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Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe

On-line version ISSN 1794-8886

memorias  no.52 Barranquilla Jan./Apr. 2024  Epub Apr 23, 2024

https://doi.org/10.14482/memor.52.250.456 

Investigación: Artículos

Regatones, mercachifles o ambulantes informales de Lima colonial

Regatones, mercachifles or informal street vendors of colonial Lima

PAULA ERMILA RIVASPLATA VARILLAS1 
http://orcid.org/0000-0001-7036-6436

1Doctora en Historia, literatura y poder: Procesos interétnicos culturales en América, Universidad de Sevilla, Departamento de Historia de América. Doctora en Ciencias Sociales aplicadas al Medio Ambiente, Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Doctora en Europa, mundo mediterráneo y su difusión atlántica. Métodos y teorías para la investigación histórica, Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, y doctora en Historia contemporánea de la Universidad del País Vasco. Varios másteres en Historia. Geografía y Medio Ambiente. Licenciada. en Historia (Universidad de Sevilla), Licenciada en Arqueología, Universidad Nacional Mayor de San Marcos). Ingeniera ambiental, Universidad Federico Villarreal. Ingeniera geográfica, Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Licenciada en Educación. Especialidad Historia y Geografía, Universidad Nacional Federico Villarreal. ha publicado artículos en revistas indexadas de alto impacto y libros. Beca FORMARTE en el Archivo General de Indias, Sevilla (España). Beca de formación de personal bibliotecario, Fondo Antiguo Universidad de Sevilla. Docente universitaria de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima (Perú). Su línea de investigación actual es sobre salud pública en Lima colonial, historia de los hospitales en Sevilla y Lima en la Edad Moderna, viajes decimonónicos, paisaje precolombino andino, historia medioambiental y otros temas de historia, geografía y medio ambiente. privasplatav@unmsm.edu.pe https://orcid.org/0000-0001-7036-6436


Resumen

Este artículo trata del surgimiento de los ambulantes informales en Lima colonial y la gestión de las autoridades para erradicarlos. En la capital del virreinato del Perú, la regatonería fue bastante perseguida y denunciada por las autoridades por la venta informal al menudeo de productos de primera necesidad, comprados al por mayor. La informalidad fue la constante en las calles limeñas y las autoridades trataron de formalizar la regatonería con intentos fallidos, incluso utilizando sus mismos métodos de venta, deambular para buscar al cliente, al ofrecerlo a los comerciantes formales que vendían en los "cajones" portátiles de madera, apostados cerca a la Plaza Mayor de la ciudad, para que pudiesen obtener ganancias y poder cumplir con sus obligaciones tributarias.

Palabras clave: regatones; Lima; virreinato del Perú; comercio informal; cabildo

Abstract

This article deals with the emergence of informal street vendors in colonial Lima and the management of the authorities to eradicate them. In the capital of the viceroyalty of Peru, reggatonería was denounced by the authorities for the informal retail sale of basic necessities, bought wholesale. Informality was the constant activity in the streets of Lima and the authorities even tried to formalize the haggling trade with unsuccessful attempts, offering it to the formal merchants who sold in the "drawers". " wooden portables, stationed near the Plaza Mayor of the city, so that they can obtain profits and be able to comply with their tax obligations.

Keywords: ragatones; Lima; peruvian viceroyalty; informal trade; town hall

Introducción

A lo largo del periodo colonial, muchas cédulas prohibieron la circulación de regatones por la capital del virreinato del Perú, e instaron a la población a no comprar los productos que ofrecían dentro y fuera de la ciudad de Lima. El término regatón significaría individuo que se dedica a comprar pequeñas cantidades de productos y a revenderlas fuera de los horarios de mercado, interponiéndose entre el productor o importador para revender al menudeo (Galán, 1997, p. 1319). Solía ser una ocupación perseguida por las autoridades municipales (Lorenzo, 1996, p. 204). Las gateras eran las vendedoras, y según la RAE, el verbo regatear significa "revender o vender al por menor los comestibles que se han comprado al por mayor". De esta manera, los regatones se beneficiaban en la reventa al mayoreo. En la época colonial, la regatonería era un delito por acaparar un producto y venderlo luego a mayor precio (Zamora, 2014, pp. 190-191). Los regatones vendían de todo: ropa nueva y usada, pan, frutas, legumbres, velas, también carbón, cal y cebada (Moncada, 2009, p. 482). Incluso, existían regatones de botijas vacías de vino, que fue denunciado en el cabildo el 22 de noviembre de 1599 (Rivasplata, 2018, pp. 178-179). Sin embargo, este sistema, del que participaban diversos sectores de la sociedad colonial (encomenderos, autoridades, pulperos y otros), era más complejo de lo que parecía, y la punta visible eran los regatones. Se trataba de una economía ilegal, informal y delincuencial, cuya existencia no escapaba a las altas autoridades metropolitanas. De ahí que estuviese presente en la Recopilación de leyes de Indias publicadas en 1681(libro 4, titulo 10, ley 12) la incompatibilidad del cargo de regidor con el de comerciante de tiendas, por la alta probabilidad de recurrir a regatones.

Esta investigación se realizó a partir de la información primaria recogida del Archivo Histórico de Lima Metropolitana (AHLM). La documentación primaria fundamental se encuentra depositada en los libros de Actas Capitulares correspondientes a los años 1535-1821. Otra sección está formada por los libros copiadores de cédulas y provisiones reales, donde se encuentran algunas de las ordenanzas municipales castellanas e indianas relativas a la regatonería. Algunos libros capitulares han sido transcritos por Bertham Lee y Juan Bromley y debidamente publicados, los cuales también fueron consultados. Asimismo, se utilizó información del Archivo General de la Nación del Perú (AGN).

Los regatones y mercachifles en Lima del siglo XVI

Durante el periodo de la conquista hasta el establecimiento del virreinato del Perú, es decir, desde 1535 a 1542, las autoridades ediles pasaron por alto la presencia de regatones, mercachifles o ambulantes. Situación tolerada durante este periodo porque era más alta la demanda que la oferta ofrecida en la ciudad, y la inestabilidad política había permitido su desarrollo. Pero a partir del 21 de enero de 1549, el Cabildo mandó que ninguna persona comprara para revender comida, bebida ni mantenimiento alguno. Así, el 28 de marzo de 1549 se prohibió que hubiese "regatones" (Lee, 1935, p. 52). Medida reiterada en 1551; el Cabildo ordenó que la compra y venta de mercadería se realizara en la Plaza Mayor, y se prohibió que los productos alimenticios se vendiesen, a través de regatones y mercachifles, en tiendas, en casas o en otras partes. La plaza pública principal sería el lugar donde se expondría, en alto, el tocino y menudos de puerco y el pan y verdura en canastos limpiamente, como se acostumbraba en los reinos de España, por los vendedores que tuviesen licencia para ello (Lee, 1935, p. 74).

