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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.67 Bogotá ene./mar. 2018

https://doi.org/10.7440/histcrit67.2018.06 

Tema abierto

¿“Fidelismo sin Fidel”? El Congreso por la Libertad de la Cultura y la Revolución Cubana*

Fidelismo without Fidel”? The Congress for Cultural Freedom and the Cuban Revolution

Fidelismo sem Fidel”? O Congresso pela Liberdade da Cultura e da Revolução Cubana

Marta Ruiz Galbete** 

**Profesora titular del Departamento de Lenguas Extranjeras de la Université Grenoble Alpes (Francia). Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid (España) y Doctora en Literatura y Civilización Hispánica por la Université Aix-Marseille I (Francia). Hace parte del Institut des Langues et des Cultures d’Europe et d’Amérique, Afrique, Asie et Australie. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran el libro Jorge Semprún. La mémoire de toutes pièces (París: Éditions Orizons, 2016) y el artículo “Los trabajos intelectuales del anticomunismo: el Congreso por la Libertad de la Cultura en América Latina”. Nuevos Mundos. Mundos Nuevos (2013). marta.ruiz-galbete@univ-grenoble-alpes.fr Université Grenoble Alpes, Francia


Resumen

Inicialmente saludada como una restauración democrática, el giro tomado por la Revolución Cubana de 1959 transformará la dinámica de la Guerra Fría en América Latina, forzando el reposicionamiento de una de las principales organizaciones culturales proamericanas en la región: el Congreso por la Libertad de la Cultura (Berlín, 1950). El presente artículo expone los análisis que esta organización produjo sobre la naturaleza del régimen, sus debates internos en la elaboración de una estrategia de contención ideológica del castrismo y los límites de su acción, resituándolos en el conflicto propio de las izquierdas y demostrando el tipo de control ejercido por la Central Intelligence Agency (CIA), su principal patrocinador.

Palabras clave Revolución Cubana; Congreso por la Libertad de la Cultura; Guerra Fría cultural; Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura

Abstract

Initially hailed as a restoration of democracy, the turn to taken by the Cuban Revolution of 1959 would transform the dynamics of the Cold War in Latin America, forcing one of the main pro-American cultural organizations in the region to reposition itself: the Congress for Cultural Freedom (Berlin, 1950). This article explains the analyses which that organization made of the nature of the Cuban regime, its internal debates about forming an ideological strategy to oppose the Fidel Castro movement and the limitations on its actions, situating it in a conflict characteristic of the left and showing the way it was controlled by the Central Intelligence Agency (CIA), its main sponsor.

Keywords:  Cuban Revolution; Congress for Cultural Freedom; cultural Cold War; Notebooks of the Congress for Cultural Freedom

Resumo

inicialmente tratada como uma restauração democrática, a reviravolta da Revolução Cubana de 1959 transformará a dinâmica da Guerra Fria na América Latina, forçando o reposicionamento de uma das principais organizações culturais pró-americana na região: o Congresso pela Liberdade da Cultura (Berlim, 1950). O presente artigo expõe as análises que essa organização produziu sobre a natureza do regime, os seus debates internos na elaboração de uma estratégia de contenção ideológica do castrismo e dos limites da sua ação, reposicionando-os no conflito próprio das esquerdas e demonstrando o tipo de controle exercido pela Central Intelligence Agency (CIA), o seu principal patrocinador.

Palavras-chave:  Cadernos do Congresso pela Liberdade da Cultura; Congresso pela Liberdade da Cultura; Guerra Fria cultural; Revolução Cubana

Introducción

A partir de 1959, Cuba dejó de ser una simple isla para convertirse en una aspiración y un proyecto continental. Los “largos sesenta” que siguieron -desde la entrada de Fidel Castro en La Habana hasta el derrocamiento de Salvador Allende y el principio de un nuevo ciclo de violencia continental- se han descrito de hecho como años de “calentura histórica”1: un período caracterizado por la primacía pasional de lo político y la sensación de que una transformación social radical estaba a punto de acaecer. No en vano, el ejemplo cubano creó una nueva generación de revolucionarios que iba a eclipsar definitivamente al referente soviético, cambiando los parámetros del comunismo latinoamericano y hasta la dinámica de la Guerra Fría en la región. De leerse como un conflicto Este-Oeste, esta pasó a centrarse en el rechazo o aceptación del régimen castrista y de su influencia política, militar y cultural frente a la aplastante hegemonía de Estados Unidos.

A menudo ilustrada por la rivalidad que enfrentó a la cubana Casa de las Américas con la revista Mundo Nuevo, la progresiva polarización del campo intelectual latinoamericano no fue una excepción a este respecto. Tanto la publicación dirigida por Roberto Fernández Retamar como el Congreso por la Libertad de la Cultura, cuya financiación oculta con fondos de la Central Intelligence Agency (CIA) se destapó apenas apareció la revista de Emir Rodríguez Monegal, demuestran la importancia del papel que la diplomacia cultural o propaganda de ideas desempeñó en el conflicto. Con todo, ni el anticomunismo latinoamericano fue producto exclusivo de Estados Unidos ni la llamada Guerra Fría cultural ha de tratarse únicamente bajo el prisma de las querellas de la “familia” literaria latinoamericana aglutinada en torno a Cuba. Como señala Patrick Iber, el enfrentamiento reactivado por la revolución castrista hunde sus raíces en la “guerra civil internacional” que, a lo largo de los treinta y principios de los cuarenta, desgarró a las izquierdas revolucionarias no autoritarias, heterodoxas y comunista-estalinistas, en su intento por definir las ideas y prácticas que guiarían el cambio social2. La identificación del anticomunismo con las libertades individuales de pensamiento y creación, encarnadas en el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC) -que acabaría convirtiéndose en una de las coordenadas axiológicas del conflicto-, se remonta, de hecho, a las disputas intelectuales de aquella época3.

A caballo entre la propaganda cultural, la acción encubierta y el activismo de diferentes sectores de la izquierda no comunista, el CLC trató de responder a la ruptura introducida por el castrismo, del mismo modo que había replicado antes a la acción del Movimiento Mundial por la Paz. De los tres grupos que integraron inicialmente sus filas -los agentes de la CIA Michael Josselson y John Hunt, en los niveles administrativos más elevados; los activistas anticomunistas procedentes de la extrema izquierda internacional que, como Julián Gorkin, Carlos Baraibar, Stefan Baciu o Rodrigo García Treviño, coparon el nivel organizativo y la dirección de las sedes latinoamericanas; y los intelectuales y políticos latinoamericanos que participaron en sus programas tratando de hacer coincidir a lo largo de los cincuenta su propia agenda antidictatorial con la agenda anticomunista de la organización-, será el nivel superior el que pilote desde París la adaptación al nuevo escenario continental surgido de la Revolución. Pero movilizar al centro-izquierda anticastrista en el desbordante campo político-cultural latinoamericano de los sesenta revelará ser una experiencia fundamentalmente distinta a la de la década anterior de cara al centro-izquierda antisoviético.

¿Cómo posicionarse, en efecto, frente al discurso revolucionario cubano y su ascendente continental fuera del esquema anticomunista heredado de la década de enfrentamiento entre los dos bloques? Del debate sobre la revolución traicionada a la a menudo mal entendida consigna del “fidelismo sin Fidel” y la defensa de un paradigma de legitimidad artística e intelectual no basado en lo político, el objeto de este artículo es entender cómo se articularon las prioridades y los intereses de los diferentes actores del CLC que trataron de contener el impacto ideológico del castrismo y la atracción de un modelo de cambio social radical desde abajo. Para ello se convoca un triple marco de análisis: el de las discusiones y los arbitrajes internos a la organización, el de la interlocución y el posicionamiento de cara al resto de la izquierda latinoamericana, y el de la relación con los intereses norteamericanos que lo financiaban. Estos elementos no sólo llevarán a resituar al Congreso dentro del conflicto de las izquierdas en que toman asiento algunas de las dinámicas globales de la Guerra Fría, sino que también permitirán entender mejor la compleja factura de una parte de la llamada “propaganda cultural” proamericana en el tumultuoso debate de convicciones y adhesiones que dividió a los intelectuales latinoamericanos de los años sesenta4.

