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versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.39 Cali ene./abr. 2023  Epub 02-Sep-2023

https://doi.org/10.18046/recs.i39.5287 

Artículos

Crítica de la moral en investigación. Consideraciones para una ética postformalista*

Critique of Morality in Research. Considerations for Postformalist Ethics

Alejandro Granados-García** 
http://orcid.org/0000-0001-7201-4872

** Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Filósofo, psicólogo y politólogo, magíster en Filosofía, candidato a doctor en Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Docente-investigador de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana. ResearchGate: https://www.researchgate.net/profile/Alejandro-Granados-Garcia Correo electrónico: alejogranadosgarcia@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7201-4872


Resumen

Este artículo de reflexión problematiza lo que, comúnmente, se conoce como ética de la investigación y propone enunciarlo críticamente como moral en investigación. Esta moral, aun siendo un avance significativo para la protección de quienes participan de una investigación, no ha resultado suficiente para prevenir que las prácticas investigativas puedan operar desde lógicas extractivistas y colonialistas. En este sentido, se plantea la necesidad de orientar, complementar y potenciar dicha moral a partir de una ética postformalista cuyo eje articulador sea la configuración de interacciones investigativas. Esta propuesta se desarrolla en tres momentos: el primero acota críticamente aquello que puede entenderse por moral en investigación. El segundo aborda dos condiciones de posibilidad para una ética postformalista: la ética como crítica y el giro ontológico. A manera de inconclusión, el tercer momento presenta aperturas para definir una ética postformalista de la investigación y pensar las interacciones investigativas éticas.

PALABRAS CLAVE: ética de la investigación; lógica moral; interacciones investigativas; extractivismo académico; giro ontológico

Abstract

This article problematizes what is commonly known as "research ethics" and proposes to enunciate it critically as research morality. This morality -even being a significant advance to protect those who participate in research- has not been sufficient to prevent that research practices follow extractivist and colonialist logics. It is necessary to orient, complement, and enhance research morality based on apostformalist ethics, whose articulating axis is the configuration of research interactions. This essay develops this proposal in three moments: The first one defines what can be critically understood as research morality; the second addresses two possible conditions for a postformalist ethics (ethics as critic and the ontological turn); as an in-conclusion, the third moment presents ways to define a postformalist ethics of research and think the ethical research interactions.

KEYWORDS: Research Ethics; Moral Logic; Research Interactions; Academic Extractivism; Ontological Turn

Introducción

Lo que comúnmente se conoce como ética de la investigación, y que aquí se denomina moral en investigación, se ha posicionado, progresivamente, a partir de casos en los que las investigaciones realizadas han generado afectaciones al bienestar y vulneraciones de la dignidad de los sujetos humanos, a partir de los cuales se pretendía producir algún tipo de conocimiento (Robinson, 2018). Dentro de estos casos se encuentran, entre otros, la experimentación con humanos en el régimen nazi, los experimentos de sífilis y otras enfermedades de transmisión sexual en Guatemala (1946-1948)1, y el experimento también sobre sífilis en Tuskegee (1932-1972)2. En este último caso, la comunidad científica fue cómplice, por acción u omisión, del daño generado por las investigaciones al conocerse, en escenarios académicos públicos, la existencia y persistencia del experimento.

Lo anterior ha llevado a que, en distintos contextos y circunstancias, se establezca una moral de la investigación que se configura a partir de un universo de códigos de conducta, requerimientos, prácticas y procedimientos formales-institucionales para regular la investigación, gobernar el comportamiento del investigador y reducir la probabilidad de vulnerar a quienes se ven involucrados en ella. Este es el caso, por ejemplo, de los consentimientos informados, los balances de riesgos y beneficios, los denominados comités de ética en las universidades y otras instituciones de investigación, los reglamentos profesionales de cada disciplina, el Código de Nüremberg (1947), la Declaración de Helsinki (1964), el Reporte Belmont (1979) -documento fundacional del sistema de protecciones a los sujetos humanos que actualmente funciona en los Estados Unidos (Robinson, 2018)-, y las declaraciones de Singapur (Segunda Conferencia Mundial sobre Integridad en la Investigación, 2012) y Montreal (Tercera Conferencia Mundial sobre Integridad en la Investigación, 2013) sobre integridad en investigación, entre otros.

Si bien este tipo de moral en la investigación ha representado un avance significativo en la protección de sus participantes, puede no resultar suficiente para prevenir que las prácticas investigativas operen desde lógicas extractivistas-colonialistas que ubican al otro (en el sentido amplio de la palabra que abarca lo humano, lo no humano y lo posthumano) como un objeto cuya función y valor es ser una fuente pasiva de datos útiles para quien conduce la investigación (Bishop, 2012; Tuhiwai, 2012; Vasilachis, 2006). Tampoco ha logrado impedir que, en ocasiones, las prácticas de cuidado del otro limiten su alcance a una labor de informar adecuadamente a los participantes sobre los riesgos de la investigación y de procurar garantizar la confidencialidad.

A esto se suman las críticas que ha recibido esta moral desde comunidades que históricamente han sido objeto de investigaciones académicas. A la moral en la investigación se le impugna que las definiciones y las prácticas que ejemplifican lo que podría considerarse como una investigación ética y respetuosa, no representan necesariamente las necesidades, aspiraciones ni visiones del mundo de las comunidades; aún más cuando estas han sido tradicionalmente discriminadas, excluidas, marginadas y precarizadas (Bishop, 2012; Christians, 2012; Tuhiwai, 2012; Vasilachis, 2006). Así mismo, es posible interpelar esta moral en la medida que pueda favorecer que el componente ético de las investigaciones sea un mero requisito por cumplir, como parte de una lista de chequeo más amplia que contiene los elementos esperados de una investigación.

Por lo dicho hasta el momento, este artículo parte de reconocer la importancia de reflexionar críticamente sobre los alcances y limitaciones de la moral en la investigación y, especialmente, de la necesidad de orientarla, complementarla y potenciarla a partir de una ética postformalista que pueda hacer contrapeso, e incluso subvertir las lógicas instrumentalistas, procedimentales, extractivistas, colonialistas y mercantilistas en la producción de conocimiento. Cabe aclarar que no se trata de desechar ni desestimar los avances y las bondades de una moral en la investigación, en la misma medida que no es posible pensar una ética al margen de la moral, pero sí puede pensarse en sus márgenes.

El artículo se estructura en tres momentos. El primero se ocupa de explorar elementos que permitan articular una crítica de la lógica moral en investigación. El abordaje de lo que puede entenderse por moral es el eje de este apartado. El segundo momento despliega distintas consideraciones para pensar una ética postformalista de la investigación. Para ello, se resalta la importancia de la crítica y del giro ontológico para esta apuesta ética. El último momento aborda aquello que se propone entender por ética postformalista y elabora la noción de interacciones investigativas como su eje articulador.

