La tendencia política actual en Colombia y Latinoamérica, la cual apunta más a la izquierda que a la derecha, aviva inevitables tensiones, así como expectativas y esperanzas, sobre todo en aquellos que en muy pocas ocasiones han sido escuchados, como los campesinos latinoamericanos y, en particular, los campesinos colombianos. A pesar de los altos costos de producción, una alta dependencia del sector de los fertilizantes, plaguicidas y otros materiales, las fluctuaciones del mercado y las embestidas del cambio climático, la agricultura campesina en este país provee, según el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, el 70% del total de los alimentos que consumimos hoy. Adicionalmente, es la actividad que más empleos rurales genera y cumple, al mismo tiempo, un innegable e invaluable rol en la conservación de la agrobiodiversidad, la oferta de servicios ambientales y la preservación de espacios y ecosistemas frágiles.
A pesar de lo anterior, el campesinado se encuentra aún en una posición de subalternidad, vulnerabilidad y pobreza (multidimensional). El abandono y la falta de interés institucional o su desatención no han permitido comprenderlo en toda su complejidad y multidimensionalidad, sino que, más bien, sigue siendo visto, como categoría social, como un productor y beneficiario, subalterno del capital. Es así como la definición misma del concepto de campesino es aún un reto que debe asumirse también desde sus movimientos sociales y su lucha jurídica en busca del reconocimiento, del ser identificado como sujeto de derecho político y de protección y, sobre todo, como un sujeto que piensa y propone, lleva a cabo soluciones y puede aportar a la construcción de lineamientos y políticas. Es necesario reconocer que existe un pensamiento campesino, una clase social que emerge a partir de experiencias comunes, con la construcción de identidades y modos de vida. Se trata de una clase social en proceso de construcción, posiblemente, como proponía Teodor Shanin (1979), inacabada y heterogénea, que solo puede ser entendida en su contexto espaciotemporal actual e histórico, desde su diversidad, por lo que debería abordarse en plural, como "campesinos", una sociedad dinámica que piensa, según el profesor Julio Suzuki (PROLAM/USP, Brasil), en la tierra como su herencia y reivindica su derecho al acceso frente a su concentración.
Hasta hace poco tiempo, en Colombia no se tenía muy en claro cuántos, dónde y en qué condiciones se encontraban los representantes del campesinado, siendo, en muchos casos, víctimas de diferentes formas de violencia2. Tal como señala Esneider Rojas (líder campesino de Inzá, Colombia), si bien los censos facilitan la toma de decisiones por la política y el Estado, también son artefactos de invisibilización. De esta manera, esta categoría de la población, no solamente en Colombia, sino a nivel global, permanecía y, en muchos casos, permanece aún por debajo de la escala socioeconómica. Fue necesario entonces crear una herramienta, el autorreconocimiento, para conocer hoy, entre otras cosas, que por lo menos el 31% de la población del país se identifica como campesina y que en su mayor parte se encuentra concentrada en minifundios. Se trata de una población que envejece porque los jóvenes abandonan el campo, que tiene baja escolarización y aún cuentan con algunos miembros analfabetos y que siente desconfianza y desinterés en los políticos (censo DANE, 2018), pero que cada vez está más organizada.
En cuanto a lo anterior, en busca de su reconocimiento, una parte importante del campesinado en Colombia y Latinoamérica se ha organizado para combatir la estructura del Estado, esa que, como modelo hegemónico, lo limita y lo invisibiliza, proponiendo, como contracultura de producción (profesor Marcos Saquet, Unioeste, Brasil) y desde su naturaleza multicultural, un paradigma alternativo que permita producir, comercializar y relacionarse con la tierra, sin agroquímicos, transgénicos y biotecnología en general, sino más bien dentro del marco de una producción limpia, agroecológica, con prácticas agrícolas tradicionales y el uso de semillas nativas, que permita revivir los suelos degradados. El modelo agroecológico y la producción orgánica funcionan en circuitos cortos de comercialización, incluyendo las redes virtuales productor-consumidor, los territorios de sabores y los distritos del gusto (profesor Nico Bortoletto, Università degli Studi di Teramo, Italia), lo cual demuestra, de cierta manera, que no existen regiones sin recursos (materiales e inmateriales), sino más bien regiones sin proyectos (profesor Valdir Denardin, UFPR, Brasil).
