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CS

versión impresa ISSN 2011-0324

CS  no.40 Cali mayo/ago. 2023  Epub 26-Dic-2023

https://doi.org/10.18046/recs.i40.5672 

Temas

Constitucionalismo dialógico y justicia constitucional. Una vuelta larga para volver a las virtudes deliberativas de la Acción Pública de Inconstitucionalidad*

Dialogical Constitutionalism and Constitutional Justice. A Long Return to the Deliberative Virtues of the Public Action of Unconstitutionality

María Luisa Rodríguez-PeñarandaI 
http://orcid.org/0000-0002-8370-0496

I Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Profesora asociada de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá (Colombia). Correo electrónico: mlrodriguezp@unal.edu.co


Resumen:

Mediante el Constitucionalismo Dialógico (CD) algunos teóricos creen haber encontrado una válvula de escape a la discusión global sobre la legitimidad del control judicial a la ley. Con la metodología situada contextual, este artículo analizará los desafíos que plantea el CD en Latinoamérica, en especial en Colombia, analizando: i) por qué es una teoría atractiva; ii) sus diferencias con la democracia deliberativa (DD); iii) los argumentos de Roberto Gargarella al defender la DD, el CD y una conversación entre iguales, lo que nos invita a interrogarnos sobre si se trata de nuevos empaques a viejas discusiones. También, se abordará el CD en sus dos versiones: institucional canadiense y conversacional para, proponer una nuestramericana. Por último, iv) se reflexionará sobre las ventajas de la Acción Pública de Inconstitucionalidad (AP) como mecanismo de impugnación legal, participativo y deliberativo, no bien apreciado en sus potencialidades dialógicas, en virtud de un sesgo de preferencia.

Palabras clave: constitucionalismo dialógico; democracia deliberativa; justicia constitucional; acción pública de inconstitucionalidad; sesgo de indulgencia

Abstract:

Through Dialogical Constitutionalism (DC), some theorists believe they have found an escape valve for the global discussion on the legitimacy of judicial control over the law. With the situated contextual methodology, this article analyzes the challenges that DC poses in Latin America, particularly in Colombia, in four sections: i) Why is an attractive theory; ii) Its differences from deliberative democracy (DD); iii) The arguments of Roberto Gargarella in defense of DD, DC, and "A Dialogue between Peers". This invites us to question whether it is merely new packaging for old discussions. Additionally, I will address DC in its two versions: the Canadian institutional version and the conversational version, ultimately proposing a third nuestramerican approach. Lastly, iv) I will reflect on the advantages of the Public Action of Unconstitutionality (PA) as a participatory and deliberative legal challenge mechanism, which dialogical potential is not properly appreciated due to a preference bias.

Keywords: Dialogic Constitutionalism; Deliberative Democracy; Constitutional Justice; Public Action of Unconstitutionality; Leniency Bias

Introducción

El constitucionalismo dialógico (CD) ha venido presentándose como una nueva luz de esperanza dispuesta para resolver viejos debates en la dogmática constitucional global, atinentes, principalmente, a las reiteradas dudas sobre la compatibilidad de la justicia constitucional con la democracia.

El también conocido discurso de la objeción democrática a la justicia constitucional se presentó como una preocupación sobre la legitimidad de los jueces constitucionales no electos, para declarar inconstitucionales leyes provenientes del legislador, en tanto órgano que encarna el concepto más tangible de la democracia representativa.

Si bien la discusión contaba con una denominación de origen estadounidense, propia de las particularidades de una constitución liberal longeva, enmarcada en un estado federal y una práctica judicial que, más que contribuir al avance de los derechos individuales de los grupos históricamente excluidos, los había obstaculizado. Es cierto que, durante el siglo XX, tales desconfianzas sobre la legitimidad de la justicia constitucional fueron derramadas sobre el planeta entero, conforme ocurría la expansión del judicial review.

Las particulares angustias estadounidenses sobre sus históricos fracasos judiciales en la abolición de la esclavitud1, la discriminación contra la población afroamericana2, los derechos de los trabajadores3, y su oposición a la implementación de políticas de bienestar mediante el New Deal con la Corte Rehnquist4, se convirtieron en un asunto de preocupación global.

Pese a la profundidad de la discusión, la conclusión casi siempre arribaba a una sin salida, apenas posible de ser neutralizada, restringiendo la justicia constitucional a la revisión del procedimiento legislativo e inclusión de las minorías (Hart-Ely, 2007); o, apelando a la autorrestricción, minimalismo judicial o virtudes pasivas (Bickel, 1986; Elster, 1998; Sunstein, 1999); con menos frecuencia desde una mirada sustancial de la democracia en la que los jueces también son parte de ella (Ackerman, 1999; Dworkin, 2004; Freeman, 1990-1991); frente a una avalancha de opositores que reclamaban la supremacía del legislador (Bellamy, 2010; Tushnet, 2012; Waldron, 2006).

También se encontraron caminos para sacar de las manos de los jueces la decisión sobre los derechos, devolviéndola al pueblo mediante el constitucionalismo popular, y una revisión histórica del tan estudiado proceso constituyente estadounidense (Kramer, 2011; Post; Siegel, 2013; Tushnet, 1999; 2006; Alterio, 2016). Todo ello, como una vuelta de tuerca más al perpetuo riesgo de estancar el avance de los derechos para las minorías históricas, sobre las cuales algunos autores han puesto dudas sobre la posibilidad de conquistar más derechos mediante la justicia constitucional en vez del accionar del legislador (Rosemberg, 2008; Waldron, 2006).

De vez en cuando, los defensores de la justicia constitucional lo hicieron entendiendo su aporte a la democracia, especialmente desde su contribución a la deliberación y búsqueda del consenso (Alexy, 2005; Habermas, 1999; 2000; Pettit, 1999; Rawls, 1995; Sager, 2004), por las falencias del propio modelo de control de constitucionalidad estadounidense y la filigrana del procedimiento judicial que, en sí, mereció poca atención para el grueso de los autores, en particular por el énfasis teórico-universalista de la discusión. Pero la mayoría de las veces, el giro deliberativo de la democracia enfatizó las ventajas del proceso legislativo frente al judicial.

En una relación de fuerzas similar al espejo del norte, los autores latinoamericanos, predominantemente hombres, fueron abriendo y luego incorporándose a la discusión, alineándose con particular notoriedad en el libreto de la duda (Gargarella, 1996; Linares, 2008; Niembro, 2019; Nino, 1997), y algunos justificaron el control de constitucionalidad en tanto protegiera los derechos individuales (Uprimny; García, 2005).

Por mi parte, aporté desde el despertar de la discusión en Latinoamérica, advirtiendo sobre las particularidades del diseño judicial colombiano a través de la centenaria Acción Pública de Inconstitucionalidad (AP), que tiene sus raíces en la participación y deliberación abierta con la ciudadanía, desde una perspectiva republicana que, además, contribuye a morigerar el hiperpresidencialismo. Ello, en defensa de la supremacía judicial, en consonancia con la democracia deliberativa, postura que fue menos escuchada (Rodríguez-Peñaranda, 2000; 2004; 2005; 2011) y, años después, respaldada (Roa, 2019).

En medio, análisis contextuales desde otras aristas relativas al derecho constitucional comparado (Pou, 2019), los movimientos sociales, sentencias estructurales y potencial emancipatorio de las decisiones, fueron más tenidos en cuenta (Puga, 2012; Uprimny; García, 2005). Casos excepcionales también los hubo al advertir la banalidad de este debate "sensual" frente a necesidades urgentes de la región y, sobre todo, reales (González, 2012: 184).

Ahora, mediante el CD, en una primera lectura, tanto defensores como detractores de la justicia constitucional creen haber encontrado una válvula de escape a la discusión, con una retórica que invita al diálogo entre las ramas del poder público para darle juego al legislador sobre las decisiones ya tomadas por los jueces constitucionales sin que, aparentemente, estos últimos resulten lastimados, es decir, desde una mirada institucionalista y de conversación interramas que no necesariamente ha considerado a los ciudadanos como interlocutores principales.

En una segunda lectura, actualmente más dominante, se pone el énfasis en la cultura del diálogo abierto entre ciudadanos, mediante la participación y la deliberación en las decisiones públicas, lo que retoma los avances propios de la democracia deliberativa (DD), centrada en la conversación con la ciudadanía.

No obstante, en su correlato latinoamericano, los mismos autores que diagnosticaron en el sur global el riesgo que acarreaba la justicia constitucional, siempre al abrigo de los autores y experiencia estadounidense, unido a un importante refuerzo español unánimemente escéptico al control constitucional (Aja, 1998; Ferreres, 1997; Laporta, 2007), ahora nos traen la receta de alivio con el paradigma canadiense (Gargarella, 2014; Rodríguez-Garavito, 2013), en el que se resalta la incorporación de nuevas voces femeninas más matizadas y creativas (López, 2015).

Así las cosas, el objetivo de este artículo es analizar cuáles son los desafíos teóricos e institucionales que el CD plantea en el modelo de justicia constitucional latinoamericano, especialmente el colombiano. Para esto, dividiré el texto en cuatro acápites en los que abordaré, primero, por qué el CD es una teoría atractiva; segundo, las teorías de la DD y sus diferencias con el CD; tercero, las distintas posturas de Roberto Gargarella al defender consecutivamente la DD, el CD y su nueva propuesta: una conversación entre iguales. Lo que nos invita a interrogarnos sobre si se trata de nuevos empaques a viejas discusiones. Por último, analizaremos por qué la AP, pese a seguir siendo una forma de impugnación legal valiosa en términos participativos y deliberativos, no es apreciada en debida forma al compararla con otros mecanismos considerados dialógicos por la doctrina dominante, al parecer por un sesgo de preferencia.

¿Por qué el CD es una teoría atractiva?

El concepto del diálogo guarda en sí una profunda conexión con las más apreciadas emociones humanas: empatía, tolerancia, escucha, cesión, cooperación, consenso, conocimiento, interacción. Todas asociadas con valores constitucionales que nos invitan a mundos posibles más igualitarios y participativos, en los que se alcancen decisiones consensuadas frente a los desacuerdos razonables que pueblan nuestras sociedades.

