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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.12 no.22 Medellín Jan./June 2015

https://doi.org/10.17230/co-herencia.12.22.8 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

DOI: 10.17230/co-herencia.12.22.8

 

El drama ático clásico: un marco de presentación*

 

The Classical Attic Drama: A Framework of Presentation

 

 

Mauricio Vélez Upegui**

** Magíster en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Profesor, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT-Medellín,   Colombia. mavelez@eafit.edu.co

 

Recibido: 4 de noviembre de 2014 | Aprobado: 19 de marzo de 2015

 


Resumen

El presente texto pretende ofrecer una escueta descripción de los elementos que merecen ser tomados en cuenta al momento de recrear la fiesta ateniense del siglo V a.C., conocida con el nombre de Grandes Dionisias. Así mismo, se intenta caracterizar, desde una doble perspectiva formal y sustantiva, cada uno de los géneros poéticos que eran sometidos a concurso en el seno de dicha celebración. Y todo enmarcado en una imagen figurada, no exenta de imaginación, de algunos aspectos con los cuales se podría esbozar la vida social de aquella ciudad.

Palabras clave Drama ático, festival dionisíaco, certamen, géneros dramáticos, ciudad.


Abstract

This paper aims to provide a brief description of the elements that deserve to be taken into account at the moment of recreating the Athenian party of the fifth century BC known as Great Dionysia. Likewise it attempts to characterize, from a double formal and substantive perspective, each of the poetic genres that were subjected to competition within the celebration. Finally, all of it is placed within the context of a figurative image, not without imagination, of some aspects which could outline the social life of that city.

Key words Drama ático, festival dionisíaco, certamen, géneros dramáticos, ciudad.


 

 

Introducción

Así sea sólo a título de ficción, juguemos a recrear por un momento esta imagen improbable:

¿La ciudad? Una pequeña a la cual sus moradores, que se nombran a sí mismos como autóctonos, según Tucídides, dan el nombre de Atenas, en honor de su diosa tutelar Atenea (Historia de la Guerra del Peloponeso, II: 36). Aunque los datos censitarios sean vacilantes, se estima que cuenta, para mediados del siglo V a. C,1 con una población cercana a los doscientos mil habitantes. El 35% de ella estaría constituida por esclavos, el 15% por residentes extranjeros –beneficiados con derechos civiles pero carentes de derechos políticos– y el 50% restante por ciudadanos y familias (Sinclair, 1999: 335).

¿El año? Uno cualquiera, aunque preferentemente con fecha posterior al 479, en el que se produce la victoria griega sobre los persas en la batalla de Platea, y anterior al 404, en el que se da la capitulación de Atenas ante Esparta en el marco de la Guerra del Peloponeso.

¿El mes? Elaphebolión (marzo), de un calendario lunar que se distribuye en ciclos de 35 o 36 días: la primavera se revela en un espectáculo de aromas, luces y colores, la navegación facilita el intercambio de mercancías y el transporte de individuos, los caminos se tornan transitables y muchas de las actividades cotidianas, entre ellas las agrícolas, base de un modo de producción esclavista, permiten un compás de espera. En dicho mes la ciudad celebra, acaso para consolidar su talante constitutivamente jovial, unas fiestas, llamadas Grandes Dionisias, con el fin de honrar, en forma de representaciones dramáticas, la presencia de una divinidad tardía, no extranjera (Dioniso), que la pólis, luego de algunas disputas con los partidarios de la religión oficial, incorpora finalmente al culto cívico.

Durante los seis días que tarda el acontecimiento, en el seno de una sociedad que paradójicamente desconoce la noción de día de fiesta, miles de atenienses se vuelcan a vivir, en conjunto, como cuerpo cívico, una experiencia singular. Cabe calificar dicha experiencia, no de extraordinaria, sino, en términos más moderados, de dramática.

Experiencia dramática significa no tanto una ocupación munida de riesgos, peligros o abrumadoras expectativas, cuanto una vivencia artificial o, si se quiere, ficticia. Dicho en breve, así como no es posible concebir la invención de la democracia sin el marco geográfico y administrativo de la pólis, igualmente resulta difícil concebir el drama antiguo sin una experiencia de lo ficticio. Si los atenienses asisten anualmente al teatro es porque han tomado conciencia de que, más que un género poético, el drama (llámese ditirambo, tragedia, drama satírico o comedia) pone en escena, bajo una muy seria actividad de simulación, la creación de un plano de realidad diferente, a saber: lo ficticio mismo.2

Espoleados por la idea de que en el drama ático clásico3 todo elemento técnico, todo aspecto literario y toda finalidad cultural última responde a una intención determinada cuyo contenido no está exento de variados matices que hacen parte de una sociedad democrática en trance de consolidación; animados, además, por la convicción de que no es posible comprender las complejidades de esta antigua manifestación espiritual sin tomar en cuenta el contexto creado por la ciudad misma para darle continuidad al peso de una tradición que comienza a experimentarse de un modo crítico; y movidos, finalmente, por la evidencia de que toda obra humana, más si ésta se encuentra distanciada en el tiempo y en el espacio, reclama, de aquel que la contempla, estudia, sopesa, compara o interroga, una disposición interpretativa, necesaria para hacer hablar el fenómeno considerado, entonces en este escrito nos proponemos adelantar un estudio, salpicado por momentos de incisos explicativos, del drama ático clásico.

En otros términos, si por marco de presentación es posible entender, de un lado, las condiciones materiales (edificios, útiles técnicos, aparejos de creación, medios de intercambio y demás bienes físicos) que hacen posible la escenificación de unas historias plasmadas previamente por escrito sobre papiro, y, de otro, un conjunto de formas de pensamiento, sistemas de creencias y valores, prácticas verbales, modos de comportamientos individuales y colectivos, tipos de organización comunitaria e instituciones sociales (Vernant, 2002: 24-25) con base en los cuales una comunidad sanciona, avala o financia una clase particular de producción simbólica, en lo que sigue intentaremos dar cumplimiento a tres propósitos principales: primero, mostrar de qué modo el teatro, al inscribirse en una fiesta de carácter cultual, participa de dos determinaciones esenciales, religiosa y cívica; segundo, caracterizar, en lo que atañe a su forma y contenido, las distintas especies del género dramático que integran el festival dionisíaco en el seno del cual tribus e individuos particulares dan a conocer a un público concernido el destilado de su talento creativo; y, por último, describir los aspectos organizativos más importantes que la Atenas del siglo V hubo de instituir oficialmente, bajo la práctica agonal del certamen, para posibilitar la representación de las obras teatrales.4

 

1. Dimensiones de la fiesta dionisíaca 

A través de la religión y la política, la ciudad institucionalizó el drama. Esto significa dos cosas: en principio, que esta nueva forma literaria quedó pronto vinculada al culto dionisíaco, y, luego, que éste, a su vez, recibió la acogida de la ciudad democrática.

La tradición recoge la noticia de que Pisístrato fue el responsable de la introducción del culto.5 Todo indica que en su decisión de inaugurar este culto intervinieron dos razones, una de índole económica y otra de naturaleza política. Económica, puesto que el tirano intentó hacer de la fiesta un motivo para recaudar ingresos y fortalecer las finanzas públicas de la ciudad; y política, dado que tomó una deidad que originalmente no pertenecía al conjunto de las fuerzas sobrenaturales olímpicas –ligadas directamente a la clase aristocrática– y la vinculó a las clases menos favorecidas. De esa manera Pisístrato y su familia terminaron reservándose para sí una relación especial con la divinidad (Zimmermann, 2012: 22). A su manera, el tirano, al fijar para Dioniso un lugar cívico en las creencias colectivas, no hizo otra cosa que seguir la tradición religiosa. En el seno de esta tradición, todo culto era indisociable de una práctica festiva. Y lo propio de ésta, aparte de la pretensión de fortalecer el lazo social, consistía en introducir una temporalidad alternativa, esto es, una forma de convivencia que escapaba momentáneamente a los ajetreos y demandas de la vida ordinaria. La suspensión de la existencia ordinaria era lo que permitía honrar a un dios o, lo que es igual, conmemorar su epifanía. No deja de ser curioso, con todo, que un culto cuyo desenvolvimiento cívico permitió la consolidación posterior de ese nuevo ordenamiento poético llamado drama en el que las alusiones democráticas resonaban una y otra vez en muchas de las piezas conservadas, haya sido implantado en el marco de una tiranía. Es como si desde su misma invención, el drama mostrara que era el espacio poético donde podían coexistir, sin eliminarse, fuerzas políticas opuestas.

De no haber sido porque la mancomunidad de la ciudad, pese a estas tensiones ideológicas (tradicionales y democráticas), favoreció la continuidad del culto religioso y el género dramático derivado de ella, muy probablemente uno y otro habrían tenido una existencia corta. Pero dado que la Atenas del siglo V asistió al nacimiento de lo que podría llamarse una conciencia histórica, fundada por Heródoto y continuada por atidógrafos locales (atthis, 'historia'), y debido a que en nombre de esta germinal conciencia los ciudadanos empezaron a reconocer la importancia de su propio pasado (Castoriadis, 2005: 115), la ciudad proyectó sobre el presente elementos institucionales que ya habían aparecido en el mundo homérico y hesiódico. Uno de ellos, vital en la idiosincrasia ateniense, era el duelo, la competencia, la rivalidad sana entre agentes enfrentados. Que el género dramático naciera bajo la figura del certamen no significa más sino que la ciudad democrática no desconocía el valor aristocrático inherente a la contienda entre pares (en este caso, poetas dramáticos). Afincado en un presunto componente sacrificial (de quienes participarían en una competencia rural de cantos por obtener como premio un macho cabrío),6 el culto dionisíaco que estaba a la base de la creación del género dramático se actualizó en la ciudad conforme a la práctica del certamen.7 El certamen, por lo tanto, llegó a ser el modo como los atenienses dejaron sentir la naturaleza agonística del drama.

