Introducción
A partir de 1959, Cuba dejó de ser una simple isla para convertirse en una aspiración y un proyecto continental. Los “largos sesenta” que siguieron -desde la entrada de Fidel Castro en La Habana hasta el derrocamiento de Salvador Allende y el principio de un nuevo ciclo de violencia continental- se han descrito de hecho como años de “calentura histórica”1: un período caracterizado por la primacía pasional de lo político y la sensación de que una transformación social radical estaba a punto de acaecer. No en vano, el ejemplo cubano creó una nueva generación de revolucionarios que iba a eclipsar definitivamente al referente soviético, cambiando los parámetros del comunismo latinoamericano y hasta la dinámica de la Guerra Fría en la región. De leerse como un conflicto Este-Oeste, esta pasó a centrarse en el rechazo o aceptación del régimen castrista y de su influencia política, militar y cultural frente a la aplastante hegemonía de Estados Unidos.
A menudo ilustrada por la rivalidad que enfrentó a la cubana Casa de las Américas con la revista Mundo Nuevo, la progresiva polarización del campo intelectual latinoamericano no fue una excepción a este respecto. Tanto la publicación dirigida por Roberto Fernández Retamar como el Congreso por la Libertad de la Cultura, cuya financiación oculta con fondos de la Central Intelligence Agency (CIA) se destapó apenas apareció la revista de Emir Rodríguez Monegal, demuestran la importancia del papel que la diplomacia cultural o propaganda de ideas desempeñó en el conflicto. Con todo, ni el anticomunismo latinoamericano fue producto exclusivo de Estados Unidos ni la llamada Guerra Fría cultural ha de tratarse únicamente bajo el prisma de las querellas de la “familia” literaria latinoamericana aglutinada en torno a Cuba. Como señala Patrick Iber, el enfrentamiento reactivado por la revolución castrista hunde sus raíces en la “guerra civil internacional” que, a lo largo de los treinta y principios de los cuarenta, desgarró a las izquierdas revolucionarias no autoritarias, heterodoxas y comunista-estalinistas, en su intento por definir las ideas y prácticas que guiarían el cambio social2. La identificación del anticomunismo con las libertades individuales de pensamiento y creación, encarnadas en el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC) -que acabaría convirtiéndose en una de las coordenadas axiológicas del conflicto-, se remonta, de hecho, a las disputas intelectuales de aquella época3.
A caballo entre la propaganda cultural, la acción encubierta y el activismo de diferentes sectores de la izquierda no comunista, el CLC trató de responder a la ruptura introducida por el castrismo, del mismo modo que había replicado antes a la acción del Movimiento Mundial por la Paz. De los tres grupos que integraron inicialmente sus filas -los agentes de la CIA Michael Josselson y John Hunt, en los niveles administrativos más elevados; los activistas anticomunistas procedentes de la extrema izquierda internacional que, como Julián Gorkin, Carlos Baraibar, Stefan Baciu o Rodrigo García Treviño, coparon el nivel organizativo y la dirección de las sedes latinoamericanas; y los intelectuales y políticos latinoamericanos que participaron en sus programas tratando de hacer coincidir a lo largo de los cincuenta su propia agenda antidictatorial con la agenda anticomunista de la organización-, será el nivel superior el que pilote desde París la adaptación al nuevo escenario continental surgido de la Revolución. Pero movilizar al centro-izquierda anticastrista en el desbordante campo político-cultural latinoamericano de los sesenta revelará ser una experiencia fundamentalmente distinta a la de la década anterior de cara al centro-izquierda antisoviético.
¿Cómo posicionarse, en efecto, frente al discurso revolucionario cubano y su ascendente continental fuera del esquema anticomunista heredado de la década de enfrentamiento entre los dos bloques? Del debate sobre la revolución traicionada a la a menudo mal entendida consigna del “fidelismo sin Fidel” y la defensa de un paradigma de legitimidad artística e intelectual no basado en lo político, el objeto de este artículo es entender cómo se articularon las prioridades y los intereses de los diferentes actores del CLC que trataron de contener el impacto ideológico del castrismo y la atracción de un modelo de cambio social radical desde abajo. Para ello se convoca un triple marco de análisis: el de las discusiones y los arbitrajes internos a la organización, el de la interlocución y el posicionamiento de cara al resto de la izquierda latinoamericana, y el de la relación con los intereses norteamericanos que lo financiaban. Estos elementos no sólo llevarán a resituar al Congreso dentro del conflicto de las izquierdas en que toman asiento algunas de las dinámicas globales de la Guerra Fría, sino que también permitirán entender mejor la compleja factura de una parte de la llamada “propaganda cultural” proamericana en el tumultuoso debate de convicciones y adhesiones que dividió a los intelectuales latinoamericanos de los años sesenta4.
1. Cuba: la revolución traicionada (1959-1961)
La entrada triunfal de Fidel Castro en La Habana el 8 de enero de 1959 fue celebrada en el entorno del Congreso siguiendo un esquema interpretativo entonces generalizado. Tras Perón, Odría, Rojas Pinilla y Pérez Jiménez, un imparable efecto dominó democrático parecía alcanzar por fin el Caribe, apuntando a la satrapía de Trujillo como última ficha todavía en pie. Ese era el mensaje del director de Cuadernos, Julián Gorkin, en su editorial del número 35 (“Un nuevo jalón para la democracia”), así como el sentido de los telegramas enviados por el Secretariado Internacional de París y los diferentes Comités nacionales del Congreso al gobierno revolucionario congratulándose por “el triunfo de las libertades culturales y derechos humanos que hemos defendido y defendemos para Cuba, Latinoamérica y el mundo entero”5. Y es que tanto los compromisos adquiridos por Fidel Castro en Sierra Maestra como la imagen política proyectada por el Movimiento 26 de Julio estaban lejos de provocar la inquietud que la Guatemala de Árbenz provocó en su día. El entorno del Congreso no sólo había participado en la revolución antibatistiana, sino que la presencia de miembros de su entorno -como el doctor Manuel Urrutia o Roberto Agramonte- en el Gobierno inspiraba además una fundada confianza en los medios democráticos.
