1. Hipótesis general
Cuando se publicaron El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), la obra de Juan Rulfo podría haberse visto como un contradiscurso frente a la creciente hegemonía del cine y la televisión en el marco de aquello que Guy Debord definió como la sociedad del espectáculo, íntimamente unida a la sociedad moderna: «Tout la vie des sociétés dans esquelles règnent les conditions modernes de production s’annonce comme une immense accumulation de spectacles. Tout ce qui était directement vécu s’est éloigné dans une représentation» (1992, p. 15).1
Cine, televisión y literatura pugnaban y a veces chocaban en una intensa lucha por dirigirse a la sociedad de masas de un modo convincente. Después de todo, nos dice Debord, «Le spectacle se présente à la foi comme la société même, comme un partie de la société, et comme instrument d’unification» (1992, p. 16).2
Mediante el cine, México ejercía una cierta influencia sobre el imaginario del continente al sur del río Suchiate e incluso en regiones al norte del río Bravo. Juan Rulfo escribió su obra en el marco de una creciente hegemonía internacional de las dos pantallas, grande y chica, en el proyecto de apoderarse del tiempo libre de los millones de participantes en la sociedad de masas, tiempo en el cual se construye, entre otras cosas, precisamente el imaginario colectivo.
Conforme a todo esto, Pedro Páramo sería un gran intento por fincar la comprensión de la sociedad en una cosmogonía y en la destrucción de esa cosmogonía, justo cuando la industrialización mediática de todo, incluidas las cosmogonías, terminaba de construir la sociedad del espectáculo en la cual vivimos.
2. Cosmogonías y mitologías
Por eso el mundo de Rulfo está compuesto de seres humanos, animales y plantas y no de aquellos automóviles, máquinas de escribir, teléfonos y otros utensilios que ya inundaban y sin duda hacían más vertiginosa la vida moderna: porque con estos objetos de manufactura humana e incluso industrial no se crean ni se destruyen cosmogonías; en todo caso, se crean y se destruyen mitologías, según lo mostró Roland Barthes en los textos que conforman el volumen llamado precisamente Mitologías (1999): conforme a esta hipótesis, tendríamos que el mundo moderno produce mitologías, no cosmogonías, y tendríamos que estas últimas quedan de hecho destruidas.3
Y por eso mismo, a diferencia de los personajes de Jorge Luis Borges, los de Juan Rulfo son personas comunes: a los de Borges les ocurre aquello excepcional que a ellos mismos los vuelve excepcionales, así sea por un lapso brevísimo, como el contemplar el Aleph o el tener una memoria perfecta o el ser inmortales por haber bebido el agua de un río único o el perder el derecho al olvido; en cambio, a los de Rulfo les ocurre lo ordinario que es también arquetípico, como el recibir un bien (en este caso la tierra) que en realidad no es un bien, luego de ser despojados de otros bienes, como los caballos y las carabinas, o el perder una vaca en una inundación, una vaca que es el único patrimonio de la familia, o el abandonarlo todo para ir a pelear en una guerra que ellos ven como botín, asesinato, despojo, muerte, juego, placer, miedo, cárcel y nada más, o el ver y aprovechar la oportunidad de apoderarse de todas las tierras de la comarca con tal de cumplir un solo propósito, o el enamorarse de una mujer y nunca poseerla anímicamente, aunque se la posea físicamente, o el ser víctima de un encomendero y cacique.
Las personas excepcionales son proclives a convertirse en mitos o por lo menos en leyendas, mientras que las personas ordinarias son proclives a sumergirse impensadamente en una situación arquetípica, condición ineludible para la configuración de una cosmogonía. Escribe Rainer Maria Rilke:
Die grossen Worte, aus den Zeiten, da
Geschehen noch sichtbar war, sind nicht für uns.