En el siglo V cuatro formas dramáticas fueron sometidas a concurso, a saber: audiciones ditirámbicas, tragedias, dramas satíricos y comedias.

Durante un tiempo tres piezas trágicas, unidas entre sí por un argumento encadenado, y un drama satírico, más corto que las tragedias mismas, conformaban una unidad denominada tetralogía. Con el correr del tiempo, los autores se inclinarán por la composición de piezas independientes. Es difícil establecer la evolución de cada una de estas manifestaciones. En el inicio de las cuatro, los coros tuvieron una presencia efectiva.

Las diversas manifestaciones poéticas que concursaban en el período clásico quizá hayan sido el resultado de la transformación de formas simples. Elementos de una forma entrarían a hacer parte de otra (por ejemplo, el prólogo –prólogos–, presente por igual en la tragedia y la comedia), así como aspectos de una no participarían en la configuración formal de otra (por ejemplo, la parábasis cómica, que, en tanto ejercicio de meta-teatralidad dramática, nunca se da en la tragedia). En este sentido, sea que estemos o no de acuerdo con el señalamiento aristotélico de que la tragedia tenía por antecedente inmediato la práctica ditirámbica (Poética, IV, 1449a: 1112), sea que nos acojamos o no a la idea según la cual el ditirambo era considerado por los atenienses como la auténtica "institución formadora del pueblo", no deja de llamar la atención el hecho de que los cinco poemas completos de Baquílides y algunos fragmentos de ditirambos de Píndaro, descubiertos en Egipto a finales del siglo XIX y comienzos del XX, exhibieran, entre otros rasgos comunes, el carácter dialogado de los textos (Zimmermann, 2012: 26).

Contrario a lo que sería razonable suponer –un concurso independiente para cada una de las formas señaladas en el marco del festival dionisíaco–, la ciudad organizaba un único espectáculo anual. Éste (del griego opsis, "ver") era un evento colectivo destinado a la "visión" y, sobre todo, al fortalecimiento, no exento de paradójicas tensiones, de la ideología cívica democrática.

Una vez los ciudadanos elegían por sorteo al arconte epónimo, el magistrado responsable de las Dionisias Urbanas, éste debía disponer inmediatamente lo necesario para la celebración de la fiesta. De su esfuerzo, diligencia y dedicación dependía no sólo la valoración de su cargo sino también la respuesta de la ciudad. Sus funciones, por supuesto, abarcaban un amplio espectro de tareas; pero las actividades relativas al evento dionisíaco eran de suma importancia. Así las cosas, la fiesta reclamaba lo que Goldhill denomina un "contexto de ejecución", indispensable para comprender tanto el valor religioso de la nueva divinidad cuanto la relevancia cultural del género dramático (1992: 98).

Dicho contexto entrañaba dos componentes: uno cultual y otro ideológico. Respecto del cultual, la fiesta se abría con dos procesiones rituales. En la primera, el conjunto de ciudadanos marchaba portando la estatua del dios desde su recinto sagrado ubicado en el teatro hasta el templo situado en el camino de Eleuteras, allende las murallas de la ciudad, y retornaba solemnemente hasta el santuario que se ubicaba en la vertiente sur de la Acrópolis. Vestidos con galas suntuosas, coronados con guirnaldas y marchando al son de una música jovial, desfilaban los coregos (previamente nombrados por el arconte), los poetas, los actores y miembros del coro, aparte de otras figuras importantes de la ciudad, en medio de la muchedumbre. El acto se clausuraba con un sacrificio de animales cuya carne era asada en el mismo lugar y repartida entre todos los participantes. Esta procesión (pompê) denotaba un modo ritual de reproducir no sólo el adviento sagrado de la divinidad sino además la apropiación simbólica de la ciudad. Un poco más tarde, la estatua era conducida, en un nuevo cortejo, desde el santuario hasta el teatro mismo, en cuyo centro (orchestra) era depositada por los concelebrantes. Esta segunda marcha, denominada kômos "parecía menos formal y se producía al final de la jornada, poco después del banquete que seguía a los sacrificios. Un grupo de hombres iluminándose con antorchas y acompañados por flautistas, iban por las calles cantando y bailando, recreando a escala de la ciudad las manifestaciones alegres que resultaban habituales después de los banquetes" (Briut Zaidman y Schmitt Pantel, 2002: 92). Adicionalmente, phalloi (falos) de cuero coronaban las varas de los porteadores, que no hacían más que evocar –según una antigua versión mítica– una enfermedad de los órganos sexuales causada por el dios cuando los atenienses se negaron a acoger la imagen de éste, una vez era transportada por Pegaso. En consecuencia, la doble marcha entrañaba la idea de un dios al tiempo nómada y sedentario, que iba y venía eliminando las fronteras, que irrumpía intempestivamente y se mostraba en una epifanía embriagadora. En una palabra, la marcha ritual autenticaba el sentimiento de una conmemoración religiosa cuyo recuerdo pervivía en la ciudad de un modo sacro.

Por lo que toca al componente ideológico, la ciudad no desaprovechaba la ocasión para juntar en un mismo espacio y tiempo la mayor cantidad posible de individuos, y así mostrarse en toda su gloria y esplendor. Como lugar de reunión colectiva, el teatro se tornaba espacio de publicidad. Según Goldhill, cuatro eran los actos que acarreaban una finalidad publicitaria: a) la presencia de los estrategas en las primeras filas del teatro; b) la exposición pública, en el centro de la orchestra, de los tributos (phóros) de los aliados; c) el reconocimiento público de aquellos que habían prestado alguna clase de servicio a la ciudad; y d) "la presentación de los huérfanos de los caídos en batalla" cuya educación corría a cargo de la ciudad (1992: 101-102).

Cabe resaltar que la presencia de los estrategas obedecía al llamado derecho de prohedria. El significado de este derecho comportaba dos elementos: de una parte, señalaba el vínculo de la ciudad con los individuos encargados de su defensa militar (pues no se debe olvidar que en la constitución política vigente los diez estrategas –uno por cada tribu clisteniana– eran elegidos por votación y nunca por sorteo), y, de otra, indicaba una afirmación explícita de las virtudes de la valentía, el honor y la agudeza intelectual de quienes luchaban para mantener a Atenas en la cima del poder.

Así mismo, que el tributo de los aliados, en especie y dinero, se exhibiera en medio del lugar de baile, y no en uno de los laterales del edificio teatral, era contracara, no tanto del aprecio de los atenienses por la riqueza, según una conocida lectura de Isócrates (Sobre la paz, 82), cuanto de la aceptación del cuerpo cívico de que el poder –representado por el tributo– se localizaba siempre en el centro.

Igualmente, aprovechar la apertura de la fiesta dionisíaca para informar acerca del beneficio que algunos ciudadanos le habían prestado a la ciudad con su acción política, económica, religiosa, social o cultural equivalía, no a promover una impresión de desigualdad, sino más bien a instigar un sentimiento de sana competitividad en pro de la subsistencia de la ciudad.8

Por último, que la ciudad se hiciera cargo de los hijos de los caídos en batalla guerreando a favor de la tierra que los había visto nacer, significaba, de un lado, que no era el individuo la condición de posibilidad de la pólis sino la pólis la condición de posibilidad del individuo, y, de otro, que la ciudad reivindicaba un ordenamiento social en virtud del cual el joven que había completado los requisitos para formar parte de las listas demóticas estaba listo para acceder a la vida adulta; vida, dicho en breve, destinada a las penosas faenas de la guerra (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 42: 4)9.

Estas actividades que antecedían la realización del certamen propiamente dicho eran tributarias de un valor público, en dos sentidos: se hacían a la vista de todos y, en muchos aspectos, concernían a todos. Lo común a los cuatro actos era el componente bélico (si entendemos que el beneficio incluía también el servicio militar), pues la ciudad no ignoraba que en el acto dramático de la autocontemplación aparecía incluida la guerra. Si antes la guerra había sido cosa de unos pocos individuos (el basiléus y la "corte" de aristócratas que podían costearse la panoplia del guerrero y llevar al campo de batalla sus propios caballos), ahora la guerra era un asunto de todos, y más de quienes como soldados-ciudadanos formaban la falange de hoplitas y no tanto las cuadrigas de caballeros (Vernant, 1992: 58 y ss). Y si la guerra incumbía a todos los ciudadanos, los partidarios de la democracia no escamoteaban esfuerzos para hacer comprender a las gentes la correlación existente entre deberes y derechos. Pues al deber de la defensa de la pólis se adecuaba el derecho de la participación política, de la misma manera que al deber de acatamiento de las leyes se avenía el derecho de la elección pública. En suma, la fiesta dionisíaca, al tiempo que inauguraba un culto cuyas ceremonias se ampliaban al cuerpo cívico, servía de vehículo para promover los principios ideológicos que daban sentido a la forma democrática de gobierno.

 

2. Especies del género dramático

2.1 Ditirambos

Ahora bien, concluidas las ceremonias de apertura, la fiesta se abría con un día de competiciones ditirámbicas.

Cada una de las diez tribus clistenianas conformaba dos coros, uno de jóvenes y otro de adultos. Cien varones integraban dichos conjuntos corales. Se estimaba que mil coreutas (cien por tribu) competían en estas audiciones. A diferencia de los coros cómicos, trágicos y satíricos, en los que los integrantes portaban máscara, calzaban gruesos zapatos y vestían largos y coloridos atuendos, los coros ditirámbicos no demandaban ningún aparejo especial.

¿Se servían acaso de las listas demóticas para llevar a cabo la selección de los cantantes? ¿Existían familias reconocidas por su reiterada participación en esta clase de práctica musical? Dada la resistencia de los atenienses a permitir que un individuo realizara una misma función pública por un tiempo superior a un año, ¿podían los coreutas ser elegidos durante dos años consecutivos? Al respecto, Bacon plantea que "los miembros del coro eran ciudadanos ordinarios [o en trance de formación] [...] quienes desde la niñez habían presenciado los cantos y las danzas en todas las ocasiones de común herencia" (1992: 15).

