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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.8 no.14 Medellín Jan./June 2011

 

Derechos fundamentales y justicia distributiva*

Basic Rights and Distributive Justice

 

Enrique Serrano Gómez**

* Este artículo presenta resultados parciales de investigación que se realiza en el grupo interuniversitario de investigación Teoría y Filosofía política, el cual recibe apoyo de la Universidad Autónoma Metropolitana de Iztapalapa, México.

** Doctor en Filosofía, Universidad de Konstanz, Alemania. Profesor, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México, esg@xanum.uam.mx.

Recibido: diciembre 4 de 2009. Aprobado: agosto 6 de 2010

 Resumen:

Este artículo aborda la compleja cuestión del estatus normativo de los derechos sociales. En particular, se analiza si estos derechos son propiamente derechos fundamentales o si, como sustentan los críticos, son derechos que simplemente expresan aspiraciones de la Resumen sociedad. Se deende en este artículo el carácter fundamental de los derechos sociales mediante una descripción que demuestra que existe entre los derechos fundamentales clásicos y los derechos sociales una continuidad, la cual hace posible armar que ambos conforman un sistema. Se señalará que la falta de eciencia de los derechos sociales (en México, pero también en gran parte de las sociedades Latinoamericanas) no se puede atribuir a una anomalía de estos últimos, sino que ello se debe a una trasgresión del orden lexicográco que dene al sistema de los derechos fundamentales.

Palabras clave: Derechos fundamentales, derechos sociales, justicia distributiva, estado constitucional.


Abstract

In this article the author argues about the difcult question concerning the normative status of social rights. Is analyzed if those rights are strictly speaking basic rights or if, as is argued for some critics, are merely aspirations of the society. The social rights fundamental character is defended on the basis of a description that demonstrates the existence of continuity between basic rights and social rights. Because of that, is sustained that is possible to show that both kind of rights constituted a system. It's pointed out that social rights lack of efciency (in Mexico, as well as in some important parts of Latin-Americans societies) cannot attribute to some anomaly. Instead, this is due to transgression of the serial or lexical order that dene the system of the basic rights.

Key words: Basic Rights, Social rights, Distributive Justice, constitutional state.


 

En su libro Introducción a la Ciencia Jurídica, Gustav Radbruch menciona el caso del ordenamiento jurídico mexicano como ejemplo de una de las primeras constituciones en las que se consagran los derechos sociales. En efecto, en el documento constitucional de 1917, emanado de la Revolución Mexicana, se plasman las demandas más importantes de los grupos que habían participado en la insurrección. Podemos mencionar el artículo 123, donde se consagra el derecho al trabajo, o bien el famoso artículo 27, en el cual se declara a la Nación como propietaria originaria de las tierras y de las aguas, lo cual, posteriormente, permitió sustentar legalmente una reforma agraria. Aunque estos derechos han tenido una importante repercusión en la vida social y política, no se puede decir que se han realizado las aspiraciones que en ellos se encuentran. Basta recordar que México es uno de los países en los que existe una mayor concentración de la riqueza y que más de un 40% de su población se encuentra en situación de pobreza.

De hecho, el caso mexicano parece sustentar la tesis de aquellos que niegan la posibilidad de caracterizar a los derechos sociales como parte de los derechos fundamentales. Según estos críticos los llamados derechos sociales simplemente expresan objetivos o aspiraciones de la sociedad, pero arman que no pueden ser considerados en sentido estricto como derechos, porque no pueden ser tutelados jurídicamente. Para sustentar esta tesis argumentan que mientras los derechos fundamentales clásicos o liberales establecen un límite al ejercicio del poder, para garantizar la libertad individual, los derechos sociales exigen una prestación del Estado, cuya realización trasciende la capacidad del sistema jurídico. Por otra parte, agregan que esa falta de tutela jurídica o justiciabilidad se debe también a la falta de precisión de su contenido. ¿Cuál es, por ejemplo, el contenido especíco de un derecho al trabajo?

Lo que me propongo en este trabajo es, en primer lugar, realizar una defensa del carácter fundamental de los derechos sociales interna al sistema jurídico. Para ello voy a cuestionar algunos presupuestos que han sido compartidos por un buen número de las teorías del derecho tradicionales. El objetivo es acceder a una descripción más precisa que permita demostrar que, a pesar de las diferencias entre los derechos fundamentales clásicos y los derechos sociales, existe entre ellos una continuidad, la cual hace posible armar que ambos conforman un sistema. Además, al mismo tiempo, quiero hacer pa tente que el sistema de los derechos fundamentales no es un agregado contingente de los ordenamientos jurídicos, sino un elemento ligado a su función, esto es, a su sentido social.

