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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.103 Bogotá sep./dic. 2021  Epub 10-Mayo-2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n103.102172 

Dossier

¿Y si hubieran cumplido? Las drogas ilegales y el Acuerdo de paz más allá de los (obvios) incumplimientos

AND WHAT IF THEY HAD COMPLIED? ILLEGAL DRUGS AND THE PEACE AGREEMENT BEYOND (OBVIOUS) NON-COMPLIANCE

José A. Gutiérrez1 

1Ph. D., Universidad Santo Tomás Medellín-Colombia. e International Institute for Conflict Resolution and Reconstruction, Dublin City University. Jose.danton@ustamed.edu.co


RESUMEN

La relación entre economías ilícitas y conflictos armados ha sido objeto de una prolífica literatura académica durante las últimas décadas, y existe un creciente cuestionamiento a la noción de una relación unívoca entre ambos. El Acuerdo de paz celebrado entre el Gobierno nacional de Colombia y las Fuerzas Revolucionarias Armadas de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) ha replicado la premisa de que solucionar el problema de las drogas ilícitas necesariamente contribuye a la creación de una paz estable y duradera. En este artículo, utilizando a Argelia, Cauca, como un caso de estudio, discutiremos que, más allá de los incumplimientos del Gobierno nacional frente a este punto, el Acuerdo poseía limitaciones estructurales (óptica punitiva, problema de la tierra, acceso a mercados, dimensión global del tema de drogas) que limitaban su eficacia, aun si el gobierno hubiera cumplido. Abordar estas limitaciones es clave para poder retomar un camino hacia una paz transformativa.

Palabras clave: Acuerdo de paz; narcotráfico; guerra contra las drogas; conflicto agrario; Cauca.

Abstract

The relationship between illicit economies and armed conflicts has been the subject of a prolific academic literature in recent decades, with the notion of a one-to-one relationship between the two being increasingly questioned. The peace agreement between Colombia’s national government and the Revolutionary Armed Forces of Colombia-People’s Army (FARC-EP) has repeated the premise that solving the illicit drug problem necessarily contributes to the creation of a stable and lasting peace. In this article, using Argelia, Cauca, as a case study, we will discuss how the agreement, beyond the national government’s non-compliance on this point, had structural limitations (a punitive perspective, the land problem, access to markets, the global dimension of the drug problem) that hindered its effectiveness even if the government had complied. Addressing these limitations is key to resuming a path towards a transformative peace.

Keywords: Peace Agreement; Drug Trafficking; Drug War; Agrarian Conflict; Cauca.

INTRODUCCIÓN

La relación entre economías ilícitas y conflictos armados ha sido objeto de una auténtica obsesión en los estudios de conflicto durante más de dos décadas, desde que se planteara en su fórmula prístina en las discusiones sobre avaricia y agravio en las guerras civiles (Arnson & Zartman, 2005; Ballentine & Sherman, 2003; Berdal & Malone, 2000; Collier & Hoeffler, 1998). Colombia, indiscutiblemente el principal productor de cocaína en el mundo (UNODC, 2021), no podía ser ajeno a esta tendencia. Mientras el Gobierno colombiano en la década de los 2000 insistía en que la coca era “la mata que mata” (Ciro, 2018), la academia se hacía eco de esta visión con la idea del conflicto alimentado por las rentas generadas por las drogas ilícitas, o la coca como combustible de la guerra (Felbab-Brown, 2005; Martínez & Zuleta, 2019; Pizarro, 2002; Rettberg & Ortiz, 2016). De hecho, Collier mismo hace un notable comentario en el cual convierte la producción de cocaína en prácticamente la única explicación viable para entender por qué los grupos armados prosperarían en Colombia y no en Estados Unidos:

La Milicia de Michigan (…) fue incapaz de crecer más allá de algunos cuantos voluntarios a medio tiempo, mientras que las FARC en Colombia han crecido hasta emplear (sic) alrededor de 12.000 personas. Los factores que dan cuenta de esta diferencia entre fracaso y éxito no se encuentran en las “causas” que estas dos organizaciones rebeldes dicen defender, sino en las oportunidades radicalmente diferentes de financiarse. La(s) FARC obtiene(n) alrededor de $700 millones anuales de las drogas y el secuestro, mientras que la Milicia de Michigan estaba probablemente en la bancarrota. (Collier, 2000, p. 1)

No hay que ser, desde luego, un experto en Michigan ni en Colombia para percatarse de lo problemática que resulta esta relación simplista, reduccionista y unívoca —además, fundada en una afirmación totalmente errónea, como que las FARC-EP emplean a sus combatientes—. Y aunque la inmensa mayoría de los trabajos en esta corriente no pecan de este grado de caricaturización, el simplismo argumentativo que relaciona sin problematizar rentas ilícitas y conflicto tiende a ignorar la complejidad del problema. Las relaciones de poder, conflictos sociales y de clase, los procesos de construcción de Estado, y un largo etcétera de condicionantes socioeconómicos, son invisibilizados tras correlaciones entre hectáreas de coca y violencia homicida. Esto ha sido señalado por diversos autores que han complejizado y problematizado la relación entre conflictos armados y economías ilícitas (Cramer, 2002; Goodhand, 2008; Gutiérrez-Sanín, 2004; Gutiérrez & Thomson, 2020). Ni los conflictos se pueden explicar simplemente por la presencia de drogas ilegales, ni las drogas ilegales generan, necesariamente, conflictos armados.

El cultivo de drogas ilegales está asociado con conflictos, no por las drogas en sí, sino porque la comunidad internacional ha declarado una guerra contra ellas. En realidad, esta guerra ha sido declarada contra los eslabones más vulnerables de la cadena productiva y de valor de las drogas ilegales (Gutiérrez & Ciro, 2022). Hasta donde sé, todavía no se ha fumigado o bombardeado al primer banco, pese a la importancia de los tentáculos financieros en la cadena de valor de las drogas ilegales. Esta, en realidad, es una guerra contra los campesinos que cultivan plantas de usos ilícitos y en menor medida contra la pobreza urbana, donde abundan jíbaros, aspirantes a traquetos y mulas. Las armas de la guerra están reservadas para los pobres, principalmente del campo.

El Acuerdo de paz de 2016 entre las FARC-EP y el Gobierno nacional de Colombia reprodujo este vínculo entre las drogas ilegales y el conflicto. Pese a que el Acuerdo indudablemente representa un reconocimiento de los desafíos estructurales del agro ligados con la superación de la violencia en Colombia, el subsumir el tema de las drogas como “combustible” del conflicto sigue siendo un asunto problemático. Primero, porque construcción de paz y erradicación de las drogas ilícitas no son la misma cosa, y en ciertos casos pueden ni siquiera ser complementarias. Incluso, ambas pueden ser, en ocasiones, antagónicas (Goodhand, 2008). Esto es especialmente cierto en el contexto de la guerra contra las drogas, en el cual los esfuerzos de erradicación son militarizados y, por tanto, producen resultados opuestos a los deseables desde una perspectiva de construcción de paz (Felbab-Brown, 2005). En segundo lugar, aunque se reconozca el nexo entre el desarrollo rural y el problema de los cultivos de uso ilícito, problemas clave como el pobre acceso a la tierra y la falta de mercados estables son abordados insuficientemente en un Acuerdo que descartó medidas redistributivas (Gutiérrez-Sanín & Marín, 2018), o medidas que repensaran la articulación del campo colombiano con los mercados internacionales. Peor aún, al supeditar las reformas estructurales del campo a las políticas de erradicación, el compromiso contenido en el Acuerdo se volvió insostenible (Acero et al., 2019). Finalmente, la escasez de tierras y las dificultades de acceso de los campesinos a los mercados, sumados a una política antinarcóticos de corte eminentemente militarista, son una fórmula segura para prolongar el conflicto armado.

