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Papel Politico

versión impresa ISSN 0122-4409

Pap.polit. v.13 n.1 Bogotá ene./jun. 2008

 

La refundación de la política . Un diálogo entre Arendt y Negri

 

The Political New Foundation. A Dialogue between Arendt and Negri

 

Miguel Ángel Herrera-Zgaib*

* Doctor en Derecho; especialista en Derecho Público; magíster en Ciencia Política de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia; catedrático de la Pontificia Universidad Javeriana. Correo electrónico: maherreraz@hotmail.com

 


Presentación

No parece disparatado confiar en que las guerras dejen de ser posibles en un futuro biopolítico (tras la derrota del biopoder), porque la intensidad de la cooperación y comunicación entre las singularidades (trabajadores y/o ciudadanos) habrá destruido esa posibilidad (Hardt y Negri, 2004, p. 395).

Para empezar, quiero tomar en serio la advertencia de Miguel Abensour, un estudioso de talla internacional de la vida y la obra de Hannah Arendt, quien inicia uno de sus ensayos diciendo que es una sorprendente paradoja la celebración actual de Arendt como una gran filósofa política, cuando ella durante toda su vida se opuso a la filosofía política y a su tradición platónica porque, en lo fundamental, la filosofía política nos revela un conflicto de carácter existencial que establece una supremacía del bios theoretikos en detrimento del bios politikós.

Abensour, autor de Hannah Arendt contra la filosofía política (2006), recuerda cómo ella escribió una carta a Heidegger en 1954, donde explica el arranque de la filosofía política partiendo de Platón y Aristóteles, de su posición frente a la polis. Así ocurre con Platón, quien valiéndose del mito de la caverna le dio primacía al agathon sobre el kalon. ¿Cuál es el sentido de lo dicho? Ni más ni menos que Platón pretendía aplicar “su doctrina de las ideas a la política, aunque esta doctrina haya tenido orígenes diferentes, en la medida en que ella apuntaba a la cuestión filosófica de la verdad y no a aquella, que es política, de la organización de la ciudad” (Arendt, 2006, p. 9).

Así, Platón introducía una nueva relación en la vida común de la polis, equidistante de la persuasión y de la violencia externa, valiéndose ahora de un régimen de verdad, recordando a Foucault se trataba de una coacción sobre el espíritu de los hombres: “más fuerte que la persuasión y la argumentación”. Esto es lo que sostuvo Hannah Arendt en ¿Qué es la autoridad?

De otra parte, Cornelius Castoriadis contribuye a este esclarecimiento del planteamiento arendtiano, recordando la que denomina fase absolutista de Platón, para quien “es al depositario de esta ciencia (de las cosas humanas en particular) a quien corresponde reglar, regular el gobierno de las cosas humanas” (Castoriadis, 1999, p. 52).

En el mito de la caverna es evidente que la palabra y la acción (lexis y praxis) no existen, así es como Hannah Arendt lo establece en Filosofía y política, insiste el profesor Abensour. Los habitantes de aquel lugar privilegian el ver sobre el actuar, es decir, que allí no hay condiciones para la política. Entonces lo que se destaca es “la convicción fundamental de que lo que hace a los hombres humanos es la necesidad de ver”. Al contrario de lo que es para la multitud fundamental, la palabra y la acción, Platón destaca a la visión, el más espiritual de los sentidos. Él invierte, según Arendt, el enfoque porque “apunta así a describir no tanto cómo la filosofía aparece desde el punto de vista de la política sino cómo la política aparece desde el punto de vista de la filosofía” (Abensour, 2000, p. 15).

La operación ha sido crear autoridades filosófico-políticas, pero, ¿resuelven ellas el conflicto entre la filosofía y la polis, expresado en la suerte corrida por Sócrates el maestro de Platón, y de tantos otros griegos y no griegos? No, en la medida, que tal entronización desconoce de plano la isonomía que hace posible la existencia de la polis, la igualdad de principio, que ahora se reemplaza por una relación de mando y obediencia. Platón no sólo parte de una carencia elemental de política, la condición humana es impolítica, y luego la importación de la política que proviene de la norma exterior a aquella.

Sin embargo, de todo lo dicho, el comentarista e intérprete de Arendt abre la puerta trasera para hacer penetrar de nuevo una versión, ahora, claro está, que dé vida de nuevo a la filosofía política, pero mejorada en tanto “reconociera desde el comienzo las condiciones de posibilidad de la política, la palabra y la acción” (Abensour, 2000, p. 27).

La verdad sujeta al bien

Arendt confronta a su maestro Martin Heidegger en esta disputa de interpretaciones. Ella devela qué tan arraigado está en él el platonismo, a pesar de su disposición para develar la metafísica occidental. El mito de la caverna es el lugar preciso donde se agazapa esta inconsecuencia, donde lo descubre Arendt con su radical lectura política sintomática, contrastándolo con la propuesta de Heidegger cuyo ateísmo ella misma pone en entredicho, porque aquel ubica la invención de la política a distancia de la libertad.