El mercado en la Plaza Mayor era necesario para que las autoridades controlaran lo que se compraba y vendía, y evitar el fraude en los pesos y medidas, haciéndose a vista de todos, y la fuerza pública podía acudir prontamente a calmar disputas y poner orden. De esta manera, el Cabildo trataba de controlar a los regatones, quienes llegaban a subir excesivamente los precios de los productos, obligándolos a vender formalmente en la plaza de abastos y no en las afueras de las ciudades o en los callejones o transitando por las calles. La regatonería siempre fue censurada por las autoridades coloniales, pero en la práctica desempeñaba un papel importante para garantizar el abasto (Olvera, 2007, p. 61). Además, era una actividad practicada por los sectores populares por escasez de trabajo asalariado, para poder sobrevivir al traficar sin pagar ningún tipo de impuesto por los productos que vendían, sin quizás no tener certeza de su calidad ni procedencia, ni su caducidad, pudiendo ser usados o robados. No solo los regatones dinamizaban esta economía subterránea, hasta delictiva, sino otros estamentos de la sociedad colonial limeña que podía afectar el bienestar de terceras personas e, incluso, la salud pública de sus consumidores porque escapaba del control del Cabildo y del protomedicato.

En las primeras ordenanzas mandadas a hacer para el buen Gobierno de la Ciudad de los Reyes por el emperador Carlos V en 1551, los indígenas tenían permiso para abastecer de panllevar a la ciudad, vender frutas, pescado y comida en canastas, medida ratificada por Felipe II en 1567. Pero prohibieron la práctica comercial de los vendedores informales (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes III (1534-1633), Ordenanzas hechas para el buen Gobierno de la Ciudad de los Reyes por el emperador Carlos V en 1551, Madrid, 19 de noviembre 1551). En esta primera ordenanza de la ciudad, los vendedores formales debían tener en las puertas de sus establecimientos o tiendas los precios o aranceles que coincidieran con los determinados por las autoridades y tenían prohibido vender al ojo los productos (vino, vinagre, miel y aceite) sino al peso. La justicia perseguía a los regatones, mercachifles o vendedores informales porque las autoridades consideraban que encarecían los productos al revender las mercaderías.

A mediados del siglo XVI era necesario un permiso para vender en la Plaza Mayor y los pregoneros lo habían obtenido para vender ropa usada sobre mesas a cambio de limpiar la ciudad. Sin embargo, de forma ilegal lo hacían los mercachifles que se ubicaban cerca de los portales, donde vendían ropa los pregoneros, poniendo sus petacas donde exhibían la mercadería.

Según las autoridades, los vecinos y moradores de la ciudad solían comprar a los regatones todas las cosas de comer, beber, lavar la ropa (jabón) e iluminar la oscuridad (cera) a excesivos precios. Ante esta situación, el Cabildo ordenó que cualquier persona que comprara cualquier cosa para volver a venderla en la ciudad y sus términos, el tal comprador estaría obligado a debelar los precios comprados a las autoridades hasta el tercer día de haberlo realizado. Otra vez, esta medida fue reiterada el 2 de agosto de 1553, en el que instaba que todas las personas que vendieran vino, vinagre, miel o aceite y otras cosas deberían venderlas medidas y pesadas y no al ojo. El desorden en la ciudad obligó a la Real Audiencia de Lima prohibir en 1557 la venta ambulatoria, realizada por los regatones, porque encarecerían los productos (AHLM. Libro de cédula y provisiones de la Ciudad de los Reyes III (1534-1633), Provisión y autos para que en esta ciudad no haya reventa ni regatonería de mercadurías ni mantenimientos, enero de 1557). La ciudad de Lima tenía regatones que vendían en la calle o en sus casas carne fresca, de puerco, salada, en adobo, sesos, lomos, morcillas, longanizas, costillas y tocinos. Incluso el 21 de mayo de 1557, el Cabildo denunció que los regatones y algunos pulperos vendían cada gallina a cuatro tomines, lo que encarecía este producto. A pesar de que los diputados y fieles de pesas y medidas, elegidos entre los regidores del Cabildo, recorrían la ciudad para controlar la venta de la carne en los rastros y carnicerías, en general, las autoridades limeñas difícilmente pudieron controlar la venta ambulante de carne. (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes III ( 1534-1633), 2 de junio de 1569).

Una costumbre iniciada por los regatones y mercachifles a mediados del siglo XVI en la ciudad de Lima consistía en vender mercancías de casa en casa, ofreciéndolas a los probables compradores (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes II, Cédula de su majestad para que el virrey y audiencia provean en razón de que no anden vendiendo mercancías por las casas (1580), f. 20v). Ante esta situación, que se estaba haciendo cotidiana, apareció la Real Cédula de 1580, durante el gobierno del virrey Martín Enríquez de Almansa, en la que prohibió la venta ambulatoria (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes VI. Cédula de su majestad remitiéndole al virrey lo pedido por parte de la ciudad cerca de que se observen las prohibiciones que hay para que no se vendan mercaderías por las calles, 11 de noviembre de 1580, f.145 r). Más tarde, las ordenanzas del virrey García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, dadas el 24 de enero de 1594, no solo penaban a los regatones, sino también a los compradores, confiscándoles lo comprado. Estaba prohibido comprar mantenimientos y revenderlos a 10 leguas a la redonda en Lima. Los abastecedores, mesoneros, pulperos debían vender sus mercaderías sin obligar a comprar otra cosa. Las frutas y las verduras se vendían en la Plaza Mayor, prohibiendo venderlas o comprarlas en los caminos. Los animales no podían ser comprados más allá de 15 leguas, sin tener testimonio del nombre de la persona que le compró, lugar y precio. Solo se vendían legumbres y menestras cosechadas. Otras provisiones y autos similares fueron despachados por posteriores virreyes. Esta provisión obligó a los mercachifles a solicitar al Cabildo lugares donde vender sus mercaderías. Es decir, pidieron la formalización de sus negocios. En el año de 1600, el Cabildo prohibió que los mercachifles vendieran donde lo hacían los pregoneros.

El comercio informal estaba ya configurado a finales del siglo XVI con todas las características que arrastró durante los siglos venideros. Una de ellas era su proliferación y persistencia a pesar de la reiterada prohibición; otro sería la incapacidad de la autoridad de controlarlo, por su oferta, que obedecía a la demanda existente de cubrir necesidades de los compradores. Evidentemente, la accesibilidad de los compradores de adquirir productos esenciales, ahorrándoles tiempo y esfuerzo, favorecían su recepción por parte de la colectividad. A pesar de que las autoridades denunciaran que provocaba aumento de los precios en general. También estaba la procedencia dudosa del producto que vendían los comerciantes informales, robo, reciclaje y su probable baja calidad que podía atentar a la salud pública, como pescado en proceso de descomposición. Evidentemente, la saturación de vendedores cerca a la Plaza mayor generó desequilibrios en el comercio en general en todos los virreinatos de la monarquía hispana. Las ordenanzas contra regatones aparecen repetidas veces en actas capitulares americanas, como la de Nueva España, recrudeciéndose a raíz de ordenanzas al respecto emanadas en la Metrópoli para controlar su comercio informal desde finales del siglo XVII (Galán, 1997, p. 1319). La persecución a la regatonería empezó en España y se expandió por la América hispana; así, el cronista Francisco de Ariño en su obra Sucesos de Sevilla de 1592 a 1604 relata que las autoridades fueron muy severas en hacer cumplir las leyes contra la regatonería en Sevilla en aquella época (Ariño, 1873, pp. 37-38; Lozón, 2004, p. 78; Rivasplata, 2014, p. 30).

