin del libro» no puede entenderse con la radicalidad que seguramente reclama, si no es como reformulación de otra sentencia suya, aún más lapidaria, que afirma «el fin de la filosofía». En efecto, el concepto de libro en Derrida parece condensar lo que, a su turno, Heidegger llamara la «metafísica de la presencia»; esto explica que en su intento por destruir la metafísica, el filósofo francés no hubiera cesado de poner en cuestión tal concepto a lo largo de sus primeras obras15. Según escribe en Diseminación, por ejemplo: «no se puede tocar la forma del libro sin tocar con ello todo»16. Ese todo debilitado, que según Derrida se vendría abajo si se tocara al concepto de libro, no es otro que la metafísica, cuya destrucción se asegura a través de la destrucción del libro.

Sin embargo, habría que subrayar que pese al tufillo nihilista que parece desprender la afirmación sobre el «fin del libro», esta proclama parece atravesada por un tono positivo, pues para el filósofo francés este «fin» está acompañado necesariamente de un comienzo: el del texto: «Si distinguimos el texto del libro, diremos que la destrucción del libro, tal como se anuncia hoy en todos los campos, desnuda la superficie del texto»17. A primera vista, lo que estaría en juego en esta distinción entre «libro» y «texto», sería la entrada para Derrida de algo inédito en la «historia» del pensamiento. El concepto de texto anunciaría un pensamiento nuevo -si acaso decidimos conservar la palabra «pensamiento», tan cargada filosóficamente y, por lo mismo, susceptible de sospecha para el francés-. Un pensamiento, en todo caso, que, según Derrida, sería más pensante que la filosofía18, que sería, incluso, el comienzo mismo del pensar, pues «pensar es eso que, ya lo sabemos, afirma Derrida en alusión a Heidegger, todavía no hemos comenzado a hacer»19. ¿Qué es, pues, este impensado que aún falta por pensar? Tal como en Heidegger, se trata con Derrida de pensar más allá del ser, más allá de la metafísica de la presencia o, en términos de la distinción mencionada, de pensar fuera de la forma del libro. Es de ese «plus» que excede y destruye al libro, del cual habla el concepto de texto. En un estilo aporético, típicamente derridiano, pensar ese exceso exige precisamente no pensar nada, formulación que muchas veces ha suscitado la impresión, que él mismo se ha apresurado a desmentir, de que su proceder está muy próximo al de la teología negativa20.

En cualquier caso, si bien el fin anunciado del libro hace pensar en el tránsito hacia una «época» que se pretendería a primera vista completamente inédita, el de «tránsito», para describir la relación que, según Derrida, existe entre el libro y lo que comienza con su fin: el texto, o, lo que es lo mismo, la relación entre la metafísica y el «más allá» de ella, resulta un término completamente inadecuado. Al sugerir un fin que es seguido de un comienzo, se piensa en el gesto de quien deja atrás algo para seguir adelante en otra dirección. Pero, por el contrario, pretender una salida definitiva de la metafísica, una suerte de «ruptura epistemológica», conduciría necesariamente, según Derrida, a permanecer encerrado en su círculo de influencia. Salir efectivamente de la metafísica consiste más bien en un cierto instalarse a la vez al interior y por fuera de ella, ya que todo movimiento orientado hacia un afuera absoluto de la metafísica está condenado a ser de inmediato reabsorbido por un movimiento contrario de reapropiación. Se puede entonces decir que se trata de un paso, sí, pero no para salir de la metafísica, sino para permanecer en ella, aunque de una manera nueva, menos ingenua esta vez. Es, pues, a partir de un concepto bastante inédito de «texto» que Derrida trata de dar forma a ese pensamiento post-metafísico, con todo y que, insistamos en ello, el prefijo «post-» no debe ser asimilado dentro de una lógica de sucesión o de cumplimiento históricos, lógica que es esencialmente metafísica. La imbricación entre libro y texto es, por ende, tan íntima que, bien vista, la negación del uno es también la negación del otro. Y ¿qué es lo que niega o pone en peligro al libro? «