Posteriormente, se hará patente que la falta de eciencia de los derechos sociales en México no se puede atribuir a una anomalía de estos últimos, sino que ello se debe a una trasgresión del orden lexicográco que dene al sistema de los derechos fundamentales, lo que representa un síntoma de la persistencia de formas de dominación tradicionales, que han logrado conservar un sistema de privilegios, detrás de la fachada de un Estado constitucional. Quisiera agregar la hipótesis de que este fenómeno no es exclusivo de México, sino que se trata de un rasgo presente en gran parte de las sociedades Latinoamericanas.

 

1. La autoridad del derecho

En sus primeros momentos el positivismo jurídico consideró que era posible describir el ordenamiento jurídico a partir de la noción de órdenes respaldadas en la amenaza de coacción. En contra de esta tesis, Kelsen advirtió que si bien la coacción es un elemento distintivo de ese ordenamiento normativo, no es suciente para explicar su dinámica. El derecho, a diferencia de las órdenes de un bandido, presupone el mandato de alguien autorizado y esa autoridad sólo puede provenir de una norma válida. De ahí que, para este autor, el descifrar el enigma de la validez era una condición necesaria para lograr una adecuada descripción del sistema jurídico. Como se sabe, en la Teoría Pura del Derecho, el término validez designa la existencia especíca de una norma, esto es, armar que una norma es válida signica que existe. Por otra parte, en contraste con el iusnaturalismo, en ella se agrega que esa validez no puede ser un atributo que trascienda la voluntad de los seres humanos. Como diría Carl Schmitt: Para que algo valga, alguien lo tiene que hacer valer.

Sin embargo, a diferencia de Carl Schmitt, Kelsen sostiene que a validez no puede emanar de la decisión de un individuo, pues, ello signicaría que la norma sólo tiene un sentido subjetivo (preferiría hablar de un sentido particular) y ello nos conduce de nuevo al modelo simple de un bandido que sustenta sus órdenes en la amenaza de coacción. El fundamento de validez de una norma sólo puede encontrase en otra norma, a la cual, metafóricamente, se le calica como norma superior en relación a la primera. De esta manera, arribamos a lo que se ha llamado cadena de validez, la cual conforma la jerarquía ascendente, propia del sistema jurídico. De acuerdo con Kelsen, para evitar el regreso al innito de la cadena de validez es necesario presuponer la existencia de una norma fundamental (Grundnorm), que representa la fuente de validez (existencia) de todas las normas que pertenecen a un ordenamiento jurídico.

Para comprender con precisión la noción de norma fundamen tal hay que tomar en cuenta que es el resultado de un argumento trascendental. Esta modalidad de argumentos se encuentran constituidos, básicamente, por dos premisas: En la primera se arma, apoyándose en la experiencia, que cierto fenómeno existe y, en la segunda, se establece que de no darse un conjunto de condiciones ese fenómeno no podría existir. A partir de ello se concluye la existencia de esas condiciones. Aquello que asume Kelsen como verdadero es, simplemente, el uso social del derecho como elemento para regular las relaciones sociales. En la medida que la validez representa la forma especíca de existencia de una norma y que la validez de una norma sólo puede encontrarse en otra norma, se concluye que debe existir esa norma fundamental. Utilizar el recurso de un argumento trascendental es una aportación muy ingeniosa de Kelsen, que nos sitúa en un sendero fructífero; pero, con ello todavía estamos muy lejos de resolver el enigma de la validez. Decir que con ello hemos llegado a la solución sería caer en una postura dogmática, tan inaceptable lógicamente como el regreso al infinito.

En la medida que la validez de la norma fundamental no se puede derivar de los hechos (de una descripción del ser), ni puede provenir del arbitrio de una voluntad particular, solo queda como alternativa, racionalmente aceptable, el asumir que la validez de la norma fundamental nos remite a una práctica colectiva. En cierta manera, esto es lo que plantea, de manera implícita Kelsen al afirmar que la ecacia del derecho es una condición necesaria de su validez, aunque la validez del derecho no puede ser reducida a la eficacia, ya que ello sería transitar de manera ilegítima del deber ser al ser. Pero hay que admitir que la exposición de Kelsen resulta muy confusa, a tal grado que autores como Bobbio, terminan por sostener que la validez de la norma fundamental se reduce, en última instancia, a la eficacia. Al hacerlo, aceptan la posibilidad de dar un paso del ser al deber ser, lo que no sólo niega la premisa básica de la Teoría Pura, sino que también implica una salida dogmática

Para poder ir más allá de la polémica bizantina que ha generado la noción de norma fundamental tenemos que tomar en cuenta su contenido, el cual, según el propio Kelsen, puede expresarse de la siguiente manera: Debes obedecer a la constitución y, por tanto, a todas las leyes que se han promulgado de acuerdo con lo que ella establece. Esta formulación resulta incompleta, porque, desde la perspectiva del participante, de inmediato cabe preguntar: ¿Por qué obedecer a la constitución es un deber? Para responder a esta pregunta se requiere introducir otro argumento trascendental en el cual se sostiene que la existencia de un deber (en un sentido estrictamente normativo) implica reconocer la libertad de aquellos a los que se exige obediencia. En otras palabras, el deber de obedecer a la constitución no puede surgir de la amenaza de coacción, dicho deber sólo puede existir para un ser humano si esa constitución lo reconoce como ser libre. Esto había sido planteado ya por Kant en su Metafísica de la Costumbres: "La libertad (la independencia con respecto al arbitrio constrictivo de otro), en la medida que puede coexistir con la libertad del cualquier otro según una ley universal, es este derecho único, originario, que corresponde a todo ser humano en virtud de su humanidad." (Kant, 1989 [237]: 47).