Como ya se expresó previamente, existen dos versiones principales del CD: la institucional canadiense y la conversacional. En su primera versión más fidedigna e institucional, el CD tiene origen en la notwithstanding clause (cláusula no obstante), implementada por la Carta Canadiense de los Derechos y las Libertades de 1982, cuando en su sección 33 introdujo la denominada revisión judicial dialógica a partir de dos disposiciones: una de orden sustantivo y otra procedimental. Se entiende la primera como la posible limitación aplicable a todos los derechos constitucionales en nombre de una sociedad libre y democrática (sección uno de la Carta). Respecto a la segunda, que es la cláusula de notwithstanding, esta prevé que la legislatura puede hacer efectiva una norma con cláusula de enfriamiento que supone que una ley no sea susceptible de revisión judicial por un período de cinco años con independencia de la posibilidad -o incluso certeza- de ser incompatible con los derechos consagrados en la constitución (Tushnet, 2013).

En el escenario donde lo declarado inconstitucional del texto fue modificado por el legislador, la Corte puede aceptar la enmienda o declararla inconstitucional. Ahora bien, si el legislador expidió la norma a través de la in your face action (acción desafiante), la Corte puede aceptar la interpretación constitucional del Parlamento y retractarse de la suya, mantener la declaratoria de inexequibilidad e invalidar la norma, o simplemente evitar el debate, como ocurrió en el caso de los testigos de Jehová en Quebec en 1964 (Roach, 2001a) antes de la aprobación de la Carta. Empero, la Suprema Corte de Justicia de Canadá tiene, en todo caso, la última palabra si desea usarla, o por el contrario puede escoger ser deferente con el legislador, permitiendo que el debate se cierre, lo cual abre la puerta a una serie de críticas y posturas diversas frente al efectivo o inefectivo contenido dialógico de este proceso (Roach, 2001a).

Algo importante para resaltar es cómo este diseño institucional canadiense responde a los temores que la expansión del debate estadounidense también generó en su territorio. De hecho, Kent Roach (2001a: 95) sostiene que "el debate sobre el activismo judicial que surgió en Canadá es un desafortunado ejemplo de la mentalidad del trasplante que ignora las diferencias entre the Charter y la estadounidense Bill of Rights", por lo que también señala, existe el peligro de "perder el bosque por los árboles", en el sentido de que los miedos a jueces conservadores que hagan retroceder las conquistas del estado de bienestar -a lo que llama la lochnerización de la justicia (Roach, 2001a: 95)-, o que concedan excesivos derechos a las minorías, ha animado en Canadá la desconfianza, tanto de derechas como de izquierdas, a los jueces constitucionales.

Pese a la complejidad del trámite y su poco uso, una de las versiones más difundidas ha sido la promovida por Mark Tushnet (2009) cuando asoció al CD con el weak-form judicial review (o modelo de justicia constitucional débil) en el que el juez se apartará del denominado activismo judicial para operar desde una interpretación restringida de la constitución en pro de la garantía de supremacía parlamentaria, propia de las democracias parlamentarias.

En tal dirección, este autor sostiene que el modelo de weak-form confiere a las Cortes la responsabilidad de revisar la consistencia de la legislatura con la protección de derechos, mientras se preserva la autoridad del legislador para tener la última palabra. Así, según Tushnet (2009: 36), un modelo de control judicial débil o dialógico viabiliza el camino para llevar a cabo una conversación constitucional donde "la interpretación constitucional dada por la legislatura es normativamente igual en peso a la dada por las cortes". Señala que, como extensivamente se ha reseñado, un CD sin una Corte cuya decisión prevalezca permite que "el pueblo, el legislador, el ejecutivo y el judicial se sumerjan en un diálogo constitucional de manera temporal, y éste tendrá como final cuando la conversación haya terminado, al menos por un tiempo" (Tushnet, 2009: 34). Nuevamente, se evidencia su preocupación por la era Lochner de la Corte Suprema de Justicia en Estados Unidos, o en países como India e Irlanda en los que sus constituciones contemplan derechos sociales no justiciables.

Desde una segunda perspectiva conversacional, más comunicativa y espontánea, o si se quiere, más allá de las instituciones, Nelcy López (2015: 192) identifica cinco elementos que se requieren para llevar a cabo un ejercicio dialógico. En primer lugar, la presencia de un yo y el otro que contempla el diálogo como "una relación comunicativa" donde cada uno encuentra su propia voz, constituyendo entre ambos la propia identidad. Al tratarse de la posibilidad del diálogo entre personas jurídicas o instituciones estatales, sus representantes lo entablan en nombre de un grupo amplio de electores u organizaciones (López, 2015). En segundo lugar, el compromiso recíproco, esto es, que los partícipes se involucren mutuamente en una relación bidireccional y de aceptación argumentativa. Tercero, la escucha y respuestas mutuas, donde también se interpele al otro mediante réplicas y contestaciones. Cuarto, la igualdad de estatus y espacio entre los partícipes, que es necesaria para que los interesados puedan expresar su propia voz. Por esto, mientras que la jerarquía esté presente en una relación entre las partes del diálogo, este será imposible. Por último, la posibilidad de disentir es rechazada: "sólo cuando el desacuerdo se combina con un rechazo o negación hacia la igualdad del otro" (López, 2015: 204).

La autora en mención sustenta que las relaciones entre el poder judicial y el legislativo en Canadá no son susceptibles de calificarse como dialógicas, toda vez que, en lugar de un estatus de igualdad entre partícipes, se configura una disparidad jerárquica entre ambas instituciones.

Dentro del proceso discursivo entre la Suprema Corte de Justicia y el Parlamento, los académicos canadienses se inclinan hacia un extremo de la balanza: sobre la supremacía judicial, por una parte, o parlamentaria, por otra. A favor de la primera se encuentran Peter Hogg, Alisson Bushell, y Wade Wright. Entre las razones principales puede identificarse el argumento de Roach (2001a: 69), quien resalta el "sabor americano" de los debates sobre el activismo judicial en Canadá, que ignora las cruciales diferencias entre ambos países, en virtud de lo reciente de su constitución, el sistema parlamentario y los instrumentos que poseen para lidiar con los bloqueos que los jueces constitucionales puedan hacer sobre los derechos, pero también sobre sus avances. Asegura que, si los poderes judicial y legislativo se encuentran en igualdad de condiciones interpretativas, el Parlamento puede:

corregir a la Corte Suprema si se excede en la protección de las minorías y grupos impopulares (...), pero lo peligroso es que si la Corte es débil protegiéndolos, es mucho menos probable que el gobierno electo lo haga más. (Roach, 2001a: 295)

Por lo que, nuevamente, los derechos de estos colectivos suelen estar mejor protegidos por los jueces, a pesar de las mayorías.

En la otra postura, López identifica a los autores Christopher Manfredi y James Kelly como defensores de la primacía del Parlamento sobre la Corte Suprema, quienes aseguran que no hay un diálogo interinstitucional cuando la última palabra se da por decisión judicial. Esto es dable en los siguientes cuatro escenarios: i) cuando antes de fallo judicial el legislativo modifica las normas por temor a que sean cuestionadas; ii) cuando la Corte modifica una norma por sí misma; iii) cuando no hay consecuencia legislativa; iv) cuando el legislativo cumple con la decisión judicial al revocar parte o toda la norma declarada inconstitucional. Para que hubiese un diálogo entre ambos órganos, el Parlamento debe tener una posición igual o superior a la Corte, y que se prevea la posibilidad de dar uso a la cláusula del notwithstanding, solo cuando los fallos involucren una norma escrita y no consuetudinaria.

Diferencias entre la democracia deliberativa (DD) y el CD

La versión conversacional del CD se acerca en demasía a la democracia deliberativa, entendida como una corriente de pensamiento que lleva unas cinco décadas5 reflexionando sobre la democracia, desde fundamentos tanto de la filosofía moral como política, y que reúne autores liberales y republicanos6.

Aunque podemos encontrar serias diferencias en su interior, en general es una propuesta que emula la posibilidad de que los individuos hablen y escuchen consecutivamente antes de tomar una decisión colectiva, la cual suele culminar en una votación (Gambetta, 2001).

Dentro de la riqueza de la discusión de la DD, podemos encontrar tres corrientes principales, resumidas por James Bohman (2016): procedimentalista ideal; procedimentalista epistémica; y la que pretende la interacción dinámica entre proceso y resultado.

La primera -con exponentes como Jürgen Habermas, John Rawls, Joshua Cohen, Cass Sunstein- centró sus esfuerzos en responder a las preguntas de ¿quiénes deben deliberar y cómo? Sus principales apuestas se encontraban en establecer las reglas de juego para que esa deliberación alcanzara decisiones abarcativas y legítimas, oponibles a todos, al garantizar la participación general en condiciones de igualdad, convirtiendo cualquier lugar en el adecuado para que, mediante el intercambio de razones y la persuasión, se obtuvieran decisiones justificadas.

Sin embargo, en ocasiones, la búsqueda de tal igualdad llevó a escenarios ideales (Elster, 2001), posibles solo si los convocados cumplían con criterios similares de educación, socio-económicos, poder político, formativos y hasta de capacidad oratoria, base de la teoría comunicativa habermasiana (Cohen, 1989; Habermas, 2000). Estos supuestos redujeron la aplicación de la teoría a países desarrollados, o como los llamó el segundo Rawls (1995), civilizados, después de haber creado la posición original y la metáfora del velo de ignorancia.

En todo caso, el grueso de autores que defendió el procedimiento ideal, también defendió el rol de la justicia constitucional, particularmente desde las toldas republicanas, dejando de lado las exhortaciones a la autolimitación de la justicia, tan frecuentes en el liberalismo, y, en cambio, exigió un mayor activismo judicial, visualizando a los tribunales constitucionales como lugares para "el constante avance en la inclusión del otro, en la inclusión del excluido hasta ahora, lo cual significa hacer presentes en la doctrina legal las voces, ausentes hasta ahora, de grupos sociales que empiezan a cobrar conciencia de él" (Michelman como se citó en Habermas, 2000: 348).

