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Revista Guillermo de Ockham

versión impresa ISSN 1794-192Xversión On-line ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.19 no.1 Cali ene./jun. 2021  Epub 07-Mayo-2021

https://doi.org/10.21500/22563202.4822 

Artículos originales

Educar en la finitud. Contribuciones para pensar el fundamento de la educación con Heidegger y Sartre

Educating on the finite. Contributions to think about the fundation of education with Heidegger and Sartre

Wilfer Alexis Yepes Muñoz1  * 
http://orcid.org/0000-0001-5782-2732

1Facultad de filosofía; Universidad Pontificia Bolivariana; Medellín; Colombia.


Resumen

Este artículo pretende reflexionar acerca del fundamento de la educación a partir de un movimiento del pensar que se orienta en la finitud. Para ello, toma categorías como el Dasein heideggeriano, principalmente el existenciario ser-para-la-muerte, y el para-sí sartreano, que, con todos sus matices, sacan el ser de su propio olvido y posibilitan una reflexión pedagógica que acoge la finitud como alternativa para mantener el estado de apertura de la existencia. Mediante un ejercicio hermenéutico, se vincularon algunos conceptos de la filosofía existencial a un diagnóstico de la educación en el horizonte del olvido del ser, vislumbrando a su vez un ejercicio de fundamentación que amplía el horizonte para pensarla y transformarla.

Palabras clave: conocimiento; finitud; educación; muerte; libertad; Heidegger; Sartre

Abstract

This article aims to reflect on the foundation of education from a movement of thought that is oriented on finite. For this he takes categories such as Heideggerian Dasein, mainly the existential being-for-death, and Sartrean for-himself, which, with all its nuances, take the being from its own forgetfulness and allow a pedagogical reflection that welcomes finite as an alternative to maintain the open state of existence. Through a hermeneutical exercise, some concepts of existential philosophy were linked to a diagnosis of education on the horizon of forgetting being, envisioning in turn an exercise of foundation, which broadens the horizon to think about it and transform it.

Keywords: knowledge; finite; education; death; freedom; Heidegger; Sartre.

Introducción

La razón prometeica, esa fuerza capaz de transformar el mundo y que se identifica con el proyecto de modernidad, se ha erigido como un optimismo que no conoce límites. Dicho movimiento sugiere la “sed de infinito” de un héroe moderno, sin dioses, constructor de su propio porvenir y de un conocimiento a su medida. Pero ese optimismo también proyecta su sombra. Los acontecimientos, que se extienden desde la Primera Guerra Mundial hasta nosotros, constituyen el epifenómeno de ese capítulo que, en su amplitud, desconoce la profundidad:1 el sujeto moderno se lanzó a conquistar tierras lejanas, eludiendo a su vez la finitud que subyace a toda “sed de infinito”. ¿Cuál es esa sombra?

El hombre contemporáneo se encuentra en una situación de incertidumbre y precariedad. Su condición es similar a la de un viajero que por largo tiempo ha caminado sobre una superficie helada, pero que con el deshielo advierte que el banco de hielo comienza a moverse y se va despedazando en miles de placas. (Volpi, 2005, p. 15)

Superficie helada es la metáfora para el movimiento del pensar, que caracteriza el proyecto de la modernidad. El dominio del mundo se traduce en una sensación de estar-en-casa, que no perdura. Ese banco de hielo se va despedazando al punto de que la incertidumbre y la precariedad exigen una reorientación que nos conduce a la existencia y no al sujeto. Fue así como la “sed de infinito” adoptó la forma de una angustia que se expresa en “experiencia de finitud” y hace que surja la pregunta por el ser:

Si la modernidad es, en el fondo, “el tiempo del Sujeto” (del hombre concebido como fundamento del mundo) la crisis de la era moderna da pie a sostener que la pregunta filosófica central no es la (kantiana) “pregunta por el hombre”, sino “la pregunta por el ser. (Escudero, 2009, p. 196)

Justamente, en este viraje emerge un movimiento del pensar que propicia la finitud como lo salvador en medio del peligro: la profundidad, que consiste en reorientar el pensar hacia la pregunta por el ser. Es la conciencia de un no-estar-en-casa, el abismarse del pensamiento, la emergencia de la nada, lo que saca el ser de su olvido. Pensadores como Heidegger y Sartre concentraron sus esfuerzos teóricos en ahondar categorías como el Dasein o el para-sí, que son la prueba fehaciente de esa finitud que posibilita la comprensión de lo humano en cuanto poder-ser arrojado, existente, proyectante, libertad exigida, experiencia de alejamiento, que mantiene en su trasegar tempóreo-existencial la preocupación por el ser.

Sin desconocer el distanciamiento teórico que configura El ser y la nada (1943) de Sartre, con respecto a Ser y tiempo (1927) de Heidegger, es en la experiencia de finitud como esta reflexión pretende erigir un puente entre ambos pensadores para pensar el fundamento mismo de la educación. Lo que hace, justamente, es replantear dicho fenómeno a la luz de una experiencia de finitud que justifica la enseñanza y el aprendizaje desde la profundidad del pensar y la pregunta por el ser, que trasciende lo mensurable, la operatividad y la acumulación de conocimientos. Por ello se divide en tres momentos. El primero, “La comparecencia de la finitud en el ser-para-la-muerte de Heidegger”, que analiza la existencia humana como un camino para la elaboración de la pregunta por el ser sin desconocer la posibilidad que reside en la inminencia de la muerte. En segundo lugar, “Sartre y la nada humana que se elige en la finitud del no-estar-en-casa”. Lo que interesa en este acápite es, precisamente, la comprensión de lo humano a la luz de una libertad que tensa un hilo entre su nada y el ser, otra expresión de la finitud que trasegará entre el encuentro y el desencuentro con respecto a Heidegger. Y el último momento: “Pensar el fundamento de la educación a partir de esta concepción de la finitud” como una reflexión que transfiere la pregunta kantiana a la pregunta por el ser para fundar un ser-en-el-mundo desde el aprendizaje-cuidado (Sorge) y el aprendizaje-nihilidad que hace suya la pregunta por el sentido de cara a la finitud.