El libro solo puede verse amenazado por la nada, el no-ser, el sinsentido»21 escribe Derrida en LÉcriture et la Différence. Esta afirmación parece coincidir con la metafísica en que lo que se opone al libro es una forma de no-presencia, más precisamente, cierta ausencia: la ausencia de sentido. Pero, en realidad, el concepto de libro no es incompatible con el de ausencia; por el contrario, son estrechamente solidarios. Solo cuando el libro se ausenta como medio, para entonces sí librar, exponer, revelar y presentar algo que ya no es más libro sino sentido o presencia plena, solo entonces se realiza plenamente como tal libro. Esta es la tensión que lo atraviesa. El concepto de libro porta en sí mismo una disyunción interna que tiende indefectiblemente hacia la conjunción de ambos términos: es un concepto dialéctico. Así pues, la ausencia de la cual el libro se sirve no es en el fondo sino la ausencia provisional de una presencia, es decir, un modo derivado de esta misma presencia hacia la cual tiende. El movimiento dialéctico que distingue al libro está animado por el telos de su desvelamiento. La escisión en el libro pone en marcha una dinámica que tiende hacia la conciliación final de los dos términos en un tercero que supera la diferencia entre los dos: la forma del libro. Puede decirse que la «forma de libro» se refiere a un sentido que se presenta bajo la forma de una dialéctica entre ausencia y presencia: ausencia de presencia que se resuelve finalmente en una presencia plena. Sin sentido, es cierto, el libro no es libro; como un cuerpo sin alma, letra sin espíritu, materia sin forma, significante sin significado y toda la larga lista de oposiciones binarias propias de la metafísica.

Por lo tanto, la verdadera amenaza para el libro, a la que se refería Derrida en las líneas mencionadas, lo que lo destruye sellando su fin, no proviene de esa ausencia de sentido que está llamada a volverse presencia, sino que proviene de un sin sentido más radical, un sin sentido que rehúsa volverse presencia, permaneciendo siempre y absolutamente ausente. Una ausencia que, bien vista, no es propiamente ausente, ya que se trata de una ausencia no dialectizable en el movimiento que conduce hacia la presencia última de sentido. No una ausencia de presencia, sino ausencia tanto de presencia como de ausencia. Retomando la expresión de Blanchot de «ausencia de libro», Derrida lo llama libro lleno de nada, un libro de pura ausencia, o, en últimas, texto22. En la medida en que hay eso otro de lo cual la forma del libro no llega a apropiarse, a domesticar, a hacer suyo, y, por ende, a comprender como sentido, puede hablarse de una verdadera amenaza para el libro. Lo que es sorprendente es que esta amenaza que excede la forma del libro le es, sin embargo, interior: el texto es «la distancia (écart) que hay entre el libro y el libro»23. Constituye, por ende, una amenaza tanto más peligrosa cuanto que opera en el seno mismo de la dialéctica entre presencia y ausencia. La forma del libro alberga en su interior lo que produce su propio fin, es decir, lo que hace imposible la epifanía del sentido. La dialéctica del libro se traba por la resistencia de lo que estando dentro, permanece no obstante irremediablemente afuera de él. El libro se revela dividido, escindido, abrigando en él lo que él mismo no llega jamás a apropiarse. Está siempre expropiado, expulsado de sí por sí mismo; en una palabra, llamado a autodestruirse. Ese otro del libro que, sin embargo, no le es ajeno, es el texto.

