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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587versión On-line ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.81 Medellìn ene./jun. 2022  Epub 22-Feb-2023

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n81a15 

Estudios literarios

COMPRIMIDOS (1929), DE LYDIA BOLENA (1882-1959). UN CAPÍTULO INÉDITO DEL CUENTO MODERNISTA EN LA LITERATURA COLOMBIANA1 *

COMPRIMIDOS (1929), BY LYDIA BOLENA (1882-1959). AN UNKNOWN CHAPTER OF THE MODERNIST STORY IN COLOMBIAN LITERATURE

Jorge Mario Ochoa Marín1 

1Universidad de Caldas (Colombia) jorge.ochoa@ucaldas.edu.co


Resumen

Este artículo busca resaltar una figura poco estudiada en la historia del cuento modernista y de la literatura femenina del siglo XX en Colombia. En él se aborda la obra narrativa de la escritora Lydia Bolena, publicada en la prensa colombiana y extranjera entre 1912 y 1947. Una parte importante de esa obra fue recopilada en el libro Comprimidos (1929). El presente estudio explora algunos elementos característicos de la narrativa modernista en esta obra, tanto formales (construcción precisa y austera), como temáticos (cosmopolitismo, presencia de la ciudad, esteticismo), e igualmente la voz de la mujer del siglo XX.

Palabras clave: Lydia Bolena; prensa; cuento; modernismo; cosmopolitismo

Abstract

This article seeks to highlight a little-studied figure in the history of the modernist short story and twentieth-century women’s literature in Colombia. It deals with the narrative work of the writer Lydia Bolena, published in the Colombian and foreign press between 1912 and 1947. An important part of that work was compiled in the book Comprimidos(1929). This study explores some characteristic elements of the modernist narrative, both formal (precise and austere construction), and thematic (cosmopolitanism, presence of the city, aestheticism), and also the voice of the 20th century woman.

Keywords: Lydia Bolena; press; short story; modernism; cosmopolitanism

1. Introducción

Lydia Bolena, pseudónimo de la escritora Julia Jimeno de Pertuz (Barranquilla, 1882 - íbidem, 1959), fue pionera del cuento moderno en Colombia, en un momento en el cual todavía predominaba en el país el regionalismo realista de la denominada «escuela antioqueña»; su obra está situada históricamente en medio de la llegada, transformación y declive del movimiento modernista en el país, a lo largo de la primera mitad del siglo XX. En 1929 publicó Comprimidos, libro que reúne veinticinco cuentos aparecidos entre 1912 y 1929 en diarios y revistas de Londres, París, Santiago de Chile, Caracas y San José de Costa Rica, así como en publicaciones nacionales de Barranquilla, Bogotá y Medellín. Durante la década de 1930 fue incluida en dos antologías de escritoras: Mujeres de América (Uribe, 1934) y Varias cuentistas colombianas (Samper Ortega, 1935). Después de aquella época su nombre fue cayendo en el olvido y solo volvió a mencionarse a comienzos del siglo XXI en dos antologías regionales de cuento: Veinticinco cuentos barranquilleros (Illán Bacca, 2000), y Antología del cuento caribeño (Mercado Romero & Montes Mathieu, 2003). Este olvido se debe en parte a que, durante la década de 1920, que fue su etapa más productiva, Lydia Bolena vivió con su familia en Costa Rica, mientras su esposo, el político liberal Faraón Pertuz, se desempeñaba como agregado comercial en el país centroamericano; el hecho mismo de que su único libro se haya publicado en un país extranjero impidió una mayor difusión en Colombia. Por último, habría que sumar al desinterés por su obra, la escasa importancia que se le ha dado en los estudios sobre literatura colombiana al cuento publicado en revistas literarias de las primeras décadas del siglo XX, y con mayor razón si se trata de escritoras femeninas.

Este artículo explora un corpus de cuentos, artículos, notas de prensa, reseñas, crónicas, notas bibliográficas de y sobre la obra de Lydia Bolena, tomadas de doce revistas colombianas y extranjeras, un volumen de cuentos y una selección de cartas inéditas de la autora, dirigidas a su amiga Blanca Isaza. El artículo inicia con las primeras impresiones que produjo el modernismo en la prensa, a la luz de las «Homilías» (1906), de Tomás Carrasquilla. A continuación, nos ocupamos del libro Comprimidos (1929), que recopila la mayor parte de los cuentos de la escritora barranquillera. Dentro de dicha obra, examinamos la incorporación de las voces urbanas que le dan ritmo y fluidez a los relatos. Posteriormente, destacamos en ellos la representación de un nuevo tipo de mujer cosmopolita, ilustrada, independiente y dotada de una gran curiosidad intelectual. Más adelante, indagamos sobre la manera como la autora se conecta con la sensibilidad exaltada del personaje y con su vida interior. En la parte final del artículo, revisamos los años posteriores a la publicación del texto, época en la cual pierde esplendor la ciudad modernista propia de la década de 1920.

Fuente: álbum personal de Álvaro Pertuz

Figura 1 Fotografía de Lydia Bolena (Julia Jimeno de Pertuz).  

2. Las «Homilías» de Tomás Carrasquilla contra el modernismo

A comienzos del siglo XX, el modernismo literario entró a Colombia al ritmo de los cambios generados desde el exterior por las grandes metrópolis y por la entrada del país a la economía de exportación. Desde ese punto de vista, el modernismo fue la forma de una crisis que se produjo hacia 1880 en todo el mundo europeizado y se prolongó durante las primeras décadas del siglo XX. Pero su efecto más resonante y duradero en Latinoamérica fue la revolución literaria que hoy en día reconocemos y cuyos comienzos se asocian a la publicación de Azul (1888) Prosas Profanas y Los raros (1896), de Rubén Darío. La historia ha terminado por reconocer su lugar en el camino hacia la mayoría de edad de nuestras letras, pero los orígenes del modernismo estuvieron rodeados de polémica; a pesar de que en el modernismo latinoamericano convergían escritores de distintas tendencias estéticas (clásicos, románticos, parnasianos, decadentes, simbolistas, realistas y naturalistas), sus primeros detractores se decidieron por el epíteto «decadente», que designaba «el culto de lo artificial y la proliferación de emociones raras y refinadas» (Olivares, 1991, p. 76). Así, la polémica contra el modernismo se presentó inicialmente como oposición al decadentismo. Y, además, debido a que los jóvenes autores del continente sentían una especial inclinación por las letras francesas, sus defensores latinoamericanos fueron tildados de «afrancesados». Siguiendo esta línea, la polémica que ya se había dado en México, Venezuela y Chile desde 1893, se repitió en Colombia, casi al mismo tiempo de que se produjera la separación de Panamá diez años más tarde, en un momento de gran sensibilidad general respecto al tema de la soberanía nacional.

La reacción más fuerte y sólida en contra del modernismo en Colombia se produjo en Antioquia, región que había conservado casi intacta la herencia hispánica y que había forjado un sentimiento de identidad en torno a los valores heredados de la tradición colonial. Por aquellos años, Miguel de Unamuno consideró que Antioquia era un

país en que se conserva con rara fidelidad y gran casticismo el habla castellana y no pocas de las costumbres españolas. Parece ser que hay allí rancias familias de viejo abolengo español, que ponen un exquisito cuidado en conservar la pureza de sangre, sin mezcla de indios ni de negros (De Unamuno, 1906, p. 575).

Ese singular vínculo racial y cultural con España era, para el autor vasco, la explicación de la similitud que presentaban los cuadros de costumbres del siglo XIX en ambos «países»2: «Esta literatura antioqueña si que es parte de nuestra literatura y nos suena a cosa nuestra y muy nuestra» (De Unamuno, 1906, p. 577).