La comparecencia de la finitud en el ser-para-la-muerte de Heidegger

Los caminos de la filosofía se fundan en una memoria que no esgrime el olvido: el olvido del ser: «Hoy esta pregunta ha caído en el olvido, aunque nuestro tiempo se atribuya el progreso de una reafirmación de la “metafísica”» (Heidegger, 2014, p. 11). En este trasegar del pensamiento occidental, Heidegger se propone interrogar nuevamente por el sentido de ese ser, incluso en la subyacente reafirmación de la metafísica que opera a la base del proyecto moderno. Es preciso volver la mirada a la pregunta misma y hacer de ella un camino acompasado, detenido (Klocker, 2013, p. 39), y esa búsqueda no podía soslayar a quien pregunta: el Dasein. J. Habermas explica la génesis de este viraje en el pensamiento a partir del análisis existencial, que propicia Ser y tiempo:

Heidegger insistió una y otra vez en que ya realizó el análisis existencial del Dasein con la única intención de replantear la pregunta por el sentido del Ser, enterrada desde los comienzos de la metafísica. Su intención habría sido situarse en ese arriesgado lugar en el que la historia de la metafísica se da a conocer en su sentido fundante de unidad, a la vez que se consuma. (Habermas, 2017, pp. 159-160)

En parte, ese gran olvido, manifestado en las primeras líneas de Ser y tiempo, circunscribe también un descuido sobre la finitud humana que posibilita toda comprensión de nuestro estar/siendo-en-el-mundo, toda vez que el humanismo antropocéntrico que instauran los tiempos modernos “sigue siendo metafísica porque piensa desde el ente y en el olvido del Ser” (Rojas, 2010, p. 169). Por ello, la pregunta desembocará, primeramente, en una analítica existencial: “La elaboración y la consideración de estas cuestiones exigen una analítica general del Dasein. La ontología tiene como disciplina fundamental la analítica del Dasein”. (Escudero, 2009, p. 51)

Así, Heidegger despliega la categoría de Dasein, que será soporte para ahondar el sentido mismo de la educación en estos tiempos que expresan la fragilidad de un proyecto de modernidad que “ha contemplado y venerado en la razón y la ciencia la ‘suprema fuerza del hombre’” (Cassirer, 2013, p. 15) y que, no obstante, en su ardor de progreso unidireccional, ha socavado la complejidad misma de la condición humana. Si soslayamos ese ser en tanto acontecimiento-apropiador, nunca agotado y ligado al devenir de la finitud humana, no tendríamos cómo justificar una reflexión pedagógica que rehabilita las posibilidades de la existencia en la facticidad del encuentro y el cuidado.

El existenciario ser-en-el-mundo vincula en esta comprensión otra posibilidad que, en el trasegar improrrogable del Dasein es fundamental para repensar la educación actual: la muerte como un acontecimiento ligado a la temporeidad del cuidado, que asume la posibilidad de la absoluta imposibilidad de la existencia. Heidegger comienza a vincular estos dos existenciarios con la noción de facticidad: “El ‘fin’ del estar-en-el-mundo es la muerte. Este fin, perteneciente al poder-ser, es decir, a la existencia, limita y determina la integridad cada vez posible del Dasein” (Heidegger, 2014, p. 250).

La existencia va dándose en la elección de la finitud como un dar sentido a su estado de apertura: “Existencia quiere decir poder ser, pero también poder-ser propio” (Heidegger, 2014, p. 249). En este sentido, la analítica existencial rehabilita la temporeidad en la noción misma de fundamento ontológico, que abrirá el camino a su concepción definitiva del tiempo en Contribuciones a la filosofía (Heidegger, 2005; Másmela, 2000, p. 11): “La constitución ontológico-existencial de la totalidad del Dasein se funda en la temporeidad” (Heidegger, 2014, p. 449).

Cuando la temporeidad pasa a ser el fundamento ontológico del estar ahí no se puede evitar la condición de contingentes: ya no somos necesarios o totales, sino para-la-muerte. La contingencia envuelve nuestro estar-en-el-mundo que se rige por las posibilidades, por las búsquedas sucesivas de la comprensión del sentido del ser y a una desnudez: nuestro ser-en-el-mundo asume la conciencia de muerte en el trance de lo intencionado, es decir, que no solo es conciencia posicional del proyecto y las posibilidades potenciadas en el hacer, sino también en hacer de la existencia algo que podríamos llamar un proyecto auténtico. Aparece la muerte como una permanente inminencia -la más propia-, que amplía el significado de nuestro estar-en-el-mundo:

Esta posibilidad más propia e irrespectiva es, al mismo tiempo, la posibilidad extrema. En cuanto poder-ser, el Dasein es incapaz de superar la posibilidad de la muerte. La muerte es la posibilidad de la radical imposibilidad de existir [Daseins-unmöglichkeit]. La muerte se revela así como la posibilidad más propia, irrespectiva e insuperable. Como tal, ella es una inminencia sobresaliente. (Heidegger, 2014, p. 267)

Es preciso anotar que esa inminencia de lo que falta reclama una temporeidad de lo posible. Estar ahí no es más que hacerse posible en el mundo, siempre arrojado, arrojado sin la verdad, sin la presencia, ex-istente, vulnerable, pobre, mendigo: “El Dasein no tiene el modo de ser de los entes. No es algo ya dado, sino que tiene que hacerse. No es algo encerrado en sí, sino que sale fuera de sí, está junto a los entes y comprende el ser de los entes” (Bello & Walton, 2013, p. 151). Estar-en-el-mundo es sinónimo de posibilidad, de un ya-sido nunca suficiente; un trasegar basado en el pro-yectar lo ya-sido en el estar/siendo. Claro está, reuniendo siempre nuestras expectativas y nuestras acciones en eso que falta, a saber, abrazar lo propio:

La muerte es una posibilidad de ser de la que el Dasein mismo tiene que hacerse cargo cada vez. En la muerte, el Dasein mismo, en su poder-ser más propio, es inminente para sí. En esta posibilidad al Dasein le va radicalmente su estar-en-el-mundo. Su muerte es la posibilidad del no-poder-existir-más. (Heidegger, 2014, p. 267)

El Dasein no-puede abandonar la inminencia, su reconocimiento del proyectar desde el corte y no solo desde la búsqueda. Existir consiste en dar sentido a la muerte y, en esta medida, la muerte se transforma en posibilidad-posibilitante: “¿No quiere decir el morir salir-del-mundo, perder el estar-en-el-mundo? Sin embargo, el no-estar-más-en-el-mundo del que ha muerto es todavía -en rigor- un estar, en el sentido del mero-estar-ahí de una cosa corpórea compareciente” (Heidegger, 2014, p. 255).