Wer spricht von Siegen? Überstehen ist alles. (2015, s. p)4
En esto coinciden las obras de Rulfo, de Borges, del Gabriel García Márquez de Cien años de soledad (1967): en hacer visible el suceder, esto es, en mostrarnos no aquello testimonial que le ocurrió a tal o cual persona en una situación dramática y específica, concreta, sino en escribir las «grandes palabras» de una época, palabras que, como lo fue señalando y aplicando Borges a lo largo de su vida, hasta llegar a la comparativamente llana pero eficaz linealidad de El informe de Brodie (1970) y de El libro de arena (1975), pueden ser y de hecho deben ser las palabras más ordinarias, las más comunes del idioma, pues en lo común de la lengua, así como en lo común de las personas, se encuentra la materia prima de las cosmogonías.
Se puede inferir de las acciones de la industria cinematográfica mexicana que una estrategia fundamental consistía en la conversión de actores y actrices en figuras a tal punto carismáticas que se volvían proclives a convertirse en leyendas e incluso mitos nacionales, si no es que internacionales. Semejante estrategia era provocada por las dinámicas y los intereses de diversos participantes en esa industria, en especial los productores.
3. Ídolos mexicanos en Estados Unidos
Resulta significativo que tres de las estrellas del cine mexicano tuvieran una estrecha relación con Estados Unidos, símbolo de lo internacional y de lo más moderno y contemporáneo; Dolores del Río, Pedro Armendáriz y, en menor medida, Mario Moreno Cantinflas se relacionaron con un espacio físico y simbólico que para la mayoría de los mexicanos de entonces constituía una suerte de más allá en esta Tierra: el más allá de la frontera norte del país, con California y en especial Hollywood como el corazón de la incesante génesis, producción y reproducción de la sociedad del espectáculo, tan próxima a la sociedad de masas y a la sociedad de consumo.
De hecho, Pedro Armendáriz era hijo de un mexicano y una norteamericana, vivió y estudió en Estados Unidos y manejó el inglés tan bien como el español. Según testimonios, un director de cine, Miguel Zacarías, lo «descubrió» (verbo clave en aquel momento) mientras Armendáriz, simple guía de turistas, le recitaba a una joven el más célebre monólogo de Hamlet. Alto, esbelto, de cabello negro, bigote oscuro y rasgos firmes y armoniosos, Armendáriz era la combinación perfecta para encarnar sucesivamente a un general revolucionario y a un indígena, esto último conforme al modelo indianista de la época al cual me referiré más adelante.
Desde aquel más allá geográfico y simbólico se contribuyó a fortalecer las figuras de esos actores y actrices que llenaron las pantallas de México y América Latina durante la llamada época de oro del cine mexicano (aproximadamente entre 1936 y 1958).
De por sí, cualquier pantalla es ya un más allá. Se la puede tocar, olfatear, incluso gustar. Aun así, la distancia infranqueable es un rasgo decisivo de ella. Como veremos más abajo, la separación es un concepto que Debord coloca en el centro de la sociedad del espectáculo: pues bien, la pantalla acerca y separa, y en ese juego entre dos polos encuentra buena parte de su misterio y sus efectos, ese misterio y esos efectos que han hechizado a miles de millones de personas desde que fue inventada en algún momento del siglo xix.
Justamente los dos decenios de la época de oro del cine nacional son los años de formación de Juan Rulfo como fotógrafo y como escritor y son los años de redacción de los cuentos de El Llano en llamas y de Pedro Páramo. No existen testimonios y pruebas firmes de que Rulfo haya visto las películas que dieron fama internacional a Pedro Armendáriz, a Dolores del Río, a Mario Moreno Cantinflas, a Pedro Infante. No es improbable que lo haya hecho. Más difícil es demostrar que el joven escritor haya resuelto poner como trasfondo de su obra las películas de estas y otras estrellas nacionales en un juego de espejos que le hubiera permitido hacer una parodia sumamente seria y sutil de los estereotipos y de las consecuencias de la sociedad del espectáculo, concretada y difundida mediante las pantallas.
Tan difícil es demostrar lo anterior que, hasta donde mis luces alcanzan, nadie ha intentado hacerlo, y por eso mismo la hipótesis resulta interesante, ahora que los estudios sobre Juan Rulfo se han consolidado y ramificado de tal modo que no es fácil ni prudente avanzar en ellos sin que se cuente con una amplia y actualizada bibliografía en torno a ese campo de estudio que por sí solo constituye el autor mexicano.
