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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.10 no.18 Medellín ene./jun. 2013

 

RESEÑAS ARTÍSTICAS

 

Vírgenes en contra-vía

 

 

Sol Astrid Giraldo E.*

* Filóloga clásica, Universidad Nacional. Magister en Historia del Arte, Universidad de Antioquia. Investigadora, crítica, docente y periodista cultural. sol.astrid.giraldo@gmail.com

 


 

 

Hasta bien entrada la historia del arte, las mujeres fueron el objeto pasivo de la mirada del artista masculino. Incluso cuando ellas mismas pudieron acceder al mundo del arte, siguieron reproduciendo un sistema estético donde su espacio era apenas el de las musas, las heroínas, las majas vestidas o desnudas, las brujas o las diosas sensuales, roles que conformaron un canon muy establecido de la corporalidad femenina en el arte. La mujer era el objeto pasivo de la mirada del otro y no tenía una mirada propia sobre sí misma. En la contemporaneidad, el problema de la auto-imagen sigue vigente. Una estrategia recurrente para afrontarla ha sido la de dialogar o debatir con aquellos estereotipos como lo han hecho en las últimas décadas artistas como Orlan o Cindy Sherman.

Aunque el contexto de las artistas latinoamericanas es este mismo canon occidental, quisiera reflexionar sobre el peso específico que ha tenido en la región la figura de la Virgen María como horno moldeador de las corporalidades femeninas. En segundo lugar, quisiera indagar por las múltiples formas cómo han interrogado al canon mariano algunas artistas colombianas, mexicanas y chicanas desde la contemporaneidad.1 No estamos pues en el terreno del dogma, sino de la imagen, de la construcción de una imagen, de su deconstrucción y de su poder modelador del cuerpo, entendiendo éste no como un dato biológico, sino como una construcción social, cultural e histórica, donde las marcas de la raza, la clase y el género son asuntos de primer orden.

 

El cuerpo femenino y sus debates

Las artistas contemporáneas latinoamericanas, sin seguir un programa único ni una bandera explícita, después de siglos de silencios sobre el cuerpo femenino, lo han convertido en un tema protagónico. Con sus trabajos están en la búsqueda de esas ''femineidades que puedan tener una corporalidad más allá de las definiciones dadas tradicionalmente en los discursos patriarcales de la filosofía, la religión, la biología e incluso el sicoanálisis'', como lo plantea Griselda Pollock2 . Su problema es volverle a dar carne a corporalidades desvanecidas por imaginarios, negaciones, iconografías cerradas, hurtos y significaciones históricas ejercidas hegemónicamente y desde afuera. Y esto lo hacen a través de una contra-construcción corporal desde la imagen.

La mujer en estos trabajos ya no significa apenas ''la diferencia negativa del hombre o su fantasía de ser otro''3, como ha sucedido tradicionalmente en la historia del arte cuando el cuerpo femenino ha sido su tema. Ahora, éste se construye desde las reflexiones y las miradas propias de unas artistas que van más allá de la identidad femenina entendida como una verdad, una naturaleza, una ontología4 . Ellas buscan su palabra, su imagen y su cuerpo en una constelación de referencias históricas, ideológicas y visuales. A veces positivamente, ofreciendo imágenes consistentes, otras apenas destruyendo visualidades históricas de las que nos entregan sus detritos y preguntas.

Así, en sus obras, el cuerpo femenino puede verse ''ya no como una esencia, sino como un recurso para potencialidades imaginativas, sicológicas y de la experiencia''5. Estos presupuestos teóricos de Pollock pueden verse sin duda desarrollados en muchas de estas imágenes contemporáneas latinoamericanas, obras que inauguran los cuerpos femeninos al momento de visualizarlos, gracias a un lenguaje también inédito que se crea al tiempo con estas auto-representaciones. Los cuerpos femeninos no se buscan como datos naturales preexistentes, sino que se hace conciencia sobre su realidad discursiva: no existen per se, sino que siempre son una narración, una acto del lenguaje6. Con estas imágenes contemporáneas se evidencian los discursos que han producido estos cuerpos, sus inconsistencias, sus veladuras, sus mandatos, pero también sus nuevas posibilidades. Allí se despliegan las reacomodaciones históricas, culturales, sociales, visuales que se están produciendo en los cuerpos femeninos contemporáneos y se instauran como contra-imágenes en un universo visual donde la mujer no termina de encontrar su reflejo.

 

Contra-anatomía de la Virgen

En este camino de exploraciones en el intrincado imaginario histórico, la re-visitación de los íconos marianos es un capítulo importante. Desde la Colonia, la Virgen María es el gran horno de las imágenes del cuerpo femenino latinoamericano. Así lo perciben aquellas artistas que no han dejado de beber en estas fuentes iconográficas como las mexicanas Frida Kahlo, Lourdes Almeida y Mónica Mayer, la chicana Alma López o las colombianas Débora Arango, Beatriz González, Ethel Gilmour o Evelin Velásquez, entre muchas otras quienes han convertido en una tradición la relectura de la imagen mariana.

