Una obra literaria no puede ser comprendida fuera de la unidad de la literatura. Pero esta en su totalidad, así como cada uno de sus elementos y, por consiguiente, la obra dada, no puede ser comprendida fuera de la unidad de la vida ideológica. Pavel Medvedev, El método formal en los estudios literarios (1994)
Pues el texto, en su realidad material dada, es pura virtualidad que solo puede encontrar su actualidad en el sujeto. De aquí se deduce, en relación al texto de ficción, que este debe ser visto preeminentemente como comunicación y, en relación a la lectura que esta debe ser considerada primariamente como una relación dialógica. Wolfgang Iser, El acto de leer (1987)
1. Introducción
En el contexto de la investigación «Estudios literarios latinoamericanos: una tradición que debe romper con la sustracción», me propongo considerar un conjunto de aspectos propios de la producción del sentido en el discurso estético- literario haciendo acopio de aspectos relevantes de diversas teorías en torno del lenguaje, la comunicación y semiótica estética. En este sentido, una concepción del lenguaje inscrita en el contexto de la comunicación estética literaria,2 necesariamente, evidencia la preeminencia de la instancia de la enunciación y, en consecuencia, la adopción de una perspectiva pragmático-comunicativa con el fin de enfatizar el papel cumplido por el sujeto de la enunciación, en cuanto responsable ideológico, entre otros muchos aspectos, mediante la constitución el sujeto del enunciado (narrador), narratario, la elección del género literario adoptado, el ordenamiento de los acontecimientos que componen la historia, los personajes y su caracterización, los espacios, la división en capítulos, epígrafes, estilos discursivos, textos en diferente tipografía, etc.3, y, en general, el conjunto de axiologías y su consiguiente tensión en el mundo ficcional. Por último, pero no por ello menos importante, la construcción de sí mismo, del interlocutor y su entorno ideológico comunicativo.4 Desde esta perspectiva, María Isabel Filinich hace eco de los aportes de H. Parret, en lo que concierne a su concepción de discurso, según la cual, este se constituye en el lugar intermedio entre la lengua y el habla (2002, p. 29). De acuerdo con Filinich:
Entre el concepto general y abstracto de lengua -que designa el conjunto de relaciones internas constitutivas del sistema lingüístico- y el de habla -que apunta a la realización individual y concreta, al uso particular de la lengua por parte de los hablantes- se interpone el concepto de discurso para designar ese momento de tránsito por el cual el texto se contextualiza. El texto es, en términos de Parret,texto contextualizado siendo la enunciación el contexto productor del discurso. En esta perspectiva, el discurso es el todo (la contextualización y el texto) mientras que la enunciación -o la contextualización- y el enunciado -o el texto- son sus componentes. (pp. 29-30)
Es evidente que el concepto de discurso se hizo posible a partir de los trabajos y aportes realizados, en primera instancia, por filósofos del lenguaje como John Austin, John Searle, lingüistas poco ortodoxos como Émil Benveniste (1989), sin pretender desconocer los aportes realizados por semiotas como A. Greimas (1996) y Iuri Lotman (1988), ni al antecesor de muchos de ellos, el psicólogo y lingüista, Karl Bühler. A esta corta enumeración se deben agregar otros estudiosos del lenguaje como Valentín Voloshinov y Mijaíl M. Bajtín (1997) por mencionar tan solo algunos directamente relacionados con los estudios del discurso estético-literario. Asimismo, se deben destacar los trabajos de filósofos como Jünger Habermas (1999) quien ha retomado muchos de los aportes de los autores mencionados para desarrollar el concepto filosófico y político de acción comunicativa.
El concepto de acción comunicativa, en el contexto pragmático del lenguaje, se sustenta en la utilización teleológica de las ilocuciones, haciendo acopio de todos los medios a su alcance para que el oyente entienda lo dicho y, libremente, convenga en las intenciones perlocucionarias involucradas en el acto de habla. De acuerdo con Habermas: «A esta clase de interacciones, en que todos los participantes armonizan entre sí sus planes individuales de acción y persiguen por ende sin reserva alguna sus fines ilocucionarios» es a la que llama P. Strawson acción comunicativa (Cf. Habermas, 1999, pp. 376-377).
De igual manera, la adecuación a este conjunto de circunstancias y necesidades comunicacionales tiene como efecto inmediato el que el lenguaje parezca erigirse, en el acto mismo de la comunicación, a modo de una señal que indica el deseo de utilizar determinado léxico, superando su carácter de representación.5 En este sentido, lo plantea Richard Rorty cuando alude a la concepción del lenguaje de Donald Davidson:6
El tratamiento que Davidson hace de la verdad se enlaza con su tratamiento del aprendizaje del lenguaje y de la metáfora para formar el primer tratamiento sistemático del lenguaje que rompe completamente con la noción de lenguaje como algo que puede mantener una relación de adecuación o de inadecuación con el mundo o con el yo. Porque Davidson rompe con la noción de que el lenguaje es un medio: un medio de representación o de expresión (1991, p. 30)
Si bien existe una contradicción entre el pensamiento de Rorty y el concepto habermasiano de acción comunicativa en lo concerniente a su orientación filosófica, pues el primero considera que la verdad es una construcción discursiva, mientras que para el segundo es indiscutible la existencia de una razón universal, el hecho de que el acto comunicativo se configure a partir de la consolidación de los sujetos participantes, en términos de sujetos discursivos, hace que la comunicación pase a ser concebida como un proceso mediante el cual dos sujetos construidos semióticamente interactúan, construyéndose recíprocamente y, necesariamente, partiendo de un horizonte preinterpretado en lo que lo fundamental es negociar las definiciones de la situación que pueden ser compartidas por los dos. En este sentido, el discurso es el lugar de encuentro y definición de los participantes, resultante de un proceso comunicativo en el que se han efectuado procesos de traducción y negociación.7
2. Negociación y semiosis
Tal como se puede inferir por la cita anterior, la propuesta de Habermas hace una diferenciación sustancial de interacciones comunicativa en las que predomina, ya sea el acto ilocucionario o el acto perlocucionario. El primero remite a la acción comunicativa y el segundo a la acción estratégica. En palabras del filósofo alemán:
Hablo, en cambio, de acciones comunicativas cuando los planes de acción de los actores implicados no se coordinan a través de un cálculo egocéntrico de resultados, sino mediante actos de entendimientos.8 En la acción comunicativa los participantes no se orientan primariamente al propio éxito; antes persiguen sus fines individuales bajo la condición de que sus respectivos planes de acción puedan armonizarse entre sí sobre la base de una definición compartida de la situación. De ahí que la negociación de definiciones de la situación sea un componente esencial de la tarea interpretativa que la acción comunicativa requiere. (Habermas, 1999, p. 367)
Por el contrario, en lo concerniente al grado extremo de la acción estratégica, dice:
En situaciones de acción estratégica solapada, al menos uno de los participantes se conduce orientándose hacia el logro de sus particulares propósitos, pero hace creer a los demás que todos cumplen los supuestos de la acción comunicativa. Se trata del caso de la manipulación a que nos hemos referido al hablar de los actos perlocucionarios. (1999, p. 425)
No obstante lo anterior, para Habermas en el acto de habla entra, únicamente, la ilocución en la medida en que se realiza la acción diciendo algo a alguien y haciendo acopio a un conocimiento institucional común (lo que significa para Habermas incluir al otro); sin embargo, se niega a introducir a la perlocución como efecto del acto de habla realizado por considerar que, dicha inclusión, cumple una función estratégica (manipulatoria). Por el contrario, tal como lo manifiesta el profesor Luis Alfonso Ramírez, es prácticamente « [...] imposible demostrar que los discursos científicos, filosóficos y pedagógicos, los ideales en una acción comunicativa, no tengan su orientación estratégica [...]» (2007, p. 33). Así las cosas, consideramos que la perlocución es un aporte del oyente, así haya sido previsto por el hablante. En este sentido, Paolo Fabbri, afirma: «Este efecto convencional (efecto perlocutivo) debería analizarse atendiendo a la captación del oyente (es decir, la aceptación del acto de lenguaje según cierta interpretación) y a la aceptación por parte del hablante de dicha aceptación» (1995, p. 326).
