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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.104 Bogotá ene./jun. 2022  Epub 14-Dic-2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n104.105183 

Dossier

COLOMBIA FRENTE A LA INTEGRACIÓN REGIONAL EN AMÉRICA LATINA: ENTRE LA INICIATIVA DE LIDERAZGO Y LA PRELACIÓN HACIA ESTADOS UNIDOS

COLOMBIA VIS-À-VIS REGIONAL INTEGRATION IN LATIN AMERICA: BETWEEN LEADERSHIP INITIATIVE AND PRECEDENCE TOWARDS THE UNITED STATES

Germán Camilo Prieto1 

María Carolina Giraldo2 

1Profesor asociado, Departamento de Relaciones Internacionales, Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá)Colombia. PhD Politics, University of Manchester. Correo electrónico: prieto-g@javeriana.edu.co

2Internacionalista, Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá). Internacionalista. Correo electrónico: giraldom_a@javeriana.edu.co


RESUMEN

Mucho se ha escrito sobre la alternancia de Colombia entre dos directrices de política exterior: el respice polum y el respice similia. Pero son más bien escasos los trabajos que analizan estas directrices en relación con sus actuaciones frente a los distintos procesos y proyectos de integración regional en los que el país se ha visto involucrado en América Latina. Este artículo ofrece una contribución para llenar este vacío, a través de una mirada longitudinal de la actuación de Colombia en dichos proyectos, buscando mostrar que, si bien la prelación hacia Estados Unidos ha predominado en muchos momentos, en el país también ha habido iniciativas para liderar procesos de cara al fortalecimiento de la integración y la cooperación regionales.

Palabras clave: Colombia; integración regional; América Latina; Estados Unidos.

ABSTRACT

While much has been written about Colombia’s alternation between two foreign policy directives—respice polum and respice similia—studies are scarce that analyze these directives in relation to the country’s actions towards different regional integration processes and projects in Latin America. This article offers a relevant contribution to filling this gap through a longitudinal view of Colombia’s actions in such projects. It shows that though precedence to the United States predominated in several moments, the country has also demonstrated initiative to lead processes aiming to strengthen regional integration and cooperation.

Keywords: Colombia; Regional integration; Latin America; United States.

INTRODUCCIÓN

Dentro de los estudios sobre regionalismo e integración en América Latina, suele prestarse atención al papel de los países miembros en organizaciones y proyectos específicos, pero poco se ha estudiado la actuación de los países frente a la integración en general y de forma longitudinal; es decir, frente a los proyectos y las organizaciones de los que han hecho parte, de manera que pueda entenderse su posición frente a la integración latinoamericana desde una perspectiva de largo plazo. El presente artículo pretende contribuir a llenar este vacío en el caso de Colombia ofreciendo un análisis que permita cualificar el accionar del país frente a la integración latinoamericana en el tiempo, y convertirlo así en algo comparable con otros países de la región. Sin la pretensión de profundizar en este último punto, el artículo relaciona las acciones de Colombia frente a los proyectos regionales de los que ha hecho parte, con las principales características de su política exterior en los distintos momentos, de manera que, por una parte, pueda entenderse su accionar frente a la integración como un componente de su política exterior; por otra, que puedan diferenciarse entre ambos fenómenos, con el fin de mostrar la intención de liderazgo regional que el país ha mostrado, al tiempo que ha privilegiado, más o menos, su relación con Estados Unidos.

Tal y como ocurre con la mayoría de estudios sobre política exterior colombiana, se parte del hecho de que, tanto en el plano político como en el económico, la relación con Estados Unidos es fundamental a fin de comprender las prioridades de la actuación de Colombia frente a los proyectos regionales en los que se ha involucrado.

Tradicionalmente, la política exterior de Colombia ha sido analizada bajo el concepto del respice, el cual indica la orientación prioritaria que dicha política ha mantenido entre dos opciones: la del polum, que se refiere a la orientación prioritaria hacia Estados Unidos, y la del similia, que se refiere a la orientación prioritaria hacia América Latina o hacia sus vecinos más próximos. Sin embargo, y si bien la literatura que analiza estas orientaciones es extensa1, no lo es tanto la que indaga sobre la relación entre ambos respice, u orientaciones en cada ejercicio o periodo de política exterior; es decir, la mayor parte de los análisis se centran en mostrar la preponderancia de una orientación u otra, pero no ahondan en la relación entre ambas orientaciones de forma simultánea, ni en sus consecuencias durante los periodos analizados.

Por otra parte, muchos de esos estudios de política exterior colombiana incluyen las acciones del país en materia de regionalismo e integración regional como parte de los ejercicios analizados. Y a su vez, buena parte de los análisis sobre la actuación de Colombia frente a proyectos regionales en América Latina relacionan dichas acciones, como cabe esperar, con los ejercicios de política exterior vigentes en los momentos de análisis.

No obstante, hace falta comprender de manera longitudinal cuál ha sido la relación entre las prioridades de la política exterior colombiana y sus actuaciones frente al regionalismo y la integración latinoamericanos, de manera que pueda obtenerse un panorama general y transversal acerca de la relación de la política exterior con la actuación de Colombia frente a dichos procesos, y poder así extraer lecciones sobre el pasado y el futuro de las acciones de Colombia en el plano de la integración regional.

A través de una revisión de fuentes analíticas y algunos documentos oficiales, el presente artículo apunta a llenar este vacío repasando con una perspectiva histórica el accionar de Colombia frente a los distintos procesos en los cuales se ha involucrado, y resaltando las acciones que han priorizado las relaciones con Estados Unidos, y las que han hecho eso mismo con los proyectos regionales analizados, con particular énfasis en los momentos en que Colombia ha tenido la iniciativa de liderar procesos. Hablamos aquí de iniciativa de liderazgo, por cuanto reconocemos que abordar el liderazgo como tal requeriría la aplicación de unos marcos de referencia más robustos, en los cuales, en principio, el liderazgo es algo que no solo se pretende, sino que se obtiene, de acuerdo con los seguidores que reconozcan dicho liderazgo (Pastrana & Vera, 2018), y según la pretensión de asumir un rol de líder (Velosa, 2019), todo lo cual excede el alcance del presente artículo.

Por iniciativa de liderazgo nos referimos a una intención de liderar acciones o procesos dentro de los proyectos regionales en cuestión, y orientadas a fortalecer la integración o la cooperación regionales, sin que ello implique asumir que se emprendió un esfuerzo por convertirse en líder integral del proceso, ni hacer una evaluación sobre la efectividad del liderazgo. La forma como procedemos metodológicamente es destacando las iniciativas que Colombia ha tenido para liderar la creación de diversos proyectos regionales —a veces, en conjunto con otros países— o, eventualmente, para liderar la introducción de cambios o renovaciones dentro de dichos proyectos que apunten a fortalecerlos. Como se trata de mostrar que Colombia ha tenido la iniciativa a la hora de liderar acciones a favor de la integración y la cooperación regionales, no consideramos oportuno discutir aquí la literatura sobre liderazgo ni, mucho menos, hacer un aporte conceptual, sino, simplemente, documentar la iniciativa de liderazgo de Colombia en proyectos regionales, en contraposición a otros momentos donde ha optado por privilegiar su relación con Estados Unidos.

En ese sentido, la prelación otorgada a Estados Unidos bien podría asociarse al concepto de aquiescencia, propuesto por Russell y Tokatlian (2013), y según el cual los países aceptan su propia subordinación a Estados Unidos y buscan el apoyo estadounidense para obtener dividendos materiales o simbólicos, así como un marco de convivencia estable con Washington, y para contar también con su protección (Russell & Tokatlian, 2013, p. 162). Sin embargo, aplicar el marco conceptual de las lógicas de autonomía y aquiescencia propuesto por dichos autores requeriría analizar los objetivos y los medios de una y otra lógica, así como sus opciones estratégicas, su dimensión y su implementación en el tiempo (Russell & Tokatlian, 2013, pp. 161-165), lo cual trasciende, igualmente, los alcances de este artículo.

Así pues, el artículo argumenta que Colombia ha tenido importantes iniciativas de liderazgo en los casos de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), el Pacto Andino, la Comunidad Andina, el Grupo de Contadora (y de Río), el G3, la Asociación de Estados del Caribe y la Alianza del Pacífico (AP), en contraste con el caso de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), en el que ha mantenido un rol menos jalonador y propositivo. Sin embargo, dicha iniciativa de liderazgo en esos proyectos regionales se ha combinado con frecuencia con la prioridad otorgada a su relación con Estados Unidos, en detrimento de otras opciones de acción que beneficiarían la integración; algo particularmente visible en el caso de la Comunidad Andina (CAN).