Ciertamente muchos ciudadanos tuvieron la oportunidad de cantar y danzar en alguna clase de actuación coral, tales como rituales de nacimiento, adolescencia, matrimonio, muerte o en cultos locales y festivales. Pero, "sólo aquéllos con dotes especiales podrían ser seleccionados para actuaciones por comisión, como sucedió con los coros de los epinicios de Píndaro o con otras grandes celebraciones o competencias" (Bacon, 1992: 15-16).

Un corego, que debía ser amante de estas lides tribales, era el encargado de hacer la elección, dirigir los ensayos y pagar a los ejecutantes. Sería la tribu, a través de este funcionario, quien reclutaría los servicios de algún poeta renombrado para que elaborara el texto de la canción que era interpretada por los cantores. El poeta, ya fuera o no ateniense (pues se tiene noticia de bardos procedentes de regiones distintas a la del Ática), debía satisfacer dos exigencias: elaborar una composición cuyo contenido evocara aspectos de las aventuras y pasiones de Dioniso, en el entendido de que el ditirambo era por definición un canto coral religioso en honor de dicha divinidad, y, además, entreverar en el texto fijado por escrito, resaltándolas, las bondades o virtudes de la tribu. ¿Elaboraba el poeta dos textos distintos, uno para cada coro? ¿Podían dos tribus diferentes contar con los servicios de un mismo bardo? ¿Los emolumentos de estos creadores eran sacados de los tesoros públicos de cada demos? No resulta fácil dar respuesta a estas y otras preguntas. Las pocas fuentes documentales (conocidas con el nombre de Fasti) apenas se ocupan de señalar los nombres de los vencedores de aquellas competencias que se dieron hacia el 502-501. Por lo demás, la música empleada originalmente en el ditirambo, al parecer, hacía resonar ritmos asiáticos (frigios y lidios). La flauta con la que se interpretaban contribuía a producir un efecto de festiva exultación, cuyo carácter gozoso era connatural a una divinidad como Dioniso. Hay razones prácticas para creer que los ditirambos no debían ser muy largos, dado que la ciudad debía garantizar unas condiciones equitativas de competitividad a los veinte coros que se trenzaban en franca liza.10

Le asiste la razón a Scodel cuando insinúa la idea de que las competiciones ditirámbicas comportaban un fuerte componente democrático. Si el premio se otorgaba a la tribu y no al poeta compositor del ditirambo, era porque la ciudad fomentaba menos, en este caso, el individualismo creativo (como ocurría en los otros géneros dramáticos) que el desempeño colectivo (2014: 77). El énfasis recaía en la phylé en tanto unidad político-administrativa, siempre integrada por grupos poblacionales pertenecientes a las tres regiones configurantes del Ática: la costa, el núcleo urbano y los parajes montañosos. La composición de las tribus garantizaba, al menos en teoría, condiciones de igualdad para llevar a cabo la competencia coral. Era esta misma igualdad la que a su vez revelaba un nuevo sentido de ciudadanía materializado en la participación cultural. Al competir entre sí las tribus, la ciudad reproducía el funcionamiento inherente a la pugna democrática, pues no era a través de la fuerza ni de la violencia sino del eximio desempeño coral (que integraba poesía, música y danza) como uno de los grupos que concursaban en el certamen se alzaba con la victoria. Y de manera similar a como las distintas instituciones democráticas (llamáranse Tribunal o Asamblea) suponían un público ante el cual los ciudadanos se dirigían con el fin de que emitiera su voto levantando la mano "entre dos decisiones que se le presentaban" (Vernant, 1992: 62), así las competiciones ditirámbicas implicaban la presencia de los demás miembros de las tribus cuyas aclamaciones y vítores a favor de sus propios coreutas pretendían influir en la votación del jurado.

2.2. Tragedias y dramas satíricos

Concluidas las audiciones ditirámbicas, seguían tres días de representaciones trágicas.

En contra de Zimmermann que supone que el certamen cómico precedía la escenificación de las tragedias, sostenemos la idea de que éstas debían exhibirse antes que aquéllas. Dos razones nos ayudan a afincar nuestra opinión: de un lado, el hecho de que las fuentes con las que contamos nos hacen saber de una institucionalización tardía de la comedia en el contexto del festival dionisíaco, y, de otro, "es muy poco probable que hayan organizado un certamen tan notorio en un género recién inventado que aún no había sido probado" (Scodel, 2014: 72). Tres días requeriría este segmento de la fiesta, si tenemos en cuenta que una tríada de autores participaba en el concurso, llevando a las tablas ya una tetralogía, ya tres piezas independientes (más el drama satírico correspondiente). Y si estimamos que el promedio de una tragedia oscilaba entre mil doscientos cincuenta y mil trecientos cincuenta versos, resulta razonable considerar que un día era tiempo suficiente para que un solo autor diera a conocer el producto de su actividad artística.

"Facilitar un coro" (frase técnica utilizada para avalar el derecho a la representación) era una de las primeras tareas del arconte epónimo,11 una vez accedía a su cargo tras haber sido avalada su candidatura por el Consejo, conforme al procedimiento conocido con el nombre de dokimasía.12 Dicha labor suponía la búsqueda, entre los ciudadanos más ricos de la pólis, de los choregoi (choregós). Con ser que choregós significaba, en sentido primario, "director o líder del coro", en realidad era el nombre usado para designar a quien se encargaba de pagar los doce o quince miembros que componían el coro. Pagar el coro demandaba una serie de gastos: alquilar el espacio de los ensayos, encargar copia de los textos, ofrecer refrigerios, mandar a confeccionar los atuendos, solicitar la elaboración de las máscaras, pagar salarios, y, de contera, nombrar el director mismo del coro. Esta contribución monetaria, que podía ser mezquina en caso de que el corego no fuera benefactor de las artes, constituía una suerte de impuesto que el Estado imponía a las clases más pudientes. Bajo un ropaje religioso, pues no en vano los atenienses hablaban de liturgia, la ciudad exigía un cobro económico a algunos ciudadanos. Es sabido que Frínico, al momento de llevar a escena Las fenicias, en 476, contó con la coregía de Temístocles, así como Esquilo, al momento de poner sobre las tablas Los persas, en 472, contó con la coregía de Pericles. Es difícil determinar si en la aceptación de estas dos personalidades como coregos hubo de mediar un auténtico interés artístico referido a la ciudad o, por el contrario, una pretensión individualista no exenta de propósitos políticos. Ahora bien, con el fin de evitar que la fiesta dionisíaca se privara de tener el patrocinio de las personas ricas, la ciudad introdujo la figura de la sincoregía, esto es, la unión de las riquezas de dos ciudadanos para costear los gastos de los distintos coros. "Para un buen espectáculo se necesitaba mucho dinero: tenemos noticias de gastos de 25 a 30 minas (el ditirambo, con 50 cantantes, costaba aún más aunque cada individuo tendría un pago considerablemente menor que los doce o después quince cantantes del coro trágico)" (Scodel, 2014: 80).13 Llegaría un tiempo en que la institución de la coregía desaparecería para darle entrada a un patrocinio estatal (agonothesia). Sean cuales fueren los problemas que esta institución pudo haber suscitado entre los ciudadanos más ricos, ellos no pudieron menos de contribuir a la formación de una "comunidad teatral" (Longo, 1992: 19).

Otorgándole valor histórico a Platón, cabe presumir que los poetas leerían ante el arconte epónimo sinopsis de sus obras como requisito previo de selección (Leyes, VII: 817 a-d). Gracias a algunas alusiones presentes en la comedia, podemos colegir que en la faena de composición de los textos que luego pasaban al espacio escénico, ya germinaba una conciencia del oficio de escritura.14 La labor de los autores era, a no dudarlo, harto difícil. En principio, porque se dirigían a un público que conocía aquello de lo cual se le estaba hablando (un repertorio de leyendas míticas que, aunque contradictorio y disperso, formaba un referente relativamente común). Luego, porque la ciudad prohibía la repetición, no de los temas, sino de la puesta en escena de una obra ya exhibida (si excluimos el montaje de Los persas en la ciudad de Sicilia un año después de haber sido presentada en Atenas). Y, después, porque, mientras la convención de la trilogía se mantuvo, el poeta debía ocuparse de componer un largo conjunto unitario, dotado de coherencia, rigor y valor dramáticos. Impulsados por el espíritu agonal que insuflaba la fiesta misma, los tragediógrafos, además de asistir a la representación de sus rivales, no veían obstáculo en imitarse entre sí.15

Quizá haya sido esto lo que movió a Nietzsche a caracterizar al autor de tragedias como un "pentatleta", pues, a juicio suyo, en él debían de concurrir las virtudes propias del hacedor de fábulas, músico, director de orchestra, conductor de la pieza y eventualmente actor (2004: 88). El término técnico chorodidaskalós, empleado en un tiempo en el que no existía una industria teatral propiamente dicha, cumplía la función de identificar socialmente a aquél que reunía las cinco funciones mencionadas. Su amplio significado sancionaba tanto la especificidad de un oficio técnico cuanto el magisterio de un servicio público. Más que situarse al nivel de un artesano que satisfacía necesidades esenciales para vivir, y por consiguiente que utilizaba su fuerza corporal para manipular instrumentos y producir bienes de consumo básicos, el poeta se elevaba a una categoría social altamente valorada por la ciudad. Como el antiguo rapsoda épico y el contemporáneo lírico coral, el autor dramático, particularmente de piezas trágicas, se entregaba a los otros con el fin de poner su saber a disposición de la ciudad. Ser tragediógrafo, en consecuencia, llegaba a ser una forma de participación democrática tanto o más importante que el tipo de participación entrañado por el ejercicio político. Dirigirse a una audiencia tan numerosa, bajo el artificio de la mascarada teatral, no dejaba de ser una gran responsabilidad, habida cuenta del componente educativo inherente a este género literario. De no haber sido por el reconocimiento que la ciudad otorgó a dicha actividad, ésta hubiera escatimado los recursos para pagar a los autores y a los actores. El magisterio poético, con todo, compartía un rasgo común con los demás oficios artesanales: pasaban de una generación a otra. Tanto Euforión como Filocles, hijo y sobrino de Esquilo, respectivamente, concursaron en los festivales dionisíacos. Del mismo modo, el hijo de Sófocles, Iofonte, habría compuesto cerca de cincuenta obras y ganado una vez el premio en un concurso trágico (Aristófanes, Las ranas: v. 73).