Hasta el momento, se ha partido de la afirmación de la negociación como procedimiento para el entendimiento, es decir, la afirmación de la posibilidad de un consenso, en cuanto todo acto de entendimiento está predeterminado por el mundo de la vida que no pasa de ser más que una construcción ideológica de la realidad.9 Esta, según Habermas, presenta una doble manifestación: tanto interna como externa. Es decir, cada manifestación de la realidad posee, al menos, una pretensión de validez. Si, lo «externo», al ubicarse fuera del sujeto, se subdivide en objetivo e intersubjetivo; por su parte, lo interno se caracteriza por involucrar lo más íntimo del sujeto. Desde esta perspectiva, la manifestación externa se refiere tanto al mundo de la naturaleza, el mundo real, en el que el lenguaje es representación, como al intersubjetivo o interacción social. En consecuencia, lo «objetivo» tiene como pretensión la «verdad»; y, lo intersubjetivo, la «rectitud». En este momento se deben hacer ciertas precisiones: si el mundo de la vida es una construcción ideológica, cuando se habla de la «verdad» nos referimos a la correspondencia con una teoría que, con el paso del tiempo, es susceptible de modificarse pero que, es claro, dicha transformación no depende de los sujetos que interactúan, sino de un conjunto de instituciones que respaldan ciertos ordenamientos discursivos, tales como el científico y el pedagógico, por poner algunos ejemplos. Por su parte, la pretensión de la «rectitud» proviene casi siempre del sentido común:
Mi «aquí es su allí». Mi «ahora» no se superpone del todo con el de ellos. Mis proyectos difieren y hasta pueden entrar en conflicto con los de ellos. A pesar de eso, sé que vivo con ellos en un mundo que nos es común. Y, lo que es de suma importancia, sé que hay una correspondencia continua entre mis significados y sus significados en este mundo, que compartimos un sentido común de la realidad de este. La actitud natural es la actitud de la conciencia del sentido común, precisamente porque se refiere a un mundo que es común a muchos hombres. (Berger y Luckmann, 2001, p. 41)
Por último, el mundo interno de la vida, «subjetivo», compete al sujeto en su situación concreta y genera la pretensión de «veracidad». Pero que, acorde con todo lo que se ha planteado, se sustenta tanto en las concepciones ideológicas de la realidad como en los ordenamientos discursivos institucionales que respalda cierta concepción del mundo. Por consiguiente, tenemos tres dimensiones y sus respectivas pretensiones: objetiva, subjetiva e intersubjetiva, es decir, la verdad, la rectitud y la veracidad, respectivamente.
Esta manifestación axiológica triádica del proceso comunicativo tiene correspondencia con la concepción que del signo propone Charles S. Peirce (1839-1914), en cuanto relación dinámica en la que intervienen tres instancias que se encuentran en situaciones contextuales variables y que reflejan las categorías del ser: primeridad, segundidad y terceridad. Tal como es posible inferir, las pretensiones de validez, mencionadas, están directamente relacionadas con las categorías del ser planteadas por Peirce y, a su vez, confirman el carácter dialógico e interactivo de la realidad concreta del lenguaje, en cuanto se desarrolla, únicamente, en la interacción de un colectivo social determinado. Retomando esta base ontológica, las categorías del ser intervienen en la producción del signo:
Primeridad, posibilidad cualitativa, aquello que es en sí mismo, sin relación a otro.
Segundidad, ser de hechos reales, relación de dependencia con otro, es acto opuesto a potencia.
Terceridad, ley o mediación en la relación de combinación con otros.
Estas tres categorías y su simultaneidad dan lugar al llamado proceso semiósico10 y cada una de ellas está representada por relaciones o funciones: el Representament, «condición general de representación», es decir, aquello que puede ser expresión de una relación (equivalente al signo saussureano), el Objeto, conceptualización cultural, no corresponde a la realidad sino a un aspecto de ella (Objeto mediato) y, por último, el Interpretante, efecto sígnico producido, en otras palabras, el sentido. Por último se debe resalta que esta relación triádica en la que se constituye el signo es dinámica y tiene en cuenta, como ya se mencionó, las condiciones contextuales en las que se encuentran los elementos que intervienen.
2.1. Concepción triádica
La relación que se puede establecer entre la concepción habermasiana de la comunicación y el concepto peirceano del signo, es bastante fructífera, pues las tres esferas de Habermas: objetividad, subjetividad e intersubjetividad tienen relación directa con las categorías del ser en Peirce: primeridad, segundidad y terceridad. Las relaciones se pueden establecer de la siguiente manera: en cuanto a la objetividad, al ser identificada con el mundo y en donde el lenguaje aparece como representación, tiene nexos con la Primeridad en tanto se concibe como todo aquello que puede ser comunicado, entendido esto último, como la posibilidad de convertirse en signo. Con respecto a la subjetividad, en cuanto compete directamente al sujeto, le corresponde la segundidad, pues, se inscribe en la intención. Por último, la intersubjetividad, en calidad de lo social, remite a la terceridad, la ley.
Con el fin de enriquecer estas relaciones, y posibilitar una cierta tipología discursiva, es interesante ver que estos elementos tienen nexos con las modalidades provenientes de la lógica y que son aplicadas en el análisis semiótico. La modalización alética se refiere a lo que de «verdad» tiene una proposición, pero tanto en lingüística como en semiótica se refiere a la «veredicción», es decir, al ser en tanto se constata una correspondencia uno a uno. Por otra parte, la modalización epistémica remite al parecer y, por ende, a la subjetividad, el «querer ser». Por último, la modalización deóntica definida por el deber, se refiere a la intersubjetividad o sea a la ley, al «deber ser». En general, el predominio de algunas de estas modalizaciones puede llegar a caracterizar los géneros literarios y sus modalidades históricas. Por ejemplo, la dominación de lo deóntico en relación con lo epistémico posibilitaría establecer una diferencia en la estructura profunda, entre la epopeya y la novela de principios del siglo xx, aunque en las dos expresiones es imposible prescindir de lo alético como definición del género.