Primer momento. Elementos para una crítica de la lógica moral en investigación

Es importante reconocer que, como lo advierte Victoria Camps (1992), en el horizonte del pensamiento y la praxis, en el campo de la moral y la ética, coexiste una pluralidad de voces, a la que pretende aportar esta propuesta de una ética postformalista. Dichas voces no se excluyen necesariamente entre ellas, sino que pueden complementarse. No obstante, desborda el alcance y las pretensiones de este artículo llevar a cabo un ejercicio comparativo o integrativo de distintas perspectivas sobre la ética y la moral.

Una de las tesis centrales de este artículo postula que aquello que usualmente se denomina como ética de la investigación puede ser comprendido, críticamente, como una lógica moral en la investigación que ostenta un carácter formalista, procedimental e institucional. Esta genera una exterioridad de la moral frente a la dinámica singular de interacciones investigativas situadas, y se nutre del imaginario del académico experto y del mito de la ciencia benefactora, imparcial, capaz de corregirse y monitorearse a sí misma.

Un elemento clave para comprender esta tesis se encuentra en la distinción entre moral y ética, así como en la imposibilidad de reducir la segunda a la primera. A continuación, se expone una comprensión de la moral, construida a partir del pensamiento de autores como Arthur Schopenhauer (2002), Michel Foucault (2011), Judith Butler (2010) y Joan-Carles Mélich (2014a; 2018), que resulta indispensable para abordar la apuesta por una ética postformalista.

La crítica que hace Arthur Schopenhauer (2002) al fundamento de la ética dado por Kant, y a la confusión kantiana de la moral como ética, es el punto de partida para desarrollar el propósito de este artículo. Desde la perspectiva schopenhaueriana, Kant entendió mal la ética al asumir que debe responder a la pregunta ¿qué debo hacer? A la luz de esta interpretación, el error de Kant fue asumir que la ética debe ser normativa. Por el contrario, Schopenhauer (2002) planteó que la ética debe ser descriptiva y responder a las preguntas: ¿qué hago?, ¿cómo respondo al otro?

Si la moral no puede definirse como sinónimo de la ética y toma un rumbo diferente, ¿qué es?, ¿cómo podemos comprenderla? La introducción al segundo volumen de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault (2011: 31) ofrece elementos importantes para abordar estas preguntas; y define la moral como un:

Conjunto de valores y de reglas de acción que se proponen a los individuos y a los grupos por medio de aparatos prescriptivos diversos, como pueden serlo la familia, las instituciones educativas, las iglesias, etc. Se llega a tal punto que estas reglas y valores son explícitamente formulados dentro de una doctrina coherente y de una enseñanza explícita. Pero también se llega al punto que son transmitidos de manera difusa y que, lejos de formar un conjunto sistemático, constituyen un juego complejo de elementos que se compensan, se corrigen, se anulan en ciertos cruces, permitiendo así compromisos o escapatorias. Con tales reservas, podemos llamar "código moral" a este conjunto prescriptivo.

Esto refuerza la idea según la cual lo propio de la moral es ser prescriptiva-normativa, y materializarse en una serie de normas, valores, reglas de acción, hábitos, principios, códigos, propia de una cultura determinada en un momento dado de su historia. Como afirma Joan-Carles Mélich (2014a), llegamos a un mundo ya constituido moralmente. Heredamos una o varias morales a través de la operación de dispositivos, dentro de los cuales se encuentran las instituciones académicas, los manuales de investigación, los comités de ética, entre otros. Es de resaltar lo dicho por Foucault (2011) sobre cómo esa transmisión de la moral no es del todo clara ni libre de fricciones, puede resultar difusa y no completamente sistemática, permitiendo líneas de fuga. Esto resulta clave para pensar la ética pues, como ya se dijo, si bien puede ser imposible pensar un mundo y una ética al margen de la moral, no lo es pensarla en sus márgenes.

Ahora, Foucault (2011: 31) advierte que por moral también se puede entender:

El comportamiento real de los individuos, en su relación con las reglas y valores que se les proponen: designamos así la forma en que se someten más o menos completamente a un principio de conductas, en que obedecen una prohibición o prescripción o se resisten a ella, en que respetan o dejan de lado un conjunto de valores.

Estas palabras permiten entender el tipo de relacionalidad que establece la moral con los sujetos y entre los sujetos morales. Se trata de una relación de exterioridad, de trascendencia entre un ordenamiento discursivo de marcos, códigos, leyes, reglas, regulaciones profesionales e institucionales, principios y valores; y de los contextos, escenarios, relaciones y acontecimientos concretos en los que se interactúa. Lo que pretende establecer esta relación es la moralidad de los comportamientos, un sistema de respuestas preestablecidas a la pregunta moral: ¿qué debo hacer? En este sentido, la moral es previa a la emergencia y a la presencia del otro, de hecho, podría condicionar dicha emergencia. La moral es un ordenamiento prescriptivo, pero también es algo más.

La moral, antes de ser normativa-deontológica, es ontológica, o, más precisamente, metafísica; nos dice qué somos, nos captura e inscribe en un marco categorial y nos clasifica (Butler, 2010; Mélich, 2014a; 2018); nos sitúa en un orden del discurso (Foucault, 1979; Garduño, 2015); y solo después de decirnos qué somos, en función de esa clasificación, nos dice qué tenemos que hacer. Las singularidades quedan reducidas, atrapadas y encorsetadas en las categorías-metafísicas. Es posible entrever entonces que el orden del discurso no es solamente un asunto epistemológico o cognoscitivo, sino profundamente moral: categoriza, clasifica y, frecuentemente, prescribe modos de tratar, de relacionarse con eso que previamente ha sido clasificado.

Esta es una de las mayores críticas que puede hacerse a la racionalidad occidental en tanto ratio moralis. El orden moral establece ejercicios y formas de taxonomía de lo humano, lo no-humano y lo posthumano. Nos dice si somos seres humanos o no, si somos ciudadanos o no, mujeres u hombres, investigadores o investigados, etc., y, de acuerdo con eso, asigna roles, establece derechos y deberes, configura marcos de protección y de desprotección (Butler, 2010; Mélich, 2014a). La moral nos protege si tenemos la fortuna de caer en una categoría que, en el orden del discurso moral en que se integra, incorpora ámbitos, códigos y prácticas de protección. Esta dinámica de protección/desprotección en el campo moral, según advierte Mélich (2014a), opera como una lógica cruel.

