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CES Medicina

versión impresa ISSN 0120-8705

CES Med. vol.27 no.2 Medellín jul./dic. 2013

 

Documento de reflexión no derivado de investigación

El concepto de salud y enfermedad: una reflexión filosófica

The concept of health and sickness: a philosophical reflection

JUAN MANUEL URIBE-CANO1

1Filósofo. Especialista en Docencia universitaria. Magíster en Ciencias Sociales. Ph.D. en Filosofía. Psicoanalista. Docente de la Universidad de Antioquia y la Universidad CES. Grupo de investigación Etices. Medellín-Colombia.

A Carlos Valencia, amigo entrañable y hombre de valía inestimable. A propósito del deseo que lo habitó y nos habitará por siempre.

Recibido: mayo 15 de 2013 Aceptado: octubre 18 de 2013


INTRODUCCIÓN

Podría sostener sin ambages que desde hace algunos años, sin querer quizá, me he tenido que ver con una pareja a la cual usualmente no se atiende, incluso en tiempos de prevención y de afanes epidemiológicos y salubristas, esa pareja es: enfermedad y salud. Es más, el ordenamiento como se presenta a la pareja no deja de ser arbitrario y diciente.

Vivimos en una época en donde las quejas, los sufrimientos, los padecimientos, los malestares, los dolores y las maledicencias, son las constantes vívidas de particulares, gremios y sociedades. Y esas constantes, innegables, imborrables se sintetizan bajo el concepto de enfermedad.

Vivimos, entonces, en una sociedad en donde, concepto y hecho, la enfermedad es tomada como verdad absoluta, incuestionable e incriticable, a la cual se sacrifica la salud, es decir, la salud es una función de la enfermedad y no a la inversa. Es así como se aspira, se anhela y se conducen esfuerzos ingentes para producir individuos sanos y una sociedad sana, desde el principio aceptado y demostrado por las disciplinas clínicas, epidemiológicas, la salubridad, así como por médicos, psicólogos, psicoanalistas, filósofos, moralistas y políticos, entre otros: 'que nadie está sano y que nadie está excepto del riesgo de morir'.

Verdad de perogrullo que confunde lo verdadero con la verdad y concreta la dimensión propiamente dicha de lo económico. Sostengamos que esa verdad de perogrullo es lo que hace de la enfermedad, el óbice del negocio más lucrativo y sostenido por la eternidad de la humanidad, pues la verdad de esa pareja es bien distinta, como veremos mas adelante.

Ahora bien, un pánico generalizado, una fantasía singular ronda por doquier...'vamos de mal en peor', se escucha decir cotidianamente. Ir de mal en peor no es otra cosa que pasar del estado de enfermedad al estado de cesación, de muerte.

La fatalidad: estamos enfermos y vamos para muertos, no hay sino campo para la esperanza que irradian magos, predistigitadores, chamanes, brujos o dioses de bajos y altos altares. Esperanza que hace diferencia económica y de clase. Los dioses de alto altar se encarnan en las ciencias, en lo que causa altos costos y mantiene un haz de luz en la práctica en pro de la salud. A esos dioses no los alcanzan, en la mayoría de los casos, los que no poseen recursos; pues, en este caso, a estos carentes de recursos solo les quedan los dioses bajos que se lían con la esperanza absoluta de la intervención de una divinidad para ofertar y aumentar el salón de los milagros.

Esperanza, que al fin y al cabo, solo palia, pone paños de agua tibia en lo referente a lo inexorable, la cesación de las funciones orgánicas, de la muerte, y paño que oculta, niega, esconde, reniega del otro consorte, el original de la pareja, la salud.

En consecuencia, la salud está enferma de la enfermedad mortal del comentario que se hace evidencia en los cementerios, salas de velación, anfiteatros y crematorios: somos mortales y ante eso nada vale. Empero, ante la verdad absoluta del advenimiento de la muerte no se debe canonizar la enfermedad y la mortaja a la espera del milagro y la bendición. Abordemos pues a este matrimonio anómalo en nuestro hoy.

SALUD: BENDICIÓN O MALDICIÓN

Desde el principio del mundo pensante, podría decirse desde el orden prediluviano, pasando por las grandes culturas de Oriente lejano y próximo hasta el mundo griego, la reflexión sobre la salud ha sido objeto de reflexión tanto teorética como de práctica directa sobre los organismos cuando estos manifiestan, hablan de su disfuncionalidad, de su no funcionamiento normal, de un desajuste. Reflexión sobre la salud que se soporta en esa voz que o bien de manera silenciosa o gritando advierte sobre la presencia de la enfermedad y exige de una escucha que le sepa hablar para no dejar que ande campeando sin más cual huésped indeseado en la morada del viviente. Esto último señala que desde siempre la enfermedad, su manifestación y su tratamiento están íntimamente ligados a la esfera de la ética y, desde ahí, por un efecto retrógrado, a la salud misma.