3. Acción comunicativa/signo y literatura
Si bien es cierto que se ha inscrito al mundo externo en el llamado mundo de la vida, también es que los términos como «objetivo» y «verdad» son afirmativos y por ello requieren de una cuidadosa elaboración conceptual cuando del discurso y, sobre todo, de la literatura se trata. Para resolver el inconveniente que se nos presenta, debemos hacer acopio de la teoría literaria y empezar desde Aristóteles quien en La Poética se refiere a la ars poiesis como una techné, es decir, un procedimiento a la altura de la retórica que no se refiere a los hechos tal como sucedieron, sino como debieran haber sucedido. Con respecto a esto, Aristóteles se alude al paralogismo, razonamiento que parte de una premisa falsa pero que permite llegar a una conclusión verdadera (veredictiva). Esto nos autoriza a introducir el concepto de verosimilitud que, por su parte, ha sido explicado por la teoría literaria en términos de pacto, es decir, se pide al oyente o al lector acepte una falacia y no descalifique lo que la sucede. Desde esta perspectiva, la teoría de la recepción de Wolfgang Iser (1987) es bastante clarificadora.11 Los sistemas de sentido, o las interpretaciones ideológicas, son las que permiten a un sujeto medianamente preparado convertirse en un receptor potencial de cualquier hecho discursivo en el sentido amplio.12 Con todo, en la obra literaria, el receptor se encuentra ante un hecho entrópico, pues el sistema de sentido que posibilita la significación (semiosis) se sustenta en la identificación, por parte del lector, del sistema de normas y orientaciones que dominan el «mundo de la vida», si bien ha tenido que hacer ciertas concesiones. A este respecto afirma Iser:
En este sentido se puede precisar un paso más la representación llevada a cabo por el habla de ficción. Si las señales icónicas «copian» algo, esto ciertamente no son las propiedades del objeto representado, porque este solo es esbozado por medio de aquéllas. Más bien copian las condiciones de representación y de percepción a fin de que el objeto pretendido pueda ser constituido mediante los signos. (1987 p. 109)
3.1. Aportes de la teoría de la recepción
Tradicionalmente se ha planteado una relación de oposición ontológica entre ficción y realidad, como dos categorías antagónicas, en la medida en que se concibe a la primera como autónoma o heterónoma del ser, es decir, de lo no real. Este problema ha sido resuelto, según Iser, en el momento en que se establece entre las dos categorías una relación funcional en términos de comunicación. La ficción nos comunica algo sobre la realidad. La ficción no es realidad, no tanto porque le falten predicados de ella, sino porque más bien es capaz de organizarla de manera que esta sea comunicable (Cf. Iser, 1987, pp. 91-92).
No obstante, surge el problema de la objetividad literaria que para Ingarden, citado por Iser, es una objetividad proyectada, de carácter intencional, negándole así, el carácter de objeto en cuanto se ofrece a la conciencia de un receptor para ser representada y entendida: «Objetividad literaria es para Ingarden una objetividad proyectada, de carácter intencional, que gana así carácter de objeto en cuanto que se ofrece a la conciencia de un receptor para ser representada y así ser entendida» (Iser, 1987, p. 105).13 Ahora bien, esta objetividad proyectada puede definirse como símbolo en la medida en que se suprime la «presencia» del objeto para obtener la «representación». Según Cassirer, es a través de los símbolos que la realidad se hace «visible», ellos «[los símbolos] se convierten en condiciones constitutivas de la comprensión del mundo dado, porque no encarnan ni la particularidad ni las características de lo dado, puesto que el mundo empírico solo puede hacerse disponible por medio de esta diversidad» (Cf. Iser, 1987, pp. 107-108). En efecto, la transformación del mundo en lo que él no es, es lo único que crea el presupuesto de su percepción o de su compresión. «Por tanto, si los símbolos como posibilidad de la «visibilidad» son primordialmente independientes de lo visible, entonces en principio, también debe ser posible crear representaciones mediante organizaciones de símbolos que sean eficaces para hacer presente lo no dado o ausente» (Iser, 1987, p.108).14
La obra literaria debe ser, entonces, concebida como una «representación» de la realidad mediante la articulación compleja de símbolos y, por ende, generadora de reinterpretaciones ideológicas estéticamente configuradas. En esta medida y de acuerdo con el comunicólogo Javier del Rey Morató:
[…] cada forma simbólica (el arte, la ciencia, la religión) tiene la capacidad de crear y desplegar un mundo propio de sentido, un propio patrón y criterio de verdad. Cada una de esas formas simbólicas solo puede existir desde algún sustrato sensible: el lenguaje, desde un sistema de signos fonéticos; el arte, o el mito, desde las formas perceptibles por los sentidos. (1996, p. 42)
Por último, no se debe olvidar que la construcción artístico-literaria aparece como una estructura que mediatiza la información «interpretada» que circula en la sociedad.
4. Literatura/estética/ideología
La literatura forma parte del entorno ideológico de la realidad como parte autónoma, en forma de obras verbales organizadas de un modo determinado, con una estructura específica, propia tan solo de estas obras. Esta estructura, igual que cualquier estructura ideológica, refracta la existencia socioeconómica en su proceso generativo, pero al mismo tiempo, la literatura en su «contenido» refleja15 y refracta mediante formas artísticas otras esferas ideológicas (ética, cognición, doctrinas políticas, religión, etc.), es decir, la literatura proyecta en su «contenido», la totalidad del horizonte ideológico, del cual ella es parte (Cf. Medvedev, 1994, p. 60).16
De este modo, la generación de sentido es la detención de la semiosis. En términos generales, dicha interrupción, efectuada en el acto de comunicación, puede ser explicada, en términos de Iser, de la siguiente manera:
[…] el texto, en su realidad material dada, es pura virtualidad que solo puede encontrar su actualidad en el sujeto. De aquí se deduce, en relación al texto de ficción, que este debe ser visto preeminentemente como comunicación y, en relación a la lectura que esta debe ser considerada primariamente como una relación dialógica. (1989, pp. 110-111)
Es decir, implica un conjunto de transformaciones activadas en los interlocutores (hablante-escritor, oyente-lector) y se concretan, en tres niveles: historia, narración y discurso. No obstante, es claro que cada uno de estos niveles corresponde a una división netamente metodológica17 y, de manera restrospectiva, es puede caracterizar un tipo de lectura que solamente adquiere relevancia en el último nivel. Así lo plantea el profesor Luis Alfonso Ramírez:
Por necesidades metodológicas asumimos el discurso como una articulación significativa que se puede analizar desde tres dimensiones recíprocamente implicadas: la textual (el significado en el texto), incluida en la enunciativa (perspectiva del enunciador), la cual, a su vez, se incluye en una dimensión discursiva (orientación interlocutiva). Esta definición del discurso implica que su investigación o estudio se centra, principalmente, en analizar la enunciación o combinación de las expresiones de cualquier extensión funcional con el fin de explicar las visiones y valoraciones de los mundos referidos pero en consideración de los posibles o reales interlocutores. (2014, pp.108-109)
4.1. Nivel de la historia
Se plantea la existencia de un primer nivel, el del contenido, en la medida en que nos remite a un mundo de la vida «objetivo» en donde el lenguaje es «representación». Siguiendo a González Requena, citado por Vásquez Medel:
[...] lo real no es transparente sino esencialmente opaco y por ello mismo es necesaria una operación que lo vuelva inteligible: es aquí donde el Lenguaje desempeña su papel fundador. La inteligibilidad es pues, esencialmente el resultado de un proceso de codificación, de discursivización. De ahí por lo demás, la imperiosa necesidad de diferenciar dos planos en lo que habitualmente denominamos «realidad»: uno que remite a lo que en ella hay de inteligible, sometido a razón y por tanto previsible, manipulable, comunicable -llamémoslo realidad- otro que se refiera a lo que en ella hay de ininteligible, de imprevisible y azaroso -lo Real-. (Vázquez Medel, 1998, s.p.)
La diferencia entre la «realidad» y lo «Real» permite contemplar la existencia de un nivel en el cual es posible identificar sujetos animados e inanimados, asociar lugares, reconocer géneros (masculino o femenino), etc., como parte de «la realidad». En este nivel predomina lo semántico, es decir, la identificación de temas que corresponden a repetición de semas 18 o datos que recibimos del mundo a través de la percepción y que se encuentran contextualizados (clasemas). De esta manera interviene, desde la perspectiva de Greimas, el mundo material cosmológico, externo [exteroceptivo] y el mundo conceptual, noológico e interno [interoceptivo] (Blanco y Bueno, 1980, p. 45).
La redundancia de ciertos núcleos sémicos19 o la permanencia de ciertas referencias es lo que hace coherente a un discurso. Esta permanencia constituye la isotopía semiológica del discurso. La permanencia de una misma base clasemática (o núcleos sémicos contextualizados) da lugar a una isotopía semántica. En virtud de la última, el discurso habla de lo mismo bajo un mismo punto de vista que permanece invariable a lo largo del discurso. En el caso del discurso literario se hablará de plurisótopos, y cada isotopía dará lugar a una lectura determinada apoyada por una línea de clasemas.
