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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia v.9 n.16 Medellín ene./jun. 2012

 

Fredy Serna, al trasluz

 

 

Ana María Cano Posada*

 

* Jefe, Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín-Colombia. acanopos@eafit.edu.co

 

 

Primero fue él quien descubrió que la ladera oriental, frente a su casa, oficiaba de telón. Fue así como la encontramos allí pintada por la mano de Fredy Serna, con esa verticalidad en la que sus calles pendían hacia abajo y las casas y terrazas se aferraban formando casi una cuadrícula. Sus obras desde el comienzo dejaban traslucir unas pinceladas que develaban un paisaje inédito, magnífico, que ameritaban tener un impresionista propio.

No sería un lugar común decir que el más impactante paisaje en esta ciudad de composición imposible está precisamente en el norte y que Fredy Serna despertó el interés de mirarlo desde su Barrio Castilla, desde cuando en 1994, con un premio en el Salón Rabinovich, quedó marcado como el pintor que tenía otra mirada sobre la ciudad. Precisamente sobre esa Medellín que comenzaba a estar en duelo con sus laderas porque allí se enmarcaban con facilidad muchos de sus problemas sociales. Pero este paisajista, como le corresponde al artista, guardaba la calma y miraba con lentitud hacia al frente para ver esa imagen que el terror no permitía reconocer: la belleza conmovedora de aquella taza que forman los cerros tutelares de Pan de Azúcar, El Picacho y Quitasol.

Serna buscó en la amplia extensión de los lienzos que la niebla, la luz, las líneas, las evanescencias, los brillos y las sombras expresaran con clara potencia la capacidad de trasformación constante que tiene nuestro paisaje urbano. Y a él le debe Medellín, pues, este remirar, este leer las laderas, que nos hizo descubrir aquella ciudad norte que habíamos dejado olvidada.

Pero si bien hizo otras incursiones antes en la oscuridad, esta vez, en una serie reciente, el paisaje nocturno hace a Fredy Serna derivar hacia nuevas paletas, lo lleva a nuevas técnicas, a nuevos trazos, y ahora su mirada incesante lo impulsa a emprender esta serie que se llama como los días de la semana.

El ejercicio es elemental, como necesita realizarlo un artista: sea un bodegón o un desnudo, un motivo escueto al que se le pueda mirar de muchas-muchas maneras para extraerle la esencia que esconde. Esto le pasó a él con el paisaje del occidente que se ha trepado por las montañas medellinenses, cuyas calles ya no tienen la geometría precisa de aquellas primeras que pintó en la ladera nororiental: de aquellas que eran verticales, cruzadas por casas que encuadraba en la línea horizontal. Ahora con estas líneas se trazan unas diagonales fuertes que dejan respirar sólo muy arriba, con un verde que tiende a desaparecer, que se asfixia.

Pero el asunto en esta serie de los días de la semana no es la forma del paisaje, inmutable siempre desde el mismo ángulo, sino el clima en él, dado por el color y por la presencia de las nubes blancas y apacibles o su disolución en la bruma temible y rojiza que se cierne sobre el domingo, por ejemplo.

El desafío del miércoles es plasmar el minuto de transición en el que la luz y la sombra se disputan las últimas líneas y despunta el artificio de unos pocos bombillos.

El martes tiene el efecto residual del sol con el rojizo sobre las nubes que deja ver las sombras grises de un primer plano en masas aéreas invertidas, a las que no alcanza el sol a iluminar, que son plomo puro: en el cuadro las calles tienen un resplandor que anuncian su trazos.

En el sábado ha logrado entrar el anochecer sobre una atmósfera sutil todavía de luz natural a la que ya salpican los postes de la luz. Tal vez no imaginó ninguno de los impresionistas, los decimonónicos que abrieron la compuerta de la luz sobre el paisaje, no presagiaron esto que podía conseguirse mirando el alumbrado eléctrico con reflejos y aureolas.

El lunes tiene el desafío de la tormenta, la carga de grises que el cielo impone sobre aquella montaña que es siempre la misma, vista desde el mismo punto, amenazada.

El jueves alcanza esa atmósfera radiante de los cumulus cuando están cargados de algodón y de brillo: son pura luz que refleja sobre el verde y las calles. Es aquí donde el que el horizonte tiene el contorno preciso.

El sábado tiene la trama del alumbrado que propone al paisaje otro clima: le suma a la ambigüedad del cielo la inquietud que titila.

Es pues una composición puesta al trasluz de la dificultad para el pintor: trasmitir cuánto puede variar un mismo paisaje con una luz determinada que se apodera de él. Las técnicas usadas, del óleo al vinilo pasando por todas las que ha ensayado, le sirven a Fredy Serna para definir la textura y los colores de la paleta en los que se extiende el espacio en toda su gama de horas y de efectos de aire y luz. Sigue pues Fredy Serna en el descubrimiento de esas laderas y contornos que podemos atribuirle como paisajista: un impresionista constante.

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