James Bohman (2016: 109) sostiene que esta versión de la DD no consigue explicar "cómo la deliberación pública puede ser tanto moral como epistémica, esto es, cómo un procedimiento puede ser justo y confiable a la vez", en tanto no logra diferenciar las buenas razones de las malas, aspecto criticado por los filósofos que integran la segunda versión dominante de la DD: los procedimentalistas epistémicos.

Ellos han puesto el énfasis en la pregunta ¿para qué?, pretendiendo establecer la forma o el mecanismo mediante el cual un procedimiento justo y confiable logra obtener una mejor calidad en las decisiones políticas (Estlund, 2011; Gaus, 1997; Nino, 1997). La mayoría de las veces están convencidos de que el espacio más conveniente para la deliberación y la toma de decisiones es el Parlamento, en donde el procedimiento contempla la regla de las mayorías y el ideal de la representación se impone, juzgando a la actividad judicial como elitista o, en términos de Estlund, (2011: 31), como "epistocracia". En suma, "las leyes aprobadas democráticamente están investidas de autoridad y son legítimas porque son el resultado de un procedimiento que tiende a tomar decisiones correctas" (Estlund, 2011: 33).

Lo interesante de esta apuesta teórica proveniente de la filosofía moral es que es una hipótesis que no pretende constatar sus propias presunciones, por cuanto no comporta ninguna aspiración práctica (Estlund, 2011). De suerte que aspectos como la crisis de representación, la corrupción, la cooptación del legislador por el hiperpresidencialismo, son anécdotas que no consiguen poner a prueba sus fuertes premisas teóricas.

Por último, tenemos la postura que defiende la interacción dinámica entre proceso y resultado como salida para superar la dicotomía de la DD, a lo que llaman Amy Gutmann y Dennis Thompson (1996: 27) "el punto muerto entre procedimentalismo y constitucionalismo", en el sentido de si los procedimientos democráticos tienen prioridad sobre los resultados o, al contrario. A lo cual responden que "ni los principios que definen el proceso de deliberación ni los principios que constituyen su contenido tienen prioridad sobre la DD" (como se citó en Bohmann, 2016: 111). Para ambos autores, la regla de mayorías está justificada en términos de contenido y proceso: como procedimiento se justifica en virtud de los valores sustantivos de la igualdad política y el respeto moral que son internos en un proceso democrático.

Por su parte, la crítica feminista no se hizo esperar y autoras como Chantal Mouffe (2016: 75) señalaron que las sociedades democráticas enfrentan nuevos retos a los que apenas pueden responder debido a la incapacidad para comprender "la naturaleza de lo político". Dicha incapacidad reside para ella en "el marco racionalista que informa a las corrientes fundamentales de la teoría política" (Mouffe, 2016: 75).

Mouffe desdeña de la fórmula universalizante y homogeneizadora que ha invadido la mayor parte de la teoría liberal desde Hobbes con los racionalistas-universalistas como Dworkin, el primer Rawls y Habermas, proponiendo hacer un giro hacia el contextualismo, que preste atención a las particularidades histórico-culturales, a las prácticas e instituciones de una cultura dada, como lo han hecho Michael Walzer y Richard Rorty, trayendo a colación intuiciones wittgensteinianas sobre la inviabilidad de la argumentación desde la perspectiva de un diálogo neutral o racional, en tanto encontrarse atada a los juegos políticos del lenguaje. Crítica que atraviesa a las teorías de la justicia.

Desde su mirada, estas teorías expelen un halo de superioridad occidental, al pretender crear una uniformidad frente a la diversidad de formas existentes para jugar "el juego democrático" por la ciudadanía (Mouffe, 2016: 87).

De igual modo, desde la mirada de Bohman, Young y Lynn Sanders conciben los modelos deliberativos como:

excesivamente cognitivistas o racionalistas y por tanto insuficientemente igualitarios, toda vez que favorecen a los educados y a los desapasionados, y excluyen diversas formas en que muchas personas expresan sus razones por fuera de la argumentación y debate formal, como el testimonio, la retórica, las disrupciones simbólicas, la narración y los estudios de comunicación específicos de la cultura y el género. (2016: 119)

Casi todos los discursos masculinos sobre el diálogo plantean un lugar atemperado, tranquilo, pausado, en donde nadie se altera, imperturbable, negacionista de las emociones. Pero lo que nos dicen las filósofas, dentro de las que se encuentra Sheyla Benhabib (2006), es que también las acciones violentas y la agresividad, son una forma de expresar una opinión. De esta manera, enfatiza que las emociones influyen en la razón, tanto como esta en las emociones. Cierto es que la forma como expresamos un argumento también depende de nuestro estado anímico y sensaciones en el momento de transmitirlo, influyendo en el tono. En sus términos:

a veces la conversación hermenéutica está lejos de ser civilizada, igualitaria y mutuamente enriquecedora: las guerras, las conquistas, los pillajes unen a las culturas y a las civilizaciones tanto como le doux commerce y otras transacciones humanas pacíficas. Algunas conversaciones son enfrentamientos, y los enfrentamientos pueden ser más o menos violentos. (Benhabib, 2006: 75)

En suma, el denominador común de la DD es el ideal de razón pública, según el cual las decisiones legítimas son aquellas "que todo el mundo podría aceptar" o al menos "no rechazar razonablemente" (Bohman, 2016: 108). En este sentido, cualquier ideal de DD gira en torno del "ideal de justificación política" (Cohen, 1996: 108). Por lo cual, según Bohman (2016), la DD puede ser leída como una crítica a la manera en que funcionan las democracias liberales, en las que las mayorías pueden tomar decisiones sin que medie el debate, únicamente por la imposición numérica, en tanto un sistema de mera agregación de preferencias efectivas mediante el voto. Si bien la regla de las mayorías es aceptada como el destino común de cualquier deliberación, esa decisión se encuentra mejor justificada cuando es precedida por el intercambio de razones y emociones.

Un aspecto problemático o de fuga entre el CD y la DD es el relacionado con la persuasión. Mientras que, en general, para los teóricos de la deliberación esta es una de las formas en que puede desarrollarse la conversación, para David Bohm (1996), quien exclusivamente intenta convencer o persuadir, y ganar la discusión, no permite el diálogo, dando lugar a la jerarquía (López, 2015).

Teniendo claro en qué consiste la DD nos resulta más fácil identificar por qué difiere del CD, y ¿sobre quiénes?, ¿cómo? y ¿dónde? se producen cada una de ellas. En este sentido, lo primero que debe precisarse es que la DD va dirigida a la toma de decisión entre personas, mientras que el CD institucionalista refiere un intercambio de posturas entre entidades, a las que se les atribuye la capacidad para hablar y replicar. Pero ello no necesariamente conlleva a una determinación o votación, así, el diálogo es principalmente interinstitucional y, eventualmente, con la participación de los ciudadanos.

Lo segundo es que mientras que la DD identifica al Parlamento, los tribunales constitucionales, pero también cualquier foro establecido formal o informal entre individuos -ya sea un aula o una asamblea-, como lugares propicios para la deliberación; el CD exalta el régimen parlamentario, el federalismo y la tradición jurídica del common law, trayendo sus dinámicas y lógicas como el modelo a seguir para que ese diálogo ocurra (Roach, 2001b), ello, independientemente de si se adapta o no, por ejemplo, al régimen presidencial que Tushnet denomina parlamentarismo acotado7. De modo que lleva implícita una reforma a las ramas del poder público y sus sistemas de frenos y contrapesos. En este sentido, el CD no pretende crear canales para que las personas puedan conversar con el Gobierno, el legislador o los jueces, sino que el diálogo está pensado para que se produzca entre las instituciones, lo que en realidad ninguno quiere reconocer, entraña la conversación entre la burocracia estatal8.

Lo tercero es que el CD surge como una herramienta teórica, proveniente del constitucionalismo, que ofrece a los escépticos de la justicia constitucional la posibilidad de quitarle la última palabra a los jueces, promoviendo retaliaciones del legislador con reacciones en cadena de una rama o la otra, a lo que le llaman conversación.

Este interesante modelo de conversación interramas puede ser leído como un diseño flexible y abierto en que ninguna de las ramas retiene el poder de imponerse siempre a la otra, promoviendo el respeto y la consideración a las razones de las demás, es decir, sin supremacía judicial ni legislativa (Roach, 2001b); como un modelo que permite la supremacía legislativa y ejecutiva en la interpretación de la constitución (Tushnet, 2008); o de simples bloqueos consecutivos hasta el desistimiento de la otra rama.

Cada interpretación nos puede llevar a un camino distinto, lo cierto es que la mayoría de los autores latinoamericanos que acogieron las dudas a la justicia constitucional, también defendieron la democracia deliberativa como un aspecto que fluye mejor en el legislador que en la justicia, para luego saltar al constitucionalismo dialógico de manera tan automática que promovieron el uso de los dos conceptos como sinónimos, fácilmente intercambiables, posibilitando la confusión entre ambos.

Esto nos sirve de preámbulo para el siguiente acápite en el que analizaremos la profusión de términos para la deliberación, de la mano de uno de los constitucionalistas más influyentes en la región: Roberto Gargarella.

Entre la democracia deliberativa, el constitucionalismo dialógico y una conversación entre iguales. ¿Nuevos empaques y viejas discusiones?

A continuación, analizaremos los distintos términos implementados a lo largo de la extensa y prolífica trayectoria del autor argentino Roberto Gargarella, quien, durante más de dos décadas, ha defendido tanto la DD, como el CD y, más recientemente, un nuevo concepto que denominó una conversación entre iguales, todo ello en forma progresiva.