En conclusión, la acumulación de semas, según Blanco y Bueno, da como resultado a la dimensión cosmológica del sentido o dimensión práctica; la acumulación de clasemas, la dimensión noológica del sentido, o dimensión mítica. La narración, en cuanto se reduce a categorías abstractas o generales, tiene referencia a la primera y lo figurativo, al revestir formas y aspectos del cosmos, a lo segundo.
A modo de ejemplo, la aproximación teórica en el análisis de este nivel se puede efectuar mediante la identificación de una isotopía semántica a través de una hipótesis de sentido.20 En general, se puede afirmar que esta isotopía semántica funciona sobre la base de un topic, es decir, como un instrumento metatextual que el texto, de alguna manera, presupone o bien contiene de modo explícito. De acuerdo con Umberto Eco: « [...] el reconocimiento del topic es una cuestión de inferencia, reconocer el topic significa proponer una hipótesis sobre determinado comportamiento textual, fijándose los límites del texto» (1993, pp.125-131). En consecuencia, el topic nos permite establecer determinado nivel de sentido, pues, es la manifestación de la dimensión pragmática que se realiza a través de la isotopía, en cuanto fenómeno semántico.
Otra opción es la enumeración de proposiciones, en perspectiva al topic,21 o, en su defecto, la aplicación del modelo de Teum van Dijk. La limitación de esta opción se encuentra en la posibilidad de confundir la isotopía semántica con el topic en la medida en que su modelo tiene como finalidad llegar a la macroestructura (1986, pp.44-45). Por otro lado, la aplicación del cuadro actancial de Greimas tiene sus inconvenientes en obras literarias, pues esta por naturaleza trae consigo múltiples programas narrativos y, generalmente, se confunden los niveles (pragmático y semántico). Sin embargo, es la destreza del investigador la que le permitirá salvar las dificultades.
Con lo anterior queremos significar que en el nivel de la historia, considerado como el punto de partida en la construcción del discurso literario, ya hay, de manera incipiente, una construcción de sentido en la selección de los hechos, representados por proposiciones que conformarían un tema, también determinado por un contexto histórico y social. A este nivel encontramos unas reglas semánticas aplicadas en la conexión de los hechos a modo de causa-consecuencia, parte-todo, antes-después, sujeto-objeto, etc., que integran y globalizan su organización (superestructura) en una unidad semántica totalizadora que permite reconstruir el discurso (Reyes y Abril, 1991, p. 32).
4.2. Nivel de la narración
Este nivel se caracteriza por la intervención de un sujeto de carácter semiótico en la medida en que aparece como parte de una conciencia relativamente «individual» y que hace acopio de procesos de subjetivación que son los mecanismos a través de los cuales es posible colegir a un hablante y a un oyente. En términos generales, nos estamos refiriendo al «narrador» y al «narratario» en tanto categorías de análisis propuestas por la teoría narratológica. En el contexto de dicha teoría, el narrador se constituye en la instancia organizadora y responsable del ensamblaje de los materiales del relato. Es el denominado «Sujeto del enunciado» que en la teoría lingüística se ha denominado «locutor». En palabras de Antonio Garrido: «El narrador desempeña el papel de centro y foco del relato, esto es, actúa como elemento regulador de la narración y factor determinante de la orientación que se imprime al material narrativo» (1996, p. 106). Esta entidad, tiene relevancia exclusivamente en el ámbito ficcional y, bajo ninguna circunstancia se puede inferir ningún tipo de identificación con el responsable ideológico ni el autor empírico. En muchas ocasiones, recursos poéticos y retóricos de gran complejidad como la ironía, se construyen sobre la base de una diferenciación entre el responsable ideológico y el narrador, el universo narrado y el responsable ideológico de la obra, quien tampoco puede ser equiparado al autor empírico, pues este no forma parte de los intereses del análisis aquí propuesto.
De acuerdo con lo planteado, a este nivel se ha denominado el del enunciado,22 pues es a través de él que, para el siguiente nivel, podremos reconocer al sujeto ideológico responsable que, al configurarse a sí mismo, configura a su interlocutor. Todo esto a través de la inferencia de una intencionalidad ideológica que subyace en las estrategias discursivas, tales como:
La presuposición, es definida como el proceso de asignar contenidos no explícitos a los discursos. Al respecto dice Ducrot: «Y llamaré <presupuestos> de un enunciado a las indicaciones que él aporta, pero sobre las cuales el enunciador no quiere (es decir, hace como si no quisiera) aplicar el encadenamiento. Se trata de indicaciones que uno da, pero que da como si estuvieran al margen de la línea argumentativa del discurso». (1986, p. 42-43)
La tematización: una descripción del proceso de tematización consiste en asignar una distribución de significado explícito en información nueva y vieja o de hacer énfasis a partir de los presupuestos del tópico o del tipo de conocimiento que se tenga en relación con lo que se enuncia. Semióticamente, este proceso lo describimos cuando planteamos, en el nivel del enunciado, la articulación de semas en clasemas.
La actorización ha sido definida como el proceso que asigna actantes y actores a los procesos referidos, tanto al nivel de la enunciación como al nivel del enunciado. Según Marchesse y Forradellas «En el análisis estructural del relato los personajes se caracterizan como unidades semánticas sintácticas co-implicadas en cualidades de los sujetos o de los objetos en un proceso o función narrativa». Estos pueden clasificarse en: Destinador, Destinatario, Sujeto, Objeto, Ayudante, Oponente (1986, p. 13).
La localización es un proceso que indica la ubicación de los eventos referidos mediante de dimensiones temporales y espaciales deícticas o no. Por otro lado, la modalización es un proceso que señala la ubicación que hace el sujeto enunciador de su enunciado tanto desde la perspectiva axiológica, como desde la ubicación del mundo referido, en el mundo de la necesidad o de las modalidades del deber (compromiso con la sociedad) o del saber» (Ramírez, 1991, p. 51).
Por último, tenemos la focalización, la polifonía y la intertextualidad. La primera se ha definido como la variedad de los puntos de vista o focos desde los cuales se narran los hechos. La segunda se refiere a la presencia de varios discursos sociales o estilizaciones de ellos, en un mismo enunciado. En palabras de Bajtín, refiriéndose a la novela de Dostoievski: «[...] es dialógica, no se estructura como la totalidad de una conciencia que objetivamente abarque a las otras, sino como la total interacción de varias, sin que entre ellas una llegue a ser el objeto de la otra [...]» (1993, p. 33). Desde la perspectiva de Ducrot, la polifonía es el distanciamiento de un locutor o hablante con respecto a los contenidos referidos por él y que nos remite a un enunciador (1986, p. 223). El tercero (intertextualidad) se refiere, según Marchesse y Forradellas, al
[...] conjunto de las relaciones que se ponen de manifiesto en el interior de un texto determinado' (M. Arrivé, Problémes de Semiotique); estas relaciones acercan un texto tanto a otros textos del mismo autor como a los modelos literarios explícitos o implícitos a los que se puede hacer referencia. (1986, pp. 217-218)
Todos estos procesos de subjetivación contextualizan el discurso en la medida en que se configura en él un hablante, con respecto a un oyente, determinando su estructura y, en consecuencia, se distancia de una concepción del lenguaje en términos de representación del mundo y, más bien, apunta a él como forma de organización cultural e ideológica.
