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Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe

versión On-line ISSN 1794-8886

memorias  no.20 Barranquilla mayo/ago. 2013

 

Eliseo Reclús a su paso por Barranquilla en 1855

Antonino Vidal Ortega1

Como el geógrafo Humboldt, Eliseo Reclús quedó impactado por la geografía física y humana de América proyectando incluso el ideal que los hombres llegado de todo el mundo junto a criollos e indígenas crearían un mundo mejor, no hay que olvidar su formación de Teólogo y su ideología anarquista que permeo toda su importante obra geográfica. Eliseo nació en Francia en 1830 de donde se tuvo que exiliar en 1851 por sus ideas republicanas. A los 23 años se enroló como ayudante de cocina en un buque inglés con destino Nueva Orleans, donde trabajo como preceptor en una plantación esclavista y tuvo su primer encuentro con esta cruel institución. Empujado por su deseo de conocimiento se lanzó en vísperas de la guerra de Secesión a un viaje por América Latina y en 1855 una aventura casi juvenil de explotación agrícola lo llevó al litoral del Caribe colombiano en dirección a la Sierra Nevada de Santa Marta donde permaneció por más de dos años y fracasó. Pero como reconoce en su libro nunca se arrepintió de haber recorrido ese admirable país uno de los menos conocidos de América del Sur. Dos años después enfermo regresó a Francia repatriado por su hermano.

El libro viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, aunque centra la mayor parte de su narración en el viaje a Sierra y a la Guajira, tiene un pequeño aparte que recoge una descripción de su paso por la ciudad de Barranquilla en 1855 de la que dice Barranquilla, edificada sobre la ribera izquierda de una de las numerosas ramificaciones del río Magdalena, data de ayer, por decirlo así; y sus progresos solo suelen compararse a los de una ciudad de los Estados Unidos.

Continuamos pues con esta serie de testimonios históricos iniciada este año del bicentenario de la ciudad. En esta ocasión presentamos esta breve narración con la mirada del geógrafo francés y donde destaca la presentación de una naturaleza exuberante y de una atracadero portuario lleno de actividad mercantil con representantes de varias colonias extranjeras de nacionalidades variadas.

El Capitán de Papeles — Sabanilla — El Bongo Barranquilla

Yo sabía que todo viajero que desembarca en Cartagena, debe destinar algún tiempo a visitar el pueblo de indígenas llamado Turbaco y el célebre volcán de cieno que describió Humboldt. Y, aunque mis huéspedes, alemanes que hablaban todas las lenguas, me daban muy buenas razones para prolongar mi permanencia en la Fonda de Calamar, había oído decir que una excelente goleta se disponía a partir para Sabanilla, y resolví aprovechar esto ocasión, que según todas las probabilidades no se volvería a presentar en mucho tiempo. Al amanecer, tome una lancha e hice remar vigorosamente hacia La Sirio, cuyo elegante casco se balanceaba en medio del puerto. Contrate inmediatamente mi pasaje y el practico del puerto, que se solozaba en la orilla, retardando así la marcha, obedeció al llamamiento de la bocina, y vino a bordo; fue levada el ancla, los velos desaferrados, y la goleta doblo el cabo hacia Bocachica. En menos de una hora La Sirio estaba en el canal; el piloto, de pie en la cubierta, daba sus órdenes can prontitud; y los marineros prontos a obedecerle, se suspendían de las cuerdas; a coda bordada la proa casi rozaba las rocas; pero al impulso del timón y de la vela, se volvía bruscamente y se dirigía en sentido inverso. En fin, la goleta pasó la cadena de arrecifes, fue puesta al pairo y dos marineros echando la lancha al agua, condujeron a tierra al practico.

La Sirio había sido construido en Curazao, tenía un andar aventajado y hendía admirablemente las olas. En pocos minutos, dejamos a nuestro espalda la escarpada ribera de Tierra-Bomba y el terrible escollo Salmedina; después, costeando la lengua de tierra arenosa que protege al oeste el puerto de Cartagena, volvimos a ver la ciudad como levantada» sobre un pedestal, por encima de la larga línea de sus murallas; luego nos alejamos poco a poco y al fin desapareció tras el alto promontorio de Punta-Canoa. Más allá de este cabo divisamos; vagamente las islas de la Venta y de Arepa, en seguida se presentó ante nosotros la abierta península de Galerazamba. Después de haberla doblado, La Sirio no tenía que hacer sino dirigirse en línea recta hacia la entrada del puerto de Sabanilla.

