El 20 de agosto de 1642, a raíz del levantamiento de Portugal, el virrey Pedro de Toledo y Leyva, marqués de Mancera, mandó empadronar a los portugueses que se hallaban en las provincias y corregimientos del Perú "con declaración de nombre, apellido, naturaleza, edad, oficio, estado, hacienda y familia". Se buscaba prevenir cualquier acción "de portugueses de mala voluntad" y conocer las intenciones de estos inmigrantes extranjeros (ARP, C, leg. 5, exp. 63)3.
En la villa de Cajamarca se registró Manuel Matías Cardoso, hijo de padre portugués y de madre natural de Chachapoyas. Cardoso había nacido en el Perú, y desde el punto de vista jurídico tenía la categoría de natural por nacimiento en el reino, sin embargo, desde la percepción de los otros había sido identificado como portugués, y como tal se presentó ante las autoridades, haciendo entrega de sus armas. Había pesado, en este caso, la opinión de sus vecinos que lo tenían por portugués, antes que la condición jurídica del actuante. Unos meses después, el 5 de diciembre de 1642, presentó esta petición ante el corregidor y justicia mayor de Cajamarca, Eugenio de Segura:
Declaro que soy nacido y criado en la provincia de Contumaza, y como tal debo gozar las exenciones de vasallo leal de S.M y no se ha de entender conmigo la orden que se da a los portugueses en que se les manda quitar las armas, pues yo no lo soy, sino criollo de esta provincia de donde es mi madre, y aunque mi padre lo sea con él se debe entender y con los demás que fueren nacidos en Portugal, y no se ha visto en Lima ni en otra parte de este reino que a los hijos de los portugueses, criollos de él, se les quite las armas y se [les] prohíba el andar libremente donde quisieren. (ARC, C, CO, leg. 31, exp. 634, f. 19 r.)
Este caso, que se resolvió a favor del solicitante, revela la compleja realidad de las identidades e identificaciones de los extranjeros y sus descendientes en el Perú, al tiempo que ejemplifica, como lo anotaba Herzog (32), que mientras no se cuestionara la naturaleza y la vecindad de un sujeto, no hacían falta declaraciones formales, pero en cuanto se ponía en duda su lealtad e integración, entonces se hacía necesaria la presentación de dichas declaraciones formales. En el caso que nos ocupa, la identificación de Cardoso como portugués, o hijo de portugués, remitía a su legítima ascendencia lusa, que, en principio, no comportaba ningún problema, pero cuando se produjo el alzamiento de Portugal, solo entonces, mudó de categoría y reivindicó su condición de criollo4 y vasallo del rey5.
Fuentes, metodología y perspectiva de la extranjería
Este artículo tiene por objeto de análisis a los hijos y las hijas de los portugueses que habían nacido en territorio peruano, los vínculos que establecieron con personas e instituciones de la localidad, como también sus actividades económicas.
Su condición de descendientes de portugueses, sobre quienes había pesado una fuerte carga religiosa y política, parece no haber afectado su proceso de adaptación y asimilación en la tierra de adopción de sus padres. Como se pondrá de manifiesto en este trabajo, los criollos luso-peruanos, a partir de diversas estrategias, no solo consolidaron la integración de la familia originaria a la comunidad local, sino que, con su actuación e iniciativa personal, alcanzaron el éxito económico y, en no pocos casos, una ascensión social rápida y eficiente.
El problema se enmarca en la perspectiva de la extranjería6, por cuanto los portugueses fueron tenidos por extranjeros en todos los territorios de la monarquía hispánica, incluyendo los ultramarinos que habían quedado incorporados a Castilla. Esta condición de extranjeros se mantuvo sin modificación a lo largo del siglo XVII, aun en los años de unión de reinos cuando los portugueses pasaron a ser vasallos del monarca español. De acuerdo con la legislación indiana, se identificaba a los extranjeros por oposición a los naturales del reino, y como tales no podían participar de ciertos privilegios reservados a los hijos de España, a no ser que, por la vía de la naturalización o por merced real fueran admitidos por naturales (Encinas 449; RLI, lib. IX, tít. XXVII, leyes XIII-XVII, XXIII-XXIV; Antúnez 306, 310-312). Esta posibilidad representaba uno de los medios legales que tenían los extranjeros para permanecer en España de manera formal y les daba la oportunidad de participar del comercio con las Indias. No obstante, la realidad prueba que los procesos migratorios hacia América no siempre se dieron dentro del marco legal vigente.
El padrón de portugueses de Piura de 1642 (ARP, C, leg. 5, exp. 63) revela, por ejemplo, que, de los trece sujetos registrados, tres habían pasado con licencia y diez cruzaron el Atlántico de manera irregular, y de estos últimos solo uno pagó composición en 15957. Esto significa que en dicho corregimiento el 69,23 % de los casos conocidos se quedó a vivir allí de manera ilegal, pero esta situación no les impidió el cumplimiento de sus actividades, ya que el arraigo se habría dado por la vía de la prescripción. La adquisición de bienes raíces, el matrimonio con mujer del lugar, así como la posibilidad de tener hijos en la tierra de adopción, sugerían, desde la mirada de los otros, que determinado extranjero se había integrado.