Para terminar, el nivel de la narración también es el lugar en el que se configuran, estratégicamente, los procedimientos pragmáticos pero que, de acuerdo con Fabbri, requieren del concurso del factor perlocutivo. Para efectos de explicación de este fenómeno, hemos optado por Paul Grice y su teoría de Implicatura Conversacional la que en principio define como:
Nuestros intercambios de conversación normalmente no consisten en una conexión de observaciones inconexas y no sería racional que así fuera. De modo característico, al menos en cierto grado, estos intercambios son esfuerzos cooperativos, y cada participante reconoce en ellos, hasta cierto punto, un conjunto de propósitos comunes, o al menos una dirección mutuamente aceptada [...] (1983, p. 105).
El principio de cooperación (de Grice), según Lozano y otros, se plantea cuando «el locutor ha hecho lo mejor posible para producir el enunciado más pertinente posible» (1989, p. 207). La serie de inferencias discursivas que se encuentra en el principio de cooperación es:
a. Cantidad: La contribución del hablante no ha de tener ni más ni menos información que la requerida.
b. Cualidad: La contribución ha de ser veraz.
c. Relación: La contribución ha de ser relevante, sea de hablar «a propósito».
d. Modo: La intervención tiene que ser clara, breve y metódica.
Se advierte que Grice describe el procedimiento estratégico de atribución de intenciones ilocucionarias al hablante, en el que este resulta calificado. Es decir, la realización exitosa de un acto comunicativo es resultado de la aplicación de estas reglas que, a la postre, insertan al efecto perlocucionario, en términos de implicatura conversacional. Es así como, en el nivel de la narración, es importante la capacidad para la actuación entendida como la pertinencia en el uso o la adaptación a las posibilidades de la expresión, junto con sus vías y direcciones (Cf. Voloshinov, 1992, p. 127).
Es evidente que entre los dos niveles (historia y narración) no existe una división real, aunque tampoco llega a desdibujarse su espacio de actuación. Podría pensarse en un proceso de complejización que se inicia en los elementos del nivel más inferior hasta el discurso mismo.
4.3. El nivel del discurso
El tercer y último nivel es el del discurso. En este se incluyen los dos anteriores pero, a diferencia de ellos, se caracteriza por concretar la presencia de las determinaciones políticas e ideológicas que, a la postre, erigen las formaciones hegemónicas y antihegemónicas en las construcciones de la realidad. Es decir, este nivel vendría a concretar el mundo externo de lo social, denominado intersubjetivo y representaría la última pretensión de validez habermasiana: la «rectitud».
A diferencia del narrador y el narratario del nivel de la narración, junto al «yo lírico» de la poesía, el análisis de estos aspectos es previo e indispensable en la identificación de una instancia superior que ha sido denominada por algunos «Autor implícito» o «Sujeto de la enunciación» y su correspondiente simétrico «Sujeto enunciatario». En relación con la diferencia entre «Autor implícito» y «Sujeto de la enunciación», varía del contexto en el que se utilizan y, desde nuestra perspectiva, en los alcances que tienen los fundamentos teóricos, tanto de la teoría literaria, en el primer caso, como en la pragmática, en el segundo. En este trabajo no se adopta, preferentemente, ninguna denominación debido a que la obra analizada exigirá, en aras de la claridad expositiva, una u otra; no obstante, nos acogemos a las implicaciones del concepto de «Autor implícito» propuesto por Wayne Booth, de acuerdo con Antonio Garrido (1996, p. 115), en el sentido en que soporta expansiones tales como la de «lectura sintomática» o el estudio de los contenidos ideológicos expresados mediante la utilización de las técnicas poéticas de representación.23
En relación con el concepto de «Sujeto de la enunciación» se debe resaltar que su consideración y caracterización es el resultado de una inferencia de carácter pragmática e ideológica. En palabras de María Isabel Filinich:
El concepto de sujeto de la enunciación no alude a un individuo particular ni intenta recuperar la experiencia singular de un hablante empírico. No señala una personalidad exterior al lenguaje cuya idiosincrasia intentaría atrapar. No nombra una entidad psicológica o sociológica cuyos rasgos se manifiestan en el enunciado». (2002, p. 37)
En primer lugar, queda manifiesto que el autor empírico del enunciado no tiene cabida en el análisis de la enunciación. El sujeto del cual aquí se habla está implícito en el enunciado mismo, no es exterior a él y cualquier coincidencia entre el Sujeto de la enunciación y el productor empírico de un enunciado solo puede determinarse mediante otro tipo de análisis y obedece a otro tipo de intereses (2002, p.38).
Considerada la producción artística literaria como configuración discursiva y remitiéndonos al esquema de la acción comunicativa, Filinich nos da algunas claves en torno al surgimiento del «Sujeto de la enunciación»:
[…] el sujeto de la enunciación es una instancia compuesta por la articulación entre sujeto enunciador [narrador] y sujeto enunciatario [narratario] de ahí que sea preferible hablar de instancia de la enunciación para dar cuenta de los dos polos constitutivos de la enunciación.
Y, por último, aclara
[…] hablar de instancia de la enunciación acentúa el hecho de que lo que interesa desde una perspectiva semiótica es la dimensión discursiva, o bien, en otros términos, la cristalización en el discurso de una presencia -una voz, una mirada- que es a la vez causa y efecto del enunciado. (2002, p. 39)
No obstante, la actualidad teórica y complejidad argumentativa de lo expuesto por Filinich, es plausible hacer corresponder cada uno de sus elementos con lo propuesto en los inicios del siglo xx por el teórico ruso Valentín Voloshinov:
[...] un libro, es decir, una actuación discursiva impresa, es también un elemento de la comunicación discursiva. Como tal se discute en un diálogo directo y vivo, pero además esta comunicación discursiva está orientada hacia una percepción activa, relacionada con una elaboración y con la réplica interna, así como hacia una reacción impresa organizada en las más diversas formas creadas, a propósito, en una esfera dada de la comunicación discursiva (reseñas, exposiciones críticas que determinan la influencia sobre los trabajos posteriores, etc.). Además, una semejante actuación discursiva está orientada hacia las actuaciones anteriores en la misma esfera, del mismo autor o de otros, y parte de un determinado estado del problema científico o de un estilo artístico. Así pues, una actuación discursiva participa en una discusión ideológica a gran escala: responde a algo, algo rechaza, algo está afirmando, anticipa las posibles respuestas y refutaciones, busca apoyo, etc. (1992, p. 133)
El modelo en cuestión se ocupa del contexto solo en la medida en que este ha sido reproducido en el discurso y en que es indispensable para la construcción misma de su sentido. Es decir, totalidad que se establece a través de una selección de posibilidades. Entre estas posibilidades, se encuentran las elecciones realizadas en torno a la representación estética. En consecuencia, en este nivel se inscribe lo estético.
4.3.1. Dimensión estética
Lo expuesto hasta el momento coincide con otras apreciaciones hechas sobre el discurso artístico literario en cuanto construcción semiótica que genera su propio contexto. Esta construcción semiótica se genera, como lo ha visto Voloshinov, de una interpretación discursiva en la que el sujeto de la enunciación, establece un diálogo con un destinatario, los dos, configurados en el discurso y en ningún modo identificables con el autor y el lector empíricos como tampoco con el narrador y el narratario, pues el discurso es el punto de partida.