Sostengamos, en consecuencia, que ha sido la enfermedad la que ha llamado a la reflexión sobre la salud y dada esta de forma inmediata se ingresa en el mundo de los contrarios fácilmente reconocibles y asumidos como modelos de funcionamiento de lo visible y lo invisible. Así, la enfermedad se identifica al mal y la salud a un bien que ha de administrarse en aras de garantizar la prolongación de la vida y postergar lo inevitable por naturaleza.

La salud se ha identificado con la bendición que mantiene alejada a la parca y garantiza la prolongación de la vida, de suerte que ésta se hace sinónimo de salud, a la par que enfermedad y muerte se identifican en el extremo de los contrarios constituyendo la maldición de todo lo nacido, brotado o expulsado del reino de la nada al del todo que vibra y existe en sus funciones sensitivas.

Estas identificaciones -sostenidas en la sinonimia- han calado profundo en individuos y sociedades hasta constituirse en prótesis y verdades 'naturales' de los mismos. Entonces, la salud, como la vida, se entienden, se dicen -en términos absolutos se realiza la operación de exclusión del tercio excluso- o se está o no se está sano, se está vivo o no se está vivo, por lo cual la condición anhelada y buscada desde múltiples acciones no admite precariedad alguna, un estado intermedio en donde la precariedad de la salud se constata, se identifica a la enfermedad, al estar medio muerto y, con ello, estar más próximo al reino del silencio, la insensibilidad maldita de la muerte.

La enfermedad es la maldición que abre la puerta para observar, para presenciar el reino de lo otro absoluto y a la postre lo que señala el camino y la morada final. La enfermedad es nuestro Caronte, el barquero sobre el cual echamos nuestros insultos, injurias y peleamos en la paradoja de un temor que alcanza la dimensión de lo absoluto. Barquero que -sabemos en lo profundo y serio de nuestras existencias- cumplirá su oficio con precisión quirúrgica. Ni antes ni después Caronte nos arriba al puerto cuando es: allí reside el temor que nos oferta el saber lo inexorable y lo absoluto.

En esta dirección, la enfermedad no es tanto la disfunción, el no funcionamiento normal de los órganos en un organismo, como el saber del cumplimiento de Caronte y la llegada al puerto final; es el miento que recae sobre el cumplimiento de lo absoluto, lo que enferma. Mentimos y nos mentimos sobre esa verdad -quizá única- para dar cabida a promesas y esperanzas que lucran a mentirosos de oficio y curadores por la fe.

Mentir y mentirse es savia que ha circulado por los sistemas y órganos del hombre y sus sociedads, que siguen circulando y quizás sigan circulando para mantener la ilusión de una salud que perpetúe la vida sin dolor y sin enfermedad; mientras lo que se constata es todo lo contrario, la mentira revela la verdad, es decir la enfermedad, el dolor y la muerte hacen su presencia con vehemencia y sin distingo de clases y sin atisbar cunas preferenciales.

La maldición de la enfermedad se vuelve la bendición de 'sanos', y la bendición de sanos en la maldición de los mercaderes de la salud. Torbellino que no deja entrever, en medio de intereses, ingenuos unos y mal intencionados otros, esos que obedecen al principio de lucro y productividad en tiempos de capital consumista, lo que desde la empiria, la constatación fáctica y el pragmatismo del sentir, lo que funda la relación entre la pareja salud-enfermedad.

El equilibrio disarmónico: la salud-enfermedad

Lo primero que debe pensarse al abordar este apartado es que no podrá ser una exposición ni en extensión ni en profundidad como requiere el simple hecho de introducir el concepto operativo de equilibrio-disarmónico, pues de entrada se desafía la noción común e intuitiva, tanto de equilibrio como de armonía, sin embargo intentaremos señalar en qué consiste la misma y su poder operativo.

Realizada la salvedad, entremos en lo que pesquisamos. Si la salud es entendida como sinónimo de vida y, en su identificación, ellas se elevan al carácter de absoluto, entonces tendríamos que aceptar que en tanto su carácter o naturaleza lo que se dice en lo absoluto no puede sino tener dos correlatos, a saber: el primero de ellos, la privación de lo que muda, deviene, transmuta, cambia o se transforma; y dos, consecuencia de esto, que adolece del atributo de lo sensible, que necesariamente sería insensible, no sentiría ni dolor ni sufriría pathos alguno. Es decir, sería algo por fuera de la esencialidad de lo vivo y de lo vivientemente mismo, de lo humano y humanamente pensable y dable.

Si se puede pensar y deducir del absoluto lo anterior, identificar la salud o decir que existe un estado de salud total o absoluto no pasa de ser una falacia e impostura. Sería equivalente a pensar que existe la máquina de movimiento eterno sin que los elementos de su engranaje se degastaran o sufrieran, en un momento determinado o por determinar bajo las leyes de la probabilidad, un desajuste respecto al todo.

Una salud total o absoluta se ofertaría necesariamente a lo que adolecería de la condición básica de lo vivo y lo viviente en el sentido más ontológico que nos sea posible indagar, es decir, negaría la sensibilidad receptora de fenómenos, hechos y sucesos de lo otro diferente del individuo sensible. De esa facultad que permite distinguir entre lo que afecta y lo afectado.