Por otro lado, conviene anotar que la cuestión religiosa fue un tópico presente en la mayoría de los estudios sobre los portugueses en el Perú, y en cierta forma llevó a asociar el carácter de converso o de judaizante al conjunto de los lusos8. Si bien, está probado que un buen número de los procesados por el tribunal limeño era de origen portugués9, no todos los inmigrantes lusos judaizaron. La fuente notarial, los expedientes matrimoniales, los libros de bautizos conservados en los archivos arzobispales peruanos, como también los registros de entrada y salida de enfermos del hospital de San Andrés de Lima, sitúan a los portugueses en otros contextos y ofrecen una imagen de este colectivo mucho más rica y diversa de la que había aportado, desde finales del siglo XIX, la fuente inquisitorial. Esto significa que, así como hubo portugueses de grueso caudal vinculados con el gran comercio de esclavos, y a quienes se asoció con la fe de Moisés, hubo otros que, a pequeña y a mediana escala, traficaron con vino y productos textiles importados y de la tierra, se casaron con personas del lugar, hicieron testamento y procuraron la salvación de su alma desde el mensaje de Cristo (Sullón 58-66).
Si la realidad de los portugueses, en lo que respecta a su calidad de extranjeros, resultaba problemática con respecto a la aplicación de la ley y a su interpretación, no menos compleja fue la situación de sus vástagos. El 13 de abril de 1619 el príncipe de Esquilache, virrey del Perú, en una carta dirigida a Madrid, expresaba su preocupación sobre la participación en el comercio indiano de los hijos de extranjeros nacidos en España. En su opinión, debía prohibirse esto porque "siendo como son hijos de extranjeros, toda la hacienda que traen [y llevan] es de sus padres, deudos, y otras personas de su tierra [...] y causan graves daños a los mercaderes naturales y a la hacienda del rey". Apuntaba Esquilache "que convendría mandar que estos extranjeros no pasen a estas partes, aunque sean nacidos en España o naturalizados en ella (AGI, L 38, lib. IV, ff. 457 r.-458 r.).
La respuesta a esta carta parece ser la real cédula de 14 de agosto de 1620, la cual declaraba que "cualquiera hijo de extranjero nacido en España [era] verdaderamente originario y natural de ella"; en consecuencia, estaban habilitados para el comercio con las Indias (RLI, lib. IX, tít. XXVII, ley XXVII)10. Esta es, al parecer, la primera referencia jurídica que reconocía en los hijos de extranjeros nacidos en España su derecho a pasar y comerciar con el Nuevo Mundo. Unos años antes, en 1596, ante la duda de si estos individuos debían pagar composición como cualquier extranjero, se emitió una real cédula que establecía "se guarde lo mismo que estuviere ordenado con los que tuvieren naturalezas en ellos, o licencias para contratar en las Indias" (ley XV); es decir, se les compondría bajo el mismo supuesto que el naturalizado infractor o que el extranjero con licencia para contratar, pero no para residir (Antúnez 281; Oropeza 226).
Las reales cédulas de 1596 y 1620, aunque se referían al caso de los nacidos en España de padres extranjeros, por extensión, abarcaron también a los nacidos y criados en América (Antúnez 297). Sin embargo, es preciso advertir que, como se anotó antes, solo estos últimos podían reivindicar su condición de criollos.
La metodología que se aplicó a este estudio fue el análisis de grupos y de los vínculos interpersonales. La categoría de grupo, impuesta desde la perspectiva del historiador (Zúñiga 51-60), ha permitido definir y caracterizar el objeto de estudio, pero sin reducir su heterogeneidad ni establecer clasificaciones. Por su parte, el modelo de análisis de los vínculos interpersonales buscó conocer el entorno relacional de los sujetos (Ponce y Amadori 17-19; Imízcoz 67). Así, se obtuvo que los vínculos se dieron a diferentes niveles y con personas y grupos variados desde el punto de vista económico, social y étnico. También, que, en determinados casos, los vínculos con instituciones religiosas y las estrategias matrimoniales pactadas contribuyeron a la integración y la consolidación de la familia originaria en la ciudad.
Las fuentes primarias utilizadas proceden de la sección notarial del Archivo General de la Nación de Lima y de la sección de Corregimiento de los Archivos Regionales de Piura, Trujillo y Cajamarca. Se consultaron también los libros de bautizo y los expedientes matrimoniales del Archivo Arzobispal de Lima, así como los autos de bienes de difuntos del Archivo General de Indias.
El espacio de estudio, aunque se centra en la Ciudad de los Reyes, comprende también los corregimientos de Piura, Trujillo y Cajamarca. La cronología, por su parte, se fijó entre 1570 y 1700, un periodo de larga duración, y recoge, por un lado, el tiempo de llegada y asentamiento de los portugueses al Perú, y, por otro, las trayectorias de vida de sus descendientes, en calidad de herederos y continuadores de la memoria de sus progenitores.
Los descendientes lusos como instrumentos de integración de los padres
El objeto de investigación se centra en los descendientes lusos. Para la selección de la muestra hubo que identificar, primero, los portugueses establecidos en Lima y en los corregimientos de Piura, Trujillo y Cajamarca entre 1570 y 1680 (Sullón 64; ARP, C, leg. 5, exp. 63; ARLL, C, leg. 267, exp. 3138; ARC, C, CO, leg. 31, exp. 634). Se entiende que algunos de estos inmigrantes optaron por el matrimonio con personas del lugar y abrieron la posibilidad de tener descendencia legítima11. Hubo también los que reconocieron hijos naturales. De cara al presente trabajo, unos y otros serán los protagonistas de esta historia.