La construcción de sentido en el discurso literario, al igual que en cualquier otro discurso, se hace a partir de una evaluación del mundo que surge de una axiología organizadora de otros discursos a manera contestataria. En dicha evaluación está presente, de manera activa, el sujeto actualizador del discurso. Al respecto dice Lotman:
El poeta (como en general el artista) no se limita a «describir» un episodio que aparece como uno de los muchos posibles argumentos que en su totalidad constituyen el universo: el conjunto, universal de temas y aspectos. Este episodio se convierte para él en modelo de todo el universo, lo colma por su unicidad, y, entonces, todos los posibles argumentos que el autor no eligió, no son relatos de otros rincones del mundo, sino modelos de ese mismo universo, es decir, sinónimos argumentales del episodio realizado en el texto. (1988, p. 44)
Por otra parte, lo propuesto por Jan Mukarovský, en «El arte como hecho sígnico» (1993), en el sentido en que la obra de arte es un signo que posee dos funciones: la autónoma y la comunicativa, redirige nuestra atención; por una parte, al papel de la obra en tanto intermediario entre los miembros de una comunidad, así como portadora de una intencionalidad, en lo que respecta a la función autónoma, es decir, materia organizada teleológicamente; y , por otra, la cristalización y constitución del tema de la obra en relación con la cosa designada aunque sin valor existencial o función comunicativa, compartida por el conjunto de las artes temáticas (Mukarovský, 1993, p. 9).
La primera de las funciones, la autónoma, fue la denominada, posteriormente, por Mukarovský función estética en cuanto norma que es modificada en toda obra artística, como relación entre lo antiguo y lo nuevo (esta función estética no tiene relación vis a vis con la jackobsoniana, ya que aquella se refiere a estructuras significativas y la segunda se reduce a formas). En el contexto de la propuesta de Mukrarovský, es importante la categoría de objeto estético por ser lo que se genera en el destinatario a partir de la contextualización, comparable con la transdiscursividad propuesta por Vázquez Medel (1998), y que nos remite a una estética filosófica sistemática, así como a la capacidad del lector, a partir de las rupturas de la obra misma, de dar un sentido globalizador a la propuesta.
En relación con el proceso de estructuración de la obra literaria, es evidente la presencia de la semiosis en la caracterización que hace Mukarovský de la misma como signo. Los tres elementos que participan en dicho proceso son:
4.3.2 Propuesta a la luz de la dimensión estética
El artista como sujeto histórico, e inmerso en un mundo preinterpretado, empieza a estructurar su producción en un nivel de la historia, representando con proposiciones una serie de hechos que contienen elementos cognitivos, no como un calco de la realidad sino por medio de procedimientos metafóricos o metonímicos que encierran en sí mismos un mundo de la cultura. Estos hechos se expresan mediante una serie de estrategias, legadas por la tradición. Al pasar al nivel de la narración dichas estrategias discursivas, posibilitan el proceso de subjetivización. En muchas ocasiones el análisis de cada uno de los niveles puede requerir de una hipótesis que globalice el fenómeno narrativo y, que posteriormente, se irá dilucidando al analizar cada uno de los aspectos propios de los niveles. En el nivel de la historia, la identificación de los elementos propios de la denominada «objetividad», en el segundo (narración), los procesos de subjetivación (la polifonía, la tematización, la modalización, actorización, la focalización, espacialización, etc.) y, por último, el nivel del discurso, en donde se podrán identificar aspectos relacionados con lo intersubjetivo (ideologemas, visiones de mundo, estructuras significativas, axiologías, orientaciones, etc.), preferiblemente, en el ámbito literario, mediante la intertextualidad o la transdicursividad.
El nivel del discurso es el que posibilita y el resultante de todos estos procesos empezando por la estructuración de la significación elemental, mencionada más arriba. Los mecanismos que caracterizan al nivel de la narración son, en realidad, potencialidades que hallan su plenitud en este. Puede servirnos como ejemplo el dialogismo. Valdría explicitar que tal como está planteado por Mukarovský la obra de arte, en cuanto hecho sígnico, remite al contexto total de los fenómenos sociales y, de acuerdo, con Pierre Macherey:
Explicar la obra es mostrar que, al contrario de las apariencias, ella no existe por sí misma, sino que lleva hasta en su letra la marca de una ausencia determinada que es también el principio de su identidad: socavado por la presencia alusiva de los otros libros contra los cuales se construye, girando alrededor de la ausencia de lo que no puede decir, frecuentado por la ausencia de ciertas palabras (a la cual no deja volver), el libro no se edifica en la prolongación de un sentido, sino a partir de la incompatibilidad de varios sentidos, que es también el nexo más sólido por medio del cual se relaciona con la realidad, en una confrontación tendida y siempre renovada. (1976, pp. 81-82)24
5. Aproximación a un análisis de Crónica de una muerte anunciada (1981)25
A modo de complementación de lo expuesto hasta el momento, y en aras de la claridad metodológica, retomo con complacencia lo propuesto por el profesor Luis Alfonso Ramírez en relación con la constitución de la interlocución en el nivel de la enunciación o en nuestro caso discurso como el espacio en el que se genera simultáneamente, además del sentido, las representaciones de los diversos sujetos intervinientes, tales como «Sujeto de la enunciación», «Sujeto enunciatario», narrador, narratario, «héroes y mundos referidos». En consecuencia, Ramírez, al dividir el análisis en tres niveles, propone tres tipos de lecturas: la lectura comprensiva, la lectura analítica y la lectura hermenéutica crítica.
5.1 Niveles y tipos de lecturas
La primera, la lectura comprensiva, de acuerdo con el profesor Ramírez, se ocupa de reconstruir el significado literal o denotativo del texto: historia de los acontecimientos, tal como sucedieron; la segunda, la lectura analítica, se ocupa de la organización profunda de los contenidos a partir de la relación entre el narrador, y el narratario y su referente o héroe;26 así como el conjunto de técnicas a partir de las cuales es posible descomponer la secuencia de sentidos y voces. Por último, la lectura hermenéutica crítica o lectura del nivel del discurso y que involucra las relaciones entre los «interlocutores» la configuración de una lectura sintomática (Cf. Ramírez, 2014, p. 110).
5.1.1 El nivel de la historia o lectura comprensiva
Esta famosa novela de Gabriel García Márquez se ha constituido en un hito literario colombiano en lo que respecta a su forma y su temática.27 Se ha descrito como una novela con profunda influencia del lenguaje periodístico, no solo por la historia que trata, pues fueron hechos efectivamente sucedidos, o su forma de crónica, es decir, «relación detallada y cronológica de acontecimientos relevantes que llevan al cumplimiento de un fin, narrados por sus protagonistas», o, en cuanto género, se cruza con la forma de presentación de una noticia en la sección «roja» y aspira a constituirse en la reconstrucción detallada y verídica de los hechos que envuelven a un acontecimiento de interés general. No es para más, pues la novela se refiere en términos literarios al asesinato de Cayetano Gentile Chimento (ficcionalmente, Santiago Nasar) llevado a cabo por los hermanos Chica el 22 de enero de 1951 en el municipio de Sucre, Costa Atlántica colombiana y del cual parece haber sido, parcialmente, testigo el autor empírico.
La historia, a grandes rasgos se refiere a la reconstrucción detallada del asesinato de Santiago Nasar por parte de los hermanos Pedro y Pablo Vicario, con motivo de la pérdida de la virginidad de su hermana Ángela. Lo significativo de la narración es que dicha reconstrucción de los acontecimientos, veintisiete años después, según el narrador personaje, homónimo del autor empírico, sigue estando envuelta por la niebla de la duda en torno a la efectiva culpabilidad de Santiago Nasar.28
En términos generales, esta ha sido la paráfrasis o el argumento más socorrido de la obra; sin embargo, una lectura más atenta nos indica que tan solo nos estamos refiriendo a la mitad de la obra. En este sentido, se dejan de lado los acontecimientos narrados, en más de un cincuenta por ciento. Nos referimos a lo sucedido con Ángela Vicario, posteriormente, junto con los procedimientos concernientes a la investigación por parte del juez instructor, venido de Riohacha, de los hechos que envolvieron los acontecimientos.