Expliquémoslo. De una parte, está la mutación/transformación en torno al carácter de las ideas que se convierten de esencias verdaderas en medidas operativas, con lo cual ellas hacen tránsito de la filosofía a la política. Tal es la revisión que practica Platón asombrado, atemorizado por la desmesura de la democracia ateniense.

De otra parte, para Martin Heidegger, el mito de la caverna corresponde a la doctrina sobre la verdad, la aletheia, el no-velamiento, donde la verdad termina sujetada a la idea del Bien que es la soberana, puesto que otorga el no-velamiento (a lo que se muestra) y al mismo tiempo la percepción (de lo no-velado). Heidegger explica que para Platón “pasar de un estado a otro es mirar de un modo más exacto. Todo es subordinado al orthotes, a la exactitud de la mirada… La verdad deviene la orthotes, la exactitud de la percepción y del lenguaje” (Heidegger, 1968, p. 153).

Ahora bien, Hannah Arendt reconoce, según lo manifiesta el propio Abensour, el aporte de Heidegger al esclarecimiento de la ambigüedad de Platón acerca de la esencia de la verdad. Pero ella va más allá, puesto que examina su efecto en el interior de la idea misma, lo cual implica un cambio de su función, porque la verdad se convierte en exactitud de la mirada en lugar de contemplación de las esencias puesto que la idea es arte de medir (Abensour, 2000, p. 20).

Así las cosas, Platón posibilita el tránsito a la aplicación de las ideas al dominio de la política. A la vez, por esta vía, el mito de la caverna instaura una violencia, una coacción, cuando las ideas aparecen como la medida de la conducta humana en relación con la idea de Bien como la medida de todas las cosas. Bajo una misma norma/medida se subsume una multiplicidad de objetos, la cual impone una normatividad exterior a lo social. Es el dispositivo que el rey-filósofo trae consigo cuando regresa a la caverna habitada por las multitudes, las cuales en realidad aparecen sujetas a la palabra y a la acción.

Es el mismo Platón quien vuelve transformado, convertido en portador de las ideas con una función diferente: gobernar, determinar el caos de los asuntos humanos, medir, subsumir, regular. Este cambio de rumbo marca la victoria de la idea sobre la verdad, y con este giro el sometimiento de la política a la idea.

El tránsito de lo bello al bien

Hannah Arendt refiere cómo, en un primer momento, cuando en Platón no existe la preocupación política las ideas son variantes de lo bello, es decir, lo que es muy brillante (exkphanestaton). Así ocurre, por ejemplo, en El Banquete, pero, después otra cosa es lo que manifestará en el diálogo La República, cuando las ideas se transforman en normas, en reglas de conducta derivadas de la idea del bien, esto es, lo bueno para, lo conveniente.

Nuestro guía Miguel Abensour, en esta primera trayectoria de la reflexión sobre La refundación de la política, nos recuerda que nos hallamos en presencia de una antinomia, porque ocurre un desplazamiento de la idea de lo bello a la idea del bien, la una asumida como contemplación, y la otra como aplicación. En el diálogo entre Sócrates y Diótima, lo bello era la idea suprema, la cual conducía al no-velamiento del ser, a la contemplación del ser. Pero, otro es el movimiento de la idea del bien, que como agathon (bueno para, adecuado para) se hace útil, se transforma en regla y nomós, tal y como Platón lo expresa en el diálogo Las leyes.

En La República, el giro de Platón es radical ya que opta por excluir del todo el kalon, lo bello, y poner en su lugar el agathon. Ahora, la atención del filósofo se enfoca en la experiencia de la política. Aquí radica, a no dudarlo, la audacia, la genialidad de Platón mismo, quien abre también un nuevo campo al saber, descernible en este desplazamiento teórico que ya fue comentado y que documenta bien el libro VI de La Politeia, traducida en forma errónea como La República.

Dicha transformación, mejor, esta mutación tiene un efecto inusitado, ya que desemboca en la creación de la filosofía política. Platón logra con este desplazamiento sustituir el actuar por el hacer, la acción por la obra. Impone una nueva autoridad que destruye la isonomía, la lógica igualitaria que era el supuesto de la existencia democrática de la polis ateniense. Se instaura así un nuevo nexo el cual violenta la racionalidad inmanente de la polis y hará carrera casi permanente en la historia política de Occidente, después de consumada la derrota griega a manos de Filipo y Alejandro de Macedonia.

Una recuperación fallida

“La separación platónica del conocer y del hacer permanece en la raíz de todas las teorías de la dominación que no son simples justificaciones de una voluntad de potencia irreductible e irresponsable” (Arendt, La condición humana, p. 225).

Hannah Arendt, en su reflexión realizada durante el siglo pasado, afectada como ella estaba por la devastadora experiencia de la Segunda Guerra Mundial, no sólo se empeña en recuperar el sentido original de la política en términos de isonomía, sino que insiste en marcar una diferencia sustancial entre lo que ha sido en el pasado griego de la existencia de un gobierno político libre y uno tiránico o despótico que se le oponía, que en términos actuales para ella se expresaba en la tensión entre democracia y totalitarismo. De ese modo, nos recordaba cómo la filosofía política fundada por Platón, igualmente, se mantenía como hija de la dominación, y no de la libertad, en la monumental tragedia de la modernidad enfrentada al triunfo del nazismo y el stalinismo en Occidente.