Uno de los mayores riesgos que se corre con el ordenamiento moral, es que puede contribuir a la producción de buenas conciencias (Mélich, 2014a). La moral no nos protege necesariamente del horror, antes bien, puede llegar a ser su cómplice. En Auschwitz -así como en otros escenarios similares que abundan en nuestra larga historia de violencias y conflictos armados y sociales-, lo que puede observarse no es un déficit sino un exceso de moral (Arendt, 2011; Mélich, 2014a; 2018; Onfray, 2009). Se trata del cumplimiento irreflexivo y estricto del imperativo moral del deber, de la obediencia al código, a la ley y a la autoridad. Aquí vale la pena recordar estas palabras de Immanuel Kant (1986: 8): "Sería muy pernicioso si un oficial, a quien su superior ordena algo, quisiera argumentar en voz alta estando de servicio, acerca de la conveniencia o utilidad de esta orden. Tiene que obedecer". Es posible tener la conciencia tranquila y dormir tranquilos, sin insomnio, porque se ha cumplido con el deber. Ahora bien, es importante no desconocer la posibilidad de que existan conflictos en el cumplimiento del deber, en la medida que pueden operar simultáneamente distintos referentes morales que entran en tensión.

¿Qué hacer con quienes no entran, o entran a medias, dentro de las categorías que nombran, clasifican y ordenan los seres que quedan protegidos/desprotegidos por el ordenamiento moral?, los límites a todo imperativo categórico, a todo ordenamiento moral, se encuentra en quiénes, de qué forma y hasta qué punto entran en el ámbito de protección categorial-procedimental que se establece. Esto es aún más peligroso cuando el ordenamiento moral se ve profundamente permeado por las lógicas de la economía de mercado, de la utilidad, del rendimiento, del telos de la productividad, como es el caso del mundo académico y de la producción de conocimiento científico.

Un aspecto paradójico de las implicaciones de la lógica moral en investigación es que, de una u otra manera, las distintas partes involucradas perciben y denuncian sentirse desprotegidas frente a las malas prácticas de otros. Las instituciones tratan de protegerse del daño que pueden representar para su reputación las malas conductas de sus investigadores. Los sujetos investigados o sujetos conocidos, denuncian prácticas colonizadoras y extractivistas por parte del mundo académico -esto incluye a seres que no entran en la categoría medianamente protegida de sujeto humano: naturaleza, madre tierra o Pachamama (Duque-Acosta, 2019)-. También, aunque quizás en menor medida, los investigadores reclaman frente a la desprotección por parte de las instituciones que contratan o financian las investigaciones, la cual se materializa, entre otras, en formas de precarización laboral.

En relación con la última consideración, cabe resaltar la denuncia que hace Sarah Stahlke (2018) sobre una tendencia de desprotección de los investigadores cualitativos al afirmar que las discusiones y estudios sobre ética en la investigación se enfocan típicamente en los riesgos de los participantes, desconociendo y desentendiéndose de los riesgos éticos que enfrentan los investigadores, por ejemplo, los impactos emocionales de investigar temas sensibles. Esta autora hace un llamado a ampliar las definiciones sobre riesgos éticos, es decir, el marco categorial-moral para la protección de quienes están involucrados en las investigaciones.

En esta línea, es importante formular los siguientes cuestionamientos: ¿con qué frecuencia un comité de ética o un protocolo de ética en investigación exigen procedimientos, formatos o consideraciones claras y explícitas sobre el cuidado de sí que los investigadores tendrán en el desarrollo de la investigación?, ¿o de las responsabilidades que deben asumir las instituciones para el cuidado de su personal?, ¿es más frecuente observar, de forma explícita o implícita, que la responsabilidad del cuidado debe asumirla por completo el investigador?, ¿es mayor este riesgo en los casos en que la vinculación laboral con la institución es por medio de contratos de prestación de servicios, por obra o labor o freelance?

En una eventual dinámica paradojal de la moral en investigación, en la que unos a otros se endilgan la responsabilidad de cumplir el respectivo deber de actuar, de acuerdo con el ordenamiento moral, la probabilidad de que emerjan buenas conciencias es más alta. Cada parte involucrada puede dormir tranquila si siente que está cumpliendo con su deber.

Un riesgo significativo se encuentra en que el cumplimento del deber moral en investigación se reduzca a y materialice en la implementación correcta, es decir, técnica, de prácticas y consideraciones procedimentales, de protocolos de ética o de listas de chequeo en las que se incluye el consentimiento informado y la protección de la confidencialidad, entre otras. Esta lógica procedimental encontraría su pináculo en la aprobación, por parte de los denominados comités de ética, de la implementación formalista de este repertorio de requisitos morales. El riesgo emergente tiene que ver también con la posibilidad de que estos comités sean revestidos de la autoridad moral para sancionar el cumplimiento del deber por parte de los investigadores, procedimiento que, usualmente, se circunscribe a las fases tempranas en las que se postulan los proyectos para obtener una aprobación institucional, y luego reaparece, muy puntualmente, al momento de la firma de consentimientos informados y en la escritura de algún apartado en los reportes de las investigaciones, en el cual se exponen, con suerte, algunas consideraciones éticas de la investigación; pues la tendencia, según parece, es que dicho apartado se reduzca a una declaración de conflicto de intereses.

Esto podría responder a una tendencia observable, por ejemplo, en las declaraciones de Singapur (Segunda Conferencia Mundial sobre Integridad en la Investigación, 2012) y Montreal (Tercera Conferencia Mundial sobre Integridad en la Investigación, 2013), en las que la noción de integridad en investigación se vinculó fuertemente con el ideal técnico de la confiabilidad de la investigación. Un asunto que tradicionalmente se ha manejado técnicamente, procurando afinar y robustecer procedimientos metodológicos-estadísticos de recolección, procesamiento y análisis de datos, acude a una moral formalista-procedimental que ayude a resolver los problemas de autocorrección de la ciencia.

La producción de buenas conciencias es uno de los ejes centrales para una crítica de la moral formalista en investigación y resalta la importancia de un viraje hacia la ética. El aparente cumplimiento del deber moral podría dispensar de la responsabilidad de pensar y transversalizar la propia moral y la ética a todas las fases, instancias, interacciones y participantes que configuran las investigaciones. Precisamente, lo que aquí se reivindica, siguiendo a Mélich (2014a; 2018), es la mala conciencia, el insomnio ético o la incapacidad de aceptar cualquier somnífero moral que evite sentir y entender que la respuesta ante la vulnerabilidad del otro nunca es suficientemente adecuada. Parece que justo ahí se abre el ámbito de la ética y la posibilidad de posicionarnos en él.

Segundo momento. Consideraciones para pensar una ética postformalista de la investigación

Dos de las condiciones de posibilidad para el reconocimiento, la comprensión y la práctica de una ética de la investigación son: asumir una perspectiva de interpretación crítica de la moral; y fundamentarse en un giro ontológico. Antes de exponer lo que se comprende en este artículo por ética, es necesario abordar dichas condiciones.