Es, por consiguiente, un error oponer sumariamente el libro al texto diciendo que el uno es negación directa del otro. Su relación no se reduce a una simple contradicción de tal modo que la afirmación del uno implicara necesariamente la negación del otro. Al tiempo que el texto se asemeja rasgo por rasgo al libro, es también su alteración profunda. Esto habla de una relación híbrida e insoluble de alianza y oposición entre ambos. Semejante imbricación fatal no carece de consecuencias para la manera como Derrida entiende la relación con la metafísica, es decir, la manera como, según él, habría de llegarse a este nuevo pensamiento más allá de la metafísica: así como el libro y el texto no se dejan enmarcar en una simple contradicción, así tampoco puede pensarse en la posibilidad de estar completamente fuera de la metafísica para hacerle oposición desde allí. Se trata de continuar pensando dentro de la metafísica, pero al mismo tiempo fuera de ella: en sus márgenes. Pensar el texto en el libro, o, si se quiere, pensar el afuera del libro dentro del libro mismo. Esta es la manera de describir la paradójica relación de la deconstrucción con la metafísica, relación que no es de simple rechazo, sino que consiste en cierta forma de habitar en ella que Derrida describe como la de un espía que se mueve en territorio enemigo. La puesta en cuestión del concepto de libro se ha revelado así como la posibilidad de pensar una exterioridad absoluta, una alteridad irrecuperable por un movimiento de interiorización y apropiación bajo la forma del libro.

Si debiéramos subrayar un rasgo esencial del libro que permitiera aprehender más claramente la relación inédita que este guarda con el texto, tal rasgo sería el de su legibilidad. En efecto, del mismo modo como el libro es definido como estructuralmente legible, el texto aparece indisociable de cierta idea de ilegibilidad: «"Hay" un texto, o sea, una legibilidad sin significado (que decretaremos, retrocediendo con espanto, como ilegibilidad»24. Es ya claro, sin embargo, por lo dicho atrás, que entre la legibilidad del libro y la ilegibilidad del texto la relación no puede ser vista como la de una negación directa y simple, lo que llevaría al error de creer que el texto es un mal libro, un libro imperfecto por ilegible25. La ilegibilidad que puede reprocharse al libro no es la ilegibilidad que reivindica el texto. Esta no es el resultado de una mala técnica de escritura. Corresponde, antes bien, a lo que es inexorablemente ilegible, inapropiable en el libro mismo. Tal ilegibilidad radical es algo irreparable y, todavía más, no debe ser reparada, ya que no se trata de un defecto de escritura. Por eso, pensar la ilegibilidad del texto requiere que Derrida piense el concepto de escritura de forma completamente nueva.

Si la buena escritura es buena por ser legible, y si ser legible supone exhibir conformidad plena con la gramática del gran libro que llamamos «mundo» o «realidad», entonces la legibilidad del libro supone que haya algo preescrito, un sentido en cierto modo «natural» que lo precede y que el libro repite. Un sentido que está en el origen y fin de la escritura. Desde esta perspectiva, la ilegibilidad sería el fracaso de la escritura en tomar la forma de libro, esto es: en producir una unidad coherente y total cuya organización responde a un sentido exterior, a un significado trascendental. La legibilidad es pues el presupuesto con el cual -desde el modelo del libro- se juzga a la escritura, y no será puesta en duda sino cuando un lector competente fracase en comprender el sentido, es decir, en reunir lo escrito bajo una unidad de sentido. Atribuir el estatuto de libro a lo escrito constituye pues el principio de legibilidad. Es el principio que Derrida identifica como «principio hermenéutico» y que él afirma querer «erradicar». Ocuparse del texto demandará, entonces, renunciar al principio de legibilidad del libro. Más aún, no se accede al texto más que leyendo el libro contra su principio de unidad de sentido.