1. Cuba: la revolución traicionada (1959-1961)

La entrada triunfal de Fidel Castro en La Habana el 8 de enero de 1959 fue celebrada en el entorno del Congreso siguiendo un esquema interpretativo entonces generalizado. Tras Perón, Odría, Rojas Pinilla y Pérez Jiménez, un imparable efecto dominó democrático parecía alcanzar por fin el Caribe, apuntando a la satrapía de Trujillo como última ficha todavía en pie. Ese era el mensaje del director de Cuadernos, Julián Gorkin, en su editorial del número 35 (“Un nuevo jalón para la democracia”), así como el sentido de los telegramas enviados por el Secretariado Internacional de París y los diferentes Comités nacionales del Congreso al gobierno revolucionario congratulándose por “el triunfo de las libertades culturales y derechos humanos que hemos defendido y defendemos para Cuba, Latinoamérica y el mundo entero”5. Y es que tanto los compromisos adquiridos por Fidel Castro en Sierra Maestra como la imagen política proyectada por el Movimiento 26 de Julio estaban lejos de provocar la inquietud que la Guatemala de Árbenz provocó en su día. El entorno del Congreso no sólo había participado en la revolución antibatistiana, sino que la presencia de miembros de su entorno -como el doctor Manuel Urrutia o Roberto Agramonte- en el Gobierno inspiraba además una fundada confianza en los medios democráticos.

El proceso de desengaño que llevó al Congreso de celebrar a Castro como heredero de los grandes próceres de la Independencia -“a la vez el hijo espiritual y la culminación de José Martí”- a romper con la Revolución tiene su primer jalón en la primavera de 1960, momento en que la Asociación Cubana por la Libertad de la Cultura quedará definitivamente desgarrada en dos bandos: los que, con su presidente Mañach a la cabeza, partirán al exilio y los que darán al régimen su respaldo definitivo6. Pero la ruptura no se expresará públicamente hasta la Declaración de la Asamblea General de junio de 1960, que coincidió con la celebración del décimo aniversario del Congreso en Berlín y con la aceleración del exilio del centro e izquierda democráticos de la revolución antibatistiana, que cobrará para fines de año las proporciones de una huida masiva. A partir de ese momento, tanto el discurso de Cuadernos sobre lo que estaba pasando en Cuba como las iniciativas promovidas por Josselson/Hunt desde los secretariados ejecutivo y administrativo se organizarán también de acuerdo con la narrativa y el modo operativo que venían siendo habituales hasta entonces en la organización.

Desde la propuesta de una “advertencia solemne” de los republicanos españoles sobre el peligro comunista hasta el proyecto de un Libro Blanco sobre Cuba -según el modelo de los ya publicados sobre Hungría y el Tíbet-, estas primeras reacciones seguirán el mismo esquema informativo-denunciatorio que había prevalecido en la década anterior, incluidos el esfuerzo realizado de cara a los comités nacionales y la transformación de la revista del Congreso Cuadernos en mensual a partir de su número 48, de mayo de 1961. En un momento de ambigüedades calculadas y decantaciones inciertas -en que las consideraciones de un Sartre o un Matthews sobre la naturaleza de la revolución castrista parecían tener más peso que la lógica misma de los acontecimientos-, la elaboración de una primera publicación-balance de sus dos primeros años fue, pues, una empresa importante pero no original. Respondiendo a la pregunta que encuadraba a finales de 1960 todos los debates sobre la Revolución Cubana y el castrismo, es decir, si la Revolución había sido traicionada por Castro o no, el suplemento del número 47 de Cuadernos de marzo-abril de 1961 se daba como objetivo documentar el alcance de la traición7. Íntegramente realizado por colaboradores cubanos ya en el exilio, se trataba todavía de un relato objetivo pero apasionado del amordazamiento de la prensa, de la universidad y los sindicatos, con documentados estudios sobre la banca, la reforma agraria, la situación de los campesinos y la evolución de las relaciones exteriores, que no olvidaba un pormenorizado recuento de las violaciones de la Constitución del cuarenta y los repetidos encontronazos del régimen con la comunidad católica.

Siguiendo pues este esquema interpretativo que situaba la narrativa anticastrista del Congreso dentro de la izquierda no comunista latinoamericana, dos elementos singularizan su discurso de manera más precisa durante esta primera etapa. El primero es la conciencia del valor que adquiría lo ocurrido en Cuba, como advertencia sobre el peligro comunista en el continente: la experiencia frentista de los años treinta y la caída de la Europa del Este bajo influencia soviética, que tan profundamente habían marcado los orígenes del Congreso en todas sus latitudes, daban a sus miembros una clara perspectiva sobre los métodos comunistas de asalto al poder y la utilización de los que Lenin llamó “tontos útiles”. Dicho bagaje, en términos de reflexión política e histórica, distinguirá de hecho del resto, con toda claridad, las representaciones políticas de la Isla vehiculadas por Cuadernos. El segundo elemento serán las contradicciones, a veces muy marcadas, del discurso coral de la revista. Los reflejos típicos y tópicos de la primera Guerra Fría, profundamente marcada por el enfrentamiento bipolar y el expansionismo soviético, llaman la atención en muchas de las colaboraciones de aquel entonces sobre Cuba. Sin embargo, estos modos maniqueos, definitivamente arrumbados en los circuitos centrales de la organización desde la Conferencia de Milán de 1955, causaban un marcado rechazo en parte del entorno latinoamericano del Congreso: una figura tan prominente como el peruano Luis Alberto Sánchez no dudará en llamar la atención del Secretariado Internacional de París sobre ciertos artículos que “se puede[n] confundir con una expresión de reaccionarismo casi fascista que nos hace mucho daño”8.

La primera inflexión en lo que habían acabado siendo los modos discursivos y analíticos del Cuadernos de principios de los sesenta se producirá, precisamente, como efecto de una doble intervención de Josselson en la selección de contenidos de la revista. Su primer signo fue el rechazo argumentado de un artículo de la excolaboradora de Castro Teresa Casuso, por considerar que su “grito del corazón […], comprensible, legítimo y, por lo que a mí respecta, conmovedor” carecería de la fuerza de persuasión necesaria de cara a los jóvenes, que no habían pasado por una experiencia análoga. Dicho artículo presentaba además a los simpatizantes castristas “no como personas con las que hay que hablar, con las que se puede razonar, comprendiendo por qué lo son, dada la historia de América Latina, sino como elementos peligrosos que habría que neutralizar para que no hagan daño”. Josselson consideraba, en efecto, que sin ser verdaderamente castrista, una gran parte de la juventud universitaria a la que se dirigía el Congreso no sólo no sentía antipatía por el régimen cubano, sino que también creía deberle la mayor consideración con que Estados Unidos había pasado a tratar a América Latina. Por ello, basándose en la experiencia de la organización con los países del Este, el secretario ejecutivo contraponía a la emotiva visceralidad de Casuso un “tono fraterno”, que les permitiera hacerse escuchar por este público simpatizante, y subrayaba “el efecto que pueden producir análisis muy minuciosos como el de Theodore Draper”, a punto de ser traducido al español9.