4. Cine y literatura. Nombres y otros elementos en común
Para sustentar tal hipótesis, solo contaríamos con un dato, proporcionado por una disciplina a la vez sólida e inusual entre los estudiosos de las letras latinoamericanas: la onomástica de la literatura. Ese dato es el nombre del máximo protagonista en la narrativa de Rulfo y de dos de los actores más famosos y queridos del cine latinoamericano: Pedro Armendáriz, precisamente, y Pedro Infante, el malogrado actor y cantante que en su corta vida de apenas cuatro decenios llegó a convertirse en uno de los hitos y mitos de la pantalla en lengua española.
Otro dato, igualmente precario, pero sugestivo, consistiría en el hecho de que el cineasta Carlos Velo quería que Pedro Armendáriz encarnara a Pedro Páramo en la película Pedro Páramo (1966). La gestación y realización del filme corrió aproximadamente de 1961 a 1966. Armendáriz, sin embargo, se suicidó en 1963, aquejado de un cáncer en el estómago que acaso fue consecuencia de una exposición a desechos nucleares mientras filmaba The Conqueror, con John Wayne, en la frontera entre Utah y Nevada el año 1956.
Douglas Weatherford es un gran especialista en la relación entre cine y literatura y, más específicamente, en la filmación de cuentos y novelas de Juan Rulfo. El investigador norteamericano ha examinado el contexto de la decisión de Carlos Velo de elegir a un norteamericano, John Gavin, como encarnación del protagonista; en la época esta decisión provocó una serie de críticas, a las que el director se enfrentó aduciendo que había escasez de buenos actores mexicanos; aun así, tanto Velo como el productor Manuel Barbachano habían considerado a varios de ellos, como Ignacio López Tarso (quien en 1964 protagonizó El gallo de oro, de Roberto Gavaldón, basada en la novela homónima de Juan Rulfo), Narciso Busquets (quien en la película Pedro Páramo encarnó a Bartolomé San Juan) y Julio Alemán (joven galán de las pantallas):
Otro astro mexicano que fue un aspirante para Pedro Páramo merece una explicación más detallada porque, cuando se filma la cinta en 1966, ya había fallecido: Pedro Armendáriz.
Aunque Velo no mencionó nombres cuando indicaba que la escasez de estrellas masculinas en México se debía, en parte, a que «han muerto muchos de ellos», es razonable imaginar que estaba pensando precisamente en Armendáriz, uno de los actores más afamados de su época. Aunque Armendáriz muere trágicamente en 1963 a los 51 años, es en el año previo (si no antes) cuando Velo y sus co-guionistas (Carlos Fuentes y Manuel Barbachano) empezaron a considerar intérpretes para Pedro Páramo. Armendáriz hubiera sido atractivo por su talento y por su presencia taquillera, pero tenía dos puntos adicionales que le hubieran favorecido como candidato para Pedro Páramo: fue el primer actor en interesarse en el papel y dominaba el inglés. (Weatherford, 2015, p. 174)
Existe otro Pedro como candidato a haber sido fuente de inspiración para Rulfo al bautizar a su personaje: Pedro Zamora, persona real que aparece en el cuento «El Llano en llamas» más como un bandolero que como un caudillo de la Revolución mexicana. Un último Pedro probablemente rondó en la cabeza del novelista: San Pedro, hacienda familiar del sur de Jalisco que asimismo aparece aludida en «El Llano en llamas».5
Sin duda, para la dimensión simbólica y para la dimensión semántica que asimismo posee el personaje, la noción de Pedro como piedra estéril y como piedra angular (fallida) resulta asimismo crucial la notoria etimología del nombre y la simbología cristiana, ambas conocidas por cualquier persona atenta, están a tal punto presentes en el nombre del protagonista de la novela que todas las demás opciones aquí propuestas podrían muy bien pasarse por alto como fuentes de inspiración para Rulfo.
