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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.39  Bogotá Jan./Dec. 2003

 

TRAYECTORIAS DE LOS AFRODESCENDIENTES EN EL COMERCIO CALLEJERO DE BOGOTÁ

 

ANDRÉS MEZA
GRUPO DE ESTUDIOS AFROCOLOMBIANOS CENTRO DE ESTUDIOS SOCIALES, UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
andresamesar@starmedia.com


Resumen

ESTE ARTÍCULO REFLEXIONA ACERCA DE LA YUXTAPOSICIÓN TEÓRICA ENTRE EL PARADIGMA afrogenético y las aproximaciones posmodernas basadas en la teoría del mestizaje. Propone la complementariedad de ambos a partir del análisis de información histórica y etnográfica acopiada durante el trabajo de monografía con población afrodescendiente en Bogotá. Las dinámicas de la etnicidad y las relaciones interétnicas se abordan mediante el análisis de relatos de vida en los cuales los sujetos hablan de las experiencias migratorias, de la inserción urbana-metropolitana y, en especial, del trabajo en la venta ambulante. Se exponen, además, las vivencias particulares de los afrodescendientes como vendedores callejeros en el centro de la ciudad, correlacionándolas con la injerencia que tienen las políticas restrictivas de espacio público y ciertas prácticas discriminatorias y de estereotipia socio-racial.

Palabras clave: afrodescendientes, etnicidad, venta callejera, espacio público, estereotipos socio-raciales.


Abstract

THIS ARTICLE REFLECTS ON THE THEORETICAL JUXTAPOSITION OF AFROGENETIC APPROACHES and postmodern notions based on theories of miscegenation. It proposes a complementary analysis using both approaches, starting from historical and ethnographic information gathered during field work with populations of African descent in Bogotá. In this sense, ethnic dynamics and inter-ethnic relationships are analyzed through life-histories where subjects recount their migratory experiences, their insertion into an urban-metropolitan context and especially, their work selling on the streets. It studies the particular experience of people of African descent working in Bogota's downtown streets, correlating it with the restrictive policies on the use of public space, discriminatory practices and socio and racial stereotyping.

Key words: Colombias of African descent, ethnicity, street sellers, public space, social and racial stereotyping.


Trabajando independiente... uno también se esclaviza

Luz Mila Caicedo

INTRODUCCIÓN

ALGUNOS ESTUDIOSOS DE LAS COMUNIDADES AFROCOLOMBIANAS EN contextos urbanos o de inmigración han propuesto debates en torno a la necesidad de separar la aproximación desde los elementos simbólicos y culturales de la africanía y la noción comunitaria, coherente y autocontenida de la cultura para abordar, desde una perspectiva constructivista, su identidad, el mestizaje y las prácticas de representación de estos grupos (Wade, 1997; Restrepo, 1999)1. Abogan en especial por la construcción discursiva de la cultura en el marco del contacto interétnico con la sociedad blanca-mestiza, la que supone para los afrodescendientes su articulación marginal y la desestructuración cultural por cuenta del blanqueamiento (Wade, 1997).

Esos críticos consideran también que el reconocimiento constitucional que adquirieron los grupos afrocolombianos en el campo político y cultural se relaciona, en gran medida, con el activismo político y con las investigaciones académicas que han destacado la memoria y la tradición de los grupos afrocolombianos. En rigor, las prácticas que reivindican la herencia africana, sus tradiciones y a partir de allí los derechos étnicoterritoriales suelen ser vistas como estrategias de visibilización ante el estado y la sociedad colombiana. Así, su intención es reconstruir en el presente una historia supuestamente común de la cual la gente negra toma herramientas simbólicas que le sirven para legitimar sus derechos (Losonczy, 1999). Anne Marie Losonczy, por ejemplo, utiliza el concepto de neoafricanidad como "historicidad moderna" para describir los fenómenos que desde los movimientos sociales reconceptualizan a "África" a partir de las imágenes de "lo negro". Por su parte, Peter Wade (1999: 269) sostiene que: "[...] las identidades no siempre surgen de la tradición y de la cultura autóctona, sino que estas identidades se crean en procesos de globalización y modernidad [...]"; y Michel Agier (2002: 295) dice: "[...] la identidad es una especie de falsa evidencia que se enarbola como un slogan o una bandera en un tiempo y un espacio contingentes [...]".

Mi intención en este ensayo no es contradecir tesis que, como estas, optan por una visión moderna, dinámica y dialógica de la cultura. Aunque reconozco y retomo su aporte al conocimiento de la etnicidad de los afrodescendientes, advierto un cierto desdén hacia las referencias y los análisis históricos que dan cuenta de la etnogénesis afroamericana durante los primeros siglos de la trata y la esclavización. El método histórico de algunas de esas investigaciones se refiere a la historia política y sociocultural del siglo pasado y, por ende, los argumentos acerca de la identidad sólo tienen cabida dentro del ritmo vertiginoso de los últimos tiempos. Tampoco pretendo que la historia de la diáspora o el pasado colonial deban ser de consulta obligada para entender el cambio cultural, sus conflictos y discontinuidades. Sin embargo, considero que gran parte del modelo teórico alrededor de la identidad étnica tiene puntos de referencia importantes en hitos de la herencia histórica y cultural, que podemos rastrear en un número creciente de fuentes disponibles y en ciertas narrativas actuales que pueden corroborar mis hipótesis. El método histórico nos permite reconciliar la dicotomía continuidad-cambio alrededor de las manifestaciones étnicas mediante la actualización de los pasados que nos remiten a la problematización de la historia. En esa dialéctica inevitable, los historiadores viajan del presente al pasado, mientras los antropólogos confrontan el pasado desplazándose de presentes en presentes. Un intento que, en todo caso, es fundamento epistemológico del quehacer investigativo, que selecciona ciertos hechos históricos, los correlaciona y los convierte en ideas para insertarlos así en un sistema de pensamiento (Bachelard, 1975).

Ahora bien, las implicaciones políticas inherentes a toda producción intelectual que sirve al conocimiento, y éticas sobre el para qué del mismo, nos obligan a reflexionar sobre el aporte que la crítica posmoderna y constructivista hacen al trabajo y las luchas de los movimientos sociales con afirmaciones étnicas. Resulta preocupante, por ejemplo, que el sustento académico de la etnicidad como construcción privilegie, con las nociones de neoafricanidad, una concepción de la tradición como invención, que pone en entredicho la memoria histórica y, por consiguiente, la legitimidad cultural de los grupos que se reconocen "afrocolombianos" y que continúan luchando por su visibilización y por un espacio para su diferencia. En ese sentido, considero que el terreno en el que se producen estas críticas es comprometedor, si tenemos en cuenta el conflicto armado que se libra en gran parte de los territorios hoy reconocidos colectivamente a las comunidades negras (Sánchez, 2002). No se trata de desconocer, sin embargo, las connotaciones esencialistas que pueden tener las versiones unilineales, orgánicas y aislacionistas de la cultura y la identidad, que no dan cabida a su dimensión dinámica y que, por ende, desconocen e invisibilizan también las múltiples realidades asociadas a los afrodescendientes (Restrepo, 1997). Los estudios culturales afrocolombianos y afroamericanos apenas comienzan a superar estas tensiones y discusiones; más allá de nuestros paradigmas las etnicidades afrodescendientes se siguen construyendo a partir de un hecho histórico de confrontación y dominación que determina los matices y la continuidad del conflicto (Arocha, 1999 a). Empero, este conflicto refuerza en las comunidades afrodescendientes posibilidades de crear estrategias de reintegración étnica y de conservación de memorias que luego se hacen explícitas en diversos contextos y escenarios. "África", la negritud y los "afrocolombianos" no son, en ningún sentido, categorías construidas plenamente en medio de la modernidad y la globalización, ni están sencillamente relacionadas con la historia de los pueblos afrodescendientes. La percepción de esas realidades no sólo supone un discurso para procurarse reconocimiento y diferencia en el campo de la política y la cultura; también dinamiza y prosigue con una estrategia creadora que asimiló las posibilidades de reivindicación étnica en el sincretismo religioso, en la organización social tras la condición esclavizada y en el mestizaje mimético donde yacen ocultas algunas raíces e influencias negras bajo el fenotipo del indígena y el mestizo. En pocas palabras, estas etnicidades se constituyen desde el reacomodamiento continuo y audaz, desde la astucia para esconder y asimilar, y desde el coraje y las habilidades para resistir las diferentes dominaciones que datan de la esclavización y que aún propugnan su papel marginal en la historia. Todo ello demuestra que el cambio contemporáneo de las trayectorias identitarias surge de la interacción continua entre rutas y raíces (Clifford, citado en Arocha, 2002).