La rapidez de la marcha y la bella apariencia de la goleta, pusieron de buen humor al capitán Janssen, y más de una vez hizo circular entre sus marineros la botella de chicha (1). El señor Janssen, cosmopolita, reunía en sus venas la sangre de todas las razas que se han establecido en las Antillas, y, era un hombre bien diferente de don Jorge. La mismo que él consideraba a los marineros y los trataba como a iguales; pero no se contentaba con gozar de la vida tal cual el destino se la presentaba; trabajaba constantemente y no tenía ni un momento de reposo. Aunque navegaba en unas costas que frecuentemente había recorrido, no cesaba de consultor la brújula, de estudiar el rumbo en las cartas marinas, y anotar sus observaciones. Cuando yo le preguntaba algo, me respondía con voz precisa y segura. Al ver su frente recta, sus cejas fruncidas, su boca resuelta, no podía dudarse de que tuviese tanto energía como sus antepasados, los piratas del mar de las Antillas, y al mismo tiempo más inteligencia que ellos.

Al lado del señor Janssen, parecía agonizar un joven cruelmente atormentado por el mareo. Me senté cerca de la almohada en que tenía apoyada la cabeza, y creyendo que era pasajero como yo, le interrogué sobre el objeto de su viaje.

-Soy el capitán, me dijo, con débil voz.

i Como! ¿Y el que está consultando la brújula en este momento no es el capitán? -Si, pero yo soy el capitán de papeles.

Y me mostro un certificado sellado y rubricado, que le daba en efecto este tituló. No se por qué ficción legal estaba obligado a meterse a bordo de una goleta, en que a pesar de haber posada muchos años, sufría constantemente el martirio del mareo, y en donde su título oficial no le daba ni el derecho de hacer soltar una cuerda. El sobre cautivo era ciertamente digno de lastima. De tiempo en tiempo volvía melancólicamente los ojos hacia dos titíes que subían y bajaban por los aparejos; pero ni los saltos más alegres de los dos monos lograban desarrugar su fisonomía triste y enjuta. Solamente durante la comida sonreía ligeramente, viendo a los animalitos saltar alrededor de los platos, apoderarse de las tazas de café hirviente, cubrirse con ellas la cabeza para absorber más pronto el líquido, y después echarse a rodar dando gritos lamentables.

Después de ocho horas de travesía llegamos frente a la ancha embocadura llamada Boca-Ceniza (1) en que desagua el brazo principal del rio Magdalena, y la que obstruyen numerosos bajíos cubiertos de mangles. El capitán se apodero del timón, hizo girar rápidamente la goleta por entre bancos de arena y la introdujo en un canal cuya agua verdosa y cubierta de despojos vegetales permitía con todo divisar el fondo a tres o cuatro metros de profundidad. En frente de nosotros, entre una isla de paletuvios y las escarpaduras de la costa, se extendía una gran laguna en que reposaban muchas embarcaciones ancladas: era el puerto de Sabanilla. Sabiendo que este puerto es el que exporta al extranjero casi todos los productos de la agricultura y de la industria granadinas, buscaba con la vista la ciudad y sus edificios; pero no veía sino una casa blanca recién construida para el servicio de la Aduana y en la cual nadie habitaba. Después me hicieron notar al borde del agua una larga hilera de chozas cubierta de hoja de palma, y que se confundían de lejos con el terreno rojizo sobre el cual están construidas; tal era la ciudad floreciente cuyo puerto ha sido el heredero del comercio de Cartagena de Indios.

