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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.103 Bogotá sep./dic. 2021  Epub 10-Mayo-2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n103.102173 

Dossier

¿Qué hacer con el narcotráfico y las drogas ilícitas en Colombia? Elementos metodológicos para una política de Estado

WHAT TO DO WITH DRUG TRAFFICKING AND ILLICIT DRUGS IN COLOMBIA? METHODOLOGICAL ELEMENTS FOR A STATE POLICY

Rodrigo Uprimn Y1 

1profesor titular Universidad Nacional e investigador sénior Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad “Dejusticia” Bogotá - Colombia


RESUMEN

El autor, a partir de una reedición de trabajos previos, propone elementos metodológicos para lograr una política democrática que enfrente en forma más lúcida el narcotráfico en Colombia. El autor considera que es necesario distinguir tres problemas diversos pero interrelacionados: el impacto del narcotráfico en la violencia y la democracia colombianas, la discusión sobre el prohibicionismo y el grado de autonomía de Colombia frente al régimen internacional de control de sustancias psicoactivas. A partir de esas distinciones, el autor concluye que la política colombiana frente al narcotráfico debe buscar tanto alternativas a la prohibición (por ser la prohibición un régimen injusto e ineficaz) como alternativas dentro de la prohibición (pues este régimen se mantendrá en el mediano plazo, al menos para drogas como la marihuana o la cocaína).

Palabras clave: Narcotráfico; política pública; drogas; democracia; prohibicionismo; Colombia.

ABSTRACT

Based on a re-edition of previous works, the paper proposes methodological elements to achieve a democratic policy that more lucidly faces drug trafficking in Colombia. It considers that three diverse but interrelated problems need to be distinguished: the impact of drug trafficking on violence and democracy in Colombia; the discussion of prohibitionism; and Colombia’s degree of autonomy vis-à-vis the international regime of control of psychoactive substances. Based on these distinctions, the study concludes that Colombian drug trafficking policy must seek alternatives both to prohibition (because prohibition is an unjust and ineffective regime) and within prohibition (because this regime will stay in the medium term, at least for drugs such as marijuana or cocaine).

Keywords: Drug trafficking; public policy; drugs; democracy; prohibitionism; Colombia.

INTRODUCCIÓN

Uno de los problemas más complejos que, desde finales de los años setenta, enfrenta la precaria democracia colombiana es el narcotráfico, que ha intensificado nuestras violencias, agravado las violaciones de derechos humanos y la corrupción, y ha tenido impactos profundos, en general negativos, sobre múltiples dimensiones sociales y culturales. Es entonces esencial que Colombia desarrolle una política apropiada para enfrentar el problema del narcotráfico y de las llamadas drogas ilícitas. Este artículo busca contribuir a ese propósito.

Sin embargo, no es fácil hacer propuestas realistas en este campo, por cuanto los vínculos entre el narcotráfico, el deterioro democrático y la violencia en Colombia son complejos, ya que al menos remiten a debates y niveles de análisis diversos: por un lado, el estudio del impacto del narcotráfico sobre la democracia, la crisis de derechos humanos y el conflicto armado colombiano; y por otro, la discusión más general en torno al prohibicionismo y el régimen internacional sobre ciertas drogas, con el fin de determinar cuál es la política apropiada para enfrentar el tema de abuso de sustancias psicoactivas.1 Estos problemas están vinculados, por lo cual es usual que los debates sobre narcotráfico y democracia en Colombia transiten, sin mucha claridad, de una discusión a la otra. Pero se trata de problemas distintos, por lo cual esos saltos de un nivel de análisis al otro terminan provocando confusiones y equívocos.

Esta situación y el propósito del artículo —que es una reflexión de política pública basada en trabajos previos del autor—2 explican su estructura, la cual comienza (a) por una reflexión esencialmente metodológica, que presenta en forma analítica las dimensiones del problema, esto es, las complejas relaciones entre narcotráfico, conflicto armado y deterioro democrático en Colombia. Luego se procede a (b) articular esas dimensiones y a explicar mi visión general sobre cómo enfrentar el problema del narcotráfico y las drogas en Colombia. Esta visión supone una crítica al prohibicionismo, la cual es desarrollada en el siguiente punto, en el cual (c) debato cuál es la política más apropiada frente a las sustancias psicoactivas. Luego, dado que la prohibición es un régimen internacional, (d) analizo el margen de autonomía jurídica y política que tiene Colombia para tomar distancia frente a la prohibición. Concluyo formulando (e) los elementos esenciales de una política de Estado frente al narcotráfico, que puede ser resumida así: necesitamos defender alternativas a la prohibición, pues esta es injusta e inconveniente, pero también plantear alternativas dentro del marco de la prohibición, por cuanto en el corto plazo no habrá cambios radicales en el régimen internacional de las drogas.

EL PUNTO DE PARTIDA METODOLÓGICO: LAS RELACIONES ENTRE DROGAS, NARCOTRÁFICO, DEMOCRACIA, VIOLENCIAS Y CONFLICTO ARMADO EN COLOMBIA

Como ya vimos, la relación entre las drogas, la democracia y el conflicto armado remite a debates diversos: por un lado, a la discusión específicamente colombiana acerca del impacto del narcotráfico en el conflicto armado, la violencia y la crisis democrática. Pero igualmente alude, por otro lado, a la discusión sobre la prohibición de las drogas y cuáles son las estrategias para enfrentar el problema del abuso de sustancias psicoactivas frente a las drogas ilícitas, debate que se ha abordado a escala mundial y en muchísimos países y que no obligatoriamente se refiere al caso colombiano. Esta última discusión remite igualmente al debate sobre el margen de autonomía del Estado colombiano para tomar decisiones frente al prohibicionismo. Brevemente procedo, entonces, a precisar un poco más en qué consisten estos tres problemas.

El primer problema es la evaluación acerca del peso del narcotráfico en el conflicto armado, nuestras violencias y la crisis democrática, y en forma esquemática puede suscitar dos respuestas polarizadas: para algunos, como James Henderson, la regresión democrática y la violencia colombianas de las últimas décadas se explican esencialmente por una especie de “choque externo” ocasionado por el narcotráfico, cuya existencia no dependía de Colombia, por lo cual nuestro país fue víctima de ese fenómeno (2012). Autores en esa línea consideran que la persistencia del conflicto armado solo es explicable por el narcotráfico que habría transformado el conflicto armado colombiano en una suerte de “nueva guerra”, en los términos de Mary Kaldor (1999), pues su dinámica no sería ya esencialmente sociopolítica, sino que estaría determinada por la disputa entre los actores armados por la apropiación de rentas, entre las cuales, las del narcotráfico ocuparían el lugar esencial. Otros, por el contrario, asumen la posición contraria y minimizan el peso del narcotráfico. El conflicto armado respondería esencialmente a otros factores, como la persistencia de las injusticias de origen que la desencadenaron, por lo cual la presencia y violencia del narcotráfico en Colombia sería más bien una consecuencia de nuestros déficits democráticos. Alguna vez, el escritor Moreno Durán enfatizó esa idea, con una ironía deliciosa, cuando dijo que en Colombia “la política es tan corrupta que incluso corrompió al narcotráfico”. En esta visión, el narcotráfico, su penetración en Colombia y sus modalidades particularmente violentas en el territorio colombiano serían más bien síntomas y consecuencias, y no causas, de los déficits democráticos de nuestro país.

Obviamente, frente a estas posiciones extremas, que hemos simplificado, existen muchas visiones intermedias.

El segundo problema es el debate acerca de la prohibición de las drogas y si esta es una buena política para enfrentar el abuso de sustancias psicoactivas. El vínculo de esta pregunta con la discusión de la crisis y la guerra colombianas es que si ciertas drogas, como la marihuana, la cocaína o la heroína, no estuvieran prohibidas, entonces no habría narcotráfico, pues este existe para satisfacer esa demanda prohibida3. Ahora bien, hay una aguda discusión sobre el prohibicionismo, pues mientras algunos sostienen que la criminalización de las drogas debe ser mantenida (Wilson, 1998), pues, si no existiera, el abuso de las drogas tendría consecuencias catastróficas, otros hemos planteado desde hace muchos años que por respeto a la autonomía de las personas y debido a los fracasos y los terribles costos de la prohibición, esas drogas deberían ser legalizadas o reguladas (Hulsman 1987; Nadelman, 1990; Uprimny, 1995). Y obviamente, frente a estos extremos existen también posiciones intermedias.