En suma, el autor, fuente del acto comunicativo, era el responsable de la creación de la obra, ya se tratara de una pieza individual, ya de un conjunto de piezas. Para su creación volvía la mirada al pasado, a la mitología, y entresacaba de ese depósito oral los materiales que requería. Empleaba el modo imitativo y plasmaba en verso el destilado de su labor. El destilado era la composición de los hechos. En el caso de la tragedia, no eran unos hechos cualesquiera ni debían estar ensamblados de cualquier manera. Había de preferirse hechos que satisficieran dos condiciones: que fueran conocidos por todos, según decíamos atrás, de suerte que al recrearlos imitativamente sobre el escenario cupiera la posibilidad de hacer uso de la alusión (Vernant, 1972: 295-296) y que, según Aristóteles, fueran hechos o "acontecimientos que inspiraran temor (fobos) y compasión (eleos)".16 Buscando, los autores encontraron algo más que Aristóteles, sin ser muy explícito, da a entender cuando afirma que eran pocas las familias a las cuales debía acudirse para hallar esos lances pavorosos (Poética, 1453a: 17-21): los héroes de quienes tomaban lo esencial de su historia no sólo contaban con un pasado legendario sino que mostraban los rasgos propios de las "sociedades de soberanía". Como descendientes de los dioses, los héroes eran, en muchas tragedias, reyes o esposas de reyes, príncipes o princesas, o amigos y confidentes de éstos.

En cualquier caso, personajes social y jerárquicamente individualizados. El guiño no debería sorprender: la Atenas que financiaba los concursos dramáticos vivía, bajo la conducción política de Pericles, la consolidación de la democracia, no la nostalgia de la realeza ni mucho menos la de la tiranía17 (así ésta, constituida por Pisístrato, y de ninguna manera por sus hijos, Hipias e Hiparco, hubiera significado, en muchos aspectos, una gestión no enteramente negativa). Como ficciones que encarnaban el poder, esas figuras, mitad heroicas, mitad reales, eran escenificadas para mostrar que los desmanes en el mando y la dominación resultaban peligrosos. De ser tocados por la desgracia, no sólo caían ellos sino también el pueblo que estaba bajo sus órdenes. Y la caída de ambos podía "despertar la emoción de un modo más general que las vicisitudes del hombre de la calle" (Rosenmeyer, 1989: 159 y ss.).

El actor (ya fuera en calidad de protagonista, deuteragonista o tritagonista) era el mediador de la comunicación escénica. A él lo interpelaba el autor, durante los ensayos, y sobre su figura recaía la mirada del espectador, durante la ejecución de las obras. Como a los autores, a él los jueces lo podían recompensar otorgándole el premio al mejor actor. Si su compromiso concernía al acto de la imitación, su labor se realizaba entre dos requerimientos. Primero: memorizar –sin más ayuda que un entrenamiento atento y cuidadoso– varios cientos de versos, elaborados en esquemas métricos diversos, a fin de articularlos después, con dicción clara y precisa, en alternancia con las partes cantadas. Inserto en un ambiente poblado de seres procedentes de una tradición venerable, debía hacer creer al público que hablaba una lengua natural. Segundo: fungir de intérprete; y ello de dos maneras: como sujeto que intentaba fijar en secuencias de acciones las intenciones del autor, y como responsable de la interpretación cabal de la obra. En cuanto intérprete, traducía lo que yacía fijo en algo móvil, lo que aparecía registrado por escrito en habla emitida, lo que era invisible al público en algo disponible a la vista de todos, lo que resultaba oscuro en algo familiar, lo que se erguía como simple alusión en complejo destello de comprensión. Usando expresiones modernas, el actor descodificaba el "texto" del autor, lo cual suponía una comprensión léxica y gramatical, lo recodificaba, esto es, procuraba captar sus implicaciones semánticas, y luego lo destinaba a los espectadores (quienes insertaban lo captado en un universo de referencia personal y social). De la interpretación imitativa que hacía el actor, y sólo de ella, dependía que la obra (mera potencia antes de ser representada) actualizara o no el fin perseguido por el género dramático o por el autor. El papel del actor, por lo tanto, consistía en acortar la distancia que separaba el polo de la producción y el de la recepción, de manera tal que hiciera sentir a uno y otro que era posible establecer (se) comunidad. El actor encarnaba, no a "personas" reales (no a individuos a quienes les "acontecía decir o hacer tales o cuales cosas", y ello en un tiempo específico, datable, y en un espacio determinado, localizable), sino roles actanciales. Según Aristóteles, estos "personajes" estaban dotados de pensamiento (dianoia) y elocución (lexis). Simulaban decir lo que pensaban y fingían pensar antes de hablar. Un carácter (ethos) los definía, una línea de conducta manifestaba su actuación sobre la escena. Tal línea de conducta se plasmaba en una acción que, antes que ordinaria, resultaba extraordinaria (no hay que olvidar que tras la máscara se ocultaba una figura heroica). Pero era extraordinaria en otro sentido: la acción que ejecutaba efectivamente el héroe aparecía transida de pasión (pathos). Los héroes cuyas acciones eran imitadas por los actores se mostraban como seres constitutivamente apasionados. Vivían una existencia ebria de pasión, y sobre todo, enferma de pasión. Y, lo más importante desde el punto de vista social, estos héroes eran puestos arcaicamente en escena porque representaban un estilo de vida, unos esquemas de pensamiento, unas formas de conducta que no eran los que la ciudad avalaba como los más adecuados para consolidar el ideal democrático.18

Si individualizamos, como acabamos de hacerlo, los agentes que participaban en la representación de una tragedia (coregos, autores y actores), es para hacer notar el contraste entre la audición ditirámbica y ésta. Mientras el ditirambo era un certamen de y entre tribus, la tragedia era una competencia de y entre personalidades artísticas. En esa medida, "la combinación del ditirambo y la tragedia en el festival refleja, como en un microcosmos las tensiones del mismo sistema democrático –que necesitaba, por un lado, proclamar su igualitarismo, atraer y premiar la excelencia, pero quería, por otro lado, aprovechar al máximo los recursos de los más ricos sin distanciarlos–" (Scodel, 2014: 77-78). Como si la fiesta teatral misma nunca dejara de recordar los valores opuestos asociados a la deidad en cuyo honor se llevaba a cabo el certamen, las trilogías trágicas se cerraban con una suerte de epílogo: el drama satírico.19 Atribuida la invención de este género a un tal Pratinas de Fliunte o de Fleyo, "quien debió de introducirlo en Atenas en la época en que la tragedia había encontrado ya su forma definitiva" (Lesky, 2001: 89), sus rasgos pronto se hicieron evidentes: el autor mismo de la trilogía se comprometía a escribirlos; mostraban una estructura similar a la de la tragedia, aunque mucho más corta; presentaban coros integrados siempre por sátiros, personajes semi-animalescos con orejas y colas equinas que eran conducidos por Sileno (González Ruz y Porres Caballero, 2012: 228 y ss.); empleaban una serie de recursos retóricos cuya pretensión era producir un determinado efecto cómico (entre ellos, exabruptos, equívocos, hipérboles, etcétera); y, finalmente, procuraban servirse de una versificación flexible en la que predominaban las esticomitías (o diálogo verso a verso de los participantes) o repartos del verso entre dos o más interlocutores (antilabé). Temáticamente hablando, la burla y jocosidad inherentes al drama satírico parecían responder a una intención precisa: expresar el reverso de la sacra solemnidad propia de la tragedia. En términos de Zimmermann, "el atractivo especial del drama satírico nacía de la oposición entre el sátiro animal, caracterizado por su lascivia y su pusilanimidad, y el mundo de los héroes y los dioses" (2012: 30-31). Así las cosas, risa y llanto, alegría y dolor, extroversión e introversión, bufonería y heroicidad, y festejo y desastre, definían una lógica de antinomias vinculada al sentido de una divinidad como Dioniso.

2.3 Comedias

Con ser que el orden del programa aún se discute, pues no quedan muchos testimonios que nos informen acerca de una suerte de agenda institucionalizada mantenida con regularidad a lo largo de los años, el último día del festival se consagraría a la presentación de comedias. O, más bien, si en los inicios de la fiesta religiosa se ponían en escena "cada vez tres tragedias, un drama satírico y una comedia" (García López, 2000: XI), más adelante, en los períodos de paz de la Guerra del Peloponeso, la ciudad habría establecido el concurso de cinco piezas cómicas. Desde su introducción en 487/86, las comedias entraron a formar parte importante del género dramático. "La Suda (léxico bizantino del siglo X d. C) explica que Quiónides fue el primer comediógrafo que compitió en las Dionisias Urbanas, sin especificar si obtuvo algún premio" (García López, 2000: XI). Casi medio siglo trascurrió entre la aparición de Quiónides y la representación, en 427, de Los comensales de Aristófanes. "Contribuyeron a darle su definitiva configuración, tal como nos es conocida por las piezas de Aristófanes, una serie de predecesores y contemporáneos suyos, como [...] Magnes, Éupolis y Platón, cuyas obras, salvo insignificantes fragmentos, se han perdido" (Gil Fernández, 2012: 21). Si lo ditirámbico señalaba la concreción de una dimensión religiosa acogida por la ciudad, y si lo trágico representaba la cristalización de un espíritu crítico referido a la inconveniencia democrática del mantenimiento del ideal heroico, ahora lo cómico constituía la materialización cívica de lo jocoso con una fortísima dosis ideológica y política. De ahí que Aristóteles estableciera que el objeto de la comedia, en cuanto que "imitación de hombres inferiores", fuera aquello que, por ser feo o defectuoso, generaba la risa (Poética, V, 1449a: 30-35).