Draper inaugura, en efecto, otro estilo de periodismo sobre la Revolución, gracias al cual Cuadernos pasará a hablar sobre Cuba “del mismo modo que Encounter y Preuves lo hacían en Asia y África”, es decir, “muy claro y de manera inteligente”10. En sus textos, la denuncia será reemplazada por un análisis implacablemente crítico, y de ello resultará una nueva narrativa sobre la comunistización del régimen, capaz, no ya de oponerse, sino de desmantelar aquella “mitología” inicial que tanto había contribuido a recabar un apoyo internacional para el castrismo. Fidel Castro -explicaba el periodista norteamericano- había representado inicialmente una causa democrática que había exigido una guerra civil contra la dictadura de Batista, pero luego había pasado a representar “una alianza totalitaria con los comunistas, lo que exigía una nueva guerra civil contra los elementos democráticos de su propio movimiento”; “Castro esperó a que se presentara la mejor ocasión para comprometerse él mismo [con el comunismo], lo que es muy diferente de la idea ingenua según la cual fue la ocasión la que le obligó a comprometerse”; es más, “las manifestaciones castristas [eran] tan ‘democráticas’ como las concentraciones hitlerianas en Nuremberg o los discursos a las multitudes pronunciados por Mussolini desde el balcón de la plaza de Venecia”11. Y es que Draper no sólo hacía entrar por primera vez las posiciones procastristas en las páginas de Cuadernos como objeto de debate, esclarecimiento o inteligente refutación, sino que además argumentaba desde un ethos marxista que multiplicaba el efecto corrosivo de sus análisis de izquierdas12.

Rápidamente, el estilo Draper se impondrá por decisión ejecutiva y hasta servirá para capear un momento tan delicado como el fallido desembarco en Bahía de Cochinos, sin regatear críticas a Estados Unidos. Para el analista, “la invasión era indefendible tanto desde el punto de vista de la concepción como del de la ejecución”, y la responsabilidad recaía a partes iguales en el Departamento de Estado norteamericano y en las divisiones del anticastrismo13. Pero dichas consideraciones no deberían llamarnos a engaño sobre el significado que buena parte del entorno latinoamericano del Congreso atribuyó a la crisis. Lejos de reprobar la intentona, los comités nacionales defendieron a los demócratas cubanos embarcados en el desastre (y en ocasiones, sin matices, el conjunto de la operación), y el tándem Hunt-Josselson consideró incluso hacer una declaración oficial similar a la publicada por el Comité Ejecutivo tras la crisis de Suez en 1957, señalando “que no condenamos la intervención gubernamental norteamericana ni ningún otro tipo de intervención gubernamental en los asuntos de otros países, que lamentamos profundamente el hecho de que Fidel haya traicionado claramente su revolución, que muchos de los que en ella participaron se han visto obligados a volverse contra él y que la causa de la libertad no ha de ser mancillada por la presencia de aquéllos que, tan sólo hace dos años, obraban por la perpetuación de una dictadura sangrienta”14. Viniendo de un personaje de la inteligencia táctica de Hunt, esta mezcla de reivindicación del intervencionismo norteamericano y enérgica censura del exilio cubano probatistiano dice más de la complejidad del paisaje mental de la Guerra Fría que muchas otras consideraciones al uso.

Cochinos marcará, en cualquier caso, un antes y un después en la Revolución Cubana, por no hablar de las aproximaciones discursivas del Congreso o del desfase de actitudes entre los circuitos centrales de la organización y una parte importante de sus colaboradores latinoamericanos del momento, que estos dos primeros años de régimen castrista habían ido evidenciando. Por una parte, la víspera de la intentona, Castro había proclamado el carácter socialista de su régimen, resolviendo o, por lo menos, disolviendo el debate sobre la revolución traicionada, precisamente en el momento en que se iniciaba la difusión del suplemento de Cuadernos dedicado a Cuba. Por otra parte, frente a la denuncia de la revolución traicionada, una nueva narrativa, la de la revolución asediada, irrumpirá con su extraordinaria capacidad de enganche. La bandera antiimperialista en que el régimen castrista iba a quedar definitivamente envuelto a partir de entonces no sólo convertirá el rearme democrático reclamado por los liberales del Congreso en una respuesta repentinamente obsoleta a pesar de su pertinencia, sino que también marcará un cambio de escenario continental frente al que las fuerzas vivas del Congreso carecían de una respuesta adecuada. “La consecuencia más desgraciada del fracaso [de la invasión] quizá sea que el sentimiento de culpabilidad nacido de él ha buscado salida en una tolerancia para con un totalitarismo agresivo e incluso en una sutil asimilación con él”, dejaría escrito Draper15. Pero si algo había demostrado Cochinos es que la causa de la liberación nacional había suplantado definitivamente a la causa de la paz hasta entonces promovida por el comunismo y que Castro estaba para quedarse. A mediados de 1961 resultaba ya impostergable la iniciativa de una verdadera reflexión sobre el proyecto de cambio social promovido por el Congreso en América Latina, frente a la vía revolucionaria emprendida por Cuba.

2. 1961-1965: hacia una estrategia de “contención”

Si pudiera señalarse un punto de partida en el haz de decisiones que acabarán transformando la acción del Congreso en América Latina, este sería sin lugar a dudas el verano de 1961. Fue entonces cuando, a finales de junio y todavía bajo los efectos de Bahía de Cochinos, la sección latinoamericana del Secretariado Internacional se reunió al más alto nivel en Roma para tratar acerca de las últimas evoluciones continentales. Y es que el desafío planteado por los nuevos tiempos era un tema de discusión recurrente desde la Asamblea General que el CLC había celebrado un año antes en Berlín coincidiendo con el décimo aniversario de su fundación. Mientras que el apoyo de la URSS a los movimientos revolucionarios y a los países surgidos de la descolonización había permitido al comunismo afrontar con éxito el giro hacia la cultura progresista de los sesenta, el Congreso no sólo tenía que reaccionar ante la desafección de la joven generación al liberalismo, sino que también debía repensar su discurso en un contexto global donde una nueva narrativa complementaria a la bipolaridad empezaba a cobrar fuerza en muchas partes del planeta. El mundo era cada vez más complejo y América Latina había iniciado la década con un sentimiento de urgencia: “Los tiempos actuales -podía leerse en el número 53 de Cuadernos- exigen una democracia política fuerte e indisolublemente ligada a una democracia económica. Y lo exigen sin demora, a toda prisa. De lo contrario las masas se dejarán arrastrar por la demagogia comunista o castrista, que con el señuelo de una supuesta democracia económica liquidarán para siempre el menor asomo de democracia política”16.

Las perspectivas abiertas aquel mismo verano en la Conferencia de Punta del Este (Uruguay) por el anuncio oficial de la Alianza para el Progreso marcaban, es verdad, el principio de una cambio en las relaciones interamericanas que favorecería, a la larga, las posiciones del Congreso, pero la sensación imperante en los circuitos centrales y el nivel intermedio de la organización era que ni su revista ni la acción de sus comités estaban armadas para afrontar las nuevas realidades. Los escritos de Madariaga, Romero o Reyes, entre otros, es decir, de “los grandes humanistas hispánicos”, ya no interesaban a los más jóvenes. Así, a los observadores exteriores, Cuadernos les parecía “el boletín de un club escrito por los mismos miembros del club” y hasta París reconocía sin ambages que “no tenemos lo bastante en cuenta algunas realidades latinoamericanas ni en nuestras publicaciones ni en las actividades de nuestros comités de allá”17. A la luz de este primer balance, las iniciativas barajadas en la reunión de Roma (desde la organización de un premio literario bajo los auspicios de Cuadernos hasta la tan postergada puesta en marcha de un programa continental de seminarios y conferencias, sin olvidar la que se consideró como la “mejor idea” de Silone: la publicación de un boletín informativo quincenal sobre Cuba basado en las fuentes del interior) serán todavía simples tanteos, cuya importancia estriba sobre todo en haber marcado el principio de la implicación directa de Josselson y Hunt en la reconducción de los asuntos latinoamericanos. La decisión de despachar a dos emisarios que servirían a la dirección de París de ojos, oídos y mano ejecutora sobre el terreno -Luis Mercier Vega, del Secretariado Internacional, y Keith Bostford, editor y novelista conocido de Hunt- se tomará en aquella reunión y, aunque todavía tarde algún tiempo en desplegar todos sus efectos, será inmediatamente seguida de la primera consigna editorial de Josselson.