La ética como crítica

El punto de partida para la primera condición es que la ética es crítica. Esto significa que una condición de posibilidad para una ética de la investigación es el despliegue y la fundamentación en ejercicios de problematización, interpelación e historización de lo establecido en materia de cómo llevar a cabo éticamente una investigación. Esta interpelación debe dirigirse también hacia el propio investigador y la forma como se posiciona éticamente en cada caso concreto. Se trata de apostar por una mala conciencia que contribuya a sospechar y sentirse inconforme con las respuestas procedimentales-formalistas ante los otros que participan de las interacciones investigativas.

Uno de los ejes centrales de la crítica a la moral en investigación, y a la investigación en general, ha sido desarrollado desde estudios poscoloniales y decoloniales (Bishop, 2012; Christians, 2012; Duque-Acosta, 2019; Tuhiwai, 2012). Desde estas perspectivas, se denuncia la investigación como herramienta funcional para la colonización, el imperialismo, el patriarcado, y para el funcionamiento de la economía de mercado neoliberal. En la lógica colonialista-extractivista de la investigación, los participantes son reducidos a la categoría de objetos de estudio, al rol fijo de ser fuentes pasivas de datos, a una representación como seres inexpertos que deben ser salvados, ilustrados, civilizados. Esta lógica establece relaciones asimétricas-jerárquicas entre investigadores e investigados, que se fundamentan en la presuposición, consciente o inconsciente, de una desigualdad ontológica y epistemológica fundamental. Los académicos asimilados en esta lógica portan el cetro de la autoridad universitaria que, por lo general, no es cuestionada (Christians, 2012) y, desde la cual, se atribuyen la prerrogativa de enunciar e intervenir al otro.

Es por esta misma lógica asimétrica-jerárquica que las instituciones, los códigos y los procedimientos de la moral en investigación corren el riesgo de diseñarse e implementarse verticalmente, de arriba hacia abajo. Con esto también se instaurarían, en el corazón de ese ordenamiento moral de la investigación, las agendas, los intereses, las preocupaciones, las representaciones y los significados de ética, respeto, justicia, beneficencia, etc., que enarbolan quienes se encuentran en posiciones de autoridad y toman decisiones en nombre de todos los posibles involucrados en las interacciones investigativas, sobre todo de quienes no se encuentran en dichos lugares de privilegio (Bishop, 2012; Christians, 2012; Tuhiwai, 2012).

Cabe preguntar en este punto con qué frecuencia aquellos que son enunciados y categorizados como investigados, son excluidos de participar en los comités de ética, en el diseño de la investigación y en el establecimiento de las consideraciones morales y éticas que guiarán su desarrollo. Al respecto, Linda Tuhiwai (2012) advierte que el quién en dichos comités tiende a ser representativo de grupos de clase, religiosos, académicos y étnicos cerrados, más que un reflejo de la diversidad de la sociedad. En consecuencia, estos se configuran, generalmente, como lugares donde se procesan visiones ya determinadas de la investigación. Según lo anterior, es posible afirmar que la estructuración y la operatividad del ordenamiento moral (formal-procedimental-institucional) de la investigación son procesos que corren el riesgo de resultar poco incluyentes, participativos y colaborativos.

Es importante no desconocer en esta discusión la posibilidad de que existan comités de ética que procuran tener una integración plural (académicos y no académicos), que recogen las inquietudes y recomendaciones de quienes participan en las investigaciones, y que apuestan por incorporar procedimientos públicos y deliberativos.

Además de lo anterior, es posible advertir otro eje de la crítica de la moral en investigación desde el cual se denuncia que los procedimientos éticos están pensados para blindar a las instituciones de posibles repercusiones legales y para favorecer el avance del conocimiento, más que para priorizar y anteponer sobre toda otra consideración el cuidado de quienes participan de las interacciones investigativas, aun cuando parezca que esto va en contra del telos de la productividad (Tuhiwai, 2012).

Al respecto, Clifford Christians (2012) advierte que los comités de ética pueden llegar a encarnar la agenda utilitarista y que, en ese sentido, su estructura conceptual y política estaría diseñada para producir la mejor relación costo-beneficio. A esto se suma la idea de que las regulaciones morales son diseñadas para gobernar la conducta de los investigadores, de acuerdo con los intereses y temores de las instituciones, y, como diría Tuhiwai (2012), en la línea de las leyes nacionales, las disposiciones de los organismos reguladores de las disciplinas, y los pactos y declaraciones internacionales. En otras palabras, la lógica de colonización también opera sobre los investigadores.

Ahora bien, no solo existe el riesgo de simplificar, subestimar y menospreciar el conocimiento, los procesos y las prácticas de aprendizaje del investigado (Bishop, 2012), sino también en cuanto sujeto moral y sujeto ético. Siguiendo a Russell Bishop (2012), se trata de un ordenamiento moral que impide o dificulta el desarrollo de procesos de redistribución de poder y de legitimación de ontologías, epistemologías, morales y éticas diversas; desplazando la experiencia viva y el significado de esas experiencias para favorecer la voz autorizada del experto en metodologías y en la ética de la investigación. En esta lógica, vinculada al mito de una ciencia intrínsecamente amoral, se llega a asumir que los problemas éticos son susceptibles de recibir soluciones mayoritariamente técnicas y procedimentales (Christians, 2012). Se trata de un discurso de aparente y pretendida imparcialidad que pasa por alto que los participantes de las interacciones investigativas, cualquiera que sea el rol que asuman, están situados en relaciones de poder y atravesados por marcadores y posiciones interseccionales -asociadas con el género, la orientación sexual, la clase social, la raza, la etnicidad, la nacionalidad, las creencias religiosas, etc.-.

El giro ontològico de la ética en investigación

El punto de partida en este apartado es la idea de que los problemas y las discusiones sobre ética de la investigación no se agotan ni se resuelven por medio de soluciones técnico-procedimentales. En la base de muchas de esas problemáticas puede existir un conflicto ontològico (Duque-Acosta, 2019) entre las comprensiones que las instituciones y los investigadores sostienen sobre sí mismos y sobre el otro investigado, y las propias concepciones ontológicas que los demás participantes de la investigación tienen de sí mismos, de los investigadores, de las instituciones académicas, de su mundo y de lo moral. En consecuencia, el abordaje ético de cada caso requiere una declaración explícita y una revisión crítica de los presupuestos ontológicos que fundamentan y orientan el desarrollo de la investigación.

El giro ontològico por el que aquí se apuesta procura distanciarse de una ontología moderna, que postula la existencia de una realidad, de un único mundo y del privilegio de la ciencia como el camino correcto para acceder a esa supuesta realidad, conocerla, analizarla, explicarla y predecirla (Duque-Acosta, 2019; Haraway, 1991). Este mundo moderno es el mundo globalizado, capitalista, neoliberal e individualista que se ha arrogado el derecho de ser el Mundo, a costa de otros mundos existentes o posibles, y que pretende asimilarlos al mismo mundo de la globalización neoliberal, como sostiene Arturo Escobar (2015).