Los resultados del Acuerdo de paz han sido particularmente decepcionantes en este punto. Ni se ha construido una paz estable y duradera en los territorios, ni se ha logrado superar el problema de los cultivos ilícitos (Gutiérrez-Sanín, 2020a). Desde los movimientos sociales, desde la academia comprometida y la izquierda política, se han señalado los incumplimientos por parte del Gobierno como el principal responsable de estos fracasos (eg. Estrada, 2019). Sin lugar a dudas, en el componente de drogas ilícitas los incumplimientos del Gobierno han sido, desde el comienzo (es decir, desde el gobierno de Santos), sistemáticos y masivos, mientras que en el gobierno de Duque “en algunos sentidos cruciales se ha procedido a su desmonte” (Gutiérrez-Sanín et al., 2019, p. 137). El impacto de estos incumplimientos en el territorio, según hemos podido comprobar en Putumayo, Caquetá y Cauca, ha sido devastador.

El problema de fondo no radica, empero, en los evidentes e injustificables incumplimientos del Gobierno ante las comunidades campesinas, sino en la arquitectura y la misma lógica con la cual el Acuerdo enlaza construcción de paz, drogas ilícitas y una peculiar visión de las reformas que necesita el campo colombiano, que excluye de antemano cualquier cuestionamiento al modelo económico. El problema de fondo es que, aunque el Gobierno nacional hubiera cumplido a las comunidades campesinas al pie de la letra lo que estaba escrito en el Acuerdo, es muy poco probable que se hubiera avanzado de manera significativa hacia la sustitución de los cultivos de uso ilícito por cultivos lícitos alternativos hacia la solución de los problemas estructurales del campo, o hacia la construcción de una paz estable y duradera. Esto, debido a que no abordaron por lo menos cuatro temas que identificamos como cruciales para resolver esta relación entre cultivos ilícitos, conflicto agrario y conflicto armado: el abandono de una óptica punitiva, considerar el problema de la tierra desde una lógica redistributiva, desarrollar una política realista de acceso a mercados, así como articular el Acuerdo con la dimensión global del tema de las drogas.

Este artículo espera ser una contribución a la construcción de paz (en un momento en que muchos parecen perder la fe en ella), y a un tema íntimamente ligado con esta: la superación de inequidades estructurales en el campo —de lo cual los cultivos ilícitos son expresión—. Procederé de la siguiente manera: primero, discutiré los supuestos contenidos en el Acuerdo de paz, en particular frente al tema de drogas ilegales. Luego, desde la investigación en un municipio cocalero (Argelia, Cauca), discutiré algunos de los desafíos que se presentaron en las regiones cocaleras en el contexto del acuerdo y del posacuerdo. Posteriormente, teniendo esta experiencia en mente, discutiré algunos elementos clave que siguen siendo problemáticos para la sustitución de cultivos de uso ilícito en clave de construcción de paz. Por último, plantearé algunos puntos esenciales para retomar la discusión sobre conflicto, construcción de paz y cultivos de uso ilícito. Espero, en particular, contribuir a la superación del discurso de las drogas ilícitas como “combustible del conflicto”, discurso que no solamente reifica las drogas, sino que tiende un velo cómplice sobre los gobiernos y los poderes políticos que han tomado la decisión explícita de bombardear, fumigar, asesinar, capturar y encarcelar a poblaciones vulnerables, con el argumento de la guerra contra una entidad inanimada: las drogas. La “sabiduría” de estas decisiones políticas es lo que queda oculto detrás de dichas fórmulas —hecho asaz lamentable, pues es en este punto, precisamente, en el cual podemos efectuar cambios conducentes a superar esta guerra sin fin—.

MÉTODOS

Este trabajo se basa en una investigación cualitativa con un fuerte enfoque etnográfico. La investigación general se realizó en seis localidades del suroccidente colombiano; el corregimiento de Sinaí en Argelia, Cauca, fue solamente uno de los casos de estudio. En Argelia pasé cinco meses en total entre 2015 y 2018, durante los cuales desarrollé una serie de métodos de investigación, incluidos métodos visuales. Este artículo se basa sobre todo en observación participante, es decir, en la observación sistemática de fenómenos sociales mientras se participa de ellos en contextos cotidianos (Bulmer, 1984; Hammersley & Atkinson, 2007). Mi aproximación a la observación participante mezcló periodos prolongados de trabajo de campo e informantes clave (Sluka & Robben, 2007). Aparte de la observación participante, realicé dos discusiones grupales en el corregimiento de Sinaí, Argelia. En la primera, participaron cuatro hombres y tres mujeres (01/04/16), y en la segunda, cuatro hombres y dos mujeres (26/02/18). También realicé diez entrevistas semiestructuradas, con informantes clave, a siete hombres y tres mujeres. En el contexto de la observación participante, sostuve múltiples conversaciones informales con habitantes de este corregimiento y corregimientos aledaños.

El análisis de los datos recogidos siguió el método del caso extendido, es decir, se utilizó un caso de estudio para contrastar teorías y descubrir las anomalías contenidas en ellas. Este método deductivo-inductivo e híbrido está íntimamente asociado con la observación participante, debido a su énfasis en procesos microsociológicos, así como con las experiencias subjetivas de los participantes en el contexto de los procesos sociales macro que los constriñen y moldean. Dicho método también tiene un fuerte enfoque dialógico y colaborativo hacia el proceso investigativo, debido a consideraciones éticas, pero también porque reconoce que la intervención del observador participante es necesariamente disruptiva de la realidad que este estudia, y por tanto requiere un modelo autorreflexivo (Burawoy, 1998; Lichterman, 2002; Samuels, 2009; Tavory & Timmermans, 2009; Wadham & Warren, 2014).

Mi proyecto principal tenía que ver con el entramado institucional y la construcción de Estado en zonas de conflicto; sin embargo, la riqueza de la información etnográfica recogida se prestaba para múltiples interpretaciones. Para escribir este artículo reinterpreté los datos recogidos, con el fin de discutir el presupuesto de que el gran problema que enfrentaba el Acuerdo de paz es el incumplimiento por parte del Gobierno —un presupuesto ampliamente compartido entre practicantes del sector de la construcción de paz y de los derechos humanos, y que fue puesto a prueba—. Sin negar los evidentes incumplimientos del Gobierno, partiendo de la hipótesis de qué hubiera pasado de haberse cumplido lo estipulado en el Acuerdo, se comenzó la indagación de la base empírica recolectada. Esta interrogación se hizo siguiendo como ejes fundamentales el de la transformación territorial, el de la tierra, el del acceso a mercados y el del problema de las drogas en clave global.