5.1.2 Nivel de la narración o lectura analítica
Así las cosas, es difícil continuar con la descripción de la obra como la narración exclusivamente «cronológica» de los acontecimientos que precedieron y sucedieron a la muerte de Santiago Nasar, pues es claro que si bien esta primera se conforma de la aparente reconstrucción oral de una memoria colectiva, que, a pesar de la profusión de detalles, parece ignorar los hechos más insignificantes, es evidente que tras de esta configuración mítico literaria de la obra es posible identificar una intención ideológica menos ingenua.29 Nos referimos a la reconstrucción de un pasado remoto que posee claras trazas míticas. En este sentido, es posible reconocer esta técnica como una estrategia recurrente de Gabriel García Márquez, en tanto sujeto de la enunciación o autor implícito, si decidimos tomar toda su obra como un continuum discursivo. Técnica ampliamente trabajada en La hojarasca (1958) y, posteriormente, en El otoño del patriarca (1975). Esta alusión al autor implícito tiene como finalidad respaldar una hipótesis de la instancia de la enunciación, en el sentido en que existen en las otras obras antecedentes que respaldan una cierta reconstrucción ambigua de los acontecimientos y que constituyen, a la postre, una técnica relevante del nivel de la historia y cuya finalidad parece estar orientada a una imposible reconstrucción definitiva de los acontecimientos. Es decir, tal como puede evidenciarse, en los acontecimientos míticos, fundadores de las comunidades, casi siempre existen dudas, no sobre los hechos sino sobre su ordenamiento lógico-cronológico, la causalidad e incluso la veracidad de muchas circunstancias, esto por rayar en lo absurdo. Es el caso, de esta «crónica» de «una muerte anunciada» que parece adquirir pleno sentido en el contexto trágico de la fatalidad mítica. Es evidente que la imposibilidad de detener el curso de los acontecimientos que desembocaron en la muerte de Santiago Nasar, termina por ser atribuida al designio de la colectividad.30
Todos sabían que los hermanos Vicario estaban decididos a recuperar el honor de la familia cobrándoselo con la muerte del supuesto culpable, pero en lo que respecta a su impedimento, todos depositaron la responsabilidad en los otros. En definitiva, nos encontramos ante un acontecimiento con un claro contenido mítico-religioso que termina por constituirse en el acontecimiento límite de la comunidad.
La muerte de Santiago Nasar pone en evidencia, en una comunidad claramente endogámica,31 la falla de sus habitantes en torno a dos principios: el honor y el respeto a la vida. Constituidos como fallas en el contexto judío-cristiano, se desarrollan bajo la complicidad y la indolencia de los representantes de la fe cristiana. Esta primera parte, es narrada por Gabriel. Amigo de Santiago Nasar, personaje-testigo en muchos de los acontecimientos narrados, aparentemente el doble ficcional del narrador empírico en una primera lectura, se propone reconstruir aquellos sucesos en los que no participó o al menos parcialmente. Por ejemplo, las diligencias realizadas por Clotilde Armenta (dueña del bar-tienda en el cual los Vicarios esperaron a Santiago Nasar), los temores y las alucinaciones de Divina Flor, los vaticinios de Victoria Guzmán, las visiones de Plácida Linero, madre de Santiago Nasar, los hechos que se desarrollaron en la mansión de los recién casados, la noche de la boda y los que siguieron a la devolución de Ángela Vicario por parte de Bayardo San Román, etc. Todos y cada uno de ellos están cubiertos por la bruma, la ambigüedad. Esta caracterización de los acontecimientos, no solo es el resultado de la poca fiabilidad de la memoria sino que es el resultado del tratamiento narrativo denominado pseudodiegético. Así nos lo explica el profesor Eduardo Serrano:
El narrador relata lo sucedido antes, durante y después del crimen de Santiago Nasar basándose en los testimonios recogidos a lo largo de varios años de boca de los protagonistas y testigos, pero alternando el relato de los narradores intradiegéticos [personajes] que le comunicaron sus recuerdos con su propio relato, dominante, de narrador extradiegético. (1996, p. 57)
Una segunda parte de la obra se refiere a lo sucedido con posterioridad a los acontecimientos relacionados con la muerte de Santiago Nasar. Ángela Vicario, decidida a continuar con su vida, a pesar de la estigmatización social y el rencor de su madre, Pura Vicario, quien se había dedicado a recordarle su deshonra y la desgracia de la familia, inicia una trayectoria que la llevará, a través de la escritura epistolar, a un crecimiento personal como solo puede ser posible en sujetos que han tenido que reconstruirse como individuos, distantes de cualquier respaldo social o narrativa trascendente.32 En palabras del narrador: «Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser virgen solo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más servidumbre que la de su obsesión» (1981, p. 122). En este momento, Ángela Vicario se constituye en la figura emblemática de una sociedad que ha tenido que constituirse distante, si no a pesar, de cualquier metarrelato. A espaldas de la comunidad, Ángela es redimida por el amor que surge de la autonomía. Aquí es importante resaltar la confirmación del leit motiv iniciado con los versos del poema de Vicente Gil que aparecen en el epígrafe. Esta recurrencia melódico-temática, alude a los personajes principales: Santiago Nasar y Ángela Vicario. En relación con esta última, ya en la segunda parte, convertida en «garza guerrera» invierte el rol que, ingenuamente, pretendía cumplir Bayardo San Román convirtiéndose en la garza cazada y que, tras una cruenta batalla, termina siendo víctima:
Un medio día de agosto […] sintió que alguien llegaba a la puerta: «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelo para ver de cerca», me dijo. «¡Pero era él, carajo era él!» […] Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser. -Bueno- dijo -aquí estoy. (1981, pp. 124-125)
Los dos (Santiago y Ángela) inmersos en sus contextos históricos narrativos transgreden e invierten sus roles: el uno trágico y el otro irónico: «La caza de amor es de altanería» (p. 7) en el epígrafe, la referencia a la práctica de caza con halcones de Santiago Nasar y su padre, lo que además sirve para establecer una cierta semantización en torno a la posición social y la recurrencia a la fatalidad; así como, en guiño del sujeto de la enunciación al enunciatario, en relación con la advertencia que le hace el narrador (Gabriel) a Santiago Nasar y la peligrosidad de los encuentros furtivos con María Alejandrina Cervantes: «Yo lo previne: Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera» (p. 87).
De las dos partes mencionadas, nos interesa referirnos a una tercera parte que narrativamente ocupa el lugar intermedio. Nos referimos a los acontecimientos relacionados con la consecución de la información por parte de Gabriel-narrador y la lectura de los folios (incompletos como la memoria colectiva) redactados por el instructor del sumario durante el proceso a los hermanos Vicario. Tras una lectura atenta, dicho juez de instrucción, se constituye en el verdadero alter ego del autor implícito en términos de que suministra todos los elementos necesarios para adelantar una interpretación trágico-literaria de los acontecimientos. Es mediante esta instancia interpretativa, el juez de instrucción y sus vuelos literarios, que la narración adquiere todas las resonancias literarias de las que se sirve el narrador Gabriel.33 Esta parte funge en la narración como la bisagra de dos momentos narrativos y dos construcciones semánticas opuestas que componen a la obra. Por una parte, la sociedad tradicional que se mueve al vaivén del marco mítico religioso que emparenta la muerte de Santiago Nasar como el «agnus dei» del cual se arrastra la culpa y, por otro, la secularización de un sujeto que se convierte en protagonista de su destino, sin ninguna culpa.