En carta del 13 de julio de 1961, el director ejecutivo de las publicaciones del CLC instará a la redacción de Cuadernos de forma tan espontánea como firme a publicar inmediatamente “uno o dos artículos de lo que podríamos llamar brutalmente el ‘fidelismo sin Fidel’”. La fórmula, de manera profusa retomada después por la literatura crítica sobre el Congreso, será rápidamente cuestionada por el mismo Josselson, puesto que contradecía otro análisis también difundido entonces en círculos afines a la organización, pero su sentido siempre estuvo claro: tras la demostración irrefutable llevada a cabo por Draper, ya no bastaba con atacar el comunismo de Castro; al contrario, Cuadernos y el Congreso debían abrirse a otros puntos de vista que reconocieran como positivos los logros sociales de la Revolución y reivindicaran por cuenta propia “algunos de los aspectos del ‘fidelismo’ que tanto atraen y que lo hacen además por razones muy válidas para el conjunto de América Latina”18. La consigna de Josselson no tenía pues otro objetivo que el de radicalizar el discurso de la revista sobre temas como la reforma agraria o la estructura social, a fin de recuperar el terreno cedido por la organización a sus conservadoras alianzas, “al tiempo que combat[ía] el castrismo y comunismo”. El número 53 de Cuadernos (octubre de 1961) ilustrará con el título genérico de “América frente a su destino” dicha reorientación hacia el centro-izquierda del espectro político, muy pronto traducida también por la clarificación de ciertas alianzas que distorsionaban gravemente, según París, la imagen del Congreso. “Tenemos que atrevernos a tomar posiciones que puedan disgustar a algunos comités”, insistirá Josselson en noviembre de 1961, señalando la necesidad de distanciarse del conservadurismo y anticomunismo dogmático de algunos representantes oficiales del Congreso en el continente que, “fuera de declaraciones sobre temas como Hungría, Cuba y Tíbet no saben hacer gran cosa y sobre todo no tienen contacto con el verdadero mundo intelectual”19.

Con todo, el ejemplo más claro de la reorientación estratégica preconizada por Josselson tendrá que ver directamente con Cuba. Así, pese a la reticencia de Gorkin a romper el amplio frente anticastrista fraguado tras la intentona de Cochinos, el primero no dudó en “presionar” a la dirección de Cuadernos, para que el órgano oficial del Congreso se desmarcara de la franja más reaccionaria del exilio cubano20. Fue de hecho en torno al proyecto de una revista específicamente cubana, barajado bajo distintas formas a lo largo de 1961-1962, como el reposicionamiento marcado por el “fidelismo sin Fidel” estuvo a punto de encarnarse de manera más tangible. Resultado de la fusión de dos iniciativas previas (el boletín informativo evocado en la reunión de Roma y una propuesta nacida de la escisión del equipo editorial de Cuba Nueva), la génesis de la idea merece cierta atención. El primer proyecto, que iba a tomar como modelo el Boletín Informativo sobre España y la sección del New Leader “Letters from Cuba”, consistía en elaborar un simple boletín con datos fiables procedentes del interior y enviarlo a periodistas y editores de todo el mundo, con el objeto de contrarrestar la desinformación sobre la Isla. Muy pronto, la idea convergió con la propuesta del joven Javier Pazos -hijo del economista y miembro del Movimiento 26 de Julio Felipe Pazos, que ya había participado en el suplemento de Cuadernos dedicado a Cuba- a partir de las defecciones de Luis de la Cuesta y Manuel Ray Rivero, fundador este último del primer núcleo de resistencia anticastrista dentro de la Isla, en mayo de 1960: el Movimiento Revolucionario del Pueblo.

La iniciativa pasó a articularse entonces en torno a un equipo de intachables revolucionarios antibatistianos, todos ellos miembros demócratas del Movimiento 26 de Julio que habían acabado separándose de Castro y encarnando aquella revolución sin comunismo con la que Josselson esperaba “capitalizar el entusiasmo de los jóvenes latinoamericanos por el fidelismo pero desviarlo de él al proyecto que el movimiento tuvo originalmente”21. El segundo proyecto había surgido también a raíz de una ruptura, la de Ángel del Cerro, editor de Cuba Nueva, y Andrés Suárez con el Consejo Revolucionario Cubano del exilio, debido a su creciente derechización. Este pequeño grupo de jóvenes demócratas de izquierda deseaba seguir lo emprendido en Cuba Nueva -que Draper había calificado de “primer rayo de luz en el mundo intelectual del exilio cubano” y “pequeño milagro” antes de su conversión en órgano oficial del Consejo- lanzando “una nueva revista cubana con amplio impacto en América Latina, donde el problema cubano es crucial”22. La fusión de ambas tramas en una sola revista común fue encomendada a Gorkin, quien someterá en noviembre del 1962 un detallado memorándum a Hunt precisando detalles como el futuro lugar de edición (México), los nombres del equipo directivo y enero de 1963 como posible fecha para la aparición del primer número23. Pero la revista no llegará a publicarse a pesar de las encarecidas exhortaciones de Draper, que consideraba el proyecto Del Cerro-Suárez como una “oportunidad de oro” y algo por lo que él, siempre tan prudente en sus expectativas de cara al exilio cubano, sentía por primera vez que “valía la pena apostar”. Por razones sobre las que se volverá más adelante, ni siquiera el contexto de la crisis de los misiles de aquel mes de octubre, con el pulso soviético sobre Berlín como telón de fondo, decidirá al Congreso a terminar de lanzarse en esta empresa24.

Paralelamente, el “fidelismo sin Fidel” por el que abogaba París encontrará una expresión ligeramente diferente en la manera en que Luis Mercier Vega acometía a su vez la reorientación del trabajo de los Comités nacionales del CLC, bajo la atenta supervisión de Hunt. A su llegada a Buenos Aires en agosto de 1961, Mercier no había tardado en constatar que “una ola de castrismo inunda[ba] los medios intelectuales”, y el sentimiento de participar en una corriente victoriosa a más o menos largo plazo -“lo que la propaganda comunista llama el sentido de la historia”- pesaba mucho más que los simples argumentos lógicos. Por mucho que los elementos “profidelistas” acabaran reconociendo que no sabían demasiado de la situación cubana o que la descripción que el Congreso hacía de ella correspondía a la realidad, entre el prudente silencio de unos y la decidida movilización del anticomunismo más conservador, el problema central de los cambios necesarios en cada país se escamoteaba gracias a lo que Mercier describía en su informe como “una batalla de sordos: unos cuentan con la ola castrista y el juego soviético para solucionar los problemas que no tienen ni la fuerza ni el valor de abordar; otros denuncian en el castrismo y la influencia rusa una tentativa de carácter exclusivamente anticapitalista”. Y si la evasión en un mundo de propaganda simplista y la transposición de cada problema a la escala internacional no eran más que un reflejo de la impotencia de la mayoría de los intelectuales para comprender y modificar las situaciones de sus países respectivos, el enviado del Congreso no dudará en identificar una estrategia de contención adecuada: “habría que arrancar a los intelectuales del delirio verbal y ponerles en las narices las cuestiones que están al alcance de sus ojos y de sus manos […] Este es, a mi modo de ver, el sentido en que debería plantearse de manera útil el trabajo de nuestros comités, que se convertiría rápidamente en rentable”25. Aun así, la reconducción de las actividades de los comités hacia el ámbito intelectual será una operación delicada que durará más de dos años y requerirá un verdadero ejercicio de diplomacia florentina de cara a la vieja guardia antitotalitaria.