De acuerdo con esto, el contenido completo de la norma fundamental es el siguiente: Debes obedecer a la constitución y, por tanto, a todas las normas que se han promulgado de acuerdo con lo que ella establece, en la medida que garantizan el ejercicio colectivo de la libertad. Esto corresponde a la caracterización kantiana del derecho como el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad. Por tanto, cuando decimos que la norma fundamental remite a una práctica colectiva de ninguna manera se reduce la validez de esa norma a su eficacia, como sostienen Bobbio. Lo que se arma es que la validez de la norma fundamental expresa el que ella es reconocida como tal por los participantes de esa practica y que ese reconocimiento, a su vez, se debe a que ella hace posible la coordinación de sus acciones libres. Con los términos de la teoría discursiva del derecho se puede armar que la fuente de la validez de la norma fundamental se encuentra en las condiciones contrafácticas, inherentes a la dimensión intersubjetiva.

Cabe destacar que esta tesis ya se había planteado, con cierta claridad, en la aurora de la filosofía política moderna. Aunque Thomas Hobbes deende una soberanía centralizada, advierte que el derecho no puede cumplir su función si se reduce a ser una imposición de ese poder supremo. La razón de esto es que la ecacia del derecho depende, principalmente, de que un número socialmente relevante de individuos lo perciba como una instancia revestida deautoridad y ello sólo es posible si ese derecho les garantiza un espacio para el ejercicio de su libertad. Por eso en el Leviatán se dice que las leyes civiles, esto es, los mandatos del soberano, deben respetar lo que se sigue denominando leyes naturales, pero que son descritas como consejos racionales (imperativos hipotéticos de la forma: Si quieres A, entonces x es bueno) surgidos de un lento aprendizaje sobre la importancia que tiene el constituir un orden civil, para alcanzar el desarrollo de la sociedad.

Precisamente la crítica del liberalismo a Hobbes consiste en afirmar que una soberanía centralizada no ofrece realmente una garantía a la libertad, por lo que, en una sociedad en la que no existe un control del poder, no se puede sostener que la autoridad del derecho se sustenta en un consenso o, por lo menos, no en un consenso que cumpla con las exigencias de la racionalidad1 . Para los representantes del liberalismo la garantía efectiva de la libertad, de la que depende la autoridad del ordenamiento jurídico, es inseparable de una ingeniería institucional que introduzca límites estrictos al ejercicio del poder. Lo que me interesa destacar ahora es que, a pesar de las diferencias que existen entre Hobbes y la tradición liberal, ambas posiciones coinciden en que, desde la perspectiva interna al sistema jurídico, el adjetivo fundamental, que se predica de un conjunto de derechos, se debe a que ellos otorgan la autoridad al ordenamiento jurídico, de la cual, a su vez, depende la eficacia con la que puede cumplir su función de integrar las acciones

Es evidente que Kelsen no aceptaría la tesis de que la norma fundamental implica la exigencia de garantizar la libertad de todos los miembros de la sociedad. Según él, ello presupone traicionar el objetivo central de una teoría general del derecho, el cual consiste en describir la multiplicidad de ordenamientos jurídicos tal como son y no como deberían ser. A esto debemos responder que si asumimos que el derecho es un articio humano, una convención, entonces tenemos que aceptar que la descripción de cualquier derecho presupone la comprensión de su sentido social 2. Lo que nos enseña la experiencia es que no todo ordenamiento jurídico cumple o se adecua a su sentido social. Dicho de otra manera, estamos muy lejos de la tesis iusnaturalista respecto a que una ley injusta no es ley. Además, es necesario agregar que la disonancia entre el sentido social del derecho y su realidad es un aspecto esencial del sistema jurídico y, por ello, también deber ser descrita por una teoría general.