Como nuevas peregrinas que visitan el icono sagrado, hoy se dirigen a sus santuarios, ya no para llevarles flores y ofrendas, sino para dejarle preguntas desestabilizadoras a un cuerpo matricial que todavía en el tercer milenio encarna el orden social, étnico y de género en nuestros países. Pero la naturaleza de su acercamiento a esta imagen cultural no siempre se hace desde los mismos presupuestos, ya que el icono mariano es tan omnipresente como ambiguo. Así, mientras para algunas artistas el cuerpo mariano es la reafirmación de todos los controles corporales sobre el cuerpo femenino, para otras es el camino para su desmantelamiento.

La re-visión de estas representaciones femeninas, que se ha vuelto una tradición entre las artistas latinoamericanas, a veces se ha hecho desde su lectura más evidente. En este sentido María sería por antonomasia el estereotipo del modelo patriarcal de la feminidad: un cuerpo ejemplar racialmente ario, asexuado, pasivo, sumiso, girando obsesivamente alrededor de la maternidad, retorizado, fragmentado y codificado con unos fines muy específicos. Un cuerpo hecho por otros y para otros.

Sin embargo, cuando estas imágenes de la Virgen María latinoamericana vuelven a mirarse desde nuestra contemporaneidad parece surgir algo más allá de esta superficie que pareciera cerrar la significación en la vía estricta de la alegoría. En ellas hay algo que se insinúa pero no termina por representarse, algo que no está dicho, algo por encima y más allá de ideologías. Algo más allá de la significación canónica oficial. Es en esta tensión entre lo que está y lo que no está se expresa la ''indecibilidad'' de la mujer en los términos y las estructuras patriarcales. La imagen en el espejo sólo aparecerá cuando los términos de la representación se subviertan.

Este terreno de la opacidad de la imagen y de la imposibilidad de su agotamiento en lecturas unívocas, viene a reforzarlo la sensibilidad posmoderna ante la imagen. Ahora es posible una aproximación inédita a la memoria cultural y al inagotable banco de imágenes tradicional. Con este punto de partida a nuestras artistas les ha sido posible revisitar un ícono cultural como la Virgen, para hurgar en sus pliegues escondidos, en los silencios debajo de las mudas elocuencias, y encontrarlos repletos de sentidos nuevos que le hablen a su tiempo. He aquí algunas vírgenes latinoamericanas como perlas ambiguas de un iconoclasta rosario posmoderno. Empecemos con un nacimiento, el de ellas mismas.

 

Frida, parirse a sí misma

En Mi Nacimiento, Frida compone un cuerpo a partir de los fragmentos de tres mujeres. La primera cabeza es la de la Virgen Dolorosa, el tronco, la vagina y las piernas son las de su madre muerta (por eso tiene su rostro tapado) y la segunda cabeza es la de la niña Frida, quien nace con rasgos adultos. Este cuerpo rehecho simbólicamente es un cuerpo monstruoso, un engendro al estilo Frankestein, donde los órganos se yuxtaponen inorgánicamente y se rompe con los preceptos de armonía y espacialidad de la anatomía piadosa.

La cabeza que debía estar en la noble zona de arriba, por ejemplo, se representa subversivamente en la contaminada parte baja del pubis y la vagina. En esta maternidad, a contrapelo de la sonrisa mariana de los pesebres, todas las partes corporales sufren: la Dolorosa con sus 7 espadas clavadas, la madre en quien los dolores del parto se mezclan con los de la muerte y la niña quien parece vislumbrar un futuro de penas ante el que frunce su rostro y cierra los ojos. Las maternidades plácidas, espirituales, sin sexo, políticamente correctas y obedientes de la tradición encuentran aquí un espantoso espejo invertido. El cuerpo de una mujer ya no es solo la fábrica de cuerpos para otros. El cuerpo engendro de Frida es un cuerpo subjetivo, que siente y vive la maternidad desde un yo y donde el fruto más valioso de su vientre no es necesariamente un divino varón. Aquí el cuerpo femenino, en cambio, decide parirse a sí mismo con todo el dolor que ello signifique. Ya no es un cuerpo mediación sino un cuerpo para sí. Herejía mayúscula en el territorio maniáticamente mariano que es América Latina. Otras artistas contemporáneas repetirían estas desviaciones a la norma de las cuales Frida fue pionera.

 

Lourdes Almeida: Guadalupe y las Lupes

Para sumergirnos en el laberinto de espejos de las revisiones del icono mariano, podíamos empezar con la imagen de la Virgen de Guadalupe realizada a partir de fotos Polaroid por la artista mexicana Lourdes Almeida en los años 80. Este trabajo inmediatamente nos conecta con uno de los elementos esenciales del fenómeno iconográfico de Guadalupe.