Determinar si el CLC estaba cambiando su orientación política, como llegó a debatirse entonces -Baciu denunció una volta a sinistra, temiendo el fin del Congreso por infiltración y, alertado por sus contactos latinoamericanos, Madariaga llegó a pedir explicaciones a Josselson-, es sin duda, en esencia, una cuestión de perspectiva. Desde el punto de vista de los circuitos centrales del Congreso, que ya en su origen europeo habían apostado por la consolidación del espacio político de la socialdemocracia y se encontraban por fin entonces en perfecta sintonía con la advertencia kennediana sobre aquellos que, obstruyendo la revolución pacífica, convertían la revolución violenta en inevitable, lo cierto es que no había tal cambio. Se hacía alusión, más bien, a una corrección de proceder, pragmática e impostergable. “No se trata en ningún caso de una nueva orientación y la necesidad táctica de poner más énfasis en programas positivos no implica otra cosa que la búsqueda de métodos que nos permitan atraer hacia nosotros a la gente que esperamos influenciar”, responderá Josselson a Madariaga, tranquilizador26. Desde el punto de vista de los comités más conservadores, que eran precisamente los que habían acabado determinando la percepción del CLC en el continente, se trataba sin embargo de un cambio forzado en la naturaleza anticomunista de su acción que provocaría varias crisis y alguna baja estrepitosa27. Lo que sí quedaría pronto claro es que una verdadera estrategia de contención del castrismo exigía una reconducción en dos tiempos. El primero, para devolver a la izquierda no comunista la iniciativa que los elementos más dogmáticos le habían arrebatado, desplazándola de las asociaciones del Congreso y privando a estas de cualquier tipo de influencia fuera de su estrecho círculo anticomunista. “¿Estamos aquí para hablar con los otros o con nosotros mismos?”, se preguntará Bostford a principios de 1962, advirtiendo que “no tiene sentido entablar una discusión intelectual ahí donde todo el mundo está de acuerdo”28. Y el segundo, para iniciar en América Latina, también, la transformación del CLC de instrumento de combate en tribuna de debate.

Planteada con cierto retraso de cara a sus circuitos centrales, la idea de devolver a la cultura la sustantividad que el nombre de la organización siempre dio a entender encontrará en el nuevo director de Cuadernos, el colombiano Germán Arciniegas, un anacrónico valedor. Si los ensayos sobre Bartolomé de las Casas o D’Annunzio en América Latina poco tenían que ver ya con la actualidad literaria o con el debate cultural de la primera mitad de los sesenta en el continente, será la decidida acción de Mercier en el ámbito apenas institucionalizado de las ciencias sociales la primera en marcar el arrumbamiento de los medios y modos de la primera Guerra Fría en el terreno. El dinamismo de los grupos de trabajo, mesas redondas de especialistas y seminarios interdisciplinares por él organizados, primero en Argentina y luego en Uruguay, Chile y Perú, irá atrayendo la colaboración de investigadores y universitarios, y tomando progresivamente el relevo de la antigua fórmula del comité hasta sentar las bases de una influencia de tipo intelectual29. Con los estudios realizados en esta primera etapa (sobre la utilización política de la reforma universitaria, el análisis del fenómeno peronista o las condiciones de la reforma agraria, el contenido y la función social del ejército, la estructura y funcionamiento de los partidos políticos, por citar sólo algunos de los temas abordados en Argentina), una nueva clase intelectual de técnicos y especialistas, que nada tenían ya que ver con los políticos, abogados, escritores y patronos de prensa que habían formado la primera generación del Congreso en América Latina, se sumará al proyecto colaborativo cuidadosamente articulado por Mercier con el objeto de proporcionar una sólida base factual al debate sobre las realidades y perspectivas del cambio social.

La convergencia entre los recursos del CLC y esta sociología moderna basada en el estructural-funcionalismo parsoniano y las técnicas de investigación importadas de las universidades norteamericanas se produjo, en realidad, de manera bastante natural pues ambos se inscribían, junto con la administración Kennedy, en el marco conceptual de la teoría de la modernización en su aproximación a los problemas del continente: las sociedades pasaban por etapas lineales de crecimiento que, una vez superadas, acabarían desembocando en una modernidad parecida a la de Estados Unidos, es decir, en una combinación de democracia política y economía capitalista de mercado. Dado que el desarrollismo promovido por figuras como Prebisch o Furtado venía movilizando desde mediados de la década anterior todas sus herramientas para detectar los elementos tradicionales que impedían a los países subdesarrollados superar dichas etapas, la teoría de la modernización se planteó en los años que siguieron como una visión alternativa al marxismo30. Desde esta perspectiva, los problemas sociales surgían, además, en el terreno abonado por las deficiencias institucionales para responder a las exigencias de la modernización, de modo que la responsabilidad del imperialismo quedaba conceptualmente eclipsada.

Pero por espinosos que fueran los temas abordados, los debates disciplinarios entre científicos sociales se realizaban todavía a principios de la década en un espacio menos politizado que el de la joven izquierda cultural, casi totalmente ganada a la causa cubana. Conscientes de ello, por mucho que Bostford reclamara desde 1962 una apertura a la izquierda como único espacio de interlocución eficaz, tanto Josselson como Hunt marcarán un límite inequívoco: “Por supuesto que queremos tanto diálogo como sea posible en la revista y en el resto de las actividades -apuntaba el primero-, y entablaremos el diálogo con cualquiera que mantenga una posición razonable. Esto no incluye pues a las personas que piensan o repiten eslóganes totalitarios ni de la derecha ni de izquierda. Y es esencial que la posición antitotalitaria del Congreso siga siendo a este respecto clara e inequívoca”31. Dos años después, tras un nuevo embate de Bostford intentando tender puentes hacia la efervescencia cultural de la “nueva Roma antillana”, nada habría cambiado. A los cinco años de la entrada de Castro en La Habana, se preguntaba el enviado del Congreso, ¿la “solución” más eficaz a la cuestión cubana no pasaba acaso por una “normalización” de relaciones artísticas con los principales exponentes del castro-comunismo? La organización no tenía reparo en acercarse a los intelectuales del Este, de modo que ¿por qué negarse a publicar a aquellos que, como Carpentier, parecían pertenecer al “ala ‘liberal’” del régimen y publicaban a no comunistas en sus propias revistas? Más allá de unas duras consideraciones sobre Carpentier y una consistencia reivindicada -“nosotros también tenemos una posición intelectual y cultural que demasiadas consideraciones tácticas acabarían desgastando de manera inevitable”32-, la actitud extremadamente vigilante de París a la hora de establecer contactos y solicitar colaboraciones no se desmentiría: a mediados de la década, el diálogo quedaba pues claramente circunscrito al perímetro de una izquierda libre de cualquier sospecha de filocastrismo. Y desde la perspectiva que los agentes de la dirección compartían con Mercier esto no significaba otra cosa que abrirse y consolidar un público natural del CLC entre aquellos que, a pesar de considerarse favorables a una “tercera vía”, podían acabar cediendo a los cantos de sirena del comunismo por falta de soluciones democráticas a los problemas del continente.