Aunque criollos en su mayoría, los descendientes de los portugueses (nacidos y criados en el Perú), resultaron de otras variadas mezclas (Ares, "Las categorías" 193-218). Ana Hernandes era mestiza, hija natural de Francisco Hernandes Orejuela y de una india nombrada Francisca; Isabel María era mulata, hija de Sebastián Jorge y de Potenciana, "morena horra"; María de Sardina, tenida por criolla, fue hija legítima de Benito Sardina y de Juana biáfara, negra esclava (AGN, RA, CC, leg. 15, c. 74, ff. 34 r.-35 v.; AGN, PN 1971, f. 465 v.; AGN, PN 1286, f. 481 r.). Por otra parte, se encontraban los hijos criollos que integraron, en determinados casos, familias numerosas y bien acomodadas. Fueron quince los hijos de Nuño Rodríguez Barreto y Mariana de Castro; diez, los vástagos del capitán Bartolomé Cordero y Fabiana de Herrera; seis, los descendientes de Domingo Jorge Nevado y Elvira de Toroberero; y cinco, las hijas legítimas de Luis Gomes Barreto y Catalina de Bastidas (AGN, PN 55, ff. 6 r.-7 v.; AGN, PN 832, f. 2157; ARC, C, CO, leg. 39, exp. 818, f. 9; AAL, T, leg. XXV, exp. 11).
Un rasgo que caracterizó a estas familias criollo-portuguesas fue el singular protagonismo de las hijas mujeres. En los casos conocidos, fueron ellas quienes por medio de matrimonios ventajosos, previstos por sus progenitores, o de su ingreso a la vida religiosa, facilitaron la inserción de la familia a la comunidad local. Consta en los documentos que, de las cinco hijas legítimas de Nuño Rodríguez Barreto, dos estuvieron destinadas al matrimonio: Isabel Barreto se había casado con el adelantado Álvaro de Avendaño, y Mariana Barreto, con el almirante Lope de la Vega (Mellén 101-116; AGN, PN 181, ff. 396 r.-399 v.). En los dos casos se trató de matrimonios provechosos para la familia, pues los dos esposos ostentaban el grado militar de almirante o el título de adelantado que, unido a su cuantiosa hacienda y a la posibilidad de obtener, a partir de expediciones, alguna gobernación, suponía que la familia entera recibiera beneficios económicos y también "calidad y honra" por el matrimonio con dichos adelantados.
Para Rodríguez Barreto, el matrimonio de su hija Isabel había redundado en bien de la familia, hecho que justificaba la entrega de una dote alta, la cual ascendía a 40 000 ducados. En ese sentido, pedía al resto de sus hijos "no se le pidan ni demanden cosa alguna a la dicha mi hija ni al dicho su marido", por cuanto "todos recibimos calidad y honra en haberse casado el dicho adelantado con ella", y añadía que "el dicho adelantado llevó en su compañía cuatro hijos míos para la honrar y aprovechar en su gobernación" (AGI, C, 253, n.° 1, ramo. 13, ff. 6 v.-7 r.). En este caso, tanto Isabel como Mariana habían sido objeto de enlaces matrimoniales decididos por el padre, en el marco de un proyecto familiar y de solidaridad grupal.
Las hijas, por lo general, se avenían al proyecto de la familia, trazado por el padre, pero hubo casos en los que se imponía la voluntad de ellas, aun a riesgo de perder su dote. En 1647, Domingo Jorge Nevado, residente en la villa de Cajamarca, declaró que había dotado a la hija mayor, Ana Toroberero, con 2 000 patacones cuando la casó con Alonso de Montenegro, se entiende, con su consentimiento. En cambio, a otra de sus hijas, María Nevado, le dio "tan solamente [porque así lo mandó la justicia] 150 patacones para sus alimentos". Esto fue así porque la susodicha se había casado, contraviniendo la voluntad del padre, con un individuo nombrado Cristóbal Mireles de Alvarado12. La muerte temprana de María Nevado impide conocer cuál habría sido la actitud del progenitor al momento de nombrar herederos, solo se sabe que mandó al resto de sus hijos "no se le pida cosa alguna al dicho Cristóbal de Alvarado por los dichos 150 patacones, por haber sido para alimentos de la dicha mi hija, y lo declaro así para descargo de mi conciencia" (ARC, C, CO, leg. 39, exp. 818, f. 6 v.).
Por otra parte, el ingreso de las hijas, e hijos, a la vida religiosa dio a estas familias la oportunidad de consolidar su posición social en el medio local, y, al mismo tiempo, representaba un signo de honor y prestigio, por cuanto se entendía que la hija monja o el hijo sacerdote "ligaba a la familia [de la elite] con los cielos" (Van Deusen 188). De los casos conocidos para Lima, se ha encontrado que no fueron pocos los portugueses que reservaron para algunos de sus vástagos su ingreso a conventos o monasterios.
El capitán Bartolomé Cordero declaró en 1620 que cuatro de sus diez hijos legítimos habían ingresado a la vida religiosa: Catalina de la Ascensión y María de San Miguel eran monjas en el monasterio de las Descalzas, en tanto que los varones Luis y Jacinto de Vergara eran religiosos en el convento de la Merced (AGN, PN 832, ff. 2157 v., 2161 r.). A todos ellos los había dotado generosamente, en tanto que cada uno a su vez había renunciado, en favor del padre, a sus respectivas legítimas.