5. «Un pedazo de noche»
Aun así, otros elementos son dignos de tomarse en cuenta a la hora de reforzar la hipótesis de un diálogo con los nombres de pila de dos de los actores más populares y carismáticos de aquel medio siglo latinoamericano en el que la literatura se esforzó al mismo tiempo por no verse superada por el cine en el interés del público y en la construcción del imaginario colectivo y por convivir con una industria que le resultaba atractiva y desconcertante (esto último justamente porque el cine acaparaba cada vez más el tiempo libre de las personas).
Ya en «Un pedazo de noche» Rulfo había logrado una parodia de uno de los tópicos del melodrama urbano, consistente en la maternidad a cargo de la prostituta, incapaz de hacerse cargo del retoño conforme a reglas básicas de la sociedad. En este texto, es un hombre quien va cargando por las calles oscuras y por tugurios a una criatura cuya madre es comadre suya. Lo acompaña una mujer, narradora, que dedica la noche a ganarse el pan en brazos de desconocidos. La mujer que deambula por las calles con un hijo de pecho es ícono de una mitología popular que fomentan las pantallas: concentra dramatismo, protección, desamparo, fusión. Curiosamente este texto de Rulfo fue una parodia anticipada de uno de los momentos estelares del cine mexicano en su faceta urbana popular: aquella en la cual Pedro Infante, quien caracteriza al popular Pepe el Toro en la célebre trilogía de Ismael Rodríguez, carga a su pequeño hijo muerto, el Torito, a quien en vano trató de salvar de un incendio provocado por los enemigos de Pepe el Toro.6
6. La separación como recurso del melodrama
Mucho cine de la época de oro fue melodramático. El melodrama se basa en recursos tales como la separación: novios y esposos que se ven precisados a alejarse, amigos que nunca vuelven a verse, amores que se rompen por enfermedades, padres e hijos a quienes distancian convenciones u otros obstáculos, aliados a quienes los malentendidos o los intereses creados o las intrigas o las simples circunstancias separan para siempre. Dice Debord: «La séparation est l’alpha et l’omega du spectacle» (Debord, 1992, p. 27).7
Debord se refiere básicamente a la separación de clases sociales y a la separación entre lo posible y lo permitido. De cualquier modo, la separación se vuelve tangible y se concreta porque puede traducirse, desplazarse y llevarse desde los conceptos generales hasta los argumentos y guiones de los cuentos, las novelas y las películas. La separación es un aspecto universal tanto de la vida fáctica como de la representación de la vida mediante el arte y otras expresiones simbólicas. El arte narrativo, el lírico y el dramático aprovechan al máximo las posibilidades de la separación como un recurso que mantiene atento al lector o espectador.
Tanto Pedro Armendáriz y Pedro Infante en sus actuaciones como Pedro Páramo en la novela homónima encarnan rupturas esenciales para la condición humana y para las condiciones concretas del México de la segunda mitad del siglo xix y primera del siglo xx: los tres se ven separados de sus respectivas amadas por distintos sucesos. Independientemente de si Juan Rulfo pensó en el cine mexicano al emprender su obra literaria, esta última compartió con el cine de la época un recurso universal (el de la separación como ruptura, drama, quizá tragedia, desenlace) y un efecto revelador para aquella época: la sociedad mexicana se desgarraba de una manera a la vez física y simbólica en las rupturas que las personas y los personajes experimentaban como dolorosos destinos incontrolables e inexorables, no pocas veces en el ambiente de la Revolución mexicana, marco histórico en común de películas como Enamorada (1946), de Emilio el Indio Fernández, con María Félix y Pedro Armendáriz, y de «El Llano en llamas» y pasajes enteros de Pedro Páramo.
7. Cine y literatura. Profundización y autenticidad como diferencia
La clave de la diferencia está en dos palabras: profundización y autenticidad al tratar las causas más profundas de una crisis. Rulfo pudo pensar que si de lo que se trataba era de comprender los conflictos entre indígenas y mestizos, entre servidores y patrones (tantas veces siervos y señores), entre mujeres y hombres, entonces, había que ir hasta el fondo de las cosas y de las causas. La literatura le daba una libertad que el cine no podía permitirle ni permitirse.