Tomás Carrasquilla, «el maestro de la novela antioqueña», en cuya obra el escritor español encontraba «huellas de Pereda» (De Unamuno, 1906, p. 577), asumió el papel de adalid de nuestra identidad hispana como escudo contra la amenaza del modernismo francés. Tres años después de la pérdida de Panamá, Carrasquilla hizo de la lucha contra el modernismo un tema de soberanía nacional: «Yo sueño con un 20 de julio literario. ¿Cómo no? Independencia absoluta de todo país extraño… Y que vengan pacificadores» (Carrrasquilla, 2014b, p. 87). Con el nombre de «Homilías», el autor antioqueño publicó en 1906 dos diatribas contra el modernismo en Colombia en la revista Alpha de Medellín3. El autor de Frutos de mi tierra (1896) plantea la polémica en términos de una oposición entre la autenticidad de lo nuestro (el paisaje, el hombre, la lengua) y el artificio de lo que es simple moda trasplantada de Francia; entre la emoción verdadera o espontánea que produce la obra de tradición local, contra el recargado intelectualismo, sofisticación y rareza de los modernos; entre las «civilizaciones muy refinadas» (Carrasquilla, 2014a, p. 36) y la gente sencilla que es capaz de sentir «la emoción genuina del arte» (Carrasquilla, 2014a, p. 36).

El autor establece, además, una marcada contienda entre las dos grandes influencias europeas en la literatura colombiana a comienzos del siglo XX: si la influencia francesa era contraria a nuestro carácter nacional, España, en cambio, era la madre patria de donde provenían nuestras costumbres, religión y raza: «¿La influencia, la moda extranjera, habrán de ser tales que ahoguen el carácter de una nación, hasta en el espíritu de sus hijos más preclaros?» (Carrasquilla, 2014b, p. 68); y para enfatizar su rechazo, apela a nuestras profundas e inalterables raíces: «Las modificaciones en costumbres, religión o raza, por grandes que sean en América, con respecto a su antigua madre patria, no dejarán de ser nunca el lazo que con ella nos vincule» (Carrasquilla, 2014b, p. 68).

Para Carrasquilla, el modernismo se resume en las tres corrientes intelectuales en boga a finales del XIX, y que en ese momento ya estaban iniciando su declive con el nuevo siglo: simbolismo, decadentismo y parnasianismo; pero en su afán de caricaturizar al movimiento en general, prefiere identificarlo a menudo con la extravagancia de los decadentes, subrayando así su extrañeza respecto a lo autóctono: «¿En Antioquia podrá pelechar, acaso, la planta decadente?» (Carrasquilla, 2014a, p. 37); de igual modo, no considera posible que en aquel momento prosperara en las toscas montañas la fascinación por lo raro y el desprecio de lo cotidiano, al modo de autores como Jean Lorrain (1855-1906) o Joris-Karl Huysmans (1848-1907), ya que si algo caracterizaba a los antioqueños de esa época era su mentalidad de comerciantes, contraria a la de los modernistas más radicales, a quienes «la burguesía y lo cotidiano les apesta más que una carroña» (Carrasquilla, 2014a, p. 27).

En cierto modo, Carrasquilla tenía razón al considerar al decadentismo como una planta de invernadero en Colombia. La literatura colombiana -en particular la narrativa antioqueño-caldense- seguía anclada a las relaciones entre el hombre y el paisaje, heredadas del siglo XIX. Sin embargo, en su afán de defender la pureza artística, Carrasquilla no consideró que el modernismo, más que una moda pasajera, era una corriente general de ideas y actitudes en la que Colombia y Antioquia estaban entrando de manera irreversible. En ese sentido, en varios pasajes de sus «Homilías», el autor antioqueño insiste en la idea de que el modernismo no puede prosperar en el ambiente burgués o mercantil de la comarca antioqueña, aunque lo cierto es que el modernismo, como fenómeno global, prosperó gracias a la mentalidad burguesa que se expandió desde las grandes metrópolis europeas y norteamericanas; por eso, no se podían cerrar las puertas al modernismo literario sin cerrarlas a las experiencias que había empezado a vivir el país con el nuevo siglo, asociadas al progreso, el lujo, el placer sensual, el confort y la tecnología. Ni Antioquia ni Colombia podían sustraerse, por tanto, a este proceso de transformación de la sociedad. Durante estos años, como señala Jaramillo Vélez (2014), Medellín se encaminaba «hacia la modernización y constitución como naciente ciudad burguesa» (p. 15) y, para ello, inició un proceso de planeación urbanística que comprendía «la llegada del Ferrocarril de Antioquia en 1914, la municipalización de la empresa de energía eléctrica, el establecimiento del tranvía y el desarrollo industrial que se estaba gestando» (p. 15). Víctor Manuel Londoño, uno de los escritores atacados por Carrasquilla en su diatriba antimoderna, lo resume con sarcasmo en su respuesta al autor antioqueño:

Cierto que desde los días de Gregorio [Gutiérrez] inmortal, es el maíz alegría y regalo de nuestra mesa; pero, amigo, somos ahora más ricos y no debe llevarse a mal que importemos el buen vino extranjero para rociar nuestro pan cotidiano (Londoño, 1906, p. 90).

La literatura, como el mundo occidental en general, asimiló gradualmente una experiencia nueva que se fue haciendo cada vez más familiar para la sociedad colombiana y latinoamericana; ya al año siguiente de las «Homilías» de Carrasquilla, Carlos Arturo Torres, cofundador del Nuevo Tiempo Literario de Bogotá, se refería a esta asimilación de las nuevas corrientes filosóficas, literarias y artísticas como un proceso de «adaptaciones sucesivas»; y abordaba al modernismo ya no desde una contienda con las identidades nacionales o locales, sino desde una «correlación incesantemente renovada entre la forma literaria y el estado del alma de cada generación» (Torres, 1907, p. 466). Francia era, para Torres (1907), el epicentro de esa renovación constante en todos los ámbitos literarios: «En la novela, en la crítica, en la prosa literaria en general, es en donde puede apreciarse mejor el prodigioso vuelo intelectual de la Francia contemporánea, su deleitable refinamiento y la flor de su civilización complicada e inquietante» (p. 466).

Haciendo a un lado la polémica entre antioqueños y bogotanos, la prensa mantuvo al tanto a los lectores sobre las novedades en la literatura y específicamente en la narrativa, con una notoria preferencia por autores de las generaciones más recientes. Según el estudio de Agudelo (2018) sobre el cuento en la prensa colombiana entre 1900 y 1951, durante esta época «el cuento de autores colombianos corre parejo al de autores extranjeros» (p. 27); de estos últimos, los más publicados durante la primera mitad del siglo XX fueron los franceses4. En los periódicos y revistas literarias eran familiares los nombres de autores de moda en la prensa francesa, como Leon de Tinseau (1842-1921), J. H. Rosny (1856-1940), Georges Docquois (1863-1927), Maurice Level (1875-1926) o François Coppée (1842-1908). El hecho de que la narrativa fuera para estos autores una actividad compartida con el teatro, la poesía, la crítica o el periodismo y que, además, algunos de ellos provinieran de las tres grandes corrientes modernistas de finales del siglo XIX, le daba una especie de identidad de conjunto a la narrativa breve que publicaba la prensa, tanto en su elaboración como en su mirada de las cosas, algo que permitía hablar de un «espíritu francés», muy apreciado entre los lectores.

En ese sentido, fue notorio el aporte de autores como Frédéric Boutet (1874-1941), a quien la crítica francesa de entonces comparaba con Edgar Allan Poe (1809-1849), Catulle Mendès (1841-1909) -uno de los padres del parnasianismo, cuya técnica de orfebrería de la palabra sería vital en la elaboración de estos relatos, caracterizados por la brevedad y la precisión- y Charles-Henry Hirsch (1870-1948) -responsable de la sección literaria de Le Mercure de París entre 1899 y 1916, revista de donde se traducían en Colombia muchos de estos textos-. En palabras del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1907), la narrativa literaria francesa gozaba de prestigio universal, era «un article de París, igual a los sombreros de señora y a las cintas de seda» (p. 81). Gómez Carrillo (1907) reconocía, entre otras bondades de la prosa modernista francesa, el «don misterioso de la amenidad» que, según él, «era una virtud francesa independiente del talento y del arte» ( p. 81), la claridad, la orfebrería de la prosa similar a la técnica parnasiana en la elaboración del poema, el uso cuidadoso de la lengua para captar los detalles de la vida moderna en frases breves y nerviosas (Gómez Carrillo, 1906, p. 201), además de un escepticismo amable y una capacidad para ver la vida real sin escandalizarse y sin caer en moralismos.