Ahora bien, ¿cómo entender la ilegibilidad del texto? Más aún, ¿cómo, en últimas, leer lo ilegible del libro? Hace pensar esto en la afirmación de Derrida, según la cual su lectura de los textos filosóficos, por más inesperada y hasta extravagante que algunos pudieran considerarla, no es algo que él hace con o a los textos. Bien vista, su lectura no es propiamente suya, sino producto de lo que los textos mismos hacen. De allí la expresión de «operación textual» que emplea para referirse a la lectura que él realiza. Haciendo valer la proximidad étimológica del término texto con el de «tejido», tal operación puede ser vista como una operación textil en la que al descoserse el libro, esto es, al desmontar la pretensión de unidad y de totalidad de sentido que lo comanda, el texto simultáneamente se cose. Mientras que el libro somete la escritura a la ley económica de la linealidad del sentido, el texto es lo que en el libro avanza de manera sinuosa, nunca recta, entre las líneas, si se puede decir. En efecto, si se impone llevar a cabo la operación textual de la que hablábamos, es porque algo ha sido excluido y puesto de lado por el libro. Algo que llamaríamos residual al libro. Algo que, sin embargo, reclama que se lo ponga de nuevo en juego, pero ya no como mero residuo. Al libro le pertenece algo que ha quedado relegado a una posición marginal, pero que en tanto derivado de la lógica del sentido, es algo necesario al dispositivo del libro. Ese residuo es lo que permanece ilegible, no apropiable por la lógica del sentido, pero más aún, es lo que la hace posible. Dejarlo de lado es lo que permite imponer la ley del sentido. Debe permanecer ilegible para que el libro sea legible como libro. A ese residuo, a eso que permanece en reserva, como totalmente otro del libro y no obstante es residual en él, es a lo que Derrida se refiere como su textualidad. Ese residuo o resto puesto en reserva opera de manera disimulada en la economía del libro. Está implicado en sordina. La deconstrucción no haría sino poner al desnudo lo que ha sido reducido al silencio por la fuerza del sentido. Reabre los saltos y espacios vacíos que, pese al dispositivo del libro, interrumpen la continuidad de la línea de sentido de su escritura.

La textualidad aparece así como la productividad de la escritura, la cual es ambivalente ya que está tanto al servicio del libro como contra él. Es tanto su principio como su ruina. La textualidad es la energía productiva de la escritura, energía que, por así decir, es canalizada de manera restrictiva por el libro, y liberada por una lectura productiva que produce el texto. Ese residuo textual, o mejor aún, sus efectos, sostienen la arquitectura del libro. Garantizan su legibilidad. Pero, de otra parte, desencadenan el entrabamiento de la lógica represiva contra la escritura y su fuerza productiva. Hacen ilegible al libro. Tejen y destejen el tejido textual. Lo que llamaríamos una operación deconstructivista sería pues una lectura que busca leer lo ilegible del libro, es decir, producir el texto que aquel esconde y que, más aún, en su puesta en reserva lo hace posible. Leer lo otro del libro. Derrida distingue así entre una lectura «monosémica» que tal como lo sugiere el nombre somete la escritura al principio de la unidad de sentido, y una «diseminal» que se instala en la apertura instrínseca del libro, esa que llamaríamos su ilegibilidad radical, para resistir a toda tentativa de totalización y de unidad26.

En resumen, si la textualidad es concebida por Derrida en términos de reserva, puede decirse que es aquello cuya conservación por parte del libro, aunque por vía de la negación, es lo que en un primer momento permite al libro dosificar el flujo de producción y circulación de la escritura en función del sentido. Pero textualidad que, luego, liberada por otra economía de lectura-escritura, explota esa reserva con el fin de producir texto27.

Conclusión

Para concluir, podemos decir que si el texto parece poder ocupar efectivamente esta posición estratégica, como punto de encuentro entre hermenéutica y deconstrucción, esto es porque, finalmente, se revela como un concepto que en ambos casos ayuda a pensar el límite del sentido. Ciertamente, para Gadamer, el texto eminente ocupa el lugar de lo que no se deja ni superar ni fijar; lo que permanece indefectiblemente abierto e indeterminable en contra de todo esfuerzo de integración o de apropiación interpretativa. Mientras que para Derrida el texto denuncia la apertura ilegible del libro, lo que anima y mantiene en movimiento el trabajo de la deconstrucción. Lo que se llama texto, tanto para la hermenéutica como para la deconstrucción, se anuncia así como aquello indomable por el ideal de sentido.