El proceso de desengaño que llevó al Congreso de celebrar a Castro como heredero de los grandes próceres de la Independencia -“a la vez el hijo espiritual y la culminación de José Martí”- a romper con la Revolución tiene su primer jalón en la primavera de 1960, momento en que la Asociación Cubana por la Libertad de la Cultura quedará definitivamente desgarrada en dos bandos: los que, con su presidente Mañach a la cabeza, partirán al exilio y los que darán al régimen su respaldo definitivo6. Pero la ruptura no se expresará públicamente hasta la Declaración de la Asamblea General de junio de 1960, que coincidió con la celebración del décimo aniversario del Congreso en Berlín y con la aceleración del exilio del centro e izquierda democráticos de la revolución antibatistiana, que cobrará para fines de año las proporciones de una huida masiva. A partir de ese momento, tanto el discurso de Cuadernos sobre lo que estaba pasando en Cuba como las iniciativas promovidas por Josselson/Hunt desde los secretariados ejecutivo y administrativo se organizarán también de acuerdo con la narrativa y el modo operativo que venían siendo habituales hasta entonces en la organización.
Desde la propuesta de una “advertencia solemne” de los republicanos españoles sobre el peligro comunista hasta el proyecto de un Libro Blanco sobre Cuba -según el modelo de los ya publicados sobre Hungría y el Tíbet-, estas primeras reacciones seguirán el mismo esquema informativo-denunciatorio que había prevalecido en la década anterior, incluidos el esfuerzo realizado de cara a los comités nacionales y la transformación de la revista del Congreso Cuadernos en mensual a partir de su número 48, de mayo de 1961. En un momento de ambigüedades calculadas y decantaciones inciertas -en que las consideraciones de un Sartre o un Matthews sobre la naturaleza de la revolución castrista parecían tener más peso que la lógica misma de los acontecimientos-, la elaboración de una primera publicación-balance de sus dos primeros años fue, pues, una empresa importante pero no original. Respondiendo a la pregunta que encuadraba a finales de 1960 todos los debates sobre la Revolución Cubana y el castrismo, es decir, si la Revolución había sido traicionada por Castro o no, el suplemento del número 47 de Cuadernos de marzo-abril de 1961 se daba como objetivo documentar el alcance de la traición7. Íntegramente realizado por colaboradores cubanos ya en el exilio, se trataba todavía de un relato objetivo pero apasionado del amordazamiento de la prensa, de la universidad y los sindicatos, con documentados estudios sobre la banca, la reforma agraria, la situación de los campesinos y la evolución de las relaciones exteriores, que no olvidaba un pormenorizado recuento de las violaciones de la Constitución del cuarenta y los repetidos encontronazos del régimen con la comunidad católica.
Siguiendo pues este esquema interpretativo que situaba la narrativa anticastrista del Congreso dentro de la izquierda no comunista latinoamericana, dos elementos singularizan su discurso de manera más precisa durante esta primera etapa. El primero es la conciencia del valor que adquiría lo ocurrido en Cuba, como advertencia sobre el peligro comunista en el continente: la experiencia frentista de los años treinta y la caída de la Europa del Este bajo influencia soviética, que tan profundamente habían marcado los orígenes del Congreso en todas sus latitudes, daban a sus miembros una clara perspectiva sobre los métodos comunistas de asalto al poder y la utilización de los que Lenin llamó “tontos útiles”. Dicho bagaje, en términos de reflexión política e histórica, distinguirá de hecho del resto, con toda claridad, las representaciones políticas de la Isla vehiculadas por Cuadernos. El segundo elemento serán las contradicciones, a veces muy marcadas, del discurso coral de la revista. Los reflejos típicos y tópicos de la primera Guerra Fría, profundamente marcada por el enfrentamiento bipolar y el expansionismo soviético, llaman la atención en muchas de las colaboraciones de aquel entonces sobre Cuba. Sin embargo, estos modos maniqueos, definitivamente arrumbados en los circuitos centrales de la organización desde la Conferencia de Milán de 1955, causaban un marcado rechazo en parte del entorno latinoamericano del Congreso: una figura tan prominente como el peruano Luis Alberto Sánchez no dudará en llamar la atención del Secretariado Internacional de París sobre ciertos artículos que “se puede[n] confundir con una expresión de reaccionarismo casi fascista que nos hace mucho daño”8.
La primera inflexión en lo que habían acabado siendo los modos discursivos y analíticos del Cuadernos de principios de los sesenta se producirá, precisamente, como efecto de una doble intervención de Josselson en la selección de contenidos de la revista. Su primer signo fue el rechazo argumentado de un artículo de la excolaboradora de Castro Teresa Casuso, por considerar que su “grito del corazón […], comprensible, legítimo y, por lo que a mí respecta, conmovedor” carecería de la fuerza de persuasión necesaria de cara a los jóvenes, que no habían pasado por una experiencia análoga. Dicho artículo presentaba además a los simpatizantes castristas “no como personas con las que hay que hablar, con las que se puede razonar, comprendiendo por qué lo son, dada la historia de América Latina, sino como elementos peligrosos que habría que neutralizar para que no hagan daño”. Josselson consideraba, en efecto, que sin ser verdaderamente castrista, una gran parte de la juventud universitaria a la que se dirigía el Congreso no sólo no sentía antipatía por el régimen cubano, sino que también creía deberle la mayor consideración con que Estados Unidos había pasado a tratar a América Latina. Por ello, basándose en la experiencia de la organización con los países del Este, el secretario ejecutivo contraponía a la emotiva visceralidad de Casuso un “tono fraterno”, que les permitiera hacerse escuchar por este público simpatizante, y subrayaba “el efecto que pueden producir análisis muy minuciosos como el de Theodore Draper”, a punto de ser traducido al español9.