El modernismo francés fue, en todo caso, la vía por donde llegó a Colombia, a través de la prensa, la tradición del cuento literario del siglo XIX. En palabras de Millás (1993), gracias a la prensa el cuento adquirió estatus literario debido a que muchos escritores del siglo XIX se refugiaron en él por ser un género fácil de vender en periódicos y revistas. Entre los siglos XIX y XX, autores norteamericanos (Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Washington Irving), europeos (Prosper Merimée, Iván Turguénev, Guy de Maupassant, Rudyard Kipling, Alphonse Daudet, Robert-Louis Stevenson, Nikolái Gógol, Antón Chejov, Katherine Mansfield, Virginia Woolf) e hispanohablantes (Leopoldo Alas Clarín, Emilia Pardo Bazán, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar), crearon y maduraron a partir de su propia obra las reglas del cuento como un género literario nuevo. Entre ellas estaban: primero, la brevedad de su lectura, condicionada por una trama reducida a una acción entera y completa en sí misma y al logro de un efecto emocional único (Poe, 1993, p. 303); segundo, la intensidad, esto es, la eliminación de los pasos intermedios y los elementos accesorios (Friedman, 1993, p. 101) ; tercero, la tensión, entendida como el acercamiento sostenido y sin tregua, del lector a los hechos, sin poder escapar a su embrujo (Cortázar, 1993, p. 394); cuarto, la condensación: las descripciones, los diálogos y los tres tiempos de la trama (inicio, nudo y desenlace) están adheridos a la textura argumental (Baquero, 1967, p. 52), y, quinto, la fuerza poética: el cuento posee en esencia los mismos valores del poema: «la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisible dentro de parámetros previstos» (Cortázar, 1967, p. 405).

A partir de estas reglas, la prensa se encargó de hacer su difusión y desproveyó al cuento de su antigua finalidad didáctica. En Colombia, se destaca la recepción de la obra de Allan Poe, la cual se dio a través de la prensa de inicios del siglo XX, con las traducciones de Carlos Arturo Torres de algunos de los textos más conocidos del escritor norteamericano y publicadas en El Nuevo Tiempo Literario, a saber: «Berenice» en 1905, «La carta robada» en 1906, «El gato negro» en 1908, además del poema «El cuervo» en 1907.

3. Comprimidos (1929)

Lydia Bolena fue pionera en aplicar estas pautas del cuento moderno en Colombia. En una reseña a raíz de la publicación del libro Comprimidos en 1929, el escritor Pedro Gómez Corena encuentra en el estilo de la autora una factura similar a la de los cuentos franceses que publicaba la prensa nacional en aquella época:

Lydia Bolena tiene un modo de procedimiento absolutamente propio. En el conjunto de sus cuentos se observa una armonía perfecta de técnica. Se comprende a primera vista que ella, influenciada por el espíritu francés, toma el bloque de que va a hacer su obra y marcando trazos de una firmeza inequívoca, modela el conjunto con precisión absoluta para llegar al objeto propuesto (p. 8).

Esta reseña es de gran interés para la valoración crítica de los cuentos de Lydia Bolena, no solo por la relevancia del autor para la época en que se escribió5, sino, además, porque analiza los cuentos desde una mirada de conjunto y en el contexto del cuento de prensa de la década de 1920 en Colombia. El autor juzga, además, con la conciencia de que el cuento moderno es un artefacto autónomo y no un género ancilar de la novela, y resalta, en este sentido, cuatro aspectos particulares de Comprimidos (1929) el tratamiento directo del tema «elude siempre la descripción; va al relato directamente y, por lo regular, prefiere empezar el cuento por el final» (Gómez Corena, 1929, p. 8); 2) la búsqueda de perspectivas diferentes para abordar la historia: «una gran variedad de matices en su manera de contemplar los distintos conflictos» (p. 8); 3) el lenguaje austero y certero: «Su frase es sobria, produce el efecto requerido, es una austera castigadora de la frase, para limpiarla de asperezas y superfluidades entorpecedoras» (p. 8); 4) la capacidad de síntesis y de despertar emociones en el lector: «Esta artista de corazón tiene el secreto de la emotividad. Con dos trazos vigorosos pinta una tragedia espeluznante, lo mismo que un personaje vívido» (p. 8).

Por otra parte, el título del volumen de Lydia Bolena denota el propósito de reunir los cuentos bajo el denominador común de la brevedad y la condensación. En la portada del libro aparece la ilustración (ambivalente) de un gajo de pequeños frutos rojos que también pueden ser comprimidos farmacéuticos en forma de grageas. Por eso, la autora aprovecha la imagen del comprimido médico (la píldora pequeña, de uso oral y dosificada), que era en sí mismo un producto moderno, familiar y reconocible entre los lectores de prensa, quienes con frecuencia encontraban los cuentos en medio de la publicidad de productos médicos.

Fuente: colección personal de Álvaro Pertuz.

Figura 2 Portada del libro Comprimidos (1929). 

La palabra comprimido era también una palabra familiar en el lenguaje de prensa, en alusión a un producto (literario o periodístico), condensado, directo y eficaz. Algunos de los títulos de estos cuentos tienen esa misma connotación de un relato construido a la manera de un dibujo de unos cuantos trazos; tal es el caso de «Brochada», «Risada» o «Carnavalada», en los cuales el sufijo alude al estilo ligero y un tanto deshilvanado pero comprensible del cuento. La economía de lenguaje está articulada con una variedad de recursos para mantener la intensidad y la intriga: la puesta en escena de los hechos esenciales sin preámbulos ni digresiones, la descripción de los personajes y el ambiente en forma de brochazo, los giros inesperados de la acción, el hecho oculto que funciona como resorte del cuento y las frases nerviosas o entrecortadas por puntos suspensivos para crear intriga o para dejar en suspenso el hecho. Desde el punto de vista temático, el escenario, las situaciones y los personajes son netamente urbanos; aunque unas cuantas historias están situadas en ambientes rurales («El colega», «Risada» y «Orgullo de raza»), subyace en ellas una nueva mentalidad que se había ido gestando entre las élites de las grandes ciudades latinoamericanas desde finales del siglo XIX.

3.1. Cosmopolitismo y vida urbana

Dos aspectos sobresalen en la obra narrativa de Lydia Bolena: en primer lugar, la factura de sus relatos, sujeta a las reglas del cuento literario del siglo XIX y a la versión de los autores franceses de comienzos del XX. En segundo lugar, el cosmopolitismo que las impregna, lo cual se refleja en el ambiente urbano de las historias, pero también en las preocupaciones intelectuales y existenciales de los personajes femeninos, así como en la sensibilidad artística de los personajes, lo que les permite una comunicación y una exploración más honda de sus experiencias.

La primera generación modernista, de la cual hizo parte Rubén Darío, en parte como respuesta al criollismo americano de finales del siglo XIX y en parte como una necesidad de encontrar una voz más universal, buscó sintonizarse con los temas, las formas y los autores de la cultura europea del momento. La última generación modernista de la cual hizo parte Lydia Bolena, sin renunciar a esa búsqueda de universalidad de los primeros modernos, tuvo la posibilidad de amplificarla y hacerla más vivencial, gracias a los nuevos medios de comunicación y transporte transcontinental al alcance de una burguesía más abierta al capital extranjero. Ahora, como afirma Luis Monguió (1962), el cosmopolitismo era un estilo de vida para las clases que habían prosperado gracias a la bonanza económica que vivió el continente durante las últimas décadas del siglo XIX:

Por los años de 1870 y 1880 Hispanoamérica iba enlazándose más y más con la vida de los grandes países industriales […]; la inmigración europea en este continente adquiría grandes proporciones; los miembros de las clases dirigentes hispanoamericanas se sentían cada vez más hombres de negocios y sus puntos de vista tendían a ser los mismos que los de los financieros extranjeros con quienes trataban (Monguió, 1962, p. 85).