Esta imagen, que según la tradición se diferencia de todas las demás porque es la ''verdadera'', porque no fue pintada por mano de hombre alguna, sino ''directamente'' por la divinidad, paradójicamente debe su fuerza avasalladora a la copia humana. Si la imagen ''verdadera'' de Guadalupe está en el Tepeyac, no hay mexicano o latinoamericano -en Colombia, por ejemplo, pulula en los altares de la religiosidad popular- que no tenga una reproducción de esta virgen en su casa, en los autobuses, en las panaderías, en los santuarios de los caminos, en los parques, en la salidas de las estaciones del metro. Por no hablar de su presencia agobiante en los museos, gracias a múltiples pintores de renombre, de Baltasar de Echave Orio a Miguel Cabrera, pasando por toda una horda de artistas anónimos quienes se han visto impelidos a realizar precisamente una copia para satisfacer la ansiosa demanda iconófila de los fieles. El afán y la necesidad de la copia era tal, que en las representaciones de Guadalupe se incluían otras imágenes de la misma virgen.

Almeida se une a esta tribu de copistas humanos que viene de los tiempos virreinales con el medio reproductor por excelencia de la contemporaneidad, aquel que acabó con el aura de las imágenes únicas: la fotografía. Su Guadalupe, una imagen construida con versiones parciales de sí misma en una lógica casi fractal, nos llevaría por un lado a revisar el tema del original y la copia a nivel de la obra de arte, pero también a reflexionar sobre el ''cuerpo verdadero'' de María como cuerpo ejemplar simbólico al que deben amoldarse ancestralmente las corporalidades reales de las mujeres latinoamericanas.

Estamos en los terrenos de la ''fábrica de imágenes barrocas'' de la que habla Sergei Gruzinki7, que también era una fábrica de cuerpos, mecanismo que todavía parece vigente en América Latina. Esta propuesta de Almeida es como una especie de muñeca rusa que incluye en sí misma y en diversos niveles las posibilidades de ese cuerpo arquetípico y su realización, el modelo y sus imitaciones. Guadalupe y las otras miles de Lupes de carne y hueso mexicanas parten de un consenso universal e indiscutido sobre el cuerpo de la mujer latinoamericana. El manto de Guadalupe dibuja un contorno más allá del cual no hay posibilidades corporales ni representativas para lo femenino.

La versión de Almeida no deconstruye el código de esta iconografía como lo harán otras artistas que presentaremos enseguida, pero respetándolo, lo interroga. Hace, pues, énfasis en la calidad de imagen más que de Diosa de Guadalupe, en su creación colectiva y social más que sobrenatural, en su instauración como cuerpo ejemplar, en la fragmentación de un cuerpo arquetípico que ya no puede percibirse total en la posmodernidad. Un cuerpo que se ha quebrado cuando se quebraron todas las seguridades culturales, que ya no puede encarnar discursos totales porque estos no existen más. Un cuerpo quebrado al que le corresponde una representación quebrada que se apoya además en una técnica fragmentadora como lo es el ojo de la cámara fotográfica. Y desde aquí hace un monumento a la sobrerrepresentación guadalupana, ya sea en los lienzos, ya sea en la carne. Porque en México, Guadalupe está en todas partes, pero en ninguna parte tan profundamente como en los cuerpos.

 

Evelin Velásquez: Virgen en pedazos

En esta imagen de Evelin Velásquez, puede verse quizás aquella misma pregunta de Almeida, sobre la copia y la sobre-representación mariana, ahora repetida por una artista contemporánea antioqueña. En este caso, la luz de la Virgen, portadora de la verdad, la claridad y el orden, no parece ser suficiente. Su cielo tiene algo de limbo poblado de imágenes inacabadas y lejos de los cultos, las miradas, los milagros. En serie, despintadas, arrinconadas parecen actrices tras las bambalinas. No están dando el espectáculo para el cual fueron creadas. Esperan allí, en la oscuridad y la suspensión, su turno para salir al mundo. O, quizás, ya saben que lo perdieron. Aunque todas las imágenes parecen corresponder a moldes muy fijos y determinados –los mismos rostros pulidos, las mismas manos abiertas, los mismos mantos lineales–, hay una que se sale de los parámetros.

Está atrás, más alta que las demás, aureolada. Los brazos los tiene sobre el pecho y lleva unas flores en las manos. Es un eco de la Virgen de los Lirios de Francisco Antonio Cano. Aquel artista, iniciador de nuestra academia en el siglo XX, fue también el constructor del canon para los cuerpos antioqueños, el forjador de lo bello, lo bueno, lo imitable. Y, por supuesto, también de las definiciones de lo masculino y lo femenino, entre nosotros. En Horizontes, por ejemplo, pone en escena una especie de sagrada familia campesina sobre las fértiles montañas, donde, en un libreto muy determinado, los antioqueños se visualizan blancos, trabajadores, entusiastas caminantes guiados por el brillante mito paisa. Al hombre le tocaba el hacha transformadora de entornos y la mano extendida para alcanzar el progreso. A ella, en segundo plano, la mirada resignada y el hijo en el regazo.