El propio Kelsen ofrece la explicación del origen de la inadecuación entre el sentido social del derecho, como instancia que garantiza la libertad, y su realidad. Ello sucede cuando introduce la importante distinción entre sistemas normativos estáticos y sistemas normativos dinámicos. Un sistema normativo estático es aquél en el que la norma fundamental determina, por derivación lógica, el contenido de las normas inferiores. El iusnaturalismo pensaba que la unidad del ordenamiento jurídico tenía esta forma; por eso, según esa tradición la validez de las normas dependía del carácter justo de la norma fundamental. En cambio, Kelsen mantiene que el orden jurídico tiene un carácter dinámico, por lo que la norma fundamental no determina el contenido de las normas inferiores. La norma fundamental sólo contiene un hecho productor de normas, esto es, otorga facultades a una autoridad que determina cómo deben producirse las normas generales e individuales del dicho ordenamiento.

El sistema normativo que aparece como un orden jurídico, tiene esencialmente un carácter dinámico. Una norma jurídica no vale por tener un contenido determinado; es decir, no vale porque su contenido pueda inferirse, mediante un argumento deductivo lógico, de una norma fundamental presupuesta, sino por haber sido producida de determinada manera, y, en última instancia, por haber sido producida de la manera determinada por una norma fundamental (Kelsen, 1986: 205).

Por tanto, la exigencia de garantizar la libertad, inherente a la norma fundamental no tiene que trasmitirse o realizarse, de manera necesaria, en las normas positivas. Por el contrario, el carácter formal o procedimental de la unidad de los ordenamientos jurídicos signica que, si no existe un control real de aquellos que detenta el poder y, con él, la facultad de establecer normas, es altamente probable que encontremos una falta de adecuación entre el conjunto de normas positivas y el sentido social del derecho. El efecto de esa inadecuación no es, por supuesto, la perdida de vigencia del ordenamiento jurídico. La consecuencia de que un ordenamiento jurídico no garantice la libertad es minar su autoridad, lo que se traduce, a mediano y largo plazo, en la pérdida de su eficacia. Me parece que esto es lo que sucede en muchas sociedades latinoamericanas, como veremos más adelante; pero antes voy a exponer brevemente una descripción alternativa de los derechos fundamentales, en la que se haga patente que los derechos sociales forman parte de ellos.

 

2. Descripción de los derechos fundamentales

En el apartado anterior he sustentado la tesis respecto a que la norma fundamental, en la que se sustenta la validez de las normas positivas, implica una exigencia de garantizar la libertad. Aunque ello no quiere decir que las normas positivas, de los distintos ordenamientos jurídicos, garanticen necesariamente la libertad. Ahora bien, la garantía de la libertad es un principio abstracto, que debe concretarse en una diversidad de principios y reglas. Los derechos fundamentales representan la positivación y, con ella, la determinación específica, de la exigencia inherente a la norma fundamental. Según esto los derechos fundamentales no se encuentra constituidos por una conjunto de normas que deben tener un estructura semejante, sino que conguran un sistema que tiene como núcleo la norma-principio que exige la garantía de la libertad y un complejo entramado de normas con diferente estructura, el cual varía de acuerdo a las necesidades y tradiciones culturales de los distintos contextos sociales. Precisamente, la primera ventaja que ofrece esta descripción es mostrar que resulta compatible armar la universalidad de los derechos fundamentales y, al mismo tiempo, admitir su carácter histórico.

Cuando se afirma la universalidad de los derechos fundamentales nos referimos al núcleo del sistema, como elemento constitutivo del sentido social del ordenamiento jurídico. En cambio, al hablar de las variaciones de los derechos fundamentales se destaca las diferentes maneras en las que se ha buscado realizar las condiciones que permiten el ejercicio de la libertad en los distintos contextos sociales. Creo que esta tesis puede ser explicada con un ejemplo relativamente sencillo. En la segunda enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica se establece lo siguiente: Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas. Para comprender el sentido de esta norma se requiere situarse en la historia de esa nación. El hecho de que las milicias de colonos resistieran con éxito los abusos del Estado inglés, indujo a los constitucionalistas norteamericanos a considerar que un buen medio para garantizar la libertad de los individuos, ante los potenciales riesgos de un gobierno central, era otorgar a los ciudadanos el derecho a portar armas.

En la actualidad se puede criticar esta norma, sin dejar de reconocer su pertinencia en el contexto histórico y social en el que ella emana. Esa crítica tendría un carácter técnico que se expresa en la pregunta ¿Puede seguir considerándose la formación de milicias un buen medio para garantizar la libertad individual? Me parece que no; por lo menos, no en todos los contextos sociales. Sin embargo, con independencia de las diversas posturas que pueden intervenir en esta polémica y de los resultados a lo que se acceda, es evidente que no se cuestiona el principio básico de la libertad, a la que esa norma particular pretende servir.