La representación de la realidad moderna suele estar fundamentada en posiciones dualistas: humano/no-humano, sujeto/objeto, mente/cuerpo, naturaleza/ cultura, materia/espíritu, razón/emoción, razón/fe, secular/sagrado, individuo/ comunidad, partes/todo, medios/fines, hombre/mujer, vida/conocimiento, etc. (Castro-Gómez, 2011; Christians, 2012; Escobar, 2015). En este sentido, investigador/ investigado es otro ejemplo del dualismo moderno, en este caso, un dualismo epistemológico-metodológico que está a la base de la moral formalista-procedimental, asunto discutido en este artículo.

La apuesta del giro ontológico es por transitar más allá y más acá de la ontología moderna, para advertir y celebrar aquello que la excede y resiste a su definición y reducción, desde y para el mundo de la mismidad moderna (Braidotti, 2009; Duque-Acosta, 2019; Escobar, 2015). En consecuencia, la comprensión de la ética en investigación que sostenemos aquí, se contrapone a esa ontología moderna y se construye sobre una reivindicación de la ontología relacional, que se abre hacia el reconocimiento del pluriverso, la finitud y la vulnerabilidad (Christians, 2012; Duque-Acosta, 2019; Escobar, 2015; Mèlich, 2012; 2014b). En otras palabras, para repensar la ética de la investigación es necesario poner en cuestión lo humano, lo no-humano e incluso lo post-humano.

Siguiendo a Carlos Duque-Acosta (2019), la apertura ontológica pretende estallar el mito del monouniverso, del mundo único, y reconsiderar críticamente las demarcaciones ontológicas propias de la modernidad occidental, con el fin de dar cuenta de la multiplicidad ontológica, de las ontologías-otras, divergentes de la moderna (dualista, esencialista, racionalista, cosificadora, utilitarista). Esta ruptura va de la mano con una comprensión del sujeto relacional, histórico, nómada, situado, corporizado, no unitario e interseccional (Braidotti, 2009; Christians, 2012; Escobar, 2015; Haraway, 1991; Heidegger, 2018; Martínez, 2014; Muñoz; Larraín-Salas, 2019; Vasilachis, 2006).

El reconocimiento y la defensa de la pluralidad ontológica se fundamenta en el supuesto de la relacionalidad, desde el que se afirma que nada preexiste a las relaciones que lo constituyen, y que la relacionalidad es un fenómeno irreductible (Christians, 2012; Escobar, 2015). Nada existe como un ser discreto, autocontenido en sí mismo ni por su propia voluntad (Escobar, 2015). De acuerdo con Martin Heidegger (2015; 2018), existir es un ya estar-fuera, un siempre estar ya abiertos, pues somos ex-céntricos, es decir, nuestro centro está fuera, no en alguna representación de la interioridad. No podemos comprendernos como esferas cerradas, como sujetos autocontenidos y autoconscientes que salen de sí con muchos esfuerzos e inseguridades, para establecer algún tipo de comercio con el mundo (Heidegger, 2018). Estamos proyectados en dirección a posibilidades y situados en un estar-siendo-en-un-mundo de la vida cotidiana-con-otros que nos constituye, que es la configuración fundamental de la existencia (Heidegger, 2015; 2018). Este tipo de expresiones compuestas y unidas por guiones indican, en su forma misma, que enuncian fenómenos unitarios que deben ser comprendidos en su integridad (Heidegger, 2018). Se trata de expresiones que permiten un enfoque complejo de la existencia, en esa medida, destacar un aspecto del fenómeno resalta los otros de lo fenoménicamente dado.

La relacionalidad es constitutiva de todos los seres (humanos, no humanos y posthumanos) y los pone en común, dejándolos distintos, en un entramado denso, complejo, dinámico e integral de mundos, interrelaciones e interdependencias, precariedades y precaridades, prácticas, enacciones y materialidades (Butler, 2010; Christians, 2012; Duque-Acosta, 2019; Escobar, 2015).

Aquello que nos pone en común a todos los seres es la vulnerabilidad, cooriginaria con la relacionalidad. Las corporalidades que nos configuran nos abren a la experiencia inconjurable de la fragilidad, el dolor, el sufrimiento, el envejecimiento, las violencias, los ultrajes, las pérdidas, la muerte (Butler, 2006; Levinas, 2020; Mélich, 2012; 2014b). El estar expuestos a las heridas del mundo, que se abre con la condición vulnerable, indica que no podemos sobrevivir al margen de la atención, la hospitalidad y la compasión de otros (Mélich, 2014b). Es imposible superar la interdependencia y la necesidad de acogimiento, por lo que "ninguna medida de seguridad va a impedir esta dependencia; ni hay acto de soberanía que, por más violento que sea, pueda liberar al mundo de este hecho" (Butler, 2006: 14). Sabernos vulnerables, de hecho, nos permite sentirnos interpelados éticamente por el llamado desde la vulnerabilidad del otro, desde su rostro (Levinas, 1991; 2020).

La ontología de la relacionalidad-vulnerable contribuye a que podamos reconocer, celebrar y defender el pluriverso. Al desmontarse la falacia de la existencia de un único mundo, una única realidad, una única naturaleza, es posible pensar diferentes ontologías y mundos (Duque-Acosta, 2019; Escobar, 2015). La afirmación de la multiplicidad de mundos es la celebración de las múltiples formas de vida, de ser, de cosmovisiones, de concepciones de desarrollo, de relacionarse, de habitar lugares, de configurar comunidad (Duque-Acosta, 2019; Escobar, 2015). Estos mundos no pueden ser reducidos los unos a los otros, ni puede haber un solo principio con el que se aprehendan todos ellos. Esto implica también, en la línea de Escobar (2015), re-situar el mundo moderno como un mundo entre muchos otros, así como defender activamente cada uno, en sus propios términos y en los procesos por medio de los cuales se constituyen como tales.

Cabe advertir que la defensa del pluriverso no puede traducirse en un relativismo del tipo todo vale, como tampoco implica una vía libre para validar prácticas que conllevan a la vulneración del bienestar y la integridad de alguien. Se requieren, por tanto, escenarios y procesos de reflexión crítica y pública en torno a aspectos propios de cualquier mundo y dinámica relacional, que puedan generar algún tipo de daño en otros.

El giro y la ampliación ontológica invita a abrazar la idea de mundos en devenir, mundos que mundean, siguiendo la expresión de Heidegger (2005). La noción mundear expresa un aspecto central de la ontología relacional que aquí se aborda, pues se trata de la apuesta por verbalizar fenómenos que habitualmente son sustantivados. De esta forma, se pretende comprender los mundos no como entidades estáticas, objetivadas y externas a las relacionalidades, sino como fenómenos que se enactúan en multiplicidad de prácticas, se performan y configuran a través de las interacciones, las experiencias, las interpretaciones y las narraciones. La expresión mundear pone el énfasis en la movilidad intrínseca y en el dinamismo que implica la noción de mundo. Así mismo, es una expresión que remite a la significatividad de los fenómenos, a la familiaridad con la vida cotidiana que suministra un fondo de inteligibilidad y comprensibilidad que se activa en todo acto de autointerpretación de la vida misma (Rueda, 2019).