Mi interés en este ensayo es ubicar, desde una perspectiva diacrónica, ciertos escenarios y situaciones en los que la identidad parece diluirse y redefinirse en el contexto bogotano. La vida urbana evidencia, por un lado, las transformaciones identitarias de los grupos negros que participan del encuentro y del restablecimiento étnico y regional que aquí se genera, mediante la asimilación, la resignificación y las redes de solidaridad que generan nuevos significados de paisanaje2. Por otro, asegura relaciones complejas y conflictos entre grupos diferentes, dada la multiculturalidad característica de las metrópolis. En tales contextos nos es posible identificar a un segmento de población que se autodefine negra, paisana o afro de acuerdo con las características de la interacción múltiple. Sin embargo, la dinámica de las categorías étnicas no será tan importante como las prácticas cotidianas y los discursos que se construyen alrededor de ellas. Este segmento de población lo conforman los vendedores ambulantes de fruta que se relacionan y modifican el panorama urbano, al tiempo que padecen la exclusión socioeconómica de la economía informal y el desarraigo étnicoterritorial de los migrantes afrodescendientes.

Mediante la noción de estrategia pretendo conocer y reflexionar sobre la realidad de hombres y mujeres afrocolombianos que a diario empujan sus carretas, pelan mangos, preparan cocadillas y sirven salpicón para subsistir entre la incertidumbre y la esperanza de una vida precaria en la capital. En su acepción más profunda, la estrategia invita a rastrear, desde algunas fuentes históricas, ciertas particularidades de la memoria afrodescendiente fundada en el origen africano, así como su ruptura y reintegración étnica a partir del transplante violento y la experiencia de la esclavitud en América (de Friedemann y Arocha, 1986). Dentro de esta memoria, la estrategia constituye la asimilación y las prácticas de una cultura esclavizada que desde su posición en las sociedades coloniales respondió a la sujeción con algunas visiones, actitudes e idearios propios alrededor de la libertad.

La primera parte de este artículo es un recorrido histórico por el pasado colonial y republicano, del que he seleccionado algunas fuentes secundarias relacionadas con la segregación laboral de los afrodescendientes, sus ocupaciones y las alternativas económicas que les permitieron iniciar la lenta y constante dinámica etnogenética orientada siempre hacia la lucha por la libertad. En particular, me referiré a las visiones y actitudes de quienes se desempeñaron como comerciantes menores, para señalar luego la relación entre el comercio y la venta ambulante y la búsqueda de la supervivencia y la autonomía. Este análisis histórico permite contextualizar lo étnico en las visiones e idearios actuales de los afrodescendientes alrededor del comercio y la venta ambulante, en relación con otras tendencias económicas.

La segunda parte retoma la noción de estrategia desde las narrativas de los protagonistas, quienes hablarán de sus trayectorias, sus experiencias rurales y urbanas, sus adaptaciones y de los discursos de identidad alrededor del trabajo de la fruta. A este respecto, la estrategia significa informalidad laboral como alternativa frente a las relaciones estructurales de subordinación socioeconómica. Posteriormente, la noción de mensaje estético –narrativa imaginaria de "lo negro" y lo tropical alrededor del trabajo de la fruta– ayudará a entender cómo negocian los afrodescendientes con la gente blanca y mestiza su asimilación y adaptación a la sociedad hegemónica. Mediante este mensaje estético podremos aprehender el juego social de las apariencias y performancias de la identidad basadas en la estetización y el trabajo cultural. La perspectiva émic de esta investigación nos dará a conocer una pluralidad de narrativas coherentes con la historia y, al mismo tiempo, inmersas en la fluidez y mutabilidad que propone el contacto y el conflicto inter-étnico3.

La última parte trata la dinámica del comercio callejero en Bogotá, un problema interesante para analizar desde la lógica construccionista e interactivista en la cual la identidad aparece reestructurada dentro de conjuntos inter-étnicos4. Con la dinámica del comercio callejero en Bogotá se pretende resaltar la construcción, circulación y consumo de estereotipos culturales y la influencia que sobre ellos tienen las actuales concepciones estéticas y cosmopolitas de ciudad a partir de las normativas distritales que sancionan el espacio público y a los vendedores ambulantes5.

LA VENTA: UNA HISTORIA DE EXCLUSIÓN Y ESTRATEGIAS AUTOSUFICIENTES

LAS REGLAMENTACIONES SOBRE EL COMPORTAMIENTO SOCIAL Y LABORAL de los africanos y sus descendientes quedaron explícitas en los Códigos negros, disposiciones legales que conformaron un cuerpo de apoyo jurídico a la esclavización y que agenciaron la segregación laboral de los afrodescendientes mediante regulaciones tales como la de Santo Domingo, expedida el 12 de octubre de 1538. En ella, la corona española declaraba que:

[...] se prohíbe bajo las más severas penas, que ningún negro o pardo tercerón pueda ejercer arte ni profesión alguna que deban quedar reservadas para las personas blancas. También el acceso de negros y pardos hasta la quinta generación, a las ciencias. La gente de color ha de seguir la profesión de sus padres: la agricultura, la pesca, la minería o la venta al por menor de frutos de primera necesidad y el ejercicio de portadores o cargadores llamados borriqueros [...] (Quiroz, 1943; citado por de Friedemann, 1993: 59).

Los primeros africanos que desembarcaron en tierras de la Nueva Granada eran ladinos que habían sido esclavizados y aculturados en Europa, o que procedían de las etnias wolof, balanta, bran, zape y biáfara, entre otras (Maya, 1998; Arocha, 1999). A estos últimos se les conoció con el nombre de bozales y, una vez llegaron a Cartagena, los tratantes los vendían de a uno o de a dos para emplearlos luego en los servicios domésticos, como cargueros en transportes terrestres, en las haciendas y en la boga por los ríos Magdalena y Cauca, en cuyas canoas viajaban esclavizados a los mercados de Popayán con destino al litoral Pacífico (de Friedemann, 1993). Sobre los africanos y sus descendientes se sostuvo gran parte de la economía colonial y las actividades agrícolas y comerciales que se realizaban en las provincias de la Nueva Granada. Así, la minería, la ganadería, el comercio, la artesanía, el transporte fluvial y la extracción de perlas en el Caribe eran impensables sin el concurso de los negros (de Friedemann, 1993: 59).

En calidad de libres e incluso como esclavos urbanos fueron muchos los negros y mulatos que se dedicaron a la venta de fruta y la quincallería, constituyendo así una parte esencial de la economía de las ciudades (Bowser, 1977)6. Gracias a los procesos de manumisión, automanumisión y cimarronaje7, una buena parte de quienes laboraron en el mercado ambulante lo hicieron como libres y vecinos de los principales centros urbanos y, por ello, estas actividades significaron estrategias de trabajo independiente (Gutiérrez Azopardo, 2000). En la Santa Fé colonial fueron comunes los manumisos que trabajaron en las actividades de comercio callejero durante los días de mercado (Díaz, 1995: 295, 298). Así pues, la venta ambulante se convirtió en una de las especialidades desarrolladas por los afrodescendientes, pero principalmente por las mujeres, quienes recorrieron las calles de ciudades y poblados pregonando los productos cultivados en el campo y los dulces que ellas mismas elaboraban y que vendían luego en plazas de mercado y de puerta en puerta (Bowser, 1977; Gutiérrez Azopardo, 2000).

Para el Perú colonial, Frederick Bowser anota también que: "[...] las autoridades en Lima objetaban el empleo de los negros en tales actividades, pues desconfiaban de las operaciones más o menos independientes de un creciente número de negros que obtenían mercaderías y las vendían donde fuera posible [...]" (Bowser, 1977: 150). Bowser y Gutiérrez Azopardo coinciden en afirmar que la reticencia de las autoridades coloniales hacia el trabajo de los negros en la venta ambulante tuvo que ver con el caos y las características subversivas de la misma, pues se temía que esas operaciones fueran la fachada para disfrazar el robo y la prostitución (Bowser, 1977; Gutiérrez Azopardo, 2000). De cuando en cuando se acusaba a los negros vendedores de alimentos de recurrir a prácticas comerciales astutas y antihigiénicas (Bowser, 1977: 151)8. Vemos cómo el desempeño en el comercio local y la venta ambulante fueron actividades que ocuparon mano de obra libre o con relativa independencia en relación con el servicio doméstico, la minería y demás labores que hicieron los negros durante el periodo colonial.

Desde finales del siglo dieciséis los alzamientos sucesivos de los africanos cimarrones desembocaron en palenques o pueblos empalizados como fortalezas en lugares recónditos, inaccesibles y alejados de las principales ciudades coloniales. De esa resistencia surgió, a comienzos del siglo diecisiete, el palenque de San Basilio9 que, como otros palenques, se mantuvo con el pillaje que realizaban las bandas de forajidos salteadores de caminos. Ante la imposibilidad de vencerlas, las autoridades españolas se vieron obligadas a firmar un pacto de no-agresión que duró dieciséis años (Pérez, 2002: 10). Este pacto permitió que la sociedad palenquera pudiera consolidar, con el paso del tiempo, un modelo propio de organización social, política, religiosa y económica, que se gestó desde el cimarronaje y la resistencia (Pérez, 2002). Las estrategias económicas que aseguraron la autonomía a esa sociedad consistieron en una división del trabajo en la que el hombre ejerce la función de cultivador, mientras la mujer comercializa por fuera del poblado, mediante la venta ambulante, los productos cosechados. La venta ha sido una labor cotidiana que provee a las familias de ingresos; de ella puede resaltarse su aprendizaje, que tiene que ver con el rol destacado de la mujer como abastecedora del sustento material y de la tradición cultural de Palenque. La labor de ir por agua al arroyo es una actividad de socialización que entrena a la mujer para el trabajo de vendedora de frutas (Espinosa y de Friedemann, 1992; Pérez, 2002). En el arroyo las muchachas interactúan en una confidencia personal y aprenden juegos y movimientos corporales que se transformarán fuera del poblado en un estilo gestual defensivo-ofensivo cuando en el ambiente de la venta tengan que reaccionar frente a los comentarios y las actitudes racistas que sufren las mujeres palenqueras en plazas de mercado y calles de poblados y ciudades (Espinosa y de Friedemann, 1992: 106).