LA CUESTIÓN DE LOS CULTIVOS ILÍCITOS EN EL ACUERDO DE PAZ

En el Acuerdo de paz, el tema de los cultivos ilícitos aparece como el punto cuatro: “solución al problema de las drogas ilícitas”. No es menor que este punto se haya entendido como estrechamente relacionado con necesarias transformaciones estructurales del agro, y que, en este sentido, el acuerdo vaya más allá de la visión reduccionista —que había sido hegemónica en las últimas dos décadas—, la cual entendía los cultivos de uso ilícito (y en particular la coca) como causa y motivo del conflicto colombiano. En el Acuerdo, la relación entre coca y conflicto aparece mucho más matizada:

El conflicto interno en Colombia tiene una larga historia de varias décadas que antecede y tiene causas ajenas a la aparición de los cultivos de uso ilícito de gran escala, y a la producción y comercialización de drogas ilícitas en el territorio. (Cancillería, 2016, p. 98)

Partiendo de esta base, el Acuerdo hace un llamado a:

(…) diseñar una nueva visión que atienda las causas y consecuencias de este fenómeno, especialmente presentando alternativas que conduzcan a mejorar las condiciones de bienes­tar y buen vivir de las comunidades —hombres y mujeres— en los territorios afectados por los cultivos de uso ilícito; que aborde el consumo con un enfoque de salud pública y que intensifique la lucha contra las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, incluyendo actividades relacionadas como las finanzas ilícitas, el lavado de activos, el tráfico de precursores y la lucha contra la corrupción, desarticulando toda la cadena de valor del narcotráfico. (Cancillería, 2016, p. 99)

Si bien esta visión no es novedosa, representa un desarrollo importante respecto a la política eminentemente punitiva que había sido hegemónica hasta ese momento, aunque sin quebrar definitivamente con ella. En el Acuerdo, en efecto, se siguen entendiendo las drogas ilícitas como uno de los motores del conflicto (han “alimentado y financiado el conflicto interno”, p. 98) y, de hecho, se llama a intensificar la lucha contra el narcotráfico. Sin embargo, el Acuerdo va más allá. En palabras de un comandante del Frente 60 de las FARC-EP, durante una socialización del Acuerdo en Argelia, Cauca, el espíritu de este podía resumirse simplemente en entender la producción como un problema de alternativas y desarrollo económico; el consumo como un tema de salud pública, y la comercialización como un asunto eminentemente de política criminal (Antonio, 13/05/2016). Se trataría, en este sentido, de descriminalizar los eslabones más débiles e intensificar la criminalización de los eslabones más fuertes en la cadena productiva. Esto es enfatizado por el Acuerdo, que aclara el carácter diferencial de este enfoque:

Que esta nueva visión implica buscar alternativas basadas en la evidencia y dar un tratamiento distinto y diferenciado al fenómeno del consumo, al problema de los cultivos de uso ilícito, y a la criminalidad organizada asociada al narcotráfico, que utiliza indebidamente a las y los jóvenes (…). Que esas nuevas políticas, tendrán un enfoque general de derechos humanos y salud pública, diferenciado y de género, y deben ajustarse en el tiempo con base en la evidencia, las lecciones de buenas prácticas y las recomendaciones de expertos y expertas y organizaciones nacionales e internacionales especializadas (…). Que esas políticas darán un tratamiento especial a los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico que son las personas que cultivan y las que consumen drogas ilícitas, e intensificarán los esfuerzos de desarticulación de las organizaciones criminales. (Cancillería, 2016, p. 99)

Un asunto de particular relevancia es el vínculo explícito que se hace entre los cultivos de uso ilícito y la cuestión del agro. En el Acuerdo se establece que para dar solución al problema de los cultivos de uso ilícito “es necesario poner en marcha un nuevo programa que, como parte de la transformación estructural del campo que busca la RRI (Reforma Rural Integral), contribuya a generar condiciones de bienestar y buen vivir para las poblaciones afectadas por esos cultivos” (Cancillería, 2016, p. 100). En particular, el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) se entiende como un componente de la Reforma Rural Integral (RRI). Este es un punto clave, en el cual el Gobierno hace un reconocimiento explícito de la necesidad de abordar el tema de los cultivos de uso ilícito como un asunto ligado con la transformación estructural del campo colombiano.

Sin embargo, si bien el tema de cultivos ilícitos está claramente ligado con el desarrollo rural, su relación con la paz no es necesaria. La mata Erythroxylum sp. en sí no mata a nadie. Este vínculo se mantuvo mediante la fórmula del narcotráfico como motor del conflicto —descontextualizando la guerra contra las drogas de las decisiones políticas de actores nacionales e internacionales—. Y ahí es donde se termina de cuadrar el círculo de la lógica subyacente al Acuerdo: subdesarrollo rural > cultivos de uso ilícito > narcotráfico motor del conflicto > erradicación + desarrollo rural = paz estable y duradera.

Bajar la intensidad de la guerra contra las drogas era, desde luego, un gesto importantísimo para convencer a las FARC-EP, así como a sus bases rurales de apoyo, sobre la seriedad del Gobierno en la búsqueda de un acuerdo de paz que fuera más allá de la mera desmovilización. Así debe leerse la suspensión de las aspersiones por glifosato en 2015 (Ramírez, 2017). Pero de este modo, y mediante la lógica descrita, el Acuerdo de paz terminó, como bien lo observan Acero et al. (2019), en un compromiso, insostenible a la larga, entre una aproximación eminentemente punitiva al problema de los cultivos de uso ilícito y otra que privilegiaba una estrategia desarrollista. En este equilibrio frágil terminó por imponerse, en la práctica, debido a una mezcla de inercias institucionales y de opciones políticas de las élites nacionales e internacionales, la opción punitiva. Es decir, la guerra contra las drogas le ganó al desarrollo rural integral del campo. Los incumplimientos no hicieron más que exacerbar estas limitaciones y contradicciones de diseño del Acuerdo.

UNA MIRADA DESDE EL CAUCA: ARGELIA, MUNICIPIO COCALERO…

Para entender los problemas de fondo del Acuerdo, asentados en el enlace que hace entre drogas ilícitas, construcción de paz y un desarrollo rural sin redistribución de tierras, exploraremos el problema de los cultivos desde la experiencia de Argelia, un municipio ubicado en el sureste del Cauca. Su territorio de 75.736 hectáreas se extiende desde las montañas de la cordillera Occidental hacia las tierras bajas del Pacífico. El municipio es atravesado por el río San Juan de Micay, en cuyas orillas se encuentran ubicados los principales asentamientos del municipio. Estos asentamientos son el fruto de una colonización reciente, de colonos que llegaron en las primeras décadas del siglo XX tras la cera de laurel. Sin embargo, fue durante el periodo de la Violencia cuando esta región experimentó un flujo importante de colonos de extracción liberal, mezcla de perseguidos políticos y aventureros, en busca de asilo.

En 1967 Argelia se convirtió en municipio en derecho propio. Su economía tradicionalmente se basó en el café, y es famoso por su aromática variedad de arábigo. Sin embargo, con el fin del pacto cafetero en 1989 (Daviron & Ponte, 2005), la economía local comenzó a orientarse decididamente hacia la coca. Si bien el boom cocalero de la década de 1990 cambió por completo la cara del municipio, la coca no era nueva en esta región. Desde un primer momento, los colonos mantenían algunas matas de coca para mambear y para vender a los indígenas en el mercado de Almaguer; fue a finales de 1970 que algunas personas comenzaron a procesar la hoja para producir pasta base de cocaína, pero para la década de 1990 era todavía una economía marginal.1

La coca es un factor muy importante para explicar por qué, contrario a la tendencia nacional, Argelia no solamente se mantiene como un municipio abrumadoramente rural, sino que su población rural crece más que la urbana. Oficialmente, son 23.000 personas las que viven en las zonas rurales y apenas 4.000 las que viven en la ciudad de Argelia.2 Sin embargo, estas cifras no reflejan la real dimensión de la población rural en el municipio, pues no consideran la migración masiva de raspachines que llegan incesantemente en busca de trabajo temporal, muchas veces por apenas unos meses. Según el Comité Cocalero de Argelia, hay una población flotante permanente de unos 15.000 raspachines. Al carecer de información fiable sobre la magnitud de la migración, revisamos el lugar de nacimiento de los estudiantes del establecimiento educacional del corregimiento Sinaí. De un total de 145 estudiantes de sexto a décimo, solo el 48 % eran provenientes de Argelia. La mayoría de los foráneos eran provenientes de otros municipios del Cauca (26 %), seguidos por los departamentos de Nariño (13 %), Valle del Cauca (4 %), Caquetá (4 %), Putumayo (2 %) y Huila (1,5 %) (Gutiérrez, 2019). Aun cuando estas cifras reflejan una migración extraordinariamente alta, las cifras reales de la migración en Argelia son mucho más altas, ya que ni todos los migrantes tienen o vienen con sus hijos, o tienen hijos en edad escolar.

