Introducción
Inmediatamente después del fin de la Gran Guerra, en los Estados Unidos de América se vivió un periodo de grave tensión política y social. Las precarias condiciones económicas que determinados estamentos de la sociedad sufrieron en aquellos años y el entusiasmo que produjo la revolución bolchevique rusa entre los movimientos radicales estadounidenses constituyeron el caldo de cultivo ideal para que se organizasen en el país numerosas acciones de protesta. Dichas actividades pusieron en alarma a un amplio sector de la población, por ejemplo, a los ciudadanos de origen anglosajón, que constituían el grupo étnico mayoritario y más influyente del país, pero más en general a un número importantes de ciudadanos que gozaban de bienestar económico. La reacción de los dirigentes nacionales y locales ante el sucederse de huelgas y manifestaciones callejeras fue rápida y contundente. Fuertemente marcados por los disturbios de los radicales y por la represión de las autoridades, estos turbulentos primeros años de paz pasaron a la posteridad como la época del Primer Temor Rojo.
Dicho periodo histórico ha sido estudiado, a lo largo de las últimas décadas, por numerosos historiadores. Algunos de ellos se han centrado en la historia y actividades de los distintos grupos políticos y sindicales que protagonizaron las agitaciones, otros en la manera en la que los poderes político y judicial se enfrentaron al reto de las huelgas generales y de las protestas multitudinarias1. La mayoría de estas investigaciones ha atribuido a los dirigentes políticos de la época la responsabilidad de haber creado campañas alarmistas que tendían a exagerar los peligros que los movimientos radicales podían acarrear a la democracia estadounidense. Nuestro trabajo, por el contrario, pone el foco en la constante interacción que hubo entre los dirigentes políticos y otros actores de la sociedad estadounidense de la época. Se tratará de analizar el papel que funcionarios, intelectuales, jueces o empresarios desempeñaron en la creación de un fuerte clima de intolerancia política (y posteriormente también en su ocaso). En particular, nos centraremos en la prensa -que, por ejemplo, amplificaba el miedo hacia el radicalismo- y también, en los numerosos ciudadanos que decidieron presionar a sus dirigentes con su apoyo o descontento ante las actividades de represión del radicalismo. Estudiaremos, en suma, la manera específica en la que distintos actores, hasta ahora casi completamente ignorados por la historiografía, participaron como sujetos activos en la conformación, desarrollo y extinción de este fenómeno. El marco específico de la investigación será la forma en la que la batalla contra el radicalismo fue combatida en Washington D.C. y Nueva York.
A partir del análisis y contextualización de fuentes primarias recolectadas en diversos archivos estadounidenses, el artículo examinará un periodo histórico que fue marcado por las grandes redadas policiales organizadas por el Departamento de Justicia (más en particular, por el fiscal general de los Estados Unidos A. Mitchell Palmer). En aquellos años, además, dos comités legislativos investigaron la extensión y el impacto sobre la población de las campañas de los radicales. Se trata de los comités que presidieron Lee Slater Overman y Clayton Riley Lusk. El primero fue establecido a nivel federal, en el Senado del Distrito de Columbia. El segundo fue instituido por el poder legislativo del Estado de Nueva York, un área del país que, debido a su extendida estructura industrial, estuvo sujeta a la proliferación de movimientos políticos radicales y organizaciones sindicales. Gracias al estudio de fuentes hemerográficas y a través de las cartas conservadas en los archivos de los comités, analizaremos los relatos periodísticos y la presión ejercida por aquellos ciudadanos que decidieron escribir a sus representantes.
La hipótesis principal de la investigación es que la lucha contra la propaganda revolucionaria del Primer Temor Rojo contagió a muchas instituciones públicas y privadas, a la casi totalidad de los medios de comunicación y a un amplio sector de la población. Debidamente estimulada, la inquietud por la propaganda se convirtió en un sentimiento de ira ciega hacia los autores de las campañas y creó, además, un clima de desenfrenado entusiasmo alrededor de las operaciones represivas. Estudios parecidos ya han sido realizados por importantes historiadores en contextos históricos no demasiado distintos. Ellen Schrecker, por ejemplo, ha afrontado la temática de la fabricación del miedo en los Estados Unidos de los años cincuenta, durante las campañas anticomunistas del macartismo. La historiadora ha revelado que solo una parte de quienes fueron perseguidos en aquella caza de brujas fueron víctimas directas de las embestidas de los congresistas, ya que muchísimas personas fueron marginadas, despedidas o denunciadas por empresas, autoridades locales y otros actores públicos y privados2. Seymour Martin Lipset y Earl Raab, por su parte, han recordado que históricamente las derivas populares hacia la derecha radical (entre ellas se incluyen las cruzadas contra la inmigración o los fenómenos de intolerancia política) han sido caracterizadas a menudo por la activa participación en las campañas extremistas de personas (pertenecientes al grupo étnico mayoritario o de todas formas a los estamentos privilegiados) que percibían que su estatus social y económico se hallaba en peligro3.
Se argumentará que las iniciativas consagradas a magnificar las amenazas del comunismo no tuvieron un recorrido unidireccional (de las élites hacia la población). Muchos ciudadanos ejercieron constantes presiones, desde abajo, sobre sus representantes. Esta actitud contribuyó ciertamente a la creación del fenómeno de intolerancia, pero finalmente también a su ocaso. La extinción de dicho fenómeno se debió en parte a que las campañas de los dirigentes acabaron siendo percibidas, por un creciente número de ciudadanos, como iniciativas antiamericanas, más perjudiciales para el sistema democrático que la misma propaganda radical. Cabe además señalar que fue del todo imposible, para los dirigentes, poner en marcha medidas represivas que solucionasen a largo plazo el problema de la creación y difusión de campañas propagandísticas. Los dirigentes, en efecto, tuvieron que lidiar con la tenaz resistencia de quienes consideraban que, en el sistema político de los Estados Unidos, la libertad de expresión era un valor sagrado irrenunciable.