Como no estaba acostumbrado a esta clase de viviendas, me estremecí al ver esas chozas miserables. Trataba de escoger desde lejos, entre esas mezquinas habitaciones, aquella en que pudiera hacerme dar, de grado o por fuerza, la mejor hospitalidad posible. Mi elección recayó en una choza más grande que las demás y notable por el cobertizo exterior sobre que reposaba el techo de hojas. Pertenecía, me dijeron, al señor Hasselbrinck, cónsul de Prusia, el único extranjero que reside en Sabanilla. Apenas desembarqué en uno de los pequeños muelles de madera que han sido construidos delante de pueblecillo, indiqué la casa del cónsul al negro que se encargó de mi equipaje, y le seguí sin inconveniente y sin detenerme ante el puesto de los guardas, que sin duda dormitaban en sus hamacas. En la playa se paseaba un venerable anciano, cuyas facciones tudescas me indicaron ser el cónsul de Prusia. Me dirigí con desenfado hacia su casa, en la cual entre resueltamente, y recibí en seguida en el dintel mismo de su puerta al sorprendido propietario a quien supliqué en su lengua nativa que se dignase excusar mi atrevimiento. Las pocas palabras alemanas que le dirigí, bastaron para decidirlo en mi favor hasta el punto de que tomase a la vez mis dos monos y me diese una cordial bienvenida, con estas palabras: Mi caso está a la disposición de usted. Durante las primeras horas de la noche, me abrumó a cumplimientos, me dio con la mayor amabilidad los informes que le pedí, y en cambio me hizo numerosas preguntas sobre Europa de la que se había ausentado desde el año de gracia de 1829, pero a tiempo aun para haber ido de Stockport a Portar-lington por el único camino de fierro de locomotivas que existía entonces en Europa. El pobre anciano se admiraba aun al recuerdo de ese viaje, y decía que podía morir en paz porque había visto ese triunfo de lo civilización modera. Cuando llegó la hora de dormir, hizo colocar inmediatas dos camas de tijera, a fin de poder prolongar la conversación, y oírme hablar de los progresos cumplidos en Europa y América desde 1830. Al día siguiente por la moñona, se ocupó el mismo de procurarme una embarcación para Barranquilla, y me despedí de él, provisto de una carta de introducción para su hijo, agente de la compañía inglesa de navegación por vapor en el rio Magdalena.

EI pueblecillo de Sabanilla existe únicamente por su proximidad a la embocadura principal del rio, con el cual comunica su puerto por los pantanos del delta. No teniendo la barra más de un metro de profundidad, todas las producciones de las provincias ribereñas, el tabaco, la corteza de quina, el café, deben depositarse arriba de la embocadura en los almacenes de Barranquilla, para ser transportados de allí trabajosamente por estrechas canales hasta el puerto de Sabanilla, donde se vuelven a cargar a bordo de embarcaciones que calen menos de cuatro metros de agua. Cuando la Republica neo-granadina sea más rica y emprendedora y se ocupe de la mejora de este puerto, tendrá que hacer ejecutar en él grandes obras, porque las arenas de una boca del río Magdalena llamada Baca-Culebra, se acumulan a la entrada y, por el impulso de las brisas y de las olas, avanzan continuamente hacia el oeste. Sería relativamente más fácil construir un ferrocarril entre Barranquilla y Sabanilla, o, mejor .aun, utilizar las bocas pantanosas del río, excavando un canal con la profundidad necesaria para permitir que pasando por el los mayores vapores del Magdalena fueran a atracar al lado de las naves marítimas en la rada misma; pero es probable que los negociantes de Barranquilla retarden por mucho tiempo la ejecución de este proyecto que los privaría de los beneficios que les produce el trasborde de las mercancías (1).

La embarcación que me facilitó el señor Hasselbrinck era un gran bongo, especie de chalana de tablones mal igualados y cubiertos desde la proa hasta cerca de la popa. Cuatro zambos (2) atléticos y medio desnudos, dos de coda lado, se mantienen de pie sobre la cubierta, volviendo la espalda a la proa, y, apoyan en el pecho izquierdo lleno de callosidades, sus largas palancas, cuyo otro extremo va a buscar punto de apoyo en el fondo del agua. Desde que con una palmada se dio la señal de marcha, se apoyaron con todo su pesa en las palancas, y dando mesuradamente el grito de ¡Jesús! ¡Jesús¡ se lanzaron con paso gimnastica de la proa a la popa del bango, después volvieran lentamente hacia la primera repitiendo siempre ¡Jesús! ¡Jesús! y dieron un nuevo empuje. Impulsado por estos cuatro pechos vigorosos, el pesado bongo hendía rápidamente el agua verdosa del puerto, y en pocos instantes vimos desaparecer las cabañas de Sabanilla y el muelle desde donde mi huésped me enviaba sus saludos.