El cine trabajaba y trabaja, en tanto que industria, por fórmulas y por series. Los reiterados conflictos melodramáticos que las historias filmadas presentaban en esos momentos no podían ir al fondo de las relaciones de poder porque el cine mismo, en tanto que industria pública del espectáculo y de la construcción del imaginario colectivo, era y es un poder social, político y económico con un conjunto de intereses y de vínculos que conformaban y conforman redes que pueden regularse, regulando a sus participantes.8
Este será siempre un poder de la literatura: que, cuando está en manos de un escritor independiente como Juan Rulfo, no depende de poderes. No se supedita a una industria como la cinematográfica mientras no sea asimismo una industria. La incipiente industria editorial que acogió la obra de Rulfo contaba con una empresa del Estado mexicano, fundada en 1934 por un intelectual de la talla del economista, historiador y politólogo Daniel Cosío Villegas. Esa empresa era justamente el Fondo de Cultura Económica, cuya colección Letras Mexicanas tenía el aval de quien la había creado y ejercía una fuerte influencia en la vida cultural mexicana: Alfonso Reyes. Otra institución, el Mexican Writing Center, el Centro Mexicano de Escritores, le había dado a Rulfo en 1952-1953 y 1953-1954 las únicas becas de las que gozó en toda su vida.
Ante tal escenario, Rulfo debió sentir que contaba con mínimas condiciones institucionales para sentir cierto apoyo (meramente complementario, pues la creatividad y el genio son la base de una obra) a la hora de profundizar en sus temas sin el riesgo de censura que acecha al cine mucho más que a la literatura, sobre todo a partir del momento en que la industria fílmica (y ya no las letras) se volvió el principal espacio para la construcción del imaginario colectivo.9 En el marco de las tensiones entre el cine y la literatura (forcejeo y colaboración), la obra de Rulfo podría verse como un virtual campo de batalla donde al mismo tiempo se aprovecharon recursos generales del cine como el montaje y la disolvencia y de modo implícito se criticaron decisiones que el cine mexicano estaba tomando con respecto a los principales conflictos de la condición humana y de la condición mexicana y latinoamericana en ese momento por lo demás paradigmático.
8. Cine de fórmula, novela de fórmula
De hecho, la novela de Rulfo emplea la misma fórmula que consagró el cine nacional de la época: entrelaza y mezcla una relación de poder político y una relación amorosa. En ese sentido, Pedro Páramo no está lejos del Pedro Armendáriz de Enamorada: un hombre de poder que sucumbe a la belleza de una mujer única e indomable. Las diferencias son, sin embargo, tan significativas como las similitudes: María Félix es única e indomable per se; Susana San Juan se vuelve única e indómita por circunstancias económicas que son provocadas por un régimen de acaparamiento de tierras, de hombres y de poder en manos de un solo individuo.10 Resulta que Susana, siendo niña, fue obligada por su padre Bartolomé a descender hasta el fondo de una tumba para buscar «ruedas redondas de oro». Lo que la niña sube no son monedas, sino la muerte misma a la superficie de la tierra, luego de profanar el espacio sagrado de los difuntos. Bartolomé se había visto obligado a semejante despropósito por las circunstancias económicas: no existía para él otra forma de capitalizarse. De hecho, en el poder omnímodo de un cacicazgo como el de Pedro Páramo nadie puede capitalizarse porque el encomendero y cacique concentra todo el dinero mediante la violencia del despojo, del engaño y del crimen.11
9. Diez poderes reales en Pedro Páramo
Se puede vislumbrar en Pedro Páramo una simbolización del poder que en el cine (al menos en el cine mexicano de la época) hubiera sido impensable: no existen tres poderes, como lo señala la clásica distinción de la filosofía política que culminó en el siglo xviii con El espíritu de las leyes (1748), de Montesquieu, sino por lo menos diez:
1. El poder ejecutivo, totalmente en manos de Pedro Páramo.
2. El poder legislativo, inexistente, aunque sí mencionado y despreciado cuando Pedro Páramo le pregunta a Fulgor Sedano «¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros» (Rulfo, 2004, p. 107).