1. Los inquietantes legados de la Gran Guerra
La Primera Guerra Mundial fue una experiencia altamente traumática para los ciudadanos estadounidenses, y no solo por la sangre que fue derramada en el campo de batalla. Durante el conflicto fue posible tomar conciencia del enorme poder alcanzado por las técnicas de manipulación de la opinión pública. Al igual que los gobiernos de los otros países beligerantes, tras entrar en la guerra, la administración del presidente Woodrow Wilson estableció un aparato institucional de propaganda, el primero de la historia del país. Gracias a sus extensas campañas -que incluían pósteres, películas, mítines y material periodístico- el Committee on Public Information consiguió convencer a una población tradicionalmente aislacionista para que abrazase con fervor las doctrinas de la intervención4. Tal y como afirmó Stephen Vaughn, el comité “tuvo un éxito espectacular a la hora de movilizar la opinión pública a favor de la participación del país en la guerra”5. Después del cese de las hostilidades, se comenzó a plantear que la experiencia había sido altamente inquietante, precisamente por la eficacia con la que consiguió un amplio consenso a la causa de la guerra. Las primeras alarmas procedían a menudo del mundo intelectual6. En 1920, por ejemplo, el psicólogo Raymond Dodge denunció que los “proyectiles de papel” del Committee on Public Information quizás habían contribuido a que se ganara la guerra, pero también habían “perturbado para siempre” la tranquilidad de los estadounidenses7. En el seno de las instituciones académicas, la idea de que los dirigentes pudiesen condicionar opiniones y actitudes de un sector importante de la población resultaba alarmante. La inquietud era todavía mayor cuando se contemplaba la posibilidad de que las técnicas de manipulación podían ser empleadas en el futuro por gobiernos o movimientos hostiles hacia la democracia estadounidense. En 1919, el mismo presidente Wilson alertó que los “apóstoles de Lenin” -es decir “los apóstoles de la noche, del caos y del desorden”- ya estaban actuando en los Estados Unidos8.
Otra fuente de angustia fueron las precarias condiciones socioeconómicas que marcaron aquellos primeros meses de paz. Muchos veteranos regresaron con graves secuelas físicas y psicológicas. Su retorno, además, ocasionó un enorme impacto económico, ya que cientos de miles de soldados pretendieron que se les devolviese su antiguo empleo. Todo eso sucedía en un momento en el que la economía se veía sacudida por la reconversión a la industria de paz y por el desplome de la demanda de material bélico por parte de las naciones de la Entente. La tasa de desempleo aumentó y los precios se dispararon. El poder adquisitivo de las familias se mermó. Asimismo, una percepción de amenaza se generó a partir de las noticias que los periódicos estadounidenses publicaban sobre la situación que se vivía en el continente europeo. En los relatos periodísticos se hablaba de una continua sucesión de motines, revoluciones, golpes de estado y guerras civiles. El New York Times comentaba sobre el peligro del bolchevismo en términos dramáticos: “El año 1918 será memorable por muchas cosas. Importante, entre ellas, ha sido el cambio que ha experimentado este payaso del que se reía el mundo en un monstruo que, tal y como la autocracia alemana, tiene como objetivo la conquista del mundo”9. No fueron pocos quienes profetizaron que países como Rusia, Alemania, Finlandia, Hungría, España e Italia acabarían, tarde o temprano, en las manos de los comunistas. Dichas noticias dieron pie a que en algunos sectores de la población surgiese un sentimiento de desconfianza hacia los inmigrantes que procedían de las naciones más afectadas por los desórdenes. Se hacía predominante la idea de que entre ellos podían esconderse peligrosos alborotadores. Miembros del aparato legislativo de Washington D.C. y organismos gubernamentales como el Departamento de Estado recibieron numerosas cartas por parte de asociaciones patrióticas o instituciones locales. En ellas se pedía detener las “perniciosas doctrinas” -“incompatibles con los principios de la independencia estadounidense”- que se estaban divulgando en el país y de expulsar inmediatamente a aquellos extranjeros que enseñaban deslealtad o sedición10.
Fue en dicho contexto cuando se registró en los Estados Unidos un aumento significativo de las protestas sindicales y de las manifestaciones de la izquierda radical. El activismo alcanzado en movimientos como el Socialist Party of America (1901) y la Industrial Workers of the World (1905) obtuvo niveles destacados. Las organizaciones obreras llegaron a tener millones de afiliados y demostraron tener la capacidad de organizar miles de huelgas. En 1918, con la ocasión de los desfiles del 1 de mayo, se registraron incidentes en diferentes ciudades, que culminaron con cientos de heridos y con un gran número de detenciones. La difusión de propaganda revolucionaria se incrementó. Se trataba de material divulgativo (libros, panfletos, publicaciones periódicas, etc.) en el que se comparaban las precarias condiciones de vida de la clase obrera estadounidense con las grandes conquistas que, bajo el liderazgo de Lenin, los trabajadores rusos estaban supuestamente consiguiendo. El mismo Lenin escribió dos cartas en las que animaba a los estadounidenses a seguir el camino de la revolución y a darle la espalda al presidente Wilson, al que tachaba de “jefe de multimillonarios” y “sirviente de tiburones capitalistas”11. Cuando Reed publicó la obra Ten Days that Shook the World, el líder bolchevique convirtió el prefacio en una apología de la propaganda revolucionaria: “Aquí tienen un libro que me gustaría ver publicado en millones de copias y traducido a todos los idiomas”12.