Lydia Bolena, el nom de plume elegido por Julia Jimeno de Pertuz para firmar sus cuentos, ejemplifica la necesidad de algunos escritores modernistas por redefinir su identidad a través de un heterónimo de alcance ecuménico, siguiendo la tradición inaugurada por el propio Rubén Darío; como subraya Juan Valera, en su carta- prólogo a Azul, el nombre que había elegido el precursor del modernismo latinoamericano era una manera de reconocer su pertenencia a una patria universal:

Hasta el nombre y apellido del autor, verdaderos o contrahechos o fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico y persa es Darío: de suerte que por los nombres, no parece sino que Ud. quiere ser o es de todos los pueblos, castas y tribus (Valera, 1888, p. 12).

De modo similar, escritoras de nuestro medio como Marzia de Lusignan (Juana Sánchez Lafaurie), Laura D’Avignon (Uva Jaramillo Gaitán), Luz Stela (María Cárdenas Roa), Laura Victoria (Gertrudis Peñuela de Segura) cambiaron sus nombres. En particular, la escritora antioqueña Blanca Isaza (1959) resalta cierto aire francés en el nombre artístico elegido por la autora barranquillera: «Su seudónimo hizo pensar a los críticos colombianos y centroamericanos que se trataba de una escritora francesa y como a tal la juzgaron» (p. 273).

Visto a la luz de la propia obra, el nombre de Lydia Bolena reorienta la atención del lector hacia la geografía de sus cuentos, sin fronteras precisas, y a los apellidos de sus personajes de patria indefinible: Mirel, Rizio, Linort, Vares, Sulfot, Miralta, Aldana, Reyner, Bussoni, Borán, Mombile, Gerzot, Dorén, Cardos, Martel, Fulton, Sales, Jainer.

La mayoría de las historias de Comprimidos (1929) ocurren en una ciudad-puerto latinoamericana sin nombre, de una gran fluidez comercial, con medios de transporte masivos y rápidos, un tránsito continuo de inmigrantes europeos hacia el nuevo continente y de latinoamericanos hacia Estados Unidos y Europa: médicos, monjas, artistas de circo, empresarios, empleados ferroviarios, gente de negocios o del espectáculo, de todas partes del mundo. El comercio global, la vida social y los viajes le dieron un inédito aire cosmopolita a los grupos que habían aprovechado la bonanza económica. Así sucede en el cuento «El fallo», narrado por «una dama mexicana de gran cultura» (Bolena, 1929, p. 133), que había podido darse el lujo de viajar a otros países desde muy joven, como regalo de su padre. Era propio de este círculo de nuevos ricos latinoamericanos, pulir sus maneras por medio de «la elegancia adquirida en los frecuentes viajes a tierras extranjeras» (p. 94) y el acceso al lujo, la moda, el arte, la música y el placer de la belleza en general. Esa sensibilidad aparece con frecuencia en los cuentos de Lydia Bolena, ya sea en la descripción de «una prenda rica y primorosa, tan caprichosa e indeterminada en sus pliegues, que más que otra cosa parece una envoltura de nubes» (p. 124), en el ambiente preciosista de una joyería («Aguinaldos») o en la satisfacción estética que producía el porte de la mujer de figurín («Uno de tantos»), pero, sobre todo, en la pasión de sus personajes por la música y la conversación. Uno de los pocos testimonios cercanos a la escritora, el del poeta samario Gregorio Castañeda Aragón, sitúa a la autora hacia 1930 en San José, en un ambiente similar al de estos personajes de sus cuentos:

Escritora discreta, bien puede considerársele como una de nuestras más salientes mujeres de letras, para calificarla a la francesa. Y lo es, efectivamente, en el sentido que se da en aquel país a la para nosotros arrogante denominación, pues Lydia Bolena, sonrisa espiritual en aquel chalet simpatiquísimo de la Legación de Colombia en la capital centroamericana, vive entre libros, entre la música que cultiva con inteligencia, y entre la gente que sabe conversar con amenidad y cultura (Castañeda Aragón, 1930, p. 357).

La preocupación por no limitar su obra al juicio de los lectores locales o nacionales, llevó a Lydia Bolena a escribir para un público internacional más exigente; sus cuentos aparecieron en la revista Elegancias, editada por Rubén Darío en París entre 1911 y 1914; la revista Hispania, editada en Londres por Santiago Pérez Triana de 1912 a 1916; la Revista Chilena, editada en Santiago de Chile por Enrique Matta Vial, y el diario El Universal de Caracas. En San José de Costa Rica publicó durante toda la década de 1920 en Repertorio Americano, el semanario de circulación continental editado por Joaquín García Monje, donde colaboraron intelectuales como Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos y Baldomero Sanín Cano, donde además sobresalió toda una generación de escritoras del continente: la puertorriqueña Concha Meléndez, la cubana Julieta Carrera, la salvadoreña Claudia Lars, las chilenas Marta Brunet y María Monvel, la peruana Magda Portal, las mexicanas María Enriqueta Camarillo, Elena Torres Cuéllar y Blanca Lydia Trejo, las costarricenses Carmen Lyra y Emilia Prieto, todas ellas encabezadas e inspiradas por autoras de la talla de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni y Teresa de la Parra.

Por otro lado, Lydia Bolena sitúa su universo narrativo en un territorio neutral, diverso y trasnacional, ajeno a las cuestiones del costumbrismo del XIX y al realismo del XX; Barranquilla apenas se insinúa con su primera inicial en uno de los cuentos («Ardilla»), pero sin nombrarla del todo. Solamente en «Carnavalada» la autora deja sentir su voz personal para hacerle un homenaje a la fiesta tradicional de su tierra, «la única que acorta las distancias sociales, mezcla e iguala en el mismo entusiasta vocinglear, las voces juveniles con las voces caducas, la fiesta que viste a los niños de largo y a los viejos de corto. Bendita fiesta» (Bolena, 1929, p. 113). El cuento resalta, pues, el juego de inversión de roles del carnaval, su poder de catarsis y lo que significa para un hombre del pueblo poder enmascarar, por un momento, el sufrimiento de su vida cotidiana en la locura colectiva; «me he vuelto loco» (Bolena, 1929, p. 115), grita feliz el protagonista, antes de perderse y disolver su yo en la alegre multitud.

En línea con lo anterior, Lydia Bolena introduce en el relato la voz colectiva y anónima de la ciudad; a veces es el rumor de toda la población («Una vivienda encantadora», «Ardilla»), a veces el rumor se reduce al sector de la alta burguesía («Una mundana», «¿Quién es él?»). Los relatos no están construidos desde una voz dominante u omnisciente, sino desde un tejido de voces que transmiten la historia en medio de preguntas, intermitencias y rumores: un anónimo narrador callejero, un testigo que conoce la historia de oídas o por medio de una carta, una crónica de prensa, una nota, un diario. La vida se desenvuelve en la calle pública, «en medio del gentío y entre el estrépito del ir y venir de los carruajes» (Bolena, 1929, p. 20). El movimiento y el ruido de las máquinas absorbe las voces humanas, como ocurre en el cuento titulado «Un accidente ferroviario», cuando el tren de pasajeros inicia su marcha «haciendo crujir sus vértebras de hierro» (Bolena, 1929, p. 39) y se oye un grito entre el estrépito, formando así un solo sonido en el que se unen el crujido de los hierros y el grito angustiado del hombre.

Al respecto, la prensa aparece a menudo en estas ficciones como un vehículo de información ágil, en donde se reproduce y refleja el movimiento incesante de la ciudad. En este caso, la noticia del diario es un recurso para registrar los hechos, pero también para darle fluidez a la ficción; así ocurre en «Gacetillas insignificantes»6 donde el hilo narrativo del cuento está construido con tres notas cortas o gacetillas tomadas de la sección de sociedad de un periódico. Los hechos ocurren a veces en una plazoleta pública («Comprimidos de vida»7), o en el mundo abigarrado del circo («Fieras parlantes»8) o en medio del carnaval («Carnavalada»). Los personajes se mueven con entera naturalidad en la gran ciudad: la religiosa que sale todos los lunes del convento a recoger donaciones de caridad y se sumerge en las calles («Sor Felina»), el joven delincuente que aterroriza la ciudad («Ardilla»), la anciana vendedora ambulante de tabaco («Brochada»), el viejo profesor de piano («Revelación»), el niño que encuentra una moneda en la calle («Fe infantil»), la mujer divorciada («Una mundana»), el rico comerciante y su familia («Alma femenina»), el escritor de éxito («La gran inspiradora») o el artista bohemio («Un brindis»).