Cornelius Castoriadis, un griego filósofo y militante político hasta los años sesenta, coincide con Arendt en el necesario enjuiciamiento de la tradición platónica que cierra y oculta la problemática de lo político y la praxis política que la constituye: la acción y la palabra de los muchos, lo político como creación y exigencia de los pobres, tal y como lo reconocía Aristóteles desde la antigüedad. Sin embargo, hay una diferencia significativa en la interpretación que Arendt y Castoriadis hacen del triunfo de la filosofía sobre la política. Aclarémoslo. Para este último el nacimiento de la filosofía política es el resultado de la derrota de la democracia ateniense, y no resulta de la condena y suicidio inducido de Sócrates, lo que en cambio sostuvo Arendt para explicar el nacimiento reaccionario de la filosofía política como la respuesta de Platón al sacrificio de su maestro.

Para Castoriadis, lo que Platón niega por todos los medios y, en menor medida, el propio Aristóteles es la auto-institución imaginaria de la comunidad antigua. Aunque Castoriadis se refiera de modo general a la sociedad abarcando a las poleis griegas, conviene recordar la distinción entre comunidad y sociedad que introdujo la investigación sociológica alemana, bajos los términos de gemeinschaft y gessellschaft. La autoinstitución original de la democracia ateniense tuvo una existencia fecunda durante de tres siglos desde el viii a.e hasta el v a.e., haciendo posible la eleutheria, la participación, la acción autónoma de los muchos.

A esta altura de nuestro recorrido conviene hacer un alto. Es necesario subrayar que Abensour no oculta su propósito de refundar la filosofía política, valiéndose eso sí de su interpretación del legado arendtiano. Quiere, sin embargo, atribuírselo a ella, cuando en verdad es su propio objetivo teórico. Para despejar tal duda, empecemos a probar la consecuencia de Arendt en su crítica de la filosofía política instaurada por la reacción de Platón.

El mismo Abensour nos advierte al respecto: “Invertir el platonismo, tal podría ser la consigna de Hannah Arendt. En su caso, invertir el platonismo, significa, primero, y es esencial, rechazar el mito de la caverna y toda filosofía política que tomara la ficción de Platón por mito fundador, con las consecuencias desastrosas que eso implica” (Abensour, 2000, p. 26 y 27). Lo dicho implica tanto el rechazo de la transformación del actuar en los objetos fabricados, en la obra, como en las instituciones cristalizadas, inamovibles. El rechazo de plano la modelización de la política —como artificio, techné, artesanía—, hace que Arendt destaque el actuar político que no es para nada implementar una teoría preexistente. Por el contrario, la acción política es liberar la inventiva, la creatividad de todas, el hacer singular y plural de los muchos. Ella no sólo nos descubre el olvido platónico de la democracia de los muchos como un síntoma de la existencia subyacente de lo otro, de la participación sustituida, sino que en Platón esta proscripción, tal subordinación, conduce a su suplantación por la representación del rey-filósofo.

Abensour retoma la hipótesis de la inversión del platonismo para decir que el giro crítico de Arendt entraña una recuperación de la filosofía por la vía de la praxis, y postula que ésta es una tarea cumplida en dos momentos: describir las articulaciones de la condición política de los hombres y luego reforzar ésta, abriéndola a la aletheia, a la verdad.

¿Cómo lograrlo? recuperando lo bello, porque está esencialmente conectado con la verdad como no-velamiento. Tal sería la reflexión presente en Arendt con su particular modo de releer la Crítica del juicio de Kant. Aunque, en verdad, el rumbo de Abensour es otro, porque la suya es una interpretación mediada por una recuperación de Aristóteles y la filosofía de la práctica, valiéndose del pensamiento de Heidegger, quien radicaliza esta filosofía práctica haciéndola una modalidad del ser.

El operar de este último modo permitiría a Arendt el levantamiento de la ocultación platónica de la política en el velo de la filosofía como clausura ideológica. Tal es la lectura de Franco Volpi, la cual comparte nuestro compañero de viaje, Abensour, para recuperar con Arendt la filosofía política de la tradición platónica. Así lo refiere el ensayo Dasein comme praxis: L´a assimilation et la radicalisation heideggeriene de la philosophie pratique d´Aristote (Abensour, 2000, p. 29), que cita Abensour como la clave última de su reflexión. De aquí en adelante parte otro camino, el cual se bifurca del patronato heideggeriano para refundar la política como una avenida diferente a la senda de la filosofía política como tal.

La acción política como natalidad

Hay un cuadro de Klee denominado el Angelus Novus. En él se ve un ángel que parece alejarse de algo de lo cual su mirada permanece clavada. Sus ojos están desmesuradamente abiertos; su boca está abierta y sus alas desplegadas… Allí donde creemos ver una serie escalonada de acontecimientos escalonados, a sus ojos se ofrece uno solo: una catástrofe sin modulación ni tregua que amontona los escombros y los arroja eternamente ante sus pies…La tempestad lo lleva hacia el futuro…Nosotros damos a esta tempestad el nombre de Progreso (Benjamín, 1997, p. 344).