Draper inaugura, en efecto, otro estilo de periodismo sobre la Revolución, gracias al cual Cuadernos pasará a hablar sobre Cuba “del mismo modo que Encounter y Preuves lo hacían en Asia y África”, es decir, “muy claro y de manera inteligente”10. En sus textos, la denuncia será reemplazada por un análisis implacablemente crítico, y de ello resultará una nueva narrativa sobre la comunistización del régimen, capaz, no ya de oponerse, sino de desmantelar aquella “mitología” inicial que tanto había contribuido a recabar un apoyo internacional para el castrismo. Fidel Castro -explicaba el periodista norteamericano- había representado inicialmente una causa democrática que había exigido una guerra civil contra la dictadura de Batista, pero luego había pasado a representar “una alianza totalitaria con los comunistas, lo que exigía una nueva guerra civil contra los elementos democráticos de su propio movimiento”; “Castro esperó a que se presentara la mejor ocasión para comprometerse él mismo [con el comunismo], lo que es muy diferente de la idea ingenua según la cual fue la ocasión la que le obligó a comprometerse”; es más, “las manifestaciones castristas [eran] tan ‘democráticas’ como las concentraciones hitlerianas en Nuremberg o los discursos a las multitudes pronunciados por Mussolini desde el balcón de la plaza de Venecia”11. Y es que Draper no sólo hacía entrar por primera vez las posiciones procastristas en las páginas de Cuadernos como objeto de debate, esclarecimiento o inteligente refutación, sino que además argumentaba desde un ethos marxista que multiplicaba el efecto corrosivo de sus análisis de izquierdas12.
Rápidamente, el estilo Draper se impondrá por decisión ejecutiva y hasta servirá para capear un momento tan delicado como el fallido desembarco en Bahía de Cochinos, sin regatear críticas a Estados Unidos. Para el analista, “la invasión era indefendible tanto desde el punto de vista de la concepción como del de la ejecución”, y la responsabilidad recaía a partes iguales en el Departamento de Estado norteamericano y en las divisiones del anticastrismo13. Pero dichas consideraciones no deberían llamarnos a engaño sobre el significado que buena parte del entorno latinoamericano del Congreso atribuyó a la crisis. Lejos de reprobar la intentona, los comités nacionales defendieron a los demócratas cubanos embarcados en el desastre (y en ocasiones, sin matices, el conjunto de la operación), y el tándem Hunt-Josselson consideró incluso hacer una declaración oficial similar a la publicada por el Comité Ejecutivo tras la crisis de Suez en 1957, señalando “que no condenamos la intervención gubernamental norteamericana ni ningún otro tipo de intervención gubernamental en los asuntos de otros países, que lamentamos profundamente el hecho de que Fidel haya traicionado claramente su revolución, que muchos de los que en ella participaron se han visto obligados a volverse contra él y que la causa de la libertad no ha de ser mancillada por la presencia de aquéllos que, tan sólo hace dos años, obraban por la perpetuación de una dictadura sangrienta”14. Viniendo de un personaje de la inteligencia táctica de Hunt, esta mezcla de reivindicación del intervencionismo norteamericano y enérgica censura del exilio cubano probatistiano dice más de la complejidad del paisaje mental de la Guerra Fría que muchas otras consideraciones al uso.
Cochinos marcará, en cualquier caso, un antes y un después en la Revolución Cubana, por no hablar de las aproximaciones discursivas del Congreso o del desfase de actitudes entre los circuitos centrales de la organización y una parte importante de sus colaboradores latinoamericanos del momento, que estos dos primeros años de régimen castrista habían ido evidenciando. Por una parte, la víspera de la intentona, Castro había proclamado el carácter socialista de su régimen, resolviendo o, por lo menos, disolviendo el debate sobre la revolución traicionada, precisamente en el momento en que se iniciaba la difusión del suplemento de Cuadernos dedicado a Cuba. Por otra parte, frente a la denuncia de la revolución traicionada, una nueva narrativa, la de la revolución asediada, irrumpirá con su extraordinaria capacidad de enganche. La bandera antiimperialista en que el régimen castrista iba a quedar definitivamente envuelto a partir de entonces no sólo convertirá el rearme democrático reclamado por los liberales del Congreso en una respuesta repentinamente obsoleta a pesar de su pertinencia, sino que también marcará un cambio de escenario continental frente al que las fuerzas vivas del Congreso carecían de una respuesta adecuada. “La consecuencia más desgraciada del fracaso [de la invasión] quizá sea que el sentimiento de culpabilidad nacido de él ha buscado salida en una tolerancia para con un totalitarismo agresivo e incluso en una sutil asimilación con él”, dejaría escrito Draper15. Pero si algo había demostrado Cochinos es que la causa de la liberación nacional había suplantado definitivamente a la causa de la paz hasta entonces promovida por el comunismo y que Castro estaba para quedarse. A mediados de 1961 resultaba ya impostergable la iniciativa de una verdadera reflexión sobre el proyecto de cambio social promovido por el Congreso en América Latina, frente a la vía revolucionaria emprendida por Cuba.
2. 1961-1965: hacia una estrategia de “contención”
Si pudiera señalarse un punto de partida en el haz de decisiones que acabarán transformando la acción del Congreso en América Latina, este sería sin lugar a dudas el verano de 1961. Fue entonces cuando, a finales de junio y todavía bajo los efectos de Bahía de Cochinos, la sección latinoamericana del Secretariado Internacional se reunió al más alto nivel en Roma para tratar acerca de las últimas evoluciones continentales. Y es que el desafío planteado por los nuevos tiempos era un tema de discusión recurrente desde la Asamblea General que el CLC había celebrado un año antes en Berlín coincidiendo con el décimo aniversario de su fundación. Mientras que el apoyo de la URSS a los movimientos revolucionarios y a los países surgidos de la descolonización había permitido al comunismo afrontar con éxito el giro hacia la cultura progresista de los sesenta, el Congreso no sólo tenía que reaccionar ante la desafección de la joven generación al liberalismo, sino que también debía repensar su discurso en un contexto global donde una nueva narrativa complementaria a la bipolaridad empezaba a cobrar fuerza en muchas partes del planeta. El mundo era cada vez más complejo y América Latina había iniciado la década con un sentimiento de urgencia: “Los tiempos actuales -podía leerse en el número 53 de Cuadernos- exigen una democracia política fuerte e indisolublemente ligada a una democracia económica. Y lo exigen sin demora, a toda prisa. De lo contrario las masas se dejarán arrastrar por la demagogia comunista o castrista, que con el señuelo de una supuesta democracia económica liquidarán para siempre el menor asomo de democracia política”16.