3.2. El alma de la mujer

Siguiendo una tradición del cuento que se remonta a El Decamerón de Giovanni Boccaccio o Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer, la trama que sirve de marco a las historias de Lydia Bolena es una reunión de un grupo de personas que busca esparcimiento por medio de la conversación y el ejercicio del arte de narrar, en medio de una tertulia de un grupo social próspero y ávido de cultura. La tertulia, esa forma de cultivo del espíritu tan característica del modernismo, sirve además para hilar el relato a un tema de curiosidad intelectual sobre el ser humano. «Cuento blanco» está narrado en una tertulia «en la sala de consultas de un famoso alienista» (Bolena, 1929, p. 3) y director del manicomio de la ciudad; el hilo temático del cuento es la amistad y la sugestión que ésta ejerce en las almas. «Gacetillas insignificantes» surge en medio de una tertulia sobre las pasiones humanas, el sufrimiento, el disimulo y la curiosidad por el alma de la mujer.

El cosmopolitismo que practica Lydia Bolena es también una forma de pensar y sentir de la época que impregna los cuentos y que se expresa en arte y en ciencia, en tolerancia y libertad frente a los viejos prejuicios coloniales; así lo destaca Gómez Corena (1929): «Admira en ellos, vistos a la luz de nuestras sociedades mojigatas, la independencia intelectual con que están concebidos, el valor moral con que han sido presentados a la luz de la prensa» (p. 13). Hombres y mujeres de sus cuentos -o por lo menos los de los círculos sociales más elevados- comparten las mismas inquietudes intelectuales y artísticas, sin diferencias de género; pareciera, incluso, que la autora pone las mujeres en primer plano, tal vez porque el goce de esta vivencia es mayor para ellas o tal vez porque es consciente de la calidez que las mujeres le imprimen a la conversación y en especial al arte de contar historias. En «Uno de tantos», la trama que sirve de marco es un diálogo entre dos mujeres después de un concierto en un salón elegante; «¿Quién es él?» surge de una conversación entre dos mujeres en un pequeño salón de té, después de asistir a un concierto; «Una mundana» nace del diálogo de dos mujeres durante un viaje en barco.

Las mujeres ficticias de estos Comprimidos son más activas e independientes de lo que era posible en aquellos años en las sociedades latinoamericanas más tradicionalistas; son mujeres de ciencia y de letras que buscan respuestas a sus necesidades intelectuales en los libros, en las artes o en la conversación culta. En «Gacetillas insignificantes» la narradora es administradora de una clínica; en «Un accidente ferroviario», es una austera viuda que «había recorrido el mundo del Ártico al Antártico y tenía para cada caso una cita y para cada cita una historieta» (Bolena, 1929, p. 37).

Esta perspectiva de mente abierta y liberal le permite a Lydia Bolena plantear, desde la ficción, temas vedados para la mujer que no hubiera podido tratar desde la mirada de la literatura local; de ahí el silencio que hubo sobre su obra durante las primeras décadas del siglo XX. Las cuentistas colombianas que escribían en ese momento desde las fórmulas del folletín del siglo XIX, como Blanca Isaza y Uva Jaramillo, o desde el realismo regionalista, como Sofía Ospina, juzgaban a la mujer desde la posición de la autoridad, desde sus obligaciones con la familia, el hogar y la sociedad en general, y no desde sus preocupaciones más íntimas.

Lydia Bolena le da vuelta al viejo tópico de la curiosidad femenina y lo presenta en sus cuentos como una necesidad de saber acerca del comportamiento humano y de indagar en el alma de sus personajes; con frecuencia la autora se acerca a ellos por medio de interrogantes acerca de su moral o su estado psíquico. La curiosidad, dice uno de sus personajes femeninos, «lleva al conocimiento de casos curiosos, cuando no interesantes, de la vida, que pasan inadvertidos a la simple observación» (Bolena, 1929, p. 38). El personaje que mejor retrata esa curiosidad, entendida como necesidad de saber, es Juana Rivas, narradora y personaje de «Gacetillas insignificantes», una mujer de ciencia a quien el sufrimiento y el disimulo de las mujeres le inspiran una compasión especial. En su conversación, en la cual se adivina el interés por las pasiones humanas y en particular por el sufrimiento de la mujer, emerge un relato acerca de un triángulo amoroso de la alta sociedad que deriva en crimen: el homicidio de una mujer en la sala de partos, en el cual participan su amante y su esposo, dos médicos afamados de la ciudad.

La pregunta que le da título al cuento «¿Quién es él?» ayuda a estructurar el relato y sirve de estímulo intelectual para sondear el interior de los personajes; después de interrogarse por qué fracasa el matrimonio de la pareja protagonista, la autora agrega: «Para contestar esta pregunta habría que penetrar en el laberinto de las fantasías del alma femenina y sondear toda la profundidad del egoísmo varonil» (Bolena, 1929, p. 49). El motivo que subyace en el relato es, por tanto, el juicio de la sociedad a la mujer divorciada y el estigma que cae sobre ella.

Llama la atención que, en la década de 1920, cuando se publicaron estos cuentos, los derechos civiles de las mujeres colombianas eran casi nulos; solo hasta 1932, mediante la Ley 28 se reconocieron los derechos de las mujeres casadas. La única forma de divorcio aceptada por la Iglesia era la separación de cuerpos o «divorcio eclesiástico», figura que permitía la separación de bienes, pero impedía, en la práctica, que la mujer pudiera administrar los suyos, ya que debía pedir permiso al marido para decidir sobre ellos (Ruiz Manotas, 2020, p. 120). Pero en ese momento, Lydia Bolena presenta en Comprimidos (1929) a la mujer moderna, que reclamaba de la vida conyugal algo más que pan, techo y nombre.

En ese sentido, en historias como «Una mundana», la autora colombiana rechaza «las manifestaciones de puritanismo de un círculo social un tanto pueril» (Bolena, 1929, p. 97) que condenaban a la mujer que se apartaba de las convenciones. Claudia de Maroto, protagonista del cuento, es una mujer singular «que había roto las mallas de la red común. Espíritu culto pero tocado para su mal de inconformidad; alma revoltosa incapacitada para las sumisiones convencionales» (p. 98). Claudia narra, en primera persona, el derrumbe interior que se produce con el fracaso de su vida conyugal; al darse cuenta de que el matrimonio es una parodia del amor, siente que se rompe el velo del engaño, reacciona con espanto, abandona el hogar por miedo a «aquel porvenir de vacío y de frialdad» (p. 102) y asume sin miedo las consecuencias de esta decisión que la margina de las gentes de bien.

Luego, en el cuento titulado «Uno de tantos», una joven recién separada de su esposo y que no toleraba la posibilidad de un segundo matrimonio dice estas palabras, que se ajustan perfectamente a la actitud de la autora hacia sus personajes femeninos:

Escribo para usted sola, para usted que siendo hija de un país donde la religiosidad ingenua y apasionada hace que se tenga por indigna a la mujer divorciada, me ha dado su amistad sin dejarme sentir los alfileretazos de una compasión irónica ni atormentarme con máximas de moral convencionalista (Bolena, 1929, p. 85).

Esto muestra, pues, cómo a pesar de que la literatura colombiana debía guardar silencio sobre el drama de la mujer divorciada, la autora de Comprimidos comparte con sus lectores, desde el plano de la ficción, una mirada llena de curiosidad y compasión hacia las mujeres que eran señaladas y apartadas de la sociedad por desear una vida propia, por apartarse del camino del matrimonio, por arriesgarse a ser independientes para satisfacer sus necesidades emocionales.