Bogamos así durante más de una hora por una bahía de agua salada cuyas riberas recibían sombra de pequeños mangles, que de lejos se parecían a nuestros sauces de Europa. Después de haber pasado las miserables cabañas llamadas Playón-Grande, el bongo dejó de costear la ribera de la bahía, dio una vuelta repentina hacia el norte, y el paisaje cambio bruscamente de aspecto. Estábamos en las aguas amarillentas de los pantanos, a la entrada de Caño-Hondo (1).

Gigantescas plantas acuáticas lanzaban alrededor nuestro sus tallos oprimidos que terminaban en ombelas, en plumeros, en penachos; casi por todas partes la superficie del agua estaba oculta por grandes hojas de todas formas y colores, que desaparecían bajo las flores que venían a abrirse encima de ellas; muchas capas de vegetación se amontonaban unas sobre otras, y en la estrecha estela que detrás de sí dejaba el bongo, el agua espesa cubierta por abundantes plantas f1otantes, aparecía toda sembrada de vástagos vegetales. Aves acuáticas revoloteaban por bandadas en medio de las plantas, y a lo lejos se extendía el horizonte circundado de grandes árboles.

En ese pantano sobre el cual pesaba una atmosfera ardiente y fétida, los zambos se detuvieron para almorzar. Sacaron de una mochila algunas yucas (2) asadas en la ceniza, restos de pescados y una botella de chicha, y, haciéndolo circular todo, me invitaran generosamente a participar de su frugal comida. Acepte, pero confieso que el apetito me abandono repentinamente cuando vi a uno de mis anfitriones remover con el cabo de su palanca los peces muertos que sobrenadaban en gran numero en la estela; desechar con desdén aquellos cuya cabeza estaba yo manchada de líneas amorillas, pescar los otras por media de un pequeño arpón, y guardarlos cuidadosamente para la comida.

Terminado el festín, los zambos se apoyaron nuevamente en sus palancas, y volviendo a principiar su cantinela, lograron abrirle paso al bongo a troves de las plantas acuáticas de todas especies que obstruían la entrada del Caño-Hondo. Este canal, que se extiende en línea recta bajo la selva, como una ancha avenida, tiene más de seis metras de profundidad; las palancas apenas alcanzaban al fondo; felizmente el agua, agitada al empuje de la lejana marea, tenía una ligera corriente y empujaba el bongo hacia adelante. Los grandes árboles unían sus ramas frondosas encima de nuestras cabezas; y prolongadas bejucos verdes, suspendidos de las romas, calaban en el agua de la corriente y se balanceaban muellemente a merced de cada remolino; plantas, hojas y flores detenidas par las raíces de las arboles en los bordes del caño, oscilaban lentamente como islas floridas. Los buitres, posados sobre las troncos podridos, nos miraban pasar, fijando en nosotros sus ojos desdeñosos. Hacia la proa del bongo se veían las formas musculosas de los cuatro atletas, delineados en el verde sombrío de la selva. De vez en cuando un rayo de sol que atravesaba la bóveda de follaje i1uminaba las aguas, los bejucos y los troncos de los arboles con su luz deslumbradora.

Después del Caño-Hondo, nuestro embarcación atravesó pantanos cuya agua está cargada de tal manera de despojos vegetales, que en ciertos puntos es un fango liquido en donde las embarcaciones forman negros surcos, levantando emanaciones de un olor pestilencial; en seguida penetramos en otros canales de riberas fangosas, donde solamente los cocodrilos y las tortugas pueden permanecer sin temor y en los que el hombre que se viese abandonado sin recursos, no y viendo a su redor sino agua, fango y reptiles, se entregaría a la más completa desesperación. Esa naturaleza inhospitalaria me hacía estremecer, y deseaba con impaciencia respirar un aire menos cargado de miasmas funestos, ver un pedazo de tierra en la cual pudiera poner el pie con seguridad. Por fin entramos en un estrecho canal abierto por la mano del hombre a través de un terreno que se eleva algunos pulgadas de la línea de las inundaciones; al punto me pareció que el aire era más puro y me sentí curado de la fiebre que pérfidamente principiaba a inficionar mi sangre.

