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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.104 Bogotá Jan./June 2022  Epub Dec 14, 2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n104.105180 

Dossier

POPULISMO Y POLÍTICA EXTERIOR: EL CASO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE DONALD TRUMP

POPULISM AND FOREIGN POLICY: THE CASE OF DONALD TRUMP’S UNITED STATES

Isaac Caro1 

Máximo Quitral2 

Jorge Riquelme3 

1Sociólogo Pontificia Universidad Católica de Chile, doctor en Estudios Americanos Universidad de Santiago de Chile. Profesor titular Universidad Alberto Hurtado. Correo electrónico: icaro@uahurtado.cl

2Historiador y doctor en Ciencia Política. Académico, Universidad Tecnológica Metropolitana. Departamento de Economía, Recursos Naturales y Comercio Internacional. Facultad de Administración y Economía. Correo electrónico: maximo.quitral@utem.cl

3Analista político. Doctor en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Magíster en Estudios Internacionales, Universidad de Chile. Colaborador, Instituto de Relaciones Internacionales de la UNLP. Correo electrónico: icaro@uahurtado.cl


RESUMEN

El artículo analiza la manera como el liderazgo populista de Donald Trump impactó en la política exterior de Estados Unidos. En tal sentido, se señala que, como un presidente jacksoniano y con un enfoque propio, en tanto hombre de negocios, Trump puso en práctica un estilo diplomático marcadamente nacionalista y personalista, que tuvo entre sus principales víctimas al multilateralismo y al orden liberal internacional, al mismo tiempo que asumía un relevante rol como referente de una nueva derecha radical.

Palabras clave: política exterior; populismo; Donald Trump; nacionalismo; nueva derecha radical.

ABSTRACT

The article analyzes how the populist leadership of Donald Trump affected US foreign policy. In this sense, it points out that, as a Jacksonian President and with his own approach as a businessperson, Trump put into practice a markedly nationalist and personalistic diplomatic style, which had multilateralism and international liberal order among its main victims. At the same time, Trump assumed a relevant role as a benchmark for a radical new right.

Keywords: Foreign policy; Populism; Donald Trump; Nationalism; Radical new right.

INTRODUCCIÓN

El 20 de enero de 2021 culminó el periodo presidencial de Donald Trump, una ad­ministración marcada por una serie de crisis y sobresaltos, lo cual, no obstante, no impide que siga vigente la presencia del ahora expresidente, como personaje protagónico de la política doméstica estadounidense. En tal escenario, reflexionar sobre las tendencias de la política exterior de Estados Unidos durante la presidencia de Trump resulta un ejercicio de actualidad y necesidad notables.

A efectos del presente artículo, y siguiendo a Rafael Calduch (1993), se entenderá la política exterior

(…) como aquella parte de la política general formada por el conjunto de decisiones y actuaciones mediante las cuales se definen los objetivos y se utilizan los medios de un Estado para generar, modificar o suspender sus relaciones con otros actores de la sociedad internacional. (p. 3)

Así pues, tal política pública “es el modo, la forma, mediante la cual los Estados conducen sus relaciones mutuas, como partes integrantes del sistema internacional…” (Pérez Gil, 2012, pp. 90-91). Por su parte, Bojang (2018) sostiene que “la política exterior conduce a un Estado a satisfacer sus intereses nacionales y adquirir un lugar legítimo en la comunidad de naciones” (p. 1). En pocas palabras, y haciendo un esfuerzo de síntesis, se puede señalar que la política exterior se relaciona con la conducta de los Estados hacia otros Estados o agrupaciones de ellos, en el marco de organismos multilaterales.

Para Luciano Tomassini, existen tres grandes cuestiones que definen y diferencian la política exterior de los países. Primero está la agenda internacional de cada Estado; es decir, los intereses concretos que persiguen en su accionar externo. Luego están los objetivos, que se relacionan con la posición que cada país busca alcanzar o el estado de cosas que pretende lograr a través de la satisfacción de sus intereses. Y, por último, el estilo que caracteriza la formulación y la aplicación de la política exterior (Tomassini, 1987).

Además, es necesario referirse a los condicionantes de la toma de decisiones en materia de política exterior, y entre los cuales se cuentan: la estructura de poder del sistema internacional; el derecho internacional; los organismos internacionales; las alianzas, y las estrategias militares y el entorno estratégico. A su vez, en el plano interno, inciden en la política exterior: la cultura y la historia; la geografía y la población; los recursos naturales y el desarrollo económico de un país; las capacidades militares; la personalidad y el carácter del líder; los partidos políticos y los grupos de interés, y la prensa y la opinión pública, entre otros (Bojan, 2018).

Considerando los elementos señalados, el presente trabajo se concentra en la conducta exterior de Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump, con especial énfasis en el estilo de política exterior puesto en práctica, y el cual se vio marcado por el personalismo y el nacionalismo del expresidente. Junto con ello, se analizará el accionar exterior de la potencia norteamericana, tomando en cuenta el papel asumido por Trump, en tanto referente de una nueva derecha radical.

El presente artículo sostiene, además, que el liderazgo populista de Donald Trump, íntimamente vinculado con su personalidad de hombre de negocios, tuvo efectos relevantes en materia de política exterior, pues condicionó la conducta exterior del otrora hegemón, que abandonó el tradicional apoyo al orden liberal internacional en desmedro de la gobernanza global, sobre la base de la premisa America First.

LA POLÍTICA INTERNA Y SU INCIDENCIA EN LA POLÍTICA EXTERIOR

Analizando los planteamientos de la teoría de las relaciones internacionales sobre la relación entre la política interna y la política externa, conviene considerar los argumentos sostenidos por el Realismo en esta materia. Según dicha teoría, los Estados serían actores unívocos y racionales, que se posicionan en el escenario internacional anárquico, a fin de defender los intereses nacionales, y por lo cual no existe una división entre política interna y política exterior; por lo tanto, ni las inclinaciones de los gobernantes y la clase política, ni la interacción entre los actores internos serían elementos útiles para entender la política exterior de los Estados. En consecuencia, desde esa perspectiva, el análisis de la política interna no contaría con herramientas analíticas adecuadas que puedan proyectarse en el comportamiento externo de los países.