La entrega de la dote, en el caso de las religiosas -o la fundación de una capellanía destinada a que fuera servida por el hijo sacerdote-, si bien fue una forma de dar protección económica a las hijas (y a los hijos), se entendía también como una contribución, por parte de los padres o tutores, al sostenimiento de determinados monasterios, y se establecía un vínculo afectivo y económico entre unos y otros que revela al mismo tiempo una forma de integración de los extranjeros a la sociedad. Estas instituciones no solo acogieron a mujeres destinadas a la vida religiosa, funcionaron asimismo como lugares de recogimiento para viudas (Van Deusen 188-197) y como colegios para la formación y la enseñanza de doncellas huérfanas. Sobre esto último, en la Lima colonial se entendía que "las huérfanas criadas en conventos o colegios- recogimientos tenían una mejor oportunidad de casarse bien o de alcanzar una posición privilegiada en la sociedad secular o conventual" (Van Deusen 217). Es probable que Luis Gomes Barreto, viudo de Catalina de Bastidas y padre de familia numerosa, valorara estas posibilidades para sus hijas cuando las hizo ingresar al Colegio de la Caridad (AAL, T, leg. XXV, exp. 11).
Su ocupación como mercader de esclavos, dentro de una red familiar vinculada con Cartagena de Indias13, sumada al trabajo que debió reportarle el negocio de la brea de Nicaragua, seguramente no le dejó el tiempo suficiente para la atención y la educación de las hijas. Al momento de testar, en 1646, declaró haber dado a su hija mayor, Isabel, 7 500 pesos de dote cuando la casó con Luis de Quezada Verdugo, y añadió que "las cuatro hijas restantes [Luisa, Francisca, Ana y Mariana] no han recibido cosa alguna por estar como están bajo mi dominio en el Colegio de la Caridad". A estas últimas les nombró tutores y curadores a quienes encargó "velaran por el bien y amparo de estas niñas huérfanas". Gomes Barreto, que había vivido en Lima por espacio de veintiocho años, dejó para la seguridad de sus hijas dos pares de casas en la parroquia de San Sebastián, 21 000 pesos, varios quintales de brea en bodegas propias, tres esclavos, objetos de plata labrada, ropa y bienes muebles. Además, previendo que la hacienda no alcanzara para igualar en su parte de herencia a la dote que había entregado a la hija mayor, decidió mejorarla en el tercio del quinto de sus bienes, y les encargó a todas que vivieran de manera pacífica evitando "disgustos, pleitos y diferencias" (AAL, T, leg. XXV, exp. 11).
Sobre los hijos naturales se ha encontrado que, por lo general, fueron reconocidos por sus progenitores, pero en ningún caso legitimados (Ares, "Mancebas" 20). Aun así, los padres de estos hijos habidos en mujeres solteras se preocuparon por asegurarles su futuro. Representaron, para algunos, una suerte de compañía en el Perú, continuadores en la gestión de los bienes heredados e instrumentos por medio de los cuales pudieron vincularse a determinadas instituciones. Poco se sabe de las madres de estos hijos naturales, pues la referencia sobre ellas se limita a la escueta expresión de "habido en una mujer soltera", o a señalar el nombre de pila y la casta de la mujer cuando se trataba de una india o una negra, y hubo casos en los que el portugués decidió mantener en reserva el nombre de la madre por tratarse de una "mujer de calidad" (AGN, PN, 1826, f. 366 r.).
Una de estas hijas naturales, criada en la casa del progenitor, fue Ana, fruto de la relación entre el mercader Francisco Hernandes Orejuela y una india llamada Francisca (AGN, RA, CC, leg. 15, c. 74, ff. 34 r.-35 v.). Ana habría recibido la atención y el cuidado del padre, toda vez que quedó huérfana de madre siendo apenas una niña. Es probable que, debido a las ausencias del padre por sus obligados viajes a la Nueva España, pasara algún tiempo en el Colegio de la Caridad.
El 2 de noviembre de 1571 Hernandes Orejuela dictó testamento, y entre las donaciones que mandó se cuenta una importante para su hija Ana "de 6 000 pesos de oro en plata ensayada y marcada para ayuda a su casamiento y sustentación". La razón de esta entrega fue "en remuneración de los servicios y cargos en que le estoy a la dicha Francisca india, su madre", además porque entendía, el padre, que esta era la forma que "más honradamente posible" tenía la hija mestiza para contraer matrimonio. A su muerte, Ana quedó bajo la tutela de Juan Pérez Maldonado y su esposa Beatriz de Ancejo, hasta que alcanzó la mayoría de edad y se casó con el español Manuel Luján (f. 35).
En el caso expuesto, la hija natural mestiza había supuesto una suerte de compañía para el padre soltero, en una tierra lejana, lo cual este supo retribuir al dotarla con 6 000 pesos de oro en plata ensayada y marcada. Se entiende, una dote medianamente alta, y casi comparable a la que otorgara en 1646 Luis Gomes Barreto a su hija mayor Isabel, con la diferencia de que esta era legítima y criolla, mientras que Ana fue tenida por hija natural y "pertenecía" a la categoría socioétnica de mestiza.