Los primeros intentos de formalización de los regatones y mercachifles en el siglo XVII

En el siglo XVII, el aumento poblacional en la ciudad dinamizó aún más el comercio y la informalidad aumentó, al igual que la suciedad, el desorden y el descontrol. Las arcas siempre mermadas del Cabildo limeño le obligaban a exigir mayores ingresos monetarios al Gobierno central para poder socorrer las necesidades de la ciudad y pidió la renta de establecimientos portátiles de madera para ofrecerla a los comerciantes informales y así aliviar este problema a la ciudad y obtener algún dinero. De esta manera, durante el gobierno del virrey Luis de Velasco y Castilla, en 1603, el regidor y procurador general Simón Luis de Lucio hizo relación que el licenciado Juan de Villeca y demás comisarios habían visto el lugar que la ciudad había señalado para poner los tendejones, toldos o tiendas donde los mercachifles pudiesen arrendar para vender y, también, destinado a otras personas que vendiesen frutas, verduras, carne y otras cosas. El Cabildo solicitaba al virrey merced o permiso para que en su Plaza mayor pudiese arrendar los tendejones de madera. Dinero destinado para propios de la ciudad. El virrey concedió lo solicitado a manera de merced, atento a la nueva necesidad que tenían de arrendar los sitios a los vendedores, el 4 de marzo de 1603. Sitio para beneficio de los propios de la ciudad, asentado en los libros de Cabildo el 10 de mayo de aquel año:

... Le doy título en forma de los cuan firmes y bastante de derecho en tal caso se requiere para que como cosa suya propia los pueda tener y arrendar a los dichos mercachifles, fruteros y demás personas que a la dicha ciudad pareciere y por bien tuviere como cosa suya propia habida y adquirida con justo y legitimo título y comprada con sus propios dineros lo cual les doy . para propios y rentas de ella (,,,). Hecho en los reyes a 4 días del mes de marzo de 1603. Don Luis de Velasco por mandado del virrey. (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes II, 10 de mayo de 1603).

El sitio elegido fue:

Desde la esquina de los Mercaderes hasta la de la iglesia mayor o catedral, dejando calle en medio entre los dichos toldos, tendejones y los portales de los sederos e sombreros del ancho que había desde el palo para justicia de los negros que estaba puesto en la Plaza Mayor hasta los portales que eran sesenta partes de ancho con lo cual quedaba suficiente pasaje para que la gente circulara y el comercio. (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes II, 10 de mayo de 1603).

En aquel entonces, el Cabildo consideraba que, en la forma otorgada, ninguna persona recibiría perjuicio según parecer de los comisarios; lo que resultó falso, porque los vendedores de las tiendas empezaron a quejarse de no dejar espacio para que los compradores circularan y para que los productos vendidos fueren exhibidos. También, al poco tiempo, la medida resultó ineficaz, pues los regatones continuaron vendiendo por las calles por costumbre o por necesidad, fracasando, así, este intento del cabildo de reducir la informalidad. Sin embargo, el Cabildo y otras autoridades otorgaron permisos para que algunos informales vendieran a su manera.

Así, en 1617, los ambulantes andaban por las calles limeñas ofreciendo sus mercaderías a los paseantes tanto de día como de noche. Ante esta situación tan habitual en Lima, el virrey príncipe de Esquilache dio orden para que los mercachifles con permiso no lo hicieran de noche y presentaran sus licencias cada vez que lo exigieran las autoridades. Los vendedores itinerantes, con o sin licencia, deberían acercarse al cabildo para empadronarse y saber cuántos eran.

... Para que los mercaderes no vendan de noche ... por los grandes inconvenientes que de ello resulta... esto está en mayor crecimiento por las muchas que andan vendiendo . para que lo mande que todos los que si venden por las calles con licencias o sin ellas acudan a manifestarse al cabildo de esta dicha ciudad para que se sepan cuantos son y que personas. (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes V (1613-1621). Auto del sr príncipe para que los mercachifles no vendan de noche y manifiesten sus licencias,17 de marzo de 1617, f.70r y f.76r).

Ese mismo año, el virrey emitió un auto contra los mercachifles, pero el incremento de venta ambulante fue aumentando, como se refleja en los autos de 1620 y 1622, dados por las autoridades (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes V. Auto de SE contra los mercachifles, 1617, f.159r; AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes III. Auto para que los mercachifles no vendan por las calles, 1620, f.97r; Auto del marqués de Guadalcázar para que no anden mercachifles por las calles, 1622, f.91r).

El problema que acarreaba a las autoridades la proliferación de la regatonería obligaba a reiterar las penas periódicamente, fluctuando entre castigos monetarios a físicos. Las medidas disuasivas a la regatonería estaban destinadas a todo tipo de raza, por lo complejo que resultaba aquella actividad, cuyo engranaje podía alcanzar a cualquier miembro de la sociedad, aunque la parte visible eran los regatones. Así, el próximo virrey, Diego Fernández de Córdoba, marqués de Gua-dalcázar, el 12 de septiembre de 1622 prohibió que ninguna persona, fuese española, mestiza, mulata, cambayo, negra, pudiese vender mercaderías ni otras cosas por las calles de la ciudad ni entraran en las casas, no obstante tuviesen licencias, que fueron suspendidas y dadas por nulas. No podían utilizar estos permisos, si lo tuvieran, bajo castigo a los españoles que lo contraviniesen de 600 pesos, aplicados por tercias partes cámara, juez y denunciador y cuatro años de destierro de la ciudad y diez leguas en contorno por la primera vez y por la segunda la misma pena pecuniaria, vergüenza publica y diez años de destierro, y siendo mestizo, mulato, cambayo o negro, recibiría cien azotes por las calles y cien pesos y destierro de la ciudad a diez leguas por cuatro años. Esta prohibición fue publicada con las penas referidas (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes VI. Cédula de su majestad remitiéndole al virrey lo pedido por parte de la ciudad cerca de que se observen las prohibiciones que hay para que no se vendan mercaderías por las calles, 12 de septiembre de 1622, f.145 r).

Los regatones solían vender deambulando por las calles limeñas, tratando de acercarse a la Plaza central, donde podían encontrar una mayor cantidad de eventuales compradores. Aunque tuvieran prohibido hacerlo, como en otras ciudades coloniales (Salinas, 2018, p. 28). Así, por ejemplo, le informaron al virrey Luis Gerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón (1629-1639), que los mercachifles tenían prohibido por autos de buen gobierno vender por las calles mercaderías con petaca, que se desplazaban caminando por toda la ciudad. El número de estos había crecido tanto que perjudicaban a los vendedores en los cajones de madera portátiles y a las tiendas, que tenían que pagar las alcabalas y la renta por arrendar los lugares que ocupaban al Cabildo, y al vender menos, disminuía el caudal que ganaban para incluso satisfacer la renta a la ciudad. Los vendedores solicitaban al virrey que por la "abundancia de mercachifles que están a la vista de todos ... venden por las calles y por las plazas públicamente... suplicaban los mercaderes que cumplan los autos de gobierno de 12 de septiembre de 1622" (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes IX, 1638, s/f).

El fracaso del intento de formalización de los regatones y mercachifles de la Plaza mayor fue evidente en el gobierno de Luis Enríquez de Guzmán (1655-1661), sobre el perjuicio que acarreaba la carestía que había del pescado, de la verdura y demás mantenimientos que se vendían en la Plaza Mayor en 1657. Una de las causas era el rechazo de los regatones de pagar el arancel o impuesto, e incluso la resistencia por pagarlo de los vendedores formales, al ser testigos del poco control hacia la regatonería. Los fieles ejecutores y su alguacil deberían controlar las muchas regatonas y regatones que había en la ciudad, rondar las plazas y verificar se cuidase de hacer respetar el arancel y prender a las regatonas que estuviesen en cualquier parte, bodegas, calles o porterías de monjas (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 26 (1655-1659), 1 de agosto de 1657, f. 125v). El énfasis estaba en la vigilancia ejercida sobre las mujeres ambulantes que sobre los varones. Se ignora si fue porque eran la mayoría o por la imposición de las sociedades patriarcales sobre este género. Este problema, también, fue tratado por el procurador general en 1658 (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 26 (1655-1659), 8 de agosto de 1658, f. 166r).