En 1919 el régimen ruso estableció en Nueva York la Soviet Russian Information Bureau, cuyo objetivo oficialmente era el de favorecer la normalización de las relaciones entre los dos países. La administración Wilson, tras la Revolución de Octubre de 1917, había interrumpido todo contacto diplomático con Moscú. Miles de soldados estadounidenses, además, participaron en la coalición internacional que intentaba desalojar a los comunistas del poder. Al mando de dicha oficina fue puesto el revolucionario de origen alemán L.C.A.K. Martens, quien reconoció que su nombramiento había sido decidido por el ministro de Asuntos Exteriores bolchevique Gueorgui Vasílievich Chicherin13. Entre los cometidos de la treintena de empleados de la oficina destacaba el de establecer contactos con miles de empresarios estadounidenses. Pronto, sin embargo, se comenzó a sospechar que la cuestión de las relaciones comerciales y diplomáticas era solo un pretexto y que la tarea principal de la Soviet Russian Information Bureau era la difusión de propaganda revolucionaria14. En la oficina trabajaron célebres propagandistas, entre ellos el periodista finlandés Santeri Nuorteva. El boletín Soviet Russia tuvo una vida muy breve, pero consiguió alcanzar una circulación de cerca de 25000 copias antes de que la Bureau fuera clausurada en 192115. Martens admitiría haber creado un Departamento de Información y Publicidad que -bajo el liderazgo del estadounidense Evans Clark- se encargaba de la “diseminación de información sobre Rusia en la prensa y entre las personas interesadas”16. También reconoció haber recibido 90.000 dólares de los bolcheviques17.
2. Nacimiento del fenómeno de intolerancia
En aquellos primeros meses de paz, la inquietud por la difusión de propaganda bolchevique fue deliberadamente convertida, por parte de determinados actores de la sociedad estadounidense, en un grave fenómeno de intolerancia hacia los simpatizantes de la izquierda radical. Dicho fenómeno llegaría a perjudicar gravemente a muchos individuos y organizaciones. Los medios de comunicación extremaron el tono de sus crónicas, y la amenaza de la propaganda comunista fue magnificada cada vez más. En mayo de 1919 el New York Times denunciaba que en la Gran Manzana la “leche del leninismo fluía incontrolada”18. Diarios y revistas recurrieron también -tal y como había ocurrido con los alemanes durante la guerra- a la llamada atrocity propaganda19. Narraciones ficticias sobre la Rusia bolchevique se mezclaron con las noticias reales. Se denunció, por ejemplo, que la mujer rusa había sido nacionalizada, eso es, puesta a disposición -como un bien más- de los ciudadanos varones. En palabras del historiador Richard M. Fried, “pese a que la realidad soviética era ya de por sí suficientemente sombría”, muchos estadounidenses adquirieron “una visión fantasiosa de los eventos” que allí se producían, eso debido a relatos imprecisos o exagerados20.
Algunas de las evidencias que condenaron a los bolcheviques ante el tribunal de la opinión pública nacional eran íntegramente falsas. Ese fue por ejemplo el caso de los Sisson Documents, que habían sido conseguidos por el representante en San Petersburgo del Committee on Public Information. En dichos documentos se corroboraba la vieja teoría según la cual el imperio alemán había organizado la Revolución de Octubre con el fin de debilitar a Rusia21. A la postre se demostraría que la documentación carecía de credibilidad. La rabia que la población había experimentado había sido real, pero dicho sentimiento se había basado en una mentira. En aquellos años se llegó incluso a teorizar que el temor al radicalismo había sido literalmente construido por maquiavélicos funcionarios federales. Un influyente grupo de presión progresista, por ejemplo, aludió a una compleja operación de propaganda realizada por los mismos aparatos institucionales que se habían encargado de manipular a la opinión pública durante el periodo bélico: “Todo el aparato de propaganda de la guerra desvió su corriente de odio desde Alemania a Rusia”22.
En cuanto a los miembros de las asambleas legislativas, para muchos de ellos la temática de la propaganda se transformó en una oportunidad electoral. Ya durante el conflicto, un subcomité de la Comisión de Justicia del Senado -liderado por el demócrata Overman- había indagado en las actividades propagandísticas de las empresas de licor de los ciudadanos estadounidenses de origen alemán. La investigación logró atraer sobre sí el interés de toda la prensa nacional23. Con el cese de las hostilidades, sin embargo, dicha indagación dejó de ser un foco privilegiado de atención mediática. Ante la perspectiva de poder caer pronto en el olvido, Overman revolucionó los objetivos del subcomité. En febrero de 1919 obtuvo el permiso del Senado para extender su investigación a la propaganda bolchevique24.
Como era predecible, las audiencias obtuvieron un eco mediático enorme. El subcomité aseguró que Moscú promovía la destrucción de la democracia y estimulaba el odio entre clases25. El equipo de Overman denunció además la actitud desleal de los llamados bolcheviques de salón, personas instruidas y acomodadas -periodistas, académicos, etc.- que por mero fanatismo ideológico se dedicaban a estimular “el odio y los instintos más bajos de los elementos más ignorantes del pueblo”26. El abogado Archibald E. Stevenson -sin duda el testigo más controvertido del subcomité- presentó a los congresistas una lista (Who’s Who in Pacifism and Radicalism) con los nombres de 62 personas supuestamente relacionadas con actividades subversivas. Entre ellas se encontraba incluso el alcalde de Nueva York, que le escribió a Overman una carta llena de indignación27. Durante las audiencias se dedicó mucho espacio a los crímenes -algunos reales y otros fruto de la imaginación de los testigos- que se perpetraban en Rusia. Las noticias sobre estas atrocidades cautivaron la atención de la mayoría de los medios de comunicación28. Al denunciar los crímenes del bolchevismo, el comité pretendía alertar a los ciudadanos estadounidenses sobre los peligros que corría su propia nación: “Este es el programa que los elementos revolucionarios y los llamados ‘bolcheviques de salón’ quieren que este país acepte como sustituto del Gobierno de los Estados Unidos”29.