Estar ahí consiste en estar-suspendido en cuanto las posibilidades enajenan la totalización del ser que está expuesto, siempre ahí, nunca en-sí, arrojado a la posibilidad de un siendo, que hace frente a la única posibilidad de lo total: la muerte como posibilidad absoluta que arranca el ser-en-el-mundo del cadáver compareciente; al fin y al cabo, la única e insalvable posibilidad de ser. Disipa, por tanto, las posibilidades sucesivas que vamos sumando a la temporeidad, al estar siempre prestos para un otorgar sentido propio a ese perder el mundo que por ahora se manifiesta en un cómo-perder-el-mundo. Pero Heidegger (2014) aclara:

Ahora bien, si hablamos de un modo que sea conforme al Dasein, la muerte solo es un existentivo estar vuelto hacia la muerte. La estructura existencial de este estar [o ser] se revela como la constitución ontológica del poder-estar-entero del Dasein. (p. 250)

Nuestra comprensión implica aquello que nos sitúa en el límite. En este sentido, Heidegger puede ser llamado filósofo de la existencia (Grondin, 2006, p. 357). Lo es porque su análisis existencial en Ser y tiempo recoge la facticidad e incluso la muerte, que hacen ser al Dasein en su siendo. De hecho, su pensamiento sobre la muerte nos revela la constitución de un poder ser total, en lugar de un ser total: “La inminencia de la muerte pone al descubierto el poder-ser, en el cual el Dasein se afianza como posibilidad” (Másmela, 2000, p. 49). Incluso, cuando asumimos la muerte como posibilidad del Dasein aniquilamos su sentido óntico, su evasión, el proyecto inauténtico. La existencia es auténtica en la medida en que el Dasein asume la inminencia propia del poder ser total, que anula la presencia de posibilidades más allá de sí misma y, simultáneamente, cerrando la existencia en un llegar a ser total, que equivale a perder el mundo.

Mientras vamos/siendo no existe la posibilidad de una totalidad que se pierda en los esfuerzos y se jacte de ellos. Por ello, la inautenticidad no solo tendría su lugar en una evasión de la inminencia de la totalidad, sino también en una evasión que se cierra en un ser total inauténtico, una especie de muerte que invisibiliza la inminencia de la muerte. Cerrar la posibilidad es, en últimas, negarse a sí mismo en la negación. Todo esto explica por qué en Heidegger la muerte no reside justamente en el hecho de morir. De hecho, no somos conscientes de la muerte que nos sobreviene.

La muerte tiene que ver también con la construcción de sentido por parte del Dasein; hace suya la posibilidad absoluta, personaliza el sentido de la muerte: “El morir debe asumirlo cada Dasein por sí mismo. La muerte, en la medida en que ella ‘es’, es por esencia cada vez la mía” (Heidegger, 2014, p. 257). En efecto, tomar sobre sí es ya hacer visible la muerte, morir al hecho de sentirse pleno o vacío completamente; la muerte sería el único completamente. La existencia es solo un estar-en-el-mundo de lo por hacer, un realizar las posibilidades.

En-el-mundo somos la lejanía siempre abierta, proyectante. Visibilizar la muerte en este proyectar significa humanizar la muerte y, con ella, el pro-yectar. Somos nosotros los que vivimos para morir al mundo, para entregarnos a nosotros mismos como un poder-ser para. ¿Por qué es, entonces, la posibilidad si no es un ya sido? La imposibilidad de no ser la síntesis, de hacerse propio y total, aunque también la fundación de un imposible, exige la comprensión de esa posibilidad de un ser en sí mismo. Mientras existimos somos para-la-muerte, apuntamos a una integración que la logra ese hecho de estar muertos, pero no el hecho de estar vivos. En tal sentido, Heidegger (2014) afirma:

Su posibilidad existencial se funda en que el Dasein está esencialmente abierto para sí mismo, y lo está en la manera de anticiparse-a-sí. Este momento estructural del cuidado recibe en el estar vuelto hacia la muerte su más originaria concreción. (p. 267)

En Heidegger la muerte no puede revelarnos el ser de la muerte. Más bien posibilita la comprensión de ese misterio humano que se patentiza en esa relación irrenunciable con ella. Mejor aún, en el cuidado de la existencia que procura una síntesis, una totalidad, un ser sin un ahí, un ser atemporal. La muerte nos da sentido en la medida en que a través de su inminencia vislumbramos la posibilidad de la totalidad proyectada. De acuerdo con Vattimo (2006):

La muerte posibilita las posibilidades, las hace aparecer verdaderamente como tales y así las pone en posesión del Dasein, que no se aferra a ninguna de ellas de manera definitiva, sino que las inserta en el contexto siempre abierto del proyecto propio de existencia. A partir de ahora podemos afirmar que sólo al anticipar la muerte propia, que posibilita posibilidades, el Dasein tiene una historia, es decir, un desenvolvimiento unitario más allá de la fragmentación y la dispersión. (p. 50)

La muerte, como posibilidad, da sentido a nuestro quehacer. Lo que hacemos se convierte en posibilidad. Por la muerte visibilizamos esta condición inherente al intencionar de nuestras acciones, pero por ella no nos aferramos a nuestras acciones, no avizoramos en ellas la totalidad. La muerte, que está entre esas posibilidades, la posibilidad real de aniquilamiento, hace que devengan en simples posibilidades. Con ello se indica que no nos entregamos a ellas como al ser. La existencia consiste en un no-aferrarnos a lo que hacemos, aunque tengamos que hacerlo. La posibilidad de historizar nuestros arrojos se moviliza en un abandonar lo ya hecho para seguir posibilitando. Así, existir es tanto abandonar lo ya sido como encarar la experiencia ontológica de considerar insuficiente cada acción, pues interrumpir es ya un verdadero morir.