De manera preliminar, es posible sostener que tales apreciaciones del Realismo resultarían un tanto inexactas, pues la política interna y la política externa cuentan con conexiones relevantes que conviene precisar, además de advertir que dicha explicación se ha ido debilitando con el paso del tiempo (Quitral, 2020). Al respecto, cabe señalar que una abundante bibliografía ha reevaluado las apreciaciones del Realismo, al destacar: el papel del contexto interno para el análisis de la política exterior; el rol del tipo de régimen político; las políticas económicas; la cultura política; los líderes políticos, y las burocracias y los grupos de interés, entre otros (Moravcsik, 1993; Nohlen & Fernández, 1991; Putnam, 1988; van Klaveren, 2014). Comprendiendo el avance que ha tenido la idea de la relación entre política interna y política externa en el tablero internacional, resulta imposible disociarlas de las esferas del poder, ya que ambas se fortalecen y se influencian recíprocamente. Tanto la política interna como la política externa responden a una misma faceta política (la del Estado), desde un punto de vista tanto institucional como estructural y social (Quitral, 2009; Quitral, 2020).

En este sentido, Nohlen y Fernández entienden la política exterior “como aquellos resultados que se ven afectados por cambios introducidos dentro del sistema político” (Nohlen & Fernández, 1991, p. 230). Lo anterior se traduce en que un cambio producido en el interior del régimen político provoca, inevitablemente, una alteración en la dinámica de la política exterior de los Estados. Lasagna (1996) señala al respecto que “(…) cuando se produce una alteración de estas propiedades algunas dimensiones de la política exterior pueden ser modificadas, a saber: los objetivos, intereses y estrategias; el proceso de elaboración de la política exterior; y el estilo diplomático” (Lasagna, 1996, p. 46). Una perspectiva similar asume Michael Doyle, quien ya en 1983 planteaba que habría una cierta correspondencia entre la política interna y la política exterior, en tanto los países democráticos no irían a la guerra entre sí, bajo el concepto de la “paz democrática” (Doyle, 1983). Desde luego, ello no obstaría para que los países con dicho régimen político manifiesten un fuerte belicismo hacia aquellos no liberales.

Por lo tanto, al producirse una modificación dentro del sistema político, ya sea por cuestiones ideológicas, económicas o culturales, esas alteraciones tendrían consecuencias en materia internacional. Estos cambios en el desarrollo de una política en específico provocarían algún giro de la política interna y externa para los intereses de los países involucrados. En el fondo, si la política interna está enfocada en los individuos y los grupos sociales dentro de una sociedad determinada, la política exterior va dirigida a su vinculación con otros Estados (Morgenthau, 1986; Del Arenal, 1990; Quitral, 2009); o sea, “mientras los determinantes de la política doméstica dependen del sistema político nacional, como la opinión pública, los partidos políticos y los grupos de interés, la política externa es un producto del Estado” (Lasagna, 1996, p. 45).

Es decir, el sistema político que se expresa en la política interna sí tendría algún grado de influencia en la proyección o en el lineamiento político de la agenda internacional presentada por los Estados. Al leer las interpretaciones dadas por Nohlen y Fernández (1991) y Putnam (1988) sobre política exterior, queda la idea de que la política interna logra algún grado de proyección en el ámbito exterior. Algo muy parecido propuso el Realismo neoclásico; particularmente, en los argumentos dados por Randall Schweller, para quien el Estado y toda su estructura administrativa moldean e influyen el comportamiento internacional del Estado nación; es decir, tal noción sostiene que los elementos administrativos de los Estados son los que definirían su comportamiento internacional, además de delinear el modo como se desenvuelve externamente (Schweller, 2006).

Siguiendo con la explicación sobre la conexión entre variables internas y política exterior, conviene incorporar al debate otra escuela teórica que coincide con la idea de que ciertas variables internas se proyectan en el ámbito internacional. Nos referimos al institucionalismo neoliberal de Keohane y Nye (1988), autores que consideran relevantes en el diseño de una política exterior los factores nacionales para entender el desenvolvimiento del Estado en el concierto mundial. En el fondo, ambos teóricos conciben la creación de una política exterior a partir de variables internas presentes en la agenda política local.

Dicha idea es recogida también por Helen Ingram y Suzanne Fiederlein (1988), quienes señalan que las variables internas se expresan sobre la política exterior otorgándoles un rol sobresaliente en la visión política construida por el Estado y su posterior proyección internacional; es decir, se construye una relación pendular entre variables internas y política exterior, de la cual se extraen elementos significativos que logran un papel central en la estrategia internacional propuesta por los Estados. Comprendiendo la importancia que en este punto tiene la teoría de la negociación, el presente artículo tomará como base la perspectiva teórica de Robert Putnam (1988; 1996) y de Andrew Moravcsik (1993), quienes enfatizan en que los procesos de negociación están determinados por un juego de doble nivel, donde los planos internos y externos están conectados entre sí e influyen directamente en el comportamiento negociador de los Estados en la arena internacional (Putnam, 1988); de hecho, para Putnam, es prácticamente imposible separar lo interno de lo externo, al punto de sostener que algunos intereses domésticos, señalados como prioritarios por los gobiernos nacionales, pueden tornarse compatibles con la política internacional (Putnam, 1988). En el caso de Moravcsik, este autor reconoce que las políticas domésticas interfieren en los resultados de las negociaciones internacionales, y que las tratativas en el concierto mundial pueden direccionarse a lograr objetivos domésticos (Moravcsik, 1993).

Para este autor, la teoría de la negociación presenta tres características relevantes como marco analítico. La primera se refiere a que su utilidad reside en las negociaciones de tipo internacional. La segunda es el poder de una autoridad máxima como un actor estratégico dentro del proceso de negociación (porque media entre las discusiones internas y externas). La tercera es que la estrategia utilizada por el negociador principal se fundamenta en un diagnóstico de restricciones y oportunidades, tanto interna como externamente (Moravcsik, 1993).