La investigación federal realizada en el Senado de Washington D.C. fue tan popular que inspiró una a nivel local, por parte del poder legislativo del estado de Nueva York. El 20 de marzo de 1919 el republicano J. Henry Walters propuso establecer un Comité Conjunto de la Asamblea y el Senado de Albany para que se investigasen las “actividades sediciosas” en el territorio estatal, entre ellas la difusión de propaganda destinada a derrocar las instituciones30. Más allá del ya mencionado subcomité del Senado, la iniciativa de Walters fue propiciada por la labor de la Union League, un club privado -frecuentado por personajes influentes de Nueva York- que acababa de realizar una indagación semejante31. El vínculo entre las dos investigaciones es incuestionable. La de la Union League fue encabezada por Stevenson, la misma persona que firmaría el informe final del comité legislativo de Albany (y que, como acabamos de ver, también se hizo notar durante las audiencias del Overman).
El comité fue conformado por cuatro senadores y cinco miembros de la Asamblea. Para su dirección fue elegido el republicano Clayton Riley Lusk. Se contrataron además colaboradores ilustres como el exdirector de la Bureau of Investigation Stanley W. Finch y el fiscal general del Estado, Charles D. Newton32. Sin embargo, el fichaje más controvertido fue el de Stevenson, quien presumía de haber trabajado -con el cometido de contrarrestar la amenaza radical- para la Bureau of Investigation y la Inteligencia Militar. Se trataba, no obstante, de un historial poco trasparente, en el que resultaba difícil distinguir entre las experiencias reales y las que Stevenson podría haber inventado para construirse una reputación de investigador implacable. El semanario progresista The New Republic aseguraba que su currículo se basaba, sobre todo, en apariencias33.
Durante cerca de un año el comité recolectó información sobre las actividades subversivas que se habían realizado en diferentes ciudades del estado. Además de interrogar a numerosos testigos -entre ellos, sesenta sospechosos-, los investigadores secuestraron mucho material propagandístico. Agentes de paisanos acudieron durante meses a los mítines de los radicales. Una de las principales inquietudes fue la propaganda destinada a las minorías étnicas. Entre el material que el equipo de Lusk tuvo a su disposición durante sus investigaciones, destaca un mapa de Nueva York en el que se muestran las “colonias raciales” presentes en los diferentes barrios34. En particular, muchos agentes fueron enviados a Harlem, donde residían numerosos afroamericanos35. El comité explicaría que los alborotadores habían sabido aprovecharse del sentimiento de cólera que dicha comunidad experimentaba debido a las discriminaciones que padecía36.
El comité llegó a la conclusión de que las tareas propagandísticas tenían un alcance colosal. Se trataba de una operación que se realizaba a través de periódicos y revistas, libros y panfletos, discursos públicos y mítines, conferencias académicas y actividades docentes. A todo eso había que añadir la llamada propaganda by deed (sabotajes, bombas, etc.). Según los investigadores, se trataba de una consolidada estrategia de los grupos anarquistas que había sido incorporada por los nuevos movimientos de izquierdas37. Las revelaciones del comité de Lusk provocaron un sentimiento de rabia que afectó a dirigentes, periodistas y gente de a pie. En aquellos meses fueron muchos los que se dejaron arrastrar por sentimientos de ira hacia los supuestos responsables de las campañas de sedición. Fue un fenómeno breve, pero intenso, que produjo mucho sufrimiento.
3. Ira ciega y entusiasmo desenfrenado
El comité neoyorquino supo transmitir la sensación de que el fenómeno de la propaganda radical era una emergencia de enormes proporciones, un mensaje que cronistas complacientes no dudaron en trasladar a la opinión pública. En el New York Times se pudo leer que en Nueva York había entre 300 y 500 mil bolcheviques que abogaban por el derrocamiento de la democracia38. El miedo contagió a políticos ajenos a la investigación. Hubo quien sugirió suspender las exportaciones de papel a Rusia, ya que se trataba del “arma más mortal de los rojos”39. El senador Jones llegó a relacionar la escasez de papel que se vivía entonces en los Estados Unidos con la labor de los propagandistas: “Creo que la escasez de papel impreso se debe en gran parte al hecho de que tanto se consume en propaganda contra el Gobierno”40. El director de la Biblioteca del Congreso, George Herbert Putnam, planteó restringir la entrega de libros que podían inspirar violencia, desorden y anarquía41. El fenómeno de intolerancia no tardó en manifestarse entre la población. El profesor Harold Joseph Laski, un intelectual británico que enseñaba en la Universidad de Harvard, fue acosado por sus propios alumnos: el número 10 (año 1920, volumen LXXVIII) de la revista satírica Harvard Lampoon estuvo dedicada a él. En la portada aparecía una grotesca caricatura del profesor, el cual era definido de forma despectiva como “un propagandista”42. Interrogados por agentes de la Inteligencia Militar, los editores se reafirmaron en denunciar el extremismo político del docente43. El profesor aceptó finalmente una plaza en la London School of Economics y dejó los Estados Unidos44.