Séame permitido acudir a otro caso concreto. Cuando un representante del Estado chino ante la Comisión de los Derechos Fundamentales de la O.N.U. afirma, como respuesta a la crítica de sus colegas occidentales, que existe una formulación de esos derechos propia de su cultura, en principio tendríamos que darle la razón. Pero, ante la represión sangrienta de la disidencia en la Plaza de Tiananmen, es necesario agregar que esa concepción especícamente china de los derechos fundamentales no tiene vigencia en esa sociedad. Como hemos dicho, la diferenciación entre el principio nuclear y el entramado de reglas hace patente que la universalidad de los derechos fundamentales no contradice el dato básico de la diversidad cultural. Pero asumir esa pluralidad no signica aceptar que todas las formulaciones de los derechos fundamentales puedan considerarse válidas. Es necesario cumplir con ciertos requisitos básicos para sustentar que se da una congruencia entre el sentido del ordenamiento jurídico, sus leyes positivas y el orden concreto de la sociedad.

Sobre este tema, hace tiempo que Kant nos ofreció una primera pista, al sostener, en su polémica con el gobierno prusiano, que la efectiva libertad de expresión es la primera norma que debe estar presente en el catálogo de los derechos fundamentales. Esto nos conduce a otro aspecto distintivo del sistema que configura los derechos fundamentales; me refiero a la presencia de un orden jerárquico, el cual resulta indispensable para enfrentar las tensiones y los conflictos que surgen, de manera ineludible, entre los diferentes principios y reglas que conforman dicho sistema. A pesar de ello, es indispensable advertir desde un principio que de ese orden jerárquico no se puede extraer un algoritmo que nos permita encontrar la solución correcta para los múltiples casos concretos. La tensión entre la norma general y la situación particular exige, de acuerdo al principio de equidad, un proceso reflexivo del que no se puede anticipar un resultado con validez general.

Para pensar en torno al orden del sistema de los derechos fundamentales podemos acudir a la conocida distinción que propone T.H. Marschall entre derechos civiles, políticos y sociales. Según él, esa distinción no la impone la lógica, sino la historia. Los derechos civiles se habrían consolidado en el siglo XVIII, los derechos políticos en el siglo XIX y los derechos sociales en el siglo XX. Esto corresponde, hasta cierto punto, con la historia de Gran Bretaña, los Estados Unidos y los países Escandinavos. Sin embargo, no se adecua al proceso histórico de otras naciones. Por ejemplo, en Alemania el reconocimiento estatal de los derechos sociales precedió a los derechos políticos. Ello se debe a que el Canciller Bismark utilizó los derechos sociales para negar a los ciudadanos, especialmente a la clase obrera, sus derechos políticos. Algo parecido había sucedido en Francia durante el Imperio Napoleónico.

Me parece que la clasificación de Marschall no es capaz de aproximarnos a la complejidad del desenvolvimiento histórico de los derechos fundamentales en las distintas sociedades. Lo que si otorga es, para decirlo en términos de Rawls, un orden lexicográco, indispensable para afrontar la colisión entre las normas. Con otras palabras, al contrario de lo que sostiene Marschall, no es la historia, sino la lógica la que impone ese orden y, además, la primera, generalmente, no coincide con la segunda.

En primer lugar, me parece evidente que la consolidación de los derechos políticos presupone lógicamente la vigencia de los derechos civiles. Por ejemplo, el derecho a votar y ser votado, elemento central de los derechos políticos, pierde su sentido si se carece de los derechos básicos que garantizan la libertad individual. En Cuba se puede votar, pero la ausencia de los derechos civiles, convierte a los procesos electorales en una mascarada de la dictadura. Las elecciones representa un rasgo distintivo de los sistemas democráticos, pero su éxito, es decir, su adecuado funcionamiento en términos de la normatividad democrática, requiere de una serie de condiciones. La primera de ellas es la garantía efectiva de los derechos civiles, ya que esto es un requisito necesario de una auténtica competencia.

Por otra parte, los derechos sociales presuponen la existencia de derechos civiles y políticos. Quizá este nivel del orden lexicográco no resulte evidente; de hecho, parece contradecir al sentido común, para el cual la posesión de un cierto nivel de bienes representa una condición necesaria para el ejercicio de la libertad. La aparente solidez de esta idea tan extendida se desvanece en cuanto nos adentramos en el complejo problema que encierra la justicia distributiva. A pesar de las diferencias que encontramos en esta amplia polémica, existe un amplio acuerdo respecto a que no es posible acceder a una fórmula que nos permita determinar una solución concreta. Desde el republicanismo clásico hasta nuestros días, se ha planteado que, ante la imposibilidad de reducir la distribución justa a un tema técnico, la única alternativa consiste en pensar en criterios distributivos que deben ser determinados a través de la participación de los diferentes grupos sociales. Criterios que, además, deben corregirse o transformarse de acuerdo a las cambiantes circunstancias sociales.