Las perspectivas abiertas aquel mismo verano en la Conferencia de Punta del Este (Uruguay) por el anuncio oficial de la Alianza para el Progreso marcaban, es verdad, el principio de una cambio en las relaciones interamericanas que favorecería, a la larga, las posiciones del Congreso, pero la sensación imperante en los circuitos centrales y el nivel intermedio de la organización era que ni su revista ni la acción de sus comités estaban armadas para afrontar las nuevas realidades. Los escritos de Madariaga, Romero o Reyes, entre otros, es decir, de “los grandes humanistas hispánicos”, ya no interesaban a los más jóvenes. Así, a los observadores exteriores, Cuadernos les parecía “el boletín de un club escrito por los mismos miembros del club” y hasta París reconocía sin ambages que “no tenemos lo bastante en cuenta algunas realidades latinoamericanas ni en nuestras publicaciones ni en las actividades de nuestros comités de allá”17. A la luz de este primer balance, las iniciativas barajadas en la reunión de Roma (desde la organización de un premio literario bajo los auspicios de Cuadernos hasta la tan postergada puesta en marcha de un programa continental de seminarios y conferencias, sin olvidar la que se consideró como la “mejor idea” de Silone: la publicación de un boletín informativo quincenal sobre Cuba basado en las fuentes del interior) serán todavía simples tanteos, cuya importancia estriba sobre todo en haber marcado el principio de la implicación directa de Josselson y Hunt en la reconducción de los asuntos latinoamericanos. La decisión de despachar a dos emisarios que servirían a la dirección de París de ojos, oídos y mano ejecutora sobre el terreno -Luis Mercier Vega, del Secretariado Internacional, y Keith Bostford, editor y novelista conocido de Hunt- se tomará en aquella reunión y, aunque todavía tarde algún tiempo en desplegar todos sus efectos, será inmediatamente seguida de la primera consigna editorial de Josselson.
En carta del 13 de julio de 1961, el director ejecutivo de las publicaciones del CLC instará a la redacción de Cuadernos de forma tan espontánea como firme a publicar inmediatamente “uno o dos artículos de lo que podríamos llamar brutalmente el ‘fidelismo sin Fidel’”. La fórmula, de manera profusa retomada después por la literatura crítica sobre el Congreso, será rápidamente cuestionada por el mismo Josselson, puesto que contradecía otro análisis también difundido entonces en círculos afines a la organización, pero su sentido siempre estuvo claro: tras la demostración irrefutable llevada a cabo por Draper, ya no bastaba con atacar el comunismo de Castro; al contrario, Cuadernos y el Congreso debían abrirse a otros puntos de vista que reconocieran como positivos los logros sociales de la Revolución y reivindicaran por cuenta propia “algunos de los aspectos del ‘fidelismo’ que tanto atraen y que lo hacen además por razones muy válidas para el conjunto de América Latina”18. La consigna de Josselson no tenía pues otro objetivo que el de radicalizar el discurso de la revista sobre temas como la reforma agraria o la estructura social, a fin de recuperar el terreno cedido por la organización a sus conservadoras alianzas, “al tiempo que combat[ía] el castrismo y comunismo”. El número 53 de Cuadernos (octubre de 1961) ilustrará con el título genérico de “América frente a su destino” dicha reorientación hacia el centro-izquierda del espectro político, muy pronto traducida también por la clarificación de ciertas alianzas que distorsionaban gravemente, según París, la imagen del Congreso. “Tenemos que atrevernos a tomar posiciones que puedan disgustar a algunos comités”, insistirá Josselson en noviembre de 1961, señalando la necesidad de distanciarse del conservadurismo y anticomunismo dogmático de algunos representantes oficiales del Congreso en el continente que, “fuera de declaraciones sobre temas como Hungría, Cuba y Tíbet no saben hacer gran cosa y sobre todo no tienen contacto con el verdadero mundo intelectual”19.
Con todo, el ejemplo más claro de la reorientación estratégica preconizada por Josselson tendrá que ver directamente con Cuba. Así, pese a la reticencia de Gorkin a romper el amplio frente anticastrista fraguado tras la intentona de Cochinos, el primero no dudó en “presionar” a la dirección de Cuadernos, para que el órgano oficial del Congreso se desmarcara de la franja más reaccionaria del exilio cubano20. Fue de hecho en torno al proyecto de una revista específicamente cubana, barajado bajo distintas formas a lo largo de 1961-1962, como el reposicionamiento marcado por el “fidelismo sin Fidel” estuvo a punto de encarnarse de manera más tangible. Resultado de la fusión de dos iniciativas previas (el boletín informativo evocado en la reunión de Roma y una propuesta nacida de la escisión del equipo editorial de Cuba Nueva), la génesis de la idea merece cierta atención. El primer proyecto, que iba a tomar como modelo el Boletín Informativo sobre España y la sección del New Leader “Letters from Cuba”, consistía en elaborar un simple boletín con datos fiables procedentes del interior y enviarlo a periodistas y editores de todo el mundo, con el objeto de contrarrestar la desinformación sobre la Isla. Muy pronto, la idea convergió con la propuesta del joven Javier Pazos -hijo del economista y miembro del Movimiento 26 de Julio Felipe Pazos, que ya había participado en el suplemento de Cuadernos dedicado a Cuba- a partir de las defecciones de Luis de la Cuesta y Manuel Ray Rivero, fundador este último del primer núcleo de resistencia anticastrista dentro de la Isla, en mayo de 1960: el Movimiento Revolucionario del Pueblo.
La iniciativa pasó a articularse entonces en torno a un equipo de intachables revolucionarios antibatistianos, todos ellos miembros demócratas del Movimiento 26 de Julio que habían acabado separándose de Castro y encarnando aquella revolución sin comunismo con la que Josselson esperaba “capitalizar el entusiasmo de los jóvenes latinoamericanos por el fidelismo pero desviarlo de él al proyecto que el movimiento tuvo originalmente”21. El segundo proyecto había surgido también a raíz de una ruptura, la de Ángel del Cerro, editor de Cuba Nueva, y Andrés Suárez con el Consejo Revolucionario Cubano del exilio, debido a su creciente derechización. Este pequeño grupo de jóvenes demócratas de izquierda deseaba seguir lo emprendido en Cuba Nueva -que Draper había calificado de “primer rayo de luz en el mundo intelectual del exilio cubano” y “pequeño milagro” antes de su conversión en órgano oficial del Consejo- lanzando “una nueva revista cubana con amplio impacto en América Latina, donde el problema cubano es crucial”22. La fusión de ambas tramas en una sola revista común fue encomendada a Gorkin, quien someterá en noviembre del 1962 un detallado memorándum a Hunt precisando detalles como el futuro lugar de edición (México), los nombres del equipo directivo y enero de 1963 como posible fecha para la aparición del primer número23. Pero la revista no llegará a publicarse a pesar de las encarecidas exhortaciones de Draper, que consideraba el proyecto Del Cerro-Suárez como una “oportunidad de oro” y algo por lo que él, siempre tan prudente en sus expectativas de cara al exilio cubano, sentía por primera vez que “valía la pena apostar”. Por razones sobre las que se volverá más adelante, ni siquiera el contexto de la crisis de los misiles de aquel mes de octubre, con el pulso soviético sobre Berlín como telón de fondo, decidirá al Congreso a terminar de lanzarse en esta empresa24.