En razón de los planteamientos dados por Putnam (1988), Ingram y Fiederlein (1988), Keohane y Nye (1988), Fernández (1991), Moravcsik (1993) y Schweller (2006), se puede colegir, entonces, que las variables internas que dan forma a la política exterior de los Estados —como la población, la fisonomía territorial, el desarrollo económico, la capa­cidad militar, la opinión pública, la historia, las ideologías u otras— cohíben o estimulan el actuar internacional que desarrolla un Estado en particular. A partir de dicha idea, resultaría prácticamente imposible para los Estados construir una política exterior alejada de sus propias variables internas, no solo porque se produciría una descoordinación entre las distintas esferas del poder, sino que también, porque reforzaría las asimetrías entre política interna y externa (González et al., 2016).

Según Pardo y Tokatlian, dicho desbalance impacta directamente en algunas esferas del Estado, como los ministerios de Relaciones Exteriores y la diplomacia, pues al evidenciarse una asimetría la política interna y la política externa, la política exterior perdería fuerza y proyección en la esfera internacional (Pardo & Tokatlian, 1987). Tomando los postulados de ambos autores, si, por diversos motivos, los Estados modifican su sistema político o hay algún grado de desequilibrio político interno, las opciones para alterar su política exterior aumentan inexorablemente, y dichas inestabilidades pueden afectar los objetivos de inserción internacional, los mecanismos de conexión multilateral o la forma de ejercer su diplomacia.

Aplicando ese debate al plano interno de la estrategia populista de Donald Trump, el expresidente instituyó una relación directa con los electores y propuso una estrategia sustentada en sus atributos carismáticos, en desmedro de las instituciones tradicionales de representación política presentes en Estados Unidos. El liderazgo de Trump, en los hechos, se enmarcó en un contexto político bastante similar a la denominada democracia delegativa, que, según Guillermo O’Donnell, se caracteriza por una escasa densidad institucional, la desconfianza hacia el aparato público y un sistema de partidos poco institucionalizados —con la presencia de outsiders políticos antipartidos—, como también, por débiles mecanismos de accountability horizontal (O’Donnell, 2004). Desde una perspectiva cercana, Steven Levitski y Lucan Way han acuñado el término autoritarismo competitivo para calificar tal tipo de regímenes, que se encuentran a medio camino entre la democracia competitiva y la dictadura (Levitski & Way, 2004).

Una serie de razones explican el desarrollo del populismo. Entre ellas están la crisis de la democracia liberal y de la representación política, así como los altos niveles de desigualdad; cuestiones que generan frustración y descontento social, y que, a su vez, no son canalizados por las tradicionales instituciones políticas, por lo cual los liderazgos populistas y las movilizaciones en la calle son apreciadas como la manera más efectiva para propiciar cambios (Larraín, 2018). Considerando lo anterior, y como se verá en los siguientes apartados, es posible sostener que el carácter de la política interna durante la administración de Donald Trump (lo relacionado con el liderazgo presidencial) tuvo impacto en el comportamiento exterior de la superpotencia, al dar un giro a su tradicional política exterior.

Dicho cambio se evidenció no solo en un nuevo estilo diplomático, sino también en lo relacionado con los objetivos de su administración, en los intereses de su país y en las estrategias de vinculación internacional. La administración Trump es un claro ejemplo de cuando la política interna se expresa con total nitidez en la política exterior, y contradice así la posición teórica de la teoría realista, que enfatizó en la separación entre la política interna y la política externa.

LA POLÍTICA EXTERIOR DE TRUMP. PERSONALISMO Y NACIONALISMO

Según señala Mariano Turzi, la estructura institucional de Estados Unidos (y su proceso de toma de decisiones) es clave para entender el funcionamiento de su sistema político, por cuanto “(…) está específicamente diseñada como un sistema de frenos y contrapesos con balances mutuos, superposiciones, controles cruzados y oposiciones burocráticas para proteger la autonomía de los poderes y evitar una concentración de poder que termine en autocracia” (Turzi, 2014, p. 190).

Considerando lo anterior, una serie de estudiosos han examinado la capacidad de los presidentes de Estados Unidos para introducir cambios en la política exterior de la superpotencia. En tal sentido, es posible plantear que, si bien el presidente goza de una cierta autonomía en materia de toma de decisiones, ciertamente no define de manera autárquica el comportamiento del país en el exterior ni el activismo de su diplomacia. Más bien, el mandatario debe convivir con una serie de limitaciones institucionales, si se tiene en cuenta la división de poderes que impone la Constitución estadounidense; en especial, considerando el papel de escrutinio permanente que ejerce el Congreso.

A este respecto, tal cual señala Schultz, distintas comisiones de dicho poder del Estado tienen un papel relevante en materia de política exterior, como en el caso de las relacionadas con asuntos exteriores, defensa, seguridad interior, inteligencia y comercio, entre otras. Junto con el Congreso, además, es necesario tener en cuenta el rol que cumplen la propia burocracia del Departamento de Estado y el Pentágono, además del Consejo de Seguridad Nacional, la Central Intelligence Agency (CIA; en español, Agencia Central de Inteligencia), las agencias federales, las universidades, la prensa y una serie de expertos y asesores, que forman parte del denominado establishment en materia de política exterior (Schultz, 2019), sin olvidar la propia atención de la ciudadanía y el accionar de la sociedad civil organizada. Todos esos actores dan al comportamiento internacional de Estados Unidos, y a su proceso de toma de decisiones, una alta dosis de continuidad inhibiendo un accionar enteramente independiente por parte de los mandatarios de turno, sin perjuicio de la impronta que busque imponer cada uno de ellos. En el mismo sentido, habría que mencionar algunos documentos clave producidos por la burocracia norteamericana, y los cuales también enmarcan el accionar del presidente en la materia, como es el caso de la Estrategia de Seguridad Nacional y la Estrategia de Defensa.