Las quejas continuaron durante el gobierno de Diego de Benavides y de la Cueva (1661-1666), sobre la gran cantidad de mercachifles que andaban vendiendo por las calles con petaca, provocando la disminución del arrendamiento de los cajones de venta de la Plaza mayor, afectando a los propios de la ciudad que destinaba el dinero recaudado al mantenimiento de los cajones y al puente de piedra. El Cabildo solicitó a través de su procurador general acercarse al virrey para que proveyera una solución al "desorden tan grande y perjudicial a la causa publica (...) que con ocasión de haber tanto mercachifles sean cerrados los cajones porque no venden." (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 27 (1660-1664), 9 de noviembre de 1663, f. 281v).

El éxito de la venta por regatonería, y el intento de su utilización por las autoridades para aumentar las ventas de los cajones de la Plaza Mayor

En la década de los treinta del siglo XVII, la manera que tenían los regatones de vender era popular y las autoridades no podían controlarlo. Los comerciantes formales y los gremios empezaron a emularlos, al punto que los plateros mandaban vender sus obras de plata y oro a la manera de los mercachifles, ofreciéndolas a las paseantes mientras se desplazaban por las calles de la ciudad. El problema era que de esta manera muchos podían vender productos robados, ofrecer plata falsa u oro bajo de menos ley. En las ordenanzas de los plateros, esta práctica fue prohibida por la autoridad municipal (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes VII (1631-1634), 6 de noviembre de 1633, f.116 r.)

El problema de la gran cantidad de mercachifles que pululaban por la ciudad de Lima era sabido por el Consejo Real de Indias en la Metrópoli y determinó que el cabildo debería buscar la manera de conseguir fondos para afrontar sus deudas y deberes ante la ciudad. Una realidad a mediados del siglo XVII era el innegable éxito de la forma de vender de los mercachifles y las mismas autoridades adoptaron esta forma de vender temporalmente para obtener fondos, pero de forma controlada. El procurador general indicó que tal como constaba en la Real Cédula del 24 de septiembre de 1668 emitida por la reina gobernadora Mariana de Austria, en la que estaban expresados los inconvenientes que había para evitar los mercachifles y buhoneros que andaban por las calles, debido a la gran baja en la renta de los cajones de la Plaza Mayor, que había sido la más segura de ingreso de efectivo a los fondos del Cabildo, estos estaban embargados para la paga de la deuda a la caja general de censos, cuya cobranza corría a cargo de su administrador Andrés Camacho, hasta que estuviese satisfecha la caja. Sugirió que lo más conveniente era que estuviese a cargo del mayordomo de la ciudad para que a menos costa y gasto se fuese haciendo la mencionada cobranza, entregando a la caja de censos lo que resultare. El juzgado mayor de censos afrontaba gastos como la festividad de la Purísima Concepción, en la que se invertía mucha cantidad de pesos. La autoridad mandaba como una solución para permitir la fluidez de dinero que cada uno de los cuarenta y dos cajoneros de la Plaza mayor nombrara a un mercachifle que fuese de su satisfacción para que vendiese sus mercaderías. De esta manera, los cajoneros tendrían dinero para pagar sus compromisos a la Real Hacienda (arrendamiento, alcabala), habiendo de antemano puesto de acuerdo con el Cabildo y sus comisarios en la cantidad a pagar por el arriendo de cada cajón. El Cabildo hizo una relación de mercachifles permitidos al que se le entregaba una identificación, para que de los arrendamientos de los cajones pudiesen pagarse los réditos de la caja de censos, que ascendía a la cantidad de 4400 pesos (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 26 (1655-1659), 28 de noviembre de 1670, Memorial sobre que se quiten los mercachifles y otras cosas, f. 48 v-49r-v ) (Anexo 1). Sin embargo, al poco tiempo de ejecutarse la Real Cédula para que anduviesen cuarenta hombres vendiendo ropa de Castilla por las calles de la ciudad, resultaron muchos inconvenientes, según el procurador general de la Ciudad de los Reyes, Juan de Toledo, pues a su sombra andaban otros, amparados de los ministros de justicia, además de costarles estas licencias treinta pesos a cada uno, respecto de que antes vendían libremente. El resultado de utilizar vendedores ambulantes para obtener más ingresos a los cajoneros fue el aumento de la cantidad de mercachifles, los perjuicios a los vecinos y a las rentas, porque siguieron disminuyendo los ingresos por los alquileres y arrendamiento de los cajones. Estos mercaderes, por las pocas ventas, los habían desocupado, entregando las llaves al Cabildo, con pérdida de los traspasos que importaba cada uno de mil pesos. La competencia desleal de la muchedumbre de mercachifles y buhoneros que andaban por las calles había dejado las tiendas, los cajones y otros puestos sin ventas suficientes para poder pagar alcabala ni arrendamiento, generando daños a la Real Hacienda, por el aminoramiento de la alcabala real y no poder cumplir con las deudas contraídas.

Ante esta situación, el cabildo pidió al virrey prohibir de que los mercachifles vendiesen por las calles limeñas (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 29 (1670-1675), 6 de mayo de 1670, f.28v). También, en septiembre de 1670, las autoridades metropolitanas, a solicitud del Cabildo, pedían total prohibición de las mencionadas licencias, y habiéndose visto por los del Consejo Real de las Indias, pidió el fiscal cumplir la Real Cédula y determinar las conveniencias o inconveniencias que se pudiesen presentar (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes III, 7 de septiembre de 1670, s/f).

Ni entrar en las casas de los vecinos con el pretexto de vender sus mercaderías, ocasionando casos muy irregulares y escandalosos para hacerlo, no obstante cualesquier licencias que tuviesen, dándolas por nulas para que no usaren de ellas en manera alguna", ejecutada por el cabildo, la Real Audiencia y demás justicias de la ciudad.( AHLM. Libro de Cabildo de Lima 29 (1670-1675), 23 de septiembre de 1670, f. 38v).

Ese mismo año, el virrey Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, conde de Lemos, a través de un bando prohibió que hubiesen mercachifles por las calles, excepto los que tuvieren licencia particular para ello (vendían ropas y géneros de Castilla), nombrados por los cajoneros de la Ribera que estaban en la Plaza Mayor y a la vuelta de palacio, cuyo número llegaba a cincuenta y nueve además de los ocho cajoneros de los arcos del puente (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 29 (1670-1675), 27 de noviembre de 1670, Memorial sobre los mercachifles y otras cosas, f. 48v-49r-v). A consecuencia, el Cabildo limeño emitió un auto por el que mandaba a su procurador general que dentro de tres días todos los mercachifles que andaban por las calles compareciesen con las licencias que tenían para reconocerlas. Los sesenta y siete cajoneros podían nombrar solo a un ambulante que vendiese por las calles géneros de ropa de Castilla que le entregara y no más, cuyo nombre sería anotado en un libro por el escribano del Cabildo, quien le daría una boleta de identificación rubricada por uno de los alcaldes ordinarios y con fe del escribano para presentarla a las autoridades que la pidieran. Los españoles que infringían este bando podían ser desterrados, y los mestizos, mulatos, negros, recibir cien azotes. El motivo de este bando era la baja de rentas de los cajones de la Plaza Mayor por la gran cantidad de mercachifles y buhoneros que había en Lima. Se trataba de una importante entrada de dinero para los propios de la ciudad, que en aquel momento servía para pagar las deudas contraídas con la caja de censos.