En la conclusión se resalta la tendencia histórica de Colombia a oscilar entre su iniciativa de liderazgo regional y priorizar su relación con la potencia del norte, aun cuando a lo largo de la última década Colombia ha pretendido liderar acciones más bien desintegradoras, como en el caso de la AP, la salida de Unasur y la propuesta del Foro para el Progreso y la Integración del Sur (Prosur), aunque ellas no respondan a privilegiar la relación con Estados Unidos. De esta manera, al documentar el contraste entre la iniciativa de liderazgo regional de Colombia y su preferencia por la buena relación con Estados Unidos en otros momentos, buscamos hacer un aporte que motive futuros estudios sobre la relación entre el liderazgo regional e internacional de Colombia y su subordinación o su acomodamiento a los intereses estadounidenses, tomando en cuenta que las directrices de respice polum y respice similia pueden ser combinadas en un mismo ejercicio de política exterior más a menudo que lo que hasta el momento se ha comprendido.

CONTEXTO HISTÓRICO: SIGLO XIX Y PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX. PRETENSIÓN INICIAL DE LIDERAZGO Y RESPICE POLUM

El compromiso de Colombia con los proyectos regionales y de integración latinoamericana bien puede destacarse desde los inicios de su vida republicana, dado el gran empeño que Simón Bolívar, su entonces presidente, puso en convocar a los países latinoamericanos a dialogar sobre la posibilidad de una unión política que permitiera a los países fortalecer sus procesos de independencia y desarrollo que apenas si comenzaban. Así pues, Bolívar convocó en 1826 el Congreso Anfictiónico de Panamá, previsto para convertirse en un órgano político-jurídico que pudiese asegurar la paz y la armonía continentales. Esto lo haría gracias a “la unificación de la conducta americana respecto a lo exterior, esto es, servir como centro coordinador de la defensa común”, y adicionalmente, promoviendo el comercio preferencial entre los países miembros para así propender por el desarrollo económico de la región (Morales, 2000, p. 21). La manera como Simón Bolívar concibió dicha unión daba cuenta de su visión sobre las posibilidades de posicionamiento de la región de cara al sistema internacional y el liderazgo que podía ostentar Colombia. De hecho, bien podría considerarse esta iniciativa del Congreso de Panamá el antecedente del Tratado de Comercio y Navegación, que en 1848 firmaron Colombia, Perú, Chile, Ecuador y Bolivia como parte del Tratado de Confederaciones, y el cual comprendió, además, normas de defensa externa común y una convención consular y de correos (Comunidad Andina, 2017, p. 20).

Sin embargo, la convocatoria del Congreso de Panamá fue recibida con reticencia por parte de algunos Estados invitados, y la insistencia de Francisco de Paula Santander, vicepresidente colombiano, en invitar a Estados Unidos y a Brasil, contrariando al presidente Bolívar, anunciaban la tendencia que marcaría desde entonces la política exterior colombiana, en términos de mantener como prioritario el acercamiento del país hacia Estados Unidos, matizando la identidad regional concebida por Bolívar para que pasara a ser hemisférica e incluyese a la potencia del norte (De la Reza, 2012). En efecto, luego de los pobres resultados del Congreso de Panamá, y tras el fracaso de la iniciativa de Bolívar de impulsar la Confederación de los Andes (para ser conformada por Bolivia, Perú y la Gran Colombia), durante las décadas restantes del siglo XIX se hizo notorio un estancamiento en la intención de liderazgo que Colombia había tenido en un principio, y los inicios del siglo XX se mostraron traumáticos para el país, debido a la independencia de Panamá, en 1903 —que fue apoyada por Estados Unidos—, y a la subsecuente inauguración del Canal de Panamá, en 1914, lo que consolidó el posicionamiento de Washington en el Caribe. Lo anterior tuvo importantes repercusiones en la política exterior colombiana, porque, si bien en un principio, hubo una ola generalizada de indignación hacia la injerencia del coloso norteño en dichos eventos, posteriormente llevó al Estado colombiano a replantearse la política exterior del país y el enfoque que la había guiado hasta entonces. En tal sentido, el canciller Marco Fidel Suárez —quien más adelante se convertiría en presidente de la República, de 1918 a 1921— acuñó el principio del respice polum como un medio para reconstruir la confianza entre Colombia y Estados Unidos reconociendo el creciente estatus estadounidense como superpotencia septentrional (Russell & Tokatlian, 2013, p. 167). Aceptando, además, que la recuperación de Panamá resultaba prácticamente imposible, Suárez consideraba que sería más conveniente para Colombia reestablecer las relaciones bilaterales y, en últimas, orientar su política exterior en concordancia con la estrella del norte (Drekonja, 2011).

Así pues, el respice polum “cimentó la más importante de las tradiciones de la política exterior colombiana” (Drekonja, 2011, p. 57), a partir de lo cual surgió la incondicionalidad de Colombia para con Washington, y se hizo claro que los preceptos bolivarianos que habían guiado la política exterior del país en sus inicios —y los cuales abogaban por la identidad hispanoamericana y se fundamentaban en una desconfianza hacia Estados Unidos, por su naturaleza expansionista— pasaron a un segundo plano. Ahora bien, cabe resaltar que esos cambios en la política exterior colombiana no implicaron que el país desistiera de abogar por proyectos de integración en la región: más bien, significaron que Colombia se posicionara de una manera distinta en dichas iniciativas y buscara construirlas en medio de la disyuntiva entre Washington y América Latina.

COLOMBIA EN LA ALALC: INICIANDO LA COMBINACIÓN DE PRIORIDADES ENTRE ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA

Colombia se suscribió a la ALALC en 1961, tras la creación de este organismo por parte de Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Durante el mandato de Guillermo León Valencia (1962-1966) se postuló el multilateralismo como un principio básico de la política exterior colombiana, y se vio la gestión de Colombia en la ALALC un motor esencial para propender por la integración económica de la región (Lizarazo, 1990). Esto no chocaba con la postura de alineamiento de Colombia con Estados Unidos respecto a la marginación de Cuba del concierto hemisférico (incluso, apoyó su expulsión de la Organización de Estados Americanos (OEA), en 1964); más aún, contando con la ayuda estadounidense de la Alianza para el Progreso en la lucha contrainsurgente (Dello Buono, 2002, p. 212). Así, el escenario de la ALALC —y específicamente, el de las reuniones sectoriales— fue de vital importancia para que Colombia abogara por mejores condiciones de exportación e importación para la industria nacional (Lizarazo, 1990). De esa manera, puede observarse cómo la activa participación de Colombia en la ALALC no solo surgía del convencimiento de la administración Valencia sobre la importancia de la integración regional, sino que se instrumentalizó a la ALALC en busca de beneficios para la economía y la industria colombiana.

Un ejemplo de lo anterior es la Comisión sobre Política Comercial y Bancos Centrales, de 1963, y que fue presidida por Marco Alzate Avendaño, ministro de Fomento de Colombia. En esta, por iniciativa colombiana, se propuso trabajar en políticas comerciales y de financiamiento de exportaciones, y como resultado se puso sobre la mesa la opción de que el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) fuese el que financiara las exportaciones de los Estados latinoamericanos (Lizarazo, 1990). Para 1965, Lizarazo (1990) encuentra dos proyectos de vital importancia para Colombia en el marco de la ALALC. En primer lugar, el país seguía insistiendo en que la primera etapa para concretar la integración económica latinoamericana debía ser una política de inversiones multilaterales que permitiera desarrollar los sistemas básicos y dinámicos en el ámbito subregional. En segundo lugar, se planteaba la posibilidad de aprovechar la diversidad de periodos estacionales de las cosechas para hacer concesiones temporales a algunos productos.

Cabe resaltar que, según el Tratado de Montevideo, de 1960, el objetivo primordial de la ALALC era desarrollar el comercio entre los países miembros “llevando a cabo programas de industrialización armonizados con acuerdos de complementación por sectores industriales, para lograr el desarrollo equilibrado y de forma equitativa” (Bulla, 2001, p. 113). Aquí se puede encontrar cierta sincronía con los planteamientos colombianos, porque, en últimas, tales planteamientos también partían de la necesidad de que la integración se diera de forma equitativa; sobre todo, tomando en cuenta las diferencias entre las economías de los países miembros, y en el caso colombiano, la crítica situación económica en la que se hallaba el país (Lizarazo, 1990). Entonces, durante ese periodo se puede evidenciar que la estrategia de política exterior colombiana con respecto a la ALALC se basaba en dos principios fundamentales: la convicción sobre la necesidad de una integración económica regional, y la urgencia de buscar mejores perspectivas para la economía colombiana, dada su precaria situación; todo ello, sin contravenir la relación prioritaria con EE. UU. (Ardila, 1991, p. 155).