3. El poder judicial, encarnado por Gerardo Trujillo, responsable de los asuntos legales del cacique, abogado que se subordina por completo a los intereses de este último y que incluso sirve para corromper a quienes deberían haber hecho justicia, por ejemplo, cuando paga para que no continúe el proceso penal en contra de Miguel Páramo, único hijo al que, aunque fuera del matrimonio, Pedro Páramo cuidó y quiso.
4. El poder de la información y de la comunicación, que solo se menciona en la alusión al periódico que Susana ha leído y con el que luego se envuelve los pies: Susana es la única persona informada de modo moderno en toda la novela. Parte de su actitud crítica y distante no obedece solo a su notable inteligencia y al hecho de que se la dañó al obligarla a descender a la tumba cuando era niña, sino a su hábito de leer, excepcional en un mundo carente de libros y periódicos.
5. El poder de las finanzas y, en general, del manejo del dinero, totalmente en manos de Pedro Páramo.
6. El poder de las industrias legales, totalmente en manos de Pedro Páramo.
7. El poder de las industrias ilegales, asimismo en manos del cacique (no se mencionan en la novela, pero el acaparamiento de bienes y productos como el maíz y la tierra es la base de la conversión de industrias legales en industrias ilegales). Este poder ha adquirido cada vez más importancia en el mundo contemporáneo.
8. El poder de las armas, todas ellas controladas por Pedro Páramo.
9. El poder espiritual, formalmente en manos del padre Rentería, pero subordinado al cacique luego de la dramática escena del velorio de Miguel Páramo.
10. El poder de la representación del mundo, sea mediante la palabra (narrativa oral, no literaria), sea mediante las artes y en general los géneros discursivos: este poder es el último en importancia, pero paradójicamente es asimismo el primero y el último en aparecer y en controlar todos los hechos de la novela (este control último sucede asimismo en la vida fáctica, pues toda vida concluye en su propia narrativa a cargo de los deudos y sobrevivientes): Dorotea y Juan Preciado son quienes comienzan y terminan contando todos los hechos, y al contarlos lo hacen como se cuenta toda historia: desde una perspectiva particular, esto es, desde la relatividad del punto de mira libremente elegido por el hablante o impuesto a él por las circunstancias.
Mostrar el suceder, el devenir, se manifiesta en Pedro Páramo, entre otros factores, gracias a la capacidad de exhibir sutilmente la multiplicación de poderes en el mundo fáctico.12 El género de la novela en manos de un artífice como Juan Rulfo puede contar aquello a lo que el cine normalmente no puede ni siquiera aludir: la realidad cruda de los poderes concretos en el mundo de los hechos, sutilmente representados en una novela de numerosas aristas y numerosas capas superpuestas de significación.
10. Indianismo en el cine mestizo y criollo
Un elemento adicional permite suponer que Rulfo pudo tener como trasfondo el cine de la época al escribir sus historias, aprovechando que, como nunca antes ni después, el cine hecho en México era una industria de alcances internacionales, lo que lo hacía un objeto atractivo para la consideración y la crítica. Me refiero al hecho de que el escritor mexicano no convirtió a indígenas en protagonistas de sus cuentos y novelas por una razón primordial para su estética: porque él mismo no era indígena. No quería escribir sobre aquello que no conocía a fondo (aunque Rulfo estudió el mundo indígena a lo largo de su vida) y no quería incurrir en una de las apropiaciones más notorias en el cine de la época, tácitamente admitidas por actores, directores, productores y público dentro y fuera del país: la circunstancia de que los indígenas fueran representados por actores no indígenas desde una propuesta indianista desde el punto de vista ideológico, ético y estético.