La textualidad del texto es vista como una negación que no admite, sin ser traicionada, entrar en una lógica que busque superarla integrándola en el camino habitual del sentido. Dicho de otra manera, en la hermenéutica, así como en la deconstrucción, es cuestión de saber dar cuenta de la negatividad del texto sin dialectizarla, es decir, sin hacer negación de su negación positiva ándola de alguna forma. Por el contrario, ambas le hacen justicia sabiendo conservar su carga de opacidad. Así pues, en los dos autores se encuentra una asociación muy estrecha entre su respectivo concepto de texto y cierta idea de negatividad irreductible, ya que en ningún caso se avizora su solución en una positividad no textual. Estamos ante nociones de texto cuya negatividad se pretende, en ambos autores, radical. Ni en la hermenéutica ni en la deconstrucción el texto se deja reconducir a una unidad de sentido englobante que dé cuenta definitiva de su negatividad. Tomado en ese sentido radical, el texto parece dar prueba de una potencia negativa que rehúsa ser absorbida por otro término que de algún modo le fuera opuesto y que pusiera término a su textualidad. Tal límite implica, en tanto negatividad radical, la imposibilidad de la experiencia, es decir, la imposibilidad de su superación y apropiación por parte de un sujeto soberano de sentido. Es por esta razón que hermenéutica y deconstrucción aparecen como dos tentativas de pensar radicalmente la textualidad, y con ello la alteridad radical del texto. Las dos parecen interrogarse sobre la posibilidad de pensar, sin incurrir en ningún tipo de reapropiación, una alteridad absoluta y sin medida, un no-lugar cuya trascendencia pone en movimiento el engranaje metafísico llevándolo a su límite.