De esta manera, las autoridades, al sentirse incapaces de solucionar las consecuencias que acarreaba el problema de la proliferación del comercio informal, siendo uno de ellos la competencia desleal, sobre todo a los establecimientos portátiles de madera que rentaban anualmente, cerca de la Plaza Mayor, terminaron por utilizar las mismas estrategias empleadas por los regatones.

Al poco tiempo, las medidas fueron endurecidas a través de una Real Cédula del 3 de septiembre de 1671, mediante la cual se prohibía categóricamente a los mercachifles, cualquiera fuera su raza, vender por las calles de la ciudad, refutando el bando anterior (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 29 (1670-1675), 2 de mayo de 1671; Libro de Cabildo de Lima 29 (1670-1675), 22 de septiembre de 1671, f.70v). Esta resolución se produjo porque el procurador mayor de la ciudad de Lima, Juan de Toledo, denunció que la medida anterior podría generar aún más ambulantes, esta vez legales, y "a su sombra" generarse otros ilegales (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XIII (1667-1676^10 de septiembre de 1671, f.162v-163v).

Tres años más tarde, 1673, a solicitud del procurador general, el Cabildo volvió a emitir un auto en el que mandaba la abstención total de todos los mercachifles de vender por las calles. Ante esta situación, los mercachifles ofrecieron una porción de sus ventas a la Real Audiencia para que les dejaran andar por las calles. Sin embargo, el Cabildo mandó que el procurador general representara a los señores del real gobierno, lo que otras veces se había hecho en orden a los inconvenientes que ocasionaría permitir buhoneros mercachifles por las calles, concluyendo en que no se les permitiese andar por las calles y se nombraran por comisarios para que diesen cumplimiento a la cédula (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 29 (16701675), 21 de enero de 1673). En 1677, la situación no mejoró, y los principales perjudicados fueron los cajones de la Plaza Mayor quienes pagaban arrendamiento por vender y, a través del procurador general, pidieron que les rebajaran la cantidad aportada (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 30 (1676-1683), 19 de febrero de 1677).

En la segunda mitad del siglo XVII, 1678, el negocio estaba tan bajo que los cajones de Ribera estaban desocupados, los tenderos que los había ocupado los dejaron, y con ello se perdieron los mil pesos que cada uno pagaba por alcabala y arrendamientos (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XIII (1667-1676); 27 de noviembre de 1670-13 de enero de 1671); f.157v-f.160r; Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes VI, 24 de septiembre de 1678, f. 145r- f, 146r). De esta manera, aquel año se prohibió totalmente "...que ninguna persona venda por la calle (y plazas) mercaderías con petaca que comúnmente llaman mercachifles"; habían aumentado tanto "que ya no se vende en nuestros cajones ni en las tiendas cosa alguna con que poder satisfacer la renta a la ciudad" (Lee, 1944, p. 27; AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes V (1617); f. 159v-f,160r. Auto contra los mercachifles; Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes VI (4 de septiembre de 1678), f. 145r-f,146r).

También, las tiendas denunciaron a los ambulantes porque sus mesas y bancos impedían que los compradores entrasen a ellas (Lee, 1944, pp. 516 - 517). Para solucionar este problema, el Cabildo pidió al virrey le permitiese hacer unos tendejones de madera en la plaza, a fin de alquilarlos. Sin embargo, al cabo de ocho años, el bando de mercachifles de 1679 volvió a permitir un ambulante por cada cajonero previamente censado (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XV (1679-1689), 14 de agosto de 1679, f. 23v-f.24r).

Una mala costumbre: el robo o compra compulsiva en los caminos a los indios que avituallaban Lima

La venta de productos agrícolas estaba permitida a los indios que debían abastecer a la ciudad, pues el comercio de víveres estaba reservado a los indios, del que se aprovechaban los inescrupulosos, intersectándolos en los caminos, comprando o robando sus productos. Esto ocurría en distintas partes de partes de la América hispana, como en el virreinato de Nueva España (Olvera, 2007). En el caso de Lima, el aporte de este abastecimiento era cada vez menor por su decreciente población indígena, supliéndolo en parte las haciendas cercanas a la ciudad. Ambas aportaciones no fueron suficientes para abastecer una ciudad en crecimiento en el siglo XVII, recurriéndose a obtenerla de lugares más lejanos (Vergara, 1999, pp. 42-43). Por lo que en 1630 la autoridad ordenó que ninguna persona, y menos pulperos, saliesen a los caminos a comprar las gallinas a los indios, ni el pescado a los pescadores que traían a la pescadería ni a los indios que bajaban al Callao. Tampoco podían enviar a los mencionados lugares y caminos a sus hijos, criados o esclavos a caballo con alforjas con algún pretexto ni que lo iban a comprar para otras personas. También mandó que ningún regatón podía comprar botijas vacías de los pulperos ni otra ninguna persona para volverlas a vender. Ningún carretero podía comprar a los regatones ni llevar aquellos productos al Callao ni traerlos a Lima por su cuenta, ni podían vender ninguna botija, porque vendiéndolas, eran consideradas adquiridas por regatonería, y serían confiscadas. Ningún pulpero, pastelero ni persona, haciendo uso de regatonería, vendiese en su pulpería o pastelería ni en ninguna otra parte algún género de pescado frito, aunque fuese anchoveta, ni pescado salado en manera alguna, ni crudo ni empanado (AHLM. Libro de cédula y provisiones de la Ciudad de los Reyes VI, 1630, s/f). El pescado casi siempre se vendió regatonamente en los callejones, en sitios oscuros, a lo largo de la barranca, detrás del convento de San Francisco y en el camino al puerto del Callao (Rivasplata, 2018, p. 491).

La denuncia presentada por los administradores de algunos hospitales limeños respecto al encarecimiento de los productos básicos en la ciudad de Lima culpaba a los regatones, quienes salían a los caminos a tomar los mantenimientos a los indios que venían a traerlos a la ciudad, quitándoles con violencia o por engaño y dándoles lo que querían. Esta práctica de comprar o arrebatar en el peor de los casos la mercadería a las personas que las traían, generalmente indios, fue denunciada en otras partes de la monarquía hispánica en América, como en el virreinato de Nueva España (Galán, 1997, p.1326) y en Santiago de Chile (Salinas, 2018, p.24).

Esta actitud no solo perjudicaba a los indios, sino a todos los vecinos, porque lo revendían mucho más caro, encareciendo los productos y provocando la carestía de las gallinas y huevos que faltaban para los enfermos de los hospitales, como el de San Andrés y Santa Ana. En 1630, los administradores de estos hospitales pidieron al virrey conde de Chinchón solución, controlando los caminos para que los indios pudiesen entrar a Lima con sus productos hasta la Plaza Mayor, como solían hacerlo, donde todos pudiesen comprar sus productos a precios justos y los indios vendiesen con libertad en los caminos y seis leguas, sin permitir el acopiamiento por parte de los regatones. Las personas que hicieran aquello sus productos serían decomisados y entregados a los hospitales de la ciudad la primera vez, pagando una multa de cien pesos la segunda vez y servicio en el presidio del Callao sin sueldo la tercera vez, siendo español, y si fueren negros, mulatos o mulatas, cien azotes por las calles y dos años de destierro de la ciudad. Penas similares serían impuestas a las personas que salieren a comprar a los regatones. El 4 de febrero de 1630, el escribano del rey y el juzgado de los naturales, el mulato pregonero público Juan Simón difundió estas severas medidas del virrey en la Plaza Mayor, en la esquina de las cuatro calles de los mercaderes. También fue pregonado en la plaza y en el hospital de indios de Santa Ana, en la puerta principal del pueblo del cercano de indios, en la plazuela de Santa Clara y en la calle de Malambo.