Por otro lado, durante la segunda mitad del siglo dieciocho la región pacífica de la Nueva Granada fue escenario de una serie de fenómenos y circunstancias que aceleraron la crisis del sistema esclavista, entre ellos los procesos de liberación y territorialización que tuvieron lugar con la manumisión de esclavizados y las fugas que se fraguaban en el seno de las cuadrillas, para escapar de los reales de minas con rumbo al "monte bravo" o territorio inexplorado (Almario, 2002; Jiménez, 2002). En un informe al rey en 1801, Carlos de Ciaurriz escribió sobre el Chocó:

[...] La situación de lo interior de estas montañas no tiene otro recurso que el de las vegas que hay distantes unas de otras en la longitud de los ríos; en ellas residen precisamente dispersos los mulatos, zambos y negros libres de dichos partidos para cultivar y subsistir [...] y haciendo comercio, proporcionando a sus cosechas con los mineros y los pueblos y con las gentes de otros ríos [...] (citado en Ortega 1954: 276).

Al margen de la sociedad colonial se encontraban tanto las cuadrillas de prófugos cimarrones como los negros y mulatos libres que superaron la condición de esclavizados por otros medios. El sistema económico en Nóvita y Citará no demandaba mucha mano de obra libre, así que algunos tuvieron que cultivar sus cosechas y venderlas en pueblos y campamentos mineros. Pese a ello, estos vínculos comerciales significaron un grado de integración precario a la economía de la época. El historiador Orián Jiménez alude al Ombligo de San Pablo, un emplazamiento de acopio comercial que constituyó el cordón umbilical entre Nóvita, Citará y Baudó10. A San Pablo arribaban los productos agrícolas que salían de Citará con destino a las minas de Nóvita, así como el oro que salía de allí. Llegaban también cimarrones, indios y libres de todos los colores que vivían arrochelados, subsistiendo como comerciantes menores. Por tal razón, San Pablo era un foco de intercambios comerciales y un espacio propicio para llevar una vida clandestina, vagabunda y pendenciera; fue la frontera abierta hacia el zambaje, la libertad y el poblamiento de las tierras del Baudó (Jiménez, 2002: 130).

Al hacer referencia a estos hechos no hay voluntad de desconocer la heterogeneidad territorial, social y cultural de los afrodescendientes que llegaron a América (Mintz y Price, 1976; citado en Arocha, 1999), ni se trata de reducir las diferencias entre los grupos negros de acuerdo con la injerencia particular que tuvo el régimen colonial en cada región, sino que me he centrado en dos experiencias fundadoras e históricamente destacadas como son la esclavización, la imposición colonialista y las diversas estrategias de los afrodescendientes para asimilarlas y superarlas. En torno a la condición subalterna y al trabajo incesante puede hablarse de una cultura esclavizada11, que en el contexto sociohistórico del colonialismo comenzó a configurarse y a identificarse por sus modos de vida y sistemas de pensamiento comunes. Así, el ideal libertario que emanaba de la viveza rapaz del negro ladino, de la desidia del trabajador de mina y de la actitud agresiva del cimarrón se alimentó de las mismas condiciones materiales que le condenaban a una existencia subalterna. Como tantas otras estrategias, el comercio menor y la venta ambulante suponen, desde la precariedad, un sustento material sobre el cual comenzó a tomar forma el anhelo libertario. Aun con los estrechos márgenes que dejaba el sistema esclavista, el comercio minorista y la venta ambulante fueron actividades propicias para llevar una vida nómada. De otra parte, fueron trabajos cuya demanda estaba en zonas de convergencia y contextos urbanos, donde se realizaban entre la clandestinidad y la aceptación relativa, dada las facilidades de abastecimiento que proveía a las ciudades coloniales. Este tipo de actividades se ha caracterizado por una alta movilidad en la distribución, la venta y el abastecimiento. Del mismo modo, quien se hacía vendedor desarrollaba una serie de cualidades inherentes como la sagacidad, la astucia y el talento para establecer relaciones.

Sin embargo, no todo en la cultura esclavizada surgía de las circunstancias y actores exógenos que definieron las trayectorias en América. El sustrato ancestral del origen africano le proporcionó un sistema de símbolos, memorias, elementos icónicos y formas estéticas convertidos en la materia prima de la cultura esclavizada y de sus sistemas afroamericanos posteriores (Espinosa y de Friedemann, 1992: 101). Es el caso de Ananse, la deidad arácnida que simboliza la astucia y autosuficiencia para los pueblos afiliados a la familia Akán de África occidental. Ananse se encarnó en una araña cuya astucia, ingenio y sagacidad crecieron en América a medida que los cautivos se apoyaron en este héroe mitológico para resistir a la esclavización (Arocha, 2002: 93). Ananse es el personaje de la trampa, la argucia y la subversión; en torno a él los esclavizados difundieron innumerables historias que orientaron sus prácticas y discursos coherentes con el deseo de libertad y autosuficiencia. Ananse se convirtió en una fuerza vital para potenciar el espíritu de insumisión y rebeldía que rompió las cadenas mediante la manumisión, el cimarronaje armado y simbólico (Arocha, 1999)12.

Con la abolición de la esclavitud, los afrodescendientes salieron de su condición y comenzaron a moverse dentro de las pautas de mercado libre pero con la herencia del despojo y la marginalidad del colonialismo. En busca de la libertad socioeconómica se vieron obligados a desarrollar estrategias de trabajo periféricas dentro de la naciente economía de mercado capitalista y debieron enfrentar su consecuente exclusión. En el afropacífico existieron hasta hace poco algunos puntos de acopio y distribución de productos, basados en sistemas de intercambio e itinerancia en las actividades económicas. Las chontas consistían en galpones de madera donde pescadores y agricultores solían intercambiar sus productos, intercambio que significaba la seguridad alimentaria de los habitantes y, por supuesto, la autosuficiencia (Arocha, 1999a: 131). Sin embargo, la expoliación económica que produjeron las multinacionales de economía extractiva, y el conflicto armado, destruyeron esas redes polifónicas, trajeron consigo la incertidumbre y propiciaron el desplazamiento forzado a ciudades como Bogotá (Arocha, 1999a).

IDENTIDAD Y TRABAJO: TRAYECTORIA, DISCURSOS Y ADAPTACIONES

LA MOVILIDAD DESDE ZONAS RURALES DEL PACÍFICO Y EL LITORAL CARIBE hacia cabeceras municipales, capitales de departamento, ciudades del interior y otros países no sólo se relaciona con la violencia y las presiones políticas ejercidas en las zonas donde más se ha acentuado el conflicto armado; influyen también las condiciones sociales y ambientales de la región a causa de la presencia creciente de multinacionales de economía extractiva –que deterioran el entorno biofísico y obligan al destierro–, así como la falta de oportunidades en otros centros urbanos (Arocha, 1999a)13. Por último, un factor de tipo histórico-cultural es el deseo de recorrer y conocer otros lugares, lo que obedece a la necesidad de ejercer la libertad y la fluidez de la vida en oposición a un pasado de cautiverio cuyo recuerdo persiste inconscientemente y se reproduce en la estrechez económica, la exclusión y la reconditez (Vanín, 1999).

En esta sección se presentan algunos fragmentos de las historias de vida recopiladas durante el trabajo de campo. Tratan sobre las experiencias laborales y migratorias de los afrodescendientes como discursos de identidad alrededor del trabajo material. Peter Wade desarrolla esta noción de identidad a partir de la vida corporal y material, y en ella sitúa las formas de subsistencia; plantea la necesidad de superar la identidad entendida como un plano de representación discursiva en el que sólo operan las ideas y da importancia al trabajo material ya que "[...] toda actividad material implica una producción simbólica [...]" (Wade, 1999: 267). Del mismo modo, Néstor García Canclini (1982: 113) afirma que "[...] no puede haber separación entre economía y cultura ya que lo económico y lo simbólico se entremezclan y se diseminan en toda la vida comunitaria [...]".