A diferencia de los coros trágicos, integrados por doncellas, mujeres y ancianos (en general por quienes, dada su condición social, se mostrarían impotentes para tomar parte activa en las vicisitudes y dilemas éticos del héroe), los coros cómicos, aparte de comprometer personajes humanos –favorables o desfavorables al proyecto utópico que suele emprender el personaje principal–, estaban conformados por figuras animalescas. En este sentido, "los coros animalescos de la comedia son comparables a los del drama satírico pues encarnan sátiros, centauros o caballos" (Rodríguez Adrados, 1967: 263). Uno y otro coro, por lo demás, no excluían la relación con el pasado mítico; sólo que el de la comedia incorporaba el escarnio de personas vivas, lo mismo que la puesta en cuestión, por no decir la burla, de los ideales aristocráticos. El recurso al ataque personal, conocido con el nombre de onomastì comodeîn, era un rasgo característico del género. Los coros cómicos, así mismo, hacían eco al esquema general de un héroe que se veía atribulado por circunstancias opresivas, sobre las cuales indefectiblemente triunfaba. Aristófanes, autor del que conservamos once piezas completas, es ilustrativo al respecto. En Los caballeros, por ejemplo, el coro, luego de soportar los desmanes y exacciones de la tiranía de Cleón, procura derrocarlo con el fin de devolverle a Atenas la tranquilidad política perdida, para lo cual debe contar con la ayuda del héroe Morcillero. De modo similar, el coro de nubes de la comedia epónima sirve a Sócrates y a los demás miembros "del cavilopensadero" a justificar no sólo el tipo de investigación que llevan a cabo, sino también el lugar en el que las ideas hallan su más firme anclaje. Pero no porque el coro se pusiera del lado del héroe o terminara siendo persuadido por éste para que participara en la ejecución del programa que se proponía realizar, hay que pensar que estamos en presencia de un conjunto homogéneo.

Cierto que en la mayoría de las ocasiones los 24 coreutas que componen el coro parecen actuar como un bloque compacto; sin embargo, no es menos cierto que hay momentos en que la individualización parece ser una alternativa teatral. Como bien lo ha percibido Brioso Sánchez, una obra como La paz muestra tanto a unos coreutas con "extracciones diversas" cuanto a roles individuales "que pueden haber repercutido en los disfraces de cada uno de ellos" (2005: 206).

Aunque formalmente similar a la estructura de la tragedia, pues en última instancia también obedece a la alternancia de palabra recitada y cantada, la comedia se reserva para sí dos elementos distintivos: el agón y la parábasis. Aquél ha de ser entendido como el equivalente formal del primer episodio trágico, y por ende era el lugar en el que el autor formulaba, de modo literario, la tesis que se iba a ventilar en la obra. Dicha tesis, elaborada a menudo bajo el revestimiento de una especie de proyecto utópico, entraba en conflicto con un estado de cosas actual o con un cuerpo de ideas sostenido por un personaje antagonista. En términos de Gil Fernández, "en todas las comedias de Aristófanes, excepto Los acarnienses, La paz y Las tesmoforiantes, se encuentran unas escenas [...] en las que se discute el pensamiento de la pieza (el tema cómico), o una parte fundamental del mismo en un debate en el que el protagonista vence o convence progresivamente a su antagonista" (2012: 38). La disputa entre los dos personajes enfrentados, que en ocasiones podía llegar a una virulencia inusitada, hacía necesario, por razones dramáticas, la intervención del corifeo. Y si no era el corifeo quien terciaba en la disputa, el coro podía exhortar a ambos querellantes para que dieran comienzo a la discusión y consecuente réplica de ésta. Sobra indicar que el tejido verbal pergeñado por el autor para crear la ilusión de movimiento se apoyaba en una abundante gama de ritmos poéticos, figuras de dicción y tipos de razonamiento, pertenecientes todos al acervo cultural de una comunidad que se inclinaba por formalizar el uso público del lenguaje. Finalmente, el coro podía emitir un juicio sobre el debate presenciado si el contenido del mismo "había llegado a una solución satisfactoria desde su punto de vista" (Gil Fernández, 2012: 41).

Además del agón, el otro componente formal de la comedia griega antigua era la parábasis. En sus orígenes, escribe García López, "se piensa que pudo ser la parte que abría la obra, como una especie de prólogo o, también, ser situado al final como epílogo. De todas formas, y a pesar de que falten en algunas comedias (propiamente en las dos últimas obras conservadas, Las asambleístas y Pluto) y en otras, por el contrario, como sucede con el agón, la encontremos, al menos aparentemente, duplicada en su contenido (Las ranas), es parte esencial en toda comedia antigua" (2012: XXV). En sentido literal, la palabra significaba "salida de tono", "desvío", "abandono temporal del asunto tratado".

En tanto elemento formal, entrañaba una dimensión meta-teatral: los miembros del coro se desprendían momentáneamente de sus máscaras, volvían su mirada hacia el público asistente y lo increpaban de múltiples maneras, con el fin de hacerlo aún más partícipe o bien de la trama configurada, o bien de los asuntos más acuciantes que incumbían a la vida ciudadana. Más aún: diluyendo el pacto mimético entre actores y espectadores, el coro –durante el acto de la parábasis–, se arrogaba el derecho de hablar al público como si se tratara de un orador que parloteara en el ágora. La ocasión servía al coro para denunciar aquellas situaciones que ponían en riesgo la estabilidad de la ciudad, para zaherir, con apuntes mordaces, el quehacer poético de sus colegas, o, en fin, para adelantar el elogio de las dotes artísticas del poeta concursante. Como entreacto, la parábasisbrillaba por la ausencia de acción y difuminaba el carácter mimético de la composición. A pesar de su extrañeza respecto de la economía general del drama, la parábasis respondía a un patrón convencional: "consiste en una estructura epirremática ['estructura dialógica en la que alternan canto y recitado'] que a su vez consta de dos partes. En la primera un breve coral precede a una larga resis o parlamento del corifeo [...] que termina en un pnigos o 'ahogo' en versos más cortos recitados sin separación entre ellos: suele referirse al elogio de su obra por parte del poeta. La segunda parte es una estructura epirremática, con una oda del coro seguida de un parlamento del corifeoy una segunda oda (actúan como estrofa y antistrofa) seguida de un segundo parlamento" (Rodríguez Adrados, Introducción: 21).

En cuanto al contenido, la comedia se ocupaba del presente cívico. Su referente último era la actualidad más viva y acuciante. Eso no significa que la pieza cómica abjurara, por así decirlo, del pasado mítico o legendario. Mito y realidad cotidiana, entonces, convivían extrañamente en el entramado de la historia que se llevaba a las tablas.

Como si esta alianza no bastara, la comedia era el reino de la fantasía. Los héroes subían al cielo con la intención de fundar ciudades menos hostiles y más hospitalarias (Las aves) o bajaban al inframundo con la pretensión de remozar el contacto con los muertos (Las ranas). El poeta cómico no encontraba ningún obstáculo en volver de revés aquello que socialmente aparecía firmemente establecido. Así, en La asamblea y Pluto se proponía, en el marco de una quimera socio-política, una distribución equitativa de la riqueza. En Lisístrata eran las mujeres quienes, alterando los roles sociales habituales, salían de sus casas en dirección al ágora con el fin de acordar una medida extrema que pusiera fin a la guerra entre espartanos y atenienses. Pero tras la fantasía de la construcción cómica latían severas críticas. El responsable de llevar a cabo el proyecto cómico era un personaje que detentaba los rasgos típicos de un anti-héroe. Su perfil, obviamente muy alejado de la estatura gloriosa de la figura trágica, entraba además en contraste con los antagonistas a los cuales se oponía: personalidades conocidas por la audiencia misma (Sócrates, Cleón, Eurípides, Lámaco). Aparte de estos aspectos generales, la comedia de tipo aristofánico comportaba una serie de elementos constantes. Las alusiones sexuales, ora formuladas veladamente, ora expresadas con una franqueza desenvuelta, abundaban por doquier a lo largo de las obras. Personajes femeninos como la "mujer" que interpretaba la flauta en Las avispas o la que encarnaba la Fiesta en La paz, constituían estilizadas manifestaciones de este recurso. Igualmente, las procacidades, los chistes sexuales y las más diversas groserías (ligadas todas a una antropología local) favorecían la producción de la risa. Ninguno de estos recursos acusaba una significación autónoma. Era claro que las licencias verbales mencionadas actuaban "de un modo estabilizador en las relaciones sociales". A su manera, las tramas cómicas eran vías de escape de la tirantez social. Si la ciudad toleraba los atrevimientos de la comedia era porque comprendía que la violencia podía ser canalizada a través de la burla codificada. Los autores de comedias se mofaban de normas, individuos públicos, instituciones, prácticas y costumbres, en un intento por subvertir todo aquello que articulaba el andamiaje sobre el cual se sostenía la pólis. Por eso, "estaba presente como un leit motiv en las comedias de finales del siglo V la cuestión de la crisis del consenso democrático y de dónde habría que buscar las causas de la decadencia de la pólis. La comedia veía a los principales culpables en la sofística y en los círculos influidos por ella, los intelectuales" (Zimmermann, 2012: 28). En últimas, la risa cómica, enhebrada de motivos que tenían por objeto las ambigüedades propias de una ciudad que no cesaba de verse a sí misma como el faro de la Hélade, escondía un profundo valor ideológico.