Siguiendo a Schultz, puede sostenerse que el periodo Trump se vio definido por el enfrentamiento permanente entre el estilo personal del mandatario y el establishment de la política exterior (Schultz, 2019), situación que se vio especialmente agudizada por la poca disciplina y la desorganización en la Casa Blanca, tal cual lo expresa el libro Fuego y Furia en las entrañas de la Casa Blanca de Trump, de Michael Wolff (2018). En la práctica, durante la administración de Donald Trump fue frecuente el conflicto con los asesores presidenciales respecto de una serie de materias de la política exterior, como fue el caso de las relaciones con el régimen de Kim Jong-un, la Federación de Rusia, Israel, el programa nuclear iraní o la decisión de retirar las tropas militares de Siria, Afganistán e Irak, entre otros.

Desde un plano teórico, según señala Walter Russel Mead (2017), históricamente, la política exterior de Estados Unidos ha sido guiada por cuatro escuelas de pensamiento, que corresponden, respectivamente, a figuras destacadas de la historia de ese país. Primero están los hamiltonianos, que promueven una política exterior en torno a un gobierno federal fuerte, que se vincule con el mundo de las finanzas y el comercio internacional, en pos de la promoción de un sistema internacional donde prime el libre mercado. Por su parte, los wilsonianos favorecen la construcción de un escenario internacional basado en la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho; tienen como origen primigenio de su concepción del mundo la tradición protestante de los colonos que llegaron a América del Norte.

A juicio de Mead (2017), también están los jeffersonianos, los cuales postulan un Estado débil, que permita el disfrute de la libertad por parte de los individuos. En el plano del accionar exterior de Estados Unidos, ello se expresa en la limitación de los compromisos internacionales, así como de plantear la necesidad de poner en práctica el aislacionismo de la gran potencia. Por último, están los jacksonianos, que representan la vertiente nacionalista y populista de la política exterior. Para esta última escuela, los gobiernos estadounidenses deben involucrarse solo mínimamente en los asuntos internacionales, salvo ante excepciones que involucren la seguridad y el bienestar de los ciudadanos. Como señalan Clarke y Ricketts, la perspectiva jacksoniana contiene una apreciación pesimista del mundo, de la mano con una fuerte crítica hacia las tradicionales élites políticas, y proponiendo un sistema federal que prevenga la concentración del poder en un gobierno centralizado (Clarke & Ricketts, 2017, p. 368).

Tal cual señalan Mead (2017) y Gil Guerrero (2017), Donald Trump formaría parte de esta última escuela, al promover una política exterior nacionalista y aislacionista que, durante su administración, se caracterizó por: el retiro de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (en inglés, TPP, por las iniciales de Trans-Pacific Partnership); una crítica general hacia los acuerdos de libre comercio, percibidos como dañinos para los intereses de la población estadounidense; una férrea crítica al multilateralismo —particularmente, contra la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el marco de la pandemia—; la obstaculización a las corrientes migratorias, y el enfrentamiento con China, considerado el titán asiático la principal amenaza a los intereses del país del norte. Una especial mención merece el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París, que, a juicio de Trump, dañaba fuertemente a sus compatriotas, en términos de pérdidas de empleos, bajas en los salarios y disminución de la producción de la economía. En tal contexto, según señalan Aranda y Riquelme (2020), con Donald Trump en la Casa Blanca

El institucionalismo del Departamento de Estado cedió entonces en favor del nacionalismo y una posición férreamente proteccionista, donde la apreciación global de Washington concebía al mundo como un escenario de guerra y competencia, relato de pandemónium respecto de los rivales, sobre la base de la consigna América Primero.

Ciertamente, la perspectiva jacksoniana de Trump se enmarca en un escenario internacional presionado por el auge de gobiernos de extrema derecha y su secuela de auge de los nacionalismos y crisis del multilateralismo y del orden liberal internacional. Tal cual señala G. John Ikenberry, se trata de un mundo fracturado, que ofrece poco espacio para la cooperación y escaso apego a valores occidentales como el Estado de derecho, los derechos humanos y la democracia liberal (Ikenberry, 2020). En tal sentido, es interesante lo señalado por Michael Wolff (2018):

El Brexit en Reino Unido, las oleadas de migrantes llegando a las agitadas costas de Europa, la marginación de los obreros, el fantasma de más colapsos financieros, Bernie Sanders y su revanchismo liberal; por todos lados había reacciones negativas. Hasta los más comprometidos exponentes de la globalización dudaban. Bannon creía que, de buenas a primeras, una enorme cantidad de personas eran sensibles a un nuevo mensaje: el mundo necesita fronteras, o el mundo debería regresar a un tiempo en el que había fronteras. Cuando Estados Unidos era grande. Trump se había convertido en la plataforma del mensaje. (p. 18)

En tanto mandatario jacksoniano, el aislacionismo de la política exterior de Trump iba de la mano con el desdén por los problemas internacionales a los que no se percibiera como una amenaza directa a los intereses estadounidenses. Ya en 2016, durante la campaña presidencial, Trump concedió una entrevista a The New York Times donde sostuvo que “Estados Unidos no debe ser un constructor de naciones” (Tovar Ruiz, 2018, p. 264). De manera coherente con dicha postura, en 2020 el ahora presidente decidió retirar sus tropas de Afganistán y de Irak1. Aunque, al respecto, es justo señalar que la administración de Joe Biden, su sucesor, ha tenido una notable continuidad en la materia.

Bajo una postura opuesta al wilsonismo, desde la perspectiva de Trump, la política exterior no debería basarse en la construcción y la estabilización de naciones, ni en la difusión de la democracia y los valores occidentales en el mundo. Ello, acompañado de una firme confianza en las Fuerzas Armadas, tal cual lo demuestra el nombramiento de una serie de militares en retiro en altos puestos de gobierno, como fue el caso del general James Mattis en el Departamento de Defensa; de Herbert McMaster como consejero de Seguridad Nacional, y de John Kelly como secretario de Seguridad Nacional.