El tercer problema es la discusión acerca del margen del Estado colombiano para tomar decisiones autónomas frente al prohibicionismo, teniendo en cuenta que este se deriva de tratados internacionales, referidos esencialmente a la Convención Única de Estupefacientes de 1961, la Convención sobre Psicotrópicos de 1971 y la Convención de Viena de 1988 sobre estupefacientes y sustancias psicoactivas, que están vigentes internacionalmente y son apoyados por países poderosos. Debido a eso, algunos sostienen que el margen de autonomía colombiano es mínimo. Otros, por el contrario, afirman que el margen de autonomía es hoy mayor, no solo porque ese régimen internacional es más flexible de lo planteado por las interpretaciones más ortodoxas, sino que, además, está hoy en crisis, lo cual permite a los Estados hacer pasos audaces, como los de Uruguay con la legalización de la marihuana. Y también frente a esta discusión existen posiciones intermedias (Walsh & Jelsma, 2019).

Estos tres problemas tienen autonomía, pues distintos analistas pueden responderlos de manera diversa. Alguien puede considerar que el peso del narcotráfico en el conflicto armado y el deterioro democrático en Colombia es menor y que las drogas deben ser legalizadas, mientras otro puede concluir todo lo contrario, esto es, que el narcotráfico ha transformado radicalmente la guerra colombiana y tiene un impacto decisivo en nuestras violencias y déficits democráticos, pero que las drogas no deben ser legalizadas. Otro, en cambio, puede concluir que el narcotráfico es el factor esencial explicativo de nuestra crisis y que las drogas deberían ser legalizadas, pero que Colombia no puede hacerlo unilateralmente. Y así sucesivamente.

Sin embargo, estos problemas se encuentran relacionados y se interfieren profundamente. Por ejemplo, alguien que considere que el narcotráfico tiene un impacto profundo sobre la crisis colombiana puede concluir que hay que legalizar las drogas para acabar con esta economía ilícita, lo cual parece una posición razonable; pero inmediatamente cae en una compleja discusión sobre política frente a las drogas y el margen de autonomía de Colombia en este campo.

Estas interferencias entre problemas distintos pero relacionados complican la discusión y dificultan la formulación de recomendaciones realistas en este campo. Por ello, conviene hacer las distinciones analíticas necesarias para tener claridad sobre la diferencia de asuntos que se entremezclan cuando uno aborda el problema de la relación entre narcotráfico, drogas ilícitas, violencias y democracia en Colombia. Pero si uno desea plantear una política apropiada frente al narcotráfico y las drogas ilícitas en Colombia es igualmente necesario articular sintéticamente esos diversos subtemas para tener una visión de conjunto.

UN ESFUERZO DE SÍNTESIS: ARTICULACIÓN DE LAS DIVERSAS DIMENSIONES QUE CONFORMAN EL PROBLEMA DEL NARCOTRÁFICO EN COLOMBIA

En este punto desarrollo mi visión de conjunto, que es obviamente una interpretación particular del tema, pero que tiene utilidad, no solo porque creo que es compartida por algunos de los mejores analistas de estos temas, sino, además, porque muestra la posibilidad y la importancia de al mismo tiempo distinguir y articular los diversos aspectos del problema del narcotráfico y las drogas ilícitas en Colombia.

Frente al primer interrogante, mi respuesta es intermedia: considero que el conflicto armado colombiano, que tiene viejas raíces históricas y una dimensión política clara, no se explica totalmente por el narcotráfico, pero este ha tenido un impacto indudable sobre la dinámica y persistencia de ese conflicto, al menos porque los dineros de la droga han alimentado las finanzas de los actores armados, algunos narcotraficantes han intervenido directamente en la guerra y la presencia de las drogas volvió mucho más compleja la relación de Colombia con los Estados Unidos, cuya influencia sobre la dinámica del conflicto armado ha sido clara.

Considero, igualmente, que el narcotráfico ha tenido un impacto evidente en la crisis colombiana de las últimas décadas, porque, al ser una economía ilícita muy dinámica y de enorme magnitud, tiene altas potencialidades de violencia y corrupción. Sin embargo, comparto la tesis de Thoumi (2007), según la cual la expansión del narcotráfico en Colombia y su dimensión particularmente violenta en nuestro país solo son explicables por rasgos antidemocráticos y de precariedad del Estado de derecho que preexistían en la sociedad y que fueron agudizados por esta economía ilícita. No hay ninguna razón geográfica o económica que explique contundentemente que el narcotráfico haya tenido la magnitud que ha desarrollado en Colombia, ni que haya tomado las características altamente violentas que ha tenido en nuestro país. Son pues factores internos, asociados con rasgos antidemocráticos de la sociedad colombiana, como su vieja cultura de la ilegalidad, los que explican que el narcotráfico haya penetrado tan profundamente en nuestro país. A su vez, subsiste la pregunta de por qué el dinero de la droga ha tenido en Colombia un impacto mucho más violento que en otros países, como Bolivia o Perú.

La respuesta a ese último interrogante no es fácil. Algunos consideran que es un problema de simple magnitud, pues el monto de los narcodólares que entran a Colombia es mayor que aquel que ingresa a Bolivia o Perú, por lo que sería lógico que la violencia en Colombia sea más intensa. Pero esa explicación no es convincente, pues muchas estimaciones económicas han mostrado que, incluso si se acepta que a Colombia entran más narcodólares que a Bolivia y Perú, hasta finales de los años noventa el peso económico interno de esos dineros habría tendido a ser mayor en Bolivia o Perú, por tener dichos países una economía más pequeña que la colombiana, por ejemplo. La violencia en Bolivia o Perú debería ser entonces mayor que la nuestra; pero no es así (Thoumi, 2003).

Una explicación más plausible es la diversa estructura agraria de los tres países y sus efectos sobre las dinámicas políticas. Con todos sus problemas, tanto la revolución boliviana de los años cincuenta como el régimen militar peruano reformista de los años sesenta realizaron reformas agrarias importantes, de suerte que en esos países disminuyó considerablemente el peso de los terratenientes. En Colombia, en cambio, las tentativas de reforma agraria fueron siempre muy precarias y terminaron siendo bloqueadas; el poder terrateniente se mantuvo casi intacto. Por ende, cuando el narcotráfico irrumpió con fuerza en los años ochenta, se tejieron alianzas entre ciertos políticos locales, algunos terratenientes y aquellos narcotraficantes que empezaron a comprar masivamente tierras. Estas alianzas, que contaron con distintos grados de complicidad de las autoridades locales y de los militares, alimentaron muchas dinámicas paramilitares, como lo han demostrado numerosas investigaciones académicas y judiciales (Reyes 2009; Echandía, 2013). Los efectos de los dineros del narcotráfico han sido particularmente amenazantes en nuestro país porque han acentuado tendencias antidemocráticas de la política colombiana.

Esta respuesta intermedia al primer interrogante, que coincide con varios de los ensayos de la llamada Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas4, lleva a una primera conclusión: el narcotráfico no explica totalmente la guerra ni la crisis democrática en Colombia, pero la presencia de esta economía ilícita las ha agravado y profundizado. Para robustecer esa tesis, hagamos el siguiente experimento mental: supongamos que un “conjuro” nos hubiera permitido extirpar, sin dolor, el narcotráfico de Colombia. Si así fuera, el conflicto armado no hubiera sido tan intenso y las posibilidades de la paz serían mayores, lo cual lleva a la siguiente conclusión: deberíamos recurrir a esa magia para deshacernos del narcotráfico, pues sin esa economía ilícita sería más fácil lograr una paz duradera y profundizar la democracia. Ahora bien, la legalización de las drogas hoy ilícitas parece ser ese conjuro, ya que el narcotráfico se ha desarrollado para satisfacer la demanda por esas drogas ilícitas. Por consiguiente, si esas drogas fueran legales, en el sentido de que la producción y distribución para su consumo recreativo fueran aceptadas, entonces, como por arte de magia, el narcotráfico desaparecería y eso facilitaría el logro de la paz y la profundización de la precaria democracia colombiana.