Mientras tanto, numerosos ciudadanos enviaban furibundas cartas a los investigadores. En algunas se llegaba a denunciar a vecinos y conocidos. Muchas de estas misivas no reflejan nada más que el fervor ideológico conservador de quienes las redactaron, en otras, sin embargo, se percibe el estado de absoluta paranoia y dramatismo que se había formado alrededor de la temática del radicalismo: “La guerra civil es inminente a no ser que se tomen medidas radicales para reprimir los movimientos revolucionarios que se están extendiendo como una ‘gripe’ por todos los sectores de nuestro país”45. En algunas cartas el odio hacia los radicales se mezclaba con prejuicios raciales y viejos rencores de la época bélica: “He estado llamando la atención […] sobre las actividades de la Industrial Workers of the World, los bolcheviques y otros […] una gran mayoría de ellos [ciudadanos judíos] no son estadounidenses ni en su pensamiento ni en su acción […] Creo que ni una sola escuela en nuestra ciudad debería poder enseñar yiddish, alemán, etc.”46. Hubo incluso quien quiso aprovechar el momento para hacer negocio. La Federal News Service intentó venderle al comité Lusk unos pósteres que había producido para emplearlos en el marco de una campaña antibolchevique en las fábricas47.
En junio de 1919 Lusk llevó la batalla contra el radicalismo a otro nivel. Su colaboración con el Departamento de Justicia y con varias instituciones locales llevó a que se organizaran numerosas redadas policiales. Las relaciones del comité con magistrados locales y jefes de policía también fueron extensas. En el informe final, Lusk les quiso agradecer. El resultado fue una interminable lista de nombres y apellidos48. Los agentes de policía hicieron irrupción en las sedes de periódicos, movimientos políticos e incluso en algunos centros universitarios. Las operaciones solían culminar con detenciones y secuestros de material, medidas controvertidas que, como han señalado ya varios autores, rozaban a menudo la ilegalidad49. Lo cierto es que se trataba de algo nuevo e inquietante. Las revelaciones de Overman habían desencadenado la alerta entre jueces y policías, y el resultado fue la organización de redadas por parte de las fuerzas de seguridad. En el caso del comité Lusk, las acciones represivas contra los radicales no se organizaban como consecuencia de las actividades del comité, sino que eran los mismos investigadores quienes decidían cuándo, dónde y cómo tenían que intervenir los agentes. Los responsables de la rama legislativa, en suma, se atribuyeron funciones que iban mucho más allá de los interrogatorios de sospechosos y testigos. La situación que se vino a crear indudablemente planteaba un desafío al principio de la separación de poderes.
El 12 de junio de 1919, el comité organizó una redada contra la Soviet Russian Information Bureau. La operación fue ejecutada por el cuerpo estatal de policía y la orden judicial fue firmada por el juez neoyorquino Alexander Brough50. Precedentemente, Inteligencia Militar y la Bureau of Investigation habían ejercido un imponente control sobre la oficina51. El líder de la Soviet Russian Information Bureau, Martens, se negó a ser interrogado por el comité52. Arrestado por ese motivo, fue excarcelado bajo fianza53. Posteriormente se emitió una orden de deportación en su contra. Martens llegó a la conclusión de que había llegado el momento de volver a Rusia. El 29 de febrero había escrito una carta a Moscú para solicitar instrucciones sobre la manera en la que debería haber actuado en una situación de este tipo54. Otra gran operación fue puesta en marcha el 24 de junio contra la Rand School of Social Science, una universidad en la que trabajaban numerosos profesores progresistas. Una vez más, la redada fue ejecutada por la policía estatal55. Entre los medios que fueron movilizados, tres furgonetas vacías llamaron la atención de la prensa. Resultaba evidente que se iba a proceder al secuestro de grandes cantidades de material propagandístico56.
A las operaciones de Lusk se añadieron pronto las que organizó A. Mitchell Palmer. Fiscal general de los Estados Unidos desde febrero de 1919, Palmer de entrada se mostró reacio a organizar redadas antibolcheviques. Su cambio de actitud -un giro tan radical que sus detractores definirían aquel periodo como “el reino del terror de Palmer”- a menudo se ha relacionado con la bomba que el 2 de junio explotó en frente de su casa57. Sin embargo, un rol importante lo jugaron también las fuertes presiones que recibió en aquellos meses. En palabras de Richard M. Fried, Palmer se movió tan rápido como la opinión pública le exigía58. En aquellos meses hubo imponentes manifestaciones de colectivos que demandaban una respuesta firme contra el bolchevismo. Ya en febrero, el Senado lo invitó formalmente a investigar a los radicales. En junio, tras una avalancha de atentados que conmocionaron a la ciudadanía (36 artefactos explosivos fueron enviados a ilustres personalidades en todo el país), el poder legislativo le asignó medio millón de dólares para perseguir a los terroristas.
Al final Palmer cedió. Otorgó el mando de la Bureau of Investigation al exjefe de los servicios secretos William J. Flynn y creó la Radical Division, que actuó a las órdenes de John Edgar Hoover. El 7 de noviembre cientos de agentes federales hicieron irrupción en las sedes de decenas de movimientos radicales. La operación consiguió un eco destacado en la prensa59. En enero de 1920 tuvo lugar una nueva operación en más de veinte estados. Se secuestraron toneladas de material propagandístico y se arrestó a cientos de personas60. Las operaciones de Lusk y Palmer pusieron en evidencia la grave indefensión en la que se hallaban los ciudadanos extranjeros. Tras haber sido detenida, la anarquista rusa Emma Goldman denunció que no se habían lanzado acusaciones concretas en su contra y que el procedimiento de su deportación estaba claramente vinculado a su postura ideológica61.