3. Diálogo y ortodoxia revolucionaria: el ILARI (1966-1973)

El año 1966 marca, sin embargo, el principio de una nueva serie de dinámicas tanto en el campo cultural latinoamericano como en la acción y la percepción del CLC en el continente. Por una parte, en el plano interno de la organización, el surgimiento de una nueva estructura destinada a articular el desordenado crecimiento del Congreso en los primeros sesenta por áreas geográficas (Europa del Este, Europa mediterránea, sureste asiático y América Latina) iba a concluir la profunda reestructuración latinoamericana transformando, en enero, el antiguo Departamento Latinoamericano en el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI). Tres meses antes, Cuadernos había alcanzado su número 100 bajo la dirección de Arciniegas y había dado también paso a dos nuevas publicaciones: una revista político-cultural (Mundo Nuevo), dirigida por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, y otra (Aportes) especializada en sociología y dirigida por Mercier en relación con los grupos de trabajo que él mismo había puesto en marcha33. Pero eso no era todo puesto que, ese mismo año, el Congreso había cerrado simbólicamente un ciclo: primero, al expresar su protesta frente a la invasión norteamericana de Santo Domingo en abril de 1965, y, dos meses después, al consagrar un nuevo modus operandi intelectual con el seminario internacional sobre “La formación de las élites en América Latina”, celebrado en junio en Montevideo y coorganizado por Aldo Solari y Seymour Martin Lipset, de la Universidad de Berkeley (Estados Unidos).

Por otra parte, la comunidad intelectual continental, que también se había ido organizando política y gremialmente durante la primera mitad de la década, iniciará asimismo un intenso proceso de mutación en el período 1966-1968. Estructurada en torno a cierta idea de la literatura comprometida y a un decidido apoyo a la causa cubana, dicha comunidad no podrá sustraerse al cambio de clima político-cultural en la Isla. A medida que la organización del Estado revolucionario empiece a exigir una adhesión cada vez más concreta y afirmativa, y sus instituciones culturales vayan cobrando una autoridad incontestable, la concepción del escritor progresista como conciencia crítica de la sociedad hasta entonces vigente se verá radicalmente cuestionada. Para concluir, el escándalo desatado por las revelaciones del New York Times en abril de 1966, sobre la intervención de la inteligencia norteamericana en la financiación del CLC, tendrá también un efecto devastador con respecto a la configuración anterior. La crisis se desarrollará en dos tiempos, con nuevas revelaciones en la primavera de 1967, y no se cerrará hasta más de un año después, tras la dimisión de Josselson y Hunt de los cargos directivos que ocupaban y la subsecuente transformación del CLC en Asociación Internacional por la Libertad de la Cultura, financiada de manera exclusiva por la Fundación Ford34.

De forma paradójica, es pues precisamente cuando mejor armado esté para acometer la tarea de contención ideológica que se había fijado, cuando el Congreso sufrirá la mayor crisis de legitimidad de su historia. Las revelaciones sobre su financiación encubierta desataron una verdadera crisis de conciencia democrática en Estados Unidos y se tradujeron en un sentimiento de instrumentalización y malestar entre los intelectuales europeos, pero es en América Latina donde su efecto resultará más devastador. En su “Epitafio para un imperio cultural”, Mario Vargas Llosa no dudará, por ejemplo, en definir al Congreso como “uno de los organismos más tortuosos de la ‘cultura occidental’ cuyos fines a estas alturas ya nadie puede discutir”. “El escándalo -podrá leerse además en El Siglo- ha privado para siempre de autoridad a esta institución” dejando al descubierto a los colaboradores del CLC como “vulgares funcionarios de una central de inteligencia” y a Emir Rodríguez Monegal, que para entonces ya había cruzado armas con Ángel Rama en su famosa polémica sobre Mundo Nuevo, como “obediente ejecutor de los planes de penetración cultural de la CIA”35.

Con todo, el fragor de la polémica que envolvió el período 1966-1967 no debería ocultar el desbordamiento de la dinámica de contención planteada por el Congreso bajo la narrativa de una insidiosa y omnipresente campaña de cooptación intelectual que deslegitimaba y exageraba su importancia al mismo tiempo. El nuevo arbitraje de la dirección de París, que autorizaba a la organización a romper el “cordón sanitario” en torno a Cuba y que cruzaba así el Rubicón que apenas dos años antes parecía infranqueable, resulta elocuente a este respecto. Conviene aclarar, antes que nada, que la idea de que Mundo Nuevo fue la revista del “fidelismo sin Fidel” deseada por Josselson -idea repetida por la literatura crítica sobre el CLC desde que Peter Coleman la apuntara por primera vez en su libro de 1989- carece de sentido y crea confusión dando a entender una falsa continuidad con la etapa precedente36. En realidad, únicamente el proyecto articulado en torno a De la Cuesta-Del Cerro-Suárez y destinado a capitalizar desde el exilio el espíritu original del Movimiento 26 de Julio habría podido identificarse con dicha consigna. Pero el Congreso no sólo decidió no financiarlo ya en diciembre de 1962, en consonancia con la reformulación de sus estatutos en términos de actividades exclusivamente culturales, sino que, con la progresiva institucionalización del régimen, entendió pronto que cualquier estrategia de contención del castrismo en clave personal o simplemente democrática se había quedado corta.

Por mucho que la fórmula del “fidelismo sin Fidel” remita pues vagamente al mismo principio disgregador introducido por la revista de Rodríguez Monegal en la “familia” literaria latinoamericana, la verdadera línea de fractura en 1966 no pasará ya por el proyecto alternativo de una revolución democrática, sino por la definición del papel del intelectual en el contexto revolucionario. Y es ahí donde la ruptura del estricto perímetro antitotalitario que había encorsetado hasta entonces la acción del CLC, separándolo de la izquierda cultural más creativa, tenía sentido: desde el punto de vista de la organización, como una operación de “entrismo” cultural (en el sentido que las izquierdas atribuyen a esta palabra) de la mano de un elemento tercerista “seguro” y muy bien conectado con la “familia”37; y desde el punto de vista de Rodríguez Monegal, como un firme compromiso con el debate cultural y la renovación literaria latinoamericana en un contexto en que la palabra “diálogo” estaba siendo totalmente resemantizada. En su primer editorial, Mundo Nuevo se presentará en efecto como un “lugar de encuentro de quienes componen hoy el concierto de una cultura viva y proyectada hacia el futuro, una cultura sin fronteras, libre de dogmas y fanáticas servidumbres”, demostrando a contrario dónde se situaba el nuevo dogmatismo: “Si (los cubanos( no quieren colaborar, entonces quedará bien claro que son ellos los maccartistas y no nosotros”, concluía Rodríguez Monegal en carta a Benito Milla38.

Las consecuencias de esta redefinición de la relación entre la Revolución Cubana y “sus” intelectuales (“la obligación de todo intelectual de hacer la revolución” y “el hecho cultural por excelencia para un país subdesarrollado es la revolución”, concluía la resolución del Congreso Cultural de La Habana de 196739) no tardarían en tensar el campo cultural progresista. La Conferencia de la Comunidad Latinoamericana de Escritores, celebrada en México en 1967, donde la pugna entre la extrema izquierda y la izquierda moderada se dirimió a golpe de declaraciones y contrarréplicas, es buena prueba de ello: la declaración de los procubanos leída en la ceremonia inaugural por Benedetti y su rechazo a cualquier tipo de diálogo (palabreja que sobreentendía, según Rama, una tarea en común con los “cipayos latinoamericanos”) se saldó con un pleno panfletario y una nueva declaración de los que reclamaban esta vez que se diera prioridad a los problemas relacionados con las letras y la cultura40. Pero su resultado más significativo fue, sin lugar a dudas, la emergencia de un discurso antiintelectualista producto de esta autoobservación culpable que, desde las instituciones culturales de la Isla, no tardará en estigmatizar todo aquello que no fuera una cultura militante, codificando la nueva ortodoxia revolucionaria en toda una serie de rechazos (al cosmopolitismo, a la erudición, a la cultura extranjera, las formas culturales elitistas) sistemáticamente asociados a posiciones de clase.