Lo anterior es un reflejo de la dualidad de la política exterior del país durante esa época, y que había venido evolucionando desde la década de 1950, cuando “Colombia se comprometió con el cepalismo, al emprender el camino de la industrialización, mediante la política de sustitución de importaciones” (Drekonja, 2011, p. 61), sin dejar de reconocer que “Estados Unidos tiene la doble condición de ser nuestro más grande y poderoso vecino y la primera potencia económica, científica y militar de los tiempos modernos” (Lleras Camargo, citado por Bermúdez, 2010, p. 146); sin embargo, los notables cambios internacionales que se dieron durante el decenio de 1960, como la distensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética, hicieron que ciertos países latinoamericanos complejizaran sus propias economías y le dieran mayor importancia a la solidaridad hemisférica, lo cual “les brindó un margen de maniobra más amplio en relación con EE. UU. y empezaron a disminuir la dependencia ideológica y política con este país en la formulación de la política exterior” (Bermúdez, 2010, p. 148).

De ese modo, las presidencias de Alberto Lleras Camargo (1958-1962), Guillermo León Valencia (1962-1966) y, especialmente, Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) y Alfonso López Michelsen (1974-1978) ejemplificaron la búsqueda de una política exterior colombiana con una mayor autonomía, más diversificación e intensificación de las relaciones internacionales, enfocándose en la integración regional —como así lo demuestran el ingreso y la activa participación de Colombia en la ALALC—, sin dejar de lado las relaciones bilaterales con Washington, pues entre 1967 y 1974 Colombia fue el país de la región que recibió más ayuda de la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), y desde 1949 hasta 1974 se convirtió en el segundo receptor de asistencia militar norteamericana, luego de Brasil (Pardo & Tokatlian, 1989, citado por Tickner, 2003, p. 170). Entonces, la preocupación de Colombia por desarrollar una política exterior más amplia y enfocarla hacia la integración regional no era contradictoria respecto a su relación con Estados Unidos, sino que, más bien, pudo llevarse a cabo simultáneamente; sobre todo, durante la década de 1960.

GRUPO DE CONTADORA (Y DE RÍO), G3 Y AEC: INICIATIVAS MÁS CLARAS DE LIDERAZGO

A partir de la elección de Belisario Betancur como presidente de la República (1982-1986), se inició un proceso en el cual se buscaba recuperar la posición de Colombia en la escena política latinoamericana, al reparar las relaciones colombianas con los demás países de la región, que se habían visto seriamente afectadas durante el mandato de Julio César Turbay (1978-1982), cuyo férreo seguimiento del respice polum había generado el ostracismo del país frente al resto de América Latina, y a valerle, incluso, el título de ‘Caín de la Américas’, que confirmaba el aislamiento colombiano con respecto a la familia de naciones de América Latina (Bagley & Tokatlian, 2011, p. 95). Desde su discurso de posesión, Betancur anunciaba la vinculación de Colombia al Movimiento de Países No Alineados (NOAL), decisión que enmarcaría las acciones de política exterior relacionadas con un perfilamiento del país hacia la cooperación con países de América Latina, en un claro distanciamiento de los intereses estadounidenses frente a su conflicto bipolar (Ramírez, 1997, pp.156-160)2.

Durante el mandato de Betancur se constituyó el Grupo de Contadora, en 1983, y el cual estaba conformado por Colombia, México, Panamá y Venezuela, y tenía por objetivo principal procurar vías de diálogo y soluciones regionales en una América Central sumida en distintos conflictos que terminaron siendo inscritos en el marco del conflicto bipolar de la Guerra Fría. Lo anterior resuena con declaraciones hechas por Belisario Betancur, en las cuales afirma: “(…) no soy un marxista-leninista, mucho menos un comunista (…) pero no deseo ser satélite de ninguna superpotencia. Colombia no quiere ser satélite de Estados Unidos” (Bagley & Tokatlian, 2011, p. 107). Así pues, la política exterior del país hacia Centroamérica, bajo el mandato de Betancur, era un reflejo de su alejamiento del respice polum, y de la búsqueda de independencia y protagonismo para Colombia como actor regional, e incluso, de acuerdo con Ardila (1991) y con Ramírez (1997), de liderazgo. Con respecto a los resultados del Grupo de Contadora, se puede decir que “en su corta existencia, unos cuatro años, llevó a cabo uno de los esfuerzos de negociación de conflictos más importante y exitoso” (Páez, 2013, p. 65), pues en 1986 el grupo logró la firma de la Declaración de Esquipulas I, por parte de los presidentes de Costa Rica, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras. Dicho proceso llevó a que un año después se firmara un procedimiento a partir del cual se buscaba alcanzar una paz firme y duradera en América Central.

El Grupo de Contadora le otorgó a Colombia un rol mucho más activo en el ámbito regional, y se convirtió en una plataforma para que el país tuviese mejores herramientas de política exterior. Precisamente, en 1985 se conformó un grupo de apoyo para el Grupo de Contadora, que más adelante pasó a denominarse Grupo de Río, y el cual buscaba presentarse como una instancia latinoamericana de diálogo político, búsqueda de consensos, y concertación. Un resultado de la inserción de Colombia en el Grupo de Contadora, y la posterior creación del Grupo de Río, fue el surgimiento del Grupo de los Tres (G3), conformado por Colombia, Venezuela y México. Este fue uno de los más importantes tratados regionales de la época, pues su objetivo era impulsar “la integración de América Latina y el Caribe a través del fortalecimiento de las relaciones comerciales de bienes y servicios” (Legiscomex, 2019) de esos tres Estados. Así pues, desde 1989 Colombia, Venezuela y México iniciaron negociaciones para armonizar sus políticas macroeconómicas, lo que resultó en la Declaración de Nueva York, en 1990, con la cual buscaron institucionalizar el grupo y, a su vez, determinar y categorizar los diferentes mecanismos y espacios de cooperación. Posteriormente, en 1994 se suscribió el G3 como un tratado de libre comercio (TLC), el cual entró en vigencia en 1995.

Cabe resaltar que, en un principio, “el dinamismo inicial del Grupo (de los Tres) era tal que funcionarios, empresarios, políticos, comunicadores y académicos coincidían en un consenso genérico a su favor” (Ramírez, 2002, p. 45). Asimismo, su relevancia era muy notoria; sobre todo, en instancias como el Grupo de Río, la OEA o la misma Ronda de Uruguay del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (en inglés, GATT, por las iniciales de General Agreement on Tariffs and Trade), pues en dichos escenarios los tres países mostraban el estado de concertación al que habían llegado. Entonces, previamente al TLC de 1995, que cimentó las bases económicas del grupo, se puede ver un intento por ampliar las posibilidades del G3 como bloque negociador con otros Estados; sin embargo, aunque al comienzo se dieron importantes avances en la conformación, la institucionalización y la delimitación del G3, este comenzó a perder fuerza tras la suscripción del TLC. Esto fue resultado de la falta de previsión de los Estados miembros, pues, como en otros casos de proyectos de integración regionales, no se visualizó a largo plazo cuál sería el resultado del proceso. En este caso en concreto, ni Venezuela, ni Colombia ni México buscaban afianzar las relaciones entre sí como socios estratégicos; más bien, veían en el G3 un mecanismo para alcanzar la entrada al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (en inglés, NAFTA, por las iniciales de North American Free Trade Agreement) (Ramírez, 2002). Además, luego de 1995 los tres Estados sufrieron graves crisis políticas y desajustes económicos que terminaron de lapidar el éxito del G3.

Autores como Ramírez (2002) y Morales (2018) destacan el impulso que Colombia les dio a sus relaciones con el Caribe desde el G3; impulso que en su primera etapa se enfocó en gestar diversos mecanismos de concertación política y de cooperación con respecto a Centroamérica y el Caribe, y evolucionar de ese modo hacia “una forma de cooperación económica con Centroamérica y el Caribe dirigida a buscar posibilidades de invertir, implantar empresas, servicios y programas energéticos” (Ramírez, 2002, p. 45). Así, y como parte de la participación de Colombia en el G3, durante la administración de César Gaviria (1990-1994) se firmó un acuerdo de alcance parcial sobre comercio y cooperación económica y técnica entre la República de Colombia y la Comunidad del Caribe (Caricom), lo que implicaba un acercamiento directo con la Caricom y, más importante aún, impulsaba la creación de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), en 1994, la cual no solo se hallaba estrechamente ligada al liderazgo ejercido por Colombia desde el G3, sino, además, se convirtió en el escenario “utilizado por Colombia como articulador de su relación con los países del Caribe” (Morales, 2018, p. 100).