Un buen ejemplo es el del campamento José Lutzenberger en Antonina, Paraná, Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra, en Brasil, el cual recibió en 2017 un premio nacional por su trabajo con la agroecología, la reforestación, la recuperación y la preservación del medio ambiente. Para esta comunidad de 20 familias, la agroecología garantiza un espacio de vida y un trabajo digno para resistir y establecer una relación en equilibrio (positiva, gana-gana) con el entorno, la sociedad y la naturaleza a partir del empoderamiento, la equidad y la participación de todos sus miembros (comunicación personal con Sara do Santos y Jonas Souza3, 28 de febrero de 2023, campamento José Lutzenberger, Antonina, Brasil). Esto demuestra que no hay modelos de desarrollo únicos, sino más bien oportunidades para que emerjan nuevos y diversos modelos desde la especificidad de cada lugar, territorio o región. Hay que buscar otras alternativas: "no podemos abrazarnos a un mercado [capitalista] que tiene mucha sed" (profesora Mayra Tayza Sulzbach, UFPR, Brasil), pues nos desangraría.
No se puede negar que entre las organizaciones, y dentro de cada una de estas, existen conflictos ideológicos, pues Colombia, así como los países de la región, está compuesta de diversos y desconectados territorios (César Jerez Martínez, líder campesino, Baluarte Nacional Campesino, Colombia). No obstante, enfrentarse a problemas comunes internos y externos, como las ansias de acumulación de tierras, la subutilización, los cultivos de uso ilícito, extractivismo, megaproyectos, conflicto armado, falta de políticas y financiamiento, así como la implementación de áreas de interés ambiental pensadas como espacios sin humanos o la gestión del agua, entre otros, representa una oportunidad, dentro de la diversidad ambiental y cultural del campesinado, para articular esfuerzos y para reconocer finalmente, tal como lo señala el profesor André Santos Rocha (UFRRJ, Brasil), la importancia del asociativismo. En ese sentido, la Convención Campesina de 2022 marcó un momento histórico para el campesinado colombiano, del cual surgieron innumerables propuestas. Ahora, los campesinos se enfrentan al reto de lograr convertirlas en política dentro de un programa de gobierno para que, en un país centralizado, se logren poner en diálogo los tiempos de la gestión pública con los de los diferentes territorios y que esto les permita no solamente acceder a la tierra, sino también a las condiciones necesarias para producir y vivir dignamente, con reformas estructurales que garanticen también el acceso a vías, vivienda, educación, salud, transporte y riego, entre otros3.
Es en este contexto en el que la academia tiene la oportunidad de contribuir a la comprensión de la situación del campesinado y a la búsqueda de soluciones proponiendo metodologías y espacios de encuentro para entender al "otro" desde su realidad y construir con, desde y para él una agenda conjunta que fracture la polarización4. Ahora bien, hay que tener en cuenta que los viejos dilemas preexisten: no hay trabajadores en el campo porque migran a las ciudades, el avance de los commodities (soja, trigo, maíz, arroz, avena) continúa y el capital es controlado por factores externos. Sin embargo, los movimientos campesinos en Latinoamérica han logrado llevar a cabo valiosos emprendimientos agroecológicos, agroforestales y agroindustriales en los cuales la academia participa cada vez de manera más activa, lo cual destaca la importancia de la comunicación global para llevar a cabo una lucha/revolución mundial desde América Latina, consciente del buen comer, la autonomía y la articulación de actores, incluyendo los tomadores de decisiones, para que se haga una política pública más incluyente, pensada para un desarrollo basado en las personas y no en el dinero.