Paralelamente, el “fidelismo sin Fidel” por el que abogaba París encontrará una expresión ligeramente diferente en la manera en que Luis Mercier Vega acometía a su vez la reorientación del trabajo de los Comités nacionales del CLC, bajo la atenta supervisión de Hunt. A su llegada a Buenos Aires en agosto de 1961, Mercier no había tardado en constatar que “una ola de castrismo inunda[ba] los medios intelectuales”, y el sentimiento de participar en una corriente victoriosa a más o menos largo plazo -“lo que la propaganda comunista llama el sentido de la historia”- pesaba mucho más que los simples argumentos lógicos. Por mucho que los elementos “profidelistas” acabaran reconociendo que no sabían demasiado de la situación cubana o que la descripción que el Congreso hacía de ella correspondía a la realidad, entre el prudente silencio de unos y la decidida movilización del anticomunismo más conservador, el problema central de los cambios necesarios en cada país se escamoteaba gracias a lo que Mercier describía en su informe como “una batalla de sordos: unos cuentan con la ola castrista y el juego soviético para solucionar los problemas que no tienen ni la fuerza ni el valor de abordar; otros denuncian en el castrismo y la influencia rusa una tentativa de carácter exclusivamente anticapitalista”. Y si la evasión en un mundo de propaganda simplista y la transposición de cada problema a la escala internacional no eran más que un reflejo de la impotencia de la mayoría de los intelectuales para comprender y modificar las situaciones de sus países respectivos, el enviado del Congreso no dudará en identificar una estrategia de contención adecuada: “habría que arrancar a los intelectuales del delirio verbal y ponerles en las narices las cuestiones que están al alcance de sus ojos y de sus manos […] Este es, a mi modo de ver, el sentido en que debería plantearse de manera útil el trabajo de nuestros comités, que se convertiría rápidamente en rentable”25. Aun así, la reconducción de las actividades de los comités hacia el ámbito intelectual será una operación delicada que durará más de dos años y requerirá un verdadero ejercicio de diplomacia florentina de cara a la vieja guardia antitotalitaria.
Determinar si el CLC estaba cambiando su orientación política, como llegó a debatirse entonces -Baciu denunció una volta a sinistra, temiendo el fin del Congreso por infiltración y, alertado por sus contactos latinoamericanos, Madariaga llegó a pedir explicaciones a Josselson-, es sin duda, en esencia, una cuestión de perspectiva. Desde el punto de vista de los circuitos centrales del Congreso, que ya en su origen europeo habían apostado por la consolidación del espacio político de la socialdemocracia y se encontraban por fin entonces en perfecta sintonía con la advertencia kennediana sobre aquellos que, obstruyendo la revolución pacífica, convertían la revolución violenta en inevitable, lo cierto es que no había tal cambio. Se hacía alusión, más bien, a una corrección de proceder, pragmática e impostergable. “No se trata en ningún caso de una nueva orientación y la necesidad táctica de poner más énfasis en programas positivos no implica otra cosa que la búsqueda de métodos que nos permitan atraer hacia nosotros a la gente que esperamos influenciar”, responderá Josselson a Madariaga, tranquilizador26. Desde el punto de vista de los comités más conservadores, que eran precisamente los que habían acabado determinando la percepción del CLC en el continente, se trataba sin embargo de un cambio forzado en la naturaleza anticomunista de su acción que provocaría varias crisis y alguna baja estrepitosa27. Lo que sí quedaría pronto claro es que una verdadera estrategia de contención del castrismo exigía una reconducción en dos tiempos. El primero, para devolver a la izquierda no comunista la iniciativa que los elementos más dogmáticos le habían arrebatado, desplazándola de las asociaciones del Congreso y privando a estas de cualquier tipo de influencia fuera de su estrecho círculo anticomunista. “¿Estamos aquí para hablar con los otros o con nosotros mismos?”, se preguntará Bostford a principios de 1962, advirtiendo que “no tiene sentido entablar una discusión intelectual ahí donde todo el mundo está de acuerdo”28. Y el segundo, para iniciar en América Latina, también, la transformación del CLC de instrumento de combate en tribuna de debate.
Planteada con cierto retraso de cara a sus circuitos centrales, la idea de devolver a la cultura la sustantividad que el nombre de la organización siempre dio a entender encontrará en el nuevo director de Cuadernos, el colombiano Germán Arciniegas, un anacrónico valedor. Si los ensayos sobre Bartolomé de las Casas o D’Annunzio en América Latina poco tenían que ver ya con la actualidad literaria o con el debate cultural de la primera mitad de los sesenta en el continente, será la decidida acción de Mercier en el ámbito apenas institucionalizado de las ciencias sociales la primera en marcar el arrumbamiento de los medios y modos de la primera Guerra Fría en el terreno. El dinamismo de los grupos de trabajo, mesas redondas de especialistas y seminarios interdisciplinares por él organizados, primero en Argentina y luego en Uruguay, Chile y Perú, irá atrayendo la colaboración de investigadores y universitarios, y tomando progresivamente el relevo de la antigua fórmula del comité hasta sentar las bases de una influencia de tipo intelectual29. Con los estudios realizados en esta primera etapa (sobre la utilización política de la reforma universitaria, el análisis del fenómeno peronista o las condiciones de la reforma agraria, el contenido y la función social del ejército, la estructura y funcionamiento de los partidos políticos, por citar sólo algunos de los temas abordados en Argentina), una nueva clase intelectual de técnicos y especialistas, que nada tenían ya que ver con los políticos, abogados, escritores y patronos de prensa que habían formado la primera generación del Congreso en América Latina, se sumará al proyecto colaborativo cuidadosamente articulado por Mercier con el objeto de proporcionar una sólida base factual al debate sobre las realidades y perspectivas del cambio social.