Recapitulando, los cuatro géneros dramáticos que competían en el marco del festival dionisíaco, pese a sus diferencias de forma, contenido e intención artística, eran tributarios de un rasgo similar. En cada uno de ellos, un conjunto coral (compuesto de ciudadanos, agentes sociales o figuras animalescas) alternaba su presencia teatral con un personaje agonista. Sendos lenguajes acompañaban a los dos elementos formales: lírico, en el caso del coro, y hablado (o, mejor, dialogado), en el caso del personaje. Merced al registro discursivo lírico, el coro evocaba las hazañas o gestas del personaje, comentaba sus acciones (sobre todo las que estaba a punto de realizar), interrogaba sus intenciones y, a la postre, emitía sentencias morales de alcance general (acaso universal); y gracias al registro discursivo del habla, el personaje decía algo a alguien sobre el cosmos, los dioses, otros personajes o sobre sí mismo. Elementos formales y modo o registros verbales se anudaban en torno de la noción de acción o actividad. No en vano, el drama, ya en su filiación doria, ya en su filiación ateniense, implicaba la imitación de una acción (si se quiere, de una vida).

Al comprometer no sólo el destino de un agente sino también de una colectividad, dicha acción se tematizaba dramáticamente ante un público, bajo la forma de un espectáculo financiado por la ciudad. Lo que ocurría en el drama, lo que en él se escenificaba, lejos de ser mera ficción, era entendido por la mancomunidad de ciudadanos como algo que les tocaba de cerca, como algo que les concernía para su propio bienestar.

Esa acción representada, en sus múltiples variaciones dramáticas, a su manera daba cuenta de los problemas a los cuales se enfrentaba una ciudad que había hecho de la palabra el instrumento por excelencia de la vida política.

 

3. Juicio y premiación 

Que el último acto de las Grandes Dionisias fuera un juicio, cuyo dictamen era proclamado públicamente por un heraldo, no resultaba indiferente.

En primer lugar, en él los atenienses veían la posibilidad de actualizar, en otro tiempo y bajo circunstancias sociales diferentes, la tendencia agonal de los antiguos duelos heroicos, característicos de las viejas aristocracias. Si la finalidad del guerrero que participaba en aquéllos no era vencer a su adversario usando la fuerza sino la palabra, la finalidad de los concursos dramáticos era alzarse con la victoria sirviéndose del talento artístico. Y así como en los duelos épicos siempre había un tercero (tal el caso de Néstor en la disputa que Aquiles y Agamenón sostienen en el libro I de la Ilíada) que mediaba para arbitrar en la disputa de los contrincantes, del mismo modo en la fiesta dionisíaca la ciudad nombraba un jurado de diez ciudadanos para otorgar el premio a la mejor creación. En cierto sentido, la obsesión democrática por reconocer al mejor autor en el terreno del arte era un sedimento espiritual de los ideales aristocráticos presentes en el mundo antiguo.

Aquí ya no era la aristocracia de sangre la que se admitía en el marco de las nuevas ideas; lo que se defendía, lo que se impulsaba y lo que en últimas se premiaba era la excelencia espiritual.

Y en segundo lugar, no menos importante que el primero, el juicio con el que se ponía fin al certamen entrañaba una profunda dimensión política. Como señala Vernant, "entre 534 y 530 se instituyeron en Atenas los debates en la tragedia [...] Las tribus habían elegido jueces como elegían jueces en los tribunales populares, y estos jueces debían pasar sentencia en sufragio secreto al final de la ceremonia [...] De ahí que la tragedia representara, específicamente, una parte del stablishment de un sistema de justicia popular, un sistema de tribunales en el que la ciudad como ciudad, respecto a los individuos como individuos, regulaba ahora lo que antes era una especie de debate entre el gené de las familias nobles" (1972: 300). Por una vía indirecta, cuyas sendas se remontaban hasta el pasado heroico, la ciudad se contemplaba a sí misma al amparo de una convención que no veía problema en fundir el presente con el pasado. Ya no era la ciudad, materializada en el auditorio la que tomaba distancia crítica respecto de su propia historia; ahora era el cuerpo cívico el que, reunido en las gradas del teatro, pretendía definir su presente y su futuro como mancomunidad realizando un examen crítico de su pasado.

Dado que el último acto competía a la ciudad como si de una audiencia forense se tratara, los jueces elegidos por sorteo votaban a favor, no de un solo género artístico, sino de todos los géneros representados. Si se formaban o no juntas de jueces para pronunciarse puntualmente sobre un género en particular, es cuestión que puede ser sometida a debate.

Como en otros aspectos del certamen, el punto de partida lo constituían las diez tribus clistenianas. No debemos olvidar que, además de ser una entidad real, dotada de funciones y atributos políticos definidos, la tribu era una unidad geográfica y administrativa de carácter artificial, creada para llevar a cabo la mezcla de la población. El corazón de las tribus lo integraba el demo, entendido menos como un distrito o barrio que como una división del cuerpo de ciudadanos empleada "para el reclutamiento de los miembros de la Asamblea y del Consejo y de las diferentes magistraturas" (Bruit Zaidman y Schmitt Pantel, 2002: 70). Anualmente, y tomando en consideración la "lista de empadronamiento" propia de cada demo, muchos ciudadanos se ofrecían para participar en las distintas funciones públicas. Fungir de juez en el teatro implicaba una posibilidad de participación efectiva. Homo politicus no sólo era aquél que ejercía una magistratura de Estado, sino también quien tomaba parte en las actividades cívicas que daban cohesión al grupo social.

A sabiendas de que el sorteo era uno de los sellos distintivos de la democracia ateniense, la elección de los árbitros teatrales quedaba en manos del azar. Sin embargo, los miembros del Consejo intervenían en el proceso avalando las listas de jueces propuestas por cada uno de los demos. Se sospecha que los candidatos propuestos para tal función debían reunir cuando menos tres condiciones: a) tenencia de propiedades, b) alguna clase de vínculo con los cultos de la ciudad, y c) alguna clase de conocimiento en asuntos literarios (Marshall y Van Willigenburg, 2004: 91). Una vez éstos recibían la notificación para asumir la responsabilidad del juicio, sus "perfiles" eran sometidos a examen con el fin de garantizar un mínimo de transparencia e imparcialidad. A esta medida se añadía otra: se les tomaba juramento para evitar cualquier clase de favoritismo (Winkler, 1992: 41). Antes de comenzar la función, los nombres de los ciudadanos seleccionados se fijaban con rótulos "en jarrones sellados (uno por cada tribu); estos jarrones se abrían sólo en el teatro" durante el comienzo del certamen, y de ese modo la organización de todos los preparativos quedaba fijada oficialmente (Scodel, 2014: 82). Si, como se supone, el auditorio aparecía cortado verticalmente por trece secciones que permitían el acceso y la distribución de los asistentes según la tribu a la cual pertenecía cada ciudadano, ¿cada uno de los jueces elegidos ocupaba su lugar en el teatro de acuerdo con la localización de la phylé? ¿Se extendía el derecho de prohedria, habitualmente reservado para el sacerdote de Dioniso, embajadores de ciudades aliadas y demás dignatarios importantes, a cada uno de los jueces? Así podría considerarse si damos crédito a Aristófanes (Los Acarnienses, v. 1224). Cabe señalar, pese a lo dicho unas líneas arriba, que así como los atenienses recelaban de la especialización en el desempeño de la función jurídica y política, igualmente el ejercicio del arbitraje artístico estaba exento de una preparación especializada. El momento decisivo acontecía cuando los jueces daban su voto. Para tal fin, introducían en una urna el nombre de los ganadores. No está claro si el procedimiento empleado era el mismo que se seguía en los Tribunales (fichas de bronce o madera usadas para elegir a los jueces) o el que la Asamblea disponía para votar los casos de ostracismo (trozos de cerámica sobre los que se escribía el nombre de quien recibiría la sanción del exilio). Lo que sí está fuera de duda es que el acto recaía sobre el nombre de la tribu ganadora y el de los dramaturgos. "Primero se sacaban cinco votos [al azar y dejando en suspenso el dictamen de cinco de los diez jurados] y se leían en público; si alguna compañía tenía cuatro o más votos ganaba; si ninguna alcanzaba esa cifra se iban sacando votos, uno por uno, hasta que surgiera un ganador. Si el segundo lugar era un empate, el reconocimiento se otorgaba a la compañía que hubiera recibido el número requerido de votos o, a veces, se hacía otra votación" (Scodel, 2014: 82-83). Recibían premio, al comienzo en especie y luego en dinero, el coro ditirámbico, el corego, el autor de la tetralogía o pieza trágica, el comediógrafo y el protagonista de estos dos últimos géneros.

 

4. Conclusión 

Aunque producto de la imaginación, nuestra imagen de partida reclama ser completada.

La fiesta ha concluido y tres instancias verbales, correspondientes –en cierto modo– a las tres partes estructurales del edificio teatral, han sido oídas por quienes, en calidad de masa anónima de asistentes, han concurrido a las Grandes Dionisias.

Cultos o incultos para apreciar el –en ocasiones– embrollado curso y recurso de las intrigas dramáticas; perspicaces o tardos para percibir las –con frecuencia– oscuras y apretadas insinuaciones míticas; exigentes o tolerantes a la hora de justipreciar el valor significativo de un parlamento jovial o de un triste semi-recitado; aplicados o indisciplinados cuando se trataba de ponderar la justeza de una línea de conducta por parte de alguno de los actores (hypocrités), los espectadores han contemplado y escuchado a quienes cantaron y danzaron sobre el suelo de la orchestra y a los que, sobre el tablado de la skené, imitaron a los que actuaron.

Durante seis días esta gente se hubo de volcar a vivir una existencia dramática. Al cabo de las festividades, y cuando los jueces ya declararon a los vencedores de las justas teatrales, particularmente de las tetralogías, el público se retira. Algunos, en pequeños grupos o como viandantes o navegantes solitarios, retornarán a sus demos campestres o a ciudades vecinas o distantes de Atenas. Otros, empujados por las urgencias de sus negocios, volverán a la zona del Pireo, salpicada por el bullicio de los vendedores, los estibadores y demás "asalariados". La mayoría, por qué no, permanecerá en la ciudad, atenta a la reanudación de la demandante vida política. Pronto las autoridades ordenarán fijar por escrito, en los registros oficiales (didaskalía), los nombres de los ganadores de las competiciones ditirámbicas y de los poetas concursantes. Salvo que la continuación de un conflicto bélico suspendido o la intempestiva declaratoria de una nueva guerra se produzcan, la ciudad hablará del certamen durante días. Sea que las tramas hayan contribuido a remozar el espíritu democrático, sea que éstas hayan favorecido la tirantez social entre los focos aristocráticos y los de un pueblo que quiere continuar haciéndose con la soberanía popular, el gran vencedor de las justas es Dioniso.