En el caso de Arendt, la refundación de la política atiende en parte a los hallazgos de otro gran intelectual, Walter Benjamin, involucrado él mismo en la tragedia del siglo xx. La ensayista Martine Leibovici lo precisa de este modo, a propósito del ajuste de cuentas de Arendt y Benjamin con la tradición moderna, para quienes era preciso, vital “descubrir una nueva manera de relación con el pasado” (Leibovici, s.f., p. 195). Entonces, es fundamental repasar con ojo crítico la interpretación de Benjamin que recoge en su ensayo Sobre el concepto de historia. Este resultó ser un manuscrito póstumo confiado poco antes de su asesinato en 1940, a los esposos Arendt y Blücher para que lo recibieran y publicaran Horkheimer y Adorno en el Instituto de Investigaciones Sociales, en Nueva York. Tal encargo sólo vino a ocurrir ocho años después de haberlo recibido los fundadores de la llamada Escuela de Frankfurt, en 1942.1

Para avanzar en el tópico de la refundación de la política, echemos manos de la última interpretación que Arendt hace de la concepción de historia de su amigo Benjamin, consignada en su colección de ensayos Hombres en tiempos de oscuridad. Arendt realiza una comparación equivocada y a la vez reveladora de su entendimiento que Benjamin tiene de la historia: “Así como el flaneur…vuelve la espalda a la multitud, en el momento mismo que es empujado y arrastrado por ella, así el ‘ángel de la historia’, que sólo considera el campo de escombros del pasado, es proyectado hacia el futuro por el soplo, detrás de él, de la tempestad del progreso” (Arendt, 1986, p. 291). El error de interpretación parte del entendimiento que uno y otra dan a la violencia revolucionaria que protagonizan las multitudes en pos de su liberación de los yugos que padecen. Aquí se separan los dos amigos, como veremos, y ello afecta el entendimiento que cada uno tiene tanto de la historia como de la democracia.

Los dos pensadores revelan sus posiciones políticas en el intento de refundar la política. Arendt descubre su talante liberal, proclive al credo socialdemócrata, sin que llegue a suscribir la ideología de la historia como progreso. Otra es la posición política de Benjamin, un comunismo de corte apocalíptico, tal y como se comprueba en su entendimiento sobre la historia que se distancia de los socialdemócratas: “el progreso era, en primer lugar, un progreso de la humanidad misma…En tercer lugar, se le tenía por esencialmente continuo (automático y que sigue una línea recta o en espiral”. Como se desprende de la tesis XIII, Sobre el concepto de historia, Benjamin continúa defendiendo el legado de Marx, criticando con él, de nuevo, el rumbo de la socialdemocracia trazado desde el Programa de Gotha.

Al respecto, las críticas de Arendt a Marx se expresan en la discusión que del progreso tiene el marxismo vulgar. Ella insiste, como lo recuerda Leibovici, en lo dicho por Engels en su malogrado elogio fúnebre de Marx: “Así como Darwin descubrió la ley de desarrollo de la vida orgánica, así Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana”. Arendt se vale de la ideologización de Engels para referir el totalitarismo en los bolcheviques como fundado en Marx, “la lucha de clases…la fuerza de trabajo no es una fuerza histórica sino una fuerza natural-biológica, liberada a favor del ‘metabolismo del hombre con la naturaleza’, gracias al cual (éste) conserva su vida individual y reproduce la especie” (Arendt, 1972, p. 208). Sin embargo, el planteamiento de Marx es lo contrario de lo que le atribuyó Arendt, porque, en verdad, la nuda fuerza de trabajo significa la instauración de la esclavitud salarial, y la prueba marxiana de que el avance tecnológico no implicaba per se que igual ocurriera con el conjunto de la sociedad en términos de libertad.

En síntesis, en Benjamin como en Marx la mejoría del conocimiento no conduce en forma directa a la perfección moral. La denuncia de la modernidad burguesa, desde otra perspectiva ya lo consigna Marx en su texto de juventud, La cuestión judía, donde lleva hasta las últimas consecuencias a una lectura crítica de Kant, quien afirmara la insociable sociabilidad del hombre moderno que pone al servicio de la propiedad privada la comunidad política de los libres. Después, Marx hablará del fetichismo de la mercancía en El capital, que hace de los sujetos cosas, en tanto una ilusión concreta articulada a unas determinadas relaciones sociales de producción.

Volviendo a Benjamin y a su influencia en Arendt, él también reconoce lo verdaderamente nuevo que no se confunde con el progreso, que es “lo nuevo en el contexto de lo que siempre estuvo presente” (Abensour, 2000, p.164-165). Para acceder a ello en la modernidad, dice Benjamin, el caleidoscopio del progreso tiene que ser roto, “porque el progreso, en tanto repetición, es la experiencia típica del hombre moderno” (Leibovici, s.f., p. 204).