Llegados a este punto, es necesario plantear que una característica relevante del populismo es el papel del conflicto como instrumento político, en el sentido de generar cohesión y apoyo entre los partidarios definiendo una línea divisoria entre “nosotros” (los buenos), y los “otros” (los malos), a la manera de la noción amigo/enemigo de Carl Schmitt. El intelectual mexicano Enrique Krauze señala, en tal sentido, que Donald Trump se hizo portavoz de un mensaje marcado por el “daltonismo político y moral”. En palabras de Krauze (2018):

Una vez posicionado, el demagogo (primero en creer su advocación) esparce su venenoso mensaje que invariablemente comienza por dividir al pueblo entre los buenos (que lo siguen) y los malos (que lo critican). Más ampliamente, los malos son ‘los otros’. En el caso de Trump, los mexicanos (violadores, asesinos), los afroamericanos, los musulmanes, los discapacitados, los que no nacieron en Estados Unidos (sobre todo si tienen la piel oscura) y las mujeres, esa mitad del electorado que ha dicho ‘respetar como nadie’, pero que en realidad desprecia como nadie. (p. 229)

Krauze, incluso, lleva más allá su argumento, al advertir en Trump, como populista de derecha, ciertos elementos del fascismo italiano: “(…) el culto al líder, la emotividad irracional, los desplantes incendiarios, la obsesión por las teorías conspirativas, el miedo a lo distinto visto como una amenaza, la apelación a un pasado de grandeza mítica y la promesa de restaurarlo” (Krauze, 2018, p. 23).

En los hechos, desde su particular práctica populista y nacionalista, Trump puso en cuestión el Estado de derecho y las garantías del pluralismo democrático, con un discurso fuertemente nativista, securitario y antiglobalista hacia el ámbito doméstico y exterior, y que tuvo entre sus principales víctimas a los migrantes. La mirada conflictiva y securitaria sobre el mundo del mandatario lo llevó a numerosos roces con aliados tradicionales de Estados Unidos, como fue el caso de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), a la cual, en distintas ocasiones, criticó directamente, y de cuyos países miembros demandó que aumentaran sus gastos en defensa, por cuanto solo cuatro de ellos estaban gastando al menos el 2 % de su producto interno bruto (PIB) en dicho rubro (Forbes Staff, 2019). Un enfrentamiento similar tuvo con Corea del Sur y Japón, países de los cuales señaló que deberían proveerse seguridad por sí mismos, y no a costa de Estados Unidos.

El aislacionismo de Trump se acentuó con la crisis global generada por la pandemia; particularmente, respecto a su crítica al multilateralismo y hacia el gobierno chino, al que señaló como el principal responsable del origen y la diseminación del virus causante, a lo que se unió un contexto interno severamente impactado por las movilizaciones sociales y la radicalización política. Según sostienen Cooley y Nexon, ello habría impactado con severidad en el posicionamiento internacional de Estados Unidos, y retraído su liderazgo, sobre la base de las continuas críticas hacia el multilateralismo y el valor de las alianzas, como la OTAN (Cooley & Nexon, 2020). En el fondo, a juicio de Actis y Creus, “(la) pandemia puso de manifiesto que en el sistema internacional existe un vacío debido a que la potencia global no ha estado dispuesta a ejercer su rol de liderazgo, lo que exacerba aún más el vacío hegemónico” (Actis & Creus, 2020, pp. 146-147).

En la misma línea, estos autores plantean que

(…) para proyectar poder más allá de las fronteras se requiere un mínimo de cohesión y solidaridad dentro de ellas. Las sociedades débiles y fracturadas, no importa cuán ricas sean, no pueden ejercer influencia estratégica ni proporcionar liderazgo internacional y dejan de ser modelos dignos de emulación. (Actis & Creus, 2020, p. 151)

Es decir, pese a la retórica desafiante de Trump y a la promesa de relanzar a Estados Unidos sobre la premisa America First, lo cierto es que su administración retrajo a la superpotencia y redujo su posicionamiento internacional a favor de China, país que de ser considerado el origen del Covid-19, pasó a ser apreciado como un ejemplo a la hora de enfrentarlo, imagen que se vio impulsada por la activa cooperación que empezó a implementar en la distribución de insumos médicos, lo cual apuntaló su imagen exterior y su soft power, para utilizar el conocido concepto acuñado por Joseph Nye (Riquelme, 2020).

Otra característica definitoria del populismo es el personalismo. En tal sentido, cabe señalar que durante la administración Trump se articuló una política exterior a imagen y semejanza del mandatario. En la práctica, este se presentó como un hombre de negocios exitoso y un estratega de suma cero, y reduciendo los complejos asuntos internacionales a negociaciones bilaterales, donde buscaba imponerse aun a costa de la estabilidad internacional y la construcción de gobernanza en el largo plazo. El mismo Donald Trump se autodefiniría en los siguientes términos:

Lo cierto es que, a lo largo de mi vida, mis dos grandes bienes han sido la estabilidad mental y ser realmente inteligente... Yo pasé de ser un muy exitoso empresario a una gran estrella de televisión a presidente de Estados Unidos (al primer intento). Creo que esto se calificaría no como inteligente, sino como genio… y un genio muy estable. (Ahrens, 2018)

Lo cierto es que diversos sectores cuestionaron su verdadera capacidad para enfrentar los problemas de gobierno; particularmente, aquellos relacionados con la política internacional. A este respecto, Michael Wolff señaló: “Trump no leía. Ni siquiera ojeaba un libro (…) otros concluían que no leía porque, simplemente, no tenía que hacerlo, y eso, de hecho, era uno de sus principales atributos como populista. Era posalfabetizado: solo veía televisión” (Wolff, 2018, p. 145).

La mirada personalista de Trump lo llevó a poner a integrantes de su familia en puestos clave del gobierno, como fue el caso de su hija Ivanka, en calidad de asesora presidencial, o de su yerno Jared Kushner, que ocupó el cargo de consejero especial y enviado especial en temas como las relaciones entre Israel y Palestina. Este último recibió asesoría directa de Henry Kissinger, lo que impregnó de realismo político la toma de decisiones respecto de ese complejo escenario geopolítico.

La reducción de las relaciones internacionales a meros asuntos personales fue evidente también ante la vinculación directa que tuvo con Putin —relación que se abordará en detalle en el acápite siguiente— o con Kim Jong-un. En el caso de este último, se encontraron durante la célebre e histórica reunión de Singapur, en junio de 2018 (BBC News Mundo, 2018). David Schultz sostiene que, para Trump, la política exterior “(…)no es la forma en que Estados Unidos se relaciona con otros países, sino con personalidades. El interés nacional de Estados Unidos se reduce a estas relaciones personales” (Schultz, 2019, p. 30).