Estrategias (astutas y resilientes) de asimilación y ascensión social
Los hijos y las hijas de los portugueses peruanos se fueron asentando en las distintas regiones, dando muestras con su actuación, actividades y estrategia matrimonial de su plena y natural asimilación en la tierra de adopción de sus padres. Esta realidad permite cuestionar, en determinados casos, el carácter endogámico que la historiografía tradicional había postulado para el conjunto de los portugueses establecidos en el Perú. La endogamia, que aparece como rasgo distintivo en la comunidad judeoconversa (Chuecas 1-36), no fue frecuente en ese otro sector de los portugueses peruanos sobre quienes no pesó la sospecha de judaísmo. En los casos recogidos, solo una nieta de portugués (nacida en Lima) se había casado con un sujeto natural de la ciudad de Lisboa (AGN, PN 835, ff. 710 r.-718 v.), la mayoría enlazó con españoles o con personas identificadas como "criollos o criollas de estas provincias", y se conoce también el caso de uno de los hijos del capitán Bartolomé Cordero que había enlazado con una mujer "cuarterona de mulata" (AAL, EM, leg. IV, exp. 45A).
La identificación de las hijas y los hijos de portugueses en los protocolos notariales no ha sido tarea fácil. Si bien, los sujetos que dictaron testamento solían indicar su origen, no necesariamente anotaron en todos los casos el origen de sus padres. De ahí que hubiera que cruzar información e identificar primero los testamentos de los portugueses y las portuguesas para tomar nota de los nombres de los hijos legítimos y naturales que declararon. Recogidos estos nombres, se buscó en los archivos información relacionada con ellos, lo que ha permitido una aproximación a sus trayectorias de vida. En este epígrafe se recogen dos casos que ponen en evidencia el protagonismo singular de las hijas mujeres y otros tres que prueban el posicionamiento social y económico que alcanzaron los descendientes varones.
En lo que respecta a las mujeres, la documentación las presenta como personas autónomas en la gestión de sus negocios y bienes, como también en la conducción de la familia a la muerte del marido (en el caso que corresponda). Estas lograron insertarse sin mayor dificultad en la tierra de adopción de sus padres y se involucraron en todas las actividades económicas disponibles. Así, se las encuentra trabajando en haciendas y viñas, así como desempeñándose en empleos en Tierra Firme y en Castilla. La mayoría se situó en los estratos medios de la sociedad, hizo parte de cofradías, fundó memorias y mantuvo estrechos vínculos con los conventos y los monasterios de la ciudad.
Una de estas criollas lusas fue Casilda Estefanía Pereyra, hija legítima de María Feliciana Pereyra, natural de Miranda do Duero y de Rafael Nunes, oriundo de Campomaior. Es probable que los padres se hayan casado en el Perú, por cuanto se conoce que al menos cinco de sus seis hijos legítimos fueron bautizados entre 1566 y 1578 en la parroquia de El Sagrario de Lima (AAL, LB, 2A). El proyecto familiar contempló el matrimonio para dos de las hijas (Casilda e Isabel), mientras que otros dos estuvieron destinados al servicio de la Iglesia. Así, Ana María era monja profesa en el monasterio de la Encarnación, mientras que el licenciado Cosme Pereyra era clérigo secular (AGN, PN 1922, ff. 778 r.-782 v.). Casilda se había casado con Agustín de San Pedro, mercader y hermano 24 de la cofradía de San Antonio, pero el matrimonio no tuvo hijos. En 1630, cuando la encontramos en Lima, ya era viuda y había consolidado su posición como mujer independiente y de crédito, a partir del comercio de géneros y el alquiler de sus esclavos.
Casilda fijó su residencia en la parroquia de Santa Ana, y es probable que sus mayores ingresos procedieran del comercio de productos de Castilla, pues consta en la documentación que en 1630 estaba a la espera del retorno de una inversión de 800 pesos "que había entregado al capitán Baltasar Becerra para que me los trajese empleados de España" (f. 779 v.). Traficó también con géneros chinos, los cuales por sus bajos precios debieron tener una salida rápida en el mercado. Por otro lado, la posesión de quince esclavos sugiere que traficó con estos, o bien que se beneficiaba de sus jornales dándolos en alquiler.
Las transacciones realizadas por Pereyra fueron a mediana escala, según se deduce del capital invertido en España (800 pesos), como también de las deudas que tenía por pagar (350 pesos), pero su hacienda no fue poca. Su casa, situada en la parroquia de Santa Ana, debió contar con amplios espacios, pues entre sus bienes se hallaron: un escritorio grande de Alemania, una mesa mediana, dos sillas, dos escaños, un escaparate, un aparador, tres bufetes y un estrado, todos de madera, y se hallaban, al momento del inventario, viejos y maltratados. También se menciona una cuja dorada con sus cortinas de brocado azul y oro y una sobrecama de damasco azul de China. Casilda, seguramente, recibió en su casa a algunos familiares y amigos, a su hermana Isabel de Silva, a su sobrina Catalina, al clérigo Cosme Pereyra, a su entenada María de Aguilar y a las hijas de esta (Mariana y Juana), con los cuales debió departir momentos de tertulia, acompañada de un "mate de chocolate".