En la lidia de comprender la historia presente, Arendt y Benjamin tienen que tratar el totalitarismo como un acontecimiento que no se quiere conservar. Esta es una operación en Arendt que pone en cuestión la vuelta al origen, apelando en cambio a los orígenes como fórmula liberatoria (Leibovici, s.f., p. 206). Ella redescubre la pluralidad y el rechazo simultáneo de lo uno, que la hermana también con Benjamín, y aunque no lo reconozca, con el mismo Marx como pensador que es de lo múltiple, de lo complejo social, cuando menos bajo el supuesto de la lucha de clases antagónicas que Arendt rechaza como camino expedito para lograr la libertad de todos y para todos.

Pero, ¿qué es entonces el acontecimiento, el evento en la historia?, de lo cual nos habla actualmente también Alain Badiou para distinguir entre la política y el Estado. El acontecimiento es la reorganización de la historia misma. En este caso, la operación a realizar con el acontecimiento del totalitarismo es descubrir su falsa totalidad: “la estructura filosófica que, como una red, escogería los aspectos más actuales del pasado”, para poder recuperar la libertad que éste bajo las figuras del nazismo y el stalinismo intentó liquidar.

Sin embargo, el pasado se mantiene, porque bien lo recuerda Leibovici, los problemas no se resolvieron con 1945, y 1989. De cualquier manera, la discontinuidad frente a las continuidades recurrentes del pasado es lo fundamental, el reconocimiento que el tiempo humano es discontinuo, es creador. Para Arendt tal discontinuidad es alteridad, aunque ella acepta con Benjamin que “las clases revolucionarias tienen, en el momento de su entrada en escena, una conciencia más o menos clara de socavar con su acción el tiempo homogéneo de la historia” (Benjamin, 1997, p. 345).

No obstante, Arendt disocia el momento de la revolución —asumido como interrupción del curso histórico de la repetición—, del nacimiento. Para Benjamin, la violencia de la revolución es también nacimiento, entendiéndolo como mesianismo apocalíptico. Este ocurre con el despertar de la multitud, cuando se sacude de su condición de masa. Para expresarlo, Benjamin se vale de la reflexión acerca del flàneur como la contracara del poeta Baudelaire, quien descubre el espíritu revolucionario de la multitud en la mediación del flàneur. Baudelaire mismo atraviesa a la multitud, en lucha “contra la multitud espiritual de las palabras” (Baudelaire, 1971, p. 116). El poeta está a la búsqueda de la situación revolucionaria que interrumpa la catástrofe que es el capitalismo, hasta que aparece la figura de Blanqui, capaz de impulsar la interrupción, quien en el motín descubre “la población como multitud enfermiza que respira el polvo de los talleres”, pero, que igual es apta para luchar heroicamente por su autonomía. Entonces, el Angelus Novus vuela más lejos que la violencia inscrita en el derecho positivo, que es la receta que Arendt destaca como derivado de la revolución americana. Benjamin, en cambio, apunta a que es necesario “buscar otras formas de violencia, diferentes de las que considera toda teoría jurídica”. Esta forma de violencia, Benjamin la ejemplifica con la recuperación del ejemplo de la violencia divina, tal y como aparece en el libro Números, XVI, un “proceso incruento que golpea y hace expiar y que instaura una nueva era histórica sin refundar (el) derecho”. (Benjamin, 1971, p. 50). Se trata, en suma, de postular la violencia que libera en lugar de reprimir. Aquí, los dos amigos parten aguas. La política se torna irrecuperable por la filosofía en tanto se entroniza la violencia como ruptura revolucionaria capaz de fundar una nueva convivencia más allá del dispositivo del derecho. Este desafío benjaminiano lo encaramos, utilizando como vehículo para el diálogo que prosigue ahora con el otro interlocutor, Antonio Negri, a propósito del legado político conceptual de Hannah Arendt y su refundación de la política.

La reinvención revolucionaria de la política

La pendiente natural es siempre la de la decadencia. Lo que es siempre maravilloso es la salvación y no el final; porque sólo la salvación, y no la decadencia, depende de la libertad del hombre y de su capacidad de modificar el mundo y su curso natural (Arendt, Franz Kafka, p. 108).

Todavía hoy, creo que existe la violencia del Estado. Y que la respuesta puede ser no violenta, pero seguro que no pacífica, en todos los casos, sigue siendo una resistencia. ¡El capitalismo tampoco es pacífico! No puede subsistir sin violencia (A. Negri, p. 39).

En la reflexión de Arendt y Benjamin pesan las experiencias históricas vividas. En la primera, su forma de entender y leer a la revolución americana, en contraste con las enseñanzas de la revolución francesa que tienen por centro al ascenso explícito, violento de la cuestión social. Para ella es fundamental distinguir entre liberación y libertad, y así lo expresa en su libro Acerca de la revolución. Arendt concibe a las revoluciones como liberaciones, en ellas obra la violencia, pero ésta queda atrapada en la dialéctica de la opresión. Se trata de ir más allá: la fundación de un cuerpo político, una constitución de la libertad que no es la cristalización de la revolución. Esto implica una reflexión sobre la ley que se deriva de su estudio de la experiencia del totalitarismo como acontecimiento. De aquí parte, primero que todo, la definición de la condición humana como la “posibilidad improbable de interrupción, de innovación” (Leibovici, s.f., p. 214).