Contra algunas personas que compran diferentes frutos de la tierra y mantenimientos a indios que los traen a vender a esta ciudad y los revenden en gran perjuicio de la república y atento a que la dicha causa pertenece a la justicia ordinaria y fieles ejecutores de esta ciudad de regatonería de mantenimientos, según ordenanzas y cédulas de su majestad. (AHLM. Libro de cédula y provisiones de la Ciudad de los Reyes VIII. Auto sobre que no salgan a los caminos a comprar las gallinas a los indios, 15 de enero de 1630, f. 58v).

El abuso de los revendedores a los indios continuó durante todo el virreinato peruano. Así, durante el gobierno de Melchor Portocarrero Lasso de la Vega, III conde de Monclova (1689-1705), continuaron los agravios que padecían los que traían vitualla y mantenimientos a la ciudad por salir algunos regatones a los caminos y otras partes para comprarles de buenas o malas maneras, y muchas veces, en menos precio del que le solían vender los dueños. Las quejas de injusticia por no tener libertad y facultad de disponer de su hacienda libremente como del precio, causaban perjuicios a la causa pública en el abasto de los bastimentos. Los regatones los vendían a precios muy subidos, de suerte que eran mayores los gastos que se hacían en ellos, y para detener estos desórdenes, los anteriores virreyes habían mandado promulgar diferentes bandos, porque muchos alegaban ignorancia o desconocimiento.

Otros problemas generados por la regatonería

Regatonería en las afueras de la ciudad. La venta al mayor o al menudeo se debía hacer en zonas públicas habilitadas para ello, como las plazas mayores y tambos, y no en medio de cualquier lugar, para que fuese controlada su procedencia y la compra y venta fuese justa y a vista de las autoridades. Pero la informalidad y los actos delictivos que implicaban, sobre todo el robo y la violencia, se imponían en este tipo de comercio. Para no alimentar este sistema delincuencial, también se culpaba a los compradores, y por lo tanto se les penaba. Así, el 15 de septiembre de 1689, el virrey conde de Monclova ordenó que ninguna persona, cualquiera fuese su raza o condición, comprase ningún género de mantenimiento en los caminos o en cualquier lugar fuera de la ciudad de Lima. Los carreteros no podían conducir estas cargas con el pretexto de que sus dueños las habían vendido y las querían llevar a descargar a las puertas de las casas de los compradores o pulperías. La autoridad había ordenado que todos los géneros a comprar debían llegar a las plazas públicas o a los tambos o puestos donde los dueños acostumbraban venderlos, con la libertad que cada uno tenía en su propia hacienda. Las personas que obligaban hacer lo contrario significaba ocho años de servicio en el presidio de Valdivia y el dueño debería pagar una multa por la contravención de este bando; negros mulatos o indios y otros recibirían 200 azotes y cuatro años de servicio en la celda del Callao; los dueños y dueñas de los esclavos pagarían 200 pesos, y las esclavas e indias cien azotes por cada vez que convinieren llevándolas por la ciudad y calles públicas acostumbradas, y siendo españolas o mestizas, cuatro años de destierro y cincuenta pesos. Bando publicado en la ciudad, pueblos de su contorno y puerto del Callao ( AHLM. Libro de Cabildo de Lima 17 (1688-1692), 15 de septiembre de 1689. Bando para que los regatones no salgan a los caminos a comprar, f.139r).

Regatonería y salud pública. La calidad de las carnes vendidas era prioridad en el cabildo para evitar o mitigar las enfermedades y muertes. La venta de la carne era un tema delicado, y solo se vendía animales sacrificados públicamente en los rastros de ganado de la ciudad que se sabía su procedencia. Sin embargo, el aumento poblacional de la ciudad a fines del siglo XVII obligó a las autoridades a ampliar la oferta del abasto de carne y a controlar su calidad. Así se expidió, el 15 de septiembre de 1689, un bando mediante el cual prohibía a cualquier persona vender carne en pequeña o gran cantidad fuera de los rastros públicos de la ciudad y del puerto del Callao, aunque lo hubiesen comprado a los mismos responsables de proporcionarlo, so pena de pérdida de la carne que se aprendiere, por perjuicios que ocasionarían al rey, a su Real Hacienda y a la causa pública. La carne decomisada era destinada a los pobres de los hospitales. Este mandato fue publicado en las partes acostumbradas para que todos tuviesen noticia en los valles, pueblos del contorno de la ciudad y puerto del Callao. En Lima, la carne tenía sisa que la arrendaba al mejor postor, lo que encarecía el producto, pero había regatones de la carne que no pagaban impuestos. Desde muchos años se arrastraba esta ilícita situación en el abasto de la carne en la capital y su puerto y los virreyes habían mandado publicar diferentes bandos con graves penas impuestas a estos transgresores, como el conde de Lemos (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 17 (1688-1692), 15 de septiembre de 1689. Bando del conde de Monclova sobre las regatonas de la carne, f.140 v; Libro de Cabildo de Lima 19 (1705- 1716). Bando para que no haya regatones de carne en la plaza, 1706, f.41r). A pesar de las prohibiciones y las multas, en Lima hubo regatones que se dedicaron a vender carne troceada de forma clandestina.

Desabastecimiento y alza de precios de los productos. Para las autoridades, el comercio informal era el responsable. Durante el gobierno del virrey Mancera hubo aumento de precios del trigo, azúcar, jabón sebo y otros géneros que se traían del puerto, provocado por los que los trasportaban hacia la ciudad. Asimismo, ocurría con los trajinantes que acercaban la madera de Guayaquil del puerto a la ciudad de Lima, encareciendo este producto, en desmedro de los carpinteros, que en su mayoría subsistían de su oficio y se veían obligados comprarlo a precios excesivos (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes VIII. Auto del virrey marqués de Mancera contra los que atraviesan la madera en el puerto del Callao, 14 de marzo de 1647, f. 22r). Este problema estuvo presente durante todo el gobierno del mencionado virrey, al punto que emitió un decreto, el 18 de mayo de 1647, sobre la distribución del cebo que estaba embargado en el puerto del Callao, y que se procediese con todo rigor contra los regatones por subir el precio de tal producto (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 24 (1644-1649), 18 de marzo de 1647. Decreto contra los regatones y personas que hacían subir el precio del sebo, f.162v).

En conclusión, la regatonería fue un problema recurrente en toda América hispana en el siglo XVII, presentando las mismas características como acaparamiento, subida de precios, mercadería de dudosa procedencia, generalmente robo, y que escapaba del control de las autoridades, en cuanto al peso, precio y calidad. Y no solo implicaba al regatón sino a otros mercaderes, pulperos, con quienes traficaba, cerrando el círculo vicioso, haciendo su actividad mucho más compleja, e incluso delincuencial y abusiva, en cuanto que podía afectar el bienestar de los agricultores, pescadores, los comerciantes formales y la salud de terceros, es decir, los consumidores. Este rasgo infractor de los regatones esta patente en otros lares; por ejemplo, la piratería de las balsas del productos traídos del interior a la ciudad de Guayaquil despojados o comprados bajo coerción a ínfimos precios (Chaves, 2002, pp. 72-73). Los regatones establecían alianzas entre los sectores económicos, pulperías, y algunos sectores del poder político. Hecho que podría explicar su difusión y enraizamiento en la sociedad colonial.