Si aceptamos que (a) el narcotráfico ha tenido un impacto grande y perverso sobre el conflicto armado y sobre la crisis colombiana, y que existe (b) la posibilidad teórica de que la legalización de las drogas pueda eliminar de tajo el narcotráfico, entonces resulta comprensible que muchas veces cuando se discute acerca de la crisis colombiana y sobre el impacto negativo del narcotráfico en Colombia surja el debate sobre la legalización. Y que esas diferentes discusiones queden, hasta cierto punto, vinculadas, y por ello surja la segunda pregunta acerca de si la prohibición es o no una estrategia adecuada para enfrentar el problema del abuso de sustancias psicoactivas. Ahora bien, en este aspecto, mi posición, como la de muchos analistas, es radicalmente crítica frente a la prohibición, y por ello defiendo que Colombia y el mundo debían encaminarse a una legalización regulada o regularización de todas las drogas, por las razones que explico más detalladamente en el siguiente punto de este texto.

Considero que los sectores democráticos deben continuar impulsando el debate internacional sobre la búsqueda de alternativas a la prohibición de las drogas, que tanto sufrimiento ha ocasionado en el mundo y en Colombia en particular. Y que debe ser política del Estado colombiano abrir espacios para una discusión del régimen internacional prohibicionista. Sin embargo, la propuesta y el debate de la legalización de las drogas, por importantes que sean, son insuficientes para enfrentar los problemas negativos del narcotráfico sobre las violencias y la democracia en Colombia, por cuanto (y eso me permite presentar mi posición frente al tercer problema) el margen de autonomía de Colombia frente a la prohibición internacional existe, pero es limitado, porque el régimen prohibicionista es internacional, sigue vigente y es apoyado por Estados muy poderosos, como Estados Unidos, Rusia, China, los países musulmanes y la mayor parte de los países europeos. Aunque hoy el consenso prohibicionista tiene ciertas fisuras y es posible que el estatus de dos sustancias prohibidas, como la coca y la marihuana, tenga cambios importantes, lo cierto es que en el corto e incluso mediano plazo no ocurrirán reformas importantes frente a la cocaína o los derivados del opio. Y como el narcotráfico en América Latina está hoy esencialmente asociado con el tráfico de cocaína y, en menor medida, de heroína, los cambios del régimen internacional frente a la marihuana o la coca tendrán poco impacto sobre el narcotráfico colombiano y latinoamericano, y sus violencias y corrupciones.

Infortunadamente, en el corto y mediano plazo, Colombia y América Latina deberán seguir enfrentando los desafíos del narcotráfico. Y como en el largo plazo, como decía Keynes, todos estaremos muertos, tenemos que desarrollar también políticas democráticas para enfrentar el narcotráfico y los abusos de sustancias psicoactivas, asumiendo que en los próximos años la cocaína y la heroína seguirán siendo drogas prohibidas y traficadas.

LA CRÍTICA A LA PROHIBICIÓN Y LA DEFENSA DE LAS ALTERNATIVAS REGULADORAS

El análisis anterior presupone una crítica radical al prohibicionismo, por lo cual en este punto justifico ese presupuesto, para lo cual (a) comienzo por exponer los posibles modelos de políticas frente a las drogas, para luego (b) mostrar el fracaso y los costos del prohibicionismo, y (c) defender la opción por una legalización regulada o regularización.

Una tipología sobre políticas frente a las sustancias psicoactivas

En la tabla 1, con base en trabajos previos, resumo las principales políticas en materia de drogas.5 Estos “tipos ideales” weberianos son una simplificación, pues aunque el marco internacional prohibicionista es bastante rígido, existen diferencias nacionales y regionales significativas. Así, la política estadounidense no ha sido igual a la holandesa, e incluso, en ciertos momentos, ciudades tan cercanas como Fráncfort o Múnich, en Alemania, presentaban estrategias diversas (Cesoni, 1996). Sin embargo, creo que la tabla 1 engloba y precisa las diferencias básicas entre las distintas políticas.

Tabla 1 Modelos de manejo jurídico de sustancias psicoactivas 

Fuente: elaboración propia.

Primero, encontramos la prohibición extrema o “guerra a las drogas”, que ha sido liderada tradicionalmente por Estados Unidos, pero que actualmente es apoyada por otros países, como Rusia y muchos Estados musulmanes y asiáticos.6 Esta política se caracteriza por una penalización severa no solo del tráfico de las sustancias prohibidas, sino también de su consumo, con la idea de erradicar totalmente su uso.

Segundo, encontramos la política de “reducción del daño”, que ha tenido resultados exitosos, inicialmente sobre todo en países o ciudades europeas, pero que actualmente se desarrolla también en otras partes del mundo.7 Esta estrategia mantiene la penalización del tráfico de ciertas drogas, pero priva de sanción penal el consumo de esas sustancias (esto es, despenaliza su uso) o al menos de sanción privativa de la libertad (es decir, desprisionaliza el tema). Estas estrategias, inspiradas en criterios de salud pública, no pretenden erradicar todo consumo, pues lo consideran un objetivo irrealizable, sino reducir los daños asociados con el abuso de las drogas, pero también los daños derivados de las propias políticas de control de dichos abusos. Y por ello optan por despenalizar el consumo, para evitar la marginalización de los consumidores, pues esta agrava sus problemas de salud. Sin embargo, dichas estrategias se mueven dentro del ámbito prohibicionista internacional, pues mantienen la criminalización de la producción y de gran parte de la distribución de estas sustancias.

En tercer lugar encontramos las políticas de “legalización regulada” o “regularización”, que es el modelo actual frente al alcohol o tabaco y de algunos pocos Estados frente a la marihuana. Esta legalización regulada no implica un mercado libre; por el contrario, esas sustancias son consideradas riesgosas para la salud y están sometidas a regulaciones estrictas, como la prohibición de publicidad o de venta a menores de edad. Es pues un mercado no solo controlado por el Estado, sino que su expansión es desestimulada por las autoridades. Pero existe una oferta legal, no solo porque se reconoce un cierto derecho de las personas adultas a consumir esas sustancias, sino también para evitar la existencia de mafias violentas que controlen su producción y distribución.

Finalmente, encontramos el modelo de “liberalización”, que caracterizaba el mercado de tabaco hasta hace pocos años, pues esas sustancias eran tratadas como cualquier mercancía, por lo cual no solo el consumo era libre, sino que la producción y distribución eran igualmente libres, y con escasos controles. Estos enfoques se fundan en una defensa radical de la autonomía individual y en una cierta confianza en las capacidades reguladoras del mercado, por lo cual la intervención reguladora del Estado es mínima.

Una vez descritos esquemáticamente estos modelos regulatorios, surge una pregunta obvia: ¿cuál es el más apropiado para enfrentar el desafío que plantean a nuestras sociedades los eventuales abusos de drogas? Para responder a ese interrogante, comienzo con la crítica al prohibicionismo, para luego abordar la alternativa de la regulación o la legalización regulada.

La crítica al prohibicionismo

La prohibición ha fracasado, pues no ha reducido la producción ni el abuso de las drogas ilícitas, pero en cambio sí ha inducido terribles sufrimientos. En efecto, el mercado mundial de las drogas prohibidas se encuentra bien abastecido, a pesar del aumento de recursos y de sanciones para eliminarlo.

Unos pocos datos del mercado de cocaína ilustran ese fracaso: si uno examina los informes mundiales de drogas de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas del inglés The United Nations Office on Drugs and Crime) —que desde 1997 ha hecho informes todos los años—, las interceptaciones anuales mundiales de cocaína pasaron de 291 toneladas en 1990, a 712 en 2008 y 1.436 en 2019, lo cual mostraría un enorme éxito de la represión; sin embargo, en esos mismos años, la producción potencial de cocaína pasó de 771 toneladas en 1990 a 865 en 2008 y a 1.784 en 2019 (UNODC, 2011 y 2021). Durante esos mismos años, el precio al detal de un gramo de cocaína en Europa no se ha elevado, sino que incluso en muchos años se ha reducido. Por ejemplo, pasó de 143 euros en 1990 a 70 en 2008. Todo esto muestra que, como tendencia, a pesar de que las incautaciones aumentan, el mercado sigue bien abastecido. Los mercados de heroína y de marihuana han tenido evoluciones semejantes.