Si excluimos a la población flotante, el 88 % de los habitantes rurales de Argelia son propietarios (la casi totalidad de ellos con títulos informales, u obtenidos con cartas de compraventa). Los inquilinos representan apenas un 4 % de la población campesina. Según los cálculos de los que disponemos, el 99 % de las propiedades son de una hectárea o menos. La pobreza de tierras en la región se refleja en el tamaño promedio de las propiedades, de un magro 0,32 hectáreas.3 Esta fragmentación de la propiedad rural se explica en gran medida por el flujo de migrantes en la década de 1990, atraídos sobre todo por las posibilidades económicas que ofrecía el boom cocalero, pero también buscando refugio de la violencia política que azotaba otras partes del país en pleno despliegue de la ofensiva paramilitar liderada por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Hasta ese momento, los campesinos afirman que el promedio de las propiedades era de unas 3 hectáreas por familia, el tamaño promedio de las fincas cafetaleras en Colombia.4 Estas condiciones de fragmentación extrema de la propiedad y de falta de acceso a la tierra hacen que, salvo la coca, sea imposible para los campesinos trabajar de manera viable cualquier otro cultivo.

El campesinado argeliano no responde al estereotipo clásico de la población campesina casi detenida en el tiempo, cuya vida transcurre en la monotonía a paso cansino. Hay un flujo permanente de personas de los más diversos orígenes hacia Argelia, que suben en camionetas desde El Estrecho, en el tórrido valle del Patía. Estas camionetas serpentean el camino hacia Balboa, el llamado balcón del Patía, que domina ese valle con unos paisajes realmente majestuosos. Luego, cruzando las frías cumbres de la cordillera occidental, se adentran en el cañón de Argelia por carreteras salpicadas de carteles de las FARC-EP, algunos de ellos pintados a mano con un talento nada despreciable. Luego de entre 4 y 6 horas de carretera, las personas llegan a los corregimientos de El Mango, Sinaí y El Plateado, cubiertos en polvo, o todos ‘rucios’, como dicen jocosamente los locales.

Estos corregimientos no son aldeas bucólicas, sino asentamientos vibrantes donde la vida puede transcurrir a un ritmo vertiginoso; las motocicletas zumban de un lado a otro, el sonido de las picadoras en los laboratorios de coca es permanente, hay un boyante comercio en cuyas puertas muchas veces suenan a todo volumen canciones de música popular (sobre todo rancheras, cumbias y música de despecho), galleras atiborradas de gente que apuesta y grita, cantinas y bailaderos que casi nunca cierran. Estos pueblos son una cacofonía que asalta los sentidos. Los argelianos están lejos de ser ricos, pero si se les compara con las condiciones prevalentes en los pueblos rurales de la cordillera central, se puede ver esa pequeña pero significativa ventaja extra que les da la coca, la cual se siembra en las laderas de las imponentes montañas que rodean al cañón. Estos pueblos también cuentan con escuelas, centros de salud e iglesias de prácticamente todas las denominaciones, y hasta hace poco, los burdeles (llamados localmente chongos) no podían establecerse en los pueblos, sino en las carreteras, fuera de estos —los clientes frecuentes de estos establecimientos son por lo general varones jóvenes que han venido solos a trabajar como raspachines—.

El conflicto tiene una larga historia en Argelia, partiendo del hecho de que muchos de sus primeros colonos eran liberales perseguidos en otras partes del país. Los primeros grupos guerrilleros se formaron en la década de 1960, como respuesta a las incursiones de grupos armados de conservadores, conocidos localmente como los matojeros.5 Sin embargo, la presencia estable de la guerrilla en esta región comenzó en 1970, con alguna presencia del Ejército Popular de Liberación (EPL) y del Movimiento 19 de Abril (M-19), pero sobre todo con la consolidación del Frente 8 de las entonces FARC que operaban en toda esa zona, incluidos Patía, Balboa y El Tambo. La fuerza de las FARC-EP (que agregaron “Ejército del Pueblo”, EP, a su nombre en la conferencia guerrillera de 1982) llegó a ser tal que en 1993 se creó el Frente 60 Jaime Pardo Leal. Argelia se convirtió así en el único municipio con un frente guerrillero propio. Este frente fue por décadas autoridad indiscutida en el municipio, adjudicador de disputas locales y regulador de la economía.

Si bien la coca ayudó al desarrollo de una cierta gobernanza rebelde en la región (Gutiérrez & Thomson, 2020), también estimuló una cierta autonomía relativa de los procesos organizativos locales; en ambas instancias, sin embargo, se consolidaba una relación bastante antagónica con el Gobierno nacional. Todo en el municipio ha sido construido con el esfuerzo de las comunidades locales y con los aportes económicos de la coca. Como explicaba un campesino:

Si erradican la coca, ¿usted cree que el gobierno va a invertir en estas escuelas que tenemos? Vea, somos pobres, pero cualquier poquito de dignidad que tenemos en nuestras vidas se lo debemos al sentido de la disciplina que nos ha dado la FARC y a la coca (…).6

La mención al sentido de la disciplina inoculado por las FARC-EP no es menor, pues ellos insistían en que parte de los recursos de la coca se invirtieran en la propia comunidad. En El Plateado, por ejemplo, la escuela fue construida con contribuciones económicas de los laboratorios, para lo cual la capacidad coercitiva de esta guerrilla fue clave: “fue la izquierda (ie., las FARC-EP) la que les puso presión para que contribuyeran”.7

Tras el Acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las FARC-EP, el Frente 60 hizo un listado de las inversiones que habían realizado en las comunidades, muchas de ellas con los recursos que habían extraído por concepto de impuestos a la coca. En el caso de Argelia, detallan la construcción de por lo menos 71 kilómetros de carreteras y la manutención de otras, por un valor, según el cambio de la época, de $1.915.000.000. También detallan la construcción de dos puentes por $225.000.000, la construcción y mejoramiento de escuelas por $331.600.000, el desarrollo de infraestructura deportiva y religiosa por $167.000.000, el establecimiento de una estación de radio comunitaria por $35.000.000, la construcción de acueductos y proyectos de agua por $225.000.000, y de proyectos de viviendas por $52.000.000, la construcción de una caseta comunal en Sinaí por $60.000.000, y proyectos de producción de alimentos, incluido uno dirigido específicamente a las mujeres, por $70.000.000.8 Esta amplia gama de proyectos da una idea de la relación establecida entre la insurgencia y estas comunidades rurales, al punto que, según un líder comunitario, “mucha gente aquí ve a la guerrilla como el verdadero gobierno. Nosotros nos hemos guiado con la ley del monte, y eso nos ha funcionado bien”.9 Estos proyectos y esta infraestructura social básica, con todo, fueron posibles gracias a la importante contribución que la coca ha tenido en esta región.