El estereotipo del indígena que sufre fue encarnado precisamente por Pedro Armendáriz y Dolores del Río en María Candelaria (1943) y por Pedro Infante y la criolla María Félix en Tizoc: Amor indio (1958, Globo de Oro y premio póstumo de actuación para Pedro Infante en el Festival de Cine de Berlín). Con estos y otros ejemplos se llevó a las pantallas de la época de oro un hábito importante en el ámbito de las representaciones simbólicas durante el largo régimen dictatorial de Porfirio Díaz, quien controló la Presidencia de la República entre 1876 y 1880 y de 1884 a 1911: ese hábito fue el indianismo. El indianismo es precisamente el acercamiento al mundo indígena con más interés y simpatía que estudio y solidez crítica. El indianismo es una estrategia mestiza o criolla, por lo común ligada al ejercicio del décimo poder: la representación simbólica, no pocas veces estética, del mundo o de una parcela del mundo.13
11. Superación del indianismo en Pedro Páramo (1955) y reincidencia y predominio final en Tizoc (1958)
En síntesis, el cine mexicano tuvo una clara tendencia indianista durante su época de oro. En el interior de la lucha por conservar para la literatura el derecho a construir el imaginario colectivo de las distintas comunidades, Juan Rulfo puso en orden aquello que había puesto de cabeza el cine de la época de oro en sus representaciones del mundo indígena; lo hizo sugiriendo la profundidad de las causas de la persistente crisis de la sociedad y exponiendo la realidad concreta de la representación de esas causas, frente a las cuales el indianismo altamente estetizante de la fotografía de Gabriel Figueroa y los encuadres, los montajes y guiones decididos por Emilio el Indio Fernández (cuyo aspecto físico, por cierto, se acercaba más al estereotipo del indio que al indígena de carne y hueso), así como la música y los demás elementos de las películas no hacían sino aumentar la distancia entre el mundo concreto y ese característico Más Allá de la pantalla, símbolo hasta hoy insuperable de la sociedad del espectáculo.
Muy pocos años después de aparecida la novela, Tizoc volvió al indianismo de un modo que mostraba conflictos propensos a ser reales (pugnas entre distintos pueblos indígenas, así fuera totalmente estereotipados en la historia) y que a la vez funcionaba como mecanismo de regulación de la vida social al poner en evidencia la imposibilidad (ya vuelta tópico, incluso hasta nuestros días)14 de una relación entre dos personas de distinta clase y de distinta etnia (ella, criolla; él, indio), todo esto bajo el principio enunciado por Debord: el espectáculo se presenta como la totalidad de la sociedad, como parte de la sociedad y como instrumento de unificación; en efecto, un cine tan carismático como el que protagonizaban actores y actrices de primera línea era posible que se recibiera como un todo en la sociedad o en una parte de ella y como factor de unificación de la percepción y de la recepción por parte de millones de personas, en la medida en que toda obra multitudinaria recibida clamorosamente nos obliga a mirar hacia ella durante un lapso lo bastante largo como para dejar una huella.
El contraste entre la apropiación de lo indígena y de los conflictos entre indígenas y mestizos o criollos en Pedro Páramo y en Tizoc nos proporciona un ejemplo de la distancia entre una sutil profundización enteramente verosímil y una melodramática apropiación carismática, pero sesgada, de una serie de tópicos que se encadenan para dirimir conflictos en el interior de un mundo dramático que en Tizoc se les ofreció a millones de espectadores como experiencia de una totalidad y de una parte de la sociedad (un México criollo e indígena, rural y decimonónico) y como un mecanismo para unificar o por lo menos concentrar el foco de atención de un público masivo, amplio representante de la sociedad de masas.15
Víctor Jiménez advierte que determinados rasgos de Dorotea la Cuarraca se vinculan con Xólotl,
cuyo apodo nos dice que era deforme, bamboleante, coja como Xólotl, y en lugar de tratarse de un perro es ella, una coja, la que acompañaría bajo tierra a Juan Preciado en su travesía al otro mundo. Incluso, Dorotea tiene ya la experiencia de haber estado allá, de haber ido y regresado, como Xólotl precisamente. (Jiménez, 2015, p. 65)
Tenemos aquí un refinado simbolismo que no se advierte a primera vista (de hecho, pasó medio siglo para que un lector lo señalara) y que expresa el fin de una cosmogonía al fondo de una tumba compartida.