La convergencia entre los recursos del CLC y esta sociología moderna basada en el estructural-funcionalismo parsoniano y las técnicas de investigación importadas de las universidades norteamericanas se produjo, en realidad, de manera bastante natural pues ambos se inscribían, junto con la administración Kennedy, en el marco conceptual de la teoría de la modernización en su aproximación a los problemas del continente: las sociedades pasaban por etapas lineales de crecimiento que, una vez superadas, acabarían desembocando en una modernidad parecida a la de Estados Unidos, es decir, en una combinación de democracia política y economía capitalista de mercado. Dado que el desarrollismo promovido por figuras como Prebisch o Furtado venía movilizando desde mediados de la década anterior todas sus herramientas para detectar los elementos tradicionales que impedían a los países subdesarrollados superar dichas etapas, la teoría de la modernización se planteó en los años que siguieron como una visión alternativa al marxismo30. Desde esta perspectiva, los problemas sociales surgían, además, en el terreno abonado por las deficiencias institucionales para responder a las exigencias de la modernización, de modo que la responsabilidad del imperialismo quedaba conceptualmente eclipsada.
Pero por espinosos que fueran los temas abordados, los debates disciplinarios entre científicos sociales se realizaban todavía a principios de la década en un espacio menos politizado que el de la joven izquierda cultural, casi totalmente ganada a la causa cubana. Conscientes de ello, por mucho que Bostford reclamara desde 1962 una apertura a la izquierda como único espacio de interlocución eficaz, tanto Josselson como Hunt marcarán un límite inequívoco: “Por supuesto que queremos tanto diálogo como sea posible en la revista y en el resto de las actividades -apuntaba el primero-, y entablaremos el diálogo con cualquiera que mantenga una posición razonable. Esto no incluye pues a las personas que piensan o repiten eslóganes totalitarios ni de la derecha ni de izquierda. Y es esencial que la posición antitotalitaria del Congreso siga siendo a este respecto clara e inequívoca”31. Dos años después, tras un nuevo embate de Bostford intentando tender puentes hacia la efervescencia cultural de la “nueva Roma antillana”, nada habría cambiado. A los cinco años de la entrada de Castro en La Habana, se preguntaba el enviado del Congreso, ¿la “solución” más eficaz a la cuestión cubana no pasaba acaso por una “normalización” de relaciones artísticas con los principales exponentes del castro-comunismo? La organización no tenía reparo en acercarse a los intelectuales del Este, de modo que ¿por qué negarse a publicar a aquellos que, como Carpentier, parecían pertenecer al “ala ‘liberal’” del régimen y publicaban a no comunistas en sus propias revistas? Más allá de unas duras consideraciones sobre Carpentier y una consistencia reivindicada -“nosotros también tenemos una posición intelectual y cultural que demasiadas consideraciones tácticas acabarían desgastando de manera inevitable”32-, la actitud extremadamente vigilante de París a la hora de establecer contactos y solicitar colaboraciones no se desmentiría: a mediados de la década, el diálogo quedaba pues claramente circunscrito al perímetro de una izquierda libre de cualquier sospecha de filocastrismo. Y desde la perspectiva que los agentes de la dirección compartían con Mercier esto no significaba otra cosa que abrirse y consolidar un público natural del CLC entre aquellos que, a pesar de considerarse favorables a una “tercera vía”, podían acabar cediendo a los cantos de sirena del comunismo por falta de soluciones democráticas a los problemas del continente.
3. Diálogo y ortodoxia revolucionaria: el ILARI (1966-1973)
El año 1966 marca, sin embargo, el principio de una nueva serie de dinámicas tanto en el campo cultural latinoamericano como en la acción y la percepción del CLC en el continente. Por una parte, en el plano interno de la organización, el surgimiento de una nueva estructura destinada a articular el desordenado crecimiento del Congreso en los primeros sesenta por áreas geográficas (Europa del Este, Europa mediterránea, sureste asiático y América Latina) iba a concluir la profunda reestructuración latinoamericana transformando, en enero, el antiguo Departamento Latinoamericano en el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI). Tres meses antes, Cuadernos había alcanzado su número 100 bajo la dirección de Arciniegas y había dado también paso a dos nuevas publicaciones: una revista político-cultural (Mundo Nuevo), dirigida por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, y otra (Aportes) especializada en sociología y dirigida por Mercier en relación con los grupos de trabajo que él mismo había puesto en marcha33. Pero eso no era todo puesto que, ese mismo año, el Congreso había cerrado simbólicamente un ciclo: primero, al expresar su protesta frente a la invasión norteamericana de Santo Domingo en abril de 1965, y, dos meses después, al consagrar un nuevo modus operandi intelectual con el seminario internacional sobre “La formación de las élites en América Latina”, celebrado en junio en Montevideo y coorganizado por Aldo Solari y Seymour Martin Lipset, de la Universidad de Berkeley (Estados Unidos).
Por otra parte, la comunidad intelectual continental, que también se había ido organizando política y gremialmente durante la primera mitad de la década, iniciará asimismo un intenso proceso de mutación en el período 1966-1968. Estructurada en torno a cierta idea de la literatura comprometida y a un decidido apoyo a la causa cubana, dicha comunidad no podrá sustraerse al cambio de clima político-cultural en la Isla. A medida que la organización del Estado revolucionario empiece a exigir una adhesión cada vez más concreta y afirmativa, y sus instituciones culturales vayan cobrando una autoridad incontestable, la concepción del escritor progresista como conciencia crítica de la sociedad hasta entonces vigente se verá radicalmente cuestionada. Para concluir, el escándalo desatado por las revelaciones del New York Times en abril de 1966, sobre la intervención de la inteligencia norteamericana en la financiación del CLC, tendrá también un efecto devastador con respecto a la configuración anterior. La crisis se desarrollará en dos tiempos, con nuevas revelaciones en la primavera de 1967, y no se cerrará hasta más de un año después, tras la dimisión de Josselson y Hunt de los cargos directivos que ocupaban y la subsecuente transformación del CLC en Asociación Internacional por la Libertad de la Cultura, financiada de manera exclusiva por la Fundación Ford34.