La muerte le da sentido al proyectar, impulsa el Dasein a ser mientras existe, pero siempre se anticipa cuando sobreviene aquello que vislumbra en las acciones un cerrojo en lugar de abrirla. De este modo, la muerte no renuncia a las posibilidades, sino que las toma como “meras” posibilidades:

Anticipar la muerte no quiere decir renunciar a las posibilidades efectivas, quiere decir tomarlas en su verdadera naturaleza de puras posibilidades, y esto exige una especie de suspensión de la adhesión a los intereses intramundanos en los cuales estamos siempre dispersos. (Vattimo, 2006, p. 52)

En consonancia con lo anterior, la existencia consiste no solo en obrar; obramos para ser, vamos/siendo-en-el-mundo. Luego, ¿qué intención tendrá matar ese obrar? El obrar ha de revelarnos su anverso: nuestras acciones, si custodiamos el estado de apertura de nuestra existencia, solo pueden ser concebidas como meras posibilidades, comparadas con la muerte. La muerte desnuda nuestras intenciones como un mero saltar de posibilidad en posibilidad, como un largo viaje en tierra movediza. La muerte nos permite verlas como posibles si la miramos a los ojos como la única inminencia, porque puede llegar en cualquier momento: “La certeza de una muerte inevitable y la incertidumbre de su hora contingente definen un doble uso antinómico de la finitud” (Glucksmann, 2010, p. 129). No solo la certeza y la incertidumbre de la hora. También lo es la incertidumbre en el obrar; vislumbrar en ella nuestra forma de ser más humana, una mera posibilidad que la angustia revela:

La angustia revela en el Dasein el estar vuelto hacia el más propio poder-ser, es decir, revela su ser libre para la libertad de escogerse y tomarse a sí mismo entre manos. La angustia lleva al Dasein ante su ser-libre-para… (propensio in…) la propiedad de su ser en cuanto la posibilidad que él es desde siempre. (Heidegger, 2014, p. 206)

Si bien, el fenómeno de la angustia, como modo de estar en-el-mundo, prepara la reflexión heideggeriana sobre el existenciario ser-para-la-muerte, esta reflexión considera pertinente presentarlo al final del acápite para enganchar las reflexiones de Sartre en El ser y la nada, que permiten alimentar este sentido de la finitud para repensar la educación. Así pues, la angustia vislumbra la indeterminación de la existencia humana, que hace que el mundo no pueda ofrecer nada. Ella misma es la oportunidad para desenmascarar los fingimientos de sentido de propiedad y arraigo en cosas que no somos. Estar-en-el-mundo no equivale a “ser-mundo”, y es justamente la angustia la que desnuda nuestro ser-posible, el en, el Da, la impropiedad de la libertad que se mueve entre lo indeterminado de su estar-como-poder-ser, a la deriva de esa temporeidad que destruye la familiaridad cotidiana.

En parte, la angustia promueve una suerte de epoché existencial, toda vez que el estar-en-el-mundo pierde el sentido de estar-en-casa. Lo expresaba Heidegger: “El no estar-en-casa debe ser concebido ontológico-existencialmente como el fenómeno más originario” (Heidegger, 2014, p. 208). Es así como el estar-en-el-mundo lleva la impronta del ser del cuidado (Sorge), que, en su ser libre, peregrina al modo de tener que ser su propia obra, sus propias posibilidades. Ahora bien, ¿dónde ubica Sartre el obrar de la libertad si no es en la muerte como posibilidad posibilitante? ¿Continúa su camino en el existenciario ser-para-la-muerte? En definitiva, ¿cómo vislumbra Sartre la finitud?

Sartre y la nada humana que se elige en la finitud del no-estar-en-casa

En su obra de 1943, Sartre asimila el existenciario ser-para-la-muerte bajo la noción “humanización de la muerte”. En esa perspectiva, la muerte facilita la experiencia de lo humano en cuanto avizora las propensiones existenciales desde una perspectiva de lo posible. Es preciso plantear que la muerte en Heidegger encarna un sentido de la posibilidad. La acción propende por una totalidad, pero la muerte como presencia de posible plenitud no está situada en el terreno de la libertad, sino en la convicción de la inminencia. Una convicción que desde Heidegger responde a la condición tempórea del existente: es dar sentido a la existencia a partir de la muerte, ver antes que ella posibilidades, verla incluso como una posición particular del obrar. Dicho de otro modo, la muerte nos sitúa de cara a la posibilidad. Sartre no desconoce esta posición frente a la muerte:

A Heidegger estaba reservado dar forma filosófica a esta humanización de la muerte: si, en efecto, el Dasein no padece nada, precisamente porque es proyecto y anticipación, debe ser anticipación y proyecto de su propia muerte como posibilidad de no realizar más la presencia en el mundo. Así, la muerte se ha convertido en la posibilidad propia del Dasein; el ser de la realidad-humana se define como Sein-zum-Tode. En tanto que el Dasein decide su proyecto hacia la muerte, realiza la libertad-para-morir y se constituye a sí mismo como totalidad por la libre elección de la finitud. (Sartre, 2008, p. 721)

La muerte no es un tópico fundante en el Sartre de El ser y la nada. De hecho, su estudio sobre la muerte constituye únicamente una reacción en torno a la analítica existencial del Heidegger de Ser y tiempo. No lo hace para profundizar este tema, sino más bien para alejar su análisis de la existencia de un ser-para-la-muerte. La muerte en Sartre carece de ese para heideggeriano. Por tanto, Sartre no asume la muerte como posibilidad, sino como una suerte de acontecimiento inminente; una realidad que, en lugar de humanizar las acciones, las cierra. La muerte sería, pues, una especie de inactivación de la libertad, que no puede equipararse a un ser-para-la-muerte:

Después de haber parecido la muerte lo inhumano por excelencia, puesto que era lo que hay del otro lado del “muro”, se ha visto de pronto la posibilidad de considerarla desde un punto de vista opuesto, es decir, como un acaecimiento de la vida humana. Este cambio es perfectamente explicable: la muerte es un término y todo termino (sea final o inicial), es un Janus bifrons; ora se lo encare como adherente a la nada de ser que limita al proceso considerado, ora, al contrario, se lo descubra como aglutinado a la serie a la que pone término, ser que pertenece a un proceso-existente y en cierto modo constituye su significación. (Sartre, 2008, p. 719)