En 2007, después de la desmovilización de las AUC, los paramilitares, en este caso Los Rastrojos, hicieron su entrada en la región. Poco después ingresó la Policía, que se instaló en dos estaciones fuertemente defendidas, una en El Plateado, la otra en El Mango. Fue la misma población la que se movilizó para expulsar a la Policía; primero, los sacaron de El Plateado en 2009 y luego, tras una movilización que recibió bastante visibilidad en los medios, los echaron de El Mango y desmantelaron la estación en 2015. En ese momento, la única presencia policial en el municipio estaba asentada en la ciudad de Argelia. Al mismo tiempo, las FARC-EP en 2011 lograron infligir una contundente derrota militar a Los Rastrojos —en un único combate, aniquilaron a unos 30 de ellos, cuyos cuerpos quedaron regados por la carretera—.10

Desde 2011 hasta la desmovilización de las FARC-EP a finales de 2016, Argelia fue un importante bastión tanto para la insurgencia como para el movimiento campesino; esta región probablemente tenía una de las organizaciones campesinas mejor estructuradas en el país. Esta asociación, conocida como Asociación Campesina de Trabajadores de Argelia (Ascamta), estuvo al frente de la resistencia de masas contra múltiples intentos fallidos de erradicación forzada entre 2015 y 2016. Dicha resistencia, aparte del factor organizativo, se veía facilitada por las condiciones topográficas y demográficas en este cañón estrecho, rodeado de montañas y con una alta concentración de población.

A la coca se le llama en Argelia la “mata de la resistencia”. Este nombre se deriva, por una parte, del hecho de que la oposición a los intentos de erradicación del Gobierno ha terminado por fortalecer la organización agraria. Pero, por otra parte, la coca es el único cultivo que, en las condiciones de escasez de tierras propias de esta región, puede garantizar la reproducción del campesinado, permitiéndoles resistir como clase el despojo y la concentración de tierras. Esto lo entienden perfectamente los campesinos argelianos. Por eso Argelia ha tenido un lugar destacado en la organización de los cocaleros colombianos. Después de la organización del encuentro cocalero del 9 de julio de 2016 en El Plateado, se discutió la idea de crear una organización nacional de campesinos de cultivos de uso ilícito, ímpetu que llevó a la creación de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) en enero de 2017, en Popayán.

Por parte de los cocaleros argelianos había una cierta ansiedad hacia el final del proceso de paz. Era frecuente escuchar a campesinos decir que las FARC-EP iban a “entregar la coca”, o “abandonar a los campesinos”. La visita de representantes del Gobierno no hacía sino acrecentar esa ansiedad —en una reunión abierta con la comunidad en la ciudad de Argelia, el 11 de mayo de 2016, por ejemplo, el entonces Alto Consejero para el Posconflicto, Rafael Pardo, en una intervención que muchos campesinos interpretaron como una amenaza apenas velada, insistió en que mientras existieran cultivos de uso ilícito habría violencia en el municipio—.11 La interpretación de los campesinos de este discurso no era casual, ya que entre 2015 y 2016 la violencia que habían enfrentado en relación con los cultivos ilícitos venía fundamentalmente de las tentativas de erradicación forzada y otros operativos antinarcóticos impulsados por cuerpos del Estado. Estas tentativas terminaron con muertos y heridos. Incluso, en algunas reuniones entre la comunidad y las FARC-EP, los campesinos planteaban a los insurgentes la preocupación que tenían porque la coca ‘la iban a entregar’ sin dejarles alternativas, o que la desmovilización de las FARC-EP podría llevar a formas de violencia en las comunidades ante el vacío dejado por estas —incluida la amenaza de bandas paramilitares y criminales—. Nuevamente, estos temores no eran del todo infundados: desde la desmovilización de las FARC-EP y el término de lo que pudiéramos llamar la pax fariana, que duró entre 2011 y 2016, no ha habido prácticamente ni un solo día de paz en el territorio.

Después de nuevos y frustrados intentos de erradicación forzada a comienzos de 2018, el sindicato Ascamta, el comité cocalero y otras organizaciones de base en Argelia, negociaron con el Gobierno un acuerdo colectivo por la sustitución de cultivos de uso ilícito. Esta negociación contó con la mediación de dos delegados de las FARC-EP, cuya presencia fue bastante irónica: mientras el Gobierno por años había estigmatizado a las comunidades rurales por sus (supuestos o reales) vínculos con las FARC-EP, ahora el Gobierno llamaba a los campesinos a escuchar a las FARC-EP y a obedecer a los términos de su acuerdo de paz. Este acuerdo colectivo se alcanzó el día 17 de marzo de 2018 (Presidencia de la República, 2018), pero ni el entonces director de la Agencia para la Sustitución de Cultivos Ilícitos, Eduardo Díaz Uribe, ni el gobernador del Cauca, Óscar Campo Hurtado, firmaron el acuerdo, aludiendo falta de seriedad de la comunidad en su compromiso de erradicar.12 Esto, debido a que los representantes comunitarios insistieron en que no se erradicaría ni una sola mata de coca antes de que el Gobierno diera el primero de los doce pagos para la asistencia económica a las familias en proceso de sustitución. Como en muchas otras regiones, estos pagos nunca llegaron —ni la asistencia técnica prometida, ni el crédito, ni el apoyo a los proyectos productivos—. Así que, de momento, la coca es la única alternativa viable para los campesinos argelianos; en medio de conflictos entre nuevas facciones armadas, operativos antinarcóticos del Ejército, un aumento de la violencia homicida, la delincuencia y masacres, la pax fariana es recordada con nostalgia por los campesinos.

¿Y SI HUBIERAN CUMPLIDO? POR QUÉ NO ES TAN SIMPLE LA ECUACIÓN SUSTITUCIÓN + DESARROLLO RURAL = PAZ ESTABLE Y DURADERA

Acá hubo incumplimientos, sin lugar a dudas, sea por falta de voluntad política, por falta de presupuesto y por desfinanciación de la implementación del Acuerdo (particularmente grave en el gobierno de Duque, pero también en el anterior), por incapacidad y desarticulación institucional, por presiones internacionales de la administración de Trump en Estados Unidos, y un largo etcétera. Ha habido injustificables retrasos en aprobar el tratamiento penal diferenciado para los eslabones más vulnerables de la cadena productiva de las drogas ilícitas; un número alarmante de asesinatos y amenazas sobre los líderes comunitarios en el proceso de sustitución de cultivos ilícitos; retrasos o no pagos de apoyos a los campesinos en proceso de sustitución, y tentativas de reanudar la fumigación con glifosato (Gutiérrez-Sanín & Marín, 2018).

Pero la discusión sobre la implementación ha oscurecido un debate mucho más crucial sobre la arquitectura de fondo del Acuerdo de paz. Debido a algunas limitaciones de este (la persistencia de una lógica punitiva, la falta de una perspectiva redistributiva sobre un tema tan crucial como la tierra, el problema del acceso de campesinos a mercados y la supeditación de la discusión sobre cultivos de uso ilícito a presiones internacionales), aun habiéndose cumplido el Acuerdo, este no habría sido suficiente para la construcción de la prometida paz estable y duradera.

La persistencia de la lógica punitiva de la guerra contra las drogas

Efectivamente, el tema de los cultivos de uso ilícito está ligado con el problema agrario (en particular a la tierra), y el tema de la tierra está ligado con el conflicto social y armado, como lo ha explorado una nutrida literatura sobre el tema. Pero acá no hay una causalidad directa entre estos temas, sus relaciones son no lineales y bastante más complejas. De hecho, la presencia de cultivos ilícitos no tiene resultados violentos unívocos, y como ha señalado Goodhand (2008) para el caso de Afganistán, en ciertas condiciones puede incluso fortalecer la construcción de paz. En ausencia de una política redistributiva de tierras, ante la pobreza endémica de tierra de los campesinos caucanos en general y argelianos en particular, los cultivos de uso ilícito representan una alternativa viable para la reproducción de la economía familiar y para impulsar procesos comunitarios de desarrollo local en ausencia de una política decidida de inversión social en estos territorios por parte del Estado colombiano.