Así, mientras la intención de liderazgo de Colombia en la conformación del Grupo de Contadora, y posteriormente del Grupo de Río y de la AEC, daba cuenta del interés de los gobiernos de Betancur, Barco y Gaviria en alejarse de la orientación del respice polum y privilegiar el similia, la creación del G3 se erigía más como una estrategia de atracción o eventual contrapeso frente al NAFTA, con lo que la priorización de la relación con Estados Unidos —no necesariamente de alineamiento— volvía a tomar fuerza; más aún, si se tiene en cuenta que el G3 fue creado en medio de la sensible negociación del nuevo arancel externo común de la Comunidad Andina, lo que despertó fuertes resquemores entre Perú, Ecuador y Bolivia (Prieto, 2016, pp. 120-123). Precisamente, el análisis del rol de Colombia frente al proceso andino de integración es muy ilustrativo para continuar comprendiendo esta disyuntiva entre sus vecinos latinoamericanos y Estados Unidos.

PACTO ANDINO Y COMUNIDAD ANDINA: MÁS LIDERAZGO, PERO AL FINAL…

En 1969 nació el Pacto Andino, a partir del Acuerdo de Cartagena, como un proyecto de Colombia, Bolivia, Chile, Perú y Ecuador, y que buscaba promover el desarrollo equilibrado y armónico de los países miembros, así como acelerar su crecimiento por medio de la integración económica (Comunidad Andina, s.f.). Para esa época, el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), con Alfonso López Michelsen como canciller, se destacó por una política exterior más abierta e independiente de Estados Unidos. Precisamente, el Pacto Andino es un ejemplo de lo anterior, pues correspondía a una iniciativa del país para acercarse más a los países de la región, en el marco de la integración regional basada en el modelo cepalino (Cepeda, 2019; Dello Buono, 2002). Varias fuentes coinciden en destacar que la idea de la creación del Pacto Andino se fraguó en la visita que el entonces recién electo presidente Lleras Restrepo hizo a Eduardo Frei Montalva, su homólogo chileno, en julio de 1966, y de la cual se derivó la Declaración de Bogotá, en agosto de 1966. Dicha declaración sentaba las bases para crear el proyecto regional (Frei, 1977, p. 88; Roa, 2010, pp. 40-45; Amézquita, 2017; Comunidad Andina, 2017, p. 24).

Desde un inicio, se propendió por que el Pacto Andino estuviera en sincronía con la ALALC, y que estas iniciativas se complementaran en su objetivo común de integrar a la región. Ahora bien, dentro de los miembros de la ALALC, países como Colombia, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela contaban con un grado de desarrollo casi homogéneo, que, además, se caracterizaba por un desarrollo económico menor y un mercado insuficiente (Bulla, 2001). Por ello, el Pacto Andino se convirtió en una oportunidad para estos países de fortalecer sus economías, pero, al mismo tiempo, enfrentaba grandes desafíos, dado el rezago de estas y la insuficiencia de sus mercados; sin embargo, para 1973, año en que Venezuela entró a formar parte del Pacto, se comenzaron a evidenciar las dificultades dentro del grupo, como el incumplimiento de los plazos o la eliminación a las restricciones de comercio, aunque solo hasta 1976 —con la salida de Chile de por medio— se reconoció la crisis del Grupo Andino y se visibilizó la pérdida de credibilidad del proceso (Bulla, 2001). De hecho, en 1976, Alfonso López Michelsen, el entonces presidente de Colombia, reconoció el frágil estado de la integración latinoamericana, debido a los pobres resultados de la ALALC y el Pacto Andino, pero reiteró la importancia que la integración tenía para Colombia, y la necesidad de continuar haciendo parte de los esfuerzos, a pesar de sus dificultades (López Michelsen, 1977). En estos años Colombia apoyó la propuesta del Nuevo Orden Económico Internacional y la creación del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), y asumió así la orientación de respice similia para su política exterior (Dello Buono, 2002, p. 212).

No obstante, si bien la administración López Michelsen es reconocida por su viraje hacia la orientación de respice similia, a partir de la cual buscó universalizar la política internacional colombiana, relacionarse con Estados en un nivel de desarrollo similar al colombiano (González et al., 2015) e independizarse de la política exterior estadounidense —como demuestran los acercamientos a la Unión Soviética hechos durante su mandato—, es importante aclarar que en su presidencia no se dio una ruptura total entre Washington y Bogotá: por el contrario, a pesar de la reticencia de López Michelsen frente a la potencia del norte, a lo largo de su administración hubo frecuentes esfuerzos bilaterales en la lucha contra el narcotráfico, pues “los norteamericanos daban ayuda financiera y equipos para la interdicción del narcotráfico” (Sáenz, 2012, p. 7). Ahora bien, cabe resaltar que las reservas mantenidas entre ambos Estados —ya que los presidentes Ford y Carter se mostraban dubitativos, debido a la corrupción en el gobierno de López Michelsen— sí hicieron mella en el alcance de la cooperación bilateral, pues, a pesar de que la ayuda a Colombia por parte de Estados Unidos aumentó de 552.000 dólares a 1.322.000 dólares entre 1975 y 1976, esta seguía siendo una cantidad menor que la recibida por México, Birmania o Tailandia (Sáenz, 2012).

Por lo tanto, es claro que el empeño de López Michelsen en el Pacto Andino era una parte fundamental de su orientación de política exterior y de la búsqueda por hacerla más autónoma de EE. UU., aunque también comprendiera la indispensabilidad de la asistencia estadounidense en la lucha contra el narcotráfico. Para López Michelsen, Colombia tenía una gran responsabilidad en el Pacto Andino por tres razones: por su situación geográfica, por haber promovido la idea de conformar el proyecto regional y, especialmente, “porque corresponde a la idiosincrasia de nuestro pueblo el anhelo de trabajar de consuno con nuestros vecinos y hermanos por un mundo mejor” (López Michelsen, 1976, p. 102). Entonces, las declaraciones del presidente colombiano reafirmaban el compromiso del país con la integración latinoamericana y con el Pacto Andino, pues para la política exterior colombiana ambas cosas eran esenciales a fin de encontrar aliados dentro de los países de la región. Además, para ese momento la férrea defensa del proyecto andino por parte de López Michelsen resultaba de vital importancia, pues Colombia, en conjunto con Venezuela, eran los dos actores principales en la articulación del Pacto (Casas & Correa, 2007).

El curso de la integración andina fue golpeado fuertemente por la crisis de la deuda en la primera mitad de la década de 1980, y no fue sino hasta 1987 —año en el que se reformuló el Acuerdo de Cartagena, por medio del Protocolo de Quito— cuando se dio un primer paso para oxigenar al Pacto Andino dándole un nuevo marco conceptual y mayor flexibilidad (Bulla, 2001). Este nuevo impulso de finales de los años ochenta del siglo XX al Pacto Andino puede entenderse, en el marco del nuevo regionalismo abierto que surgió en América Latina, como resultado de la transición de la región hacia la democracia y el neoliberalismo (Cepeda, 2019; Prieto, 2003). Colombia y Venezuela fueron los dos grandes impulsores de la Zona Andina de Libre Comercio y del Arancel Externo Común; ambos, considerados herramientas clave para alcanzar el mercado común andino previsto para finales del siglo XX (Prieto, 2016, cap. 2). El eje comercial bilateral entre ambos países contribuía excepcionalmente al crecimiento comercial de dicha comunidad (Casas & Correa, 2007), y su mayor competitividad en cuanto a exportaciones manufactureras hacía que ambos países se perfilaran como los grandes ganadores de esa nueva etapa de la integración andina (Prieto, 2016, cap. 2; Bulla, 2001).

No obstante, los buenos resultados económicos de la Comunidad Andina se vieron opacados por una serie de conflictos que empezaron a gestarse en el seno del grupo a finales de la década de 1990. Según Casas y Correa (2007), Bolivia, Ecuador y Perú dejaron de adoptar los compromisos adquiridos, a la par que se dieron cambios sustanciales en las políticas exteriores de Colombia y de Venezuela. En el caso colombiano, se modificaron las prioridades para negociar con los países andinos, y se privilegiaron las negociaciones con Estados Unidos, por temas como el Plan Colombia y el narcotráfico. De ese modo, la Comunidad Andina dejó de ser un escenario estratégico, debido a que “las desavenencias y adopción de comportamientos nocivos entre los propulsores más importantes de la CAN dejan la acción colectiva sin soporte en el bloque subregional” (Casas & Correa, 2007, p. 609).