Para llegar a esta conceptualización de la muerte, Sartre modificó primeramente sus reflexiones acerca de la libertad. Es preciso inferir que la muerte está subordinada a una resemantización de la libertad como núcleo de la nada humana y como un núcleo absoluto nihilizante del que se desprenden todas las posibilidades, incluso donde confluyen y, por tanto, emerge como algo externo a ella, como algo que el para-sí no puede elegir. De hecho, Sartre se muestra radical con la analítica existencial de Heidegger, toda vez que, en la facticidad, el fundamento ontológico del para-sí concuerda con el existenciario ser-en-el-mundo, pero el existenciario ser-para-la-muerte es suprimido de la perspectiva:

Así pues, la muerte nunca es lo que da su sentido a la vida: al contrario, es lo que le priva por principio de todo significado. Si debemos morir, nuestra vida no tiene sentido porque sus problemas no reciben ninguna solución y porque el significado mismo de los problemas sigue siendo indeterminado. (Sartre, 2008, p. 730)

La muerte significa un morirse a secas que no se anticipa en el obrarse diario. Este enfoque no descarta la posibilidad que se encuentra en el concepto complejo de libertad que defiende el pensador francés. Sin embargo, descarta la muerte como posibilidad. Libertad y muerte son dos categorías antagónicas en Sartre. La libertad es ese dar sentido, esa posibilidad absoluta equiparable a una nada que tampoco está-en-casa. En efecto, la libertad pasa a ocupar el lugar del significado heideggeriano de la muerte:

La libertad que es mi libertad permanece total e infinita; no que la muerte no la limite, sino que la libertad no encuentra jamás ese límite; la muerte no es en modo alguno obstáculo para mis proyectos: es solo un destino de estos proyectos en otra parte. No soy “libre para la muerte”, sino que soy un mortal libre. (Sartre, 2008, p. 740)

Este pasaje precisa un análisis. Como un para, la libertad es proyecto de ser y estado de apertura. El para-sí no ejecuta su proyecto de en-sí-para-sí de cara a la muerte. Lo hace precisamente dando la espalda a esa inminencia irrevocable. No percibe la posibilidad como un interpretar la inminencia de la muerte. Su elección prolonga y aplaza el ser, pero no lo hace porque la muerte se presente en su comprensión del poder ser total. La libertad no es un para-la-muerte; es un para- que no puede desconocer la muerte. Sartre, empero, no la sustantiva. Lo único sustantivado en su filosofía, lo único hacia lo cual apunta es al en-sí:

No obstante, el desvelamiento del Ser se realiza en el elemento de la libertad, puesto que se realiza en y por el proyecto. Así, todo conocimiento del Ser implica una conciencia de uno como ser libre. Pero esta conciencia de ser libre no es un conocimiento, es únicamente una existencia. (Sartre, 1996, p. 121)

La nada y el ser son dos conceptos que, en tensión, sacan al ser mismo de su olvido: “He aquí, pues, que la nada se cierne en torno al ser por todas partes, y, a la vez, es expulsada del ser; he aquí que la nada se da como aquello por lo cual el mundo recibe sus contornos de mundo” (Sartre, 2008, p. 60). La preocupación por el ser no pierde su impulso en esta obra de 1943. Lo que vislumbra justamente es el “y”, la búsqueda del ser que surge de la nada humana, necesitada de esa justificación, angustiada en su propio estar-en-el-mundo: “La nada lleva el ser en su propio meollo” (Sartre, 2008, p. 60). En efecto, el Dasein heideggeriano con su existenciario ser-en-el-mundo permea la nihilización que hace que incluso el para-sí sartreano recupere la pregunta por el ser en la relación ser-nada en tanto búsqueda y alejamiento de la nihilidad que la envuelve como un no-estar-en-casa:

El Dasein está “fuera de sí, en el mundo”: es “un ser de alejamientos”: es “cura”; es “sus propias posibilidades”; etcétera. Todo lo cual viene a decir que el Daseinno es” en sí; que “no está” a una proximidad inmediata de sí mismo; y que “trasciende” el mundo en cuanto se pone a sí mismo como no siendo en sí y como no siendo el mundo. (Sartre, 2008, pp. 60-61)

Así pues, la diferencia ontológica queda posibilitada en la analítica existencial; el estar ahí heideggeriano adopta el cariz de un no-está, un para-sí, que siendo-en-el-mundo, no-está-en-casa, y allí mismo la angustia expresa la nada-de-ser: “Y la angustia como manifestación de la libertad frente a sí mismo significa que el hombre está siempre separado de su esencia por una nada” (Sartre, 2008, p. 81). Dicho de otro modo, el hombre que no-está-en-casa, no es esencia, sino existencia, deviene libertad.

Ahora bien, la nada se patentiza en la angustia, pero no en la muerte. La nada es anterior a ella: representa el juego constante de existir reconociendo el deseo y la penuria propios del para-sí, concepto fenomenológico que coincide con lo humano en el pensamiento sartreano: “El para-sí se caracteriza no sólo por su oposición al en-sí, sino más fundamentalmente aún, por su capacidad sistemática de negación, la de poder siempre decir ‘no’: yo no soy esto, yo no soy este ser” (Grondin, 2006, p. 360). Dicho de otro modo, el hecho de ser libre me hace consciente del obrar en calidad de aplazamiento y posibilidad; de autenticidad frente a un llamamiento del ser en esa necesaria relación con el en-sí. En efecto, Sartre no vincula la muerte con la posibilidad. Afirmar esta concepción de cara a El ser y la nada significa socavar su perspectiva de la libertad. La libertad es realmente lo que da cabida al para-sí.