Además de esta declaración de principios, Cano se sintió muy bien entre las musas. Las pintó desnudas, como casi ningún pintor colombiano lo había hecho hasta entonces, y transparentes como el cristal de la copa de la que bebían una última gota. También las hubo campesinas, aguadoras, fruteras, urbanas. Y santas como una niña María, muy joven, de piel reluciente, aureolada entre ángeles de piedra, tan blanca y pura como su manto y los lirios que lleva en el pecho. Su retórica es clara. Mira hacia arriba, haciendo el puente que le correspondía a las vírgenes entre el mundo terrenal y el divino, en esa tensión extrema donde sus cuerpos desaparecían en su función simbólica.

La virgen de Evelin conserva de esta niña la silueta, la gestualidad de las manos, el manto, pero nada más. La artista interroga este cuerpo, que le genera sospechas, dramatizándolo, poniéndose ella misma en su lugar. Y al hacerlo no encuentra la paz de los sahumerios. Ese cuerpo divino en su reinterpretación está gastado, abatido, podría quebrarse en cualquier momento. La mirada ya no se dirige hacia arriba. Todo el rostro cae y sus ojos más bien se cierran acabando con cualquier intento de comunicación con el espectador. Es una imagen que no mira y que tampoco busca ser mirada. Es una imagen que no se salva a sí misma. Es un cuerpo fallido, perdido entre todos los pastiches de la santidad, pero también del canon femenino. El cuerpo de mujer debe reescribirse.

 

Beatriz González: El esper-pejo mariano

Siguiendo con el tema del modelo pictográfico y la copia carnal, el arquetipo plástico y las imitaciones corporales llegamos al espejo mariano de la colombiana Beatriz González en su obra Gratia Plena (1971). En este espejo la imagen petrificada de la Virgen María alude al conflicto en el que la mujer latinoamericana aparece vencida ante modelos culturales inalcanzables8. La mujer que se siente al frente de este espejo debe enfrentarse a las imágenes ejemplares que la visualidad occidental ha construido para ella. Sin embargo, la imagen que allí aparece no es nítida. Porque esta Madonna, a pesar de parecerse mucho a la Virgen de la Silla, no es literalmente la que pintó Rafael, sino un reflejo oblicuo, sucio, deformado de aquel ideal de cuerpo renacentista.

Se trata de una reproducción apócrifa, deforme. María no nos hipnotiza con sus ojos sino que se le pierden erráticamente quién sabe dónde, la clara luz que moldea su misterio beatífico no está, el suave abrazo materno se ha convertido en un garfio, el armónico movimiento de los cuerpos de la obra original se ha congelado en una difícil contorsión, la dulce expresión facial ahora es una mueca, la belleza de los cuerpos renacentistas se ha disuelto en estos esperpentos locales. Pero es precisamente esa inadecuación la que parece determinar la identidad de la mujer contemporánea latinoamericana. Ella está en ese abismo insuperable entre el modelo, la copia, y la mujer de carne y hueso, que apenas tienen allí un lugar de encuentro. Habita en la incapacidad de los estereotipos, en los pies de barro de sus ídolos, en el ocaso de los cuerpos ejemplares. Esta mujer se ha construido en esta incapacidad para responder a las exigencias del cuerpo ejemplar. Todas estas muecas, máscaras del ideal, luchando por encajar en modelos que las expulsan, forcejeando por hallar su imagen en un espejo petrificado, nos hablan profunda e inéditamente de la concepción de género de la artista y de la particular guerra de imágenes sobre los cuerpos femeninos en la cultura y mentalidad latinoamericana.

 

Mónica Mayer, entre la Madre-Tierra y el Padre-Falo

Esta inadecuación de la mujer latinoamericana a la visualidad de género occidental también es el tema de la obra ''Nuestra Señora cuyos ojos se están abriendo'', realizada en los años 80 por la artista mexicana Mónica Mayer. Frente al poder seductor y actual de la imagen de la Virgen, Mayer realiza una incisiva arqueología, no sólo histórica sino visual y mítica. ¿Qué hay en el fondo de aquellos pesados y opacos vestidos marianos? Una pregunta que no alude a matices dogmáticos ni teológicos, sino que abre un actual debate cultural y de género.

Mayer se empezó a interesar por la figura de María sólo cuando viajó a Estados Unidos en los años 709. Al llegar a Los Ángeles a estudiar en el mítico Woman s Building dirigido por Judy Chicago, encontró una ciudad efervescente donde el movimiento y las preguntas feministas estaban a la orden del día. También las iconoclastias. Sin embargo, paradójicamente, las artistas estadounidenses estaban entonces también subyugadas por el poderoso imán visual de la imagen de la Virgen. La llamaban con admiración ''The Goddess'' y la consideraban un símbolo poderoso a la hora de reivindicar lo femenino. ''Por supuesto que no podía estar de acuerdo –cuenta Mayer-. Para mí la imagen de la Virgen, era, al contrario, el símbolo de la mujer sumisa, abnegada y dominada''.