Para ahondar en los cambios de la política exterior colombiana, se requiere una revisión de los sucesos de finales del decenio de 1990, y que marcaron la hoja de ruta para la primera década del siglo XXI. Durante el periodo presidencial de Andrés Pastrana (1998-2002), su gobierno desarrolló, de manera conjunta con el gobierno estadounidense, una narrativa de correlación entre el conflicto armado colombiano y el narcotráfico, y a su alrededor construyó una política exterior enfocada en la búsqueda del apoyo de la comunidad internacional para solucionar la principal problemática del país (Tickner, 2001). En tal contexto, se consolidó el Plan Colombia: un nuevo marco de cooperación entre Estados Unidos y Colombia, en el que se profundizó “la tendencia ya existente a adicionar objetivos contrainsurgentes a la ya tradicional guerra contra las drogas ilegales” (Borda, 2007, p. 80). Pese a venir proyectando la creación de una política exterior común andina, cuyos mecanismos iniciales se concertaron en 1999, el gobierno de Andrés Pastrana negoció el Plan Colombia con el gobierno estadounidense sin tener en cuenta a sus socios andinos, con lo cual, a pesar de que todos los miembros, excepto Venezuela (o incluso, Brasil) se beneficiaron de las ayudas de dicho plan (Dello Buono, 2002, pp. 226-232), se dio al traste con los esfuerzos de coordinación y de concertación dentro de la CAN; más aún, cuando el Plan Colombia despertaba fuertes sospechas y recelos entre los países andinos, debido a las posibilidades de derrame del conflicto colombiano hacia sus zonas fronterizas (Ramírez, 2001). Incluso, en vez de convertirse en un núcleo de articulación subregional, el Plan Colombia lo que hizo fue poner a los países andinos a competir por los recursos (Dello Buono, 2002, p. 233), y a incentivar, por tanto, rivalidades y desconfianza entre ellos. Con todo, no fue sino hasta la presidencia de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), sucesor de Pastrana, cuando se dio la internacionalización del conflicto colombiano, y de esa manera se fortaleció el vínculo de cooperación con Estados Unidos, en detrimento del rol de liderazgo y cooperación que Colombia sostuvo en las regiones andina y latinoamericana durante la década de 1990 (Dello Buono, 2002, p. 236).

Sin embargo, esa alianza entre Estados Unidos y Colombia se desarrolló durante un periodo político de profunda desconfianza y reticencia hacia Estados Unidos, por parte de múltiples gobiernos de la región (Pinto, 2001); en concreto, respecto a los Estados miembros de la Comunidad Andina, tras las elecciones presidenciales en Ecuador y Bolivia, en el 2006, y las victorias de Evo Morales y Rafael Correa, respectivamente, se consolidó un bloque de gobiernos “de izquierda”, o “progresistas”, con el presidente venezolano Hugo Chávez a la cabeza, y que buscaban menguar la influencia estadounidense en la región. Por lo tanto, el resultado de la estrecha cooperación entre Estados Unidos y Colombia en semejante contexto político regional fue el aislamiento colombiano con respecto a sus países vecinos. Lo anterior explica, en cierta medida, el hecho de que el advenimiento del siglo XXI no trajo consigo un nuevo periodo de estabilidad dentro de la Comunidad Andina: al contrario, enmarcó una nueva serie de problemas para ella. Con la presidencia de Uribe Vélez en Colombia, se entró en una etapa de complicadas y conflictivas relaciones con los países vecinos, lo que tuvo consecuencias en los procesos de integración regionales, como lo es el caso de la CAN. Por ejemplo, las tensiones entre Colombia y Ecuador generaron “un impacto negativo de carácter estructural no solo sobre las relaciones bilaterales, sino también en el compromiso político hacia la CAN” (Pastrana, 2010, p. 55). Así pues, en el marco de la política exterior de la administración Uribe, los procesos de integración a escala subregional perdieron relevancia frente a otros asuntos, como el TLC con el país del norte.

Pastrana (2010) advierte que hay distintos factores que llevaron al resquebrajamiento de la Comunidad Andina y a la amenaza de desintegración del grupo. Por un lado, se incumplieron compromisos previos, y países como Ecuador, Perú y Colombia optaron por iniciar negociaciones bilaterales para concretar TLC con Estados Unidos. Precisamente, con respecto a la discordia de este TLC, es necesario tener en cuenta que “en noviembre de 2003, el gobierno de Estados Unidos, a través del USTR, anunció su intención de negociar TLC con los cuatro países andinos Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú—” (Prado, 2018, p. 145). Sin embargo, su caducidad, programada para finales de 2006, y las profundas diferencias entre Colombia, Ecuador y Perú —ya que Bolivia decidió mantenerse al margen de la negociación y actuar exclusivamente como observador— obstaculizaron las negociaciones, de manera que se dio luz verde para una negociación fraccionada, en lugar de una en bloque.

Cabe reconocer que, de acuerdo con Prado (2018), las diferencias entre los países andinos radicaban “en lo referente a su capacidad exportadora de manufacturas y a los beneficios comerciales que habían obtenido del proceso de IER (integración económica regional) andina”; es decir, “el grado en que cada país había sido capaz de aprovechar los logros más significativos en materia de comercio de manufacturas de la CAN” (p. 146).

Ahora bien, independientemente de las disparidades que llevaron a Ecuador, Perú y Colombia a optar por negociaciones bilaterales con Estados Unidos, esa decisión implicaba el desconocimiento del deber de aplicar un arancel externo común, con base en la Decisión 535 de la Comunidad Andina, del 14 de octubre del 2002, y la cual establecía los lineamientos del arancel, que habían sido acordados y ratificados por los cancilleres de los cinco países miembros (Scandizzo & Arcos, 2004).

Debido a lo anterior, en abril de 2006 Venezuela decidió retirarse de la CAN, lo que implicaba la salida de uno de los actores principales del grupo. En ese contexto, Hugo Chávez, por entonces presidente venezolano, calificó a la Comunidad Andina como “‘una gran mentira’ y una región mortalmente herida después de la firma de los TLC de Colombia y Perú con EE. UU.” (Prado, 2018, p. 148).

En conclusión, la creación y la evolución del Pacto Andino y de la Comunidad Andina demuestran el rol preponderante de Colombia en la consolidación del proyecto regional, pero también, su papel en el debilitamiento de este desde finales del decenio de 1990. Tanto en el plano de la seguridad y de la posibilidad de una política exterior común como en el comercial, Colombia fue el país que más contribuyó a minar los esfuerzos de coordinación dentro del proyecto de integración, debido a su prelación por adoptar el Plan Colombia y luego de adelantar, junto con Perú, negociaciones bilaterales del TLC con Estados Unidos. Aquí vuelve a relucir la paradoja entre la relación de Colombia con América Latina y con la potencia del norte, porque, precisamente en los momentos de mayor independencia o alejamiento de Bogotá con respecto a Washington, fue cuando Colombia abogó más por el proyecto de integración, como sucedió durante los mandatos de López Michelsen (1974-1978), César Gaviria (1990-1994) y Ernesto Samper (1994-1998); sin embargo, durante las administraciones de Andrés Pastrana (1998-2002) y de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), que se caracterizaron por una mayor alineación con Estados Unidos, fue cuando la Comunidad Andina perdió relevancia y dejó de ser un escenario estratégico para la política exterior colombiana.

LA UNASUR, LA ALIANZA DEL PACÍFICO Y PROSUR: RENUENCIA Y LIDERAZGO DESINTEGRADOR

Se puede entender que la política exterior colombiana de los mandatos de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), enmarcada en el respice polum, fue negativa en materia regional, debido a que, en conjunto con la tendencia política de los demás países latinoamericanos, creó un ambiente de desconfianza y tensión que llevó a Colombia al ostracismo, y que incluso el enfoque en seguridad de Uribe Vélez —que en un primer momento fue el tema con el cual buscó tender puentes de comunicación con los países fronterizos— terminó convirtiéndose en uno de los puntos más álgidos de discordia, y una de las principales razones del alejamiento de Colombia del resto de la región.