En este sentido, las diatribas contra el “tono melifluo y coexistencial” del ILARI y la revista Mundo Nuevo son de sobra conocidas y evidencian, sobre todo, las exigencias de la nueva ortodoxia revolucionaria emergente41. Basta con hojear su sumario bajo la dirección de Rodríguez Monegal (25 números, de julio de 1966 a julio de 1968), para constatar que, contrariamente a las acusaciones de sus detractores, esta no abogó ni por la despolitización del intelectual ni por la neutralidad de la cultura. Defendió, eso sí, su autonomía contra cualquier tentativa de instrumentalización y, frente a la “desprestigiada idea de la independencia intelectual”, se mantuvo fiel a un ethos intelectual crítico y universalista por encima de cualquier compromiso político. A contracorriente del nuevo paradigma de legitimación intelectual difundido desde Casa de las Américas y rompiendo por primera vez los tabúes de la izquierda progresista, Mundo Nuevo no sólo se atrevió a marcar sus distancias con Cuba sin por ello regatear objeciones a la política de Estados Unidos, sino que también abrió sus páginas a temas y actitudes proscritos por los cubanos e incluso a escritores como Cabrera Infante, Severo Sarduy o Lezama Lima, que habían dejado de tener cabida en esta.

Por otra parte, en el ámbito de las ciencias sociales, donde la continuidad con la etapa anterior resultaba evidente, los resultados que cabía esperar de un plan de contingencia tan bien dotado -369.318 dólares anuales en 1965- tampoco llegaron42. El ambiente generalizado de antiintelectualismo adoptó allí la forma de un virulento anticientifismo que, según la elocuente explicación de un especialista, “recuerda menos a los cambios (aún a los radicales) dentro de un ámbito académico, que a las rupturas de las vanguardias estéticas”43. La sociología institucionalizada en Argentina de la mano de Gino Germani, uno de los principales colaboradores de Mercier en la etapa preparatoria del ILARI, vio violentamente cuestionada su posición dominante junto con su pretensión de una objetividad científica libre de valores. En un contexto de revalorización intelectual del marxismo, la contestación académica tomó la forma de una rebelión anti-Parsons contra “el empirismo abstracto” y el marco conceptual de la teoría de la modernización se sustituyó como paradigma universitario dominante por el de la teoría de la dependencia. En consonancia con este, y frente a la alternativa de un verdadero cambio disruptivo desde abajo, también se fue imponiendo la convicción militante de que toda descripción políticamente neutra de la realidad social respondía en verdad a una voluntad de mantener el statu quo existente. Por mucho pues que el ILARI proporcionara a la sociología neutral-valorativa recursos materiales y humanos necesarios para su trabajo (financiación de encuentros internacionales, de viajes de formación o investigación, centros de documentación, organización de seminarios regionales, encuentros internacionales y relaciones con centros extranjeros, entre otros) e hiciera circular los mejores resultados de esta investigación en los circuitos internacionales especializados, como base objetiva de un contradiscurso ideológico sobre las realidades latinoamericanas, no es exagerado afirmar que el proyecto de una transformación gradual y organizada, sin participación de las masas populares, que promovía el Congreso quedó totalmente desprestigiado en la segunda mitad de los sesenta y principios de los setenta. La politización de la universidad sería de hecho tal para entonces en países como Brasil o Argentina que el paso de posiciones de rebeldía cultural politizada al violento campo de la política real de la época se realizará casi naturalmente.

Conclusiones

La cuestión de por qué en América Latina no se produjo una revaluación del ethos intelectual del Congreso (análoga a la producida en el campo político cultural europeo a partir de 1956 por el efecto combinado de las revelaciones del XX Congreso del PCUS y la invasión de Hungría) después de que el alineamiento de 1968 diera bruscamente por concluido el “cambio de piel” y el caso Padilla resumiera el modo de adhesión revolucionario en un taxativo “con Cuba o contra Cuba”, abre la puerta a ciertas consideraciones que nos servirán de conclusión. Es verdad que se planteó una cuestión de arbitrajes y circunstancias económicas. En la nueva configuración de la Asociación Internacional por la Libertad de la Cultura, exclusivamente dependiente del mecenazgo de la Fundación Ford, esta preconizó que Mundo Nuevo trasladara su sede a América Latina para abaratar costes y temperar su elitismo cosmopolita con un mayor arraigo continental y una base de lectores más amplia. Resulta imposible determinar si, de haber seguido en sus puestos, Josselson y Hunt habrían suscrito semejante decisión sabiendo que ello provocaría la dimisión irrevocable de Rodríguez Monegal. El resultado de la relocalización de la revista en Argentina, bajo la dirección de Horacio Daniel Rodríguez, marcaría en todo caso el principio del fin de la excepcionalidad de la empresa y de su capacidad disruptora en el campo intelectual y artístico del final de la década44. Por otra parte, la merma de recursos de los “huérfanos de la CIA” y el recorte drástico de las actividades y los programas del ILARI hasta su desaparición en 1973 explican también la situación en parte: sus últimos años fueron de actividad residual, comparados con la actividad desplegada a mediados de la década, y el Congreso/Asociación no tuvo tiempo de posicionarse frente a las dictaduras de los años setenta como lo había hecho anteriormente con respecto a las de los cincuenta.

Pero, sin lugar a dudas, la causa más importante de este durable descrédito está relacionada con las circunstancias específicas de la Guerra Fría en América Latina y el poder aplastante de Estados Unidos en la región. Mientras que en Europa la Guerra Fría vio la expansión de gobiernos democráticos, en América Latina nunca ocurrió lo mismo. Una parte de la izquierda decidió abandonar la democracia a favor de una versión radical y violenta del cambio social, mientras que la extrema derecha obstruía todo intento reformista y aplastaba en última instancia el proyecto de la izquierda moderada con apoyo de Estados Unidos. Si las instancias centrales del CLC produjeron a principios de los sesenta la tesis del final de las ideologías como resultado de una especie de New Deal global que generalizaría el bienestar social y las libertades democráticas neutralizando así la confrontación política, la ambigüedad de los liberales norteamericanos convertirá este proyecto en algo tan inoperante y utópico como el proyecto de la liberación revolucionaria.

No será hasta una vez concluido el ciclo de las dictaduras criminales, tras la experiencia de la represión extrema y el atropello de los derechos humanos, cuando una parte de la izquierda reexamine como positivos los valores y garantías de las democracias liberales. En cualquier caso, si algo queda claro a través de la experiencia continental del Congreso en este período es que, si bien la organización fue financiada por el Gobierno estadounidense y se vio fatalmente enredada en sus intereses imperiales, se trató de un instrumento poroso y a veces poco dócil. En él operaron lógicas múltiples, contradictorias y hasta involuntarias, empezando por las diferentes agendas de sus colaboradores, que Josselson y Hunt no siempre pudieron controlar, y el discurso no unívoco de sus patrocinadores.

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** Este artículo es resultado de las investigaciones desarrolladas por la autora en la Université Grenoble Alpes (Francia). No contó con financiación para su elaboración.

1La expresión es del escritor y crítico argentino David Viñas, retomada, entre otros, por Claudia Gilman en La pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina (Buenos Aires: Siglo XXI, 2003), 43.

2Patrick Iber, Neither Peace nor Freedom. The Cultural Cold War in Latin America (Cambridge/Londres: Harvard University Press, 2015), 22.