Todo lo anterior resulta clave para pensar una ética postformalista, pues se inscribe en el registro de la relacionalidad, la situacionalidad, la pluralidad y, por tanto, la singularidad del encuentro con otros y sus mundos. De ahí que asumir estos aspectos pensados desde una ontología de la relacionalidad-vulnerable favorece la emergencia de interacciones éticas, desbordando los marcos morales-categoriales que prefiguran una manera de definir al otro y de actuar de forma consecuente con dicha definición.

In-conclusión. Aperturas para pensar las interacciones investigativas éticas

En este último apartado se expone una propuesta para la comprensión de la ética en la investigación, cuyo eje articulador es la noción de interacciones investigativas, que es un aporte al debate sobre las formas de repensar y reinscribir la dimensión ética en el diseño y el desarrollo de las investigaciones. Cabe aclarar que este tercer momento no funciona a la manera de un cierre, ni presenta lo que sería un conjunto de conclusiones, antes bien, pretende favorecer aperturas y caminos para el trabajo de seguir pensando y practicando la ética de la investigación.

¿Qué puede implicar hablar de una ética postformalista?

El giro ontológico resulta decisivo para la comprensión de la ética postformalista que aquí se postula. Desde la perspectiva de una ontología relacional, la ética no puede fundamentarse en una teoría abstracta, ahistórica y descorporalizada, ni en procedimientos formales preestablecidos, sino en las interacciones que acontecen en el pluriverso de mundos de la vida cotidiana, es decir, en la relacionalidad, los vínculos, los otros, y en el llamado que nos hacen desde su vulnerabilidad; esto es lo que abre las puertas de lo ético (Christians, 2012; Levinas, 1991; 2020). Poco o nada tiene que ver la ética con nociones metafísicas como el bien, la virtud, la felicidad, la voluntad, la utilidad, el deber, la dignidad, la persona o el imperativo categórico. En otras palabras, la ética no tiene un fundamento, por ello, no opera a priori, como la moral, sino a posteriori. Esta ausencia de referentes absolutos, como afirma Mélich (2010), no es un obstáculo sino una apertura, una potencialidad. Para entender esto, es necesario abordar primero aquello en lo que consiste la experiencia ética.

Hablar de ética en el contexto de las consideraciones aquí expuestas no implica pensar en un cuerpo doctrinal-normativo, en una disciplina, ni mucho menos en un dispositivo compuesto por instituciones, códigos, comités, procedimientos, costumbres, etc., a la manera en que se configura y opera la moral formal-procedimental.

Antes bien, refiere a un tipo particular de experiencia relacional, situada y responsiva (Christians, 2012; Levinas, 1991; 2020; Mélich, 2010; 2018).

En contraposición a la moral formal-procedimental, una ética postformalista irrumpe en el registro del acontecimiento, la historicidad, la excepcionalidad y la situacionalidad. Desde la perspectiva de Hans-Georg Gadamer (2017) y Joan-Carles Mélich (2010; 2018) el fenómeno ético, en tanto experiencia no objetivada, es imprevisible, no puede planificarse, programarse ni controlarse por completo y, en esa medida, resulta desarticulador, rompe con nuestras expectativas, proyectos y anhelos de control. Esto quiere decir que la situación ética, en su singularidad, no ofrece analogías y, por lo tanto, interpela radicalmente las respuestas anticipadas de los códigos deontológicos o aquellas emitidas por los comités de ética, que podrían resultar ajenos y distantes al acontecer de la experiencia ética. Se trata de una excepcionalidad que no confirma la regla, sino que la pone en cuestión. En ocasiones, será necesario, incluso, transgredir o incumplir el deber y la norma para atender al rostro del otro.

¿Cuál es la fuente del acontecimiento ético?, ¿de dónde surge la irrupción que genera la excepcionalidad de la situación ética? Emmanuel Levinas (1991; 2020) y Joan-Carles Mélich (2010; 2018) nos dicen que el acontecimiento ocurre por la irrupción del otro, aquí y ahora, siempre como un singular, un quién que demanda algo de nosotros, nos interpela y reclama desde su temporalidad, finitud, vulnerabilidad, corporalidad, sufrimiento, dolor, pérdida, su necesidad de hospitalidad, acogida y cuidado.

El rostro no es la cara. Usualmente vemos caras, es decir, categorías (razas, sexos, géneros, nacionalidades, roles, profesiones, dignidades, etc.). El rostro, que no se ve sino que se escucha, es una demanda, una apelación, siempre en nombre propio, de una singularidad (sea individual o colectiva) y no de una categoría. Nos demanda que no pasemos de largo, que no seamos indiferentes ni insensibles, que no nos conformemos con la buena conciencia, que puede surgir con la correcta aplicación de la lógica de una moral formal-procedimental. En su operatividad, dicha lógica normaliza (restringe e incluso suprime) la excepcionalidad de la situación ética, pues corre el riesgo de condicionar la potencia disruptiva de la aparición del otro al clasificarlo previamente y estereotipar las respuestas.

No sobra insistir que no se trata de desechar por completo la moral. Eso es imposible, la necesitamos para vivir en nuestros mundos de la vida cotidiana. Mélich (2010) advierte que la moral no es buena ni mala en sí misma, sino ambigua, puede servir para lo mejor como para lo peor. De lo que se trata entonces es de poder pensarla, problematizarla y lograr subvertir la lógica cruel del ordenamiento del discurso moral de los seres, de renunciar a la buena conciencia. La crítica se enfoca en aquellas morales en investigación que operan bajo la lógica formalista-procedimental-extractivista, que restringen las posibilidades de la experiencia ética y generan buenas conciencias.

Ser ético es responder a la pregunta por cómo puedo estar a la altura de lo que el otro me pide, desde el habitar una mala conciencia, lo que implica no sentirse nunca suficientemente bueno, pues, hagamos lo que hagamos, la respuesta al rostro del otro nunca será suficientemente adecuada (Mélich, 2010; 2018). Mucho menos resulta suficiente la aplicación de una norma, un código, un protocolo o una decisión impartida por alguna instancia burocrática. La ética tiene sentido porque nos quedamos perplejos ante una situación que desnuda la insolvencia de los marcos normativos en los que hemos sido educados, por ejemplo, como parte de nuestra (de)formación disciplinar.