En busca de la autosuficiencia

PEDRO RIVAS, PROCEDENTE DE CALI Y NACIDO EN SAN MIGUEL, CHOCÓ, es el mayor de los tres hermanos Rivas que residen en Bogotá. De su tierra natal recuerda muy poco, pues sus padres decidieron vender la mina a unos "paisas" que llegaron a explotar el oro de la región. Pedro era aún muy pequeño cuando su gente comenzó a vivir el daño irreparable de la modernización tecnológica en la minería artesanal y el fin de la producción familiar (Arocha, 1999). Con el dinero de la mina sus padres montaron una tienda de abarrotes y Pedro ayudó con los quehaceres del negocio hasta que le llegó el momento de "coger camino". Partió a Itsmina y allí se ganó la vida como estibador y carguero en el puerto. Posteriormente emigró hacia Urabá y trabajó en las bananeras, gracias a una hermana que laboraba en la región. Pedro escuchó el rumor de que en las bananeras se ganaba bien y que "era mucho el negro que trabajaba por allá", porque los dueños de las fincas preferían buenos jornaleros. Al igual que Pedro, para muchos migrantes la ubicación en diversas formas de trabajo que aluden al estereotipo de la fortaleza física se convierte en condición de inserción en el lugar que los acoge. Los auges en la producción de caña de azúcar de mediados del siglo veinte, la producción en las fincas bananeras y, más recientemente, el monocultivo de palma africana, son y han sido formas de trabajo caracterizadas por la mano de obra afrodescendiente (Urrea y Hurtado, 1999).

Por lo general, migración y trabajo van acompañadas del contacto inter-étnico, en el cual los afrocolombianos ocupan los escalones más bajos de la jerarquía étnica-regional14. Este tipo de confrontación tiene lugar en los escenarios de tensión y encuentro que ofrecen centros urbanos, pueblos de frontera y cabeceras municipales. En este contacto inter- étnico los afrodescendientes se han caracterizado por encontrarse subordinados socioeconómica y culturalmente frente a mestizos y blancos (Wade, 1997). Tal es el caso de Pedro Adán Rivas durante sus estancias en Urabá y Medellín, donde tuvo que desempeñarse como obrero agrícola en las fincas bananeras y, posteriormente, en la construcción, esperando siempre la oferta de los contratistas, que por lo general pagaban muy poco por una jornada en la que recibía órdenes a cada instante. Aunque el trabajo en la rusa significaba sumisión y dependencia, Pedro asegura que el ritmo de vida de Medellín le ayudó a ser más recursivo y a trabajar en lo que fuera. Haber salido de su tierra y conocer una gran ciudad le dio una visión más amplia de mundo, y desde ese entonces decidió trabajar independientemente, sobre todo en lo relacionado con el comercio.

[...] yo me cansé de esperar a que me saliera algo en la rusa y me puse a vender ropa con un paisano. Ahí con un plantecito nos fuimos surtiendo pero luego yo pegué pa' Cali. Uno se da de cuenta de cómo es que trabaja el paisa y uno, como es berraco pa' el trabajo, pues aprende. Es que nosotros los chocoanos somos muy inteligentes y trabajadores. El que no es policía es abogado o maestro. Los costeños [...] esos sí son perezosos. Los negros de Buenaventura también quieren pasarse la vida de chévere. El bogotano también es muy perezoso. Ese no sabía ni trabajar esta fruta hasta que nosotros les enseñamos [...] (Pedro Adán Rivas, 26 de octubre de 2001).

Después de vivir tres años en Medellín trabajando alternativamente en construcción y venta ambulante, Pedro Rivas emigró a Cali, donde aprendió el negocio de la fruta. Su experiencia en Medellín y la asimilación de la ciudad no significaron una adaptación total del mundo blanco como condición para acceder a un nivel de vida mejor. Antes que blanqueamiento15, lo que Pedro experimentó fue una transformación de sí mismo sin perder su identidad como chocoano. En esta lógica de construcción interna explora referentes externos que tienen que ver con la mentalidad pujante y trabajadora de los paisas y asimila el discurso predominante alrededor de la identidad regional antioqueña. Luego reelabora uno propio en el que exalta la chocoanidad en relación con otros grupos regionales. Observemos cómo este etnocentrismo no versa sobre el dominio y la sujeción de los otros, sino sobre la liberación y tenacidad propias. En estas circunstancias, el rol identitario se define por la influencia externa y, al mismo tiempo, activa reglas y valores propios (Cunin, 2000; citado en Losonczy, 2002: 232). La narrativa de Rivas nos ayuda a comprender mejor la configuración horizontal, abierta y transfronteriza en la cultura como uno de los rasgos que mejor tipifican la lógica de las relaciones inter-étnicas (Losonczy, 2002: 235). Aunque la educación como maestros y policías puede considerarse un referente de discriminación y sectorización de los afrocolombianos (Castro, 1992; Mosquera, 2000), Pedro dignifica esas profesiones en un intento por proyectar una identidad diferente del chocoano sobre la impuesta por los mestizos y otros grupos negros, que lo caracterizan como vago y perezoso (Wade, 1997).

[...] si vamos a comparar entre trabajar en construcción y vender fruta [...] a mí la construcción no me gusta como mucho porque yo sí no sirvo pa' trabajarle a otro. O sea, a mí me duele trabajarle a otro. En la construcción no pagan sino diez mil pesos [...] me duele trabajarle a otro por diez mil pesos y más sabiendo que es todo un día [...] (Ricardo Mosquera, 14 de septiembre de 2001).

Ricardo Mosquera, quien actualmente vende fruta en la calle 11 con carrera 16, y en la ciclovía, es un chocoano que antes de llegar a Bogotá y aprender el negocio de la fruta se dedicó al comercio de ropa, juguetes y electrodomésticos. Durante sus recorridos y estancias en Quibdó, Medellín, Cali, Guapi, Tumaco, Barbacoas y Satinga, Ricardo tuvo que exhibir su variada mercancía en ferias o tocando de puerta en puerta. De él también podría decirse que recrea en forma perfecta la figura intercultural del viajero comerciante para quien sus experiencias de trabajo han significado movilidad, autosuficiencia e independencia.

De otra parte, la etnización de ciertas actividades económicas también ha establecido una división sexual del trabajo en las ciudades para los y las migrantes afrodescendientes. La actividad del hombre es la construcción y la vigilancia. La de la mujer es el servicio doméstico o el trabajo en restaurantes (Wade, 1997). La dinámica de trabajo en Bogotá comprende una movilidad entre este tipo de labores, de acuerdo con la rentabilidad o las condiciones de trabajo. Podemos comparar esa movilidad con las formas de intercalar entre la pesca, la agricultura y la minería, que constituyen el ciclo productivo que ha caracterizado la vida económica de los afrodescendientes en las zonas rurales de Chocó y del Pacífico sur (Arocha, 1999). Alrededor del fenómeno de movilidad urbana circulan también las visiones y discursos de los migrantes afrodescendientes sobre sus experiencias de trabajo. Algunos y algunas suelen pasar de la construcción o el servicio doméstico a la venta callejera, y viceversa. La razón de ese cambio la atribuyen a la sujeción o a la ausencia de demanda de obreros, para el caso de la rusa. En contraste, es probable que algunos hombres y mujeres hallen en la venta ambulante cierta independencia y más rentabilidad. Así mismo, salir de las ventas callejeras significa salir del peligro que representa la calle y obtener mayor seguridad laboral. El desempleo es uno de los argumentos en el discurso de denuncia que esgrimen los vendedores callejeros frente a las prohibiciones establecidas por las autoridades distritales y la feroz persecución de la policía. Sobre este asunto volveré más adelante.

Sueños y realidades

HAROLD MURILLO LLEGÓ A BOGOTÁ HACE ONCE AÑOS; VENÍA DE CALI con la idea de tocar puertas en la industria discográfica para cumplir con su sueño de ser cantante de rap. Como Harold, muchos jóvenes de origen urbano demuestran cierta aversión al trabajo en la venta callejera de fruta, porque para ellos significa descender socialmente. Con frecuencia escuché este tipo de juicio entre gente nativa de Buenaventura, Tumaco o Cali, puesto que muchos de ellos migran con unas visiones y proyecciones diferentes a las de los pobladores rurales que como Pedro Rivas y Ricardo Mosquera se han acostumbrando a una mayor movilidad en torno a diversas posibilidades de trabajo. En contraste, la incertidumbre social y económica que experimenta el migrante joven de tipo urbano suele buscar resolución en la partida al extranjero, generalmente a Estados Unidos, Panamá o Venezuela. La idea de migrar a las metrópolis de esos países tiene que ver con las imágenes de bienestar e idealización del estilo de vida de la gente afro que reside allá. Los jóvenes afrocolombianos de los centros urbanos conciben sus idearios mediante los símbolos negros presentes en el deporte o la música rap y reggae (Wade, 1999; De Carvalho, 2002).