El clima de intolerancia alcanzó su auge con la expulsión de cinco socialistas del Senado de Albany. Su única culpa era la de pertenecer a un movimiento político cuyos ideales -de acuerdo con los sectores más conservadores de los dos principales partidos- no eran compatibles con la democracia. El diputado demócrata Louis A. Cuvillier aseguró que la expulsión de miembros desleales era una obligación de los órganos legislativos y que había numerosos precedentes tanto en el Congreso federal como en las asambleas estatales62. Se trataba de una medida grave. El mismo Palmer invitó a los legisladores a diferenciar entre quienes buscaban alcanzar el poder a través de una revolución violenta (por ejemplo, los bolcheviques) y quienes (como los socialistas) trataban de “cambiar el Gobierno con métodos legales”63. Su llamamiento, sin embargo, cayó en saco roto. El 1 de abril de 1920 los cinco senadores fueron expulsados del Senado.
4. Rechazo y frustración
A principios de 1920, George H. Moses dirigió un subcomité sobre propaganda rusa en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado federal64. Las audiencias se extenderían desde el 12 de enero al 29 de marzo y los investigadores finalmente denunciarían que Moscú había manipulado a la opinión pública a través de la labor de la Soviet Russian Information Bureau65. Dicho subcomité marcó el fin de las investigaciones legislativas sobre propaganda radical durante toda una década. Repentinamente, el interés por esa temática decayó. Todavía en julio de 1919 el New York Times aseguraba que, debido a la buena acogida popular de las campañas de Lusk, los estados de Ohio e Illinois y la Mancomunidad de Pensilvania planteaban estrenar investigaciones contra los radicales66. Pocos meses más tarde, sin embargo, los periódicos apenas daban cobertura a las revelaciones de Moses. Como hizo notar el semanario The Nation, los mismos senadores que conformaban el subcomité parecían tener otras prioridades: “Ni Shields ni Pittman han estado presentes en una sola audiencia. Borah no ha pasado una hora en la sala de audiencias desde el primero de febrero”67. Formar parte de un comité sobre propaganda ya no parecía ser, en términos de conveniencia electoral, una opción deseable.
El crepúsculo de este tipo de investigaciones estuvo sin duda relacionado con el comienzo de una época -los llamados Roaring Twenties- que estaría marcada por importantes mejoras económicas. En este nuevo contexto, los fantasmas de las maquiavélicas manipulaciones de los enemigos de la democracia dejaron de atormentar a la opinión pública. Sin embargo, por sí sola la llegada del bienestar (que además nunca alcanzó a la totalidad de la población) no puede explicar el fin tan repentino de un fenómeno de intolerancia que, como hemos podido comprobar, había contagiado a un sector importante de la población. Un rol fundamental lo jugó el rechazo -incluso entre los partidarios de las campañas- que generaron los abusos de los investigadores. El Wall Street Journal se indignó cuando Lusk señaló como posibles simpatizantes del bolchevismo a todas aquellas personas que habían recibido cartas de militantes radicales: “Nada daña más la oposición a una mala causa que este tipo de cosas”68. En la prensa se leían informes sobre la violencia practicada por los agentes. El New York Tribune mencionó una carta que algunos detenidos le habían remitido a Palmer, en la que se hablaba de los “métodos brutales” empleados por la policía69. Ante las injusticias, algunos altos cargos de la República hicieron oír su voz. El expresidente William H. Taft, por ejemplo, condenó la facilidad con la que los ciudadanos extranjeros podían ser propuestos para la deportación70. Los excesos generaron en la ciudadanía un recelo que dejaba en segundo plano la sensación de amenaza que causaban las actividades de los radicales. La sucesión de redadas, arrestos e incautaciones de propiedad privada causaban consternación entre quienes consideraban prioritaria la salvaguardia de los valores democráticos.
Con el tiempo, además, resultó evidente que determinados personajes usaban las investigaciones en su propio beneficio. Tras descubrir que su nombre aparecía en la lista “Who’s Who in Pacifism and Radicalism”, el abogado Gilbert E. Roe afirmó que, al permitir que Stevenson utilizara la investigación para “hacerse publicidad”, el comité Overman se prestaba a una propaganda mucho más “peligrosa y engañosa” que la de los radicales71. Los investigadores participaban constantemente en mítines y conferencias. Si Lusk pronunciaba frecuentemente discursos públicos sobre el peligro de las doctrinas radicales, el fiscal general adjunto Samuel A. Berger (uno de los principales colaboradores del comité neoyorquino) se dedicaba a adoctrinar a los estudiantes de secundaria. En diciembre de 1919, por ejemplo, acudió a la Morris High School, en el Bronx, para impartir la conferencia “Bolchevismo, su verdadero significado y sus peligros para las instituciones de este país”72. Eran los mismos dirigentes escolares quienes le imploraban que acudiese a sus centros73. El equipo de Overman, además, trataba constantemente de conseguir visibilidad en la prensa74. En el archivo del comité se encuentra una carta que permite comprender lo prioritario que eran las actividades de comunicación pública para los senadores: “Los periódicos aquí [Chicago] están dando un poco más de espacio a las audiencias, especialmente el Herald Examiner […] Sin embargo, estoy tratando de conseguir más espacio”75.