De este choque de imaginarios alrededor de un mismo referente surgió ''Nuestra Señora cuyos ojos se están abriendo''. La respuesta de Mayer se da a partir de una estrategia visual, la apropiación de un símbolo, la separación de su significado original, su reinserción en otro contexto y la sacudida irreverente de su iconografía. Para la artista, debajo de los vestidos estaba la clave de un ordenamiento político, social y cultural que se expresaba, precisamente, en los límites de los cuerpos masculinos y femeninos.

Sin embargo hay otra imagen con la que valdría la pena establecer un diálogo. El contorno cónico de las sólidas vírgenes medievales fue asimilado en algunas imágenes coloniales americanas, sobre todo del Virreinato del Perú, a la silueta de una montaña. Fusión cultural que investigadores como Teresa Gisbert10 reconocen a la Pachamama, la principal divinidad femenina y telúrica de los Incas. Este fascinante sincretismo de formas, iconografías, deidades aparece, por ejemplo, en la pintura ''La Virgen María y el Cerro Rico de Potosí'' , donde mujer, virgen, tierra y montaña se vuelven una sola cosa. En este sentido, tendría entonces razón la lectura exaltada que hacían las artistas de Los Ángeles de la Virgen como el símbolo de una fuerza femenina, poderosa, ancestral, telúrica, con la que se podía combatir las invisibilizaciones de lo femenino en la historia de la humanidad en general y en del arte en particular. Así, la imagen de la Virgen, podría ser considerada como un caballo de Troya que desestabiliza desde dentro el androcentrismo del cristianismo y la iconografía colonial. La figura mariana se pondría en contacto directo con el pensamiento prehispánico, y de ser la madre de Dios, personaje subsidiario del relato bíblico, pasaría a ser una potente y autónoma Diosa femenina encarnada en un cuerpo-tierra, muy acorde con el pensamiento de género contemporáneo.

Sin embargo, la ambigüedad de la imagen permite que Mayer vea otra cosa. En su apropiación subvierte esta interpretación positiva y funde la característica silueta piramidal de ''Nuestra Señora'' con el también muy característico contorno del falo, obsesión de los debates feministas de aquellos años. El ícono mariano, nos dice con ironía Mayer en esta obra, emerge, se alimenta y reposa en un sistema y una lógica patriarcal.

Los vestidos sacros -realizados con una exuberante decoración barroca que también tiene algo de la alucinante geometría indígena- que cubren el cuerpo de la Virgen representan el ocultamiento y la dominación cultural del cuerpo femenino.. ¿Si María,lo femenino por antonomasia del orden cristiano está absorbido radicalmente por un símbolo masculino, dónde está la mujer? Volvemos a los terrenos de los espejos sin imágenes, a los vacíos, a los huecos, a las indecibilidades e irrepresentabilidades. El espacio de la mujer es negativo. Según la imagen de Mayer, sólo destruyendo este contorno fálico, que es una cárcel y un límite, se podrá ''abrir los ojos'' a una nueva feminidad y corporalidad. A un espacio positivo femenino. Esta imagen está construida como un relato épico que nos habla del inflamado contexto histórico en el que fue realizada y de los términos del debate feminista de la época. La narración sólo podía terminar con la ascensión violenta y espectacular de un cuerpo femenino planteado aquí en las antípodas del masculino, en una oposición binaria radical y donde parece que uno sólo puede existir a expensas del otro. Y ahora, según esta nueva Señora, habría llegado el tiempo de la mujer. La ambigüedad del símbolo da para una y otra interpretación sin agotar de ninguna manera su significando ni cerrar su capacidad de interrogarnos.

 

Alma López: Mantos abiertos, cuerpos expuestos

Las artistas latinoamericanas continuarán hablando de ''Señoras'' e instándolas a abrir los mantos con insistencia. Casi dos décadas separan a ''Nuestra Señora cuyos ojos se están abriendo'' de la mexicana Mónica Mayer de ''Nuestra Señora'' (1999) de la chicana Alma López, una imagen realizada en la vibrante frontera cultural de Los Ángeles que se concentra en la caleidoscópica constelación visual de Guadalupe. La artista se sumergió en estos vestidos culturales -que son además una pantalla, un molde, y un mandatoguiada por algunas preguntas de la escritora Sandra Cisneros: ''¿La Virgen de Guadalupe tiene un cuerpo? Ella es morena, pero ¿tiene un cuerpo como el mío? ¿Es real? Me intrigaba cómo se vería debajo de sus vestidos''11. Un cuestionamiento que más que una herejía desde el punto de vista del dogma como se le consideró cuando se exhibió por primera vez en el Museo de Arte Folclórico Internacional de Nuevo México en 2001,12 indagaba sobre todo por los discursos culturales que han producido las corporalidades de la mujer latina contemporánea.