LA ACTIVIDAD EXTERIOR DE TRUMP: UN REFERENTE DE LA NUEVA DERECHA RADICAL

La victoria de Trump, en noviembre de 2016, representa la consolidación de un populismo de extrema derecha en Estados Unidos. Es resultado de un fenómeno de consolidación de los populismos del siglo XXI, en el contexto de la democracia liberal (Mudde & Rovira, 2017). De ese modo, surgen “partidos populistas autoritarios” en varios países, como Estados Unidos, Austria, Italia, Holanda, Polonia y Suiza, entre otros, entendido el populismo como un discurso que puede adaptarse flexiblemente a una variedad de valores ideológicos, así como al sistema democrático (Norris & Inglehart, 2019).

El ascenso de este populismo de extrema derecha obedece a un proceso de repolitización y contestación hacia las normas y las instituciones del orden internacional liberal. Existen un discurso y un accionar dirigidos contra el multilateralismo y la globalización. Como ya se señaló, parte de dicho proceso es el ascenso de Trump a la presidencia de Estados Unidos, lo que ha significado canalizar el descontento ciudadano hacia las élites tradicionales (Sanahuja, 2019).

En este apartado consideraremos la relación de Trump con líderes populistas europeos y, en especial, con Vladimir Putin, el presidente ruso. Luego analizaremos sus vínculos con los líderes de dos países con los cuales la administración Trump consolidó sus relaciones: Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, y Jair Bolsonaro, presidente de Brasil. Finalmente, exploraremos sus lazos con diferentes grupos supremacistas blancos de Estados Unidos.

Trump, los líderes populistas europeos y Putin

En el caso europeo, la emergencia de una nueva derecha radical se registra, en gran medida, a partir de la crisis económica de 2008 y los procesos migratorios, que han aumentado con la guerra civil en Siria, desde 2011. Hungría y Polonia son dos casos preocupantes para la Unión Europea (UE), con el primer ministro Viktor Orban, de la Unión Cívica Húngara, y el presidente Andrzej Duda, del Partido Ley y Justicia, respectivamente, pues han puesto restricciones a la clásica división de poderes que caracteriza a la democracia liberal. Son, precisamente, estos Jefes de gobierno los que mantuvieron una relación privilegiada con Trump.

Pero los citados no son los únicos ejemplos de líderes de extrema derecha en Europa. En Italia, Matteo Salvini, de la Liga del Norte, formó parte del gobierno de coalición con el Movimiento 5 Estrellas desde junio de 2018 hasta septiembre de 2019, en calidad de vicepresidente y de ministro del Interior. En España, bajo el liderazgo de Santiago Abascal, Vox se convirtió en la tercera fuerza política, al obtener el 15 % de los votos en las elecciones generales de noviembre de 2019. El Partido por la Libertad de Austria, el Interés Flamenco en Bélgica, Alternativa para Alemania, el Partido por la Libertad de Holanda, Demócratas de Suecia y Amanecer Dorado, de Grecia, son otros ejemplos de partidos de extrema derecha en el escenario europeo.

Trump ha sido y sigue siendo un referente mundial de la extrema derecha, desde Bolsonaro en Brasil hasta Salvini en Italia y Orban en Hungría. Todos ellos se caracterizan por un programa que busca limitar la democracia liberal y criminalizar los movimientos migratorios, y que tienen posiciones más o menos semejantes en contra de la diversidad sexual, de los afrodescendientes o de los musulmanes. El eslogan de America First del expresidente republicano se repite con Hungría primero, de Viktor Orban, o Brasil primero, de Bolsonaro.

Sobremanera importantes han sido los lazos desarrollados por Trump con los jefes de gobierno de Hungría y de Polonia, que se fortalecieron antes de que el estadounidense dejara su presidencia. En mayo de 2019, Trump y Orban se reunieron en Washington, al comienzo de la campaña para las elecciones europeas. En dicha ocasión, Trump destacó la política migratoria dura impulsada por su par húngaro. Asimismo, destacó los valores cristianos de Orban, quien ha sabido relacionar a los inmigrantes con el terrorismo acusándolos de poner en peligro la cultura europea y la cristiana. Mientras el primero defiende la construcción de un muro en la frontera con México, el segundo levantó un cerco de alambres en la frontera con Serbia. Anteriormente, Barak Obama se había negado a recibir a Orban, debido a la política autoritaria del líder magiar, manifestada en la represión a la prensa y a las libertades civiles (Clué Barberena, 2019).

Por su parte, en junio de 2020 Trump recibió a Andrzej Duda, gracias a lo cual fortaleció su alianza con el mandatario polaco, convirtió a Polonia en el principal aliado de Washington en la UE y confirmó el traslado a Polonia de los soldados estadounidenses retirados de Alemania. El mandatario estadounidense alabó a su semejante europeo señalando que Polonia es uno de los pocos países que cumplen sus obligaciones de gasto militar en la OTAN. Además, en el marco de las elecciones polacas, Trump abiertamente defendió a Duda (Aroche, 2020). También cabe mencionar los lazos desarrollados por la administración Trump con Salvini hasta que este dejó la vicepresidencia italiana, en septiembre de 2019. De ese modo, en visita a Washington, Salvini subrayó su cercanía con Estados Unidos y con Trump, y perfiló a Italia como el mejor aliado en Europa del presidente estadounidense (Clarín, 2019).

Más importantes, dadas sus implicancias estratégicas y políticas a escala global, son las relaciones personales que entablaron Trump y Putin, desde la primera campaña presidencial de aquel, en 2016. En septiembre, dos meses antes de las elecciones presidenciales, el líder ruso dio explícitamente su apoyo al candidato republicano en la contienda que lo enfrentó a Hillary Clinton, del Partido Demócrata (Deutsche Welle, 2016). Con posterioridad, a partir de 2017, el FBI y el Congreso estadounidense denunciaron la existencia de una “trama rusa”, según la cual Rusia habría robado correos electrónicos del Partido Demócrata, con el objetivo de ayudar a Trump a ganar las elecciones presidenciales de noviembre de 2016 (Faus, 2017).