Nuestra criolla portuguesa observó el recogimiento, la piedad y la devoción, propios de las mujeres de élite de su tiempo (Van Deusen 188-199), pues entre los bienes relacionados con la vida espiritual se encontraron "unas horas de fray Luis de Granada", un Cristo crucificado, imágenes de la Virgen y de santos, un cuadro de la pasión y un retablo del descendimiento en la cruz. Estableció vínculos con las órdenes religiosas, en especial con el convento de San Francisco, donde señaló sepultura en la bóveda de san Antonio. Mandó decir misas en todos los conventos de la ciudad y pidió que en la comitiva de su funeral, aparte de la cruz alta, el cura y el sacristán de su parroquia, estuvieran presentes las cofradías y los religiosos de las órdenes de San Francisco, Santo Domingo, la Merced y San Agustín.
Fue una mujer generosa con las instituciones, destinó 20 pesos para ayuda a la fábrica de la iglesia del monasterio de Nuestra Señora del Prado, y la misma cantidad para la cera de las cofradías de Ánimas y Santísimo Sacramento de la parroquia de Santa Ana. Viuda y sin hijos, nombró por heredera a su ánima, y en las mandas testamentarias tuvo en cuenta a los miembros de su familia y a sus esclavos. Aunque generosa con los hermanos, Casilda supo distinguir entre los tratos económicos y los asuntos de familia. Dejó claro que una deuda en su contra de 400 pesos debía pagarla el clérigo Cosme Pereyra, por cuanto "Mariana de Silva [la acreedora] le prestó al susodicho para sus necesidades, y esto fue a mi ruego, y persuasión, y por mi mano" (f. 780 r.). Nombró por albaceas a personas ajenas a la familia, en tanto que las misas por su alma fueron encargadas a fray Diego Verdugo, de la Orden de la Merced.
El segundo caso es el de Magdalena de Herrera, una de las hijas legítimas del capitán Bartolomé Cordero. Su matrimonio con el escribano Juan Pérez de Valenzuela revela lo importante que podía ser para una familia de negocios establecer vínculos con los escribanos públicos de la ciudad. Aunque constituían "una especie de sub- letrados [sic]", eran quienes conocían las fórmulas legales que permitían a los sujetos de la escritura pública el registro de la versión oficial de sus documentos (Burns 44). Los escribanos que entraron a formar parte de familias portuguesas estuvieron a disposición de sus suegros y suegras, certificando escrituras, actuando de albaceas y tutores de los hijos menores de estos, o tomando parte en sus negocios. Es probable que el capitán Cordero valorara estas condiciones cuando casó a su hija Magdalena con el escribano público y del número Juan Pérez de Valenzuela (AGN, PN 975, ff. 59 r.-63 v.). De hecho, la dotó con 8 000 pesos de a 8 reales y la mejoró en el tercio del quinto de sus bienes. Habría de ser Magdalena la única de las hijas mujeres que tomara estado de casada, en tanto que Pérez de Valenzuela sería el único yerno del capitán Cordero y quien habría de asumir a su muerte la tutela de los hijos menores y la ejecución del testamento (AGN, PN 832, f. 2157 v.).
El nuevo matrimonio se instaló en unas casas principales, situadas en la calle de la Amargura, cerca del convento de la Encarnación, que Magdalena de Herrera había heredado de su padre. Es probable que el marido se ocupara de los asuntos legales relacionados con el testamento del suegro, pero las riendas del hogar debió llevarlas principalmente la madre. Fueron muchas las personas que habitaron la casa familiar: aparte de los diez hijos habidos en el matrimonio, se encontraban cuatro hermanos de Magdalena que por su orfandad habían quedado bajo su tutela. El trabajo que demandó la atención de tan alto número de personas justificó, por otro lado, la presencia de catorce esclavos.
Magdalena de Herrera debió enviudar en 1635, pues en ese año su esposo, el escribano, hizo renuncia de su oficio a favor del secretario Martín de Ochandiano (AGI, L 184, n.° 92). Era esta una suerte de estrategia familiar para patrimonializar dicho oficio, si se tiene en cuenta que el secretario se casaría con Fabiana de Valenzuela, la hija mayor del matrimonio.
Viuda y con muchas personas a su cargo, Herrera tuvo que ocuparse no solo de los asuntos domésticos, sino también de la administración y la gestión del patrimonio familiar. Su matrimonio con el escribano había durado quince años y había sido prolífico, considerando su extensa prole. De hecho, concibieron diez hijos, pero el menor de ellos, Nicolás, murió con pocos años de edad. Herrera debió disponer de capital propio, pues en 1648 compró de sus hijos "la hacienda Utucabra en el valle del Ingenio de Nasca, con los esclavos, aperos, herramientas, y demás adherentes a ella", por un valor de 80 000 pesos de a 8 reales.
De los nueve hijos que quedaron a su cargo, cuatro eran mujeres, y solo una de ellas tomaría estado de casada. Fue el caso de Fabiana, quien se casó con el secretario Martín de Ochandiano y recibió en dote un "oficio de escribano público de la Ciudad de los Reyes", cuyo valor se estimó en 9 000 pesos. Las otras tres hijas (Damiana, Ignacia y Andrea) ingresaron al convento de la Encarnación y recibieron, aparte de su dote, tres negritas nombradas Jacinta, Antonia y Luciana, para su servicio (ff. 922 r.-923 r.). En cuanto a los varones, se sabe que en 1649 solo uno había tomado estado: Juan de Valenzuela, que era religioso y sacerdote de la Orden de la Merced. A este le confiaría la ejecución de su testamento, la administración de la hacienda Utucabra y el servicio de una capellanía. El resto de los hijos (Marcelo, Francisco, Tomás y José) se hallaba aún bajo la tutela de la madre, y por su minoría de edad no había recibido sus legítimas.