Abriendo la caja sellada de Guadalupe, López construyó un nuevo icono que recupera otros miembros, además de aquellas cabezas y manos virginales, y aquellas elipsis, silencios y oscuridades en las representaciones coloniales del cuerpo de María. También rescató otros colores. El ícono que la artista estaba deconstruyendo no era cualquiera, sino nada menos que Guadalupe, también conocida como la ''Morenita del Tepeyac''. Una imagen que precisamente había protagonizado ya una de las mayores inversiones iconográficas de la historia, al adoptar una cara morena que contradecía uno de los mandatos medulares del pensamiento colonialista como lo es el racial. En sí, la Virgen de Guadalupe ya era una contra-narrativa, una imagen híbrida, contaminada, mestiza. Y había logrado en 500 años de historias, devociones, tráficos y consumos convertirse en el soporte de la americanidad naciente. Pero ahora en los santuarios blancos parecía una presencia adormilada a quien se le había anestesiado su potencial poder subversor debajo de la lectura tradicional y colonialista. Además de su cara, ¿era su cuerpo también moreno, latino, y mestizo? se preguntó López en un sentido amplio. Sin duda la excursión carnal y el desmantelamiento iconográfico que emprendía no eran una cuestión menor.

Acudiendo a su imaginación, a su memoria cultural, a las estrategias apropiacionistas e iconoclastas del arte contemporáneo, a las dislocaciones y desmantelamientos, y a algunas herramientas tecnológicas, escudriñó el manto sellado guadalupano y su impenetrable silencio. Debajo no encontró ni el hueco, ni el vacío, ni los palos ni los chusques de las armazones de las ''santas para vestir'' coloniales.13

Tampoco estaban las llagas, ni los estigmas, ni la sangre, ni los senos amputados, ni las heridas de siete espadas en el corazón. Al contrario, había allí una carne espléndida, cobriza, joven, vital, afirmada. Así propuso una contra-anatomía contemporánea frente a aquella anatomía piadosa, un nuevo mapa carnal que le daba nombre, imagen, presencia, al vacío e indefinición corporal del cuerpo femenino en la iconografía colonial y en la mentalidad tradicional latina.

Con estas estrategias visuales, la artista no estaba interesada en levantar discusiones teológicas, sino en proponer el cuerpo como un espacio para una discusión política actual. La imagen de María, horno de los cuerpos ancestrales femeninos latinoamericanos, era aquí deconstruida palmo a palmo y recuperada para una nueva metáfora. El cuerpo femenino en esta ''Señora'' asume su etnia criolla, su sexualidad, su subjetividad, su espacialidad y temporalidad. La mujer no es ya una abstracción ideal sino que. al contrario, está en una contingencia histórica y geográfica que parece dominar.

Esta nueva ''Señora'' es un sujeto activo, que en lugar de bajar los ojos, levanta la cara y mira de frente al espectador, que en lugar de gravitar sin poder apoyar los pies, pisa la tierra. Se balancea sobre las piernas y quizás podría abrirlas. Tampoco tiene las manos juntas, sino puestas sobre las caderas. Emergen, además, órganos inéditos borrados por la anatomía piadosa: un bello torso, un vientre que no está grávido, unos muslos orgullosos, unas rodillas fuertes y unos pies ágiles. El sexo de los ángeles tampoco es ya un enigma como en los tiempos de Bizancio: en la figura con alas que la sostiene es decididamente femenino y se muestra de frente.

Los mantos marianos vuelven a ser invitados pero ahora como decorados en la trasescena, como cortinajes que dejan claro la historia desde la que hablan. Pero lo que ahora cubre la espalda de la Guadalupe chicana es un manto de piedra con la imagen e la diosa azteca Coyolxauhqui. El mito de esta divinidad femenina, quien fue desmembrada por sus hermanos para entregarle el poder y el mando a Huizilipochtli, según la interpretación de la lectura feminista actual, representa la caída del matriarcado frente al patriarcado en la mitología mesoamericana14. Este cuerpo fragmentado también ha sido asociado con la imposibilidad de las mujeres de percibirse como una totalidad15.

Al unir a la diosa azteca con la divinidad cristiana, López recoge una tradición entre las chicanas que han vuelto a las dos divinidades las caras de una misma moneda. Dos iconos fuertes que pueden ganar espacio entre los Pancho Villa y los Emiliano Zapata que pueblan los imaginarios de la resistencia cultural de los chicanos en Nuevo México. En la piel cobriza y elástica de esta nueva Señora se conjurarían entonces las fragmentaciones tanto del cuerpo indígena como las del barroco, al tiempo que las del exilio. Estos quiebres se exorcizan en la piel plena de esta diosa contemporánea, quien exhibe un cuerpo orgulloso, completo y total.

Ahora es un sujeto, un sujeto queer, en el sentido de que en su cuerpo se cruzan los limites culturales, sexuales, sociales y raciales. Esta imagen y este cuerpo ahora pueden actuar como el dispositivo imaginativo, sociológico, cultural y experirencial que reclamaba Griselda Pollock. Así como Guadalupe fue un cuerpo que marcó y fundó política y simbólicamente el territorio americano, el cuerpo de esta nueva ''Señora'' de Alma López instaura el territorio queer, fronterizo, de los cuerpos contemporáneos en la diáspora latinoamericana, para los que la redefinición de la visualidad de género es un tema al orden del día.