[...] uno se desacredita mucho vendiendo en la calle [...] pa' mi vender esta fruta es una necesidad vergonzosa porque uno cae muy bajo y aunque uno trabaja honradamente, la policía y algunas gentes tratan de humillarlo mucho a uno [...] de todas maneras uno hace este trabajo porque es que no hay de otra. Porque toca sobrevivir y el desempleo es muy grande [...] la frutica sí se vende, lo que pasa es que la policía no deja. La calle es muy insegura y a uno le roban su plante [...] esas son las injusticias del alcalde con nosotros [...] (Harold Murillo, 2 de diciembre de 2001).

La informalidad laboral y el rebusque callejero, en particular, entrañan un fenómeno económico del mundo subdesarrollado muy ligado a las migraciones internas de los países periféricos y a la concentración de capital y trabajo en los centros metropolitanos (Valladares y Prates, 1997). Desde la perspectiva socioeconómica, las ventas callejeras –segmento más visible de las economías informales– reflejan la vida precaria y marginal de quienes han sido excluidos de la economía formal de mercado, en su mayoría grupos diversos de inmigrantes, económicamente subordinados, que constituyen mano de obra poco calificada sirviendo a la ciudad.

Sin pretender obviar esta realidad, nos interesa comprender la subjetividad de hombres y mujeres que como Pedro Rivas hablan desde sus propios trayectos y sus transformaciones. Al percibir la venta ambulante como una respuesta económica frente a la incertidumbre y la subordinación socio-racial, encontramos que el tejido de afrocolombianos vendedores en Bogotá desarrolla una capacidad admirable para acceder a alternativas de vida. Movilidad y trabajo se sustentan en las enormes redes de familiares que reconstruyen la existencia y ayudan a dominar la adversidad (de Friedemann y Arocha , 1986: 331). Así mismo, la interacción constante entre rutas y raíces se ve reflejada en narrativas que dan cuenta de la historia laboral y la vida en la ciudad en medio de situaciones conflictivas de contacto interétnico y juego de representaciones. En este caso, la segregación y subordinación laboral que los afrodescendientes heredaron del colonialismo reactiva respuestas históricas propias de la cultura esclavizada que hoy vive de nuevo en los destinos y quehaceres cotidianos de gente que va tras la promesa de la ciudad. Desde los migrantes provenientes de pueblos remotos de agricultores y pescadores hasta los jóvenes nacidos en los suburbios encontramos que, en mayor o menor grado, todos son presa de las cadenas de la marginalidad socioétnica que sigue esclavizando a los afrodescendientes. Ante esto, sus visiones e idearios son narrativas implícitas y menos concientes del trasfondo histórico que evocan y, sin embargo, el discurso sigue siendo el mismo: la movilidad para superar el emplazamiento forzado16 y la independencia para acabar con la sujeción.

LA VENTA COMO MENSAJE ESTÉTICO: LA PRODUCCIÓN DE LO EXÓTICO Y LA INCLUSIÓN

LA VENTA DE CHONTADURO, BOROJÓ Y FRUTAS TROPICALES PREPARADAS por parte de afrodescendientes es una actividad relativamente nueva en Bogotá, pero muy conocida en las regiones y ciudades con climas cálidos. La venta como trabajo material posee también ciertos matices exóticos que emergen de los olores, colores, sabores y texturas convertidos en formas estéticas "negras", asociadas al trópico y lo tropical. Un ejemplo de ello es la figura de la mujer negra anunciando las frutas de la enorme palangana que lleva sobre su cabeza. Esta representación pintoresca por su colorido y rusticidad actúa como un imán muy atractivo para la industria turística, y los vendedores afro la asimilan también con el objeto de encajar en algún tipo de trabajo que les asegure su subsistencia. A este respecto, escuchemos el testimonio de Ricardo Mosquera:

[...] yo comencé acá en Bogotá [...] la frutica lista pa' consumir es un invento de uno pa' rebuscársela, porque yo por lo menos nunca tuve que ponerme en estos oficios. Entonces uno trabaja la fruta donde la gente no la conoce: eso es como algo turístico. Uno aprende porque ve por la televisión a las mujeres de Cartagena con su ponchera en la cabeza [...] (Ricardo Mosquera, 16 de abril de 2001).

De acuerdo con Ricardo, estas imágenes no son inherentes a "lo negro", son representaciones colectivas, creencias profundas y sedimento de tradiciones convertidas en universos simbólicos que circulan a través de redes de comunicación y consumo. En el ámbito del imaginario, lo simbólico evoca un significado que no está presente. Encontramos que esa evocación se mueve entre contextos espacio-temporales de producción y consumo de las formas simbólicas. En particular, las regiones calientes de las costas y las frías del interior en donde el mensaje de "lo negro" y lo tropical actúa en el marco de la dinámica de contacto entre las identidades afro y no-afro. Una dinámica signada por las oposiciones entre la montaña y el trópico, el interior y el litoral, lo blanco/mestizo y "lo negro". Esto sucede porque en el imaginario del habitante del interior existe la creencia de que el litoral Caribe y la costa pacífica son regiones "negras" en oposición a la región andina, que imagina "blanca" (Wade, 1997: 129).

[...] lo que es la fruta, al negro le compran más porque eso es como de tradición ¿sí? O sea, lo negro es como lo tropical y lo tropical suena como de fruta. Entonces, los primeros que inventaron vender fruta aquí en la calle fueron los negros y de los negros es que se unieron los mestizos o la gente blanca, ¿sí? Entonces esa es una tradición de que la gente [...] claro, si tú te pones a ver hay una carreta de fruta al frente que es de un blanco y hay otra de un negro, lógico que la del negro va vender más toda la vida, sólo porque es negro, ¿me entiendes? [...] (Luz Mila Caicedo, 13 de diciembre de 2001).

En efecto, muchos vendedores negros explotan ciertos referentes de identidad para procurarse el sustento, aunque la gran mayoría empezó a preparar y a vender frutas en Bogotá. Ellos aprenden a vender frutas y desarrollan discursos sobre su idoneidad, saberes y tradición étnica y regional en la preparación de la fruta porque es parte del juego estratégico de asimilarse y mostrarse a sí mismos frente al mundo no-afro. Así, la construcción de una estética popular afro es algo dual, negociada y acordada por afros y mestizos en una dinámica inter-étnica, en tanto supone un referente de identidad que la sociedad dominante quiere mostrar del Otro porque lo vuelve exótico. Por otro lado, esa narrativa exótica refleja el talento relacional del vendedor, quien la introduce en su imaginería de rebusque callejero, ante la necesidad de sobrevivir.

Nos encontramos con una cara más de la estrategia, que consiste, esta vez, en el aprovechamiento de un repertorio externo de bienes simbólicos que permite a los diferentes grupos migrantes generar prácticas y discursos de identidad a partir de resignificaciones que apuntan hacia estéticas muy concretas del trabajo cultural (Wade, 1999)17. Esta astucia y capacidad de negociación sorprendentes son, desde la africanía, nuevas evidencias de la orientación cultural dejada por los ancestros esclavizados en las historias de Ananse. Las historias que narran abuelos y abuelas revelan que "el astuto Ananse guarda un as bajo la manga" (Arocha, 2002: 102). Otra versión diría que estamos frente a la mutabilidad y las construcciones transfronterizas propias del mestizaje (Losonczy, 2002). Desde una u otra mirada se llega a un interesante fenómeno social de sectorización y segregación laboral que corresponde con los poderosos estereotipos sobre "lo negro", difundidos por la ideología racial hegemónica de la sociedad colombiana (Wade, 1997).

DINÁMICA DEL COMERCIO CALLEJERO EN BOGOTÁ: EXCLUSIÓN EN LO COTIDIANO

BOGOTÁ HA SIDO PARA TODOS LOS INMIGRANTES LA CIUDAD DE LA DIVERSIDAD y la que brinda más oportunidades laborales y educativas (Mosquera, 1998; Arocha et al., 2002). Para el común de la gente que trabaja en ventas callejeras, Bogotá es la "ciudad del rebusque", porque es la mejor plaza para ganarse la vida. No obstante, en los discursos de los grupos afrodescendientes que residen en ella emerge en repetidas ocasiones la imagen de la ciudad fría, odiosa y racista. Para la gente negra que trabaja vendiendo en la calle, las experiencias de adaptación y discriminación socio-racial están reforzadas frecuentemente por la persecución laboral, un conflicto derivado de la prohibición de las ventas callejeras en el espacio público de Bogotá. Los afrodescendientes y otros grupos sociales que viven del comercio informal deben hacerlo en la ilegalidad, porque de acuerdo con la normativa distrital la venta callejera es uno de los principales factores contaminantes del espacio, se ubica dentro de las economías informales y subterráneas que evaden impuestos, carecen de licencias de funcionamiento y propician la delincuencia y otras actividades ilegales (Alcaldía mayor de Bogotá, 2000).

[...] las razones o al menos la excusa que ellos sacan, ¿no?, es la de limpiar el espacio público, ¿sí?, que no haya mucho reguero en la ciudad, organizar la ciudad, tener limpia la ciudad, no tener obstáculos en el camino. Esa es la excusa, porque aunque sí haya mucho reguero, pues [...] todos somos peatones, todos vivimos en la ciudad y todos necesitamos trabajar. Ellos pensarán que la comodidad o el espacio público es más importante que´l empleo de la gente, de la gente que llegamos a esta ciudad y no tenemos otra chance [...] (Luz Mila Caicedo, 13 de diciembre de 2001).