Notas

1 Las preguntas que Derrida formuló parecieron encaminadas a mostrar que la «buena voluntad de comprender», que apenas si fue tangencialmente mencionada por Gadamer en su exposición, parecía situar a la hermenéutica sobre la vía de una metafísica de la subjetividad de corte kantiano, recla­mo que no pudo sino suscitar sorpresa y ser recibido por el alemán como resultado de un profundo malentendido por parte de su colega francés. Cf. Jacques Derrida, «Three questions to Hans-Georg Gadamer», en Dialogue and Deconstruction. The Gadamer-Derrida Encounter, ed. Diane Michelfelder et al. (New York: State University of New York Press, 1989), 52-54.
2 Si bien es cierto que Derrida elude la vía argumentativa del intercambio dialéctico para probar que la universalidad de la comprensión es un presupuesto falso, ya que esta vía daría pie a una confronta­ción, su modo sinuoso de actuar no obedece a un caprichoso desdén frente al ejercicio dialógico, sino a su juicio acerca de que la estructura dialógica habría neutralizado por sí sola su crítica. Por esta ra­zón, en lugar de decir que la buena voluntad de comprensión es un axioma hermenéutico susceptible de ser sometido a crítica, Derrida quiere mostrar mediante su gesto calculado, el precio que entraña este axioma: negar la alteridad.
3 Pese a la distancia que los separa, el concepto de texto ha sido visto con frecuencia como aquel que mejor permite trazar el vínculo entre Derrida y Gadamer, esto es, como el lugar en el que, en cierto modo, la frontera entre los dos es franqueada: «Así, incluso si la divergencia de estilos es evidente, la deconstrucción y la hermenéutica comparten un mismo vínculo con el texto y la textualidad, con la traducción, sus huellas y sus estratos. Con las articulaciones y rearticulaciones interpretativas, pues­tas en suspenso e ilimitadas». Dominique Janicaud, La phénoménologie éclatée (París: Éditions de l'éclat, 1998), 87. Traducción libre de la autora.
4 Jean Greisch, quien fue uno de los primeros en llamar la atención sobre la imposibilidad y, a la vez, sobre la necesidad de propiciar un acercamiento entre la hermenéutica de Gadamer y la gramatología de Derrida, señala lo difícil que sería hacer del «texto» ese punto de intersección entre ambos, debido a la profunda tensión entre sus enfoques, en particular, por cuenta de los respectivos conceptos de polisemia y diseminación con los que uno y otro pretenden dar cuenta de la capacidad del texto para producir nuevos significados: «En efecto, Derrida reivindica explícitamente un concepto de texto pro­fundamente refractario a toda teoría hermenéutica, si es verdad que esta está condenada a descifrar al texto como "expresión o representación (feliz o no) de alguna verdad que vendría a difractarse o a reunirse en una literatura polisémica". Es a este concepto herméneutico de polisemia, que busca idenfificar en el texto un surplus de significación inagotable, que Derrida opone su noción de dise­minación». Jean Greisch, «Mise en abíme et objeu. Ontologie et textualité», en Le texte comme objet philosophique (Paris: Beauchesne, 1987), 261. Traducción libre de la autora.
5 Hans-Georg Gadamer, «Texte et Interprétation», en Lart de comprendre. Ecrits II. Herméneutique et champ de l'expérience humaine, trad. Philippe Forget (Paris: Aubier, 1991). En adelante se cita con referencia a la edición francesa y se señala entre paréntesis la página correspondiente en la versión en alemán. «Texto e interpretación» se encuentra también publicado en español en Verdad y método, Tomo II (Salamanca: Sígueme, 1994).
6 Hans-Georg Gadamer, «Texte et Interprétation», op. cit.. 216 (347).
7 Ibíd., 216 (347).
8 Ibíd., 221 (351).
9 «(...) als Texte selber wahr sein können oder falsch». Gadamer, «Der <eminente> Texte und seine Wahr­heit», en Hans-Georg Gadamer, Gesammelte Werke (Tübingen: J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1986) Band 8, 287. Subrayado nuestro. Aunque en Verdad y método el concepto de «texto eminente» no ha hecho aún su aparición en el vocabulario de Gadamer, el filósofo se ocupa ya en esta obra de los textos que él sitúa bajo la categoría de «clásicos». Textos que de alguna manera pueden ser considerados como textos eminentes. Los clásicos ameritan este título puesto que se erigen en referencia obligada. Si se los conserva y se los transmite, es porque los clásicos adquieren el estatuto de modelos y se convierten, por ende, en ejemplos insoslayables. Y esto, escribe Gadamer, debido a su capacidad de seguir hablando más allá de las fluctuaciones del tiempo y de las variaciones de gusto. De hecho, el concepto de «clásico» no se reduce a una fase en la evolución histórica, sino que contiene un aspecto normativo que se en­cuentra también en el texto eminente: «Lo que nos induce a llamar "clásico" a algo es una conciencia de lo permanente, de lo imperecedero, de un significado independiente de toda circunstancia temporal». Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, tomo I (Salamanca: Sígueme, 1984), 357.