El prohibicionismo ha fracasado entonces en su objetivo central, que es controlar y reducir la oferta de drogas, con el fin de disminuir su consumo. Pero en cambio ha provocado sufrimientos enormes. Por su gran rentabilidad, este mercado ilícito ha atraído y alimentado mafias con una terrible capacidad de corrupción y violencia, como bien lo sabemos los latinoamericanos. Ello no quiere decir que inevitablemente todo mercado de drogas ilícitas sea siempre muy violento, pues algunos son bastante pacíficos, pero la ilegalidad y la aparición de organizaciones criminales poderosas genera una enorme potencialidad de violencia, que puede explotar, como sucedió con la intensidad de la violencia homicida asociada, por ejemplo, con el conflicto del gobierno mexicano con los carteles durante la administración de Calderón (Reuter, 2009). Igualmente, ciertos estudios econométricos han concluido que aproximadamente el 25 % de la tasa de homicidios en Colombia en las últimas décadas se explica por el narcotráfico (Mejía & Restrepo, 2013).

La prohibición ha generado también una suerte de adicción punitiva, pues su ineficacia provoca “fugas hacia adelante” en materia de criminalización, lo cual ha generado una desproporción en las leyes de drogas en todo el mundo. Tenemos, entonces, un derecho penal cada vez más autoritario y un gasto cada vez más considerable de recursos en la infructuosa represión del narcotráfico. El ejemplo más extremo es la imposición de la pena de muerte en varios países asiáticos, como China, Irán, Singapur, Vietnam o Malasia, por delitos de drogas no violentos, como el tráfico de algunos kilos de cocaína o heroína (Sander, 2018). Otro ejemplo menos dramático, pero igualmente grave es que en América Latina es jurídicamente más grave contrabandear marihuana para que pueda ser vendida a alguien que quiere consumirla, que violar a una mujer o matar al vecino. Y no estamos hablando de las penas por los crímenes violentos cometidos por los narcotraficantes para proteger su negocio ilícito, sino de las sanciones previstas por el tráfico en sí mismo considerado (Uprimny et al., 2012).

Dada esa evolución, no es de extrañar que la prohibición también haya llenado las cárceles de personas que no han cometido crímenes violentos ni graves. Son simplemente consumidores o pequeños traficantes, que representan hoy un porcentaje importante de las personas privadas de la libertad en nuestros países, como lo mostró un estudio comparado sobre América Latina, con todos los efectos devastadores que ese encarcelamiento tiene en la vida de estas personas y sus familias (Chaparro & Pérez, 2017).

Esta criminalización creciente ha tenido además unos impactos discriminatorios muy agudos, pues la represión suele recaer sobre las poblaciones en mayor situación de vulnerabilidad. Por ejemplo, en Estados Unidos, que tiene la mayor tasa de encarcelamiento a escala mundial y donde un porcentaje muy importante de las personas en cárceles están por delitos de drogas, varios estudios han mostrado que la probabilidad de que un afro termine encarcelado es muchísimo más alta que la de un blanco, a pesar de que la prevalencia del uso de drogas es similar en ambas poblaciones (Csete et al., 2016).

Este impacto discriminatorio es tan fuerte que algunos consideran que no es tanto un efecto no querido de la prohibición, sino uno de sus propósitos, lo cual parece confirmado por la historia del surgimiento de la prohibición en Estados Unidos, que tuvo un claro sentido discriminatorio. Por ejemplo, en 1909 se prohibió en ese país fumar opio, pero no se criminalizó el consumo de otras formas de opiáceos, como la morfina y la heroína, que son más riesgosos en términos de salud. Y en ello desempeñó un papel esencial el racismo por parte de los anglosajones contra la población china —principales fumadores de opio en esa época—, debido a la competencia creciente que esta minoría estaba ejerciendo en el mercado de trabajo (Olmo, 1986, p. 9).

A todo ello hay que agregar las gravísimas violaciones de derechos humanos ocurridas en las campañas antidrogas, como han sido, por solo citar un ejemplo, las miles de ejecuciones extrajudiciales realizadas por el régimen de Duterte en Filipinas en su supuesta “guerra a las drogas” (HRW, 2017). Crímenes semejantes han ocurrido en países como Colombia, Brasil, México o Tailandia.

La criminalización ha agravado también los problemas de salud pública, pues margina a los consumidores. En gran medida, esa marginalización provoca los efectos más graves para el usuario, más que el uso de la droga en sí. Por ejemplo, la ilegalidad lleva al consumidor de heroína a utilizar jeringas usadas, lo cual facilita el contagio de enfermedades graves, como la hepatitis B o el VIH. La prohibición impide cualquier control de calidad de estas sustancias y hace que los consumidores queden sometidos a las redes de distribución ilegal, lo cual agrava sus problemas de marginalidad y de salud.

Hay que agregar, finalmente, que la prohibición desconoce principios medulares de un Estado fundamentado sobre los derechos humanos, pues violenta la autonomía personal, ya que el consumo de sustancias psicoactivas per se no afecta derechos de terceros. Por tal motivo, no debería ser penalizado en una sociedad pluralista y democrática, como bien lo determinó nuestra Corte Constitucional en la Sentencia C-221 de 1994 y lo han defendido varios autores (Nino, 1991; Uprimny, 1995). Y eso está ligado con uno de los defectos más profundos del prohibicionismo, y es que busca eliminar todo consumo, con lo cual no distingue entre el uso no problemático, que debería ser permitido, el uso peligroso frente a terceros, que debería ser reprimido, y el uso dependiente, que requiere apoyos, pero no castigos para el consumidor. Ejemplifiquemos esa diferencia con el alcohol. Que alguien tome una copa de vino al día no plantea ningún problema; es incluso recomendable para la salud. Que alguien tome alcohol y maneje un carro es un comportamiento que debe ser sancionado, pues pone en riesgo derechos de terceros. Y el alcoholismo debe ser prevenido, y a quienes sean alcohólicos se les debe dar toda la ayuda necesaria para salir de su dependencia. Pero lo que sería irracional y contrario a un Estado respetuoso de la autonomía personal es que, para evitar los consumos peligrosos de alcohol o la dependencia, pretenda prohibirse todo consumo de alcohol, incluidos los consumos no problemáticos, que a nadie afectan.

Un punto esencial por destacar es que este fracaso de la prohibición no proviene de falta de recursos o de la incompetencia de los funcionarios que la ejecutan, sino de la estructura sistémica de este mercado. A pesar de ser una actividad prohibida, la mayor parte de los intervinientes en las transacciones de drogas lo hacen de manera voluntaria. Al ser un delito sin víctima aparente, el tráfico de drogas es muy difícil de controlar, pues nadie está interesado en denunciarlo. Además, un triunfo coyuntural —como la desarticulación de una mafia exportadora— solo provoca un desabastecimiento temporal, que se traduce en el corto plazo en un alza de precios, justamente lo que busca la prohibición, con el fin de disminuir el consumo. Pero lo paradójico radica en que dicha alza es un poderoso incentivo para que otros ingresen en esa actividad, siempre y cuando la demanda persista en el largo plazo. Y persiste…

Como la producción de drogas ilícitas de origen vegetal, entre ellas la cocaína o la heroína, es técnicamente sencilla y los espacios geográficos potenciales para su producción son inmensos, entonces esos éxitos parciales lo único que logran es provocar un desplazamiento de la producción hacia otras zonas geográficas. Ese efecto desplazamiento o “efecto globo” es conocido y está bien documentado. Por ejemplo, la represión de la marihuana en México, con el uso de herbicidas a finales de los años sesenta, tuvo como efecto esencial desplazar la producción a Colombia. Luego, la fumigación de la marihuana en Colombia durante los años setenta permitió el desarrollo de los cultivos en Estados Unidos. Pero como allá no la reprimen (y menos aún la fumigan), la marihuana es hoy una de los principales cultivos agrícolas de ese país y ha sido legalizada en varios Estados.

Los fracasos de las políticas prohibicionistas para reducir la oferta no derivan de falta de recursos o de errores de implementación, sino que provienen de defectos estructurales de concepción.

La regularización: la alternativa a la prohibición

La prohibición es entonces injusta e ineficaz, pero ¿existen realmente políticas alternativas? Para responder a esa pregunta conviene distinguir —según sugieren analistas como Louk Hulsman (1987) o Ethan Nadelman (1990)—, entre los “problemas primarios” ocasionados por el abuso de una sustancia psicoactiva y los “problemas secundarios”, derivados de las políticas de control que los Estados hayan adoptado frente a esa sustancia.

Un ejemplo ilustra esa diferencia: una cirrosis provocada por el consumo excesivo de alcohol o un cáncer pulmonar causado por el cigarrillo son “problemas primarios”, pues derivan del abuso de estas sustancias. En cambio, la violencia generada por las mafias que controlan la producción y la distribución de la cocaína, o la contaminación por VIH de los consumidores de heroína que comparten jeringas, o la sobrecarga de los sistemas carcelarios, constituyen “problemas secundarios”, pues derivan de la criminalización de la producción y el consumo de esas drogas.