Algo decisivo para tener en cuenta en la comprensión de la ética, siguiendo a Mélich (2010), es que se trata de una respuesta que tiene en cuenta al otro, es decir, no es una decisión que tomamos con independencia, desde nuestra perspectiva y comprensión del mundo. La ética empieza con el otro, no con uno mismo, por lo tanto, lo que dictamina si nuestra respuesta ha sido adecuada no es nuestra conciencia o algún tribunal burocrático, sino el otro. Esto quiere decir que la ética se configura a partir de una heteronomía sensible y compasiva, de la interdependencia, la vulnerabilidad compartida e inconjurable, la hospitalidad, acogida, cordialidad, bondad y gratuidad, que transgrede la lógica de la utilidad económica en el cuidado de sí y del otro, pues se trata de un dar-se al otro.

Las interacciones investigativas éticas

Las interacciones investigativas desplazan el centro de la ética desde los sujetos investigadores y sus decisiones autónomas-racionales, los procedimientos institucionalizados, los códigos, formatos, comités y apartados del proyecto, hacia el entre, la singularidad relacional que se configura en todos y cada uno de los escenarios, momentos y procesos de una investigación. Un supuesto central de este planteamiento es que los sujetos investigadores no están constituidos como sujetos éticos de antemano (Christians, 2012), sino que el sentir, discernimiento y respuesta ética se desenvuelven dinámicamente entre todos los que participan de la investigación, y en línea con las experiencias éticas que acontecen. Por lo tanto, las consideraciones y las prácticas éticas no emergen de la perspectiva experta de los investigadores o de las instituciones que los enmarcan, sino que se conversan con todos los participantes. De esta forma, el posicionamiento en el debate sobre la ética de la investigación se reposiciona en la interioridad de las interacciones, las facticidades y los mundos de la vida cotidiana en que acontecen, antes que en la exterioridad de los códigos, lo procedimental y lo institucional.

Una condición de posibilidad para la emergencia y consolidación de las interacciones investigativas éticas es el reconocimiento y la celebración de la igualdad ontológica (Vasilachis, 2006). Esta idea implica que cada uno de los que se involucran y participan en una interacción investigativa puedan reconocerse y ser reconocidos como un ser (individual o colectivo): primero, hermenéutico, activo, constructor de sus propias representaciones, productor de interpretaciones y conocimientos valiosos, a partir de instrumentos y vocaciones diferentes; segundo, capaz de cuestionar y resistir las objetivaciones de la que es habitualmente objeto y de configurar su mundo en sus propios términos, nombrándolo, investigándolo y teorizándolo (Heidegger, 2018; Martínez, 2014; Tuhiwai, 2012; Vasilachis, 2006). Esto implica que nadie puede ser visto como una fuente pasiva de datos útiles para que otros lo conozcan, y que cada uno de los participantes de una interacción investigativa tiene la misma posibilidad de influir en el otro.

Es necesario advertir que las asimetrías en las relaciones de poder tienden a desconocer o invisibilizar lo que abre el reconocimiento de la igualdad ontológica, y a procurar inmunizar a quienes se ubican en posiciones de autoridad y pretendida superioridad. Al respecto, la igualdad ontológica permite postular, siguiendo a Haraway (1991), que nadie puede asumir una perspectiva divina, es decir, nadie puede posicionarse por fuera de su facticidad o su historicidad, con el fin de alcanzar un anhelado no-lugar de neutralidad-objetividad. Se trata de una crítica directa a la pretensión de ver todo desde un no-lugar, esto es, el poder de ver sin ser visto, de representar mientras se escapa de la representación, de transformar sin ser transformado (Haraway, 1991; Mauthner, 2019).

La defensa de la igualdad ontológica, como la idea misma de un estar-siendo-en-un-mundo de la vida cotidiana-con-otros, implica la ruptura del dualismo ontológico-metodológico entre sujetos y objetos de investigación o entre investigadores e investigados. En una interacción investigativa ética solo participan sujetos cognoscentes, de lo contrario, se trata de otro tipo de interacción. El reconocimiento de la capacidad investigativa compartida por todos se efectúa o ennactúa desde condiciones y posicionamientos particulares, por lo que se procura que esa diferencia no se transforme en desequilibrios e injusticias epistémicas (Fricker, 2017).

El reconocimiento de la igualdad ontológica resignifica la figura del investigador, pues este ya no puede referir a un individuo, sino que pasa a ser la propia relacionalidad. Quien investiga y quien es investigado es siempre un nosotros, un co-estar-en, un escenario, una disposición y una labor de pesquisa compartida. De ahí la importancia de generar disposiciones para que se materialice la igualdad ontológica y produzca efectos concretos en el desarrollo de una investigación. Esto supone orientar el devenir de una interacción investigativa hacia el diálogo horizontal de saberes, la construcción colectiva, colaborativa, crítica y autocrítica de conocimiento situado y relevante para todos los que participan en su elaboración (Christians, 2012; Haraway, 1991; Martínez, 2014; Vasilachis, 2006).

El reto que emerge aquí es pensar diseños metodológicos que concreten el reconocimiento y el cuidado de la igualdad ontológica y de las singularidades entre todos los coparticipantes. Un aspecto clave, en este sentido, es que el diseño sea lo suficientemente flexible como para que la apertura a la participación y a la colaboración sea posible en toda instancia y proceso de la investigación. De igual forma, el diseño de la investigación y sus dispositivos metodológicos deben favorecer la implementación de prácticas de cuidado recíproco entre todos los participantes, desde una disposición afectiva a escuchar el rostro del otro y a procurar responder lo más adecuadamente posible.

Lo anterior invita a buscar que las experiencias, narrativas, deseos, expectativas, esperanzas, proyectos vitales y voces de quienes participan en las interacciones investigativas éticas sean reconocidas, escuchadas, valoradas y celebradas en su singularidad, de manera que no desaparezcan detrás de las del investigador, ni sean tergiversadas por la preeminencia de la necesidad de traducirlas, de acuerdo con los códigos y las categorías de las formas de conocer socialmente legitimadas (Martínez, 2014; Tuhiwai, 2012; Vasilachis, 2006).

Se trata de una lógica de gobernanza compartida que favorece que el proceso de investigación esté subordinado a la solidaridad, reciprocidad y corresponsabilidad que circula en el nosotros emergente en las interacciones investigativas. Lógica que impulsa a que cada participante pueda ejercer un rol activo y tener posibilidades reales de negociación, incidencia e interpelación respecto de los problemas y temas a estudiar, los métodos adecuados, los resultados a considerar aceptables y pertinentes, así como del modo de usar, implementar y comunicar el conocimiento, y de evaluar sus impactos (Christians, 2012).