La sensibilidad es la facultad que caracteriza lo que ontológicamente está vivo y mantiene una relación con la vida y lo viviente en su interior. El hombre es un ser vivo y viviente que siente, es afectado y afecta.

En esta dirección, un hombre que siente es un hombre de pathos, un hombre que tiene por condición el dolor como función natural y tiene por finalidad el desgaste de sus órganos en el paso irrefrenable del tiempo cronológico. Manteniendo la metáfora de la máquina, es una máquina que tiene un tiempo útil de utilización y de soporte.

El hombre y su organismo deben soportar esas consecuencias que su naturaleza de vivos le imponen, de suerte, que dolor y desgaste son compañeros, presencias infalibles a lo largo de una vida.

Ahora bien, desgaste y dolor pueden tener -de hecho lo tienen- una multiplicidad de factores que los provocan; pero a la postre ella, la multiplicidad etiológica, se reduce a factores externos e internos y a una posible combinatoria de estos, en donde la disposición natural al desgaste, al dolor y a la disfuncionalidad se ven acelerados por la presencia de agentes exógenos al propio organismo.

Multicausalidad que -entendida aquí por la combinatoria de agentes exógenos y la disposición natural del organismo- se puede mantener a cierta distancia, se puede evitar o prevenir con acciones relativamente sencillas y que la cultura y la tradición entregan en la mayoría de las veces como consejos que permiten llegar a ser viejo y con ello alcanzar popularmente la sabiduría. Oír consejos, por inferencia, está relacionado con la salud y el mantenimiento a distancia de la enfermedad.

Lo anterior indica que existe la posibilidad de escapar a ciertos dolores, a ciertos desgastes que bajo el dominio práctico de la vida no necesariamente exacerban o aceleran los que no pueden ser evitados: esos dolores, desgastes propios y presentes en la naturaleza de lo vivo.

Tres vías se dejan ver teniendo en el horizonte lo anterior. La primera que tenemos: la posibilidad de no incrementar o acelerar los dolores, los desgastes y los padecimientos que devienen desde factores exógenos mediante acciones que la cultura y la tradición nos transmiten. Segunda vía: no podemos escapar o evitar aquellos dolores y desgastes que son de naturaleza y acompañan a lo vivo restando aceptarlos y vivirlos con naturaleza; y tercera vía: vivirse en el convencimiento consciente que vivir y poseer una salud es siempre estar expuesto a la precariedad de la misma, vivir en la certeza que el dolor, el desgaste hacen que la sensibilidad que humaniza, que nos hace sentir vivos, se dice en la enfermedad que busca su correlato dialéctico: la salud.

En el más simple ejercicio dialéctico se sabe que entre los contrarios se tiende una tensión en donde los extremos pretenden aprehender al contrario. Así, la salud pretende 'aliviar' la tensión borrando, desapareciendo en su potencia la enfermedad; y viceversa: la enfermedad se aliviaría de la tensión en el desaparecer a la salud en su seno. Pero como se sabe de la tensión y la aspiración de los contrarios a la subsunción de su contrario, también se sabe que el alivio no es posible en términos absolutos, que no se puede cooptar, borrar o desaparecer el contrario, restando un equilibrio en donde uno de los contrarios prima sobre el otro, provocando una suerte de desarmonía que es equilibrio al interior del organismo vivo.

Equilibrio desarmónico que nos lleva a sostener que vivir implica sufrir la enfermedad, sus dolores y desgastes como algo sobre lo que se puede intervenir en pro de su contrario, pero no abolir desde la voluntad, el deseo o el antojo. Vivir es aceptar la presencia de la enfermedad como aceptar la salud -siempre precaria- y que estar sano no es estar curado de la enfermedad. Estar vivo es atisbar en el horizonte el término natural del hecho de haber nacido y asumir la dialéctica que le es propia, salud-enfermedad, y consentir que la precariedad del equilibrio des-armónico es una constante que hace vivir y explayar la potencia de lo sensible.

Entendido y asumido esto, la salud y la enfermedad se constituyen en el modelo bajo el cual el desarrollo de la cotidianidad no posee nada de extraordinario y en donde vivir es avanzar pausada y tranquilamente, es decir, con entereza y sin paliativos a lo que signa la cura radical y el principio de lo otro sin más esperanza que el curar reimplante nuevas dialécticas, nuevas tensiones y nuevos alivios.

Para terminar, digamos que ese lugar, ese puerto en donde Caronte cumple su tarea: no reconoce ni el tiempo del cronómetro ni los espacios tridimensionales en donde el deseo habita. La cesación, la muerte llega en el espacio y en el tiempo adecuado, ese espacio y tiempo en el cual la tensión se alivia y por incomprensible que sea su llegada o por imprevistas en los seres más noveles e indefensos -en esos seres que aún no han recorrido la senda llena de espinas de rosas, en esos seres en los cuales se ha afincado el mañana: en los niños y los adolescentes-, la enfermedad y la muerte son cuando son, ni antes ni después, anunciando que los finales no son otra cosa que la oportunidad de un comienzo renovado en los reinos de la belleza y el porvenir de aquellos a quienes le corresponde la memoria y el lenguaje, a sus deudos y la humanidad misma.


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