 

Cuerpo político de la Virgen

Además de estas relecturas del género, encontramos en el arte modernista y contemporáneo de Colombia otras reflexiones acerca de la Virgen como el cuerpo político fallido del país y que son las que trataremos a continuación. La Virgen María instauró la geografía americana y creó sus territorios nacionales. Cuando La Inmaculada llegó a nuestro continente venía de inventar a España, Guadalupe engendró a México, Chiquinquirá tejió a la Nueva Granada, aunque no tan exclusivamente como aquellas. El territorio colombiano se reparte más democráticamente entre centenares de advocaciones.

Así, el cuerpo político de Cristo y el cuerpo político de María instauraron simbólicamente un orden social en los cuerpos reales de los terrenos recién descubiertos, unificaron la dispersión de los indios, los negros, los españoles y los criollos bajo un imperio central, monárquico, jerárquico y colonial. Y cada cual lo hizo a su manera. En las adscripciones patriarcales, la mujer era conciliadora, unificadora, mediadora. Y la ideología política colombiana acudió a este imaginario cuando fue necesario.

La imagen de Chiquinquirá, por ejemplo, se demostró altamente efectiva desde sus inicios. Por un lado satisfizo las necesidades religiosas de un devoto pueblo cristiano, enardecido por la espiritualidad barroca. Pero, de otro lado, también las de una comunidad nativa huérfana de divinidad después de la estampida sus dioses. Así le daba coherencia al proyecto de una nación. Bolívar llegó a la ''tierra de la niebla'' (que es lo que significa Chiquinquirá, en lengua aborigen) a visitar la imagen unificadora. Los soldados independentistas la raptaron para hacerla peregrinar por varias poblaciones con sus banderas de libertad. Los realistas tampoco se quedaron atrás y la usaron para reiterar su poderío, paseándola por el altiplano y la convirtieron en un símbolo político, siguiendo una práctica que continúa hasta el día de hoy. Cada vez que el país tiembla, allí está la imagen sanadora de la virgen, a quien visitan y condecoran y rezan y suplican presidentes, ministros, y hasta consejeros de paz

Hoy también se vuelve a acudir a su figura para que reinstale la armonía social perdida. Sin embargo, este cuerpo simbólico parece incapaz de asumir este rol restaurador y se muestra impotente. El cuerpo femenino simbólico al que se le delegó en los tiempos de la colonia la obligación de ser un cuerpo restaurador y regenerador no puede cumplir más sus preceptos. Incapaz de devolver la paz y la armonía, el cuerpo mariano se rinde en esta nueva iconografía.

 

Débora Arango, La Virgen que no se salvó a si misma

La Dolorosa, una pietá, en los ojos feroces de esta artista va más allá del modelo ortodoxo. En esta imagen una María Madre, monumental y sólida, sostiene a su hijo muerto entre las piernas en medio de una oscuridad cavernosa, iluminada inútilmente por unas velas de decorado que no logran acabar con las tinieblas. Pero esta Dolorosa no parece clamar al cielo como lo exigiría la inflamada tradición barroca. Al contrario, no tiene gestos porque tampoco tiene casi cara. Su rostro es apenas un borrón sin delinear en el que sólo sobresale su boca. Apenas mira el cuerpo desgonzado que tiene sobre sus piernas. No hay nada heroico en ese cadáver esperpéntico, geométrico, lineal, que descansa en su amplio regazo. Nada que nos indique que se levantará de entre los muertos para salvarnos y darnos la vida eterna, según las palabras bíblicas. No hay ninguna promesa en esa débil piltrafa humana que todavía sangra copiosamente por el costado derecho como los otros centenares de cuerpos de la violencia política que ha representado la misma artista. María, aunque herida en su corazón por otra espada certera, sin embargo está bien viva debajo de esos pliegues voluminosos y hieráticos que esconden un cuerpo en silencio. Pero no tiende la mano o al menos los ojos al espectador. No es la figura intermediadora del Barroco. No hay esperanza, ni mensajes de aliento, ni salidas. En este cuadro campea la muerte del alma y de la carne. El cuerpo femenino salvador no puede cumplir con su función, su hijo (el orden social colombiano simbolizado en el Cuerpo de Cristo) se le muere sin esperanzas entre las manos16.

 

Ethel Gilmour, la Virgen de Giotto llora en Medellín

La virgen de Giotto quien visitó nuestras montañas ensangrentadas llegó aquí gracias a una estrategia de nomadismo, hibridación, contaminación y espejismos contemporáneos realizados por la artista colombo-estadounidense Ethel Gilmour (Ohio 1940-Medellín 2008). Nació de su espíritu iconoclasta, libertario y su fascinación por los lenguajes hechos, los cuales retomaba para fabricar enunciados actuales.