Después, Arendt se enfrenta al ciclo perverso de la violencia con la figura material de la natalidad. Para ella, la acción es “la actualización de la condición humana de natalidad”. Es la natalidad, en cuanto “generadora de poder y no de violencia, es ella la que se despliega en los momentos revolucionarios; es ella y no la violencia la que verdaderamente representa ruptura” (Leibovici, s.f., p. 215). Para Benjamin esto no es suficiente, porque existe también el imperativo de justicia, y éste niega radicalmente el carácter del capitalismo y el derecho porque ambos constriñen la libertad concreta de los individuos singulares. Por el contrario, la pretensión de Arendt es que el ejercicio continuado de la libertad exige una constitución, un orden jurídico. Benjamin propone a cambio el horizonte de la utopía como guardián de la violencia del derecho; esta es la postura que otros identifican como un mesianismo apocalíptico.

Aquí se produce la bifurcación de los caminos, descubiertos e inventados por dos críticos de la filosofía política, Hannah Arendt y Walter Benjamin, a las puertas del acontecimiento revolucionario. Para uno no se trata de reducir la creación, el nacimiento a los controles del derecho para hacer posible la libertad como en Arendt, sino atender antes que nada a la utopía de la justicia. Sin embargo, la refundación de la política, puede ahora recorrer, trazarse otro camino que no sea la subordinación a la realidad en su positividad jurídica ni a la promesa de futuro proyectado como utopía. El camino nuevo de la política ahora torna hacia la reflexión y la praxis de Antonio Negri, cuya contribución teórica a esta refundación se desprende de la experiencia revolucionaria compartida que arranca en la Italia de 1967 y se cierra con la derrota de extraparlamentarios y autonomistas en 1978, después de la gran huelga de rechazo al trabajo, cuando la fuerza de trabajo ensayó su liberación de los dictámenes del capital, autovalorizándose.

Este recorrido comienza con la autonomía de los trabajadores, que se ensaya primero en los inicios del siglo pasado, con la revolución proletaria que quiebra el orden autocrático zarista, e inventa los consejos obreros como forma política de lo común. Esta autonomía en trance de universalizarse es derrotada en diversas experiencias revolucionarias, una de ellas son los consejistas obreros de Turín, en la que participan Antonio Gramsci, Bordiga, y Togliatti, entre otros. Para el propio Gramsci, las lecciones de Octubre, nacionales e internacionales, lo conducen durante el fascismo totalitario a pensar la hegemonía como forma de construcción proletaria de la autonomía, desde el interior del orden capitalista nacional e internacional. Es posible construir una dirección proletaria, sin acudir en forma inmediata al putsch, a la violencia armada inmediata, es una forma contrahegemónica para confrontar el totalitarismo del capital desde el ámbito de la que él llama la sociedad civil como componente que es de las superestructuras complejas que constituyen al Estado ampliado.

Sin embargo, este rumbo sólo se recupera transformándolo después de la segunda posguerra, durante el tránsito en que Italia se inscribe en la modernidad plena. Allí se ensaya y reconstituye la autonomía proletaria del obrero social como desprendimiento de los poderosos agrupamientos de izquierda legalizada. Aparece una fuerza plural extraparlamentaria que lucha por la autovalorización del trabajo, mediante el rechazo del trabajo que implica la crítica del estado de bienestar como compromiso histórico. Esta resistencia y esta rebelión conducen a diez años de intensa turbulencia revolucionaria, sepultada por el poder represivo y la estrategia terrorista del Estado y el derecho aplicado bajo la forma stalinista, donde un juez procomunista abre los procesos de abril para liquidar en cuestión de días a la dirección de los autonomistas y descabezar el movimiento revolucionario.

Para Negri, participante en estos acontecimientos, tales acciones hicieron posible el aprendizaje definitivo de un acontecimiento verdaderamente nuevo: “La crisis de los años setenta, la duración de esa crisis, su profundidad, es la acción convertida en Bios. En Italia se trataba de un movimiento general que se oponía a la mercantilización social y prefiguraba nuevos estilos de vida” (Negri, p. 33). Esta original experiencia de la biopolítica partía de una nueva figura del trabajo, el obrero social, teorizada por Mario Tronti. El santo y seña que la identificaba era rechazo del trabajo, tal y como lo practicaron en la Fiat y el complejo petroquímico de Puerto Marghera, cerca de Venecia. A lo hecho en las fábricas se reunió la crisis del mundo católico. La rebelión fue profunda en toda la sociedad, por “su capacidad para reformar, por sus prácticas de autorreducción y de reapropiación, por la institución de los barrios liberados y autogestionados y por la invención de una nueva forma de militancia y de un nuevo actuar político” (Negri, p. 34). En ese laboratorio Italia, y no de modo exclusivo, acontece la reinvención de lo político y de la praxis política que articula el concepto de biopolítica, el cual tiene un recorrido inicial en Foucault y Deleuze. En palabras de Negri, “biopolítico quiere decir al pie de la letra el entrecruzamiento del poder y de la vida…es lo que Foucault llamaba ‘biopoder’, y es aquello cuya nacimiento describe a finales del siglo xviii. Pero la resistencia al biopoder existe. Decir que la vida resiste, significa que afirma su potencia, es decir, su capacidad de creación, de invención, de producción, de subjetivación” (Negri, p. 63). Pero, Negri y Hardt innovan porque biopolítico es definido ahora como la resistencia de la vida al poder, dentro de un mismo poder que ha investido la vida. Aquí se funda en lo teórico una ruptura con toda la historia de la filosofía que está del lado del biopoder, con pocas excepciones, siendo para Negri fundamental la contribución de Baruch Spinoza, y claro, de Maquiavelo.