La relación entre cultivos de uso ilícito, problema agrario y conflicto está mediada por la decisión política, de las élites nacionales e internacionales, de mantener la guerra contra las drogas, la cual fue empaquetada, en el contexto del Acuerdo de paz, tras la fórmula de la droga como “motor del conflicto”, aun cuando hemos visto que era mucho, muchísimo más que eso para las comunidades. Era también su garantía de vida pobre, pero medianamente digna en medio de la falta de tierras, era lo que les daba el excedente para construir puentes, carreteras, escuelas y todas aquellas cosas que mantenían a la comunidad andando. La conflictividad asociada con la coca no es una condición intrínseca de esa mata que, en realidad, no mata a nadie. Al mantener, mediante esta fórmula, la guerra contra las drogas, y supeditar (“narcotizar”) la construcción de paz a los resultados de esta debido a la creciente presión internacional para frenar la expansión de cultivos de coca (Gutiérrez & Marín, 2018), el componente desarrollista del Acuerdo pasó a un segundo plano (Acero et al., 2019). Así, terminó imponiéndose la lógica punitiva desnuda, que, según he insistido, no es resultado sencillamente de incumplimientos, sino que era una parte esencial de lo acordado entre las partes.

El resultado de esta lógica punitiva ha sido el escalamiento, durante el gobierno de Duque, de la guerra contra las drogas, lo cual ha tenido resultados directamente negativos para la perspectiva de la construcción de paz, al reactivar el conflicto armado en los territorios cocaleros (Gutiérrez, 2020). Desmontar la lógica punitiva que alimenta la fórmula equívoca de las drogas como “motor del conflicto” es una condición sine qua non para poder avanzar hacia una construcción de paz que no criminalice a importantes sectores del campesinado, convirtiéndolos, literalmente, en objetivo militar.

¡Es la tierra, estúpido!

El problema de la tierra es un aspecto ineludible en la discusión sobre el conflicto colombiano y la construcción de paz. Pero también lo es para la discusión sobre los cultivos de uso ilícito. Hay una amplia discusión sobre el vínculo entre pobreza de tierra y la necesidad del campesinado de depender de estos cultivos que tienen un retorno más alto. Esto no es una particularidad colombiana, y estudios en otras latitudes —incluido Afganistán, Birmania y Perú— destacan este vínculo que sigue sin recibir la atención adecuada (Glimmermann et al., 2017; Gootenberg & Dávalos, 2018; Mansfield, 2018).

Los patrones de fragmentación de la propiedad en Argelia, Cauca, tienen como contracara los bien conocidos patrones de acumulación de tierra extremos que hay en Colombia, que hacen que tenga un coeficiente de Gini extraordinariamente alto, de un 0,897 en 2014. Según cifras disponibles, si excluimos tierras comunitarias en manos de grupos indígenas y afros, encontramos que el 1 % de las grandes unidades de producción agropecuarias (UPA) controlan un 73,78 % de la tierra cultivable. Pero haciendo una inspección más detallada de esta cifra, vemos que 2.362 UPA (0,1 % del total), con un promedio de 17.195 hectáreas cada una, controlan ni más ni menos que 40.600.000 hectáreas, es decir, el 58,72 % de la tierra cultivable. Por otra parte, el 81 % de las UPA, que tienen menos de 10 hectáreas (cuyo promedio es de 2 hectáreas apenas), controlan 3.400.000 hectáreas, es decir, un magro 4,92 % de la tierra cultivable (Oxfam, 2017). Es en este último grupo donde podemos ubicar al campesinado argeliano, de hecho, muy por debajo del promedio nacional.

Pero estos patrones de acumulación y despojo de tierra, aunque se sustentan en un modelo de desarrollo que ha ido en detrimento del campesino (Thomson, 2011), así como en un diseño jurídico altamente excluyente (Peña & Zuleta, 2018), tampoco son independientes de la trayectoria del conflicto armado. Ha habido un largo proceso de despojo y acumulación (frecuentemente violento) que va hasta la Conquista española, pero que se aceleró con la apertura de la economía colombiana a los mercados internacionales, debido a la demanda de productos tropicales (Fajardo, 2015; Giroldhes, 1970; LeGrand, 1988; Molano, 1994; Palacios, 2011). Esto lo reconoció preliminarmente la agenda de negociación de paz entre el Gobierno nacional y las FARC-EP, que tuvo la tierra como el primer punto bajo el título tan ambicioso, como exagerado e inexacto, de Reforma Rural Integral (Fajardo & Salgado, 2017). Según las cifras del propio Ministerio de Agricultura, por lo menos unos 8.300.000 hectáreas han sido despojadas o abandonadas en el contexto del conflicto armado (CNMH, 2013); según datos obtenidos de casos judiciales, el 75 % de los campesinos desposeídos en el marco del conflicto tenían menos de 20 hectáreas, y de esos, el 21 % tenían, de hecho, menos de 1 hectárea. El 86 % de esa desposesión habría sido fruto de grupos paramilitares (Ávila, 2016; sobre el fenómeno paramillitar, ver también Grajales, 2011; Gutiérrez-Sanín & Vargas, 2016; Gutiérrez-Sanín, 2019; Reyes, 2009).

Esta situación es abordada de manera insuficiente en el Acuerdo de paz, que se centra en apoyos a la producción agrícola (incluidos los proyectos productivos de cultivos alternativos a los de uso ilícito), formalización y rehabilitación de derechos de propiedad, algunas medidas bastante humildes para acceso a tierra y desarrollo de infraestructura (Grajales, 2021). El Acuerdo, como se ha señalado, buscaba una política de acceso a la tierra sin redistribución (Gutiérrez-Sanín & Marín, 2018). Todas estas medidas iban más en la vena de la Ley 1448 de 2011 de restitución de tierras y, por supuesto, en la vena modernizante de las políticas agrarias de la década de 1930 y después de la década de 1960; en ellas, la idea de una redistribución radical de la tierra está ausente. Después de todo, el modelo económico, del cual la acumulación de tierras es un pilar fundamental, era una de las líneas rojas del Gobierno de Santos. Eso no podía discutirse en el Acuerdo de paz. De hecho, algunos aspectos no menores del Acuerdo de paz refuerzan un modelo económico que ha sido estructuralmente perjudicial para el campesinado; por ejemplo, mediante la “promoción y fomento, (…) de encadenamientos de la pequeña producción rural con otros modelos de producción, que podrán ser verticales u horizontales y en diferente escala” (Cancillería, 2016, p. 12), con el fin de garantizar “una producción a escala y competitiva e insertada en cadenas de valor agregado (…)” (p. 33). Es decir, encadenamientos mediante el trabajo asociado con la agroindustria, que profundizarían, en lugar de corregir, algunos de los problemas estructurales del agro en Colombia —entre ellos, la tendencia a la acumulación de tierra (Grajales, 2020)—.

El boom cocalero en Argelia coincidió con la expansión del paramilitarismo en otras zonas del país en la década de 1990; hubo un importante influjo de personas, muchas de ellas escapaban de esas formas de violencia en otras regiones (sobre todo, en el suroccidente) y encontraron un santuario en el municipio, así como una tierra en la cual había posibilidades de reproducirse. En las condiciones actuales de fragmentación de la propiedad, es muy difícil, por no decir imposible, el despegue de proyectos productivos para cultivos alternativos a los de uso ilícito. Aparte de la coca, ¿qué otro cultivo puede rendir en fincas de 0,32 hectáreas?, ¿el maní estrella?, ¿el sacha inchi?, ¿la pimienta?, ¿la granadilla? Más allá de los incumplimientos en el punto agrario (García, 2018), aun cuando el Gobierno hubiese cumplido, no había tierra para efectivamente implementar esta política de apoyo técnico a la economía campesina y de sustitución de cultivos de uso ilícito. Sin una reforma que toque esta distribución profundamente desigual de la tierra en Colombia es muy improbable poder solucionar el problema de la sustitución de cultivos de uso ilícito. Y mientras se mantenga la política punitiva y militarista anteriormente enunciada, la presencia de cultivos de uso ilícito se traducirá en conflicto.