La viudedad de Magdalena de Herrera duró seis años, ya que en 1641 se casó en segundas nupcias con el alférez Alonso de Lugares, quien aportó al matrimonio "tan solamente dos negros angolas nombrados Francisco y Antonio". La mujer declaró que, aun cuando no hubo hijos en esta nueva relación, fue ella la que mantuvo este segundo hogar, y había pagado aparte los gastos de un pleito que Lugares sostuvo con su tío Bartolomé de Herrera y Ostia por la posesión de una hacienda en Ica. Encargaba la mujer a sus herederos "no se le pida cosa alguna al susodicho, por ser así mi voluntad". De todas formas, ambos habían comprado "una huerta en el pueblo de la Magdalena".
De los cuatro hermanos menores que quedaron a su cargo (Juan, Jacoba, Francisco y José) se tiene noticias de dos de ellos: Jacoba ingresó, como sus sobrinas, al convento de la Encarnación, mientras que José permaneció en casa de la hermana mayor hasta 1646, es decir, por espacio de veintiséis años, aunque no estuvo en dicha casa de manera graciosa, ya que los gastos de su manutención fueron deducidos de los réditos del principal de su legítima.
Magdalena de Herrera, al igual que su padre, mantuvo una relación cercana con la Orden de la Merced. De hecho, dos de sus hermanos (Luis y Jacinto de Vergara), su cuñado Marcelo de Valenzuela y su hijo Juan de Valenzuela profesaron como frailes mercedarios, aunque solo este último había recibido las sagradas órdenes. Fue en la iglesia de la Merced de Lima donde Magdalena señaló su lugar de sepultura y fundó una capellanía que debía servir su hijo sacerdote. Se sabe también que al momento de testar, el 20 de octubre de 1649, se encontraba convaleciendo "en la chácara del convento de la Merced, en Surquillo". Esto último sugiere la frecuencia del lugar y la cercanía con los religiosos de esta orden.
La hacienda que Herrera había acumulado a lo largo de 29 años (desde su matrimonio con el escribano), seguramente se vio disminuida al final de sus días. Hubiera querido ser más generosa con sus tres hermanas y, aunque les mandó 50 pesos a cada una, les pidió "me perdonen, que quisiera tener más que darles, pero la necesidad con que me hallo, al presente, me obliga a andar tan corta". Sus deudas por pagar sumaron 769 pesos, 600 de ellos correspondían a su hija Fabiana que se los había prestado con la garantía "de una sortija grande de oro de diamantes". Tal vez por esto decidió revocarle la mejora que le había hecho unos años antes; sí mejoró, en cambio, a las hijas menores que se encontraban en el convento de la Encarnación.
La hija mayor del capitán Cordero procuró así el cumplimiento de la voluntad del padre en lo referente a la administración de las legítimas de sus hermanos y a su matrimonio con el escribano Juan Pérez de Valenzuela. Fue la única de las hijas que se casó, y huérfana de madre debió aprender del progenitor la gestión y la administración de la hacienda familiar, así como la conducción de un hogar con extensa prole. Este aprendizaje (y experiencia) le sirvió cuando murió el esposo, pues al igual que el padre se quedó a cargo de diez hijos menores.
Los casos expuestos (el de Casilda y el de Magdalena) ponen de manifiesto el papel dinámico y activo de las mujeres en el Virreinato del Perú, que, como otras de su tiempo, en otros espacios de la América hispana, al margen de su estado civil, su condición social y étnica (Ponce 21-44), o su extranjería (Vinatea 51-93), fueron más allá de la norma establecida y de los comportamientos sociales tenidos por habituales. Administraron dineros y propiedades, comerciaron con productos importados y de la tierra, recibieron dotes o desafiaron la voluntad del padre en lo que respecta a la elección del cónyuge, se educaron (y educaron a las hijas) en claustros destinados a mujeres de élite, asumieron cargas familiares y trazaron ellas solas -con su solo patrimonio- el futuro de sus vástagos cuando los hubo. Su ascendencia portuguesa, en el caso que nos ocupa, parece no haber afectado el cumplimiento de sus proyectos.
En cuanto a los descendientes varones, los encontramos cumpliendo los más variados roles. En el puesto de escribano se situó Francisco de Acuña, hijo único de Catalina de Acuña y Lucas de Aranda. Nacido en Lima en 1588, obtuvo el título de escribano real de las Indias el 26 de abril de 1617 (AGI, L 182, n.° 13). Puede decirse que fue este hijo de portuguesa uno de los escribanos de confianza para los asuntos notariales de los lusos. De hecho, entre los años de 1626 y 1664 protocolizó el mayor número de escrituras públicas de los portugueses limeños.
Por su parte, Pedro Gerónimo de Melo fue uno de los vástagos de Leonor de Melo y Manuel Lopes (ambos portugueses). Dedicado al comercio de géneros de Castilla y esclavos hizo varios viajes a España para emplear "barras de plata y reales" (AGI, C, 5392, n.° 19). Es probable que en uno de tales viajes llevara, junto con su caudal, hacienda de su madre, pues esta declaró en el testamento haber entregado al susodicho 3 500 pesos para que fueran empleados en España. Este mercader le proveía también de esclavos desde Tierra Firme (AGN, PN 1756, f. 699 r.). Adviértase que, a diferencia de los hijos de portugueses nacidos en España, los criollos luso-peruanos no tuvieron dificultad alguna para participar directamente del comercio entre España y América.