Esta distinción es elemental, pero clave, pues muestra que las políticas destinadas a controlar el consumo de las sustancias psicoactivas pueden ser muy dañinas para la sociedad y para los propios consumidores. Así, permite analizar mejor los costos y beneficios de las distintas estrategias.

Como ya lo señalamos, las características del mercado de las drogas hacen que la prohibición no pueda eliminar la producción ni el suministro de drogas. Esa estrategia no logra controlar adecuadamente los problemas primarios asociados con los abusos de drogas. En cambio, esa prohibición ocasiona problemas secundarios muy graves que ya señalamos, en la medida en que genera un mercado ilícito controlado por redes criminales, con todas sus graves consecuencias: violencia, corrupción, inestabilidad institucional, etc. Además, la penalización margina socialmente a los usuarios y evita un control de la calidad de las sustancias psicoactivas, lo cual agrava los problemas de salud.

La guerra a las drogas, que es el modelo extremo de prohibición (estrategia I en la tabla 1), se encuentra asociada con problemas primarios y secundarios muy intensos. Las estrategias II de reducción del daño, en cambio, aminoran ambos tipos de problemas, pues disminuyen los costos asociados con el uso del derecho penal, ya que usualmente se descriminaliza el consumo, y logran un mejor manejo sanitario del abuso de las sustancias psicoactivas. Una comparación entre Estados Unidos (modelo de prohibicionismo duro) y Holanda (innovador en estrategias de reducción del daño) evidencia esas diferencias. Por ejemplo, Douglas McVay (2006) ha mostrado que la tasa de encarcelamiento es más elevada en Estados Unidos que en Holanda, pero su situación sanitaria es peor; la prevalencia del VIH en usuarios de drogas en Estados Unidos es mayor, mientras que el consumo de sustancias ilegales en Holanda ha sido menor. Además, el dinero per cápita gastado en la aplicación de la ley de drogas es mucho más elevado en los Estados Unidos que en Holanda, y eso a pesar de que este último país gasta el doble de dinero por cada preso, con el fin de tener buenas condiciones en las prisiones. Esto se debe obviamente a que el número de personas privadas de la libertad por infracción a las leyes contra las drogas es mucho mayor en Estados Unidos que en Holanda.

Esta superioridad de las estrategias de reducción de daño frente a la guerra a las drogas, que he resumido comparando los casos de Holanda y Estados Unidos, se ha visto confirmada con los análisis de otros países que han seguido, a veces aún más audazmente que Holanda, estrategias de reducción del daño, como ha sido la experiencia portuguesa, que descriminalizó el consumo de todas las drogas. Como consecuencia de ello, se redujeron las muertes por sobredosis, disminuyó la prevalencia de VIH en los usuarios, las personas con problemas de dependencia acudieron más a tratamiento y el consumo general no aumentó (Greenwald, 2009). Igualmente, cuando se comparan sistemáticamente países con estrategias de reducción de daño, como distribución de jeringas o tratamientos con sustitución de opioides, frente a aquellas que nos las tienen, siempre los primeros muestran mejores resultados sanitarios, como lo detalló la Comisión de expertos de Lancet y John Hopkins sobre el tema (Csete et al., 2016).

Con la evidencia teórica y empírica disponible, es razonable suponer que las políticas tipo III de legalización regulada conducirán a una disminución aún mayor de ambos tipos de problemas; así, es evidente que la legalización regulada de la producción y la distribución de esas sustancias reduce los problemas secundarios, pues disminuye los costos de las políticas de control, en la medida en que arranca a las organizaciones criminales el manejo de estos mercados, con lo cual decrece la violencia y la corrupción asociada con el narcotráfico. Un ejemplo viejo de ese impacto es la reducción significativa de la violencia homicida y de la criminalidad organizada con la derogación de la prohibición del alcohol, que rigió en Estados Unidos entre 1920 y 1933. En esos años, por ejemplo, la tasa nacional de homicidio prácticamente dobló (de aproximadamente 5 por 100.000 habitantes en 1920 a 10 en 1932), para luego descender drásticamente desde 1933 y volver a 5 por 100.000 habitantes. Y aunque ese movimiento de la tasa de homicidio no se debió solo a la prohibición, es difícil suponer que esta no tuvo una incidencia decisiva (Thornton, 1991).

En forma más clara, la legalización regulada permitiría combatir mejor a las organizaciones criminales en América Latina. Es cierto que estas mafias no desaparecerían automáticamente, pues muchos antiguos narcotraficantes buscarían nuevos negocios ilícitos; pero más cierto aún es que se quitaría a estas organizaciones criminales el negocio más rentable que tienen en la actualidad, lo cual facilitaría su desarticulación, pues evitaría su reciclaje o que fueran reemplazadas por otras organizaciones.

Esta legalización regulada eliminaría también los rasgos autoritarios del derecho penal de las drogas. A su vez, la disminución de los costos de la represión permite incrementar los recursos para las estrategias preventivas, terapéuticas y de intervención comunitaria, por lo cual es probable que los problemas asociados con el abuso disminuyan, aunque el consumo general pueda incrementarse levemente. Además, hoy tenemos evidencia bastante sólida que confirma parcialmente que la legalización no implica incrementos brutales del consumo a partir de las evaluaciones que se han hecho sobre los impactos de la experiencia de legalización de la marihuana para uso recreativo en varios Estados de los Estados Unidos, como Colorado, Washington o California. Aunque las experiencias son recientes y los datos son tentativos, hay estudios (Dills et al., 2021) que muestran que la legalización no provocó un incremento significativo de la prevalencia del consumo de marihuana, que siguió las tendencias previas a la adopción de la medida. Lo mismo sucedió con el consumo de otras drogas, como cocaína o alcohol, que algunos críticos de la legalización consideraban que iba a crecer significativamente.

Finalmente, las políticas de liberalización total reducen aún más los problemas secundarios, pues ni siquiera es necesario controlar eventuales mercados paralelos, ya que no habría regulaciones especiales para las sustancias psicoactivas; pero, al carecer de estrategias preventivas y terapéuticas adecuadas, es probable que los problemas primarios asociados con el abuso de las drogas puedan aumentar considerablemente. El ejemplo del mercado libre del tabaco y los estragos sanitarios que ocasionó muestra los riesgos de la liberalización frente a los problemas primarios.

En la figura 1 he intentado presentar los resultados de los cuatro tipos de políticas en relación con la intensidad de los problemas primarios (eje de las x) y secundarios (eje de las y).

Fuente: elaboración propia

Figura 1 Problemas primarios y secundarios asociados con las distintas políticas frente a las drogas 

La figura 1, que es puramente ilustrativa, y el análisis precedente, muestran que existen razones poderosas para sostener que una política tipo III, o similar a ella, representa la estrategia más adecuada para enfrentar democráticamente los complejos problemas sociales asociados con las sustancias psicoactivas, pues respeta la autonomía personal y reduce tanto los daños que ocasiona el abuso de las sustancias psicotrópicas (problemas primarios), como los daños derivados de las propias políticas destinadas a controlar dichos abusos (problemas secundarios). La idea no es entonces reemplazar la prohibición por un mercado libre de drogas, que pocos defienden, sino pensar en estrategias de salud pública que minimicen los daños ocasionados por el abuso de sustancias psicoactivas, pero que respeten los derechos humanos —tanto de los usuarios de drogas como de la población en general—, y tomen en cuenta los costos y los efectos perversos de las propias políticas de control.

Desde esa perspectiva, y con el fin de arrancar a las organizaciones criminales el monopolio de la distribución, es indispensable admitir la existencia de canales legalizados de producción y distribución, controlados por el Estado, que tendrían características diversas según los tipos de drogas. En efecto, la distribución de marihuana —droga casi inocua— no puede ser la misma de la heroína, droga capaz de producir dependencia física y psíquica, y con altos riesgos de sobredosis. Primaría, de esa manera, un criterio sanitario en la distribución y se buscaría que las drogas más peligrosas fueran las de más difícil acceso, para desestimular así los abusos potenciales.

Como el consumo de las drogas no se considera algo conveniente y que deba ser estimulado por la sociedad —sino una conducta tolerada—, ese mercado tendría que ser pasivo; es decir, se despojaría a las redes legales de distribución de toda agresividad comercial: prohibición de propaganda y publicidad, exclusión de marcas, etc. Como se trata de monopolios estatales o de mercados fuertemente intervenidos, las políticas de precios buscarían explícitamente desestimular el consumo.