3.3. La vida interior del personaje

El cosmopolitismo modernista se puede apreciar también en la apertura de pensamiento y en el humanismo que subyace a estas historias, en donde se combinan el pesimismo, la ternura, la compasión y el afán de comprender la situación de sus personajes. Frente a esto, Gómez Corena (1929) afirma que: «La mayoría de los cuentos está impregnada de amargo desencanto: ingratitud filial, orgullo humillado, crueldad de la vida, ironía de la suerte, amargura del triunfo; aunque a veces de esa misma hiel humana, extrae la más alta terneza consoladora» (p. 13). Así ocurre en el relato titulado «Lina», en el cual Lydia Bolena aborda el interior de un personaje aislado, una niña huérfana que vive encerrada en un colegio de monjas y no conoce el mundo exterior. Entonces, cuando las niñas salen a vacaciones y el internado se queda solo, la vida se apaga allí, «como si se hubieran fugado la luz y el color. El dormitorio parece un pequeño cementerio abandonado» (Bolena, 1929, p. 128). El escenario es aún más conmovedor al descubrir el alma infantil que habita en aquel paisaje desierto: «¿Pero acaso no es una voz de niña esa que se oye cantar a lo lejos? ¿A dónde va si nadie la espera?» (p. 129). En este relato, la voz narradora habla en tercera persona desde los ruegos, sueños y miedos de la niña pobre. De ahí en adelante, el relato se fragmenta en momentos cortos separados por líneas punteadas. En el primero, la niña está orando en la capilla con sor Amalia, su protectora. En el segundo, Lina ríe dormida, soñando con la navidad. En el siguiente, al despertar, pregunta por el juguete con que había soñado. En la escena final, al día siguiente, como si se tratara de un sueño cumplido, «la huerfanita ríe y palmotea como las campanas» (p. 132) al recibir su humilde regalo de navidad. Cada uno de estos fragmentos busca, pues, la identificación del lector con la soledad y las emociones de la huérfana.

Otro cuento que busca este tipo de comunicación emocional entre personaje y lector es «Fe infantil», cuya trama gira alrededor de un objeto pequeño que acciona la intriga del relato: una moneda de diez céntimos que un niño ha encontrado en la calle. La intriga sobre el destino de la moneda crece con la narración; por fin el chico decide comprar un billete de lotería, lo cual crea una nueva expectativa en el lector: ¿qué va a pasar y cómo va a reaccionar Chanillo (así se llama el niño) al conocer el resultado? El día del sorteo, la acción es abordada enteramente desde la percepción del niño, desde su voz y su sentido interior del tiempo. El relato finaliza con el llanto silencioso del niño al oír el número ganador. La voz narradora se distancia entonces y, adoptando una actitud austera ante ese instante de emoción infantil, se limita a decir que los padres han tenido que reñirle por haber dicho que «la Virgen no quiere a los pobres» (Bolena, 1929, p. 82).

En «Ardilla», el personaje que le da nombre al cuento es un temido y odiado delincuente cuya captura produce un regocijo general en toda la ciudad; contrariando este sentimiento general, la autora opta por enfocar al personaje repudiado por la sociedad como una víctima de la desesperación, y mediante el recurso del testimonio en primera persona de Ardilla, nos ofrece una perspectiva más compasiva del delincuente urbano. En «Brochada», la mirada de la autora se detiene en una anciana que recorre las calles para vender tabaco y adivina, en el brillo de sus ojos, una historia que está a punto de revelarse mientras deambula por la ciudad. Al sentarse en una acera para descansar de la faena diaria, la anciana escucha «los estremecimientos de un piano bajo los arrebatos emocionados de una rapsodia de Franz Liszt» (Bolena, 1929, p. 20), provenientes del interior de una casa elegante; el contraste entre el sonido del piano, el bullicio callejero y la imagen del pianista en la primera página del periódico que vocea un vendedor que pasa junto a la anciana crean un milagro intempestivo, efímero: de repente, la mujer «parece desequilibrada, todo su cuerpo se estremece» (p. 20), como inspirada por aquella música y por el intérprete, quien al parecer es su hijo. El relato está construido sobre una sucesión rápida de fragmentos que apenas se muestran y avanzan hacia un final dramático, pero sin explicaciones; después de leer el diario, la anciana grita: «Y, sin embargo, su madre soy yo» (p. 21), pero su voz se pierde entre el bullicio de la ciudad.

En este cuento, lo mismo que en «Revelación» y «El colega», se produce la trasposición modernista entre arte y literatura. La música cumple aquí un papel esencial en la narración y en la construcción de los personajes: «Las conmociones hondas de mi ser las debo solamente a la buena música, a sus creaciones excelsas» (Bolena, 1929, p. 34), dice en «Revelación»9, un anciano profesor de piano que ve su vida tranquila repentinamente dominada por la pasión amorosa y siente que «los Rossini, Gounod y demás magos del pentagrama perdieron su absoluto dominio sobre ella» (p. 34). El personaje sufre una extraña transformación interior, por eso nadie la advierte. Como si «un velo místico» hubiera caído sobre él, su faz pasa de plácida y serena a meditabunda y tristona. El viejo profesor se enamora como un colegial de una joven alumna, pero debe ocultarlo por miedo a las burlas. Lydia Bolena escenifica esta lucha interior que vive el anciano en medio de una clase de piano en la casa de la alumna; para disimular la turbación que siente por la proximidad de la joven, el hombre recurre al lenguaje musical y se ve obligado a pedir de manera intempestiva a la alumna que cambie la partitura: «¡Ejecutad algo de Wagner, más fuerte! Permitidme, voy a indicaros el aire, el estilo, así…» (p. 35). De este modo, todo el sentimiento se cubre con el velo del arte: «Las notas brotaron en tropel, vigorosas, rotundas, precisas, vibrantes, cuándo como imprecaciones, cuándo como un reto, cuándo como blasfemias» (p. 36). En un rápido desplazamiento del foco de la acción, la autora aleja el punto de vista narrativo del interior (donde se desarrolla este drama secreto) al corredor exterior de la casa, en donde los padres escuchan los apasionados acordes y se preguntan: «¿Quién tocará con tanta vida?» (p. 36); mediante este recurso, la tempestad interior del personaje es mitigada desde una mirada externa.

Por otra parte, en «El colega»10, la música del órgano de la iglesia de una apartada villa, que suena suave y dulcísima a medianoche ejecutada por un misterioso visitante, juega un papel protagónico en la intriga del cuento. Los aldeanos se debaten entre el miedo al supuesto fantasma que oyen tocar el órgano de la parroquia a medianoche y el hechizo de su música. Ante estas circunstancias, la voz narradora se limita a registrar las creencias sin adherir a ellas; con voz tranquila y tolerante, prefiere exaltar el poder seductor de la música, capaz de vencer la superstición:

Y la verdad que a no ser por el temor que inspiran siempre las cosas de ultratumba, regocijo y no alarma debían sentir aquellos aldeanos de vida monótona al oír las sonatas deliciosas que interrumpían el pesado silencio de sus noches campesinas (Bolena, 1929, p. 66).

Reyner, el párroco de la villa, hombre «de espíritu fuerte e independiente de creencias absurdas» (p. 67), imagina que aquello no es más que la burla de un forastero y decide sorprender in fraganti al misterioso pianista; aquella noche, el visitante nocturno empezó ejecutando caprichosos preludios y «luego de un dulce pianísimo dio principio a una melodía de Mozart» (p. 68); al escuchar la ejecución del pianista anónimo, Reyner, sin embargo, olvida su propósito de desenmascarar al «fantasma» y se deja llevar por la magia de la música, cuando «algo como un fluido eléctrico invade a Reyner, que permanece confuso» (p. 68) y aquella melodía lo transporta a un pasado lejano; de pronto, el misterioso músico vacila, pues parece haber olvidado el final de aquella hermosa música. Entonces, el párroco se sienta a su lado y finaliza la melodía. El desenlace es, por lo tanto, un homenaje al poder inspirador del arte.

En los tres últimos cuentos mencionados, el tema de la música, además de ser la forma preferida por Lydia Bolena para expresar la elevación espiritual que predicaban los modernistas como rechazo al triunfo del materialismo es, sobre todo, el vehículo mediante el cual los personajes comunican su vida interior.