Una muestra de lo anterior es la relación ambivalente de Colombia con la Unasur; esta última, erigiéndose desde su creación, en 2004 —bajo el nombre de Comunidad Suramericana de Naciones (CSN)— como uno de los mecanismos más importantes de coordinación y cooperación de la región. Así pues, “las relaciones Colombia-UNASUR han sido desde el inicio complejas y han atravesado periodos de conflictividad y periodos de aproximación constructiva” (Ortiz et al., 2019, p. 215). Por un lado, durante el mandato de Uribe Vélez se “asumió una actitud reactiva frente al bloque regional, marcada por la desconfianza frente al discurso de la sudamericanización y su enfoque crítico hacia Estados Unidos” (Ortiz et al., 2019, p. 215), expuesta, especialmente, en los choques ideológicos entre Uribe Vélez y sus homólogos regionales; sin embargo, eso no evitó que Colombia firmara el Tratado Constitutivo de la Unasur, en 2008, ni que participara en el Consejo de Defensa Suramericano.

A pesar de la reserva del presidente Uribe con respecto a la Unasur, es claro que durante su mandato este bloque regional fue de vital importancia en la resolución de discrepancias y enfrentamientos entre Colombia y otros países miembros. Así pues, aunque no fuera premeditado, durante la administración Uribe el país jugó un papel protagónico en la Unasur. Son tres casos específicos los que, por un lado, muestran la importancia de Colombia en la agenda de la Unasur y, por otro, exponen el rol primordial del bloque en su resolución: la Operación Fénix, en 2008, cuando Colombia bombardeó ilegalmente un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) ubicado en Ecuador; la firma del Acuerdo de Cooperación Militar entre Bogotá y Washington, en 2009, y la denuncia hecha por Colombia a Venezuela ante la OEA en 2010, por la presencia de las FARC-EP en territorio venezolano (Sánchez, 2017).

Para empezar, la crisis diplomática entre Quito y Bogotá, resultado de la Operación Fénix, el 1 de marzo de 2008, no fue atendida en el seno de la Unasur (por entonces, aún CSN), pues el presidente Correa invocó la actuación de la OEA y de la CAN para dirimir el asunto, y dicha solicitud fue atendida por el Consejo Permanente de la OEA, el 4 de marzo (Sánchez, 2017, p. 152). Dado que a los pocos días se celebraría la reunión del Grupo de Río en República Dominicana, Uribe sabía que se iba a encontrarse allí con su homólogo ecuatoriano y los demás presidentes suramericanos, y en línea con la resolución acordada en el seno de la OEA por parte de Colombia y Ecuador, acerca de reconocer la violación de la soberanía ecuatoriana por parte de Colombia, Uribe expresó las respectivas disculpas al gobierno de Ecuador en la reunión del Grupo de Río (Relea & Campo, 2008; Sánchez, 2017, p. 155). Con todo, pese a que institucionalmente no fue Unasur el espacio para dirimir dicha crisis3, es claro que la presión que esta ejerció para que Colombia y Ecuador dialogaran sobre lo ocurrido contribuyó no solo a que Uribe, Correa y Chávez se estrecharan la mano, sino que, poco tiempo después del bombardeo, en el marco de la Unasur, se pudiera llegar a una resolución para crear el Consejo de Defensa Suramericano (CDS). De hecho, fue en la reunión del Consejo Permanente de la OEA de comienzos de marzo donde el presidente brasileño Lula da Silva lanzó la propuesta de crear el CDS (Sánchez, 2017, p. 158), y confirmara así la relevancia de Unasur para tratar los temas de seguridad en la región suramericana.

El trabajo de Dalponte (2018) revela con claridad la reserva que inicialmente mantuvo el gobierno colombiano frente a su adhesión a Unasur y, en particular, al CDS. Aparte de las reservas expresadas por Uribe y Juan Manuel Santos, su entonces ministro de Defensa, en 2008 Colombia renunció a la presidencia pro-tempore de Unasur, pues asumir dicha presidencia implicaba organizar la cumbre donde se crearía el CDS, y debido a las tensiones con los gobiernos de Venezuela y de Ecuador (claramente exacerbadas con la Operación Fénix), Colombia prefirió trasferir esta responsabilidad a Chile. Incluso, ello ocurrió después de que el presidente brasileño Lula da Silva hizo un viaje express a Colombia para convencer al presidente Uribe de sumarse al CDS (Dalponte, 2018, p. 268), pues el mandatario colombiano tenía serios reparos sobre la conveniencia de hacer parte de un mecanismo regional de coordinación de políticas de defensa cuando no era claro que los miembros del CDS compartieran su política de lucha contra el terrorismo en el ámbito doméstico, la cual representaba su principal baza política, y con la que había ganado las elecciones en 2002 y de 2006. Sin embargo, Dalponte (2018, cap. 7) argumenta que la participación de Colombia en la negociación para constituir el CDS fue activa, y resalta que al final terminó firmando el acuerdo y adhiriendo también al tratado constitutivo de Unasur, a pesar de sus propias reservas políticas. Pero, además, a la par con la creación del CDS, Colombia logró “el rechazo unánime de los gobiernos de la región a los grupos al margen de la ley, lo que representó la muerte política de sus guerrillas (FARC y ELN) a nivel subregional” (Sánchez, 2017, p. 159). De este modo, a pesar de la reticencia de Colombia a la creación del CDS, debido a la posición heterogénea de los países de la región frente al conflicto armado colombiano, al final se logró el rechazo unánime a los grupos guerrilleros, lo que no solo fue una victoria para el gobierno colombiano en materia de política exterior, sino que también “constituyó un inmenso estímulo para que Colombia ingresara al proceso de integración regional” (Jorge Battaglino, en comunicación personal con y citado por Sánchez, 2017, p. 161).

Por otro lado, la firma del Acuerdo de Cooperación Militar entre Colombia y Estados Unidos fue recibida con un malestar generalizado en la región, pues se consideraba que “Colombia era un satélite de EEUU que facilitaba al ‘Imperio Yankee’ el desarrollo y expansión de sus intereses geoestratégicos en Latinoamérica” (Sánchez, 2017, p. 169).

En agosto de 2009, el consejo presidencial de la Unasur se reunió en Bariloche, para que Colombia explicara la naturaleza del acuerdo. Pese a la intención de los presidentes Correa, Morales y Chávez de que la Unasur sirviera como impedimento para que Colombia avanzara en su suscripción, al final la postura moderada de países como Brasil, Chile y Argentina se impuso para aceptar que Colombia adelantara la adopción del acuerdo con Estados Unidos, apenas con la recomendación de que mantuviese informados a los miembros del CDS sobre la implementación de este (Declaración conjunta de la UNASUR Bariloche 28 de agosto de 2009; Sánchez, 2017, pp. 176-182). De esta forma, el CDS sirvió de espacio de diálogo institucional entre los miembros de la Unasur y le generó la confianza a Colombia para poder defender sus propios intereses frente a las desavenencias de algunos socios suramericanos.

Se comprende que, a pesar de que la actuación de Colombia seguía siendo el epicentro de varias de las controversias tratadas en la Unasur, al final podían verse reflejados en dicho escenario sus objetivos de política exterior, pues asuntos como el narcotráfico y las fronteras —centrales en la política exterior de la administración Uribe— adquirieron relevancia en las discusiones de la Unasur, a pesar de que no habían sido tratadas bajo una dimensión latinoamericana (Sánchez, 2017, pp. 180-181). Entonces, aunque Colombia tuviera constantes choques en el grupo, podía seguir adelantando su propia agenda de política exterior en él.

Sin embargo, en julio de 2010, luego de la denuncia hecha por Colombia ante la OEA sobre la presencia de grupos guerrilleros en Venezuela y la inacción de Caracas, se llegó a un impasse en la Unasur que no pudo ser resuelto sino hasta después de que Juan Manuel Santos asumió la presidencia de Colombia, en agosto del mismo año. Contrariamente a la efectividad del bloque respecto a la Operación Fénix (con la creación del CDS) y el Acuerdo de Cooperación Militar entre Estados Unidos y Colombia (con la declaración de Bariloche), en las reuniones de cancilleres del 22 y el 29 de julio de 2010 la Unasur no logró mediar entre Bogotá y Caracas con respecto a la denuncia ante la OEA, debido a la imposibilidad de alcanzar una declaración conjunta que acercara las posturas de Colombia y de Venezuela (Sánchez, 2017, pp. 188-192). Así, fue necesario aguardar a que la administración Santos comenzara su periodo en agosto de ese año, pues “con el cambio de gobierno de Uribe a Santos, la estrategia colombiana se orientó por una actitud de reinserción en el escenario regional” (Ortiz et al., 2019, p. 215), lo que incluía solucionar la disputa con Venezuela y restablecer las relaciones diplomáticas entre ambos países. Efectivamente, dos días después de la posesión de Juan Manuel Santos, este se reunió en Santa Marta con su homólogo venezolano, y el resultado fue la reanudación de las relaciones entre Colombia y Venezuela.