Esto implica que los derechos civiles y políticos representan una condición necesaria, aunque no suciente, para acceder y mantener la eficacia de los derechos sociales. Es importante reiterar que no es posible pensar el desarrollo del sistema de los derechos fundamentales como una simple sucesión histórica que conduzca de los llamados derechos de primera generación a los de tercera generación. En términos genéticos, este desenvolvimiento es variable, de acuerdo a las diferencias de los múltiples contextos sociales. El orden lexicográfico de los derechos fundamentales tiene un carácter normativo, que nos indica el orden que deben considerarse para enfrentar los conflictos que surgen entre las normas que componen el sistema. Pero también, desde la perspectiva de su eficacia, la imposibilidad de desligarlos. Por ejemplo, derechos sociales que incidan realmente en el proceso distributivo, sólo pueden darse en el marco de un orden civil que garantice derechos civiles y políticos.

La descripción de los derechos fundamentales como un sistema que se desarrolla para realizar el núcleo constituido por el principio de la libertad nos permite defender a los derechos sociales como elementos indispensables de este sistema. Una de las críticas más frecuentes consiste en destacar que mientras los derechos fundamentales clásicos o liberales son universales, los derechos sociales son particulares en la medida que se otorgan a grupos sociales específicos (mujeres, trabajadores, minorías culturales etc.). La fuerza de esta crítica reside en el presupuesto no justicado de que la unidad de los derechos fundamentales se encuentra en su estructura semejante.

Cuando alguien sostiene que los derechos fundamentales sólo deben estar conformados por normas universales asume, de manera implícita o explícita, que las condiciones de una distribución igualitaria de la libertad ya existen o ya han existido, por lo que las diferencias que encontramos en esa sociedad son el resultado de las decisiones individuales y, por tanto, no pueden ser calicadas como injustas. Pero la idea de una igualdad originaría que marca el punto cero del proceso distributivo no tiene un sustento empírico. Por el contrario, la distribución igualitaria de las condiciones que permiten el ejercicio de la libertad representa una meta que requiere alcanzarse en el futuro. De ahí, la explicación de los derechos fundamentales como un sistema que se mueve desde la universalidad a la particularidad. Se trata del un proceso de especificación que empieza por cuestionar los privilegios tradicionales, para dirigirse, posteriormente, a enfrentar las distintas formas de dominación que afectan a los diversos grupos sociales.

Universalidad y particularidad no son excluyentes; por el contrario, representan los extremos en los que oscila el sistema de los derechos fundamentales. La universalidad signica la inclusión de las diferencias en la unidad del orden civil; sin embargo, para cumplir con este imperativo se requieren normas particulares,que sean sensibles a la situación específica de los distintos grupos sociales. Por otra parte, cabe destacar que la defensa de la particularidad implica, de manera necesaria, la referencia a un principio universalista.

En otras ocasiones se plantea que los derechos fundamentales liberales requieren sólo una restricción o límite a las acciones del Estado, mientras los derechos sociales exigen de una prestación estatal. Si bien esta distinción es importante, no puede entenderse como una rígida dicotomía. Diversos derechos civiles y políticos precisan de una acción positiva del Estado. La seguridad del espacio privado y la participación electoral son ejemplos de derechos cuya eficiencia presupone amplios recursos públicos. La garantía de la libertad de expresión, paradigma de un derecho sustentado en una acción negativa del Estado, también necesita, en especial en nuestros días, de una inversión por parte del Estado. Podría ser útil pensar en una escala de los derechos de acuerdo a los recursos que cada uno necesita, pero en dicha escala no hay una frontera absoluta, ni posiciones invariables.

Otra modalidad de crítica a los derechos sociales sostiene que estos no son justiciables o lo son en una medida reducida y las razones que se esgrimen para sustentar esta afirmación son, básicamente, dos: 1) El contenido de los derechos sociales no es preciso y 2) la realización de esta modalidad de derechos trasciende al sistema jurídico y al propio Estado. A esto hay que responder que, en efecto, la garantía de los derechos sociales requiere de una diversidad de normas secundarias que precisen su contenido e instituyan los mecanismos adecuados para su protección. Pero esto no es un rasgo exclusivo de los derechos sociales. Por otra parte, si bien la plena realización de las aspiraciones que encierra los derechos sociales escapa a la capacidad de control del sistema jurídico y político, su cumplimiento, de acuerdo a una cierta proporción de la capacidad productiva de la sociedad, si es posible. Lo que hace patente este tipo de crítica es que la justiciabilidad o tutela jurídica de los derechos sociales depende del ejercicio generalizado de los derechos civiles y políticos, porque es el ejercicio de estos los que pueden hacer posible su precisión y justiciabilidad.