Sartre realza la libertad al situarla en un núcleo (Sartre, 2008, p. 601), en un fondo, en un fundamento, pero al mismo tiempo como una permanente incompletud que se realiza en su obrar, posibilitando así la posición intermedia entre el ser y la nada. Luego, el ser del para-sí sería solamente la posibilidad de hacerse a sí mismo como negación de totalidad y de plenitud. Claro está, proyectando siempre sus acciones hacia esa totalidad posible:

Pero, considerando las cosas un poco más de cerca, se advierte el error: la muerte es un hecho contingente que pertenece a la facticidad; la finitud es una estructura ontológica del para-sí que determina a la libertad y no existe sino en y por el libre proyecto del fin que me anuncia lo que soy. En otros términos, la realidad humana seguiría siendo finita, aunque fuera inmortal, porque se hace finita al hacerse humana. Ser finito, en efecto, es elegirse, es decir, hacerse anunciar lo que se es proyectándose hacia un posible con exclusión de otros. El acto mismo de libertad es, pues, asunción y creación de la finitud. Si me hago, me hago finito y, por eso mismo, mi vida es única. (Sartre, 2008, p. 738)

Facticidad y finitud están estrechamente ligadas en las estructuras del para-sí. No obstante, lo que resuelve la posibilidad no sería lo inmodificable, lo que no podemos cambiar. No puede formar parte de la estructura ontológica del para-sí, pues la finitud tiene que ver más con las negaciones de un proyecto que se elige finito, esto es, como posibilidad, como algo inacabado y maleable. Por tanto, la finitud significa la permanente negación de las acciones como instauración del ser. Siempre lo hacen posible, aunque también lo aplazan; pero se niegan a reducirlo.

La libertad constituye esa negación real del ser total concebido como objetivo, pero entronizado y malogrado. Ser humano es hacerse humano, elegir el ser, aunque tengamos la certeza de que se nos escapa incluso en la suma de todos nuestros esfuerzos. En esta medida, podemos comprender la reacción de Sartre: “Así, debemos concluir, contra Heidegger que la muerte, lejos de ser mi posibilidad propia, es un hecho contingente que, en tanto que tal, me escapa por principio y pertenece originariamente a mi facticidad”. (Sartre, 2008, p. 737)

Aunque no es central en su ontología, la inminencia de la muerte hace visible el en-sí: “Así, la sola existencia de la muerte nos aliena íntegros, en nuestra propia vida, a favor del otro. Estar muertos es ser presa de los vivos” (Sartre, 2008, p. 735). Mientras vivimos, el otro no puede concluir su juicio. Toda cosificación del otro está sujeta a la posibilidad que yo extiendo. Esto quiere decir que, estando vivos, negamos la totalidad a favor de una construcción permanente de la negación. Pero la muerte supone una alienación que determina lo ya hecho. Ser parte del pasado es estar inmerso en los juicios totales que han alienado la finitud y, en lugar de ella, un hecho contingente desnuda nuestra finitud: la muerte.

Muertos, simplemente somos; morimos para ser. Pero ese ser anticipado por la muerte, según Sartre, queda en manos de los vivos: “En tanto que es el triunfo del otro sobre mí, remite a un hecho, ciertamente fundamental pero totalmente contingente, como hemos visto, que es la existencia del otro” (Sartre, 2008, p. 737). Con esto último, la muerte nos presenta dos formas de desnudez: la primera nos revela el proyecto y el obrar como posibilidad ante una inminencia. Y, por otro, como realidad que atrapa infinitamente nuestra existencia en un eterno en-sí, es decir, como ese algo para una conciencia ajena a mí. ¿Qué nos queda en estas dos formas de interpretar la muerte? ¿En qué medida estos aportes sobre la finitud humana suscitan una reflexión para repensar la educación?

Pensar el fundamento la educación a partir de esta concepción de la finitud

No vivimos la muerte como un en-sí. Cuando tomamos conciencia de ella, somos nosotros quienes tomamos posición frente a nuestra propia muerte. No es un fenómeno que avizoremos totalmente en la distancia, en las personas cercanas o lejanas que abandonaron esta condición de arrojados; siempre está presente, condiciona nuestras decisiones, nuestro estar-en-el-mundo. Por ello, la conciencia heideggeriana se aleja de la fenomenología reflexiva (Escudero, 2010, p. 426) de Husserl. Es que no solo constituimos el mundo a partir de una intencionalidad técnica o de un habitar poético. No podemos asociar únicamente la conciencia a un estar en la distancia. La creación de mundo encierra una creación propia que tiene su anverso: toda creación del Dasein se encuentra en el plexo de sus posibilidades; es un constante crear sin tregua, sin suficiencia, sin seguridad.

En la conciencia de posibilidad que trasciende un ser-en-el-mundo aparece la muerte, de acuerdo con Heidegger. Somos conscientes de nuestro estar-en-el-mundo como un estar ahora, ahí, suspendiendo la posibilidad total de sentirnos como en-casa. Estar vivos no es más que abrir las páginas del libro de nuestra vida y hacer que nuestra historia continúe, que no sea total. Asimismo, la muerte aparece como un cerrar el libro, la temporalización del proyecto de ser-en-el-mundo. Por ello la conciencia de muerte es fundamental. No estamos de acuerdo con que sea simplemente una inminencia. Esa inminencia por sí sola no justifica nuestra historialización.

Por su parte, la historialización tendría que ver con una conciencia de situación en el mundo, de obras consecutivas e incansables. Pero también es un cubrir de significado todas las acciones, desnudarlas, hacerlas visibles como meras posibilidades. Claro está, posibilidades que son al mismo tiempo exigencias para el existente. Con la muerte a cuestas, siempre en la sangre y en el proyecto, en la intencionalidad y en la conciencia de muerte, la existencia cobra un sentido especial. No obstante, ese obrar es ontológico en tanto descubre su misma naturaleza: el obrar es esencial, pero no esencia. Sustantiva en tanto verbo, pero tiene que permanecer en gerundio: me voy haciendo sin perder la conciencia de posibilidad. Se lanza al ser, lo saca de su olvido.

La muerte recobra el obrar, revierte su significado, ya que es fluctuación tempóreo-existencial constante. Como toda fluctuación, exige la posibilidad de escoger el camino, aunque la puerta por donde salimos sea la misma. Siendo esencial, el obrar es conciencia de obrar en la conciencia de obrar contingente. Y un obrar contingente no está justificado ni por su ser-en-el-mundo ni por su ser-para-la-muerte. El obrar de esta conciencia que se sabe contingente nos convierte en otros: siempre estamos lo suficientemente enfermos para morir. En esta desnudez, nuestra vida cambia, la existencia se convierte en riesgo, voluntad, deseo de cambiar lo que podemos cambiar; incluso deseo de restaurar nuestras relaciones con el otro, deseo de restructurar el mundo que nos hizo únicos-en-el-mundo.