Por último, Francisco Antonio de los Santos ocupó en Lima el cargo de contador y juez oficial de la Real Hacienda, y en 1695, cuando tenía 38 años se dirigió al rey para pedirle que "en atención a sus méritos y de sus padres y antepasados [le hiciera] merced de uno de los hábitos de las tres órdenes militares y asimismo de otras rentas y mercedes de las que provee en estos reinos" (AHN, OM, E, n.° 11616, ff. 3 r.-4 r.). Era Francisco Antonio el segundo de los tres hijos legítimos del capitán portugués Antonio de los Santos y de la dama limeña Juana de las Cuentas y Arbildo (AGN, PN 1297, ff. 35 v.-39 r.), pero ¿quién era el capitán Antonio de los Santos, padre de nuestro protagonista?
Fue un portugués (natural de Capeludos) que residió en Lima entre 1633 y 1660 y se desempeñó como mercader de productos de Castilla e intermediario o encomendero en negocios de sus paisanos (AGI, C, 537, n.° 3, ramo 8, f. 24 r.). Terciario de la Orden de San Francisco, fue admitido en 1638 por familiar del Santo Oficio, situación que no le eximió de ser acusado de judaizante en el proceso de la Gran Complicidad de Lima (AGN, SO, CO, leg. 60, exp. 443). Conoció, en efecto, las cárceles secretas de la Inquisición, pero fue finalmente absuelto de toda sospecha debido a que su causa se había instruido con testimonios falsos. El 23 de enero de 1639 salió en la comitiva del auto de fe de ese año, junto a otros seis sujetos "portando una palma en las manos" como prueba de su inocencia (Medina II: 102). Le fueron restituidos sus bienes y continuó viviendo en Lima, donde se casó con Juana de la Cuentas el 30 de agosto de 1654. Fruto de esa unión nacieron sus tres hijos legítimos: Juan Pablo, Francisco Antonio y Ángela María.
Podría pensarse que nuestro protagonista, Francisco Antonio, fue seguramente tachado por la sociedad limeña por razón de ser hijo de un sospechoso judaizante; sin embargo, no sufrió tal tacha, al contrario, ingresó a la cofradía de la Veracruz como hermano 24, y el 9 de octubre de 1699 recibió el título y el hábito de caballero de la Orden de Calatrava (AHN, OM, E, n.° 11616, f. 7 r.). Había conseguido probar este hijo de portugués, de uno que en los años de la Gran Complicidad pasó por las cárceles secretas de la Inquisición, su nobleza, legitimidad y ascendencia de cristiano viejo, y en 1708 llegó a ocupar, junto con Pedro de Llano Zapata, el cargo de alcalde de Lima (Vidaurre 48).
Los casos citados, difíciles de rastrear, testimonian el natural asentamiento de las familias de origen portugués en el Perú. Si bien, los inmigrantes lusos (de la primera generación) alcanzaron la integración en la tierra de adopción (en un contexto difícil para ellos por su estigma de judaizantes y rebeldes), los hijos, y después los nietos, a partir de diversas estrategias sociales y económicas, alcanzaron no solo la plena asimilación, sino que supieron forjar, en determinados casos, una carrera y una posición social ascendentes.
Conclusiones
La documentación muestra que, a diferencia de lo sucedido en la España moderna, en el Perú los hijos e hijas de los portugueses desarrollaron sus actividades sin mayor dificultad, incluso se encontró entre ellos a uno que accedió a las órdenes de nobleza militar española, y otro que practicó directamente el comercio entre España y América. Las hijas, por otro lado, tuvieron un protagonismo singular, se desempeñaron en empleos en Tierra Firme y en Castilla, administraron sus haciendas y gestionaron su patrimonio.
Los descendientes de los portugueses peruanos fortalecieron los vínculos de la familia originaria con las instituciones civiles y religiosas de la ciudad, por la vía del matrimonio o mediante el ingreso de sus miembros a instituciones eclesiásticas. Asimismo, hicieron más sólida la integración de la familia a la comunidad con el posicionamiento de sus descendientes en puestos de privilegio en la Real Audiencia, el Cabildo o el Santo Oficio. Se observa, en determinados casos, estrategias de organización del poder del grupo familiar, amparado en la herencia recibida, pero también en los valores de unidad y solidaridad familiar.
La documentación notarial nos introduce en la vida cotidiana de personas de carne y hueso, cuyos vínculos sociales trascendieron los marcos de la estructura colonial y configuraron, con su actuación, un sistema social dinámico y versátil. En ese sentido, las identificaciones y pertenencias que asumieron los descendientes lusos, así como las percepciones desde la mirada de los otros, tuvieron un carácter cambiante en función de las particulares situaciones socioeconómicas, pero, sobre todo, por la coyuntura política de 1640. Si antes de ese año no tenía importancia que un hijo de portugués fuera identificado como natural de esa tierra, después del levantamiento de Portugal, los descendientes de los lusos sí cuidaron de destacar su condición de criollos del Perú. Con el tiempo, las familias de origen portugués dejaron de ser pensadas y tratadas como tales, porque en definitiva sus miembros, al margen de prácticas endogámicas, se mezclaron con los otros elementos de la sociedad criolla y mestiza que integraron el Perú colonial.