 

3. La eficacia de los derechos sociales

Como puede apreciarse la estrategia que propongo para defender los derechos sociales consiste en afirmar que ellos son un elemento necesario para realizar la libertad y que la exigencia de esta realización es inherente al sentido social del ordenamiento jurídico. Por supuesto que esto no es ninguna novedad, se trata de la estrategia que se ha utilizado, por lo menos, desde la Revolución Francesa por parte de los jacobinos y que, posteriormente, retoma la tradición socialista. Pero mi objetivo no es acceder a tesis novedosas, sino precisar el sentido de esta estrategia, el cual presupone el orden lexicográfico del sistema de los derechos fundamentales que he mencionado. El olvidarlo ha tenido fatales consecuencias en la práctica política. Para explicar esto voy a empezar por citar un fragmento de un discurso de Robespierre de 1793:

¿Cuál es el primer fin de la sociedad? Mantener los derechos imprescriptibles del ser humano ¿Cuál es el primero de esos derechos? El de existir. La primera ley social es, pues, la que asegura a todos los miembros de la sociedad los medios de existir; todas las demás se subordinan a ésta; la propiedad no ha sido instituida, ni ha sido garantizada, sino para cimentar aquella ley; es por lo pronto para vivir que se tienen propiedades. Y no es verdad que la propiedad pueda jamás estar en oposición con la subsistencia de los seres humanos (Doménech, 2004: 82).

En contraste con las visiones maniqueas de la Revolución Francesa hay que reconocer la importancia de la contribución jacobina a la historia de los derechos fundamentales, la cual consiste en destacar que la demanda de una justicia distributiva es inseparable de la realización de las condiciones necesarias para el ejercicio de la libertad. Pero, al mismo tiempo, es menester advertir la ambigüedad de esta contribución, la cual consiste en considerar que la enorme importancia de los derechos sociales justifica negar los derechos civiles y políticos, para facilitar la realización de los primeros. Justificación que presupone que el problema de la justicia distributiva puede reducirse a un asunto técnico, cuya solución puede esperarse de la acción de un conjunto reducido de individuos que poseen cierta capacitación y, sobre todo, buenas intenciones. Invertir el orden lexicográfico de los derechos fundamentales no abre el camino que conduce a la realización de los derechos sociales, únicamente ofrece una falsa legitimación a tiranías que dicen actuar en beneficio del bien popular. En su trabajo sobre el concepto de Revolución, Hannah Arendt sostiene que el fracaso de la mayoría de los procesos revolucionarios se debe a que en ellos se antepuso la solución de lo que ella llama la cuestión social, es decir, el tema de la justicia distributiva, a la constitución de un orden libre.

Cuando la Revolución abandonó la fundación de la libertad para dedicarse a la liberación de los seres humanos del sufrimiento, derribó las barreras de la resistencia y liberó, por así decirlo, las fuerzas devastadoras de la desgracia y la miseria (...) Ninguna revolución ha liberado al ser humano de las exigencias de la necesidad, pero todas ellas, ha excepción de la húngara de 1956, han seguido el ejemplo de la Revolución Francesa y han usado y abusado de las potentes fuerzas de la miseria y la indigencia en su lucha contra la tiranía y la opresión. Aunque toda la historia de las revoluciones del pasado demuestra sin lugar a dudas que todos los intentos realizados para resolver la cuestión social con medios políticos conduce al terror y que es el terror el que envía las revoluciones al cadalso, no puede negarse que resulta casi imposible evitar este error fatal cuando una revolución estalla en una situación de pobreza de las masas (Arendt, 1988: 112).

La argumentación de Arendt parte de la tesis respecto a que la violencia revolucionaria puede servir a los seres humanos para liberarse de una tiranía, pero que esa violencia nunca podrá, por sí misma, llevar a la constitución de un orden civil que garantice el ejercicio de la libertad. Por lo que, en un contexto social en el que predomina la desigualdad social y, con ella, la falta de un orden legal que sea percibido por la mayoría como una instancia con autoridad, es altamente probable que el proceso revolucionario conduzca al establecimiento de una nueva forma de tiranía o, simplemente, a un cambio de los personajes que detentan el poder.

El problema del análisis de Arendt consiste en extraer la conclusión apresurada de que la política no puede ofrecer una solución al problema de la justicia distributiva. Sin embargo, si aceptamos su propia tesis respecto a que el objetivo de la práctica política es la constitución de un orden civil libre, entonces se debería afirmar que la realización de este objetivo es una condición necesaria, aunque no suficiente, para enfrentar con éxito el tema de la distribución justa de los bienes sociales. Dicho de otra manera, que la vigencia de los derechos civiles y políticos representa un requisito indispensable para que los derechos sociales puedan adquirir eficacia.

Tomando en cuenta esta precisión, hay que reconocer que la Revolución Mexicana se ajusta al modelo que propone Hannah Arendt. En sus orígenes el proceso revolucionario fue impulsado por una demanda democratizadora, en contra de una dictadura que había permanecido en el poder por más de treinta años. Recordemos la consigna maderista que unió a los diferentes grupos en su lucha contra el régimen establecido: Sufragio efectivo, no reelección. Sin embargo, el grupo triunfante, el cual fundó posteriormente el partido hegemónico durante más de 70 años, hizo a un lado la exigencia de establecer una organización democrática del poder político. Su justificación se basaba, precisamente, en el discurso sobre la necesidad de realizar las aspiraciones inherentes a los derechos sociales, que se habían reconocido en la Constitución de 1917, antes de constituir un orden libre. Los movimientos obreros, campesinos y populares quedaron sometidos a un sistema corporativo estatalista, en el cual, mediante cadenas clientelares, se redujo los limitados derechos sociales a dádivas de la clase gobernante. Es esto lo que bloqueó la posibilidad de que los derechos sociales fueran tutelados jurídicamente.