Que el certamen, institucionalizado y celebrado por espacio de décadas, se haya permitido incluir actos protocolarios y géneros dramáticos tan diferentes y con finalidades tan diversas, acaso no pruebe más sino que los griegos no podían menos de ver en Dioniso la concreción de dos lógicas: una, en virtud de la cual lo múltiple se alza como unitario, y otra, merced a la que la polaridad de los contrarios coexiste sin anularse recíprocamente (Vernant, 2002a: 33). No en vano, la pólis, cuya etimología guarda un estrecho parentesco con los vocablos griegos pléos –lleno–, polýs –mucho– y plêthos –multitud–, será definida por Aristóteles no sólo como una "cierta multitud de ciudadanos" (Política, III, 1, 1274b: 41), sino también como una unidad, un todo. "Esa unidad se denomina en griego koinonía, comunidad [...] Pero ¿qué es lo común (tò koinón) que funda la comunidad (koinonía)? Según Aristóteles, aquella acción (prâxis) que une a los elementos actores de la misma con los que la padecen" (Ezquerra Gómez, 2009: 21). En esa medida, la koinoníaes, en consecuencia, acción mutua entre un elemento activo y su correlato pasivo.

Por extensión, el teatro es manifestación de comunidad, a la vez múltiple y unitaria.

Comunidad, con todo, en la que los dualismos –políticos, religiosos, sociales y en general culturales– son la marca distintiva de la deidad en cuyo honor la ciudad realiza la fiesta del teatro. Fiesta que, según decíamos atrás, incorpora una nueva experiencia: la del artificio.

Artificiales son las máscaras y no el rostro humano que, feo o bello, es natural; artificiales son las fábulas recreadas y no los acontecimientos que, históricos o míticos, son "reales"; artificiales son los personajes y no las personas que, ya sean artificiosas o no, llevan una existencia individualizada. "Tal es", acota García Bacca, "la faena del teatro: hacer de las cosas una simple exhibición. El espectáculo teatral verifica, por consiguiente, una cierta clase de abstracción, por la que se prescinde de la individualidad real y de sus accidentes, para dejar suelta, limpia, desnuda una gesta" (1985: 44). Artificio serio, sin embargo, en el que está en juego tanto la imagen que la ciudad se hace de sí misma cuanto la nueva imagen del hombre a la cual el drama intenta dar una respuesta por la vía del arte.


* Este trabajo es resultado parcial de la investigación titulada Sobre la tragedia griega (Planos de expresión y contenido), iniciada en el mes de julio del año 2012. Grupo: Estudios en filosofía, hermenéutica y narrativas (Categoría A1 de Colciencias). Departamento de Ciencias y Humanidades. Universidad EAFIT.

1 Toda fecha que en adelante aparezca en el texto debe sobreentenderse como referida a la indicación "antes de Cristo".

2 "El teatro es el universo de lo ficticio. No es más, como en la poesía, algo ficticio evocado a través de un relato indirecto, es decir, algo ficticio que está directamente puesto en escena. Como lo dice Platón, en la epopeya se sabe que es el poeta quien relata los acontecimientos, en tanto que en la tragedia, según él, se nos quiere hacer creer que los acontecimientos tienen lugar bajo nuestra nariz. Y esa es la razón por la cual Platón condena el teatro, porque es la mímesis, la mentira, el falso semblante. Pero si la tragedia crea un plano de realidad que es lo ficticio, los espectadores saben que eso a lo que el teatro da vida y carne no existe en la realidad. Este conocimiento es la conciencia de lo ficticio" (Vernant, 2002: 214-215).

3 "Se escriben libros sobre la 'tragedia griega'; es absurdo, no hay tragedia griega: hay una tragedia ateniense. No todas las ciudades griegas crean tragedias, ni siquiera todas las ciudades democráticas. Sólo en aquella donde culmina la auto-creación de la democracia, Atenas, aparece simultáneamente la tragedia" (Castoriadis, 2006: 45).

4 Hablamos de presentación, a sabiendas de que podría hablarse de representación, para hacer notar un rasgo distintivo de la vida cultural ateniense: durante el esplendor del teatro griego, testimoniado por las figuras canónicas de Esquilo, Sófocles y Eurípides, la ciudad espera contar cada año con piezas siempre nuevas. Así las cosas, habrá que aguardar hasta el primer tercio del siglo IV para que obras anteriormente escenificadas puedan volver a ser vistas públicamente sobre las tablas. Cierto que los protocolos del festival se mantienen; cierto que los géneros perviven sin alteraciones formales sustanciales; pero no es menos cierto que las obras ofrecidas al público no deben ser el producto de una reposición.

5 En palabras de Lesky, "esta fiesta del mes primaveral de Elaphebolión [marzo] no era para el 'panjónico' Dioniso, venerado en las Leneas y en las Antesterias. El dios de esta fiesta es Dioniso Eleutéreo, llevado a Atenas desde el lugar fronterizo de Eleuteres, ático-beocio [...] En esa fiesta, en tiempos de Pisístrato, en uno de los tres primeros años de la Olimpíada de 536/5533/2, fue representada, por primera vez, con patrocinio oficial, una tragedia por Tespis. Desde entonces, se fija la relación entre el drama trágico y las Dionisias Urbanas, y posteriormente este vínculo se formaliza reservando a la tragedia los días 11-13 del Elaphebolión y representando en cada certamen teatral una tetralogía, o sea, tres tragedias y un drama satírico" (2001: 102)

6 Lo dicho apenas si da cuenta, en la ardua cuestión que supone ocuparse del origen de la tragedia, de una de las dos posturas en que la crítica filológica ha resumido la significación del término primario que subyace a la expresión 'tragedia'. Si la formación primitiva de tragedia no es tragodía sino tragodós ['actor trágico', 'miembro de un coro de tragedia'], o en cualquier caso tragodói ['actores trágicos', 'miembros de un coro de tragedia'], dicha crítica, no obstante, desatendiendo esta formación, ha querido ver en el término tragedia ya "un canto de los machos cabríos", ya "un canto para obtener como premio un macho cabrío" (cf. Burkert, 2011: 27 y ss.; Lesky, 2001: 88 y ss.; Vernant y Vidal-Naquet, 2002b: 24; Rodríguez Adrados, 1967: 256 y ss.).

7 Aparte de las dos dimensiones señaladas, la fiesta teatral se consolidó en medio de una serie de cambios culturales relacionados con ámbitos diferentes de la vida social ateniense. En el terreno filosófico, al lado de la sofística, se comenzaba a discutir, merced a las ideas de los eleatas, la distinción entre el ser y el parecer (einai y pháinesthai), así como la figura ambulante de Sócrates inauguraba una primera aproximación a las nociones de verdad y opinión (alétheia y doxa). En el plano de la civilización, Atenas se movía desde una sociedad marcada por formas propias de comunicación oral, "pre-alfabetizada", desconocedora de la escritura, y, por lo tanto, requerida, para sus antiguos fines de formación, de mecanismos mnemotécnicos fundamentados en patrones de repetición, hacia una sociedad caracterizada por diversos tipos de comunicación escrita, alfabetizada, en pugna con la oralidad, y, por consiguiente, necesitada, para sus propósitos de educación, de dispositivos caligráficos o tipográficos destinados a la liberación del pensamiento (Havelock, 2008: 48). El arte, o si se quiere, el amplio reducto de la representación figurada (avalada por el nuevo vocabulario que se imponía en la ciudad –prosópon (máscararostro), mimo (género-individuo), mimeisthai (imagen-modelo imitado), eikon (ídolo-imagen), ekphrasis(descripción-representación)–, no escapó a estas transformaciones (Vernant, 2002: 225).

8 En la réplica de Demóstenes a Esquines, queda claro que la distinción otorgada por las autoridades al orador, una más de las innúmeras con que miles de ciudadanos habían sido proclamados, antes que estar alentada por la pretensión de destacar a un individuo por sobre los demás, estaba animada por el deseo "de impulsar a servir a la ciudad" (Sobre la corona, 120).

9 Bajo circunstancias diferentes, pero con una finalidad similar, Atenas conoció otra forma de publicidadpolítica. Esa forma guardaba relación con el uso codificado del discurso público y que, en la tipología aristotélica, correspondía al género epidíctico (Retórica, I, 1358b: 2-7). Dicho género, también llamado demostrativo, buscada esencialmente alabar o criticar a alguien. Una de sus especies discursivas era el lógos epitáphios (discurso fúnebre). La circunstancia de emisión de esta clase de discurso, que corría a cargo de un individuo destacado nombrado por la ciudad, tenía que ver con acontecimientos bélicos causantes de muertes numerosas. Es sabido que en la obra de Tucídides se incluyen dos discursos forenses, treinta y ocho deliberativos y uno epidíctico, justamente el atribuido por el historiador a Pericles. De la lectura de éste, se infiere que el fin no era hablar propiamente de los caídos en batalla sino de la ciudad por la que los hombres morían. Así las cosas, tanto los discursos fúnebres como las especies del género dramático constituían manifestaciones verbales en las que el referente último era la ciudad como tal. No sobra señalar que no siempre los discursos epidícticos tenían por sujeto a la ciudad. Conocemos dos textos de Gorgias –el Encomio de Helena y la Defensa de Palámedes– en los cuales los sujetos aluden a los personajes incluidos en los títulos.

10 "Su extensión –anota Zimmermann– debió de fluctuar entre cien y doscientos cincuenta versos de modo que una función debió de durar no más de veinte o treinta minutos" (2012: 26). Si en promedio en una hora se podía escuchar algo así como dos coros y medio, veinte coros tardarían diez horas largas en llevar a cabo su labor lírica.