El elusivo acceso a los mercados

El tema del acceso a los mercados es otro tema clave en que el Acuerdo de paz quedó corto. No basta con tener suficiente tierra para producir cultivos alternativos a los de uso ilícito. Aparte de esto, se necesita tener un mercado que permita dar salida a la producción. En el Acuerdo encontramos medidas tendientes a acortar la intermediación, estimular la creación de centros de acopio, mejorar la logística, promover mercados campesinos, tecnologías de la información en el agro y compras públicas. Acá se repite, además, el mismo punto sobre los encadenamientos productivos mediante el trabajo asociado: “promoción de encadenamientos de la pequeña producción rural con otros modelos de producción, que podrán ser verticales u horizontales y en diferente escala” (Cancillería, 2016, p. 31).

Todos estos centros de acopio y mejoras técnicas resultaban insuficientes ante la competencia de productos extranjeros altamente subsidiados que están copando el mercado gracias a acuerdos de libre comercio, y ante las trabas no arancelarias que está enfrentando la producción campesina; por ejemplo, la proliferación de normas fitosanitarias que el pequeño productor no puede cumplir (Acero & Thomson, 2021). En la práctica, la promesa del Acuerdo de crear un “plan nacional para la promoción de la comercialización de la producción de la economía campesina, familiar y comunitaria” (Cancillería, 2016, p. 30) no se ha visto en los territorios en que algunos campesinos comenzaron a sustituir. Durante una visita a Maravelez, Putumayo (en octubre de 2019), los campesinos que se habían comprometido con cambiar la coca por cultivos alternativos, como la pimienta en este caso, se quejaban de que no había mercado para estos cultivos y que se había perdido la cosecha, porque, sencillamente, no había compradores. La coca, en cambio, no es solo un cultivo de alto rendimiento y altos retornos, condición que le da una ventaja única desde la perspectiva de campesinos con acceso escaso a la tierra, además es un cultivo que tiene un mercado ilegal, pero estable y garantizado.

La experiencia de Argelia demuestra de manera muy clara el vínculo existente entre la caída del pacto cafetero con el surgimiento de la coca, y evidencia algunas de las debilidades estructurales de la inserción de Colombia en los mercados internacionales. Si esta inserción era vulnerable en 1989, lo es mucho más ahora, después de dos décadas de una política aperturista que ha provocado en el agro sendas protestas y movilizaciones contra los tratados de libre comercio —particularmente el tratado de libre comercio con Estados Unidos, pero también tenemos el tratado de libre comercio con la Unión Europea, que ha sido objeto de críticas (Cruz, 2017)—. Estas movilizaciones, que derivaron en el paro agrario en el 2013, se dieron en medio de las negociaciones del punto agrario entre las FARC-EP y el Gobierno nacional. Sin embargo, estos tratados de libre comercio eran parte de un modelo económico en el cual el Gobierno nacional había trazado una línea roja. Era imposible negociar eso, pese a que millones de campesinos y simpatizantes en todo el país así lo demandaban. De esta manera, para muchos campesinos, los cultivos de uso ilícito seguirán representando una alternativa cuando los otros mercados se sigan estrechando.

La economía de las drogas en perspectiva global

La solución al problema de los cultivos de uso ilícito no es algo que dependa exclusivamente de Colombia. Esto es un problema de carácter global, que tiene que ver con políticas adoptadas desde la comunidad internacional, con un evidente peso de la política de Estados Unidos, que ha enmarcado la cuestión de las drogas en una guerra declarada ya de prácticamente medio siglo: aunque fuera Reagan quien formalmente declarase la guerra contra las drogas en la década de 1980, la escalada de las intervenciones contra los narcóticos y su definición como un problema de ‘seguridad nacional’ ya había comenzado con Nixon en los años setenta. El proceso de paz proveía una oportunidad para dar una discusión más amplia sobre la sabiduría de seguir con una política que ha tenido escaso éxito desde sus propósitos declarados, pese a sus costos humanos y económicos astronómicos. En términos de desplazamientos, enfermedades, violencia y muertes, las políticas antinarcóticos en Colombia literalmente han institucionalizado la calamidad en la vida de los campesinos y destrozado en el proceso la vida de millones de personas (Gutiérrez-Sanín, 2021). En términos económicos, se calcula que, hasta hace una década, la guerra contra las drogas había costado por encima del billón de dólares, es decir, USD 1.000.000.000.000 (Rosen, 2013).13

El proceso de paz reconoció explícitamente esta dimensión internacional del problema de las drogas ilícitas en Colombia, y admitía que era imprescindible un esfuerzo global tendiente al cambio de enfoque frente a ellas. Incluso, el Acuerdo llegaba a insinuar la problemática injerencia de Estados Unidos en dichas políticas, al afirmar que las políticas sobre drogas ilícitas:

(…) deben regirse por el ejercicio de los principios de igualdad soberana y no intervención en los asuntos internos de otros Estados y deben asegurar la acción coordinada en el marco de la cooperación internacional, en la medida en que la solución al problema de las drogas ilícitas es responsabilidad colectiva de todos los Estados. (Cancillería, 2016, p. 99)

Esta no fue una postura aislada en el Acuerdo de paz. Las propias intervenciones del presidente Juan Manuel Santos en diversos foros internacionales expresaban un cierto giro en este sentido. Por ejemplo, en sus intervenciones ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en el periodo 2012-2017, Santos reconoció abiertamente el fracaso de la política de guerra contra las drogas en términos lapidarios y llamó abiertamente a la comunidad internacional a asumir una nueva política. En estos discursos, sobre todo hacia el final de su mandato, se ven plasmados algunos aspectos clave de la política sobre drogas ilícitas contenido en el Acuerdo de paz con las FARC-EP, en particular el tratamiento diferencial a los diferentes eslabones en la cadena productiva y el énfasis en la dimensión global de este fenómeno. Sin embargo, en las últimas intervenciones va más allá del Acuerdo, al insinuar la regulación de la producción de drogas por parte de los Estados:

He dicho muchas veces que la guerra contra las drogas no se ha ganado ni se está ganando; que requerimos de nuevos enfoques y nuevas estrategias (…) como el de no criminalizar a los adictos, y entender el consumo de drogas como un asunto de salud pública y no de política criminal. La Guerra contra las Drogas ha cobrado demasiadas vidas —en Colombia hemos pagado un precio muy alto, tal vez el más alto de cualquier nación—, y lo que se está viendo es que el remedio ha sido muchas veces peor que la enfermedad. (…). Es hora de aceptar —con realismo— que mientras haya consumo habrá oferta, y que el consumo no se va a acabar (…). Es hora de hablar de regulación responsable por parte de los Estados; de buscar caminos para quitarles oxígeno a las mafias, y de afrontar el consumo con más recursos para la prevención, la atención y la reducción de daños a la salud y al tejido social. (Santos, 2017)

Efectivamente, una alternativa al problema de los cultivos de uso ilícito y las drogas ilícitas es, sencillamente, regularizar esos usos, legalizando así los mercados ilegales. Esta discusión se insinuó, pero finalmente no se avanzó al esperado cambio de política internacional. En ausencia de esa discusión global y de un cambio de políticas por parte de la comunidad internacional, y en particular por parte de Estados Unidos, país que como dice Marco Palacios (2012) ha proveído la agenda y los recursos para la guerra contra las drogas en Colombia, la inercia llevó por consolidar, una vez más, una aproximación represiva que se acentuó —pero no comenzó— con el gobierno de Iván Duque. La discusión sobre las fumigaciones con glifosato y la militarización de las zonas cocaleras propuestas por la administración de Duque exacerba una tendencia represiva que ya se vivía desde fines del gobierno de Santos, quien en 2017 intensificó la erradicación forzada manual, en parte como respuesta a presiones internas y externas (Gutiérrez-Sanín et al., 2019).