4. Última etapa de su obra

Después de la publicación de su libro, aparecieron nuevamente algunos de estos cuentos en revistas nacionales de la década de 1930, como La Novela Semanal o Letras y Encajes, pero no se agregaron nuevos textos a su producción. El número I que aparece en la portada de Comprimidos (1929) da a entender a sus lectores que se publicaría una parte II; al parecer, todavía a finales de la década de 1920, la autora pensó en este proyecto; según Illán Bacca (2000), el cuento titulado «Una vivienda encantadora»11, publicado originalmente en la revista Civilización de Barranquilla en febrero de 1926, «formaba parte de un libro inédito titulado De la villa pasional y florida» (p. 7), del cual no se tiene otra noticia. Este relato, no incluido en Comprimidos (1929), a pesar de que se publicó tres años antes, tiene una elaboración distinta. Por primera vez, la autora ambienta su historia en una ciudad del interior y dice, además, que es la capital. La historia ya no transcurre en el bullicio de la ciudad, sino en el escenario interior de una casa que, aunque de una apariencia tranquila y apacible, oculta una historia de amores trágicos. La intriga juega al contraste entre el plano exterior -«Todo en lo visible de aquella vida acusaba tranquilidad plena de ánimo, paz de pensamiento, ausencia absoluta de turbulencias y desequilibrios, llanuras soleadas y apacibles, nada que no fuera serenidad lacustre» (Bolena, 2000, p. 8)- y un segundo plano, oscuro y trágico, que se esconde detrás de aquella apariencia apacible.

Durante la década de 1940, Lydia Bolena publicó algunos de sus últimos textos en la revista literaria Manizales, dirigida por la escritora antioqueña Blanca Isaza, con quien mantuvo una amistad por correspondencia a lo largo de cuatro décadas, que inició poco después de que Isaza dedicara a la escritora barranquillera su primer cuento, publicado en la revista Azul de Manizales, en 1919; «su recuerdo va unido a mi iniciación en las labores literarias» (Isaza, 1959, p. 273), manifiesta la escritora antioqueña en una nota necrológica publicada en 1959. Desde 1940, fecha en que Blanca Isaza fundó con su esposo Juan Bautista Jaramillo la publicación periódica Manizales, Lydia Bolena hizo parte de los suscriptores permanentes de la misma. Entre 1941 y 1947 aparecieron allí tres textos inéditos de la escritora barranquillera, acompañados del rótulo «original para Manizales»: dos cuentos («Faz porteña» y «Tragedia simia») y una crónica breve («El sepulcro de Rubén Darío»). En los dos cuentos, de estética realista, la autora abandona el ambiente lujoso, bohemio y aristocrático de Comprimidos (1929).

«Faz Porteña» (Bolena, 1941) es un cuento de una página que resume en dos escenas la situación agónica de una familia pobre que vive de trabajos esporádicos en los barcos del puerto. El relato comienza en mitad de una acción dramática y la emoción que predomina es la angustia que provoca el hambre. El cuento está separado en dos mitades por una línea punteada que delimita las dos opciones desesperadas entre los cuales se debate el padre de familia: el hambre de la vida en tierra o el peligro del mar. En la segunda mitad, el hombre y su hijo mayor luchan con el mar en turbulencia en una frágil canoa, en busca de unos cuantos peces para alimentar a su familia; al bajar los dos pescadores de la canoa, el relato no cuenta el resultado de la pesca, pero deja adivinar la rabia contenida en los ojos del pescador: «En las pupilas de Pachín enrojecidas por los golpes del agua salada, también, como en la atmósfera, hay súbitos nublados y trazos de centellas fatídicas» (p. 459). El relato se detiene allí, como si evitara decir algo que el lector debe suponer.

«Tragedia Simia» (Bolena, 1946) también está dividido en dos partes; la primera, como en cuentos anteriores, es una trama que sirve de marco, pero esta vez narrada a la manera de una anécdota vivida por la propia autora, con lo cual elimina el plano de ficción y refuerza la vivencia personal. El escenario es un paisaje de la periferia de esa ciudad que antes bullía en sus Comprimidos (1929). El lujo y el movimiento continuo de la urbe moderna de los años veinte, ya se han apagado en la década de 1940:

En un atardecer del mes de agosto, buscando los aires libres de las riberas del Magdalena me encaminé hacia los predios donde se extendía el camino de hierro que llevaba a los viejos muelles marítimos. Actualmente sólo hay por aquellos terrenos un trecho bien cuidado que corresponde al puerto aéreo. Me acompañaba una señora amiga, extranjera; y nos conducía un auto de alquiler de muy calmoso andar. Su conductor, ex carguero de los barcos fluviales conocía palmo a palmo todos aquellos sitios que fueron en otros días de intenso tráfico (Bolena, 1946, p. 229).

La segunda parte del cuento consiste en lo que la propia autora llama una «historieta» narrada por el chofer del carro en que viajan las dos amigas; una vez más abandona la ensoñación, el lujo, la bohemia y los ambientes artísticos de unos años atrás por las historias de ambiente local y la búsqueda de temas realistas. Aquí, en este caso, el chofer cuenta la historia de un pequeño mono, víctima del horrible castigo de un traficante de animales, quien lo somete a ser mordido por una serpiente por haber cometido una travesura. La emoción que transmite el cuento es también nueva respecto a la época de Comprimidos (1929). La mezcla de ternura y compasión que mostraba antes hacia sus personajes da paso a un sentimiento de indignación por la crueldad de los hombres: «¡Cuán cercanos están todavía algunos ejemplares humanos de los primitivos gestos cavernarios!» (p. 230).

«El sepulcro de Rubén Darío» (Bolena, 1947) es una crónica breve acerca de una visita a la tumba del gran poeta en la ciudad de León (Nicaragua). Este texto fue su última colaboración para la revista Manizales y, al parecer, su última publicación en vida; ya unos años antes, en una carta a Blanca Isaza, le dice a su amiga que el fuego creativo se había extinguido: «Terminaré contándole, como lo hice en otra misiva, mi desaliento para todo lo que no sea vida-adentro, hogar, libros» (Bolena, correspondencia personal, 1943) y en otra carta de 1951 lo confirma: «Escribo poco, o mejor dicho: ¡nada! ¿Por qué? agotamiento espiritual quizás» (Bolena, correspondencia personal, 1951).

Entretanto, hay que tener en cuenta que Rubén Darío fue una figura significativa en el comienzo de la vida literaria de Lydia Bolena, al igual que en su final. En la correspondencia del nicaragüense aparece una carta firmada por Faraón Pertuz, esposo de la escritora, fechada el 30 de septiembre de 1911 (Villacastin, 1987, p. 116), acompañada un cuento de Lydia Bolena para alguna de las dos revistas que dirigía Rubén Darío en París; aunque la carta no menciona el título del cuento, se trata en realidad de «Orgullo de raza», el cual apareció al año siguiente en la revista Elegancias y debió representar para la escritora barranquillera uno de los triunfos más importantes de su carrera12. En este cuento, publicado durante los años de celebración del primer centenario de las gestas de Independencia, Lydia Bolena hace una caricatura del apego al linaje, viejo prejuicio colonial arraigado en la sociedad blanca de origen español en Latinoamérica. El cuento narra el drama de los Linort, una familia de rancio apellido, pero de escasos haberes, entre los cuales solo quedaba «una enorme casa, de estructura casi conventual, situada en el barrio céntrico de la ciudad y un exiguo capital que solo les permitía un mediocre vivir» (Bolena, 1929, p. 12). A pesar de ello, doña Luz Linort y toda su familia se oponen con vehemencia a la relación de la hija con un pretendiente generoso y ameno, pero de figura morena. «-¡No y no! Decía severo el tío. -Primero querría verla muerta, agregaba Doña Luz. -Absurdo, imposible, decían los hermanos. -¡Imposible! Repetían los criados. ¡Imposible! Repetía el eco de la vieja casona» (p. 14). Ese orgullo de raza y apellido se empieza a agrietar en cuanto la memoria de la vieja madre de Doña Luz se remonta al pasado y emerge la historia de Manolo, el bandido que la raptó cuando ella tenía 20 años en la época en que Villa Pinar era solo un caserío; a medida que recuerda, sus palabras se entrecortan, pero en su tono dubitativo se adivina el origen plebeyo y oscuro de doña Luz Linort. «La raza, hija… no se debe, a veces, tener muy en cuenta» (p. 14) dice Doña Rosa, mirando con temor y vergüenza a su hija. Al final, la verdad se revela a medida que su voz se corta: «Pero tú… tú… mi primera hija» (p. 17).