En síntesis, no se pretendería facilitar y ampliar el consumo —como ocurre en un mercado libre—, pero tampoco se haría legalmente imposible, como en un mercado prohibido. Esas reglamentaciones mantienen una cierta intervención sancionadora del Estado: habría que sancionar —como se hace con el alcohol— ciertos usos indebidos que puedan afectar a terceros, como conducir un auto bajo los efectos de una sustancia psicoactiva; se admitirá un mercado de drogas para adultos, pero se impondrían penas a quienes indujeran a los menores a consumir.

La política estatal buscaría un equilibrio entre dos imperativos: ser al mismo tiempo flexible —en materia de precios y reglas de distribución— para evitar la extensión indebida de un mercado paralelo, pero igualmente lo suficientemente severa como para desestimular los abusos de drogas. Eso no sería siempre fácil, pero poco a poco, en forma pragmática, se podrían encontrar las mejores soluciones.

EL MARGEN DE AUTONOMÍA DE COLOMBIA FRENTE A LA PROHIBICIÓN

Una pregunta surge del anterior examen: ¿qué margen de actuación tiene el Estado colombiano frente a esas regulaciones internacionales? ¿Podría Colombia adoptar unilateralmente una estrategia de legalización regulada?

Hasta hace unos 15 años, la respuesta a las anteriores preguntas era simple: el margen era mínimo, por dos razones: (a) políticamente, el régimen internacional prohibicionista no tenía fisuras, pues era apoyado por casi todos los Estados; y (b) la interpretación dominante de ese régimen, liderada por los Estados Unidos o la Junta Internacional de Estupefacientes (JIFE), defendía posiciones prohibicionistas a ultranza. El único punto en que se reconocía algún margen de discrecionalidad a los Estados era en relación con el consumo, pero incluso en este campo la JIFE llegó a considerar que las estrategias de “reducción del daño” eran contrarias a los tratados internacionales sobre drogas.8

Hoy la situación ha cambiado. El consenso prohibicionista está roto, ya que el enfoque prohibicionista es criticado no solo por académicos o movimientos sociales, como ocurría en el pasado, sino también por personas y grupos poderosos, como antiguos presidentes o primeros ministros9, o incluso por presidentes en ejercicio, como en su momento lo hizo Santos en Colombia o Mujica en Uruguay. Pero, además, esas críticas se han acompañado de decisiones políticas que erosionan el consenso prohibicionista, como la aprobación de la legalización de la producción de marihuana para consumo interno recreativo en Uruguay, Canadá o en varios Estados de los Estados Unidos.

Estas fisuras políticas frente al prohibicionismo se han acompañado igualmente de una propuesta por parte de ciertos juristas y países de reinterpretar en forma más flexible el alcance de los tratados sobre drogas, con el fin de armonizarlo con los derechos humanos y con el respeto a una mayor autonomía de las democracias nacionales frente al tema. El punto esencial de este enfoque jurídico es que los Estados tienen el deber jurídico de armonizar sus compromisos internacionales frente a las drogas con sus otros compromisos internacionales, en especial aquellos asociados con los derechos humanos. Y es posible sostener (aunque es una tesis controvertida) que jurídicamente, en caso de conflicto, las obligaciones en derechos humanos son prevalentes, porque el deber de los Estados de respetar los derechos humanos es un mandato que tiene su base en la Carta de las Naciones Unidas, tratado que predomina sobre cualquier otra convención, incluyendo las de drogas, conforme con el artículo 103 de la Carta.

Por el contrario, las obligaciones internacionales de los Estados frente a las drogas derivan de tratados que, si bien fueron realizados en el marco de las Naciones Unidas, no son obligaciones que deriven de la Carta de las Naciones Unidas. Por consiguiente, los Estados pueden invocar sus obligaciones en derechos humanos, como frente a la salud de sus habitantes, para apartarse de los mandatos prohibicionistas (Uprimny, 2015; Van Kempen & Fedorova, 2018).

El régimen internacional de las drogas debe ser entendido e interpretado de forma que sea compatible con las obligaciones internacionales en derechos humanos. Esto significa que además de la flexibilidad interna que tienen las convenciones de drogas, que otorgan cierta autonomía a los Estados, existe una suerte de “flexibilidad externa”, que deriva del hecho de que las obligaciones de los Estados frente a las drogas deben ser interpretadas en una forma que sea compatible con las obligaciones internacionales en derechos humanos, y no viceversa. Todo esto otorga a los convenios de drogas más flexibilidad de lo que sugieren las interpretaciones aisladas y guerreras de estos que predominaron en el pasado.

Esto muestra que hoy Colombia cuenta con un mayor margen de autonomía frente al tema de las drogas ilícitas. Esto permitiría, por ejemplo, abandonar estrategias punitivas en materia de cultivos ilícitos o de consumo; o que Colombia tuviera estrategias más finas para enfrentar la criminalidad organizada asociada con el narcotráfico, como centrar los esfuerzos en las organizaciones más violentas y peligrosas. Todo eso parece hoy posible política y jurídicamente. Pero esa autonomía no debe ser exagerada, pues no solo resultaría imposible jurídica y políticamente que el Estado colombiano legalizara unilateralmente la producción y distribución de drogas como la cocaína o la heroína, sino que ciertos analistas, que incluso son muy críticos de la prohibición, cuestionan esas interpretaciones jurídicas, por cuanto consideran que medidas unilaterales de Estados como la legalización de marihuana para uso recreativo vulneran el régimen internacional de drogas y pueden ser aceptadas temporalmente como un “incumplimiento respetuoso” (“respectful non-compliance”) de esas obligaciones internacionales; sin embargo, esas decisiones unilaterales no pueden mantenerse de forma permanente por cuanto erosionan la fuerza jurídica del derecho internacional (Wlash & Jelsma, 2019).

A TÍTULO DE CONCLUSIÓN: SEIS TESIS SOBRE EL PROBLEMA DEL NARCOTRÁFICO Y LAS DROGAS EN COLOMBIA, Y DOS PILARES DE UNA POLÍTICA DE ESTADO EN ESTE CAMPO

El examen precedente ha permitido llegar al menos a seis tesis sobre el problema del narcotráfico y las drogas en Colombia que, aun a riesgo de repetir cosas ya dichas en este artículo, conviene sistematizar para lograr la mayor claridad. Primero, el narcotráfico ha tenido impactos negativos y profundos sobre la violencia, el conflicto armado y la democracia colombianas. Segundo, por consiguiente, deshacernos del narcotráfico ayudaría mucho a la consolidación democrática y la paz en Colombia. Tercero, la regulación o legalización regulada es la mejor política frente a las sustancias psicoactivas, por lo cual el prohibicionismo debe ser criticado, combatido y superado. Cuarto, esa legalización sería además muy beneficiosa para Colombia y América Latina, pues acabaría con el narcotráfico, ya que eliminaría ese mercado de drogas ilícitas. Quinto, el consenso prohibicionista internacional está debilitado, lo cual incrementa el margen de autonomía de Colombia para criticar el prohibicionismo y desarrollar políticas que se acerquen a formas de regulación, al menos en relación con la coca o la marihuana. Sin embargo, sexto, el prohibicionismo subsiste como régimen internacional y es apoyado por Estados muy poderosos, sin que sea previsible en el corto plazo que exista alguna posibilidad de avances hacia la legalización de la cocaína o la heroína, que son las sustancias mayormente traficadas por las mafias en Colombia y en América Latina.

Estas seis tesis podrían ser asumidas como las premisas empíricas de una política de Estado colombiana frente a las drogas y al narcotráfico, que debería fundamentarse en dos componentes aparentemente contradictorios, pero indispensables y complementarios: debe buscar tanto (a) “alternativas a la prohibición” como (b) “alternativas en el marco de la prohibición”. Desarrollo brevemente estos pilares.

Alternativas a la prohibición

Si la prohibición es inapropiada y contraproducente para enfrentar el abuso de sustancias psicoactivas, y si, además, la legalización elimina el narcotráfico, lo cual es muy beneficioso para nuestra democracia, es obvio que Colombia debe promover alternativas a la prohibición, tanto en el campo internacional como nacional.