Por su parte, Tizoc se vio orillado por intereses de promoción turística a comenzar con una secuencia donde el protagonista anda en burro entre pirámides rumbo al pueblo, lo que al público internacional pudo causarle el efecto de que las localidades siempre se situaban al lado de antiguos centros ceremoniales limpios y accesibles, casi disponibles. Asimismo, tanto el idiolecto como la sabiduría y el aspecto físico de Tizoc responden por completo a los estereotipos de la raza de bronce, ya presentes en las representaciones plásticas de lo indígena en el México de fines del siglo xix y primeros años del xx, según lo mostró Mauricio Tenorio Trillo a lo largo de Artilugio de la nación moderna: México en las exposiciones universales, 1880-1930 (1988).
Aun así, el cine, no la literatura, se impuso en la percepción y los hábitos de la mayoría de la población latinoamericana, de modo que la preeminencia de Rulfo tuvo un carácter más bien simbólico, circunscrito a aquella minoría que ha podido ir comprendiendo El Llano en llamas y Pedro Páramo a lo largo de los últimos sesenta años.
12. Conclusiones
La madurez literaria de Juan Rulfo coincidió con el auge y el principio del declive del cine mexicano hacia el medio siglo pasado. Esta coincidencia en tiempo y espacio ya nos invita a seguir realizando análisis de la relación entre el escritor y la industria del celuloide; tales análisis no habrán de ceñirse al estudio de los procesos de filmación de textos del escritor y fotógrafo jalisciense.
El propio Rulfo incursionó en dicha industria durante los años cincuenta y sesenta desde distintas trincheras: como responsable de velar por la verosimilitud histórica de la película (en La escondida (1956), de Roberto Gavaldón), como autor de una novela corta a modo de esbozo para un guion (El gallo de oro), como guionista activo (El despojo [1960] y La fórmula secreta [1965]) e incluso como extra (En este pueblo no hay ladrones [1965]). Todo ello convierte la coincidencia en franca relación.
El presente artículo propuso y desplegó una hipótesis: Pedro Páramo es una crítica implícita a los estereotipos en los que había incurrido el cine con respecto a las relaciones entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre mestizos e indígenas, entre patronos y empleados (incluso siervos).
La investigación puso en evidencia que existen distintos nodos e hilos conductores para demostrar la hipótesis; desde los nombres propios hasta ciertas escenas repetitivas, desde el melodrama hasta el indianismo, existen diversas vías de acceso a la evidencia de que no es forzado el paralelismo entre el cine nacional y la narrativa de Rulfo, sobre todo Pedro Páramo (esta última como crítica de aquel). Tres de los cuatro factores (nombres propios, escenas repetidas hasta convertirse en estereotipos, melodrama con recursos tales como la separación entre personajes) son tácticas y estrategias discursivas útiles para tramar secuencias narrativas y dramáticas; el cuarto, el indianismo, es una visión ideológica que aparece no solo en la literatura y el cine, sino en la escultura y, sobre todo, en el discurso oficial de la época, desde la dictadura de Porfirio Díaz hacia el último tercio del siglo xix hasta la paulatina consolidación de los estudios antropológicos, históricos y lingüísticos serios en torno a las comunidades originarias.
El presente trabajo demuestra que para escribir piezas maestras Rulfo no desdeñó material ya muy reciclado: nombres propios compartidos, estereotipos decrépitos (el recién nacido en brazos, el hombre poderoso que en el amor encuentra su único punto débil), tópicos melodramáticos como el de una separación definitiva o que se supone definitiva (Susana San Juan estuvo treinta años lejos de Comala; Pedro Páramo había creído -y casi más bien decretado- que su amada nunca volvería a un pueblo al que ella se refirió con odio).16
Gracias a la literatura, Rulfo superó limitaciones del cine en tanto que industria, como el superficial manejo del mundo indígena, traducido a códigos de dominación metropolitana y de sociedad de masas mediante el indianismo. Aun así, a fin de cuentas han sido las pantallas grandes y chicas las que se han apoderado de la construcción del imaginario colectivo mexicano; por ello la victoria estética de Rulfo puede considerarse más bien testimonial y simbólica que práctica y efectiva, más bien minoritaria y de culto literario que masiva y de aquellas consecuencias sociales y políticas en las cuales él quizás habrá pensado alguna vez