Los regatones y mercachifles en Lima del siglo XVIII

El problema de la regatonería continuó en el siglo XVIII. El Cabildo debía evitar el monopolio de víveres, controlando que los regatones o pulperos saliesen a los caminos de la ciudad para comprar a los indios y cometieran atropellos y abusos que perjudicaran a toda la colectividad (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXIII,11 de septiembre de 1765, f. 212r-f, 213r). En 1681, la Recopilación de leyes de Indias en el libro seis, título 1 y ley 25 ordenó a las autoridades que dejaran vender a los indios libremente y sin impedimento sus bienes y frutos; y en 1765, localmente, fue reiterada esta libertad, para contrarrestar el monopolio de productos básicos, pero el Cabildo debía controlar que no fueren vendidos a regatones y pulperos, quienes elevarían sus precios (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXVII, 24 de diciembre de 1804 - 2 de enero de 1805, f, 132r-v). A pesar de todas las prohibiciones, había muchos regatones en las calles, por la falta de ejecutores de las ordenanzas y la falta de cooperación de los repartidores de abasto, que vendían sus productos para revenderlos por regatonería, y la gente, que en vez de denunciarlos ante las autoridades, compraba sus productos (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXVI, 27 de febrero de 1789, f. 62v-f.63v. Oficio contra los excesos de los regatones). Los abusos cometidos a los indios vendedores no solo por los regatones, sino también por las mismas autoridades, como el Cabildo, que permitía que el almotacén y el arrendador de toldos les obligaran a pagar por la limpieza de las zonas donde vendían y por el alquiler de sombrillas. Durante el gobierno de José Antonio de Mendoza Caamaño y Sotomayor, tercer marqués de Villagarcía de Arosa, en 1736, los regidores del Cabildo debatieron un memorial, que presentó al virrey el procurador de la Real Audiencia Juan Manuel de Orozco, sobre que a las indias vendedoras de la Plaza Mayor, que estaban legalmente permitidas, no se les obligase por los arrendatarios de toldos a que los alquilaran (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 35 (1730-1756), 17 de abril de 1736, s/f). Es decir, algunas autoridades abogaban por las indias que vendían productos al por menor y a bajos precios y se asentaban en la Plaza Mayor. El comercio de menudeo cotidiano, excedente de producción agrícola, estaba en gran medida en manos femeninas, pero no tenían participación en el gran comercio (Bravo, 1996, pp. 143-160).

Las autoridades trataron de frenar el comercio informal con sucesivos bandos y prohibiciones durante los gobiernos de Manuel de Amat y Junyent a Teodoro Francisco de Croix-Heuchin, de 1761 a 1789 (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXIII (1763-1777). Bando para que no permitan regatones de mantenimientos, 1770, f. 212r). En 1784, ante el gran desorden que se experimentaba en la venta de los mantenimientos y otras especies de primera necesidad, la autoridad determinó que no solo provenía de la escasez que había ocasionado la falta de lluvias, sino también y principalmente de los regatones de segunda mano, cuya extirpación no se había logrado alcanzar. Al problema de la regatonería se agregaba el acaparamiento que cometían los encomenderos, acumulando productos que luego vendían al menudeo. El problema de la informalidad desde sus orígenes había alcanzado a la misma estructura estatal, y recién a fines del siglo XVIII, el Cabildo lo denunció para que se tomaran acciones.

El despotismo ilustrado llegó al virreinato del Perú y, en concreto, a Lima, en la segunda mitad del siglo XVIII con la superintendencia enviada desde la Metrópoli para implantar las nuevas medidas. El gobierno del virrey príncipe de la Croix coincidió con el arribo del visitador y superintendente de la Real Hacienda al virreinato del Perú Jorge Escobedo y Alarcón, quien también fue intendente de la provincia de Lima, y durante los años de 1782 a 1788 asumió responsabilidades desarrolladas por el Cabildo (Navarro, 1995, pp. 96, 101 y 106). A pesar de las drásticas medidas tomadas, no lograron eliminar la regatonería de las calles de Lima. En 1789, el príncipe de la Croix culpó del fracaso de la eliminación de la regatonería a la escasez de ejecutores de las leyes para corregir a los transgresores con la confiscación de sus mercaderías, castigándolos con todo rigor, según su calidad y condición y conforme a las leyes y ordenanzas del reino. Las leyes contra los regatones alcanzaban a los dueños y conductores de bastimentos y a los pulperos que los utilizaran para comprar a los indios por los caminos o arrabales. Todos estaban obligados a dar inmediatamente cuenta a los alcaldes ordinarios y juez de turno para informar de sus movimientos en cuanto a la compra de abastecimientos y denunciar los delitos a los regidores, al teniente de policía y al ayudante comisionado, pasándose oficio al administrador general de la Real Aduana para que los guardias de portadas y los de caminos les hicieran los oportunos informes en razón de que impidieran el ingreso de productos informales, arrestando a los que lo intentaran. Esta resolución fue comunicada a los subdelegados de Cañete, Huarochirí, Canta, Chancay y el Cercado, con particular encargo de que por su parte contribuirían a la libertad del abasto e introducción a la ciudad de los indios, dueños y conducciones de bastimentos, castigando a los que en sus territorios hicieran las compras en el camino con el objeto de las reventas por regatonerías (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXV, (17851788). Oficio contra los excesos de los regatones, 1789, f. 62v.)

De esta manera, existía en Lima a fines del siglo XVIII:

una especie de monopolio llevado a cabo por los encomenderos y dueños de tambos, haciendo las compras en crecidas porciones para reducirlas a ventas menudas y poniendo los precios a su arbitrio y aprovechando las urgencias y necesidades del público que es el que recibe la extorción y sufre los padecimientos que son notorios y sobre que con repetición dirige sus clamores a este cabildo, cuyos deberes lo estrechan ya a tomar unas providencias extraordinarias con las cuales se remedie el daño en el modo posible y se consulte al beneficio del público sin perder de vista, el de los abastecedores que también son dignos de atención y se les debe dejar algún provecho. (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 37 (1782 -1784), 28 de febrero de 1784, s/f).

Los alcaldes y regidores no solo cuidarían y celarían el abasto de la ciudad, sino todas las demás autoridades, que debían visitar las plazas, las casas de encomienda, las bodegas y las pulperías donde serían depositadas las especies donde se hicieran las ventas, previo registro, que darían cuenta al Cabildo. Por ningún pretexto, las autoridades permitirían que sus productos fueran revendidos por regatones, a quienes perseguirían y les quitarían sus especies. El Decreto del 13 de febrero de 1789 ordenaba que el Cabildo diese cumplimiento sobre la confiscación de los víveres que los regatones llevaban a la ciudad (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXIX (1785-1802), 25 de febrero de 1789, Caballero de la Croix al cabildo, f. 124r).1 Esta medida coincidió con algunas peticiones de abrir chicherías en casas, que solían ser realizadas al procurador general, como la del 17 de noviembre de 1797 por Julián Cuevas (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 39 (1793-1801), 17 de noviembre de 1797, s/f). En estos lugares periféricos a la ciudad de Lima, como Bellavista, podían venderse productos provenientes de regatones (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 39 (1793-1801), 6 de marzo de 1798, s/f).