Una de las principales reuniones entre ambos mandatarios se dio en julio de 2018, en la llamada Cumbre de Helsinki, donde el líder estadounidense mostró claramente su preferencia por Putin. Primero, defendió al líder de Rusia señalando que este no tenía motivos para interferir en las elecciones. A través de Twitter, en el contexto de la relación bilateral, Trump mencionó que el culpable de la tensión en las relaciones entre Moscú y Washington era Estados Unidos. Al mismo tiempo, el gobernante estadounidense no hizo ninguna referencia a la intervención militar rusa en Ucrania, ni a su anexión de Crimea ni a la acusación de interferir en las elecciones de 2016 (Zurcher, 2018). Antes del término de su mandato, y en el contexto de las fuertes protestas occidentales en contra de Putin por el envenenamiento del líder opositor Alexexy Navalny, Trump defendió a Putin destacando las buenas relaciones que mantenía con el líder ruso.

Los diferentes líderes y partidos de la extrema derecha populista expresan su admiración por Rusia y por Putin, e incluso, por el presidente Jair Bolsonaro, de Brasil, valorando sus “cualidades masculinas” en el combate contra la pandemia (El Observador, 2020). En cuanto a la relación entre Trump y Putin, queda claro el contraste en la forma como expresidente estadounidense trató a los tradicionales aliados de Washington frente a gobernantes autócratas. Por una parte, cuestionó fuertemente a los líderes británico, alemán, francés y canadiense, mientras que se mostró en especial afable con Orban, Salvini y Putin, y hasta con el líder norcoreano, Kim Jong-un.

Trump, Netanyahu y Bolsonaro

Los vínculos de Trump con Netanyahu corresponden a una visión común sobre varios temas de política exterior. En tal sentido, comparten, en primer lugar, una misma visión sobre la amenaza que representa el régimen iraní para el Medio Oriente y el mundo. El 8 de mayo de 2018, el presidente Trump anunció el retiro de Estados Unidos del Pacto 5+1, firmado con Irán en 2015.

En noviembre de 2018, el gobierno de Trump anunció que volvería a imponer sanciones económicas a Irán, incluyendo a 700 empresas y personas de ese país. Posteriormente, en mayo de 2019, y en un clima de creciente confrontación entre Washington y Teherán, el gobierno de Estados Unidos decidió el envío de un portaaviones al Medio Oriente, con el objetivo de transmitir un mensaje al gobierno iraní de que un ataque a los intereses estadounidenses sería respondido con una fuerza implacable.

Todas estas medidas han sido defendidas por Netanyahu; algunas de ellas se dieron en el contexto de un enfrentamiento entre Israel y Hamas, en Gaza; Israel es un fuerte partidario de hacer frente a Irán, y propagandista de una intervención de Teherán y del movimiento chiita libanés proiraní Hezbollah, en el Líbano, en Siria y en Irak. Además, Israel sostiene que Irán ha intervenido en Gaza promoviendo los ataques con cohetes realizados por el movimiento Hamas.

En segundo lugar, hay perspectivas comunes sobre el conflicto israelí-palestino; especial­mente, en lo que concierne al reconocimiento de Jerusalén como capital del Estado judío. El 6 de diciembre de 2017, el presidente Trump anunció la decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, y de mover, en consecuencia, la embajada de Tel Aviv a la ciudad sagrada. La Liga Árabe y la Organización para la Conferencia Islámica manifestaron su fuerte rechazo, lo que produjo una inusual unidad en el diverso y heterogéneo bloque que caracteriza al mundo islámico, y relegó a segundo plano —al menos, de forma momentánea— la fuerte rivalidad que caracteriza a dos enemigos regionales, como lo son Arabia Saudita e Irán. Por contraste, el gobierno de Netanyahu defendió esta medida, que significaba un respaldo irrestricto de Washington a la política exterior israelí.

Cabe señalar que la figura de Netanyahu constituye un referente de importancia para la extrema derecha mundial. El primer ministro israelí ha desarrollado excelentes lazos con Orban, Trump y Bolsonaro. A partir de la consolidación de los enfoques sobre Choque de Civilizaciones (Huntington, 1993), los partidos políticos de la extrema derecha europea toman a Israel como vanguardia en la lucha contra el islam, y hasta han abandonado el antisemitismo como un elemento central de su discurso (Viel, 2019).

Por su parte, la excelente relación que mantuvieron Trump y Bolsonaro queda de manifiesto en el hecho de que el presidente brasilero fue el último líder latinoamericano y del G20 (el grupo de las 20 naciones más ricas, del mundo desarrollado y emergente) en reconocer la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre de 2020. El mandatario suramericano señaló que hubo fraude en las elecciones, y acusó a los medios de comunicación de manipular la información. Bolsonaro secundó las principales medidas adoptadas por su colega republicano, incluyendo el negacionismo frente a la pandemia, el poco respeto por el medio ambiente y el discurso contrario a la migración; incluso, compartió con Trump su agenda de política exterior frente al Medio Oriente, y señaló que trasladaría la embajada brasilera de Tel Aviv a Jerusalén, lo que finalmente no se concretó.

Trump y el supremacismo blanco

En el ámbito interno, el expresidente de Estados Unidos ha desarrollado lazos con movimientos de la extrema derecha; en especial, con agrupaciones que defienden la supremacía blanca. Uno de los elementos centrales de dichos grupos es su concepción racista, según la cual la raza blanca es la superior, y por ende existe una hostilidad sistemática, en particular, contra afroamericanos, hispanos y musulmanes.

En Estados Unidos existe de trasfondo una concepción —sobre todo, enraizada en los gobiernos republicanos— de choque de civilizaciones entre Occidente, representado, principalmente, por el coloso de América del Norte y la civilización islámica (Huntington, 1993). Esta actitud islamofóbica se ve reflejada en la frase de Trump: “El islam nos odia”, en una entrevista realizada a la CNN en 2016. En esa ocasión, el presidente señaló que es muy difícil distinguir entre el islam radical y el islam en general, lo cual deja ver el predominio de una visión monolítica respecto de esa religión (Schleifer, 2016).