De forma paradójica, es pues precisamente cuando mejor armado esté para acometer la tarea de contención ideológica que se había fijado, cuando el Congreso sufrirá la mayor crisis de legitimidad de su historia. Las revelaciones sobre su financiación encubierta desataron una verdadera crisis de conciencia democrática en Estados Unidos y se tradujeron en un sentimiento de instrumentalización y malestar entre los intelectuales europeos, pero es en América Latina donde su efecto resultará más devastador. En su “Epitafio para un imperio cultural”, Mario Vargas Llosa no dudará, por ejemplo, en definir al Congreso como “uno de los organismos más tortuosos de la ‘cultura occidental’ cuyos fines a estas alturas ya nadie puede discutir”. “El escándalo -podrá leerse además en El Siglo- ha privado para siempre de autoridad a esta institución” dejando al descubierto a los colaboradores del CLC como “vulgares funcionarios de una central de inteligencia” y a Emir Rodríguez Monegal, que para entonces ya había cruzado armas con Ángel Rama en su famosa polémica sobre Mundo Nuevo, como “obediente ejecutor de los planes de penetración cultural de la CIA”35.
Con todo, el fragor de la polémica que envolvió el período 1966-1967 no debería ocultar el desbordamiento de la dinámica de contención planteada por el Congreso bajo la narrativa de una insidiosa y omnipresente campaña de cooptación intelectual que deslegitimaba y exageraba su importancia al mismo tiempo. El nuevo arbitraje de la dirección de París, que autorizaba a la organización a romper el “cordón sanitario” en torno a Cuba y que cruzaba así el Rubicón que apenas dos años antes parecía infranqueable, resulta elocuente a este respecto. Conviene aclarar, antes que nada, que la idea de que Mundo Nuevo fue la revista del “fidelismo sin Fidel” deseada por Josselson -idea repetida por la literatura crítica sobre el CLC desde que Peter Coleman la apuntara por primera vez en su libro de 1989- carece de sentido y crea confusión dando a entender una falsa continuidad con la etapa precedente36. En realidad, únicamente el proyecto articulado en torno a De la Cuesta-Del Cerro-Suárez y destinado a capitalizar desde el exilio el espíritu original del Movimiento 26 de Julio habría podido identificarse con dicha consigna. Pero el Congreso no sólo decidió no financiarlo ya en diciembre de 1962, en consonancia con la reformulación de sus estatutos en términos de actividades exclusivamente culturales, sino que, con la progresiva institucionalización del régimen, entendió pronto que cualquier estrategia de contención del castrismo en clave personal o simplemente democrática se había quedado corta.
Por mucho que la fórmula del “fidelismo sin Fidel” remita pues vagamente al mismo principio disgregador introducido por la revista de Rodríguez Monegal en la “familia” literaria latinoamericana, la verdadera línea de fractura en 1966 no pasará ya por el proyecto alternativo de una revolución democrática, sino por la definición del papel del intelectual en el contexto revolucionario. Y es ahí donde la ruptura del estricto perímetro antitotalitario que había encorsetado hasta entonces la acción del CLC, separándolo de la izquierda cultural más creativa, tenía sentido: desde el punto de vista de la organización, como una operación de “entrismo” cultural (en el sentido que las izquierdas atribuyen a esta palabra) de la mano de un elemento tercerista “seguro” y muy bien conectado con la “familia”37; y desde el punto de vista de Rodríguez Monegal, como un firme compromiso con el debate cultural y la renovación literaria latinoamericana en un contexto en que la palabra “diálogo” estaba siendo totalmente resemantizada. En su primer editorial, Mundo Nuevo se presentará en efecto como un “lugar de encuentro de quienes componen hoy el concierto de una cultura viva y proyectada hacia el futuro, una cultura sin fronteras, libre de dogmas y fanáticas servidumbres”, demostrando a contrario dónde se situaba el nuevo dogmatismo: “Si (los cubanos( no quieren colaborar, entonces quedará bien claro que son ellos los maccartistas y no nosotros”, concluía Rodríguez Monegal en carta a Benito Milla38.
Las consecuencias de esta redefinición de la relación entre la Revolución Cubana y “sus” intelectuales (“la obligación de todo intelectual de hacer la revolución” y “el hecho cultural por excelencia para un país subdesarrollado es la revolución”, concluía la resolución del Congreso Cultural de La Habana de 196739) no tardarían en tensar el campo cultural progresista. La Conferencia de la Comunidad Latinoamericana de Escritores, celebrada en México en 1967, donde la pugna entre la extrema izquierda y la izquierda moderada se dirimió a golpe de declaraciones y contrarréplicas, es buena prueba de ello: la declaración de los procubanos leída en la ceremonia inaugural por Benedetti y su rechazo a cualquier tipo de diálogo (palabreja que sobreentendía, según Rama, una tarea en común con los “cipayos latinoamericanos”) se saldó con un pleno panfletario y una nueva declaración de los que reclamaban esta vez que se diera prioridad a los problemas relacionados con las letras y la cultura40. Pero su resultado más significativo fue, sin lugar a dudas, la emergencia de un discurso antiintelectualista producto de esta autoobservación culpable que, desde las instituciones culturales de la Isla, no tardará en estigmatizar todo aquello que no fuera una cultura militante, codificando la nueva ortodoxia revolucionaria en toda una serie de rechazos (al cosmopolitismo, a la erudición, a la cultura extranjera, las formas culturales elitistas) sistemáticamente asociados a posiciones de clase.
En este sentido, las diatribas contra el “tono melifluo y coexistencial” del ILARI y la revista Mundo Nuevo son de sobra conocidas y evidencian, sobre todo, las exigencias de la nueva ortodoxia revolucionaria emergente41. Basta con hojear su sumario bajo la dirección de Rodríguez Monegal (25 números, de julio de 1966 a julio de 1968), para constatar que, contrariamente a las acusaciones de sus detractores, esta no abogó ni por la despolitización del intelectual ni por la neutralidad de la cultura. Defendió, eso sí, su autonomía contra cualquier tentativa de instrumentalización y, frente a la “desprestigiada idea de la independencia intelectual”, se mantuvo fiel a un ethos intelectual crítico y universalista por encima de cualquier compromiso político. A contracorriente del nuevo paradigma de legitimación intelectual difundido desde Casa de las Américas y rompiendo por primera vez los tabúes de la izquierda progresista, Mundo Nuevo no sólo se atrevió a marcar sus distancias con Cuba sin por ello regatear objeciones a la política de Estados Unidos, sino que también abrió sus páginas a temas y actitudes proscritos por los cubanos e incluso a escritores como Cabrera Infante, Severo Sarduy o Lezama Lima, que habían dejado de tener cabida en esta.