También fue señalado el problema opuesto. Se denunció que las actividades de los comités se habían convertido en plataformas mediáticas para la divulgación de las doctrinas radicales. Efectivamente, muchos activistas solicitaron ser escuchados por los comités con la esperanza de que su testimonio acabara en la prensa. La periodista Louise Bryant se dijo dispuesta a compartir con Overman todo lo que sabía sobre los bolcheviques76. Albert Rhys Williams propuso repetir ante los investigadores los contenidos del discurso -sobre ideales y propósitos del gobierno soviético- que había pronunciado durante una manifestación en el Distrito de Columbia77. Hablando con un agente del equipo de Lusk, el célebre editor Ralph Pulitzer se mostró indignado por la publicidad que el comité les ofrecía a los radicales: “Personalmente, estoy totalmente en contra de ello, ya que la publicidad dada al radicalismo ha ayudado a la difusión del bolchevismo en este país”78.
Otro factor significativo fue la resistencia de varios funcionarios gubernamentales. El comité Overman acusó al secretario de Guerra, Newton D. Baker, de no querer colaborar con la investigación79. Louis F. Post, alto funcionario del Departamento del Trabajo, se negó a firmar la deportación de miles de individuos que los agentes habían pedido expulsar (en aquel periodo las competencias sobre inmigración eran una prerrogativa del Departamento del Trabajo). Su postura tuvo consecuencias. Se llegó incluso al establecimiento de un proceso de destitución en su contra, a partir de las acusaciones de personajes como Palmer y Hoover 80. En abril de 1920 el Comité de Normas de la Cámara de los Representantes le dio la oportunidad de exculparse, una tarea que Post realizó con soltura. Al final, no solo no se logró su destitución, sino que fueron los responsables del Departamento de Justicia -entre ellos Palmer- quienes tuvieron que rendir cuentas por la violación de los derechos de los detenidos81.
Otro problema al que tuvieron que hacer frente los investigadores fue el inevitable fracaso, a medio y largo plazo, de las operaciones represivas. Estos podían señalar una y otra vez la existencia de campañas propagandísticas, sin embargo, no podían demostrar que dichas campañas eran ilegales. Los jueces, a menudo, no tenían más remedio que absolver a los imputados en nombre de la libertad de expresión sancionada por la Constitución. El comité Lusk fue incluso invitado a devolver el material propagandístico secuestrado. El juez neoyorquino William McAdoo escribió al menos en dos ocasiones a los responsables de la investigación para solicitar que libros y panfletos incautados fuesen devueltos a la Rand School of Social Science82. En cuanto a los ciudadanos extranjeros detenidos, finalmente solo una minoría de ellos fue obligada a dejar el país. Más allá de la ya mencionada actitud de funcionarios como Post, cabe señalar que la emisión de una orden de expulsión no llevaba automáticamente a la deportación. Si muchos huían tras recibir la notificación, otros ni llegaban a saber de la orden por haber cambiado de domicilio antes de que su caso comenzase a ser evaluado. En 1926, el Comisionado de la isla de Ellis informó que solo en su estación de inmigración había cerca de 1500 órdenes de deportación sin ejecutar83.
Los intentos de legislar a favor de normas más severas fueron frustrantes. En la Cámara de los Representantes, el demócrata Martin Luther Davey presentó una propuesta -cuya autoría, no obstante, tenía que atribuirse a Palmer- que preveía penas de hasta veinte años para el delito de sedición84. En la misma sede, el republicano George S. Graham modificó el proyecto y llegó a contemplar, para dicho crimen, la pena capital85. El senador demócrata Thomas Sterling, por su parte, propuso otorgar al Director General del Servicio Postal de los Estados Unidos plena autoridad para excluir de la correspondencia toda publicación que, a su exclusivo juicio, presentase carácter revolucionario86. La oposición a las nuevas normas fue protagonizada por exponentes de diversa ideología política, síntoma de que el clima en el país ya había cambiado87. El presidente del National Republican Congressional Committee, Simeon D. Fess, se declaró contrario a las normas presentadas88. El senador republicano William Edgar Borah tachó la propuesta de Sterling de “censura en tiempo de paz”89. El congresista George Huddleston, del partido demócrata, aseguró que las leyes, en el caso de haber sido aprobadas, hubiesen dado paso a la “opresión y tiranía”90.
Numerosos intelectuales, entre ellos Walter Lippmann y Zechariah Chafee, también protagonizaron una movilización en contra de estas normas91. Cuando las propuestas de Graham y Sterling fueron rechazadas, el congresista republicano James W. Husted presentó un proyecto de ley bastante más blando92. Su texto, sin embargo, tampoco prosperó. Quienes reclamaban normas en contra de los radicales estaban ya exasperados: “Todos estos esfuerzos legislativos han sido entregados a la papelera legislativa […] Todo intento de los miembros de la comisión para perfeccionar los distintos proyectos de ley y evitar que se cometan injusticias resultó en un fracaso”93.
Clamoroso, pero efímero, fue el éxito que Lusk pudo conseguir en Nueva York. El poder legislativo de Albany promulgó las severas normas propuestas por el comité (las llamadas Lusk Laws). Particularmente controvertida fue la ley que preveía que el fiscal general del Estado vigilase en tiempo de paz a los sospechosos de sedición94. El célebre abogado Louis Marshall afirmó que la norma allanaba el camino para el establecimiento de un régimen absolutista: “Me aterroriza la idea de tener una policía secreta en el Estado […] Se está rusificando y prusianizando el Estado de Nueva York”95. La United Neighborhood Houses de Nueva York definió la legislación como “injusta y opresiva”96. La manera en la que el comité impuso la aprobación de las leyes hizo temer nuevamente por el principio de separación de poderes. De acuerdo con Lawrence Henry Chamberlain, Lusk no actuaba “como quien recomendase una legislación, sino como un complemento mismo de la maquinaria ejecutiva”97. Las medidas fueron definitivamente vetadas por el gobernador demócrata Alfred E. Smith en 1923. El fenómeno de intolerancia por entonces ya se había agotado. Tal y como ha señalado Todd J. Pfannestiel, las actividades subversivas ya no formaban parte de las preocupaciones de los neoyorquinos98. En cuanto al resto de los Estados Unidos, la caza al propagandista había terminado desde hacía por lo menos un par de años.