A fines del siglo XVIII, la regatonería era entendida como equivalente al monopolio, que encarece el producto, en este caso de madera de espino y sauce para la elaboración y arreglo de carrozas. La regatonería de madera aún se mantenía a fines de aquel siglo, pues una denuncia del gremio de carroceros de la ciudad de Lima presentada en la Real Audiencia lo devela. El alcalde veedor del mencionado gremio denunció el monopolio que los tamberos de Malambo en el arrabal de San Lázaro tenían para la reventa de la madera transportada de Ica, Pisco y Huarmey y depositada en aquellos establecimientos donde las compraban. Esta práctica era considerada un monopolio o regatonería para los carroceros porque aumentaba su precio. El gremio exigía anular al innecesario intermediario y que se vendiera a los principales interesados, por lo que demandaba la entrega de la madera al alcalde veedor para que su distribución entre todos:

por justo precio que se arbitrase según la calidad de ella, su taxón y jornales e interés correspondiente al conductor a fin de que de este modo los maestros se surtan de la especie por un precio cómodo, para que el público sienta más ligero el costo del reparo de su carruaje (...) Separar a los tamberos el monopolio que hacían de semejante madera, la que compraban a los conductores a menos precio y revendían a los artífices subido (...). (AGN, cabildo, caja 1, legajo 89, exp.1301, 84 folios, 1 de octubre de 1776. Monopolio que los tamberos poseían para la reventa de esta madera).

En pleno siglo XIX, el gobierno de Gabriel Miguel de Avilés y del Fierro también decretó la prohibición de regatones y estableció penas contra ellos (AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXX (15 de marzo de 1800), Oficio para que el ayuntamiento persiga a los regatones de comestibles porque persistían en el oficio, f. 430r. AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXVII (1798-1820), Decreto que prohíbe regatones y establece penas contra ellos, 1804, f. 132r). En 1805, el mencionado virrey ordenó poner orden al abastecimiento de combustibles que los indios conducían a la capital como con los regatones que salían a los caminos, a quienes aplicaban las penas correspondiente que debía vigilar el Cabildo y sus regidores (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 40 (1801-1805), 2 de enero de 1805. Abastecer a Lima de comestibles, los indios y recatones.; AHLM. Libro de cédulas y provisiones de la Ciudad de los Reyes XXVII (24 de diciembre de 1804-2 de enero de 1805); f. 132 r-v. Decreto que prohíbe regatones y establece penas contra ellos.)

A modo de conclusión

La regatonería fue un mal endémico que germinó en las entrañas de la ciudad de Lima colonial. Pero no era un problema exclusivo de la capital del virreinato del Perú, sino que se practicó a lo largo y ancho de las colonias hispanoamericanas. La demanda era mayor que la oferta en cuanto a bienes básicos y el mercado formal no era suficiente para abastecerlas. Los regatones podían llegar a manipular el mercado, apoderándose de productos que luego vendían a mayor precio, creando monopolios. Las leyes trataron de contenerla, erradicarla, incluso las autoridades idearon maneras de formalizar la regatonería, sin ningún éxito. Simultáneamente, los mercachifles compraron permisos para vender a su manera de otras autoridades virreinales y de la Real Audiencia, lo que generó el caos en la ciudad a mediados del siglo XVII. Asimismo, el Cabildo se sumó a esta práctica, al proponer que el arrendatario del cajón de Ribera tuviera un regatón para que vendiera sus productos, para así poder competir con aquel sistema informal y poder cumplir con los pagos por el derecho de usar la Plaza Mayor para vender.

La regatonería evolucionó de una actividad informal al menudeo a tomar la forma de monopolios que movilizaban productos a mayor escala. La necesidad de aquellos recursos obligaron a los compradores a adquirirlos, a pesar de sus clamores a las autoridades, de eliminar estos intermediarios que elevaban los precios. Es decir que en vez de aminorar, el problema aumentó, se enraizó y complejizó en la sociedad, de tal manera que Lima, al igual que otras ciudades latinoamericanos, fueron adquiriendo ese cariz informal que las distingue y que en cierta manera es fomentado por la legalidad.

Bibliografía

Fuentes primarias

Archivo

Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima (AHLM), Lima, Perú [ Links ]

Libros cabildos [ Links ]

Libros de cédulas y provisiones [ Links ]

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1 Decreto del 13 de febrero de 1789 en el que el virrey Teodoro de la Croix ha provisto a consulta de los alcaldes ordinarios para extirpar y remitir los regatones de víveres.

Citar como: Rivasplata, P. (2024). Regatones, mercachifles o ambulantes informales de Lima colonial. Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología Desde el Caribe Colombiano, 52, 9-33.

Anexo

Decreto sobre los cajones de la plaza y mercachifles. Concedese al cabildo mientras no se dispone otra cosa por este gobierno el privilegio que pretende de que no puedan andar en ella mercachifles y buhoneros vendiendo ropa ni otros géneros de castilla y que solo lo puedan hacer los que nombrasen los cajoneros de la Ribera que han de tener licencia para poder elegir cada uno un mercachifle y no más que por su cuenta, venda los géneros de ropa de Castilla que le entregase y para que esto se afirme y no se cometan fraudes se tomara la razón por el escribano de cabildo de mercachifle que cada uno eligiere y le dará una boleta para que las justicias le dejen libremente vender sin llevar por esto más derechos que cuatro reales y porque se excuse la confusión de los que nombrasen y fueren eligiendo se formara un libro en el cabildo donde se irán asentando las personas que nombren y las nombradas con advertencia que si hicieren nueva elección de otras se han de ir sentando en la misma forma y se han de recoger las boletas dadas a los antecedentes las cuales han de ir rubricados de uno de los alcaldes ordinarios y con fe del escribano de cabildo refiriendo el cajonero que hace el nombramiento y la persona nombrada con lo cual tendrán crecimiento los arrendamientos de los cajones de la ciudad y el cabildo tendrá con que acudir a lo que fuere de su obligación y para que esto tenga más pronta ejecución mando se alcance el embargo que está hecho en los cajones por la caja de censos con calidad y condición que el cabildo ha de dar antes fiador lego llano y abonado a su satisfacción del escribano de la caja de los censos de que en cada año pagara cuatro mil y cuarenta pesos los dos mil ochocientos y cuarenta pesos por los réditos del censo principal y los mil doscientos por cuenta de lo que debe la ciudad de réditos atrasados hasta que quede enteramente satisfecha la caja de censos. Y para que la Real Hacienda pueda gozar del mismo beneficio en los diez y siete cajones que están a la vuelta de palacio hacia el puente doy este mismo orden a los oficiales leales por cuya cuenta corre su arrendamiento con que los mercachifles nombrados serán en todos cincuenta nueva que es bastante número para cuyo efecto se despachen provisión en forma la cual se pondrá en los libros de cabildo. Lima 27 de noviembre de 1670. Y al pie de dicho escrito esta una rúbrica que parece ser del excelentísimo conde de Lemos (AHLM. Libro de Cabildo de Lima 29 (1670-1675), 27 de noviembre de 1670, Memorial sobre los mercachifles y otras cosas, f. 48v-49r-v).

Recibido: 24 de Octubre de 2022; Aprobado: 19 de Abril de 2023

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