Sin duda alguna, Gargarella ha trascendido Latinoamérica como uno de sus más reconocidos constitucionalistas, cuya obra ha impactado el mundo jurídico, siendo sus aportes teóricos citados frecuentemente por los jueces y tribunales constitucionales de la región. Además, fue uno de los pioneros en abordar la discusión de la objeción democrática a la justicia constitucional, importando el debate estadounidense desde sus referentes más específicos como los padres fundadores, las teorías de la interpretación, los autores dominantes, las nuevas discusiones, marcando la reflexión con un endémico escepticismo hacia los jueces y las razones por las cuales no entregarles la facultad de pronunciar la última palabra en los asuntos constitucionales.

Del mismo modo, ha trabajado las corrientes de pensamiento que considera son los fundamentos del constitucionalismo latinoamericano, así como sus protagonistas más destacados, resaltando los avances en la parte dogmática (principios, valores y derechos) de las constituciones, sin un adecuado ajuste de su parte orgánica (que contribuya a su eficacia) a lo que denomina "constituciones quebradas en dos" (Gargarella, 2021a: 188).

Quisiera resaltar dos aspectos de su trabajo: por una parte, el pensamiento constitucional que irradia toda su obra se encuentra anclado, fundamentado y sostenido, principalmente, por los autores, construcciones teóricas y experiencias del ámbito estadounidense, cuyo hito fundacional, El Federalista, es el referente más importante de todo su trabajo. Prácticamente, sin excepción, Gargarella regresa insistentemente a las citas sobre Madison, Jefferson, Hamilton al definir la democracia, la justicia constitucional, el sistema de frenos y contrapesos de las ramas del poder, entre otros; por otra, si bien su obra guarda pretensiones universales, esta se sitúa en el mundo estadounidense, constituyendo su parámetro de comparación. De modo que, al analizar las corrientes ideológicas del constitucionalismo latinoamericano y sus principales actores, tiende a contrastarlos usando conceptos y premisas idealizadas de los padres fundadores, incurriendo en la denominada falacia del nirvana que consiste en contrastar una información idealizada con un hecho, en donde siempre el ideal vence la realidad.

Un claro ejemplo de ello es comparar a los padres fundadores estadounidenses desde sus escritos en El Federalista (Madison en el núm. 10 y Hamilton en el 78), sin referencias a sus personalidades, grandezas y flaquezas. Mientras que, al referirse a "el Libertador" Simón Bolívar, lo juzga basado no en la vastedad de sus escritos, discursos y extraordinaria gesta militar, sino exclusivamente en sus supuestas intenciones dictatoriales al promover la presidencia vitalicia9, llegando a minimizar (o acaso justificar) el intento de magnicidio de la noche septembrina al citar el texto de Ezequiel Rojas que va en esa dirección (Gargarella, 2021a: 188).

En todo caso, si lo repudiable son los cargos vitalicios, no se entiende por qué rechaza la propuesta de Bolívar en la Constitución de Bolivia de 1826 y, en cambio, muestra indulgencia con el diseño estadounidense y argentino aún vigente, con jueces vitalicios en la Corte Suprema de Justicia.

Imaginemos que el criterio de comparación fuera, por ejemplo, el racismo y las políticas esclavistas, está claro que los padres fundadores ya no lucirían tan dignos ni memorables -salvo la importante excepción de Jefferson que reservó para el ámbito privado al abogar por una emancipación gradual y no inmediata de los esclavos-, frente a la grandeza de la convicción de Bolívar en abolir la esclavitud, pretensión sobre la cual no cedió ni en sus peores momentos de impopularidad ante la presión de los hacendados de derogar la ley de manumisión de 1821 y seguir postergando la concreción del proyecto de libertad e igualdad (Bushnell, 2002).

No podemos ignorar que el esclavismo de los padres fundadores estadounidenses, frente al abolicionismo de Bolívar, impactará en cada nación promoviendo, en el caso de EUA, un racismo estructural estatal que llevó a la Corte Suprema de Justicia a validar la discriminación racial con los fallos Dred Scott vs. Sandford de 1857 y Plessy vs. Ferguson de 1896 (reseñados al inicio de este artículo como unas de las piezas de la vergüenza y causantes de buena parte del repudio a los jueces constitucionales allí) hasta la Guerra de Secesión. Con graves consecuencias en su realidad actual en los abusos policiales sobre la población negra, resistidos con los movimientos Black Lives Matters y Say her name, así como la denunciada política carcelaria de criminalización de la pobreza, que se ensaña con los afroamericanos y latinos, analizada por Loïc Wacquant (2010).

De hecho, en Colombia, la abolición de la esclavitud no era el tema principal de debate, sino que la discusión, en la primera parte del sigo XIX, se centraba en definir a partir de qué momento debía operar la libertad de vientres (al nacer, a los 18 o a los 21 años), estableciéndose la abolición total a partir de la Constitución de 1853. Sin embargo, debe recordarse el interregno conservador contrarreformista de 1886 que la volvió a incluir hasta la reforma de 1910, liderada por la Unión Republicana, y que retornaría a los presupuestos de la libertad para mantenerla de aquí en adelante. Cabe señalar que, pese a las intensas guerras civiles que hubo en el siglo xix, al menos ocho nacionales, más las disputas que llevaron a la fragmentación de la Gran Colombia y luego a la pérdida de Panamá, ninguna de ellas fue motivada por asuntos raciales.

Un aspecto llamativo del autor en mención es que, al citar a los supuestos padres fundadores de estas tierras, borra de un plumazo a los próceres de la independencia y atribuye el rango de fundadores a personajes de menor importancia histórica como José María Samper y nada menos que Miguel Antonio Caro. Este último, al unirse con Rafael Núñez, de innegable altura en los hitos fundacionales nacionales pero ignorado por Gargarella, se convirtieron en los mayores ideólogos de la Regeneración y redactores de la Constitución de 1886, conservadora, centralista, religiosa, monocultural y racista que dominó el siglo XX colombiano.

Con estas cautelas, vamos a analizar cómo Gargarella ha defendido, en forma consecutiva, la DD y el CD. Respecto a la primera, la avaló y difundió desde sus primeros trabajos, como La justicia frente al gobierno, de la siguiente manera:

La concepción deliberativa de la democracia parte de la idea de que un sistema político valioso es aquel que promueve la toma de decisiones imparciales, esto es, decisiones que no resultan sesgadas indebidamente en beneficio de alguna persona o grupo, sino que tratan a todos con igual consideración. (Gargarella, 1996: 157-158)

De igual modo, ya desde entonces abogó por estrategias para quitarle a los jueces el "derecho de decir la última palabra" con instrumentos como la técnica del reenvío (Gargarella, 1996: 174).

Posteriormente, ocurrió el giro dialógico y, en esta línea, impulsó la entrada de Tushnet a Latinoamérica, sin ahorrar esfuerzos en difundir su trabajo con fuertes elogios. En su presentación explicó que la implementación del modelo canadiense correspondía al "nuevo modelo Commonwealth del constitucionalismo" (Gargarella, 2009: 171-172), que desafió al tradicional sistema de última palabra institucional perteneciente a la rama judicial, al abrir el diálogo entre los poderes judicial y legislativo, a través de una serie de reformas de orden constitucional (Gargarella; Niembro, 2019).

En la misma dirección, en su obra Por una justicia dialógica encontró en el CD fuertes argumentos a sus profundas intuiciones iniciales sobre la ilegitimidad de los jueces, que ahora se perfilaban como certezas. Refiriéndose a esta corriente afirmó:

La propuesta de que los distintos poderes de Gobierno alcancen acuerdos conversacionales ahuyenta los temores y las críticas relacionadas con la "imposición" de soluciones "desde arriba" que a veces se ha asociado con la revisión judicial de constitucionalidad (...) más precisamente, las soluciones dialógicas prometen terminar con las tradicionales objeciones democráticas a la revisión judicial basadas en las débiles credenciales democráticas del Poder Judicial o los riesgos de que al "imponer la última palabra", se afecte el sentido y objeto de la democracia constitucional (en donde las mayorías y la política deben mantenerse en el centro de la creación normativa). (Gargarella, 2014: 3)

En una segunda acepción propuesta por dicho autor, el diálogo como ideal regulativo, es decir, como aspiración normativa o basada en el deber ser, establecía que la conversación debía ser orientada por ciertos parámetros y precondiciones que nos recuerdan el aroma conocido desde los presupuestos de la DD, en la perspectiva defendida por la corriente idealista y los procedimentalistas epistémicos que, en el caso de Gargarella, no se queda en aspectos teóricos sino que, de alguna manera, estos buscan ser proyectados a la práctica de toma de decisiones colectivas, al menos expresando cuando dichas decisiones no eran satisfactorias.

Para evidenciar ejercicios fallidos de CD argumentó en contra del acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP), justificando el fracaso del plebiscito para la paz como algo que merecía el Gobierno Santos por tratarse de un acuerdo elitista; y criticó la jurisdicción universal con el juez Garzón y la orden de captura contra Pinochet; o su contracara de la jueza argentina María Romilda Servini de Cubría contra los torturadores franquistas españoles.

Con relación a los buenos ejemplos dialógicos, trajo a colación la consulta previa a los pueblos indígenas, las convocatorias a audiencias públicas en el marco de los procesos de carácter estructural o de estados de cosas inconstitucionales, como se les conoce en nuestro contexto; no obstante, resaltó que dichas prácticas, al encontrarse "enmarcadas dentro de la tradicional estructura de los frenos y contrapesos, las soluciones dialógicas encuentran dificultades para estabilizarse como prácticas nuevas, y/o sus efectos tienden a verse contenidos o socavados indebidamente" (Gargarella, 2014: 3).

En suma, hasta este punto, el autor continuó dando fuertes razones a favor del CD desde las ventajas del diseño institucional que implica la modificación de las ramas del poder público, conforme al sistema político de Canadá, y la entrega de la última palabra en los asuntos constitucionales al legislador. Como se mencionó, también valoró otras prácticas de deliberación fuera y dentro del poder judicial.

En su último trabajo, El derecho como una conversación entre iguales,Gargarella (2021a) inicia con tres aclaraciones en torno a su postura frente a los derechos, la democracia y una respuesta a lo que llamó la refutación del realista, respondiendo a las principales críticas a su anterior propuesta del CD, proveniente de autores que, lamentablemente, no identifica, lo que invisibiliza sus propuestas y dificulta la posibilidad de dialogar con ellos.