En la zona central de Bogotá, en las localidades Santafé y Los Mártires, en algunas zonas del centro internacional, a lo largo y en los alrededores de la calle 26 ubiqué varias concentraciones de familias afrochocoanas, caribeñas y gente del Pacífico sur que se dedican a vender mango picado, salpicón, piña en rodajas, coco, cocadas y chontaduro en pepa o en jugos mezclados con borojó. Estos vendedores tienen sus carretas y comparten la calle con otros ambulantes no-afros. Los corredores de las calles 19, 13 y 11 –en las proximidades de las estaciones de buses Transmilenio de la avenida Caracas– son lugares codiciados por los vendedores callejeros dada la afluencia de gente. Hasta hace poco existían concentraciones en las que se encontraban paisanos y parientes de las familias Rivas y Mosquera del Chocó, y de la familia Valentierra de Tumaco. Algo similar sucedía con la familia Arrieta, que era bastante conocida entre afrocaribeños procedentes de Cartagena, María la Baja y San Onofre, en el departamento de Bolívar. Este grupo había territorializado la zona de la calle 26 con carrera 30, próxima al Departamento Administrativo de Catastro Distrital y a la Universidad Nacional de Colombia. Así, para estas familias el paisanaje se redefine con nuevos lazos de solidaridad y pertenencia que relacionan a la gente proveniente de diversas zonas del Pacífico y del litoral Caribe. Además del aprendizaje del trabajo mismo, estas redes de paisanos amortiguan también la ilegalidad dentro de la que se desarrolla la venta, al tiempo que permiten el reconocimiento y acceso a los mencionados espacios de venta y a las rutas de comercio ambulante por la calle 6 entre la avenida Caracas y la carrera 30. Corabastos es su principal centro de abastecimiento y los guardaderos18 son los garajes donde dejan su mercancía y sus carretas.

Durante la venta, la persecución constante del camión de la policía genera un ambiente de tensión entre todos los vendedores ambulantes, pero especialmente entre los que trabajan con carretas y tienen más dificultades para escapar. Con frecuencia, los transeúntes son testigos de persecuciones feroces y despiadadas a los vendedores ambulantes. Cuando alguno de ellos no logra huir de las emboscadas pierde su mercancía; si opone resistencia, la policía puede propinarle fuertes golpizas, insultarlo y encarcelarlo. La gente negra es víctima de todas estas humillaciones, que pesan más porque van acompañadas de las frases y designaciones racistas que alimentan en ellos el sentimiento de rechazo hacia la ciudad. Las agresiones frecuentes de los policías a los vendedores afro se inscriben también dentro del lugar destacado que ocupan las fuerzas del orden como actores de discriminación (Arocha et al., 2002).

[...] como los policías creen que todos los niches somos familia, creen que uno conoce a esos ñeros de Buenaventura que se la pasan por ahí atracando y por eso es que a uno de niche se la montan más que a los vendedores de la otra raza. Como dice la canción: "Blanco corriendo es atleta, niche corriendo es ladrón" [...] (Harold Murillo, 20 de septiembre de 2001).

Los apartes de las entrevistas que presento en esta sección se refieren a las percepciones que tienen los vendedores y, en particular, la gente negra, acerca de la prohibición del comercio callejero y la exclusión que deviene de esta. Con ellas intento sopesar hasta qué punto –desde la subjetividad de los entrevistados– existen argumentos mediante los que puede sugerirse la presencia de prejuicios socio-raciales y otras prácticas discriminatorias reforzadas en un contexto de exclusión y marginalidad laboral cotidiana. Esta hipótesis es importante en la experiencia de las relaciones entre los vendedores negros y la policía, y con transeúntes, clientes, compradores y otros vendedores. Relaciones complejas que se establecen desde la persecución y desde todos los intercambios simbólicos y materiales alrededor de la venta. En este sentido, la denuncia hecha por Harold Murillo sobre la discriminación de la policía revela que la asociación, imbricada e implícita, negro-vendedor-delincuente parece estar mediada por la idea infundida por las políticas de recuperación del espacio público, de que el vendedor callejero se lucra del espacio, no paga impuestos y coopera con la delincuencia.

[...] hay gentes que no valoran el trabajo, que le quieren poner precio a todo lo de uno, como si esta papaya o este mango no le costaran a uno. No falta el que viene a pedir rebaja, que estoy robándole, que eso está muy caro. Eso sí me emberraca a mí, que fuera de que la policía nos persigue la gente lo trate a uno de ladrón y lo mire por encima del hombro como si todos los negros fuéramos ladrones [...] (Orlando Arrieta, 23 de agosto de 2001).

Durante la entrevista, Orlando Arrieta se quejaba de la displicencia y aire de superioridad con que algunos transeúntes se acercan a comprarle. A menudo se observan conductas discriminatorias que responden a viejas ecuaciones estereotípicas hacia "lo negro". Estas creencias toman fuerza en el día a día de la venta callejera en Bogotá, y los compradores –con sus gestos, dichos, chistes, actitudes y frases repulsivas– comunican al vendedor que lo consideran antihigiénico, sucio, delincuente, servil e inferior19.

[...] hay hombres que creen que porque una es negra una es fácil, y como yo soy amable con todos, entonces esta amabilidad, creen que porque ellos me están dando mil pesos por ese chontaduro y me ven toda risueña, creen que tienen derecho de manosiarlo, de irrespetarlo a uno, a veces me toca portarme seria para exigir respeto. Es que con todo el mundo uno no se puede reír [...] (Edelsy Perea, 12 de octubre de 2001).

Las mujeres negras que venden chontaduro enfrentan una estereotipia reforzada por la imagen de la mujer como objeto sexual. Durante la venta, deben tolerar las miradas, chistes y gestos obscenos de algunos hombres a propósito de la creencia popular sobre los poderes afrodisíacos del chontaduro. Así pues, durante los momentos de venta puede haber situaciones en las que los hombres reflejan sus creencias acerca de las mujeres negras como fáciles, calientes y poco dignas de ser tomadas en serio. En este sentido, no es extraño que el servicio y la atención de la vendedora llegue a confundirse también con servilismo y disponibilidad sexual.

[...] eso sucede a cada rato [...] que no falta el idiota que venga con un chistesito flojo, ¿ya? O esa vaina de que ven a un negro y dizque mono. Eso es otra cosa que me saca a mí la piedra, porque es que uno, yo por lo menos, soy negro. Bien negro, eso se sabe; a leguas se nota. Yo no me voy a enojar si alguien me llama por mi color, pero eso de que ¿mono? No, no lo comparto. Mono es un mico, un chimpancé. Eso son monerías de ellos, ¿sí? Ellos andan en los árboles y nosotros somos personas. Con raza negra porque no puede haber una sola raza, por eso dejaron las razas, ¿ya? Es que nosotros no somos animales [...] (Sandro Mosquera, 20 de septiembre de 2001).

Este tipo de aseveraciones implica análisis conversacionales en los que el intercambio lingüístico involucra una red compleja de relaciones de poder entre locutor e interlocutor (Bourdieu y Warcquant, 1995)20. "Negro Maria Jesú"; "Mi sangre"; "Qui'hubo, niche"; "Adiós familia". El vendedor escucha estas expresiones a distancia y sabe que son con él. El estereotipo toma la forma de la dicharachería que no es, necesariamente, insulto. Son simples chistes o "bobadas", pero en ellas se hace más sutil la estigmatización e inferiorización. Por eso, los chistes y la imitación de acentos revelan un mismo significado: tú quédate ahí donde estas, en el estado inferior, salvaje. Esa es la connotación de expresiones caricaturescas que buscan envolver, aprisionar y hacer del negro una víctima de la esencia que le ha sido impuesta (Fanon, 1968: 40). Así, la imitación de los acentos es otra manera de esterotipia en las relaciones entre mestizos y afrocolombianos. En Piel negra, máscaras blancas, Frantz Fanon nos ofrece un análisis detallado sobre el lenguaje. En un aparte del primer capítulo dice que "[...] aquel que se dirige a un hombre de color en media lengua y no reconoce en su comportamiento una tara o un defecto, es que no ha reflexionado jamás [...]" (Fanon, 1968: 40).

De otra parte, la tendencia marginalizadora de la prohibición de la venta callejera en Bogotá también estimula relaciones de cooperación, solidaridad y competencia entre vendedores mestizos, indígenas y negros que comparten posiciones subalternas en la estructura socioeconómica. Ello crea formas de convivencia y cooperación laboral mutua que no están exentas de ciertas jerarquías étnicas, debido a que entre las clases populares surge también el deseo de arraigarse al racismo como una forma de pertenecer a algún tipo de elite (Fanon, 1968). En palabras de Frantz Fanon (1968: 104) esto se conoce como "[...] el esnobismo del pobre [...]".