10 Para un tratamiento más detallado de la relación entre obra de arte y verdad desde la perspectiva hermeneútica, remito al lector a Diana M. Muñoz González, Arte y verdad. La experiencia estética en la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer (Bogotá: Editorial Bonaventuriana, 2012).
11 Hans-Georg Gadamer, «Texte et Interpretation», op. cit., 222 (352).
12 La realidad sonora de las palabras y del discurso está indisociablemente ligada al sentido del cual hacen parte». Ibíd., 223 (352).
13 «En efecto, [el texto literario] no es "exacto" ("richtig") en el sentido en que dice lo que cualquiera diría, sino que se trata de una exactitud nueva, única, y es ella la que hace de él una obra de arte. Cada palabra "cae" tan bien, que parece casi irremplazable y, de hecho, lo es en cierto grado». Ibíd., 230 (358).
14 Sobre este rasgo del texto poético remito al lector a: Diana M. Muñoz González, «El oído hermenéu-tico», Ideas y Valores 120 (2002): 15-24.
15 Nos referimos a L'Ecriture et la Différence (1967), De la Grammatologie (1967), La dissémination (1968), Positions (1967) y Marges de la Philosophie (1972). Estos trabajos constituyen el punto de referencia principal de nuestra lectura de Derrida.
16 La cita completa dice así: «Si la forma del libro está desde ahora sometida, como se sabe, a una turbu­lencia general, si parece menos natural y su historia menos transparente que nunca, si no se la puede tocar sin con ello tocar el todo, ella no podría regular -aquí por ejemplo- tal proceso de escritura que, al interrogarla prácticamente, debe también desmontarla». Jacques Derrida, «Hors Livre», en La dis­sémination (Paris: Seuil «Tel Quel», 1972), 9. En adelante todas las citas de Derrida corresponden a las ediciones de sus obras en francés, siendo nuestra la traducción al español.
17 «Si distinguimos el texto del libro, diremos que la destrucción del libro, tal como se anuncia hoy en día en todos los dominios, deja al desnudo la superficie del texto». Jacques Derrida, De la grammatologie (Paris: Minuit, 1967), 31.
18 «Existen quizás pensamientos más pensantes que este pensamiento que llamamos filosofía». Jacques Derrida, Entretien avec Jacques Derrida (París: Digraphe, 1987), 18. Citado por Timothy Clark en Derrida, Heidegger, Blanchot. Sources of Derrida's notion of practice of Literature (Cambridge: Cambridge University Press, 1992), 11-27.
19 Jacques Derrida, De la grammatologie, op. cit., 142.
20 Ver el artículo: Diana M. Muñoz González, «Deconstrucción y teología negativa. El juego entre diffé-rance y diferencia ontológica», Estudios de Filosofía 50 (2014): 67-86.
21 «El libro no puede ser amenazado más que por la nada, el no-ser, el sinsentido». Jacques Derrida, «Ed-mond Jabés et la question du livre», en Lécriture et la différance (Paris: Seuil «Tel Quel», 1967), 114.
22 «Solo la ausencia pura -no la ausencia de esto o de aquello, sino la ausencia de todo en lo que se anuncia una presencia- puede inspirar, o, dicho de otro modo, trabajar, y después hacer trabajar. El libro puro está naturalmente vuelto hacia el oriente de esta ausencia que es, más allá o más acá de la genialidad de toda riqueza, su continuo propio y primero. El libro puro, el libro mismo, debe ser, por lo que tiene de irremplazable, este libro "sobre nada" con el cual soñaba Flaubert». Jacques Derrida, «Force et significa-tion», en LEcriture et la Différance, op. cit., 17. Para un tratamiento más a fondo de la negatividad propia del texto, según es entendida por Derrida, remito al lector a: Diana M. Muñoz González, «Deconstruc­ción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica», op. cit.
23 Jacques Derrida, «La structure, le signe et le jeu», en LEcriture et la Différance, op. cit., 436.
24 Jacques Derrida, «Double Séance», en La dissemination, op. cit., 309.
25 «La ilegibilidad radical de la cual hablamos no es la irracionalidad, el sinsentido desesperante, todo lo que pueda sucitar la angustia delante de la incomprensión y de lo ilógico. Tal interpretación -o determinación- de lo ilegible pertenece ya al libro, a la razón o al logos». Jacques Derrida, «Edmond Jabès et la question du livre», en Lécriture et la différance, op. cit., 115.
26 Ibíd., 76.
27 El fondo de la crítica de Derrida contra el libro, es decir, contra la ley económica del sentido, des­cansa en que allí la escritura es sacrificada en nombre del privilegio acordado a la voz. Tal es el sentido de su célebre tesis acerca del «por debajeo de la escritura» (abaissement de l'écriture). Como se sabe, el francés denuncia así el gesto inaugural de la metafísica que declaró la escritura como un simple suplemento de la palabra oral. Tal gesto marca toda la historia de la filosofía, autodefinida mediante el acto de exclusión de la escritura, desde entonces rechazada como lo «otro» del pensamiento. Al imponer la ley del sentido, es decir, de la presencia plena (presencia de sí y ante sí), De­rrida afirma que el libro encarna la forma más consumada de fonocentrismo, es decir, de privilegio absoluto de «phoné» por encima de «grammé».


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Enviado: 12 de junio de 2015
Aceptado: 7 de julio de 2015

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