Su propuesta de conversación entre iguales, como un nuevo concepto, supone, en primer lugar, que su apuesta no desprotege los derechos al alegar en contra de las garantías judiciales, sino que busca hallar nuevos lugares para su realización, sin ir en desmedro de la democracia, léase, poderes de última palabra del legislativo. Sobre este aspecto, aclara que la democracia no pretende retornar a la consulta plebiscitaria como mecanismo directo y espectacular, pero también simplista. En vez de ello, persiste en el ideal regulativo ahora aplicado a su renovada propuesta con los siguientes requisitos: igualdad de estatus, inclusión de todos los afectados, así como un proceso denso y prolongado de debate que, a su vez, requiere información, transparencia, intercambio de argumentos, críticas y correcciones mutuas -que ya había expresado en el texto antes analizado de La justicia frente al gobierno-, aclarando que las consultas populares del Brexit en Inglaterra o el Acuerdo de Paz en Colombia en vez de ser ejemplos de la solución, lucen como parte del problema.

Respecto a la última objeción, resiste a la refutación del realista, entendida como aquella:

destinada a afirmar con contundencia altanera que "todo esto suena muy bien, pero en este mundo no es posible". Estos refutadores, entonces, sugieren que volvamos a la realidad, que ellos conocen mejor que nadie. Por suerte, la realidad se ha acordado de los defensores del diálogo democrático, y hoy contamos con maravillosos ejemplos para resistir a ese tipo de críticas. (Gargarella, 2021b: 28)

Empero, vale la pena poner el acento en que, en esta ocasión, con doscientas páginas de distancia, el autor hizo una destacada corrección respecto al CD en su faceta institucional, tan fuertemente defendida en sus trabajos previos, dando un paso adelante. En sus palabras:

reconozco que los jueces no solo carecen de los incentivos necesarios para comprometerse en un ejercicio dialógico como el que propongo, sino que (con el sistema institucional prevaleciente -el de los checks and balances- como marco) también encuentran más límites que oportunidades para actuar según una modalidad conversacional. (...) por tanto, que una reorientación de la función judicial, como la propuesta hasta aquí, resulta deseable, posible, pero poco factible en las actuales condiciones10. (Gargarella, 2021a: 236)

En suma, en su último trabajo, Gargarella se destila claramente por la apuesta conversacional del CD, mantiene su rechazo a la última palabra judicial, pero abiertamente ya no persiste en una modificación del sistema de frenos y contrapesos, en aras de trasplantar las reformas a las ramas del poder público propias del commonwealth y, en particular, del sistema parlamentario canadiense. De tal manera que se esfuerza por traer los acostumbrados ejemplos sobre lo que considera evidencia de que el diálogo sí es posible.

Dentro de los dispositivos o "remedios judiciales" expuestos por Gargarella (2021a: 261) en El derecho como una conversación entre iguales, se encuentran las ya familiares audiencias públicas; las consultas previas a las comunidades indígenas, también ya exploradas en otros de sus escritos; el compromiso significativo implementado por la Corte sudafricana en el que ordena a las partes de un proceso dialogar hasta llegar a un acuerdo; y los mecanismos asamblearios.

En el ámbito de la justicia que considera el poder más "discutido y resistido tanto en razón de sus injustificadas omisiones como de la dimensión y formas de intervención" (2021a: 261), destaca el caso Grootboom en Sudáfrica; y en lo normativo, la ya redundante cláusula no obstante del sistema canadiense como expresiones del que considera es "el nuevo paradigma dialógico" (2021a: 261), en tanto estas prácticas ayudan a "quitar" la última palabra de los tribunales, "afirmar mayor deferencia al legislador" y "tornar más colaborativa la relación entre las ramas" (2021a: 261).

Quisiera profundizar en que, cuando Gargarella por fin reconoce formas dialógicas en las audiencias y mesas de discusión, ordenadas en ocasiones por los tribunales, no identifica las acciones o mecanismos constitucionales a las que estas facultades se asocian, entendiendo que son producto de una suerte de innovación o creatividad de los tribunales. Vale la pena precisar que, en nuestro contexto proveniente del civil law, estas competencias se encuentran atadas a facultades expresas que se atribuyen a acciones concretas como la acción pública de inconstitucionalidad (para convocar audiencias y la participación abierta mediante los amicus curie), y las acciones de tutela cuando en la sentencia emitida se declara un estado de cosas inconstitucionales, entre otras -como la acción popular que posee una gran apertura a la participación abierta de las personas que comparten una comunidad, dada la naturaleza colectiva tan intrínseca de este medio de protección de derechos-.

Además de las razones antes señaladas sobre por qué estos ejemplos alcanzan a ser dialógicos, insiste en siete virtudes comunes de tales herramientas que, para esta altura de nuestra exposición, no resultan novedosas:

reconciliar los ideales del constitucionalismo y la democracia; ayudar a acercar las demandas de un modelo deliberativo a la democracia; eludir la tradicional objeción contramayoritaria; trascender los debates de la última palabra; superar las visiones binarias sobre la función judicial; trascender la dicotomía entre activismo judicial y autorrestricción; y, por último, enriquecer la discusión sobre remedios judiciales. (Gargarella, 2021a: 261-263)

Podemos resumir que el CD en la versión latinoamericana se encuentra atravesado por dos debates: el de la legitimidad de la justicia constitucional, y sobre cuál rama del poder público tiene la última palabra sobre la interpretación de los derechos; y una confusión entre DD y CD.

Respecto al bucle de los debates, los escépticos de la justicia constitucional han explorado principalmente dos caminos: por un lado, concederle la última palabra al legislador (Gargarella, 2014; Niembro, 2019); por otro, la del continuismo dialógico, en donde no se ostenta supremacía entre ramas del poder (López, 2015).

En lo relativo a la confusión, Gargarella había propuesto el CD como uno de los arreglos institucionales deseables, que requiere un reajuste del sistema de frenos y contrapesos al estilo canadiense para hacer posible la DD. Empero, en su última versión de El derecho como una conversación entre iguales, ya no atesora dicha posibilidad, planteando otras alternativas de diálogo dentro y fuera de la justicia, no necesariamente novedosas, pues la mayoría de ellas, como vimos, habían sido previamente exploradas o sugeridas por otros autores a lo largo de su trayectoria. Tampoco podemos observar diferencias notorias entre los presupuestos de la deliberación, el diálogo o la conversación entre iguales, puesto que existen fuertes denominadores comunes entre estos, en especial cuando se reconoce que la apuesta institucional tampoco era viable en la región.

En suma, podemos afirmar que el CD ha sido apropiado, la mayoría de las veces, simplemente para enfatizar las ventajas de la DD y la promoción de una conversación interinstitucional en la que la ciudadanía y movimientos sociales también puedan participar, de conformidad con el principio de colaboración armónica entre los diferentes órganos del Estado -de acuerdo con el artículo 113 de la Constitución Política de Colombia-, que realmente trasciende las ramas del poder público, y ha sido inherente a nuestra tradición del derecho.

Quisiera agregar otros motivos por los cuales el CD en su versión institucional nunca tuvo una oportunidad en la región. Primero, la importancia del contexto político pues, a pesar de las virtudes aparentes que ofrece, la teorización norteamericana parte de las particularidades del contexto jurídico del common law, donde no hay cabida para una justicia constitucional concentrada en un órgano, sino a partir de lo que su sistema federal les ofrece, de conformidad con un modelo de control de constitucionalidad difuso y, usualmente, bajo la descripción de weak-form.

Con todo lo anteriormente explicado, es sencillo comprender que incorporar el CD en Latinoamérica exigía cambios sustanciales más allá del sistema de frenos y contrapesos. Al involucrar serios ajustes en la organización territorial del Estado, que varían entre unitarias (Colombia, Ecuador, Costa Rica, Bolivia) o federales (Brasil, México, Argentina, Venezuela), y extraer el unánime gobierno presidencial consagrado en la región, para buscar trasplantar -con enormes suturas y retrocesos- una monarquía parlamentaria lejana en exceso de nuestra tradición republicana.

Justamente Canadá es la gran excepción del continente americano donde el régimen presidencial y sus desviaciones son dominantes. Si bien es cierto que los regímenes puros prácticamente no existen, y el préstamo de instituciones de unos a otros es cada vez más frecuente, tratar de, aunque sea teóricamente, seguir evocando reformas que inciden en la historia y cultura constitucional de una región entera, desconociendo su tradición jurídica, nivel de desarrollo y avances en la protección de derechos sociales, resulta no solo imprudente sino, sobre todo, irresponsable.

En todo caso, el modelo canadiense no es exitoso porque, en efecto, no ha sido usado lo suficiente, es decir, es una cláusula extraña aun para el propio modelo. No podemos usarlo como el ejemplo triunfante del CD, sino como el intento moderado de establecer un diálogo interramas, soportado por una estructura y diseño de ramas del poder público en el que ninguna tendría la última palabra, permitiendo una segunda ronda para la revisión de las decisiones.

Con este horizonte de eventos, lo cierto es que en Canadá la controversia se da entre darle supremacía al legislativo-ejecutivo o al judicial, recomendación que en la realidad de Latinoamérica resulta sumamente peligrosa, en tanto la justicia constitucional no puede leerse sin tomar en consideración el hiperpre-sidencialismo, y el importante rol que juega una justicia constitucional fuerte en su contención (Rodríguez-Peñaranda, 2005).

Es necesario destacar que, para Giuffré (2023), el modelo del constitucionalismo débil o dialógico es el más compatible con la DD, acogiendo la idea de que debe ser aquel en el que los jueces no tengan la palabra final en los asuntos constitucionales. De esta manera, pretende conciliar la democracia con el constitucionalismo. Adicionalmente, precisa que lo que realmente diferencia a las Cortes débiles de las fuertes es el tiempo que se requiere para permitir el diálogo con el legislador: de manera inmediata cuando el legislador está facultado con leyes ordinarias para modificar la decisión judicial y, por ende, débil; o cuando se requiere reforma constitucional o la decisión de un tribunal internacional, como lo plantea Cristina Lafont (2021), y, por tanto, fuerte. A entender de Giuffré, estas posibilidades responden a factores normativos y no políticos, es decir, no obedecen a las formas de gobierno.