Mediante las políticas de recuperación del espacio público las autoridades distritales pretenden implantar el sueño de un orden impuesto por el "deber ser" de la sociedad y la ciudad moderna, en oposición a la ruralización, el desorden y el caos que introducen las ventas ambulantes. Más allá del conflicto socioeconómico encontramos que el espíritu de los proyectos de urbanización está impregnado de un discurso hegemónico y excluyente que propugna hacer de lo urbano y del interior del país el centro del poder y la civilización. En su libro Gente negra, nación mestiza, Peter Wade (1997: 216) afirma que "[...] La búsqueda del progreso en la ideología nacional está impregnada con la imagen de ser blanco o al menos, no ser negro o indígena. El progreso también está saturado de imágenes del interior del país y de su urbanismo [...]".

No pretendo con esta reflexión pasar por alto aspectos como la competencia laboral, la marginalidad urbana, la lucha de clases y otro tipo de análisis inherentes a la realidad de la informalidad laboral y de los vendedores ambulantes. Los matices del conflicto que planteo tienen que ver con el significado de lo urbano como poder estético en las representaciones interregionales que asocian a los litorales con el calor, la miseria, lo primitivo y "lo negro", en oposición a la pretendida blancura y civilidad del interior andino. Esta dicotomía racial-regional fue avalada, de una u otra forma, por los proyectos de nación que se gestaron en la génesis del periodo republicano y aún en los albores del siglo veinte (Múnera, 1998). No es demostrable que dichas concepciones tengan algún anclaje más allá de las nociones de "sentido común" que se establecen en las relaciones interregionales y en su dimensión étnica y racial. Sin embargo, al abordar el comercio callejero en Bogotá desde la estrategia de subsistencia de grupos étnicos inmigrantes conviene llamar la atención sobre la manera en que la ideología y la normativa del espacio público alimentan prácticas complejas de exclusión y discriminación socio-racial. Con esto tampoco pretendo caer en una especie de etnopopulismo que desconozca las condiciones similares que enfrentan otros grupos sociales. Sustento esta aseveración con los testimonios de los vendedores que hablan sobre su trabajo e interpretando las políticas de recuperación del espacio público en Bogotá desde la ideología que se refiere a la venta callejera a partir de las connotaciones de "desorden", de "lo rural-primitivo" y "lo bárbaro". De estas y otras situaciones que suponen juegos de representación surgen reflexiones en torno al espacio urbano como escenario multiétnico en el que la ciudad reprime la diversidad existente con los lenguajes simbólicos de la exclusión. Estos lenguajes entrañan las concepciones de ciudad y su legitimidad en las políticas públicas.

La ciclovía: motivo y momento de inclusión

LA CICLOVÍA DE LOS DOMINGOS SE CONVIERTE EN UN ESPACIO PROPICIO para vender las frutas, porque el control de la fuerza pública se vuelve más flexible. Aunque la dinámica del comercio callejero en Bogotá entraña una persecución constante de los vendedores, esa persecución disminuye con sucesos o durante épocas que rompen con la cotidianidad y que tienen unas connotaciones lúdicas-recreativas para la ciudad. Es el caso de la ciclovía, un fenómeno dominical y festivo que minimiza el conflicto creado por la prohibición de vender en el espacio público. La ciclovía de la carrera 7 entre calles 11 y 24 es un espacio y un tiempo de socialización destinado al desarrollo de actividades recreativas en el espacio público y propicia patrones de contacto e interacción entre diversas clases y pertenencias contenidas en lo que usualmente se denomina cultura urbana o ciudadana (Chaparro, 2000: 1)21. Una diversidad que parece estar condicionada al carácter recreativo y lúdico que adquieren las relaciones sociales cuando el citadino de clase media utiliza la ciudad y el tiempo libre con fines recreativos, determinando con ello el uso que los vendedores callejeros hacen de la ciudad con fines ocupacionales.

Con la inclusión de la venta callejera en la ciclovía el elemento popular-rural-primitivo-étnico del rebusque, que para la ciudad significa desorden y marginalidad informal, adquiere unos matices pintorescos que le llevan a cumplir un papel turístico y folklórico. El ambiente del mercado popular tiene ritmos, sonidos, olores y colores propios que introducen una experiencia de comunicación diferente a la actividad comercial en la ciudad, que por lo general se hace en espacios cerrados (Barbero, 1981). Así, la inclusión eventual de las ventas no se opone por completo a la concepción del espacio público como un lugar y un momento de sociabilización y establecimiento de relaciones sociales. Alrededor de la venta callejera de fruta en Bogotá podemos percibir unas formas estéticas cuya presencia supone una dinámica de intercambio sociocultural en la que la gente negra y "lo negro" transforman la ciudad con una especie de estética inherente y muy popular. Ejemplo de ello es el anuncio publicitario Bogotá no tiene mar... pero tiene ciclovía, mediante el cual las últimas administraciones y el Instituto Distrital de Recreación y Deporte han invitado a la ciudadanía a participar del evento recreativo. Así, este ambiente de inclusiones, exclusiones, prohibiciones y accesos debe entenderse como una especie de dinámica de exclusión-inclusión de las ventas callejeras.

El evento de la ciclovía media también en la interacción comunicativa que establecen vendedores, compradores y transeúntes. Estas formas de relación van desde la mirada o consumo de la imagen hasta la charla que propicia el intercambio de saberes entre el vendedor y la percepción de los compradores. La mediación de lo lúdico se manifiesta en la dicharachería y jovialidad del vendedor para atender, así como en la disposición del comprador para mirar y preguntar. Por otro lado, los vendedores complementan la espectacularidad de la imagen con los pregones y el regateo constantes, cuya algarabía llena el espacio público de una sonoridad particular. En estos escenarios el vendedor afro se muestra dispuesto a interactuar con los compradores, y muchas veces sus narrativas pueden responder a un libreto farsesco, exagerado y lleno de mística y fascinación. Aun así, esa fantasía no deja de tener una dosis de realidad que da cuenta de las mencionadas trayectorias y experiencias vividas por los vendedores.

[...] es un aporte de mi gente de la costa pacífica y le da como [...] no sé, a pesar de que el alcalde nos persigue pero eso le da como [...] como una alegría. Una alegría a la calle, así sea a la ciclovía, así sea a la séptima o la décima [...] (Harold Murillo, 8 de abril de 2001).

La reflexión sobre todos estos fenómenos en la dinámica del comercio callejero nos lleva a pensar que la producción de lo exótico se convierte en el dispositivo de aceptación de lo afro. A este respecto, es importante el concepto de exofilia de José Jorge de Carvalho, el cual se refiere a la aceptación e inclusión del Otro en tanto productor de un universo simbólico y estético que se torna fascinante para occidente (De Carvalho, 2002: 7). A partir de sus estudios sobre comunicación, consumo e industrias culturales, De Carvalho observa la inclusión condicionada que existe hoy entre occidente y las culturas africanas y afroamericanas, una inclusión que sólo se concreta mediante ciertas manifestaciones musicales, religiosas y de tradición popular comercial, que rompen las barreras de sus contextos históricos y políticos y se reordenan en torno a un intercambio simbólico entre las metrópolis desarrolladas y los países periféricos. Fuera del plano de lo turístico y lo folklórico, las culturas africanas y afroamericanas siguen siendo víctimas de las condiciones precarias, la exclusión y la marginalidad (De Carvalho, 2002: 7). El mensaje estético afro ya no es algo ajeno que tipifica la vida y el devenir histórico-cultural de esas culturas. Occidente se ha apropiado de este mensaje estético y lo ha hecho suyo por derecho de uso (De Carvalho, 2002: 8). Los consumidores son capaces de atribuir una riqueza simbólica y estética a la cultura afromericana, pero no se sensibilizan con el estado de carencia y exclusión a que están sometidos los miembros de las comunidades afroamericanas que producen ese universo simbólico que les parece tan seductor (De Carvalho, 2002: 7). Así mismo, este fenómeno anidado entre la discriminación y el turismo nos lleva a situar el problema en escenarios más urbanos que, como Bogotá, vienen constituyéndose desde su estética física e industrias culturales en centros con un creciente atractivo nacional e internacional. En este sentido, la pregunta gira en torno a la forma en que participan y son discriminados los sectores populares de la ciudad, a cuyas huestes se suman los grupos étnicos y regionales en situación de inmigrantes.

CONCLUSIONES

ESTE ENSAYO HA INTENTADO SUPERAR LA POLÉMICA TEÓRICA QUE DOMINA el estudio antropológico de las poblaciones negras en Colombia, retomando elementos del presupuesto afrogenético y de las rutas, mixturas y adaptaciones. Para emprender un análisis histórico y etnográfico que permitiera comprender la venta y los vendedores ambulantes afrocolombianos en Bogotá fue necesario entender la estrategia histórica de la libertad, la económica de la subsistencia y la de las astucias y asimilaciones estéticas. Anne Marie Losonczy, sugiere que: "[...] las identidades afrocolombianas se construyen alrededor de una estrategia subyacente, sistemática y reordenadora de materiales exógenos y endógenos cuyo resultado son las identidades en crisol, con fronteras abiertas y móviles [...]" (Losonczy, 1999: 16). Queda la sensación de haber presentado una paradoja alrededor de la venta de fruta como actividad que potencia la autosuficiencia y la creatividad, y, al mismo tiempo, que es una economía precaria, subalterna, cargada de estereotipos exóticos y que apuntan hacia la inferioridad.