En el campo internacional, la posición del Estado colombiano debería entonces ser una crítica a la prohibición y un llamado permanente a su reforma y a la adopción de estrategias reguladoras, pero aceptando que, por su limitado margen de maniobra, Colombia no puede legalizar unilateralmente sustancias como la cocaína o la heroína.

Esta política internacional puede tener varias dimensiones: (a) debería implementarse la propuesta, incluida en el Acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), de que Colombia lidere una gran conferencia internacional que rediscuta el tema, con el fin de mostrar la necesidad de superar la prohibición. (b) Colombia debería abandonar, a escala internacional, cualquier discurso que legitime la prohibición, señalando que la respeta por necesidad, pero no por convicción; esto es, por respeto al derecho internacional y por cuanto no puede modificarla unilateralmente. (c) Colombia debería apoyar las medidas que otros Estados adopten en la perspectiva de la regulación, como los mercados regulados para marihuana recreativa, o un mercado legal para la hoja de coca que vaya más allá de la protección ya existente a los consumos tradicionales de los pueblos indígenas. (d) Para evitar que esas experiencias reguladoras, que desconocen el régimen internacional de drogas, impliquen una erosión del derecho internacional, Colombia debería no solo apoyar la tesis de la prevalencia de las obligaciones internacionales de derechos humanos, que algunos hemos defendido, sino, además, avanzar en algunas vías jurídicas complementarias, como las planteadas por Walsh y Jelsma.

Según su propuesta, los países críticos de la prohibición deberían presentar reservas a los tratados existentes o desarrollar acuerdos entre ellos para reformar parcialmente esos tratados, con efectos únicamente para esos Estados, que es lo que llaman “tratados inter se”, un procedimiento previsto por el artículo 41 de la Convención de Viena sobre tratados (Walsh & Jelsma, 2019). Por ejemplo, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia podrían adoptar un tratado para un mercado legal regional de hoja de coca para usos distintos a la fabricación de cocaína y con acuerdos con otros países para la exportación de esos productos.

En el campo interno, las alternativas a la prohibición podrían operar en aquellos espacios en que se reconoce una autonomía creciente a los Estados, que son esencialmente dos: (a) la posibilidad de un mercado legal de la hoja de coca, que incluya usos distintos a los tradicionales; y (b) la posibilidad de un mercado legal estrictamente regulado de marihuana para consumo recreativo interno. En Colombia deberíamos avanzar sólidamente en ambas direcciones.

Tengo claro que ambas políticas pueden suscitar fuertes oposiciones internas y que desconocen los actuales tratados de drogas. Pero creo que un debate democrático ilustrado puede vencer esas resistencias, y esas innovaciones serían aceptadas por la comunidad internacional, en especial debido a la experiencia de mercados legales de marihuana en Estados Unidos. Y vale la pena proponer esos cambios, que serían avances significativos en una perspectiva de regularización y superación progresivas de la prohibición.

Alternativas en el marco de la prohibición

Como la prohibición se mantendrá en el corto y mediano plazo, al menos frente a la cocaína y los opiáceos, entonces es necesario desarrollar también estrategias dentro del marco de ese régimen internacional, por criticable que este sea, con el fin de minimizar sus efectos negativos, pero teniendo claro que la prohibición no solo no resuelve, sino que agrava los problemas de abusos de drogas.

Esta posición puede parecer cínica, pues acata una política que critica por perjudicial e injusta; pero en realidad es una estrategia fundada en un pragmatismo con cierta dimensión trágica: nos vemos forzados a aceptar, al menos temporalmente, ese régimen prohibicionista, por cuanto no lo podemos cambiar unilateralmente, pero evitamos hacer de esa necesidad una virtud. Y por ello buscamos las mejores estrategias en ese marco, teniendo claro que el propósito no es obligatoriamente reducir el tamaño del mercado ilícito de drogas, como lo pretende la prohibición, sino que el objetivo es minimizar los daños del abuso de drogas, pero también los daños que ocasiona la prohibición y la presencia de ese mercado ilícito.

A título ilustrativo y sin pretensión de exhaustividad, desarrollo algunas posibilidades de ese enfoque en relación con el consumo, los cultivos ilícitos, el tráfico y el enfrentamiento a las organizaciones criminales.

Frente al consumo, Colombia debe no solo mantener la despenalización que la Corte Constitucional impuso con la Sentencia C-221 de 1994, pero que ha sido infortunadamente combatida por ciertos gobiernos, como el de Uribe y el de Duque, sino que debe evitar que los usuarios de drogas sean perseguidos penalmente. En la práctica, a pesar de la despenalización del consumo, muchos consumidores terminan criminalizados, por cuanto el porte sigue siendo sancionado cuando desborda, aunque sea en forma mínima, la dosis personal. Y por eso también los consumidores están permanentemente sometidos a hostigamiento policial. Esto requiere ajustes normativos y una nueva doctrina al respecto en la Policía y la Fiscalía, con el fin de evitar esta criminalización de facto de los consumidores (Uprimny et al., 2014).

Igualmente, Colombia debe adoptar formalmente y poner en marcha una perspectiva de reducción del daño frente al consumo, fundada en los siguientes pilares: (a) la distinción entre los distintos tipos de consumo (no problemático, dependiente y riesgoso para terceros); (b) un tratamiento diferenciado según tipo de sustancias; (c) la adopción de estrategias preventivas adecuadas para prevenir los abusos y riesgos de las sustancias psicoactivas; y (d) la implementación de programas y centros de atención fundados en evidencia para los consumidores con problemas que requieren apoyo. Todo esto es posible en el marco de la prohibición, y resulta necesario, pues los estudios realizados sobre las políticas frente al consumo muestran las graves deficiencias de las estrategias preventivas y de los centros de tratamientos de la dependencia, muchos de los cuales son violatorios de los derechos de los usuarios (Comisión Asesora para la política de Drogas en Colombia, 2013; Uprimny et al., 2014).

Las políticas frente a los cultivos ilícitos deberían enfatizar, como lo establece el Acuerdo de paz, el desarrollo alternativo y la erradicación voluntaria frente a aquellas estrategias de erradicación forzada. En particular, debe abandonarse la fumigación, que tiene graves efectos ambientales y sobre la salud, afecta la legitimidad local de las instituciones y no es eficaz para la reducción de esos cultivos en el mediano y largo plazo. Por el contrario, las estrategias de sustitución, cuando son apoyadas por la creación de bienes públicos rurales, como infraestructura vial para la comercialización de los productos alternativos, han mostrado resultados más sostenibles en el tiempo en la reducción de los cultivos ilícitos en un determinado territorio, pues reducen las vulnerabilidades locales que facilitan el desarrollo de esas actividades ilegales. Además, a diferencia de la erradicación forzada, que criminaliza a los cultivadores, estas estrategias de sustitución han mejorado la vida de los pobladores y no han tenido los efectos negativos, en referencia a la violencia y pérdida de legitimidad institucional local, de las erradicaciones forzadas (Bermúdez & Garzón, 2020).

Igualmente, si Colombia avanza a un mercado legal de hoja de coca para productos distintos a la cocaína, también podría pensarse en que la sustitución incluya la posibilidad de transformar los cultivos de coca ilícitos en cultivos de coca para ese mercado lícito.

Es cierto que, a pesar de lograr mejores resultados en las regiones intervenidas, las estrategias de sustitución pueden ser tan ineficaces como la aspersión en lograr una reducción global permanente de los cultivos ilícitos, ya que estos, por los problemas estructurales de la prohibición que analizamos anteriormente, pueden desplazarse a otros territorios, o incluso a otros países, con lo cual el efecto globo se mantiene y la oferta de cocaína no disminuiría. Por eso, el propósito de estas intervenciones no debe ser a toda costa reducir la oferta de cocaína, lo cual es estructuralmente imposible o implica costos humanos inadmisibles, sino evitar los daños que pueden implicar esos cultivos ilícitos a la democracia, a la seguridad y al medio ambiente.

Este pragmatismo trágico también debe orientar la lucha contra el tráfico y contra el crimen organizado. Colombia debe tener políticas frente a los desafíos de esta criminalidad organizada, pues las mafias del narcotráfico son altamente desestabilizadoras de nuestras precarias democracias. Por consiguiente, el Estado colombiano debe seguir fortaleciendo su capacidad para investigar policialmente y sancionar judicialmente a las organizaciones criminales mafiosas asociadas con el narcotráfico. Pero la necesidad de enfrentar estos desafíos de la criminalidad organizada no nos debe hacer olvidar la crítica radical al prohibicionismo, pues la posible desarticulación de esas organizaciones no logrará reducir globalmente la magnitud de la economía ilícita de las drogas, debido al efecto globo que señalamos anteriormente. Otras organizaciones surgirán en su reemplazo. A lo sumo, lograremos “exportar” el problema de las mafias de las drogas a nuestros vecinos.