La desnudez existencial, desde la perspectiva de la muerte, no consiste solamente en la posibilidad porque seamos para la muerte, y es lo que ha de suscitar el ejercicio pedagógico. La muerte también nos hace humanos, incluso cercanos a todo ser que vive y tiene que morir; a todas las personas que, en medio de esta contingencia mundial, quizá no elegida, han caminado primero hacia ese silencio. Este acontecimiento es también pedagógico; ha de suscitar la finitud de un mundo que se desmorona en sus cimientos, pero que además avizora en el peligro lo salvador.

La educación es llamada, por tanto, a la finitud, a esa reflexión que posibilita no solo el quehacer cognoscitivo, tan caro a la productividad, a la amplitud de un pensar basado en el conocimiento científico-técnico, incluso a un saber que corre el peligro de desembocar en humanismo del olvido del ser. La finitud, que no puede anclar en el para-la-muerte y en una libertad que se mantiene en vilo, sitúa lo humano de cara al ser. Occidente también ha educado en el olvido del Ser. Todo lo que se considera enseñable no ha salido de ese olvido.

Cuando se piensa la educación en el horizonte de estas reflexiones que se configuran a partir del existenciario heideggeriano estar-vuelto-hacia-la-muerte y en el seno de esa nada libre sartreana que se hace y destotaliza sus acciones para continuar su travesía, es porque la nada humana, en lugar de ese ser que ha invocado el pensamiento occidental, tan caro a los diferentes sistemas educativos, continúa reivindicando su estado de apertura. La acusación de humanismo anclado en la metafísica que pesa sobre el Sartre de El existencialismo es un humanismo (Heidegger, 1960; Rojas, 2010) no desdibuja el sentido de la finitud que se ha pretendido en esta reflexión: son la muerte y la nada el fundamento mismo de la educación, que supone un acontecimiento-apropiador: transformar el aula, lugar habitualmente cerrado, en un aula abierta que propicia la posibilidad de lo humano en ese riesgoso aventurarse en el ser más allá de una racionalidad instrumental. Esa aula interrogativa se sostiene, por tanto, en la temporeidad que posibilita la comprensión del ser en el poder-ser total y nihiliza, a su vez, el riesgo de volverse esencial en la certeza del conocimiento:

La vida humana, una vida finita, una vida breve, no es acto puro, sino más bien una posibilidad siempre a partir de otras posibilidades en las que la vida entera está en juego. Toda vida es un riesgo. Vivir es arriesgarse, lanzarse a una aventura entre el nacimiento y la muerte. (Mèlich, 2002, p. 24)

La brevedad de la vida imprime en lo humano una profundidad que no puede captar el hecho de volverlo esencial. Por ello, el poder-ser-total y la comprensión nihilizante de la libertad operan a la base de una auténtica transformación educativa: educar, que es orientar, conducir, nos exige reorientarnos en el ser, en esas posibilidades que siempre están juego. Educar es arriesgar la aventura del ser que, tanto el docente como el estudiante, en condición de nadas, complejizan su relación, ya no con el conocimiento, sino con el ser. Es así como esta ruptura con la tradición nos permite ver con otros ojos la posibilidad en todas las situaciones límite, incluida la muerte y la enfermedad. Una pandemia es, en este sentido, el acontecimiento de una sociedad que ha alimentado su propia cultura de la muerte porque no se ha elegido en la finitud. Y se ha vuelto tan esencial, que es imperativo mirar la muerte a la cara.

Resuena la pregunta por el sentido de la existencia humana, de nuestro lugar en el mundo, justo cuando la humanidad es puesta a prueba. Pero esa prueba constituye el insumo para reforzar en el Dasein-estudiante ejercicios que, desde su propia finitud, le permitan reconocer la fragilidad humana, combinada con una libertad que se elige humanamente y no solo técnicamente; que reconoce en-el-otro el espejo de su propia vida y de su propia muerte, y sale a su encuentro: es finitud solidaria, de acogida:

El mundo en el que el ser humano ha nacido es un mundo compartido con otros. El recién llegado nace rodeado de otras personas que lo han acogido en el momento de nacer. Sin acogida no hay vida. Si hemos nacido y continuamos vivos es porque hemos sido acogidos. (Mèlich, 2002, p. 18)

Es muy probable que el aula interrogativa rehabilite el sentido de lo humano en tanto acogida, toda vez que el cuidado como temporeidad proyectante en el poder-ser y en el ejercicio de elegirse, eligiendo la nada, encarne un cuidado, una protección de esa posibilidad que es el otro, porque nuestro estar-en-el-mundo es un co-estar: “El mundo del Dasein es un mundo en común [Mitwelt]. El estar-en es un coestar con los otros” (Heidegger, 2014, p. 139). Bajo esta perspectiva, los pastores del ser ya no se proyectan como consumidores de un olvido egoísta en el conocimiento y la productividad, sino que se acogen en la transparencia de esa nada compartida, que atiende el interrogativo estar-en-el-mundo como una caída arriesgada, resolutiva. Por ello, educar significa el pensamiento rememorante del coestar en la acogida del ser. Los planteamientos de Heidegger y Sartre sobre la finitud todavía resuenan, nos miran a la cara.

La libertad nihiliza todos esos arrojos que desvirtúan su camino en medio de la posibilidad, puesto que allí se asienta y funda lo esencial como propio. Luego, la libertad que es lo que nos hace específicamente humanos y únicos se hace elección, una elección de lo buscado, aunque termine siendo una pasión inútil:

Toda realidad humana es una pasión, por cuanto proyecta perderse para fundar el ser y para constituir al mismo tiempo el en-sí que escape a la contingencia siendo fundamento de sí mismo, el Ens causa sui que las religiones llaman Dios. Así, la pasión del hombre es inversa de la de Cristo, pues el hombre se pierde en tanto que hombre para que Dios nazca. Pero la idea de Dios es contradictoria, y nos perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil. (Sartre, 2008, p. 828).