Así inició un periodo de participación activa de Colombia en la Unasur y, más importante todavía, un periodo de relativa armonía con los países vecinos, pues además de restablecer las relaciones con Venezuela, antes del final de 2010, también se restablecieron las relaciones diplomáticas con Ecuador. Con respecto a la Unasur, Colombia aceptó compartir la figura de la secretaría general del organismo con Venezuela en el lapso 2011-2012 y, además, mantuvo una estrategia de participación en el CSD durante el periodo 2013-2015 (Ortiz et al., 2019). Incluso, “el Ministerio de Defensa Colombiano, en su estrategia diplomática para la seguridad y la defensa nacional identificó a UNASUR como el principal escenario de diálogo y concertación política en Suramérica” (Ortiz et al., 2019, p. 215). Sin embargo, para 2015 nuevamente se tensaron las relaciones entre Colombia y Venezuela, y más adelante, la Unasur entraría en un periodo de crisis.

Precisamente, la situación interna de Venezuela se convirtió en un punto crítico de la agenda de la Unasur, dado el enfrentamiento entre la oposición y el gobierno de Nicolás Maduro, sucesor de Hugo Chávez. A pesar de los esfuerzos del bloque regional, encabezado en ese momento por el colombiano Ernesto Samper como secretario general, por fungir como mediador entre ambas partes, no se llegó al término que se buscaba: la celebración de unas nuevas elecciones en Venezuela (Sánchez, 2017, p. 260). A lo largo de los años, la crisis interna venezolana se agudizó, y ello supuso un grave impasse en el seno de la UNASUR, por la falta de concertación sobre cómo actuar como bloque. Al final, en abril de 2018, Argentina, Colombia, Chile, Brasil, Paraguay y Perú comunicaron su decisión de prescindir de su participación en más reuniones de la Unasur, además de suspender su financiación (El Espectador, 2020). Luego de la posesión de Iván Duque —del Centro Democrático, partido de Álvaro Uribe Vélez— como presidente de Colombia, en agosto de 2018, se anunció la salida definitiva de Colombia de la Unasur. Así, se habla del ocaso del bloque regional, debido a que, con la salida de Ecuador, en 2019, y la de Uruguay, en 2020, solo quedaban cuatro miembros activos en la Unasur: Guyana, Surinam, Bolivia y Venezuela.

Ahora bien, “la salida de Colombia de UNASUR ha estado acompañada por la propuesta para crear el Foro para el Progreso de América del Sur-Prosur” (Cepeda, 2019, p. 361); dicha propuesta ha sido impulsada por el presidente Iván Duque, en conjunto con Sebastián Piñera, su homólogo chileno. Si bien se presentó el foro de Prosur como un espacio idóneo para la integración regional, alejado de cualquier ideología, y que se basa en la defensa de la democracia, la separación de poderes y la economía de mercado, sigue siendo una iniciativa alineada con los intereses de la derecha regional (Cepeda, 2019). Además, debe tenerse en cuenta que entre los factores centrales en la decisión de Colombia de salirse de la Unasur estuvieron el tratamiento a la crisis venezolana y la imposibilidad de llegar a un acuerdo como bloque. Desde el principio de la administración Duque, fue claro que uno de los ejes fundamentales de su política exterior iba a ser la situación en Venezuela, por lo que la salida del país de la Unasur y el anuncio de Prosur, pueden entenderse como partes iniciales de un plan estratégico para lidiar con la crisis venezolana y buscar una acción regional; sin embargo, “el problema es más complejo y desborda a organismos como UNASUR, por tanto, la salida del esquema no solo no resuelve el problema, sino que termina (…) favoreciendo la crisis en Venezuela” (Ortiz et al., 2019, p. 218). Por otra parte, es evidente que la incitativa de Prosur se quedó en el papel, pues desapreció por completo de la agenda regional y del discurso oficial de los mandatarios que la crearon, no ha tenido ninguna relevancia en el manejo de la pandemia del Covid-19 ni, mucho menos, se la ha empleado para buscar soluciones a la situación venezolana. En tal sentido, Prosur se confirma como una simple cortina de humo para haber disfrazado el impulso desintegrador de sus fundadores al haber abandonado la Unasur.

Además de la relación de Colombia con la Unasur, su posterior retiro de ella y la presentación de Prosur, es importante mencionar la AP como un foro de integración regional significativo para Colombia desde 2011, pero que apunta a un liderazgo más bien desintegrador. Cuando se creó la AP, se la concibió como un mecanismo de integración tanto comercial como económica, conformado por México, Colombia, Perú y Chile, dentro de un contexto de cambios políticos en la región, y que le dio especial impulso a un modelo como el de la Alianza, que recurre a un regionalismo ligero y profundamente neoliberal (Prieto & Betancourt, 2014; Cepeda, 2019).

No obstante ser un proyecto relativamente nuevo en la escena regional, la AP ha buscado perfilarse como el motor de la integración en América Latina; incluso, ya mostró sus primeros resultados, como la eliminación de requisitos de visas de turismo y negocios, y programas que faciliten el intercambio cultural y académico entre los ciudadanos de los países miembros (Duarte et al., 2015).

Para Colombia, la AP se erigió como el puente necesario para conectarse con la cada vez más relevante región de Asia-Pacífico; además, avaló uno de los objetivos de Juan Manuel Santos en materia de política exterior: darle al país un nuevo rol en su inserción internacional, al abandonar el aislamiento y pasar a una política activa, con América Latina como prioridad (Galeano et al., 2019); sin embargo, la AP no ha cumplido las expectativas de expansión comercial entre sus miembros, ni tampoco ha repercutido en un aumento de las exportaciones de Colombia hacia los otros tres socios ni, mucho menos, ha favorecido su inserción en Asia-Pacífico.

En efecto, pasado un año de la entrada en vigor del protocolo comercial de la alianza, el comercio entre los países miembros seguía siendo bajo, pues para México, la AP representaba “sólo el 1,6% del destino de sus exportaciones en 2017, para Chile (…) el 5,3%, para Perú el 4,8% y para Colombia el 9,8%” (Grupo Técnico de Cadenas Globales de Valor y Encadenamientos Productivos de la Alianza del Pacífico, 2019, pp. 24-25). Entre 2017 y 2020, la reducción del comercio intrarregional ha sido general para tres de los cuatro países miembros: del 19 % para Perú, y del 21 % para Colombia (MINCIT, 2021, p. 96), mientras que México ha reducido sus exportaciones al 1,2 % de su comercio total, en comparación con el 1,9 % que destinaba en 2010 (Morales, 2021). Chile es la única excepción, al aumentar sus exportaciones en un promedio del 2,7 % anual entre 2016 y 2020 (SUBREI, 2021). Y en cuanto a la relación con Asia-Pacífico, lo único que ha logrado la AP es sostener algunas reuniones de acercamiento e intercambio de información con la Asociación de Naciones del Asia Suroriental (en inglés, ASEAN, por las iniciales de Association of Southeast Asian Nations), vincular a Singapur como miembro asociado y emprender negociaciones a los mismos efectos con Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur. No obstante, vincular a dichos Estados como miembros asociados —lo que potencialmente implicaría profundizar los acuerdos comerciales— no necesariamente se traducirá en un mejoramiento de la inserción de los miembros de la AP en esos mercados, dada la ausencia de políticas de bloque encaminadas a tales efectos (Prieto, 2018).

El proyecto de la AP fue impulsado inicialmente en la administración de Juan Manuel Santos, aunque se considera al presidente peruano Alan García su proponente inicial, tomando en cuenta la iniciativa regional que antecedió a la AP: el llamado Arco del Pacífico. De acuerdo con Prado y Velázquez (2016), fue García quien propuso conformar la AP a Colombia, México, Chile y Ecuador; después de ello, el presidente colombiano y su equipo comercial —así como su contraparte chilena— tuvieron un rol muy activo en el diseño del proyecto (Ecuador rechazó la invitación y México la aceptaría más tarde), al llevar a cabo un conjunto de acciones diplomáticas que terminaron con la conformación de la AP en 2011 (Guerra-Barón, 2019; Piñeiro & Muñoz, 2012). Esto da cuenta del liderazgo de Colombia, compartido con Perú y Chile, en la implementación de un proyecto regional que pretendía renovar el compromiso del país (y de los demás miembros) con el regionalismo, dado el declive mostrado por la CAN a partir de 2010, cuando la firma de TLC por parte de Colombia y Perú con la Unión Europea (UE) dio finalmente al traste con la posibilidad de consolidar un arancel externo común y, por ende, un mercado común.