Sobre este punto, considero que justamente el hecho de que este abordaje ignore no solo los aspectos empíricos sino además los modelos políticos en los que se insertan, hace que tengamos que pasar más tiempo mostrando que este discurso teórico universalizante no encaja con las realidades contextuales, que discutiendo sobre el asunto central correspondiente a la viabilidad o no del CD en Latinoamérica.

Desde la postura que defiendo, y que desde su origen legitimó una impugnación legal igualitaria desde la ciudadanía, los debates sobre la legitimidad de la justicia constitucional en Latinoamérica no pueden ser comprendidos sin tomar en cuenta el rol que el presidencialismo tiene en la interacción de las ramas del poder público. Argumentar en pro de una Corte débil que le permita al ejecutivo, o a un legislativo cooptado por este, tener la última palabra en los asuntos constitucionales, le entregaría al Gobierno de turno la posibilidad de modificar la constitución para ampliar su período, reelegirse consecutivamente o revocar los derechos de la oposición poniendo en grave riesgo a la democracia.

Precisamente, lo que justifica una Corte fuerte en el lugar del mundo que habitamos son los superpoderes presidenciales otorgados en estas latitudes al ejecutivo. De suerte que cualquier propuesta que abogue por debilitar a las Cortes debe pasar primero por modificar el régimen presidencial para reducir sus facultades, para que la potencial deferencia mutua pueda operar bajo la igualdad de fuerzas. De lo contrario, a lo único que nos llevaría una aplicación del CD en la versión antes presentada sería a la canibalización del Estado por el presidente o, lo que es lo mismo, a una dictadura (Rodríguez-Peñaranda, 2008).

El segundo motivo por el que sostengo que el CD institucional no es aplicable en la región tiene que ver con que una Corte débil no supone un legislativo más fuerte. En este sentido, considero que el CD parte de varios supuestos contrafácticos e intuiciones propias del modelo estadounidense que no han sido desarrolladas. Una de ellas es la creencia de que hay que debilitar a las Cortes para fortalecer los derechos, que es el argumento de Tushnet (2009). Pero en ese debilitamiento judicial presuponen que si la Corte (liberal) no cierra el debate, necesariamente el Congreso va a dialogar, sobre lo cual no aportan datos empíricos. En ningún caso, este autor ha pensado en países donde las Cortes constitucionales están diseñadas para proteger el estado social de derecho y menos aún, qué acarrearía su debilitamiento en tales contextos.

El tercero se refiere a la vieja idea o refrito del trasplante del régimen parlamentario. Esto se relaciona con el segundo supuesto contrafáctico de pensar que el régimen parlamentario es mejor que el presidencial. En efecto, esta convicción fue impulsada por Juan Linz (1993), especialmente al relacionar la quiebra de las democracias con el funcionamiento del presidencialismo. Su obra se convirtió en un texto icónico e histórico, que marcó toda una tendencia de desprestigio del régimen presidencial y de supremacía del parlamentario.

Por suerte, los estudios posteriores, especialmente con Mainwaring y Shugart, probaron que ningún régimen es mejor que el otro, sencillamente por una razón: cuando se compararon, se contrastaron democracias europeas y latinoamericanas, obviando las diferencias socioeconómicas de estos dos continentes, que son inconmensurables respecto al nivel de desarrollo, calidad de vida e ingresos per cápita. En este sentido, al comparar qué pasa cuando se presenta una crisis socioeconómica, Mainwaring encontró que, frente a tales eventos, ningún régimen lidió mejor con ella que el otro. Por cuanto las grandes crisis económicas ponen en cuestión e indistintamente el sistema de gobierno, de modo que el declive económico afecta el funcionamiento del Estado, por igual (Mainwaring; Shugart, 2002).

De hecho, un ejemplo de intento en la región de conjunción o instalación de un régimen parlamentario en una tradición política presidencial (sin que busque asimilarse al canadiense) lo ha probado Perú, diseño constitucional que ha sido identificado como responsable de la situación de ingobernabilidad de dicho país.

El efecto de cosa juzgada general y la prohibición de reproducción por el legislador en Colombia

Algo muy importante de destacar es que el CD no es viable porque, expresamente en nuestra Constitución, se consagra la prohibición de reproducción material de contenidos normativos declarados inexequibles mediante las acciones públicas de inconstitucionalidad, y sus efectos generales o erga omnes, que son de obligatorio cumplimiento. Esto, conforme al fenómeno de la cosa juzgada constitucional material. De suerte que el inciso segundo del artículo 243 de la Carta Política establece lo siguiente: "Ninguna autoridad podrá reproducir el contenido material del acto jurídico declarado inexequible por razones de fondo, mientras subsistan en la Carta las disposiciones que sirvieron para hacer la confrontación entre la norma ordinaria y la Constitución".

En reiterada jurisprudencia, la Corte Constitucional de Colombia (CCC) ha especificado que, para determinar si se está en presencia del fenómeno de la cosa juzgada material, es preciso examinar cuatro elementos consagrados en la Sentencia C-228 de 2002:

  • 1) Que un acto jurídico haya sido previamente declarado inexequible.

  • 2) Que la disposición demandada se refiera al mismo sentido normativo excluido del ordenamiento jurídico. Dicha identidad se aprecia teniendo en cuenta tanto la redacción de los artículos como el contexto dentro del cual se ubica la disposición demandada, de tal forma que si la redacción es diversa pero el contenido normativo es el mismo a la luz del contexto, se entiende que ha habido una reproducción.

  • 3) Que el texto de referencia anteriormente juzgado con el cual se compara la "reproducción" haya sido declarado inconstitucional por "razones de fondo", lo cual significa que la ratio decidendi de la inexequibilidad no debe haber reposado en un vicio de forma.

  • 4) Que subsistan las disposiciones constitucionales que sirvieron de fundamento a las razones de fondo en el juicio previo de la Corte en el cual se declaró la inexequibilidad. (Sentencia C-311 de 2002)

Cuando estos cuatro elementos son corroborados, la norma reproducida también debe ser declarada inexequible por la violación del mandato dispuesto en el artículo 243 de la Constitución Política, pues este limita la competencia del legislador para expedir la norma ya declarada contraria a la Carta Fundamental, esto, por cuanto nuestro sistema entrega la última palabra en asuntos constitucionales a la CCC y, eventualmente, según de qué acciones se trate, a los tribunales de cierre de las otras corporaciones.

En este sentido, las únicas acepciones que la CCC puede válidamente admitir de CD son aquellas que aluden a la deliberación como parte de la democracia porque, de lo contrario, vulneraría la Constitución de la cual es guardiana.

Así las cosas, aunque el CD en la versión genuina es sencillamente inaplicable en nuestra realidad Latinoamericana, espontáneamente en nuestras sociedades ha sido asociado con ciertas herramientas deliberativas como expresiones de esa corriente de pensamiento: exhortos al legislador, audiencias, foros académicos, protestas, entre otros.

En todo caso, lo cierto es que después del pronunciamiento judicial se presenta todo un universo posdecisional en el que las órdenes son nuevamente sometidas a procesos de discusión, acuerdos, conversaciones dirigidas al cumplimiento o no de la decisión, en el que la riqueza de posibilidades hace que la supuesta última palabra judicial sea revaluada, confrontada y reajustada por las partes.

Teniendo en cuenta lo anterior, podemos concebir una tercera manera de entender el CD desde nuestramérica, dejando de lado el reformismo institucional y promoviendo la conversación, sin cuestionar la relativa última palabra del judicial respecto a la interpretación de los derechos. Recordemos que tanto las audiencias como las mesas de diálogo o los compromisos significativos sudafricanos, no pretendieron vaciar a los jueces de sus competencias para cerrar el debate, sino ampliar la discusión con una pluralidad de voces que intervienen, y que se espera repercutan en la calidad y profundidad del pronunciamiento judicial de cierre, como en efecto ocurre con la Acción Pública de Inconsti-tucionalidad.

¿Por qué Gargarella no ha contemplado la Acción Pública de Inconstitucionalidad dentro de los mecanismos deliberativos? Dos respuestas: la frontera decisoria y la eficacia de las acciones constitucionales para eliminar la pobreza

La legítima preocupación global en torno a la participación y deliberación ciudadana en los debates constitucionales toma especial brillo cuando se aborda la AP. La centenaria acción judicial de control de constitucionalidad de origen colombo-venezolano garantiza el más amplio espectro de inclusión y deliberación, por cuanto permite el acceso a cualquier ciudadano en ejercicio para impugnar las leyes, decretos con fuerza de ley, y hasta reformas constitucionales en condiciones de igualdad.

En este punto del análisis, quisiera resaltar que esta lectura de la AP la he expuesto desde hace dos décadas en forma persistente (Rodríguez-Peñaranda, 2000; 2004; 2005; 2011), en la que expliqué tanto las raíces republicanas, deliberativas y de control al régimen presidencial, así como la naturaleza del mencionado control de constitucionalidad -hasta entonces ignorado por la academia no solo colombiana sino latinoamericana, obsesionada con la acción de tutela-. Sobre la acción pública sostuve que:

lejos de ser un instrumento revanchista de las minorías contra las mayorías, es un mecanismo que busca revestir de una mayor expansión social a las decisiones legislativas, y, en el que, por el procedimiento dispuesto, no está presente el autoritarismo. (2005: 145)

Entonces, ofrecí cuatro argumentos que explican por qué la acción pública no solo es el mecanismo que mejor articula la participación ciudadana con la democracia deliberativa, sino que es el mecanismo constitucional que mejor la representa: se trata de un proceso abstracto, abierto a todos los participantes dispuestos a debatir; es un mecanismo de organización y dirección del diálogo que evita el estancamiento y mejora la calidad del debate; crea nuevas vías para influir en la opinión pública, la cultura democrática y la legitimidad de decisiones; y, por último, protege a las minorías al corregir los problemas de representatividad en el legislador (Rodríguez-Peñaranda, 2005). En resumen, las razones son: proceso abierto, evitar el estancamiento, implica influencia pública y protege a las minorías.