En lo eventual y en lo cotidiano los vendedores deben cargar, simultáneamente con sus imágenes y realidades. La venta de fruta es el umbral mismo entre la aceptación por la estética y la exclusión; puede ser pintoresca y exótica pero también precaria y marginal. Supone atracciones y repulsiones, clandestinidad y aceptación. La realidad de la venta es, como la describen los vendedores, "[...] un trabajo independiente que también esclaviza [...]". Pese a ello, debe resaltarse que nos encontramos de cara a una forma de entender y no comprender, de aceptar y excluir, así como de apropiarse, valorar y negar la identidad desde la estrategia presente; una resistencia sutil que se inscribe en los lenguajes de la apariencia. Al igual que en los ritos de la religión o en la inflexión peculiar de una cadencia musical, el comercio callejero también es otro espacio donde se oculta y vive la estrategia retrabajando las relaciones de poder. Habita en los discursos cotidianos y en las creatividades que siguen el juego a la lógica consumista, aunque padezcan su competencia excluyente. En este sentido, la resistencia puede verse también como el discurso de la creatividad frente al del poder.

Por último, llama la atención la dinámica de inclusión y exclusión del comercio callejero en Bogotá. Este escenario de conflicto social y económico parece agenciar una serie de prácticas discriminatorias y estereotipadas tanto en la persecución a la venta, como en los diferentes ámbitos en los que se dan relaciones de compra y regateo. La dinámica de inclusión-exclusión es un fenómeno dialéctico que propone la mutua relación entre la ciudad y los inmigrantes, al tiempo que alerta sobre el grado de aceptación y rechazo que pueden tener los otros, en este caso "lo negro", en los discursos de ciudad y de la sociedad dominante. En ese sentido, el hacer y padecer de nuestros protagonistas nos hace reflexionar en que, como afirma José Jorge de Carvalho (2002), "[...] existe una distancia entre la circulación de símbolos negros, y el destino contingente e incierto de los afrodescendientes [...]".


Notas

1. Algunos de estos críticos resaltan la importancia y predominio que tuvieron las investigaciones comprometidas con la  visibilización del aporte cultural de la población negra. Este tipo de trabajos privilegió el análisis de las sociedades cimarronas y rurales como fieles guardianes de su herencia cultural, resistentes y de memoria colectiva (Losonczy, 2002: 216).

2. De acuerdo con Santiago Arboleda, el paisanaje es una estrategia de pertenencia regional que, a medida que se inserta en contextos más metropolitanos, se flexibiliza hacia lo étnico, o lo que popularmente se conoce como "la raza". El autor afirma que "[...] paisanos somos todos los que llevamos el mismo paisaje por dentro [...]"(Arboleda, 2001).

3. Al referirme a lo inter-étnico planteo la confrontación entre los valores e ideas de una sociedad mayoritaria -blanca y mestiza-, con las de los grupos negros o afrocolombianos que en determinado momento pueden considerarse conjuntos con referentes étnicos minoritarios y, por ende, diferentes.

4 Lo inter-étnico se entiende en términos de la confrontación del complejo cultural hegemónico blanco/mestizo con grupos étnicos subalternos negros o afrocolombianos.

5. Esta y otras investigaciones se realizaron con el apoyo del proyecto "Rutas, senderos y memorias de los afrocolombianos residentes en Bogotá", liderado por el profesor Jaime Arocha.

6. Frederick Bowser hace referencia al papel del esclavo africano en el trabajo urbano de ciudades como Lima y Arequipa (Bowser, 1977).

7. Mediante las manumisiones los esclavizados obtenían la libertad por gracia del amo o por medio de un trabajo de largo aliento, laborando en días y horas de descanso y ahorrando para pagar su libertad (Díaz, 1995; Mosquera, 2001). El cimarronaje significó la huida de la opresión y el látigo del amo, abandonando el trabajo en las haciendas y conformando los palenques o pueblos cimarrones en lugares apartados e inhóspitos.

8. En 1574, la sección criminal de la real audiencia de Lima prohibió toda actividad mercantil a los africanos. Aun así, los afrodescendientes reanudaron sus estrategias debido a que no sólo garantizaban su subsistencia, sino que también satisfacían una necesidad real y creciente de la ciudad por el suministro de alimentos y otras mercaderías (Bowser, 1977: 152).

9. Este pueblo tuvo sus antecedentes en La Matuna, asentamiento construido y fortificado por esclavos cimarrones encabezados por el insurrecto Benkos Bioho (Maya, 1998: 50; Pérez, 2002: 11)

10. Las provincias de Nóvita, Citará y Baudó conformaron lo que hoy es el departamento de Chocó.

11. El subrayado es mío.

12. La gente del afropacífico suele realizar dos rituales sobre el ombligo del recién nacido. En el primero, la madre entierra la placenta y el cordón umbilical debajo de la semilla germinante de algún árbol que ella sembró antes de dar a luz. En el segundo, se cura la herida que deja el ombligo con polvo de cierto animal o vegetal, de acuerdo con las cualidades que formarán parte del carácter del niño o de la niña (Arocha, 1999: 17).

13. El desarrollo de las empresas pesqueras, de camaricultura y el cultivo de la palma africana en Chocó, Cauca y el Pacífico sur ha ocasionado rupturas en las formas tradicionales de producción y deterioro medioambiental, además de otras transformaciones socioculturales y presiones violentas que obligan a los habitantes a emigrar de sus regiones. La difusión del cultivo de palma africana a otras regiones del país atrae a oleadas de migrantes afrocolombianos, quienes llegan a trabajar en calidad de jornaleros (Escobar, 1996; Arocha, 1999).

14. De acuerdo con Wade, Colombia es un país muy regionalizado y, por tanto, las identidades étnicas tienen una dimensión regional (Wade, 1997: 88).

15. El blanqueamiento físico y cultural es una forma de asimilación y aceptación del mundo no-negro, que tiende a la negación y autodestrucción del ser afrocolombiano (Wade, 1997: 220).

16. La idea de emplazamiento forzado o inmovilidad a la cual se somete una persona o grupo por medio de la violencia fue acuñada por las organizaciones afrodescendientes de base para describir los efectos de confrontaciones armadas que les son ajenas (Arocha, 2002: 93).

17. La investigación "Rutas, senderos y memorias" prueba que este tipo de inserciones también se da en los restaurantes del centro de Bogotá que sirven comida "negra" del Pacífico. Allí rara vez sirven platos verdaderamente autóctonos, porque no son familiares para la gente del altiplano. Por eso, los niches han optado por deducir algunas fórmulas "suaves" de platos originales, para que los bogotanos se sientan ante platos "originales" pero no muy extravagantes. Arroz con coco no muy agrio y pescado raro de mar con patacón es un menú "negro" exótico apropiado al paladar andino (Godoy, 2002; Arocha, 2002).

18. Para muchos, el guardadero es el lugar de relación, comunicación y encuentro con la paisanada. Allí, los vendedores comparten un tinto o un trago de aguardiente mientras cocinan chontaduro, juegan dominó, comentan sus anécdotas durante la venta y circulan información sobre algún paisano al que le hayan decomisado su plante o mercancía. Existen pugnas y recelos por los robos de materiales y mercancía entre afros y con los mestizos que guardan en el mismo galpón. Sin embargo, en el guardadero se establecen nuevas sociedades, y brinda seguridad y apoyo a cada uno de sus usuarios antes y después de enfrentar la jornada diaria.

19. Aclaro que todas estas aseveraciones son producto de la dinámica interactiva, la cual implica una intersubjetividad entre quienes entramos en contacto unos con otros. En ese sentido, la objetividad me está totalmente vedada por ser un observador y un actor urbano más. Así pues, las opiniones de los protagonistas de este estudio y mis interpretaciones al respecto deben ser evaluadas desde esa intersubjetividad.

20. Los autores se refieren al tipo de relaciones colonialistas y poscolonialistas en las que el colonizador o ex colonizador -por una estrategia de condescendencia- abdica temporalmente a su posición dominante con miras a colocarse en el nivel del interlocutor. Por este ocultamiento ficticio de las relaciones de poder, el dominante sigue sacando provecho de su relación de dominación, que continúa existiendo al negarla (Bourdieu y Wacquant, 1995: 103).

21. La diversidad o "cultura urbana" no es algo real, sino que imagina, celebra y subordina una heterogeneidad de realidades que no son compartidas y que están atravesadas por poderes acordes con las pertenencias de clase, de estrato socioeconómico y de filiación étnico-regional (Chaparro, 2000: 1).


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