Sin embargo, en su momento la iniciativa de la AP y el gobierno de Santos fueron muy criticados, por considerarse que el nuevo proyecto pretendía ganar el beneplácito y la confianza de Estados Unidos, la UE y los países de Asia-Pacífico, al mostrarse como el grupo de países que mantenían su compromiso con el neoliberalismo y la apertura económica y comercial (Bernal-Meza, 2015), en claro contraste con el Mercado Común del Sur (Mercosur) o la Alianza Bolivariana para los pueblos de América (ALBA): las otras iniciativas regionales que en la década pasada habían optado por una menor liberalización comercial y el respaldo a un desarrollismo de Estado, en crucial oposición al neoliberalismo. En ese sentido, a la AP se la ha considerado un proyecto divisionista y discriminador, y aunque sus líderes insistieron en que no se trataba de una competencia con el Mercosur, e incluso se entablaron conversaciones para la convergencia de ambos bloques (Pastrana & Castro, 2017), la comunidad internacional y la regional entendieron que América Latina quedaba dividida, en cuanto a sus iniciativas de integración, entre quienes optaban por profun­dizar la liberalización comercial hacia el mundo (los miembros de la AP y los países que la aplaudían) y quienes preferían un desarrollo más endógeno y proteccionista frente a la competencia internacional. Por ende, la AP representa una renovación del compromiso de Colombia con el regionalismo y la integración económica; pero al rivalizar con Mercosur y la ALBA y excluir a los países que no compartieran ese modelo de desarrollo basado en la promoción de exportaciones y la liberalización de las cuentas de capital, también constituye una cuña que divide las voluntades de integración en la región.

En síntesis, la actuación de Colombia frente a los proyectos de Unasur, Prosur y AP dan cuenta de una actuación más divisionista y desintegradora, aunque en los tres casos puede apreciarse un desempeño activo de Colombia en el diseño de agendas, que, particularmente en lo que respecta a Prosur y la AP, equivale a liderazgos importantes, pero desintegradores, al fin y al cabo, sin que en eso haya mediado una prelación hacia Estados Unidos. La actuación de Colombia frente a Unasur muestra que, pese a la reticencia del gobierno de Uribe Vélez a hacer parte de la organización y del CDS, la actuación de Colombia fortaleció la iniciativa brasilera de conformar ambos organismos, y Colombia logró que ambas instancias terminaran apoyando la “lucha antiterrorista” del gobierno Uribe, a pesar de las presiones y las críticas de varios países suramericanos frente a la política colombiana de seguridad democrática y su alianza con Estados Unidos. En el caso de Prosur, apreciamos un liderazgo totalmente politiquero por parte del gobierno Duque, al denigrar de una organización como Unasur, que hasta la crisis venezolana de 2014 había logrado enormes acercamientos y solidaridades entre los países suramericanos, aunque Duque prefirió utilizar políticamente la inacción del grupo para mostrarse como un adalid de la democracia dividiendo con Prosur a quienes rechazaban al gobierno de Nicolás Maduro y quienes lo reconocían. Y aunque el liderazgo colombiano en la AP es coherente con el compromiso y el interés históricos de Colombia frente a la integración regional, el hecho de diferenciar a los países que permanecen obedientes a las priori­dades de los grandes capitales internacionales de aquellos que persisten en el fortalecimiento de sus mercados internos profundiza las brechas que separan las opciones latinoamericanas de trabajar unidos por un mayor desarrollo regional. Así, vemos un rol activo de Colombia en estas tres incitativas, y de liderazgo, en dos de ellas (AP y Prosur), pero en ningún caso promoviendo una mayor unión entre los socios regionales, sino alentando, por el contrario, una mayor división y una mayor competencia.

CONCLUSIÓN

El recuento histórico y el subsecuente análisis de la participación de Colombia en los procesos de integración de la región demuestran que, si bien la actuación del país en varias iniciativas se ha visto seriamente condicionada por su estrecha relación con Estados Unidos, en otros momentos su política exterior se ha visto articulada con el interés del gobierno en profundizar la integración regional y liderar iniciativas que han pretendido una mayor autonomía frente al país del norte. Dichos momentos de mayor independencia en materia de política exterior colombiana, en los que se ha propendido por el beneficio del país mediante el relacionamiento más estrecho con la región, son visibles en situaciones como los inicios de Colombia en la ALALC, con el gobierno de Valencia; de los de Lleras Restrepo y López Michelsen, frente al Pacto Andino, o más adelante, con el Grupo de Contadora, durante el gobierno de Betancur; con la CAN, durante los gobiernos de Gaviria y Samper, y con la AP, durante el gobierno de Santos. Sin embargo, también es importante reconocer que los gobiernos colombianos no han sido del todo diestros en el balance de su relación con Estados Unidos versus las regiones latinoamericana, suramericana y andina, como sucedió durante el mandato de Turbay Ayala o, más recientemente, los de Pastrana y de Uribe, que llevaron a un enorme ostracismo de Colombia en la región, por beneficiar la relación Bogotá-Washington. Esto se ha dado en detrimento de proyectos de integración como la Comunidad Andina y la Unasur, a la vez que ha llevado a obviar las posibilidades comerciales, económicas y políticas que tales proyectos representaban para el país.

Más de una vez en su historia, Colombia ha sido vista en la región con paranoia y reserva —como ‘El Caín de las Américas’ o un “satélite”— por su estrecha relación con Estados Unidos. Pero también se ha perfilado como un Estado con incitativa de liderazgo en la región, por lo que el reto de la política exterior colombiana es mantener un equilibrio entre la relación con Washington y la proyección hacia la región, para demostrar que esta no es una elección entre respice polum y similia, sino, más bien, todo un espectro de estrategias, posibles alianzas y oportunidades.

En materia de integración regional, Colombia se ha debatido entre un compromiso histórico con la integración con sus vecinos andinos y latinoamericanos, y una estrecha relación de alianza y dependencia respecto a Estados Unidos. El presente artículo ha mostrado la capacidad de Colombia para liderar proyectos regionales, pero también, su prioridad a la relación con Estados Unidos cuando dichos proyectos no le han generado beneficios significativos, o cuando han chocado con sus prioridades en la relación con la potencia del norte. En los casos del Pacto Andino, el Grupo de Contadora y la CAN, los beneficios económicos y políticos para Colombia fueron enormes, y al desdeñar, especialmente, a la CAN y la Unasur pueden haberse perdido buenas oportunidades para la coordinación de asuntos económicos y políticos que continuasen fortaleciendo la integración andina y suramericana. Los últimos esfuerzos de Colombia frente al regionalismo, plasmados en la AP y Prosur dan cuenta, en cambio, de un afán de protagonismo alejado de su accionar integrador de las décadas anteriores. Y aunque esos últimos esfuerzos no pueden asociarse a una prelación por la relación con Estados Unidos, se extrañan en la actualidad los esfuerzos de Colombia por liderar iniciativas integradoras que, tal vez, no siempre estuvieron equilibradas con la relevancia otorgada a Estados Unidos; sin embargo, la mirada longitudinal ofrecida en el presente artículo las destaca como, al menos, proactivas y relevantes.

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1 Ver, por ejemplo: Cardona (2001), Tickner (2002; 2003), Pardo y Tokatlian (2010), Drekonja (2011) y Randall (2011).

2Ramírez (1997), no obstante, aclara que al final del mandato de Betancur Colombia se había distanciado de sus compromisos y sus posiciones con respecto a los NOAL, debido a presiones coyunturales de su relación con Estados Unidos. En los años siguientes, incluyendo los de la presidencia del movimiento, durante los primeros años del gobierno de Ernesto Samper (1994-1998), Ramírez concluye que la participación de Colombia en los NOAL estuvo muy por debajo de las expectativas de aprovechar el foro para impulsar iniciativas relevantes tanto para el país como para el foro mismo.

3No obstante, en mayo de 2008 los presidentes de Unasur sostuvieron una reunión extraordinaria, para mediar en el conflicto diplomático entre Colombia y Ecuador (Prieto, 2012, p. 11).

Recibido: 10 de Febrero de 2022; Aprobado: 22 de Junio de 2022

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