La artista arrancó esta imagen de Padua, su contexto geográfico; de su tiempo, las postrimerías medievales; de su función, una imagen inscrita en un culto religioso; de su formato y su técnica original, un fresco pre-renacentista. Muy contemporánea y arbitrariamente editó la figura, tomó sólo lo que le interesaba, la extrajo y la implantó en otro contexto: la montañosa y desangrada Medellín de los 2000. Allí, la aureolada virgen de Giotto, en esta especie de teléfono roto visual, de espejo oblicuo y empañado, vuelve a su monumentalidad. Se erige sobre unas montañas donde explotan bombas, sobre unas casitas y torres de iglesias pintadas con trazos infantiles, y unos cuerpos esquemáticos e ingenuos, que vociferan y levantan las manos al cielo hasta que uno de ellos cae de bruces sobre el cemento gris. La Virgen, cuya aureola gigante parece ser el sol que ya no alumbra este poblado apocalíptico, no puede hacer nada, a no ser repetir su desagarrado y retórico gesto milenario. Su hijo sacrificado ya no es Jesús, sino todos aquellos que mueren en serie bajo su impotente manto negro que ya no puede cubrir a sus fieles.

El contraste entre ese cuerpo clásico, volumétrico, definido en la parte superior, y simbolizado por los códigos de la anatomía piadosa, y las figuras naif y esquemáticas de la parte inferior, simbolizados por la anatomía del cuerpo violentado por la guerra, marcan dos registros. En el primero está el cielo, lo espiritual, la religión, la historia, la cultura, el gran arte de grandes maneras. El cuerpo ejemplar mariano instaurado desde la Colonia como la garantía del orden social y político de América. En el segundo, en el inferior, está el infierno en la tierra, lo prosaico, lo político, lo contaminado, lo caído, lo inestable, lo popular. Pero si en la iconografía de las Asunciones, podía conjurar el caos con una patadita divina sobre la cabeza de la serpiente maligna, en la Medellín del tercer milenio la Virgen de Giotto no puede hacer absolutamente nada. El cielo ya no se conecta con la tierra, tampoco los cuerpos divinos con los terrenales. El cuerpo de arriba que ordenaba lo de abajo ha sido expulsado. La corporalidad mariana ya no simboliza la unión de una sociedad heteróclita y tensa como en la Colonia, sino que nos habla de la irremediable fragmentación del estado colombiano sobre la que no puede posar ahora sus otrora pies congregadores

 


1 Este texto es uno de los resultados de la investigación ''Mujer: Anatomía comparada (Colombia- México)'' realizada durante Residencia Artística en Ciudad de México, otorgada por el Ministerio de Cultura de Colombia y el FONCA de México. (2011)

2 Véase Pollock, 2007: 164.

3 Pollock, 2007: 164.

4 Pollock, 2007: 164.

5 Pollock, 2007: 164.

6 Véase Buttler, 2007.

7 En su obra (Gruzinski, 2006).

8 Desarrollo este tema en el libro ''Cuerpo de Mujer: Modelo para Armar''. Medellín, La Carreta, 2010, p 140.

9 Entrevista realizada por la autora a la artista, Ciudad de México, junio, 2011

10 Cfr. Rishel, 2000: 453.

11 Véase Román-Odio, 2011: 128.

12 http://www.almalopez.net/ORnews/010320r.html, pagina visitada septiembre 2011

13 http://anatomiacomparadacolmexx.blogspot.com/2011/07/cuerpos-en-pendiente-anatomia-de-una.html

14 Véase López, 2011: 272.

15 Palabras de la artista Adriana Calatayud en entrevista con la autora, Ciudad de México, julio 2011

16 Desarrollo este tema en Giraldo, 2009.


 

 

Referencias

Buttler, Judith (2007). El género en disputa. Madrid: Paidós.         [ Links ]

Giraldo, Sol (2009). De la anatomía piadosa a la anatomía política: imagen, cuerpo, violencia y representación en el arte colombiano. Tesis Magister en Historia del Arte de la Universidad de Antioquia, documento inédito.         [ Links ]

Gruzinski, Serge (2006). La guerra de las imágenes: de Cristóbal Colón a Blade Runner. México: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

López, Alma (2011). ''It's not about the Santa in my Fe, but The Santa Fe in my Santa''. En: Alicia Gaspar - Alma López (comps.) Our Lady of Controversy. Texas: University of Texas Express.         [ Links ]

Pollock, Griselda (2007). ''La heroína y la creación de un canon feminista''. En: Karen Cordero - Inda Saénz (comps.). Crítica Feminista en la Teoría e Historia del Arte. México: Universidad Iberoamericana.         [ Links ]

Rishel (2000) (comp.). Revelaciones (Catálogo). México: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

Román-Odio, Clara (2011). ''Queering The Sacred''. En: Alicia Gaspar y Alma López (comps.) Our Lady of Controversy. Texas: University of Texas Express.         [ Links ]