La idea no es entonces que Colombia combata a las mafias del narcotráfico para “salvar” al mundo de las drogas, pues la prohibición no logra ese propósito. El foco debe estar más en reducir el impacto negativo del narcotráfico en violencia, corrupción y criminalidad, aunque esto no obligatoriamente reduzca la magnitud del narcotráfico, pues nuestro problema es controlar el impacto antidemocrático de ese mercado ilícito y de esas mafias, pero sabiendo que el necesario enfrentamiento a esa criminalidad organizada no soluciona en nada el problema del abuso de sustancias psicoactivas.

Este enfoque descarnado permite orientar más lúcidamente las estrategias, tanto frente al microtráfico como al gran tráfico y a las grandes mafias, para lo cual es pertinente recordar que no todos los mercados ilícitos de drogas son igualmente violentos. Y por consiguiente, a veces (no siempre), la mejor estrategia es convivir con un mercado ilícito de drogas sin pretender eliminarlo o reducir su tamaño, pero desarrollando estrategias para limitar su violencia y su impacto antidemocrático. Un ejemplo significativo al respecto fue el llamado “milagro de Boston”, liderado por el criminólogo David Kennedy, en asocio con la policía local, que logró reducir drásticamente los homicidios entre jóvenes en esa ciudad a mediados de los años noventa (Kennedy et al., 2001). Muchos de esos homicidios estaban ligados con bandas criminales juveniles, muchas vinculadas al microtráfico, pero en vez de tratar de acabar el tráfico, la estrategia fue reducir la violencia de esas organizaciones, por medio de intervenciones en que la policía les hacía saber a los líderes de esas bandas que el foco de la intervención policial no estaría en el tráfico como tal, sino en quienes ejercieran violencia homicida. La estrategia no fue entonces suprimir el mercado ilícito, sino reducir su violencia, y el resultado fue positivo.

No existen fórmulas mágicas para poner en marcha esta estrategia de centrar la lucha contra el tráfico y las mafias en reducir sus impactos violentos y antidemocráticos, y no obligatoriamente en limitar el tamaño del narcotráfico, pues estrategias que han funcionado bien en ciertos contextos pueden ser desastrosas en otros. Por ejemplo, con el fin de evitar que surjan mafias desestabilizadoras como el llamado Cartel de Medellín, que puso en jaque al Estado, la estrategia colombiana ha sido descabezar a las organizaciones narcotraficantes y ha funcionado para esos propósitos, pues, aunque el narcotráfico no se ha reducido significativamente, no han surgido organizaciones con el poder de intimidación de Pablo Escobar. Pero esa misma estrategia tuvo resultados negativos en México, cuando fue impulsada por el presidente Calderón, pues desestabilizó los arreglos locales de poder e incrementó la violencia homicida en ese país (Morales, 2011). Además, en ciertas ocasiones, la mejor forma de enfrentar ese poder desestabilizador de las mafias puede ser reducir el mercado ilícito. Sin embargo, la asunción de este pragmatismo trágico frente a la prohibición propuesta en este texto, combinada con un enfoque de derechos humanos, debería permitirnos tener la lucidez para enfrentar de la mejor forma posible el problema del narcotráfico y de las drogas ilícitas en Colombia.

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1 Por simplificación de lenguaje, en este artículo considero equivalentes las expresiones “drogas” y “sustancias psicoactivas”. Las llamadas drogas, como la marihuana, la cocaína, los barbitúricos o el alcohol, son sustancias que tienen efectos directos y sensibles sobre el sistema nervioso central y tienen la potencialidad de producir dependencia y ocasionar daños a la salud. Pueden ser sustancias muy diversas, por lo cual algunos hablan de “drogas duras”, para referirse a aquellas con mayor riesgo sanitario y mayor potencial adictivo, como la heroína, y drogas “suaves”, menos riesgosas en esos aspectos, como la marihuana. En ese sentido, la expresión sustancias psicoactivas es la que mejor parece capturar esa dimensión común a lo que en el lenguaje ordinario suele conocerse como drogas. Sobre los equívocos de la noción de drogas, véase Olmo (1986).

2Este artículo está basado en trabajos previos que el autor ha desarrollado en los últimos 25 años, en forma independiente o en coautoría, como (Uprimny 1995, 1998y 2002), (Uprimny et al., 2012a; 2012b), (Uprimny & Guzmán 2016) y (Uprimny et al., 2017). Sin embargo, el artículo no es una simple reedición de estos, sino que los actualiza con una perspectiva específica: proponer elementos metodológicos para lograr una política democrática que enfrente en forma más lúcida el narcotráfico en Colombia.

3Por simplificación de lenguaje, en este documento vamos a hablar de “drogas prohibidas” o “sustancias prohibidas” para referirnos a aquellas sustancias psicoactivas, como la marihuana, la cocaína y los opioides, que están sometidas a un régimen internacional de fiscalización severo. En sentido estricto, esas sustancias no están prohibidas, pues se admite excepcionalmente su producción, distribución y uso para efectos médicos e investigativos. Sin embargo, en la medida en que su uso para efectos recreativos está prohibido y que el narcotráfico se ha desarrollado para satisfacer la demanda por esos consumos prohibidos, no es realmente inexacto hablar de “drogas prohibidas”.

4Esta comisión fue creada durante las negociaciones de paz con las FARC-EP y reunió a doce importantes investigadores y dos relatores para que ofrecieran su visión de los orígenes, la dinámica y los impactos del conflicto armado. Varios ensayos, como los de Daniel Pecaut, Gutiérrez Sanín, Alfredo Molano o Gustavo Duncan insisten en que si bien el conflicto armado no surgió ni se explica únicamente por el narcotráfico, esta economía ilícita lo modificó y agravó profundamente, y es un elemento clave que explica su persistencia. (Véase Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 2015).

5La tabla 1; fue formulada inicialmente en Uprimny (1998) . Fue retomada por la Comisión Asesora para la Política de Drogas en Colombia (2013) . Véanse tipologías semejantes en Bertram et al. (1996) y CICAD (2013) .

6Sobre el origen y expansión, tanto en Estados Unidos como a escala global, de esta perspectiva de “guerra a las drogas”, véase Bertram (1996) .

7En esta tipología usamos la “reducción del daño” como uno de los modelos globales de respuesta al desafío de las sustancias psicoactivas. Pero la reducción del daño es entendida igualmente, por ciertos autores, como una filosofía y unas herramientas específicas de cualquier política frente a las drogas e incluso frente a otros fenómenos sociales. Sobre el concepto de reducción del daño o “harm-reduction”, por su conocida expresión en inglés, véase IHRA (2009) .

8Véase el prefacio del entonces presidente de la JIFE al informe de 2002 en INCB (2002) .

9El ejemplo tal vez más importante es la llamada Comisión Global sobre Política de Drogas (Global Commission on Drug Policy), que fue creada en 2011, ha sido muy crítica del prohibicionismo y llama a un nuevo enfoque fundado en salud pública y derechos humanos. Esa Comisión reúne numerosos expresidentes (como Cardoso, de Brasil; Lagos, de Chile; Gaviria y Santos, de Colombia; Zedillo, de México; Sampaio, de Portugal; Kwasniewski, de Polonia; Dreifuss, de Suiza; Obasanjo, de Nigeria; Uteem, de Mauricio), numerosos antiguos primeros ministros (como Motlanthe, de Sudáfrica; Clark, de Nueva Zelanda; Clegg, de Reino Unido; Papandreou, de Grecia, o Gallup, de Australia) o varios exfuncionarios internacionales de altísimo nivel (como Kofi Annan, antiguo Secretario General de Naciones Unidas, o Louise Arbour, antigua Alta Comisionada de Derechos Humanos). Incluso participan de esta comisión importantes exfuncionarios de Estados Unidos, como Georges Shultz, antiguo secretario de Estado, o Paul Volcker, antiguo presidente de la FED. Sobre esta Comisión, se puede consultar su página web: https://www.globalcommissionondrugs.org

Recibido: 15 de Diciembre de 2021; Aprobado: 25 de Febrero de 2022

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