«El sepulcro de Rubén Darío», última colaboración de Lydia Bolena para la revista Manizales, a pesar de estar fechada en 1947, recrea una visita a la tumba del poeta nicaragüense, posiblemente a comienzos de 192313, a solo siete años de su muerte. La atmósfera árida y gris del lugar es una imagen alegórica del ocaso de ese tiempo de lujo y bonanza que representó el «pontífice del decadentismo»; lo único que queda es ese polvo, esas «paredes mal blanqueadas» (Bolena, 1947, p. 215), esa «calle estrecha y solitaria donde no se alcanza a divisar ni una matuja que pueda cobijar un pájaro y detener la brisa» (p. 215). Sin embargo, ya en las líneas finales de la crónica, al despedirse de la ciudad, se produce el milagro que la autora había ido a buscar a la tumba de Darío:

Y es ya en vía para Corinto, cerca de la estación del ferrocarril, cuando veo sobre un árbol -un muchacho me asegura que a su sombre se paseaba el poeta- una parásita nueva, desconocida, cuyas flores se desgranan como gotas de lluvia y aroman el contorno… ¡La ilusión hace su milagro! Siento el aire suave de pausados giros y los ritmados vuelos del hada armonía… mientras el tren corre y corre entre polvaredas (p. 215).

La última frase no es solamente una despedida de la ciudad de Rubén Darío, es también una despedida del esplendor modernista que la propia artista había vivido y narrado durante las dos décadas de publicación de sus cuentos reunidos en Comprimidos.

5. Conclusiones

Este artículo se enmarca en los estudios sobre el cuento en Colombia durante las tres primeras décadas del siglo XX, época en la cual las revistas culturales no solo ampliaron el número de lectores en el mundo, sino que, para el caso latinoamericano, permitieron a muchas mujeres hacer la transición de lectoras a autoras. Este fue un paso inaugural y decisivo en la historia de la literatura femenina en Colombia; ya para la década de 1920, cuatro de ellas pudieron reunir sus cuentos en libro: Ecco Neli (1926), Blanca Isaza (1926), Sofía Ospina (1926) y Lydia Bolena (1929).

El rescate del cuento de prensa va de la mano con los proyectos recientes de digitalización de la prensa literaria de aquellos años. Para este artículo fueron consultados: El Nuevo Tiempo Literario de Bogotá (1903-1929), digitalizado por la Universidad de Antioquia, la revista Letras y Encajes de Medellín (1926-1959), digitalizada parcialmente por la Universidad Nacional, y el semanario Repertorio Americano de San José de Costa Rica (1919-1958), digitalizado por la Biblioteca Nacional de Costa Rica. El corpus de este estudio incluyó más de treinta publicaciones de y sobre Lydia Bolena, halladas en colecciones digitales nacionales y extranjeras. El libro Comprimidos (1929), del cual quedan muy pocos ejemplares disponibles en bibliotecas públicas, fue también recuperado gracias a la digitalización de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Este corpus de trabajo sobre la autora barranquillera se debe completar y renovar a medida que crezca el número de revistas y periódicos digitalizadas.

Paralelo a este rescate de la memoria histórico-literaria, se necesita volver a hacer visibles a estos autores por medio de reediciones y antologías. La obra de Lydia Bolena, al igual que la de su contemporáneo y paisano José Félix Fuenmayor, hace parte importante del eslabón entre el realismo regionalista de la «escuela antioqueña» y la narrativa urbana de mediados del siglo XX.

En el caso de Comprimidos (1929), de Lydia Bolena, se da esa «concentración en un mismo espacio textual de lo tan distinto y tan distante» que, según (Yurkievich, 1991), define al modernismo. En los cuentos se puede ver representada la vida agitada de la ciudad con sus nuevas formas de locomoción, sus voces múltiples y un tránsito continuo de gentes de todos los continentes; y acorde con ese movimiento y esa fluidez, un ritmo narrativo rápido, con final en puntos suspensivos, que trata de dar la impresión de lo inacabado, de la fugacidad y de la excitación nerviosa de las metrópolis. En contraste con esa sociedad masificada y tecnificada, tanto la voz que narra los cuentos, como la de sus protagonistas -la mayoría de ellas mujeres- transmiten una mentalidad abierta a la conversación y a la ilustración, tolerante, tierna y compasiva con el dolor humano.

Como un dato adicional, en un homenaje póstumo a la escritora barranquillera Marvel Moreno, celebrado en Cartagena de Indias en 2004, Ariel Castillo Mier propone un diálogo entre los primeros cuentos de la autora homenajeada y las narraciones de algunas antecesoras de Barranquilla y la costa atlántica, como Amira de la Rosa, Marzia de Lusignan y Olga Salcedo. Ese diálogo debe empezar, según él, con la relación entre «Una vivienda encantadora» de Lydia Bolena y «Algo tan feo en la vida de una señora bien» de Marvel Moreno, «al desarrollar tempranamente en el Caribe colombiano el mismo tópico del sepulcro blanqueado, la mansión sosegada, limpia y bien iluminada que oculta una historia sórdida y aniquiladora» (Castillo Mier, 2004, p. 50). Es de esperar que una reedición de Comprimidos (1929) dé lugar a un diálogo más denso y fluido entre las voces femeninas más importantes de la narrativa costeña y Lydia Bolena, la iniciadora de esta tradición.

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1. Este artículo hace parte del proyecto de Investigación «Mujeres escritoras de la década de 1920: su aporte a la historia de la mujer en la literatura colombiana» (Código 0278920), aprobado por la Vicerrectoría de Investigación de la Universidad de Caldas (Colombia).

2. De Unamuno se refiere a Antioquia como un país y no como a una región de Colombia.

3. «Homilía n. º1». Alpha, n. º1, (1906). «Homilía n. º2». Alpha, n.º 8-9 (1906).

4. La investigación de Agudelo (2018) identificó 543 títulos de autores franceses, seguidos de los autores españoles, con 460 títulos (p. 31).

5. De acuerdo con Agudelo (2018), Pedro Gómez Corena fue el escritor con mayor número de publicaciones en la prensa colombiana durante la década de 1920.

6. «Gacetillas insignificantes» apareció en Repertorio Americano, n.º 18, pp. 281-282.

7. «Comprimidos de vida» apareció en Repertorio Americano, n.º 20, pp. 307-308.

8. Según el escritor colombiano Ramón Illán Bacca (2000), «Fieras parlantes» apareció en la revista Hispania, editada por Santiago Pérez Triana en Londres entre 1912 y 1916.

9. «Revelación» apareció en Revista Chilena, n.º 15, 1922, pp. 175-176; y en Repertorio Americano, n.º 6, 1922, p. 75.

10. «El colega» apareció en Repertorio Americano, n.º 23, 1923, p. 352.

11. Este cuento apareció en dos antologías regionales: Veinticinco cuentos barranquilleros (Illán Bacca, 2000) y Antología del cuento caribeño (Mercado Romero & Montes Mathew, 2003).

12. Rubén Darío dirigió en París dos revistas para el público hispanoamericano entre 1911 y 1914: Mundial Magazine y Elegancias. «Orgullo de raza» apareció en Elegancias, n.º 18, 1912, p. 234.

13. En una carta dirigida a Blanca Isaza en abril de ese año, Lydia Bolena menciona un viaje reciente a la ciudad puerto de Corinto, en Nicaragua, al igual que en la crónica.

*Cómo citar: Ochoa Marín, J. M. (2022). Comprimidos (1929), de Lydia Bolena (1882-1959). Un capítulo inédito del cuento modernista en la literatura colombiana. Lingüística Y Literatura, 43(81), 325-346. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n81a15

Recibido: 06 de Julio de 2021; Aprobado: 04 de Febrero de 2022

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