La Revolución no alteró la tradicional relación entre gobernantes y gobernados, por lo que no se logró la vigencia de los derechos civiles y políticos. La legitimidad del régimen se sustentó en su capacidad de distribuir beneficios a los grupos leales. Es decir, se trataba de una distribución que no se sustentaban en normas generales, sino en privilegios, a partir de alianzas políticas. Sin duda la revolución singulariza, en el contexto latinoamericano, a la historia política mexicana del siglo pasado. Por ejemplo, se eludió el triste ciclo de golpes de Estado que ha caracterizado a otras naciones latinoamericanas. Así mismo la falta de una ideología oficial permitió la incorporación al régimen de diversas capas sociales, evitando que la confrontación de intereses adquiriera, en términos generales, un carácter violento, para adquirir la forma de un regateo interno al sistema.

A pesar de ello, la falta de derechos civiles y políticos impidió que el ordenamiento jurídico se convirtiera en una instancia social con autoridad y, por ello, no ha podido cumplir su función de procesar conflictos. En la actualidad, en México se ha experimentado un notable proceso de liberación, debido a que las crisis económicas han cuestionado el papel distribuidor de la clase gobernante y que ello, a su vez, ha propiciado la ruptura del bloque hegemónico tradicional. Incluso se han implementado procesos electorales competitivos que han llevado, como es sabido, a una alternancia en el poder. Sin embargo, no se puede afirmar que se ha consolidado un sistema democrático, porque falta la infraestructura jurídica que, al establecer un control del ejercicio del poder, torna funcional la competencia política para el desarrollo social.

La falta de autoridad del ordenamiento jurídico sigue siendo un dato que tiene en común México con gran parte de las naciones latinoamericanas. Cuando acudimos a las estadísticas sobre la cultura política en esta región del mundo nos encontramos que un número relevante de su población percibe el derecho como una imposición; incluso, cuando se realiza una investigación más detallada se advierte que un porcentaje significativo de los que dicen respetar la legalidad, en realidad no ajustan su conducta a ella. La disociación de las relaciones de poder y el ordenamiento jurídico se hace patente también en diversos fenómenos propios de estas sociedades.

Entre estos fenómenos podemos mencionar que la corrupción no se ha reducido a casos aislados, imputables a la decisión de algunos individuos, sino que sigue siendo un lubricante indispensable al sistema. También persiste el uso de la legalidad como un instrumento que aplican los amigos a sus enemigos; entre amigos vale la negociación y el eximirlos de sus responsabilidades. Así mismo cabe destacar la posibilidad que tienen algunos grupos gobernantes de modificar las normas constitucionales, desde el mismo ejercicio del poder, para mantenerse en él. En el mejor de los casos, ese afán reeleccionista se sustenta en políticas públicas exitosas, que permiten tener un amplio apoyo popular. Pero, el considerar que la continuidad de dichas políticas, depende de la continuidad de las personas expresa algo muy grave, a saber: la debilidad del orden institucional. Claro, en el peor de los casos el afán reeleccionista únicamente se apoya en una combinación variable de populismo y represión.

Si volvemos a las estadísticas sobre cultura política en América Latina encontramos que la aprobación de la democracia se ha incrementado de manera notable. Sin duda se trata de un dato básico que permite sustentar una visión optimista del desarrollo político de esta región. Sin embargo, cabe advertir que gran parte de esta aprobación es un efecto del fracaso de las alternativas autoritarias tradicionales y en la ingenua esperanza de que los sistemas democráticos puedan ofrecer soluciones rápidas a los ancestrales problemas de estas sociedades. Esto explica la fuerte propensión a un desencanto, que se traduce en fluctuaciones importantes de las convicciones democráticas. Ante ello es importante destacar que sólo puede hablarse de una consolidación de la democracia, cuando se asuma que el estricto respeto a los derechos civiles y políticos es una condición necesaria para avanzar de manera paulatina hacia derechos sociales eficaces.

 

 Notas al pie

1Recordemos que Hobbes había asumido que las formas de legitimación tradicionales ya no puede ser efectivas en una sociedad moderna y que por tanto dicha legitimidad solo puede provenir de un consenso popular.

2 Como diría Gustav Radbruch: "El concepto del Derecho se orienta por la idea del Derecho, lo que significa que la segunda precede lógicamente al primero" (2005: 47).

 

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