En cuanto a los grupos supremacistas blancos, los vínculos de Trump se dan, entre otros, con Proud Boys, que tiene como consigna la defensa de la máxima libertad, lo cual significa la defensa del derecho a poseer armas, además de postular la superioridad de la raza blanca, el cierre de fronteras y la lucha contra el feminismo. Es dirigido por Enrique Tarrio, quien es su presidente desde 2019, además de ser el líder de la asociaciónLatinos for Trump.

Proud Boys está vinculado con otras agrupaciones, como Alianza Nacional, el Ku Klux Klan (KKK) y otras organizaciones que defienden la supremacía de la raza blanca. Estos grupos se basan en una proclama conocida como las “14 palabras”: “Debemos asegurar la existencia de nuestro pueblo y un futuro para los niños blancos”, cuyo autor es David Lane, miembro del KKK. Otra de sus raíces está en Los diarios de Turner (1978), escrito por William Luther Pierce, líder de Alianza Nacional. En dicho texto se describe una revolución en Estados Unidos que terminará con el gobierno y llevará a la eliminación de la población no blanca. Estas ideas han inspirado varios atentados, como el de Oklahoma (1995), que implicó la muerte de 168 personas; el tiroteo en El Paso, Texas (2019), con el resultado de 22 muertos, y el realizado contra dos mezquitas en Nueva Zelanda (2019), con un trágico saldo de 51 muertos.

Los grupos supremacistas blancos, que tienen un discurso de odio, crecieron en el 55 % durante la era Trump, según informes estadounidenses. Se trata de más de 155 grupos diferentes. A estos grupos hay que agregar el Ku Klux Klan, los skinheads neonazis y grupos de identidad cristiana (Janik & Hankes, 2021).

CONCLUSIONES

Como se ha mostrado en este artículo, la presidencia de Donald Trump se caracterizó por un estilo de política exterior de carácter personalista y nacionalista. En tal sentido, su liderazgo populista tuvo efectos relevantes en la política exterior, caracterizada por el abandono del apoyo al orden liberal internacional y una crítica al multilateralismo y a la globalización, sobre la base de una defensa reiterada de su premisa America First. A partir de los postulados, los enfoques y los autores señalados, se evidenció que resulta imposible para Estados construir una política exterior alejada de sus variables internas, lo que obedece a dos factores fundamentales: produce una descoordinación entre las distintas esferas del poder y refuerza las asimetrías entre política interna y externa. En concordancia con tal principio, el carácter de la política interna durante la administración Trump, relacionado con el liderazgo de su presidencia, tuvo un impacto directo en el comportamiento exterior del país, en desmedro del rol que habían tenido las instituciones tradicionales de la democracia estadounidense. El resultado de ese giro político fue la alteración total a su tradicional política exterior.

De este modo, la administración Trump resulta un claro ejemplo donde la política interna se expresa con total nitidez en la política exterior, lo que va en contravía de uno de los principios fundamentales de la teoría realista, cual es la separación entre la política interna y la exterior.

En cuanto a su política exterior propiamente dicha, esta se caracterizó por el aislacionismo, alejada de la alianza tradicional con los países europeos y su rol preponderante en la OTAN. Desde la perspectiva de Trump, la política exterior no estuvo basada en la defensa ni la difusión de la democracia ni de los valores occidentales en el mundo, sino que, más bien, radicó en una confianza hacia las Fuerzas Armadas y la seguridad de Estados Unidos, en términos tanto económicos como geopolíticos. El aislacionismo de Trump se acentuó con la crisis global generada por la pandemia; particularmente, en lo relativo a su crítica al multilateralismo y a China, a la cual identifica como el principal responsable del origen y la diseminación del coronavirus causante.

Asimismo, tenemos una reducción de la política exterior a meros asuntos personales, lo que fue evidente en la vinculación directa con Putin y con Kim Jong-un. También cabe mencionar los acuerdos de Doha, Qatar, sostenidos por el gobierno de Trump con representantes del movimiento Talibán, para negociar el retiro de las tropas estadounidenses, tras casi 20 años de presencia en Afganistán, con efectos importantes en la política exterior de Estados Unidos respecto al Asia Central y el Medio Oriente.

Por otra parte, Trump mantuvo excelentes relaciones con líderes de la extrema derecha europea, como Orban y Salvini, entre otros, al igual que con el ex primer ministro israelí Benjamín Netanyahu y el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro. Con los líderes europeos comparte planteamientos comunes en relación con una crítica a la democracia liberal, a los movimientos migratorios y a la inclusión de las temáticas de diversidad sexual en las agendas de los respectivos países. Sus vínculos con Netanyahu corresponden a una visión común sobre varios temas de política exterior, como la amenaza que representa el régimen iraní para el Medio Oriente y para todo el mundo, e idéntica aproximación al conflicto israelí-palestino. Con Bolsonaro, por su parte, compartió el negacionismo frente a la pandemia, el poco respeto por el medio ambiente, el discurso contrario a la migración y posiciones comunes en torno a los conflictos del Medio Oriente.

En el ámbito interno, Trump ha desarrollado lazos con movimientos de la extrema derecha; en especial, con agrupaciones que defienden la supremacía blanca, y que se caracterizan por una hostilidad sistemática y sañuda en contra de afroamericanos, hispanos y musulmanes.

En suma, la administración de Trump dio cuenta de la manera como su liderazgo jacksoniano-populista impregnó el comportamiento exterior de Estados Unidos, y tuvo efectos notorios en su proyección internacional, marcada por el desposicionamiento, el aislacionismo y la severa crítica al multilateralismo y el orden liberal, sobre la base del nacionalismo y el personalismo del entonces presidente de la superpotencia.

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1 Véase la nota de prensa “Trump ordena la retirada de tropas de Afganistán e Irak: ¿por qué preocupa esta decisión?”. Disponible en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-54979248 Revisada en marzo de 2021.

Recibido: 22 de Noviembre de 2021; Aprobado: 22 de Junio de 2022

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