En toda pasión, que es un buscarse y un obrarse, hallamos lo inútil, es decir, el no poder conseguir ese ser proyectado, inherente al para-sí y el perder la posibilidad de continuar en el intento, quedando en manos de los juicios cosificantes de otros para-sí. Morir, en otras palabras, descubre el significado de pasión inútil, puesto que perdemos nuestro hacer, reduciéndonos a la cosa, a la historia cegada, al nombre sin la incertidumbre. La muerte lleva una posibilidad, la de ser auténticos: sentirnos frágiles, porque la muerte, incluso en la distancia, nos recuerda que se trata de “pequeñas posibilidades”:

No basta con que el hombre sea el único animal que sabe que va a morir, es necesario que proyecte ese saber a los fundamentos de su vida y de sus obras. Los seres “inauténticos” huyen y aceptan con indiferencia pasar y traspasar en el anonimato de un “se muere”. El ser “auténtico”, en cambio, anticipando su propia desaparición, la eleva a juicio último. Para él, elegir su vida y elegir su muerte son una única y misma opción. El “ser-para-la-muerte” es entonces un cogito más verdadero que el de Descartes (pienso, luego existo). Soy siempre un moribundo, dice Heidegger, “sum moribundus, lo cual no significa moribundus como enfermo grave o herido grave, sino que, en la medida en que soy, soy moribundus -el moribundus da, en primer lugar, al sum su sentido-”. Muero, luego existo. (Glucksmann, 2010, p. 118)

En la existencia auténtica, el hombre asume su muerte como juicio que dota de sentido sus opciones. En este cogito verdadero, en esta desnudez, tensamos nuestras acciones como los pastores del ser. Como los moribundos que entran al ser, como pasión que no anula la muerte, mientras existimos, pastoreamos la posibilidad. La muerte remueve el ser total del hombre, desnudándolo como posibilidad del aún no o pasión inútil de la libertad. Es, por consiguiente, una oportunidad para el saber pedagógico que recoge el conocimiento, el aprendizaje y la estrategia. Lo salvador en medio del peligro es, pues, la elección de la finitud en la que se construye el Dasein del educador y del estudiante: es la apertura, que posibilita comportamientos como el conocimiento del mundo, pero es también la necesidad de recuperar esa apertura que nace en el deseo de ocuparse de un mundo que destruimos natural, pero también humanamente.

Conclusiones

La certeza de morir no es garantía de un dar sentido a la muerte. El fenómeno de la muerte reivindica el ideal de la heroicidad que se remonta a Homero. De hecho, podríamos pensar la valentía de Aquiles no solo en virtud de sus acciones, sino también en consonancia con su elección de la muerte. No es héroe aquel que vive en una lucha con el otro y contra el otro; el heroísmo se hace visible en la conciencia de nuestra propia finitud.

En correspondencia con lo anterior, la existencia es también un vivir inauténtico. Cuando sentimos que nuestro mundo parece construido a nuestro parecer, olvidamos esa inminencia, nos sentimos los dueños del mundo: nos sentimos para-el-mundo. Todo lo que hacemos no es más que la posibilidad. Y la existencia es eso: un constante fluir entre la autenticidad y la inautenticidad. Ante situaciones límite que vuelven paradójica la existencia, elegimos vivir, pero ese vivir es un morir, un acto de humildad que desnuda la existencia, que la ubica de cara a la posibilidad, a la posibilidad de totalidad.

El ser-para-la-muerte de Heidegger da sentido al existenciario ser-en-el-mundo. Lo descubre “en”. La muerte sería un perder ese mundo. Con ello, el para y el en se comprenden a sí mismos en relación. Desnudar la existencia significa, entonces, enfrentarnos a lo paradójico. La muerte también nos hace humanos, nos acerca el mundo a pesar de su inminencia. La muerte autentica el proyecto, lo ensancha, ensancha lo humano, ensancha las posibilidades del existente. Por ello Sartre no olvida la realidad de la muerte, aunque tenga que salvar la libertad. Elegimos un vivir auténtico desde la libertad o para la muerte, que tendrían un significado de complementariedad en ambos; o vivimos como si no viviéramos.

La educación ha de repensarse, por tanto, a la luz de estas resonancias: la posibilidad exige no solo la amplitud del pensar que construye un mundo a la medida del conocimiento como un sentirse-en-casa, sino también la profundidad de ese pensar que no rehúye su finitud y se elige en un permanente estado de apertura. Por tanto, presupuestos dispares y complejos como el ser-para-la-muerte de Heidegger y la libertad de Sartre, se imbrican en un llamado a la educación, que consiste en una tarea doble: la amplitud del pensar que dinamiza el quehacer científico-técnico en el horizonte de esa profundidad que reconoce lo humano en su fragilidad y en el pensar reorientado hacia el ser. Educar consiste justamente en cuidar y mantener las cosmicidades, “el cuidado de las armonías ya hechas, ya encontradas” (Esquirol, 2011, p. 205), sin perdernos en la plenitud del logro o la certeza del conocimiento. En definitiva, la incorporación de la finitud en educación implicaría que se puedan generar las tensiones correspondientes a ese movimiento del pensar que afirma la tensión compleja entre el conocimiento y la profundidad a esas preguntas por el sentido del ser y de estar en-el-mundo, esto es, que el componente epistémico mantenga su apertura a esa comprensión de lo humano como un acontecimiento vinculante.

Referencias

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1J. Esquirol comprende el pensar como un movimiento doble, al menos en el mundo moderno: “Uno es más bien de extensión y otro de tensión. El de extensión suele servirse, de un modo u otro, de la abstracción y tiene una estructura lineal y acumulativa. El de tensión no consiste en avanzar, sino en pasar por la distensión y la falta de tono a la tensión, como en un arco. […] El movimiento de tensión no deja de poner de relieve la finitud que somos; el de extensión, en cambio se sitúa en el camino del progreso y de una especie de ilimitación. [Así, pues] El de extensión da amplitud al pensar; el de tensión, la profundidad” (Esquirol, 2011, pp. 201-202).

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Citar así: Yepes Muñoz, Wilfer Alexis. (2021). Educar en la finitud. Contribuciones para pensar el fundamento de la educación con Heidegger y Sartre. Revista Guillermo de Ockham. 19(1), 25-38. https://doi.org/10.21500/22563202.4822

Recibido: 10 de Julio de 2020; Revisado: 02 de Abril de 2021; Aprobado: 08 de Abril de 2021

*Correspondencia. Email: wilferalexis.yepes@alfa.upb.edu.co

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