11 A pesar de que a los griegos les resultaría difícil de comprender la noción de experto en el ámbito de la política, no dejaron de usar una expresión genérica para nombrar a aquel ciudadano que ejercía un cargo público determinado. Dicha expresión es la de "magistrado". Pero como aclara Aristóteles, todo magistrado era al tiempo funcionario público, aunque no todo funcionario público recibía el nombre de magistrado. Tal era el caso de los sacerdotes, los coregos, los heraldos y los embajadores nombrados por elección (Política, IV, 1299a: 14-20). Así las cosas, "la magistratura más influyente era el arcontado. En un primer momento, los arcontes fueron tres: epónimo, rey, y polemarco, y se elegían entre las primeras clases del censo. Más tarde, a éstos se sumaron los seis tesmótetas, y en lugar de ser una magistratura electiva pasó a ser también sorteable. Cada uno tenía unas atribuciones precisas: el arconte epónimo dirigía todos los procesos en los que estuvieran implicados ciudadanos atenienses, preparaba ciertas fiestas como las Dionisias o las Targelias, y daba su nombre al año ateniense; el rey tenía atribuciones religiosas como cuidar de los misterios o dirigir los sacrificios; y el polemarco, que en un principio había ejercido el mando supremo del ejército, pasó a desempeñar la dirección de todos los procesos en los que estuvieran implicados extranjeros, metecos. Lo que el arconte era para el ciudadano, lo era el polemarcopara el meteco" (Benéitez 2005: 52).

12 "Éstos [el arconte, el rey y el polemarco] son examinados primeramente por el Consejo de los Quinientos, menos el secretario, éste sólo es examinado en el Tribunal como los demás magistrados (pues todos los que son designados por sorteo y por elección ejercen el cargo después de ser examinados) [...] Cuando hacen el examen preguntan primeramente: '¿Quién es tu padre y de cuál de los demos, y quién el padre de tu padre, y quién tu madre, y quién el padre de tu madre y de cuál de los demos?' Después de esto, si participa de algún culto a Apolo Pater y a Zeus Herceo, y dónde están estos santuarios; luego si tiene tumbas y dónde están, después si trata bien a sus padres, si paga los impuestos, y si ha cumplido el servicio militar. Después de haber preguntado esto dice: 'Llama a los testigos de esto'. Después que presenta los testigos, pregunta: '¿Alguien quiere decir algo contra éste?' Y si hay alguien que le acuse, después de conceder acusación y defensa, entonces permite en el Consejo votación a mano alzada, y en el Tribunal con piedrecitas. Si ninguno quiere protestar se pasa inmediatamente a la votación [...] Juran que desempeñarán el cargo con justicia y de acuerdo con las leyes, y que no recibirán regalos gracias a su cargo, y que si algo reciben dedicarán una estatua de oro. Desde allí, después de jurar, caminan hacia la Acrópolis y allí juran de nuevo lo mismo, y después de esto entran en posesión del cargo [...] Y el arconte nada más entrar en posesión del cargo, primero hace anunciar por heraldos lo que cada uno tenía antes de entrar él en el cargo, eso tendrá y conservará hasta el fin de su magistratura. Después nombra tres coregos para los poetas trágicos, los más ricos de todos los atenienses" (Aristóteles, Constitución de los atenienses: 55-56). Para un análisis de esta y otras formas de examinación de los magistrados en la Atenas democrática, véase Tolbert Roberts (1982: 14 y ss).

13 Aparte de las reformas sociales y morales, Solón, durante su largo arcontado, sometió a reforma el sistema de pesos, medidas y monedas. "Atenas abandonó el patrón eginético (de Egina), que tenía como base un talento (unidad de medida) de 36 kg. y adoptó el patrón euboico (de Eubea) con un talento de 26 kg". Dado que un talento euboico equivalía a 60 minas, y una mina (436 gr.) equivalía a 100 dracmas, luego un dracma (4,36 gr.) equivalía a 6 óbolos (Requena Jiménez, 2005: 112). En el marco de esta reforma económica, el salario diario de un obrero no especializado era, en promedio, de dracma y medio, es decir, 9 óbolos (Gil Fernández, 2009: 62). Ahora bien, se calcula que el valor de un espectáculo teatral tasado entre 25 y 30 minas equivaldría a 1600 jornadas diarias de un obrero no especializado.

14 Las referencias meta-teatrales, esto es, las que aluden a asuntos del género dramático desde el seno mismo del teatro, son ciertamente escasas en la tragedia, por no decir inexistentes. Aunque no propiamente habituales, sí es posible hallarlas en la comedia. Así, Aristófanes en Los Acarnienses (393 y ss.), muestra a Eurípides, ubicado en su casa familiar, en acto de escribir alguna de sus piezas. Un recurso similar aparece en Las ranas, obra del mismo comediógrafo. Sólo que en este caso Aristófanes imagina una disputa –entre Esquilo y Eurípides– en la que ambos autores se trenzan en una acalorada discusión cuyos motivos guardan relación con una especie de ejercicio crítico-valorativo de la tragedia. Esta conciencia literaria de segundo orden revela, por una parte, que el drama era capaz de, por así decirlo, contemplarse a sí mismo, bajo una postura de distanciamiento que tenía por objeto el arte poético como tal, y, por otra, que el autor, en tanto individuo civilmente reconocido, era responsable ante la comunidad de la trama construida.

15 Teniendo en cuenta que, ya desde la antigüedad misma, Esquilo, Sófocles y Eurípides conformaban el canon de los autores trágicos, y por ende que su difusión era ya conocida de tiempo atrás, no es de extrañar que Sófocles hubiera podido competir con Esquilo y Eurípides con Sófocles. Esta emulación quizás ayude a comprender que tanto Eurípides y Sófocles hayan elaborado una Electra, y que ésta entrara en relación intertextual con las Coéforas de Esquilo. Así mismo, "Las Fenicias de Eurípides constituyen, como se suele decir, la primera 'lectura' de los Siete contra Tebas [...] El primer verso de Los persas remite al primer verso de las Fenicias de Frínico (476), de las que no conocemos más que este inicio" (Vernant y Vidal-Naquet, 2002b: 88-89).

16 "Y se consideraban tanto más temibles y dignos de compasión, los acontecimientos o acciones dados entre "amigos o enemigos, o entre quienes no son ni lo uno ni lo otro. Pues bien, si un enemigo ataca a su enemigo, nada inspira compasión, ni cuando lo hace [acción cumplida] ni cuando está a punto de hacerlo [acción por realizarse], a no ser por el lance mismo; tampoco, si no son amigos ni enemigos. Pero cuando el lance se produce entre personas amigas, por ejemplo, si el hermano mata al hermano, o va a matarlo, o le hace alguna cosa semejante, o el hijo al padre, o la madre al hijo, o el hijo a la madre, éstas son las situaciones que deben buscarse" (Aristóteles, Poética, 1453b: 10-22).

17 El deseo de la ciudad de que asistiera el mayor número posible de ciudadanos se revelaba en dos hechos puntuales: en sus comienzos, cualquiera que fuera varón libre tenía el derecho de concurrir al certamen; para ello bastaba con disponer de tiempo libre y mostrar un genuino interés por la fiesta que la ciudad organizaba. Mucho después, cuando la institucionalización del festival dionisíaco terminó de consolidarse, la entrada al teatro tuvo un costo de dos óbolos por día, esto es, el equivalente del salario de un obrero no cualificado. Como quiera que los más pobres difícilmente podían pagar este valor, la ciudad, bajo el mandato de Pericles "tuvo el propósito de que la experiencia del teatro fuera accesible para todos los ciudadanos y subsidió las entradas con pagos extraídos del fondo llamado theorikón: todo ciudadano debidamente registrado y que no estuviera fuera de la ciudad podía recibir una cantidad de dinero que le pagaría la entrada al teatro y otros gastos del festival" (Scodel, 2014: 94).

18 A este respecto, muchas preguntas aún están pendientes de solución: si "el certamen exigía que cada poeta recibiera los mismos recursos" (Scodel, 2014: 81), ¿qué mecanismo usaba la ciudad para la elección, contratación y pago de los actores? A sabiendas de que sólo tres actores desempeñaban los papeles esenciales de las obras, ¿"profesionales" de la actuación se encargaban de una tetralogía completa o, al revés, el elenco actoral participaba sólo en piezas individuales? Si es de suponer que con el tiempo el oficio de actor hubo de especializarse, ¿existía algo así como "escuelas dramáticas"? En el entendido de que eran hombres quienes representaban papeles femeninos, ¿se exigía a aquéllos, como parte de su interpretación, la alteración de la voz? El hecho de que el vestuario incluyera para los hombres trajes con mangas largas, ¿constituía una convención mimética aceptada por el auditorio para que en la encarnación de personajes femeninos se pasara por alto el hecho de que eran hombres quienes los ejecutaban? Para otros problemas relacionados con la complejidad de las tramas en función del número de actores y el empleo de personajes extras, véase Brioso Sánchez, 2005: 215-221. Igualmente, para lo tocante a la eventual educación actoral, consúltese Slater, 1992: 391 y ss.

19 Aún pervive la discusión acerca de si esta manifestación artística debe ser considerada como un género aparte o como una especie que depende de la tragedia. La irresolución del debate se deriva del hecho de que hoy por hoy sólo contamos con una pieza completa de Eurípides (el Cíclope), algunos fragmentos corruptos de Los rastreadores de Sófocles y unos pocos versos de Los pescadores de Esquilo. Si sólo a partir del 501 se impuso la convención de que el drama satírico cerrara la trilogía trágica, "en el siglo IV el drama de sátiros solía preceder la representación de tragedias (no seguirla) y formar parte en las fiestas Leneas" (Cavallero, Introducción, 2008: 10-11). Así mismo, no hay constancia de que el drama satírico constituyera una especie de regla teatral. La producción de Sófocles es una prueba de ello.


 

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