Aunque Gargarella parecía empecinado por encontrar mecanismos dialógicos a lo largo y ancho del planeta nunca se refirió a la AP hasta que, recientemente, se pronunció por primera vez al responderle a Roa (2021), reconociendo su omisión o poca atención al mecanismo que, según sus palabras, "mejor se ajustaba a las innovaciones para abrir la sala de máquinas" (Gargarella, 2021b: 339). Pero dejemos que sea el mismo autor quien hable:

En la sección que escribiera al respecto, destacaba en particular dos experiencias recientes -las ofrecidas por Colombia y Costa Rica- a través de cambios destinados a favorecer un mayor y mejor acceso de los ciudadanos al sistema judicial. Jorge, digámoslo así, me regaña por haber puesto indebida atención en la "tutela" colombiana, pero no así en la "acción pública de constitucionalidad", existente en Colombia desde mucho antes de la Constitución de 1991, pero que terminó de ganar nueva vida una vez aprobada la nueva Constitución y su generoso catálogo de derechos socio-económicos. Le doy toda la razón a Jorge, en ese reclamo formal, porque con mi elección dejé de lado el análisis del instrumento que más se ajustaba al argumento que en la sección del caso pretendía avanzar: la acción pública de constitucionalidad vino a favorecer de modo significativo y valioso "la apertura de las puertas de los tribunales" a los ciudadanos más desaventajados. Repito: Jorge lleva la razón al marcarme este análisis omitido en mi trabajo11. (Gargarella, 2021b: 399)

Hasta aquí pareciera que Gargarella en un acto de sincera humildad se disculpara por omitir la AP dentro de su catálogo de selectos mecanismos dialógicos, pero, acto seguido, suspira y toma fuerzas para decir que en realidad "(...) no es que, en su momento, hayamos esperado mucho de tales instrumentos, sino que ellos nunca tuvieron la fuerza suficiente -lo confirmamos hoy- para quebrar los núcleos duros de las viejas estructuras de la desigualdad" (Gargarella, 2021b: 399) . Luego, persiste en dos ideas que podemos sintetizar como: "el hecho de que un grupo selecto de individuos siga tomando decisiones fundamentales en el nombre de la mayoría de la población" (Roa como se citó en Gargarella, 2021b: 400) y que prefiero denominar la frontera decisoria; y la fallida corrección de la pobreza por los jueces constitucionales.

Antes de entrar a resolver estos cuestionamientos, es importante resaltar que, en una conversación entre iguales, el factor decisorio no está incluido. Gargarella ha utilizado este aspecto en el pasado para criticar los mecanismos de control de constitucionalidad y objetar la legitimidad de los jueces, sin importar los diseños que tengan, ya que al final son ellos quienes deciden discrecionalmente, independientemente del acceso para impugnar o los espacios abiertos al diálogo, como las audiencias o los amicus curiae.

De hecho, al analizar la propuesta de Hart-Ely (2007) sobre la apertura y cierre de los procedimientos, Gargarella (2021a) plantea dudas sobre si estos esquemas promueven un diálogo más abierto, transparente e inclusivo. Su respuesta inicial es negativa ya que, según él, muchos participan, pero pocos discuten y resuelven. En relación con este aspecto, dos décadas atrás, analicé la pertinencia de esta insalvable crítica que denomino "La frontera decisoria entre quienes deliberan y quienes toman la decisión" (Rodríguez-Peñaranda, 2005: 331) trayendo a colación el más potente de los mecanismos de impugnación legal de la región latinoamericana como es la AP en el formato colombiano, cuyas ventajas ya he señalado.

En defensa de la AP, la sometí al exigente test de imparcialidad de Nino (1997), en su perspectiva liberal de la deliberación, llegando a concluir que dicho mecanismo de control constitucional contribuye a elevar el valor epistémico de la democracia, también satisfaciendo las altas exigencias del republicanismo en reclamar mayor participación ciudadana. No obstante, los cuestionamientos de Gargarella (1996: 183) expresados en la pregunta "¿podemos esperar hoy, razonablemente, que los miembros del poder judicial se orienten especialmente a favor de las minorías?" continuaban sembrando "un manto de duda sobre la confianza en que la Corte, al decidir el caso, se vería inclinada a favorecer(las)" (Rodríguez-Peñaranda, 2005: 329).

Para absolver dicho interrogante, realicé un trabajo de revisión jurisprudencial seleccionando ocho colectivos o grupos identificados como sujetos de especial protección: mujeres; minorías étnicas y culturales (indígenas y afro-colombianos); homosexuales; trabajadores; personas mayores; niños, niñas y adolescentes; personas con discapacidad; y reclusos; para verificar si, en efecto, la CCC los protegía o no, llegando a la conclusión de que en el periodo comprendido entre 1992 y 2001, esta se inclinó en la mayoría de los casos en favorecer los intereses de los grupos anteriormente reseñados, siéndolo en menor medida frente a la población con orientación sexual diversa, cuyos avances sobre sus reclamos se consolidarían en las siguientes dos décadas.

En esta línea, las dudas de Gargarella sobre la legitimidad de la justicia constitucional no poseen respaldo empírico. Aun aceptando que los jueces constitucionales no son elegidos en forma directa sino indirecta y que, por ende, no gozan de respaldo popular (salvo la importante excepción de Bolivia que evidencia por qué si lo fuesen tampoco la objeción democrática se superaría), y que son ellos los únicos que toman la decisión, en todo caso, esto no ha impedido en el caso colombiano que la CCC se haya inclinado en forma notable por proteger no solo a las minorías excluidas sino, incluso, "las mutantes", concepto que formulé para referenciar a personas que son ubicadas dentro de las mayorías pero que eventualmente poseen rasgos en su identidad que, según las circunstancias, pueden generar exclusión, por ejemplo, los blancos empobrecidos (Rodríguez-Peñaranda, 2005: 119); así como a mejorar el procedimiento legislativo para beneficio de la democracia y el aumento de la credibilidad en el legislador.

La afirmación anterior tampoco significa que la Corte Constitucional siempre haya protegido a las minorías o grupos desaventajados, en ocasiones zigzaguea, pero, lo cierto es que en análisis comparados como los realizados por Brinks y Blass (2018) para determinar la autonomía, autoridad e independencia de las Cortes constitucionales se utilizan distintas variables, siendo una de ellas el grado de acceso o apertura procesal, arrojando que el de Colombia es el más destacado de la región, tanto en diseño como en desempeño.

Independiente de los datos empíricos, Gargarella no solo ha mantenido su postura, sino que se ha venido radicalizando en tanto que lo que inició como una duda, con los años llegó a constituirse en un anclaje fijo y sólido irrebatible, una suerte de falso axioma universal y abstracto que, a fuerza de repetirse, construyó un lugar común, que no resiste un análisis contextual ni situado, en ocasiones aun siendo contraevidente.

Sobre el segundo cuestionamiento, la pregunta es ¿pueden y deben los jueces constitucionales combatir contra la pobreza? Hace años, al analizar los resultados del activismo judicial por dos de las Cortes constitucionales de la región fuertemente protectoras de derechos, como son la de Costa Rica y Colombia, Gargarella expresó que, pese a su alto desempeño, no lograron mejorar los niveles de pobreza y desigualdad estructural. Además, enfatizó:

Peor aún, según algunos, las sentencias de la Corte Constitucional colombiana han sido acompañadas por un directo deterioro de los ya inatractivos índices económicos y sociales, y según otros, tales decisiones no impactaron siquiera en la jurisprudencia de los jueces inferiores a ella. (Gargarella, 2016: 40-41)

Al parecer, Gargarella da por descontado que es en la rama judicial donde recae la responsabilidad de corregir la pobreza, lo que desconoce que dicha tarea de direccionamiento económico y redistribución de la riqueza corresponde a las otras ramas del poder, mientras que la judicial no tiene competencia, ni la pretende, pero sí le debe importar. Es así que, ante los grandes rezagos del ejecutivo y el legislativo en establecer políticas públicas que hagan efectivos los derechos sociales, han sido los jueces quienes, en defensa del estado social de derecho, se han ocupado en hacer posible la realización de los derechos constitucionales, pero esto no supone desde ningún punto de vista que valoremos su labor según su capacidad para corregir la pobreza regional.

Sobre este preciso punto he sostenido que nada más funcional para el neoliberalismo que las políticas focalizadas dirigidas a los sujetos de especial protección, y vertidas a cuenta gotas como opera la justicia constitucional. Por el contrario, se requiere un cambio en el modelo económico y, en especial, la incorporación de un estado de bienestar para implementar políticas universales en la provisión de la seguridad social que garanticen un mínimo de protección para las personas en los periodos no productivos, económicamente hablando. Principalmente, debido al ciclo vital en la infancia, adolescencia y vejez; o a causa del mercado con el desempleo, maternidad y enfermedad, macroinstrumentos que pueden tener la magnitud para promover un impacto en la superación de la pobreza (Rodríguez-Peñaranda, 2016).

Aquí vale la pena preguntar si ¿realmente creen los defensores del CD que la calidad de vida de los canadienses y los países que integran el commonwealth, dentro de los cuales se ubican un puñado de los más desarrollados del mundo, ha dependido de su sistema judicial en diálogo con el legislador? Creo que la respuesta se cae de su peso, pero, por si acaso, es importante recordar que son países que amasaron su capital e ingresos a la industrialización con la colonización o el imperialismo, con todo el paquete de crímenes asociados como el despojo, la expoliación y el saqueo al hemisferio sur. Además, un siglo atrás, establecieron estados de bienestar fuertes (Del Pino; Rubio, 2013; Esping-Andersen, 1993).