Esta vía que anuncia el quiebre con la filosofía política, con una tradición que proviene de Platón y Aristóteles, es un rechazo a la eugenesia. Al respecto, Negri se vale de la obra de un dominico, Rainer Schurmann para argumentarlo: “mostrar la continuidad perversa de la eugenesia en la historia de la metafísica occidental” (Negri, p. 64). Porque el concepto de lo biopolítico es lo contrario de la eugenesia totalitaria. Según Negri, lo biopolítico “es la voluntad de dejar que las formas se desarrollen, porque para (él) no hay diferencia entre naturaleza y cultura…Dicho de otra manera, la hibridación ya está y siempre está ahí…Pero el poder se ha apoderado de ese terreno y lo ha convertido en el fundamento de sus dispositivos de control” (Negri, p. 64).

Esta refundación de la política, en la lucha de las multitudes modernas opone el biodeseo al biopoder. Tal ruptura, tal discontinuidad, responde al “problema de la filosofía, de la eugenesia, el hecho de identificar el principio ontológico, es decir, el principio de organización del ser, con el principio del mando y de la jerarquía impuesta al ser” (Negri, p. 64). Aunque la metafísica occidental sigue sosteniendo que el principio del Ser es igualmente el principio de su mando. El poscolonialismo y el feminismo revelaron tal problema que permite la desmitificación de la eugenesia, como lo ha hecho la filósofa india Spivak, quien articula dos teorías de la diferencia en sus estudios poscoloniales. Lo biopolítico, la hibridación, sobrepasa los principios de la vida política occidental tal y como se formularon originalmente.

Desde la perspectiva de lo biopolítico, “la hibridación es la diferencia y el mestizaje de la multitud” (Negri, p. 66). Lo biopolítico, enfrentado al biopoder, revela al nuevo sujeto colectivo de la política, la multitud entendida como “el conjunto de las singularidades (que)…Maquiavelo o Spinoza, intentaron darle un rostro, inventar una política de la multitud, resolver el problema de la decisión común” (Negri, p. 66). La recreación de la praxis política implica el proceso de constitución de la multitud, la construcción de lo común, la nueva ciencia de la democracia.

El imperio y el obstáculo de la guerra

El objeto fundamental que interpretan las relaciones imperiales de poder es la fuerza productiva del sistema, el nuevo sistema biopolítico, económico e institucional. El orden imperial se forma no sólo sobre la base de los poderes de acumulación y extensión global, también lo hace sobre la base de su capacidad para desarrollarse más profundamente, para renacer y extenderse a través de toda la urdimbre biopolítica de la sociedad mundial. (Hardt y Negri, Imperio, p. 50).

En la segunda parte del texto Imperio, el volumen Multitud dedicado a tratar el tema de la democracia y la guerra desarrolla el problema de la soberanía y la democracia revisando la teoría política, para la cual sólo “lo uno puede gobernar, sea ese uno el monarca, el Estado, la nación, el pueblo o el partido” (Hardt y Negri, 2004, p. 374). Más aún, esta teoría señala que la democracia puede ser el gobierno de todos o de la mayoría, pero unidos como el pueblo, en un sujeto único. Este principio tiene como lógico resultado que “solo una entidad pueda gobernar, vacía de sentido y niega el concepto de democracia…porque de hecho el poder es monárquico” (Hardt y Negri, 2004, p. 374).

En la misma dirección arriba advertida opera el concepto de soberanía que domina la filosofía política y funda todo “lo político precisamente porque requiere que sólo uno sea quien gobierne y decida” (Hardt y Negri, 2004, p. 374). Tal unidad en la soberanía, en últimas aparece fundada en la analogía del cuerpo social y el humano, que además establece la división de las funciones sociales, que concluye en la afirmación de “una subjetividad única y una mente racional que rige sobre las pasiones del cuerpo” (Hardt y Negri, 2004, p. 375). La multitud, por el contrario, no se reduce a la unidad, no se somete a lo uno, no es soberana.

Spinoza, crítico de esta teoría de la soberanía, llama a la democracia absoluta, que no reduce la pluralidad de la singularidad, contrario a la filosofía política que sentencia que las multiplicidades no pueden decidir por la sociedad. Ahora bien, la teoría de la moderna soberanía se compagina con las prácticas capitalistas de la gestión empresarial: “el uno que reúne a los trabajadores en una cooperación productiva…Schumpeter es el economista que mejor ha descrito el ciclo económico de la innovación, vinculándolo a la forma de control político” (Hardt y Negri, 2004, p. 377). En suma, se puede concluir, que de acuerdo con el discurso dominante en la modernidad, lo uno decide en política e innova en economía.