Los intentos de erradicación forzada, con víctimas fatales, comenzaron en Argelia entre 2015 y 2016. En estas condiciones, era muy difícil construir la confianza necesaria para poder avanzar en la construcción de la paz estable y duradera; aún más cuando los propios campesinos son conscientes de que negocian con un Gobierno nacional que carece de autonomía y de lo que el Acuerdo llama “igualdad soberana” para decidir sobre esta política.

CONCLUSIONES

Aun cuando los incumplimientos en la implementación del Acuerdo de paz entre las FARC-EP y el Gobierno nacional de Colombia de 2016 sean un obstáculo formidable para la construcción de esa elusiva paz estable y duradera, no son el único problema. Es decir, si bien los incumplimientos son evidentes, sistemáticos, masivos y extendidos, aunque el Gobierno hubiera cumplido, es muy poco probable que la política de drogas ilícitas del Acuerdo hubiera, efectivamente, contribuido a la construcción de la paz estable y duradera. Esto, porque no existe una relación unívoca entre cultivos de uso ilícito y conflicto, sino que ella se encuentra mediada por el conflicto agrario (en particular, la concentración de tierras) y la decisión de dar tratamiento de guerra a las drogas, dos cosas que el Acuerdo no abordó, o lo hizo insuficientemente. La insistencia en denunciar el incumplimiento por parte del Gobierno de lo estipulado en el Acuerdo de paz entre las FARC-EP y el Gobierno nacional (tanto del espíritu como de lo formal), aunque justa y necesaria, se arriesga a ocultar y velar las limitaciones estructurales y políticas contenidas en el Acuerdo, lo que crea la ilusión de que el cumplimiento de este entregaría una solución a problemas que son mucho más complejos y estructurales.

Algunos de los problemas estructurales que enfrentaba el punto de la sustitución de los cultivos de uso ilícito se relacionaban con el problema de la pobreza de la tierra (y el despojo), así como los problemas evidentes de acceso a mercado que son exacerbados por las políticas de libre comercio y algunos otros problemas, como barreras no arancelarias, dirigidas específicamente contra los pequeños productores. Pero había problemas que también tenían que ver con el enfoque político adoptado: en particular, si esto era un problema de desarrollo o uno de políticas represivas. Obviamente, ello tiene que ver con una discusión global sobre la pertinencia y sabiduría de seguir con una nebulosa guerra contra las drogas que ha traído un altísimo costo humano y económico.

Aunque el Acuerdo de paz delineó la posibilidad de una política alternativa para enfrentar el problema de las drogas ilícitas, los elementos represivos contenidos en ella alimentaron la inercia criminalizante para enfrentar este fenómeno. Las políticas antinarcóticos del Estado continúan acrecentando la variable represiva, augurando un escalamiento del conflicto (Gutiérrez 2020; Gutiérrez-Sanín, 2020b), con sus consecuentes calamidades humanas y el desangre de fondos públicos que bien podrían utilizarse en promover el desarrollo de las comunidades. Es decir, el Alto Consejero para el Posconflicto no estaba equivocado cuando decía que mientras hubiera coca en Argelia habría conflicto; lo que no aclaró, pero era evidente para todos los asistentes, es que esto es así como resultado de decisiones políticas asumidas de manera consciente por las élites nacionales e internacionales, no como una fatalidad histórica.

En este contexto, es fundamental retomar la discusión sobre el problema de los cultivos de uso ilícito en clave transformadora, que vaya más allá del cumplimiento o no de lo contenido en los acuerdos. Esto no significa excusar al Gobierno de no cumplir, o plantear que el no cumplimiento es un tema irrelevante. Lo que significa en realidad es plantear la necesidad de cuestionar aspectos de la línea roja trazada por el Gobierno en su negociación con la insurgencia. Es solamente cuestionando algunas de esas líneas rojas en torno al modelo económico, así como abriendo un debate amplio en torno a la necesidad de abandonar, definitivamente, la inercia represiva que hasta ahora ha reemplazado a una política real de drogas, que podremos comenzar a sentar bases para una solución viable al problema de los cultivos de uso ilícito. Y significa también cuestionar la idea de una relación unívoca entre el conflicto y los cultivos de uso ilícito, así como la premisa de que los segundos son necesariamente el “combustible” del primero. Develar las maneras históricas en que esta relación ha sido construida nos puede servir para entender mejor las maneras para contribuir a la construcción de esta esquiva paz estable y duradera.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco, antes que nada, al profesor Guillermo Mosquera, por su contextualización, participación activa en la investigación y respaldo personal; sin él, esta investigación sencillamente no hubiera sido posible. Desde luego, mis conclusiones no lo comprometen en absoluto. Agradezco a los campesinos y campesinas argelianas por su paciencia conmigo y colaboración con este esfuerzo —particularmente, al comité cocalero y Ascamta— durante el periodo de 2015 a 2018. Agradezco, por último, a Ana María López, por las conversaciones heterodoxas sobre este tema, de las que he aprendido mucho.

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1Toda la reconstrucción histórica de Argelia fue hecha con el trabajo incansable del profesor Guillermo Mosquera, de la institución educativa del Sinaí, con escasas fuentes escritas y testimonios orales de los colonos más antiguos del municipio (algunos de los cuales todavía mambean, sobre todo en El Diviso), realizadas entre 2016 y 2017.

2Según estadísticas oficiales del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). https://www.datos.gov.co/widgets/qzc6-q9qw

3Información del gobierno municipal, la cual fue corroborada por el sindicato agrario Ascamta y el comité cocalero, quienes durante negociaciones con el Gobierno entregaron un listado de los campesinos que se comprometían con la sustitución, la cual es consistente con estas cifras.

4Trabajo grupal con miembros de Ascamta (01/04/2016) y entrevista a un colono de El Diviso (12/07/2016).

5Entrevista EP-01-Ca-m, 15/05/16.

6Conversación con Si-03-Ca-m, 25/03/16.

7Entrevista Pl-02-Ca-m, 15/05/16.

8Información publicada en Semana, http://static.iris.net.co/semana/upload/documents/anexo-4.pdf (último acceso 07/01/22). El inventario menciona al Frente 6, lo cual es obviamente un error de tipeo, pues el Frente 60 era el activo en esta región. Los valores están originalmente en pesos colombianos, los cuales hemos cambiado a euros según la tasa de cambio de noviembre de 2018.

9Publicado en el mismo informe de Semana.

10Trabajo grupal con miembros de Ascamta (01/04/2016).

11 Presencié esa intervención personalmente.

12 Entrevista con dos negociadores campesinos del acuerdo (13/04/2018).

13En esta referencia se utiliza la numeración simplificada común en lengua inglesa que a un billón (en castellano, un millón de millones) le atribuye el término trillion.

Recibido: 07 de Enero de 2022; Aprobado: 25 de Febrero de 2022

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