Considero pertinente dejar en claro que ninguno de los arreglos dialógicos destacados por Gargarella consigue pasar con buena nota el requisito de corregir la estructura de desigualdad de las sociedades en las que se inserta. Tomemos el ejemplo del caso Grootboom, cuyo valor simbólico ha sido reconocido mundialmente, pero en el que también se ha señalado la falta de un movimiento social que la respaldara para la obtención de otros beneficios que no fueron demandados en torno a la expectativa de adquirir viviendas en forma permanente, y que generó una gran frustración. Respecto al acuerdo extrajudicial amistoso entre las partes antes de la audiencia de la Corte constitucional, en torno al compromiso de suministrar agua y alcantarillado, este fue "inmediatamente incumplido por el municipio" (Langford; Kahanovitz, 2017: 386).

Al someter el caso a un juicio sobre su eficacia material "las deficiencias burocráticas y la falta de voluntad política y burocrática de ejecutarla o tenerla en consideración comprometieron el suministro rápido de refugios y vivienda a la comunidad Grootboom, así como la implementación efectiva de una política al respecto" (Langford; Kahanovitz, 2017: 396).

Algo que sí hay que reconocerle a este caso son los efectos instrumentales con relación a la cadena de litigios que propició con los subsiguientes procesos: Valhalla, Modderklip, Makause, Olivia Road, Jaftha, y que puede considerarse una forma de revictimización institucional (Rodríguez-Peñaranda; Jiménez; León, 2021). De hecho, si de comparar se trata, la focalización del caso Groot-boom a tan solo una comunidad, frente al problema generalizado de pobreza urbana asociado a seguridad que se expande a todo el país, evidencia el alcance reducido de la decisión, frente a macro sentencias como la del estado de cosas de inconstitucionalidad, a propósito del desplazamiento forzado en Colombia con la Sentencia T-025 del 2004, con alcance nacional y sus subsiguientes medio millar de autos de seguimiento (Rodríguez-Peñaranda; Jiménez; León, 2021).

Lo cierto es que no es razonable atribuir la responsabilidad de la brecha social y la inequidad social a la justicia constitucional. Por el contrario, se requieren serios ajustes en el modelo económico en lugar de cambios en las relaciones de poder y el debilitamiento de la Corte para superar la pobreza. Sin embargo, el asunto es otro. En ninguno de los ejemplos considerados destacados para evidenciar los avances dialógicos, Gargarella los sometió a los dos otros criterios con los que juzga a la AP, lo que nos indica que, simplemente, incurre en un sesgo de indulgencia o preferencia en el que valora con complacencia los mecanismos con los que simpatiza y con rigor los que no. Ahora bien, que sus criterios sean objetivos y verificables es otra cosa. Simplemente responden a sus propias intuiciones, gustos u opiniones, tan válidas como las de cualquier otra persona para discutir sobre los diseños más afortunados en cuanto a sus ventajas participativas y deliberativas, y que, por ende, merecen todo nuestro respeto.

Conclusiones

En este texto he reflexionado sobre el origen del concepto de CD y sus grandes puntos de encuentro y desencuentro con las teorías deliberativas, cuya riqueza y profundidad es amplia y compleja. También, he presentado cómo el ideal dialógico posee dos vertientes: una institucional de emulación al sistema canadiense, irrealizable en el contexto latinoamericano; y una conversacional muy cercana a los presupuestos de la DD.

Sumado a esto, analicé la prolífica y destacada trayectoria de Roberto Gargarella, así como las razones que en su momento le llevaron a defender cada una de estas propuestas teóricas, dando especial relieve a su obra El derecho como una conversación entre iguales en la que reconoce la inviabilidad del modelo canadiense, pero continúa enfatizando ejemplos dialógicos bajo unos requisitos que, en ocasiones, ocurren en el ámbito judicial, como las convocatorias a audiencias públicas, las mesas de trabajo de amplio uso en la región o los compromisos significativos, implementados por la Corte Sudafricana; y en otros por fuera de las ramas del poder, como las consultas previas a los pueblos indígenas, sin evaluar su eficacia.

En suma, abogamos por una tercera concepción del CD: nuestroamericano, es decir, dejando de lado el reformismo institucional, promoviendo la conversación interramas que abra canales a la participación de los ciudadanos (y también a los que no lo son) antes, durante y después del pronunciamiento judicial, sin que ello implique cuestionar la relativa última palabra del judicial respecto a la interpretación de los derechos. Dos razones nos hicieron preferir esta última manera de entender el CD. La primera es que la versión institucionalista nunca fue viable ni acertada en tanto requería trasplantar un modelo político parlamentario en sistemas de tradición presidencialistas. La segunda es que existen limitaciones jurídicas expresas, como la intangibilidad de las decisiones de control de constitucionalidad, que impiden aplicar el sistema canadiense a nuestra realidad latinoamericana.

Para finalizar, reflexionamos sobre por qué la Acción Pública de Inconstitucionalidad, pese a sus grandes atributos participativos y deliberativos, y su eficacia en la protección de las minorías o grupos desaventajados, que además incorpora herramientas claramente pluralistas, no ha conseguido instalarse dentro de sus ejemplos favoritos de mecanismos dialógicos. Así, concluimos que Gargarella usa criterios diferenciales para juzgar los arreglos que le gustan frente a los que no le simpatizan, aunque estos últimos se instalen en el derecho de la ciudadanía a la igual participación política en el proceso de revisión constitucional, como ocurre con la AP.

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* Este artículo se ubica dentro del proyecto de investigación “Justicia Imbricada II: un análisis situado de la justicia constitucional en América Latina”, del grupo Justicia Real (JURE), financiado por el sistema de financiación de la investigación de la Universidad Nacional de Colombia Hermes. La investigación contó con la participación de los estudiantes Felipe Silva, Valeria Castro y Alix Dielchy.

1Dred Scott vs. Sandford 60 U.S. (19 How.) 393 del 1857 (6 de marzo): la Corte constitucionalizó la esclavitud, negó la ciudadanía a las personas esclavizadas y, como si fuera poco, los denominó "artículos de mercancía" y como una "clase de seres subordinada e inferior". Esta decisión sería solo reversada después de la sangrienta guerra civil y tres enmiendas (DredScott vs. Sandford, 1857).

2Plessy vs. Ferguson 163 US 537 del 1896 (18 de mayo): en la que se decidió por parte de la Corte que la ley que establecía vagones separados para blancos y negros no violaba la decimocuarta enmienda, en tanto que la segregación facilitaba la "igualdad" (Plessy vs. Ferguson, 1896).

3Lochner vs. New York 198 US 45 del 1905 (17 de abril): declaró inconstitucional una ley que limitaba a setenta las horas de trabajo mensuales de los panaderos (Lochner vs. New York, 1905).

4Que generó gran polémica en Estados Unidos y desprestigió la justicia constitucional por parte del Gobierno Roosevelt. En todo caso, no solo desde el bando progresista se ha controvertido fuertemente el control de constitucionalidad y lo que denominan la supremacía judicial, sino también por los conservadores, por ejemplo, cuando la Corte empezó a producir decisiones en contra de sus intereses como la eliminación del segregacionismo en las escuelas —Brown vs. Board of Education of Topeka (1954)—, y la despenalización del aborto —Roe vs. Wade (1973)—. En el primer caso, Brown necesitó para su cumplimiento de la intervención del Ejército, bajo las órdenes de Kennedy, en la Universidad de Alabama, cuyo gobernador George Wallace, personalmente, impedía el ingreso de los jóvenes afroamericanos que querían inscribirse. Este incidente histórico es conocido como la parada en la puerta de la escuela.

5Aunque el supuesto de la deliberación previa a la toma de las decisiones públicas se articula con los orígenes mismos de la democracia, el término se le atribuye a Joseph Bessete, quien lo acuñó para oponerse a la interpretación elitista o "aristocrática" de la constitución de EUA (Bohman, 2016: 106).

6Esta última escuela de pensamiento ahonda en la profunda convicción de que los ciudadanos actúan en forma virtuosa, que existe una virtud cívica que los invita a no dejar que sean otros quienes tomen las decisiones y, especialmente, que sean otros los que ostenten el poder, sino que sean directamente a ellos, o mediante una representación vigilada, quienes se involucren en la toma de decisiones que les afectan (Domènech, 2019).

7Acojo aquí la traducción de José Manuel Salazar de la obra de Ackerman (2007). Por su parte, en la traducción de Fabiana Núñez a Tushnet (Tushnet; Campos, 2012) en su artículo "Nuevas formas de revisión judicial y la persistencia de preocupaciones basadas en derecho y democracia", usa los términos parlamentarismo impuesto o forzoso.

8Aterrizar que el actor del diálogo interinstitucional es principalmente la burocracia, necesariamente nos empuja a conocer mejor su funcionamiento, estabilidad, rotación, nivel de formación. Aspectos analizados por Ackerman (2007) y muy ausentes en los análisis de los latinoamericanos.

9Es cierto que, en la Constitución de Bolivia, cuyo redactor fue el mismo libertador, se planteó la presidencia vitalicia y con posibilidad de escoger a su sucesor. Empero, cuando la Nueva Granada (hoy Colombia) rechazó dicha propuesta, le ofreció la presidencia más larga de toda la historia constitucional colombiana (un período de ocho años en la Constitución de 1830) y le nombró presidente. Designación que fue rechazada para emprender su exilio, objetivo que no logró al fallecer en la Quinta de San Pedro Alejandrino en Santa Marta el 17 de diciembre de 1830, alcanzando a redactar su reflexión final: "El que sirve a una revolución ara en el mar" (Bushnell, 2002: 110). En todo caso, la experiencia nos dice que ningún dictador rechaza una presidencia, aspecto no menor para contar la vida de Bolívar y sus verdaderas intenciones.

10Cursivas dentro del texto.

11Cursivas agregadas por la autora.

Cómo citar: Rodríguez-Peñaranda, María Luisa (2023). Constitucionalismo dialógico y justicia constitucional. Una vuelta larga para volver a las virtudes deliberativas de la Acción Pública de Inconstitucionalidad. Revista CS, 40, 249-286. https://doi.org/10.18046/recs.i40.5672

Recibido: 09 de Agosto de 2022; Aprobado: 07 de Junio de 2023

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