Conclusiones
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, en Washington D.C. y en Nueva York políticos como Overman y Lusk, y personajes como Archibald E. Stevenson, supieron estimular los temores más profundos de los ciudadanos. El resultado fue el desarrollo de un fenómeno de intolerancia que produjo muchas víctimas. De las personas que fueron detenidas o deportadas existen registros históricos concretos, por ejemplo, la documentación de los tribunales. Sin embargo, es imposible para el historiador percatarse del sinfín de injusticias que un número todavía mayor de individuos ciertamente padeció (por ejemplo, en el lugar de trabajo) debido al clima de intolerancia. ¿Cuántas personas fueron acosadas, discriminadas o marginalizadas durante los años del Primer Temor Rojo? ¿Cuántos profesores, políticos, sindicalistas, entre otros, decidieron modificar su comportamiento o autocensurarse con el fin de no ser tachados de antiamericanos? En las fuentes solo encontramos flébiles indicios del drama que muchísimas personas tuvieron que vivir en aquellos años. Un ejemplo de ello es la carta que el fiscal adjunto Berger, colaborador de Lusk, le escribió al director de un centro educativo de Nueva York. En ella, se señalaba que una aspirante a profesora tenía simpatías de izquierdas99. Durante cierto tiempo los comités legislativos defendieron con éxito la idea de que el fin -neutralizar a los enemigos de la nación- justificaba los medios, incluso si se ponían en entredicho aquellas mismas libertades que estos nuevos cruzados de la democracia supuestamente defendían. Se delineaba la perspectiva de que la libertad -de expresión, de reunión, de prensa, etc.-, uno de los pilares del sistema democrático, podía ser sacrificada, en circunstancias de extrema gravedad, en el altar de la seguridad nacional.
A lo largo del artículo ha sido examinada la manera en que nació y alcanzó su auge un clima de fuerte intolerancia relacionado con las actividades de propaganda de los movimientos radicales. En particular, el foco ha sido puesto en la manera en que la batalla contra la llamada propaganda antiamericana fue combatida en Washington D.C. y Nueva York. Hemos analizado el papel que jugaron los dirigentes políticos y otros actores, como los medios de comunicación y ciudadanos de a pie. También se han analizado los motivos por los cuales, repentinamente, la burbuja de ira y discriminación se desinfló. Más allá de la llegada del bienestar económico en la década de los veinte -una coyuntura que debilitó sin duda a los grupos políticos que habían vaticinado una progresiva depauperación de la clase trabajadora-, un papel significativo lo jugó ciertamente el rechazo de muchos ciudadanos, periodistas y políticos a los abusos de los investigadores, además de la resistencia puesta en marcha por altos funcionarios como Louis F. Post.
Los resultados materiales, en términos de legislación producida como consecuencia directa de las investigaciones, fueron rotundamente decepcionantes. La función pedagógica de las investigaciones -educar a la opinión pública sobre la amenaza de los movimientos radicales- emergió claramente como la principal razón de ser de los comités. Sin embargo, con el tiempo se hizo preponderante la sensación de que, incluso desde este punto de vista, las campañas de los dirigentes políticos fueron absolutamente contraproducentes. Los medios de comunicación de todo el país acabaron otorgándoles gran espacio a los testimonios más rupturistas y ruidosos. Los comités legislativos se convertían de facto en un vehículo más para la propagación de las doctrinas radicales. A la postre resultó evidente que los únicos que realmente se beneficiaban de la lucha contra el radicalismo eran los personajes que la estaban llevando a cabo.
Con la llegada de la década de los veinte, las campañas mediáticas de los revolucionarios simplemente dejaron de ser noticia. Como hemos visto, el subcomité del senador Moses apenas consiguió atraer la atención de la prensa. La propuesta del republicano James E. Watson, que en octubre de 1920 solicitó establecer un subcomité legislativo que investigase la propaganda izquierdista supuestamente producida por los empleados de la Federal Trade Commision, no encontró el beneplácito del Senado100. El clima de intolerancia se había extinguido.
Habría que esperar hasta 1930 para que un congresista -el senador Hamilton Fish- consiguiese los números para instituir una nueva investigación legislativa sobre la propaganda radical101. Los Estados Unidos tenían entonces por delante un periodo histórico extremadamente complejo: las miserias de la Gran Depresión, el advenimiento del fascismo, el auge industrial y militar de la Unión Soviética y un nuevo fenómeno de intolerancia relativo a las campañas de propaganda de los movimientos radicales102. Inspirándose en la experiencia de Overman y Lusk, a lo largo de los años treinta políticos como Samuel Dickstein o Martin Dies Jr. Estrenaron los comités legislativos que combatirían, durante más de cuatro décadas, las llamadas actividades antiamericanas. Fueron investigaciones extremadamente contundentes, con las que se pretendió perseguir, por un lado, a los simpatizantes de los nazis, y, por el otro, a los de los soviéticos103.
Cuando se habla de caza de brujas, solemos pensar en las campañas que Joseph McCarthy lanzó contra los simpatizantes de las doctrinas comunistas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El llamado macartismo, sin embargo, no fue el único fenómeno de intolerancia de la historia de los Estados Unidos. En el periodo entre los dos conflictos mundiales hubo por lo menos otros dos fenómenos de intolerancia muy penosos. La presente investigación se ha ocupado del que estremeció a la sociedad estadounidense en los primeros años del periodo de entreguerras.