Por otra parte, en el ámbito de las ciencias sociales, donde la continuidad con la etapa anterior resultaba evidente, los resultados que cabía esperar de un plan de contingencia tan bien dotado -369.318 dólares anuales en 1965- tampoco llegaron42. El ambiente generalizado de antiintelectualismo adoptó allí la forma de un virulento anticientifismo que, según la elocuente explicación de un especialista, “recuerda menos a los cambios (aún a los radicales) dentro de un ámbito académico, que a las rupturas de las vanguardias estéticas”43. La sociología institucionalizada en Argentina de la mano de Gino Germani, uno de los principales colaboradores de Mercier en la etapa preparatoria del ILARI, vio violentamente cuestionada su posición dominante junto con su pretensión de una objetividad científica libre de valores. En un contexto de revalorización intelectual del marxismo, la contestación académica tomó la forma de una rebelión anti-Parsons contra “el empirismo abstracto” y el marco conceptual de la teoría de la modernización se sustituyó como paradigma universitario dominante por el de la teoría de la dependencia. En consonancia con este, y frente a la alternativa de un verdadero cambio disruptivo desde abajo, también se fue imponiendo la convicción militante de que toda descripción políticamente neutra de la realidad social respondía en verdad a una voluntad de mantener el statu quo existente. Por mucho pues que el ILARI proporcionara a la sociología neutral-valorativa recursos materiales y humanos necesarios para su trabajo (financiación de encuentros internacionales, de viajes de formación o investigación, centros de documentación, organización de seminarios regionales, encuentros internacionales y relaciones con centros extranjeros, entre otros) e hiciera circular los mejores resultados de esta investigación en los circuitos internacionales especializados, como base objetiva de un contradiscurso ideológico sobre las realidades latinoamericanas, no es exagerado afirmar que el proyecto de una transformación gradual y organizada, sin participación de las masas populares, que promovía el Congreso quedó totalmente desprestigiado en la segunda mitad de los sesenta y principios de los setenta. La politización de la universidad sería de hecho tal para entonces en países como Brasil o Argentina que el paso de posiciones de rebeldía cultural politizada al violento campo de la política real de la época se realizará casi naturalmente.
Conclusiones
La cuestión de por qué en América Latina no se produjo una revaluación del ethos intelectual del Congreso (análoga a la producida en el campo político cultural europeo a partir de 1956 por el efecto combinado de las revelaciones del XX Congreso del PCUS y la invasión de Hungría) después de que el alineamiento de 1968 diera bruscamente por concluido el “cambio de piel” y el caso Padilla resumiera el modo de adhesión revolucionario en un taxativo “con Cuba o contra Cuba”, abre la puerta a ciertas consideraciones que nos servirán de conclusión. Es verdad que se planteó una cuestión de arbitrajes y circunstancias económicas. En la nueva configuración de la Asociación Internacional por la Libertad de la Cultura, exclusivamente dependiente del mecenazgo de la Fundación Ford, esta preconizó que Mundo Nuevo trasladara su sede a América Latina para abaratar costes y temperar su elitismo cosmopolita con un mayor arraigo continental y una base de lectores más amplia. Resulta imposible determinar si, de haber seguido en sus puestos, Josselson y Hunt habrían suscrito semejante decisión sabiendo que ello provocaría la dimisión irrevocable de Rodríguez Monegal. El resultado de la relocalización de la revista en Argentina, bajo la dirección de Horacio Daniel Rodríguez, marcaría en todo caso el principio del fin de la excepcionalidad de la empresa y de su capacidad disruptora en el campo intelectual y artístico del final de la década44. Por otra parte, la merma de recursos de los “huérfanos de la CIA” y el recorte drástico de las actividades y los programas del ILARI hasta su desaparición en 1973 explican también la situación en parte: sus últimos años fueron de actividad residual, comparados con la actividad desplegada a mediados de la década, y el Congreso/Asociación no tuvo tiempo de posicionarse frente a las dictaduras de los años setenta como lo había hecho anteriormente con respecto a las de los cincuenta.
Pero, sin lugar a dudas, la causa más importante de este durable descrédito está relacionada con las circunstancias específicas de la Guerra Fría en América Latina y el poder aplastante de Estados Unidos en la región. Mientras que en Europa la Guerra Fría vio la expansión de gobiernos democráticos, en América Latina nunca ocurrió lo mismo. Una parte de la izquierda decidió abandonar la democracia a favor de una versión radical y violenta del cambio social, mientras que la extrema derecha obstruía todo intento reformista y aplastaba en última instancia el proyecto de la izquierda moderada con apoyo de Estados Unidos. Si las instancias centrales del CLC produjeron a principios de los sesenta la tesis del final de las ideologías como resultado de una especie de New Deal global que generalizaría el bienestar social y las libertades democráticas neutralizando así la confrontación política, la ambigüedad de los liberales norteamericanos convertirá este proyecto en algo tan inoperante y utópico como el proyecto de la liberación revolucionaria.
No será hasta una vez concluido el ciclo de las dictaduras criminales, tras la experiencia de la represión extrema y el atropello de los derechos humanos, cuando una parte de la izquierda reexamine como positivos los valores y garantías de las democracias liberales. En cualquier caso, si algo queda claro a través de la experiencia continental del Congreso en este período es que, si bien la organización fue financiada por el Gobierno estadounidense y se vio fatalmente enredada en sus intereses imperiales, se trató de un instrumento poroso y a veces poco dócil. En él operaron lógicas múltiples, contradictorias y hasta involuntarias, empezando por las diferentes agendas de sus colaboradores, que Josselson y Hunt no siempre pudieron controlar, y el discurso no unívoco de sus patrocinadores.