Sin embargo, fue precise renunciar a seguir viajo en el bongo que me conducía. Un incidente imprevisto me obligo a recurrir a otro medio de locomoción. De repente, en una de las numerosas vueltas del nuevo canal en que habíamos entrado, nos encontramos detenidos por una enorme caldera, enviada de Liverpool para uno de los buques de vapor que se estaban construyendo en Barranquilla. Cargada en un bongo re-forzado exteriormente con enormes maderos, debía seguir, como nosotros, la vía tortuosa de los pantanos; pero hacia días que estaba en camino y, según las probabilidades, no llegaría a su destino muy pronto.

Tanto y tan penosamente me sorprendió el aspecto de Sabanilla, cuando me creí feliz por este encuentro inesperado que ponía en un contraste tan sorprendente a la naturaleza entregada aun a las fuerzas desordenadas del caos y a la victoriosa industria que hace de la tierra una esclava obediente. Nunca pudo aplicarse mejor la palabra del poeta:

"Esto matará aquello", que a esa pesada e inmóvil caja de fierro, encallada en un canal fangoso en medio de inmensos pantanos.

Mis cuatro zambos conferenciaron con sus amigos, instalados sobre la caldera, pero su elocuencia fue inútil, porque la embarcación que nos obstruía el camino estaba perfectamente encallada; para sacarla de allí, era necesario esperar refuerzos o una creciente del Magdalena.

Tome pronto mi partido: mientras que mis compañeros se instalaron en la ribera y comían los pescados tan extrañamente cogidos par la mañana, salte a una canoa, perteneciente a un indiecito que había venido a ofrecer víveres a la tripulación de la caldera y le mande remar vigorosamente hacia el rio. Este estaba más cerca de lo que esperaba, y en menos de media hora la barca en que había tomado pasaje se encontró lanzada en el vasto seno del Magdalena.

En la América meridional, el Magdalena no le cede en importancia sino al Amazonas, al Orinoco y al Plata; pero ante mí no se presentaba en aquel momento toda el poderoso curso de sus aguas, pues habíamos entrado en una de sus brazos, llamado Ceniza, cuyo caudal derrama en el mar a algunas kilómetros más al oeste. Este brazo, mucha más ancho que nuestras corrientes de agua de la Europa occidental, casi iguala al Missisipi: como el, está adornado de grandes árboles de sombrío follaje; más en sus orillas no se distingue sino una que otra cabaña cubierta de palmeras y platanales esparcidos en las riberas. Las aguas ligeramente movidas por el viento y cortadas por rápidas y pequeñas olas, parecen menos profundas que las del gran río de la América del Norte; pero como las de este, arrastran tierra de aluvión y los cocodrilos no pueden distinguirse en ellas sino cuando estos monstruos dejan flotar en la superficie sus enormes quijadas con dientes de sierra. Vi a muchos de estas animales zambullirse a toda prisa cuando nuestro esquife se aproximaba, inclinado por la vela, hendiendo gallardamente las ondas: el cadáver, corrompido ya, de uno de esos gigantescos reptiles, daba vueltas en medio de un remolino entre troncos de árboles varados, cada uno de los cuales conducía un buitre de largo cuello ávidamente tendido. En el puerto mismo de Barranquilla, vi huir a la gente en todas direcciones para evitar la incómoda vecindad de uno de aquellos animales atraído por la algazara de varias personas que se bañaban.