El influjo del giro ontológico sobre los presupuestos epistemológicos y metodológicos invita también a que el trabajo hermenéutico de descripción, análisis, interpretación y comprensión se despliegue de forma rizomática y, en consecuencia, no emane de un único centro. Quienes participan de las interacciones investigativas éticas se afectan mutuamente y, en ese proceso, interpretan los significados de las experiencias, prácticas y discursos sociales presentes en los mundos de la vida cotidiana en los que se encuentran situados. En esta dinámica pueden emerger, producto del trabajo colaborativo, nuevas interpretaciones, prácticas y relaciones, experiencias, posicionamientos, significados y sentidos. De este modo, el esfuerzo se dirige a que las interpretaciones y comprensiones se configuren en la multiplicidad de términos y perspectivas del mundo de la vida cotidiana de los participantes, y que las construcciones teóricas expliciten el trabajo de traducción e interpretación que despliegan.

Lo más común es encontrar que todos los objetivos de una investigación sean de carácter cognoscitivo. No obstante, la apuesta por las interacciones investigativas implica asumir el componente ético más allá de un simple requisito por cumplir e invita a comprender este aspecto como un fundamento cooriginario y transversal de la investigación. De ahí que resulte útil hacer explícito este compromiso formulando un objetivo específico de la investigación, que apunte a la generación de condiciones de posibilidad para la configuración de interacciones investigativas éticas.

Otra condición de posibilidad para estas interacciones se encuentra en la explicitación y el trabajo sobre la situación hermenéutica en que se encuentra cada participante, a partir de ejercicios de reflexividad (Rivera, 2020; Scribano; De Sena, 2009; Subramani, 2019) que evidencien críticamente nuestros presupuestos ontológicos, epistemológicos, metodológicos y axiológicos, así como nuestra posicionalidad (Bover, 2013). La reflexividad es una herramienta metodológica y ético-política indispensable en la investigación, que contribuye a adoptar una actitud de observación crítica y dialógica frente a las relaciones de poder y los lugares de privilegio que atraviesan toda investigación.

Al respecto, Linda Tuhiwai (2012) advierte sobre la necesidad de ser conscientes de la posición que cada quien ocupa en el entramado de relaciones de poder, y llama la atención sobre la importancia de comprometerse en el proceso de intercambio de poder, pues el despliegue de las interacciones investigativas éticas requiere una labor de explicitación crítica de las relaciones de poder que las anteceden y las atraviesan. Esto se traduce, por ejemplo, en declaraciones abiertas y sinceras sobre las posicionalidades que pueden intervenir en los distintos escenarios y procesos de la investigación, así como en la apertura a explicitar y deconstruir lugares de privilegio, discursos y prácticas objetivantes y, en general, todo aquello que atente contra el principio de igualdad ontológica.

En este devenir resulta indispensable emprender procesos de genuina autocrítica y deconstrucción de aquellos egos que se benefician de cierto statu quo de las ciencias y de la autoridad social atribuida a los científicos. Así, esta condición de posibilidad para la materialización de la igualdad ontológica pasa por reconciliarnos con la inanidad de la fantasía elitista de creer que los académicos somos de mejor familia.

En la perspectiva crítica de los lugares de privilegio del mundo académico, las interacciones investigativas éticas desplazan el énfasis de la producción de conocimiento, que tiende a estar enfocado en su publicabilidad en revistas de alto impacto, hacia el sentido, relevancia, incidencia y posibilidades de su apropiación por parte de quienes participan en la investigación, y otros que puedan verse directa o indirectamente beneficiados. Aquí cabe formular la siguiente pregunta: ¿de qué formas el telos de la productividad y el imperativo de la publicabilidad del conocimiento han favorecido la imposición de lógicas extractivistas, colonialistas e instrumentalista en las relacionalidades que se configuran en el desarrollo de las investigaciones?

Las interacciones investigativas éticas encarnan el compromiso con que la investigación sea un medio y una herramienta para que cada coparticipante encuentre nuevas oportunidades de exploración, interpretación, comprensión y apropiación, con otros, de sus experiencias, relaciones, su propia existencia y su propio mundo de la vida cotidiana. Para que esto sea posible resulta fundamental que cada participante pueda encontrar y construir sentido respecto de su participación en la investigación y hacerla parte de su propio modo de estar-siendo-en-un-mundo. Esto implica desplegar ejercicios colaborativos de deconstrucción de interpretaciones alienantes, las cuales están signadas por los dictámenes del se dice, los ismos, los discursos científicos colonialistas-extractivistas-utilitaristas, de la opinión pública, y que representan restricciones o clausuras a la apertura de las posibilidades del estar-siendo-con-otros (Bishop, 2012; Grondin, 2008; Heidegger, 2018; Tuhiwai, 2012).

En definitiva, se trata de apostar por interacciones éticas en el marco de investigaciones que reivindiquen y potencien la posibilidad de que cada participante tome la propia existencia en sus manos para cuidar de sí y del otro.

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* Este artículo se nutrió de las conversaciones desarrolladas en los seminarios Ética de la investigación en psicología I (coordinado por la profesora Olga Lucía Huertas Hernández), Ética de la investigación en psicología II (coordinado por el profesor Diego Agudelo Grajales) y Conflictos sociales y armados. Abordajes psicosociales hacia la construcción de culturas de paz (coordinado por el profesor Luis Manuel Silva), que hacen parte de la estructura curricular del Doctorado en Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana (sedes Bogotá y Cali). El autor declara que no hubo conflicto de intereses en la elaboración de este artículo, que se trata de un producto final, elaborado durante el año 2021, y que fue financiado con recursos propios.

1 Entidades de salud de Estados Unidos llevaron a cabo en Guatemala, entre 1946 y 1948, experimentos en los que inoculó a 1308 personas con infecciones de transmisión sexual (sífilis, gonorrea y cancroide), con el pretexto de generar un modelo humano para el estudio de este tipo de enfermedades. En estos experimentos se incluyeron sujetos vulnerables: pacientes de un hospital psiquiátrico, presos, soldados, trabajadoras sexuales y niños, reportándose 83 personas fallecidas (Arango; Mejía, 2015).

2El experimento de Tuskegee fue un estudio clínico que se extendió desde 1932 a 1972, fue llevado a cabo por el Servicio Público de Salud de los Estados Unidos en esta población del Estado de Alabama, con 400 hombres de raza negra en precarias condiciones socioeconómicas y educativas, con el pretexto de estudiar la evolución natural de la enfermedad en ausencia de tratamiento. El experimento no se interrumpió a pesar de la introducción de tratamientos eficaces contra esta en 1945 (Cuerda-Galindo; Sierra-Valenti; González-López; López-Muñoz, 2014).

Cómo citar/How to cite Granados-García, Alejandro (2023). Crítica de la moral en investigación. Consideraciones para una ética postformalista. Revista CS, 39, 188-212. https://doi.org/10.18046/recs.i39.5287

Recibido: 15 de Diciembre de 2021; Aprobado: 25 de Enero de 2023

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