5.1.3. Nivel de discurso o lectura hermenéutica crítica
Tal como se ha dicho en otro contexto en relación con los análisis de La hojarasca (1957), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anuncia (1981) es la reconstrucción emblemática de acontecimientos que significaron la pérdida de la inocencia de una comunidad tradicional y desató un proceso de secularización que, necesariamente, debe terminar en la democratización de dicha comunidad. Si tuviéramos que ubicar esta novela en la producción de García Márquez, habría que aceptar irremediablemente que Crónica de una muerte anunciada es el fin de un ciclo sobre la violencia, pero ya no se trata de liberales o conservadores se trata del sustrato judío-cristiano como la única explicación. En este momento, se da respuesta contundente a estas palabras de Ángel Rama con relación a El coronel no tiene quien le escriba:
En este la novela cumple una función muy original y muy diferente de la que cumplieron todas las novelas de la violencia colombiana. Si no descubre a fondo cuál es la violencia en los hombres y el porqué de esa violencia en los hombres, sí descubre y determina cómo se produce en el mundo social, cuáles son las verdaderas causas y en qué forma el ser humano es capaz de educarse dentro de ella. El descubrimiento ayuda al lector a desarrollar una conciencia más clara de su mundo, de su realidad y de su destino. (1991, p. 92)
5.1.3.1 Tragedia y comedia: formas arquitectónicas simultáneas
Si retomamos lo planteado por Bajtín en relación con el «objeto estético» tenemos que aceptar que una posible hipótesis de sentido podría extraerse de esta paráfrasis: ‘La persistencia de los lazos míticos de las comunidades tradicionales, se constituye en un obstáculo de los procesos de secularización. Estos conglomerados humanos están escindidos entre la minoridad de las comunidades tradicionales y la mayoridad de las sociedades modernas’. En este sentido, su consiguiente resolución debe orientar a cada uno de los miembros de dicha comunidad a la individuación y, por extensión, a una sociedad moderna. Es claro que esta paráfrasis si bien puede funcionar a modo de objeto estético, interesa porque permite establecer los procedimientos a través de los cuales se ha llegado a ella. En primer lugar, se debe mencionar que los contenidos ético-cognitivos de la primera parte remiten a los valores tradicionales: la honra, la virginidad, la sangre, la clase social, etc. Esta primera parte se configura sobre la base de un contexto judío-cristiano que remite al Nuevo Testamento y que por su fatalidad adquiere las trazas de una narración trágica. Esto se confirma a través de la teorización de Northrop Frye del «modo ficcional trágico», es decir, en cuanto forma arquitectónica, lo trágico es el resultado de una selección de técnicas de composición: el tiempo circular, la caracterización de Santiago Nasar como un héroe dionisíaco, su asociación con la muerte de Cristo, su aislamiento, pero, sobre todo, la brutalidad de su muerte.34 Todo indica la elevación mimética de esta primera parte. En palabras de Frye:
Eso tan especial, llamado tragedia, que le pasa al héroe trágico no depende de su condición moral. Si se relaciona causalmente con algo que él haya hecho, como ocurre en general, la tragedia radica en la inevitabilidad de las consecuencias del acto, no en su significado moral como acto». (1991, p. 59)
Desde esta perspectiva, el uso de la crónica como forma narrativa corrobora la trascendencia del personaje y el acontecimiento. No obstante, la narración va adquiriendo traza del modo irónico, propio del mimético bajo (el héroe es uno de nosotros) y que se expresa, en términos de Frye, a través de la comedia irónica. En palabras del autor: «Insistir en el tema de la venganza social que recae en un individuo, por más bribón que sea, tiende a hacerlo aparecer menos implicado en la culpa y más implicado en la sociedad» (1991, p.69). Por otra parte, la fase irónica de la literatura explica la popularidad de las historias de los detectives, tal como parece suceder en la configuración narrativa de la crónica en esta parte. En tanto género, la crónica deja de referirse a un héroe y a un acontecimiento trascendente, para ocuparse de la vida de un personaje minúsculo como es Ángela Vicario pero que ha ido adquiriendo las trazas propias de la autonomía de un individuo en una sociedad secularizada (Cf. Frye, 1991, p. 70). Así las cosas, para Frye: «Con el mimético bajo, en que las formas ficcionales tratan de una sociedad fuertemente individualizada, la analogía del mito solo puede convertirse en una sola cosa, y ellas es el acto de la creación individual» (p. 86).
Un aspecto relevante en esta novela es que a pesar del desplazamiento de lo trágico a lo cómico-irónico no es posible identificar una resolución permanente en la obra, pues la novela termina con la muerte de Santiago Nasar, repetida a lo largo de la novela, al menos cinco veces. Es decir, exhibe un tiempo circular, una imposibilidad de superación de la desacralización de la culpa y, en consecuencia, llegamos a concluir la existencia de dos sociedades en un mismo espacio semiótico y geográfico. Así las cosas se explica una doble aparición de la instancia del autor: por una parte, la ficcionalización del autor empírico, Gabriel, en una instancia narrativa para la cual es incomprensible el significado real de los acontecimientos. De ahí, el desprecio que parece no poder evitar el narrador en relación con Ángela Vicario y que se puede colegir en la insistencia en querer limpiar la honra de su amigo; por otra parte, la configuración de un «Sujeto de la enunciación» que se sirve de ciertos rasgos biográficos coincidentes con el autor empírico para, por una parte, propiciar la elaboración estético literaria del relato en términos de ambigüedad, tragedia y comedia irónica y, por otra, dar cuenta de una reflexión sociopolítica e histórica -de profunda raíces iluministas- de una sociedad en la que sus más grandes transformaciones son proclives a efectuarse a partir del proceso de individuación de sujetos desprovistos de toda consideración moral, histórica y política.
A modo de cierre
Si el nivel del discurso es el de la rectitud, esta se logra por la evaluación y valoración de posiciones ideológicas que son puestas en discusión. En general, esta es una posición ‘bajtiniana’ que se resume con la siguiente frase: «[...] en el discurso, el lenguaje es un campo de batalla» (Voloshinov, 1992, p. 139). Por otra parte, esta concepción del lenguaje nos remite a la tesis central de Searle (1969) cuando enfatiza el hecho de que hablar una lengua es participar de una forma de actuar social. Sin embargo, debe concebirse lo pragmático a partir de la aplicación de una serie de reglas culturales y lingüísticas que participan del ambiente en que se forma la interacción: dichas reglas no determinan el desenlace de las negociaciones entre los participantes, sino que antes bien estas afectan las reglas (Fabbri, 1995, pp. 330-331).
De acuerdo con lo anterior, un análisis literario con un enfoque como el propuesto en este artículo debe dar cuenta, en últimas, del hecho pragmático que vehicula la obra en tanto objeto-estético. Para poder llegar a él es necesario plantearse la aproximación de una obra no solo en términos semánticos, sino en términos de topic (intención) tal como se ha planteado en la propuesta de análisis. Es así como, después de varias lecturas de la obra, aparecen una serie de preguntas, sobre todo, en cuanto a técnica; por ejemplo: ¿Por qué está escrita de esta forma?, ¿Cuántos narradores hay? ¿Cómo se constituye literariamente el personaje? ¿Cuál es el lugar de enunciación?, etc. Estas, entre muchas otras preguntas, junto con sus posibles respuestas, nos permitirán construir una hipótesis de sentido que pueda dar cuenta, al menos, de un sesenta por ciento de ellas y remitir a lo «no dicho», a la ausencia, a lo descentrado.
No está de más resaltar que dicha hipótesis adquiere una forma cuasi definitiva simultáneamente con el análisis y que, en muchos casos, no es suficiente una sola hipótesis, pues, casi siempre, es necesario enunciar una por nivel. Este tipo de análisis si bien reconoce la especificidad del discurso literario, no se empeña en asignarles funciones diferentes a las de cualquier otro discurso social. En palabras de Luis Alfonso Ramírez:
La literatura, como arte, es una práctica humana y social con sus propias condiciones de producción y comparte con las demás artes su carácter estético, pero tiene su especificidad por realizarse en las condiciones y posibilidades ofrecidas por las particulares características del lenguaje verbal y los discursos. (2007, p. 217)