A medida que nos acercábamos a Barranquilla, nuestra atención cambiaba de objeto, y mis miradas fueron todas para la ciudad, cuyas largas hileras de casas blancas se percibían encima de los ribazos arcillosos. Pequeños diques flotantes en la ribera del canal y llenos de bongos, lanchas, canoas; astilleros cubiertos con techos de hojas de palma, almacenes de depósito en donde indios y negros arrumaban productos de todas clases; muelles a los cuales estaban atracados buques de vapor; carenas de fierro constantemente golpeadas por el martillo de centenares de obreros: todo anunciaba una ciudad comercial semejante a las de Europa y los Estados Unidos. En el muelle de la gran plaza en que desembarque, la misma animación que en el puerto; marineros yendo incesantemente de los bongos a los almacenes para depositar en ellos barriles y bocoyes, mujeres llevando en la cabeza canastas de plátanos y otras frutas, y mercaderes instalados delante de pequeñas mesas ofreciendo sus géneros. En medio de la multitud atareada circulaban pilluelos medio desnudos, apostrofando a los extranjeros con palabras inglesas pronunciadas con notable perfección.

Barranquilla, edificada sobre la ribera izquierda de una de las numerosas ramificaciones del rio Magdalena, data de ayer, por decirlo así; y sus progresos solamente pueden compararse a los de una ciudad de los Estados Unidos, tan rápidos así han sido. Allí no se ven sino andamios, ladrillo y cal. Sobrepuja ya a Cartagena por el número de sus habitantes, si se tiene en cuenta también la población flotante; además la antigua ciudad de Soledad, situada en la ribera del rio a algunos kilómetros más arriba, puede considerarse como un simple barrio de Barranquilla, porque sus habitantes viven únicamente de las diversas industrias que les procura la vecindad de la ciudad naciente, verdadera capital comercial del Estado de Bolívar. Barranquilla proyecta en todas direcciones sus calles tiradas a cordel y cortadas en ángulos rectos; pero formadas la mayor parte de chozas y jardines en que se agrupan los cocoteros y los papagayos (1) semejantes a una yerba gigantesca. Las casas de piedra y peristilo se encuentran todas en la vecindad del puerto y en la plaza principal. En cuanto al llano de los alrededores, no presenta nada de pintoresco: el terreno de greda roja, mezclada de venas arenosas, es poco fértil salvas las depresiones pantanosas.

La importancia de Barranquilla se debe casi exclusivamente a los comerciantes extranjeros, ingleses, americanos, alemanes, holandeses que se han establecido allí en los últimos años; han hecho de ella el centro principal de los cambios con el interior y el mercado más considerable de la Nueva Granada; menos instigados los indígenas por el aguijón de la fortuna y sin estar iniciados aun en los secretos de la especulación, ninguna parte han tenido en el progreso de este emporium del Magdalena. A mi paso por allí, había diez vapores flotando o en construcción: cinco ingleses, tres americanos, uno alemán, y uno solo perteneciente a una compañía anglo-granadina que administraba M. Hasselbrinck, el hijo del cónsul prusiano de Sabanilla. Este excelente joven, antiguo alumno de la universidad de Gottinge y corresponsal del ilustre botánico Neesvon Esembeck, era un verdadero sabio cuya carrera lo llamaba naturalmente a ejercitar su ciencia en una gran ciudad de Alemania; pero a despecho de los negocios de comercio que lo ocupaban, no había olvidado la ciencia, y había logrado reunir a su rededor un gran número de hombres instruidos; tuvo la bondad de presentarme a muchos de ellos, casi todos granadinos.

En cambio, en el gran hotel de Barranquilla solamente vi extranjeros de todos los puntos del globo y conversando en inglés, esa lengua tan extendida en el mundo. Madama Hughes, nuestro huésped, había montado su casa bajo un pie enteramente europeo; tenía la tontería, es verdad, de observar en el hotel una ridícula etiqueta británica, pero se le podía perdonar en virtud de que tenía el buen gusto de hacerlos comer en un patio, debajo de los arboles cubiertos de fragantes flores a cuyo rededor revoloteaban los tominejos con alegres susurros. Por la noche hada colocar las camas debajo de las arcadas que rodean el jardín, y los huéspedes que despertaban durante la noche, tenían el placer de los rayos de la luna a el vago centelleo de la vía láctea a través tembloroso follaje.


1 Universidad del Norte