Pero, el poder soberano, en tanto relacional, no es autónomo, entonces “la negativa, la inhibición o el éxodo de los subordinados…esos actos insumisión representan una amenaza real. Sin la participación activa de los subordinados, la soberanía se desmorona” (Hardt y Negri, 2004, p. 379). Puesto que la soberanía es bilateral es una relación que implica además de la dominación una hegemonía, como lo teorizaba Gramsci. Actualmente, la lucha al interior de la soberanía en la época del imperio es más aguda y sin mediaciones. De ahí que la soberanía se torne en biopoder, el poder sobre la vida misma, y el poder político pone en juego, sobre todo, la producción de relaciones sociales en todos los aspectos de la vida. Porque el poder soberano necesita también producir vida social. Todo lo cual resulta en que bajo el orden imperial, “el capital y la soberanía tienden a solaparse por completo” (Hardt y Negri, 2004, p. 380).

De lo dicho, es posible derivar no sólo la autogestión sino la organización política y social de la multitud, derivada del carácter relacional de la soberanía, porque “cuando el producto del trabajo no son bienes materiales, sino relaciones sociales, redes de comunicación y formas de vida, es obvio que la producción económica implica inmediatamente una especie de producción política, o la propia producción de la sociedad” (Hardt y Negri, 2004, p. 382).

Sin embargo, la democracia de la multitud se enfrenta hoy con la barrera de la guerra global contra el terrorismo, como de modo eufemístico la denominaron el presidente George W. Bush, y sus aliados. Hoy la guerra se tornó en fundamento del sistema político imperial, y la soberanía se ejerce de manera desnuda sobre las multitudes en rebeldía y en resistencia. Así que asistimos ahora a la fórmula del éxodo, de una huida lejos del dominio de la soberanía, pero no tiene que ser pacífico y mucho menos conciliador. Se trata de hacer un uso democrático de la fuerza y de la violencia; se trata en últimas, de una subordinación de lo militar a lo político, como bien lo ejemplificaran los zapatistas en Chiapas. Igualmente, señalan nuestros autores en comento, que esta violencia democrática tiene que ser siempre defensiva, en rima con el derecho a luchar contra toda tiranía, pero se requieren armas adecuadas para evitar la derrota y las matanzas como la sufrida por las Panteras Negras.

Esta violencia defiende a la sociedad, no la crea, como lo planteaba el mesianismo apocalíptico de Walter Benjamin. Y para nada se confunde con la noción de guerra justa. Sin embargo, en el uso democrático de la violencia tiene que haber coherencia entre fines y medios. Y junto a lo ya dicho debe existir una crítica de las armas, para indicar qué armas no son adecuadas hoy.

Una primera conclusión que ha de tener en cuenta la nueva ciencia de la democracia es que producir en común ofrece la posibilidad de producción de lo común que, a su vez, es una condición de creación de la multitud, para luego entender cómo es posible que la multitud sea capaz de decidir, y en este caso el cerebro mismo es su modelo a aplicar. De otra parte, nos dicen Negri y Hardt, la multitud está, de cierto modo, organizada como lenguaje. También se puede decir que la democracia de la multitud es una sociedad de código abierto, una sociedad cuyo código fuente se revela a todos. Así, se invierte la obligación de obedecer, que comienza en la modernidad de Hobbes mismo. Los derechos a la desobediencia y a la diferencia son fundamentales para la constitución de la multitud como sujeto político. Para ella, la obligación política sólo resulta del proceso de toma de decisiones, como resultado de su voluntad política activa (Hardt y Negri, 2004, p. 387). En suma, es necesario inventar nuevas armas a la altura de la lucha democrática de hoy.

Y se trata entonces de convertir la resistencia en una forma de poder constituyente. Es el paso definitivo para inaugurar una ciencia de la democracia que no olvide los pasos de Madison y Lenin, como lo recomiendan los autores de Multitud, y así transitar a una efectiva refundación de la política de cara a los nuevos desafíos de la globalización que hoy comanda el capital.

 


1 Ver carta de Arendt a Henrich Blücher del 2 de agosto de 1941, reproducida en la Correspondance 1936-1968 (1999, p. 117).


Referencias bibliográficas

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Arendt , H. (1972). Idéologie et terreur. En Le système totalitaire. Paris: Seuil.

Baudelaire , Ch. (1990). Le Paris du second empire chez Baudelaire.

Ben jamin , W. (1971). Pour une critique de la violence. En Mythe et violence. Denoel.

Ben jam ín, W. (1997). Sur le concept d´histoire. Gallimard.

Castoriadis , C. (1999). Sur Le Politique de Platon. París: Seuil.

Hardt , M. y Negri, A. (2004) Multitud. Buenos Aires: Random Mondadori.

Heideger , M. (1968). La doctrine de Platon sur la verité. En Questions II. París: Gallimard.

Leibovici , M. (s.f). En la grieta del presente:¿mesianismo o natalidad? Revista Al Margen. 21-22.

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