3Fundado en plena posguerra europea (la manifestación original se celebró en junio de 1950 en el Berlín del primer bloqueo soviético), el Congreso por la Libertad de la Cultura resultó de la conjunción entre los primeros balbuceos de la diplomacia cultural americana y el compromiso antitotalitario de una serie de intelectuales europeos, cuyas posturas abarcaban un amplio espectro ideológico. La financiación por parte de la CIA, de lo que algunos calificaron entonces como un “plan Marshall de la verdad”, obedecía en principio a un doble objetivo: por un lado, consolidar la socialdemocracia y la izquierda europea no totalitaria, y, por el otro, abrir los ojos de militantes y compañeros de viaje sobre las realidades vividas al otro lado del Telón de Acero, de manera que se pudiera disminuir el poder de atracción que la URSS ejercía. Además de elaborar una narrativa capaz de contrarrestar la agresiva propaganda de la Kominform, el Congreso se convirtió pronto en una organización internacional que llegaría a tener ramificaciones en más de 35 países y los cinco continentes.

4Existe ya una abundante bibliografía tanto sobre el CLC como sobre la Guerra Fría cultural en América Latina. Desde el primer estudio de Peter Coleman, The Liberal Conspiracy. The Congress for Cultural Freedom and the Struggle for the Mind of Postwar Europe (Nueva York: The Free Press, 1989), pasando por la exhaustiva aportación de Pierre Grémion en Intelligence de l’anticommunisme. Le Congrès pour la liberté de la culture à Paris. 1950-1975 (París: Fayard, 1995) —interesante por su perspectiva europea y global— o la de Olga Glondys, La Guerra Fría cultural y el exilio republicano español (Madrid: CSIC, 2012), hasta Frances Stonor Saunders Who Paid the Piper? The CIA and the Cultural Cold War (Londres: Granta Books, 2000), y, más recientemente, en la misma línea, Joel Whitney, Finks. How the CIA Tricked the World’s Best Writers (Nueva York: O/R Books, 2017). El estudio más destacado sobre el CLC en América Latina es el ya citado libro de Patrick Iber, Neither Peace nor Freedom . Hasta la publicación de este último existían sobre todo aportaciones parciales sobre áreas nacionales (por ejemplo, los artículos de Karina C. Jannello sobre Argentina y Chile) o monografías sobre sus principales revistas, María Eugenia Mudrovcic, Mundo Nuevo: cultura y Guerra Fría en la década del 60 (Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1997), o Russell Cobb, “Our Men in Paris? Mundo Nuevo , the Cuban Revolution, and the Politics of Cultural Freedom” (tesis de doctorado, University of Texas, 2007). Por otra parte, el tratamiento de la Guerra Fría cultural también se ha venido centrando en los largos sesenta y en aspectos esencialmente literarios; véanse, Jean Franco, coord., Decadencia y caída de la ciudad letrada. La literatura latinoamericana durante la Guerra Fría (Madrid: Debate, 2003), Germán Alburquerque F., La trinchera letrada. Intelectuales latinoamericanos y Guerra Fría (Santiago: Ariadna Ediciones, 2011) y, sobre todo, Gilman, Entre la pluma y el fusil . Quedando todavía pendiente de completar la historia cultural del período con monografías extensas y exhaustivas del fenómeno cultural, en la línea de Iber.

5Editorial sin firma redactado por Julián Gorkin, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura [n.° 35], marzo-abril, 1959 —donde figura también la caracterización de Castro infra—, y telegrama del mismo Gorkin a Pedro Vicente Aja, secretario de la Asociación Cubana por la Libertad de la Cultura, 8 de enero de 1959, en Biblioteca Joseph L. Regenstein (BJLR), Chicago-Estados Unidos, Special Collections Research Center (SCRC), Fondo International Association for Cultural Freedom Papers (IACF), Series II-Box 218, Folder 5.

6Los informes remitidos por el periodista yugoslavo Bogdan Radista al Secretariado Internacional, tras su paso por Cuba en enero de 1960, reflejan la situación de la Asociación Cubana y los medios democráticos a principios de aquel año decisivo, similar en todo punto, según él, a la de la Yugoslavia de 1944, con unos intelectuales “tan confusos, asustados y en tensión como nosotros entonces”, “cuando los comunistas yugoslavos estaban apoderándose de mi país natal mientras afirmaban que no trataban de implantar el comunismo sino el socialismo”. “La situación en Cuba” y “La situación de la intelectualidad cubana. Posición de la Asociación Cubana del CLC”, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 219, Folder 6. Sobre la división entre miembros de la Asociación: Jorge Domingo Cuadriello, “La Asociación Cubana del Congreso por la Libertad de la Cultura”. Espacio Laical n.° 4 (2010): 82.

7Reformulación de proyecto inicial de Libro Blanco; el suplemento llegó a prensa en diciembre de 1960 y fue luego reeditado como libro con el título Cuba 1961, sumando otros 20.000 ejemplares a los 20.000 de la tirada inicial. Participaron en el suplemento: José Ignacio Rasco, dirigente del Frente Revolucionario Democrático; Manuel Antonio de Varona, antiguo presidente del Senado; Humberto Medrano, subdirector de Prensa Libre; Pedro Vicente Aja, profesor de filosofía; Ángel del Cerro, director de Bellas Artes y de Cultura en La Habana; Néstor Suárez Feliu, redactor de la página internacional de Prensa Libre; Aureliano Sánchez Arango, catedrático de Legislación Social en la Universidad de La Habana; y Felipe Pazos, fundador y presidente del Banco Nacional de Cuba (reintegrado en el cargo por la Revolución).

8Sánchez se refería concretamente a un artículo del chileno Alberto Baeza Flores: “Proceso de una revolución frustrada”, Cuadernos [n.° 47], 1961, 29-35. Como señala el peruano, más características de un tic de mentalidad que de un verdadero análisis, estas perlas sobre “el plan soviético para conquistar el mundo”, “el plan para romper la retaguardia de los EE. UU.” o “la traición al mundo occidental” responden a un reflejo retórico condicionado muy poco susceptible de evolución, inscrito, además, en el mismo registro del anticomunismo reaccionario, en “Carta de Luis Alberto Sánchez a John Hunt”, 3 de abril de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 287, Folder 50. Con todo, contrariamente a lo que ocurría en las organizaciones culturales de tipo comunista, la interferencia directa del Comité Ejecutivo en los contenidos editoriales de la revista era hasta entonces muy limitada (basada sobre todo en sugerencias temáticas para algunos números, consideraciones sobre el equilibrio de composición, propuestas de reproducción de artículos publicados por otras revistas de la red). Este funcionamiento relativamente flexible del Congreso como organización explicará la coexistencia de sensibilidades muy distintas entre los responsables del área latinoamericana y hasta decisiones sorprendentes, como el nombramiento del mismo Baeza Flores como coordinador del Comité del Congreso para el área del Caribe.

9A la luz de su experiencia con los comunistas de ambos lados del Telón de Acero, concluía Josselson, “tratamos de mantener en toda circunstancia en nuestras revistas ese tono que puede ser polémico y fraterno a la vez, y en ocasiones rebajamos deliberadamente una verdad atroz antes de dar a los lectores a los que queremos llegar la impresión de exagerar”, en “Carta de Josselson a Teresa Casuso”, 15 de marzo de 1961, citada por Glondys en La Guerra Fría cultural y el exilio republicano español, 172, a quien la autora agradece la cortesía de este documento.

10La apreciación es de Keith Bostford, solicitado para una apreciación exterior sobre el Congreso, en “Carta a John Hunt”, 20 de julio de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 88, Folder 6. Bostford consideraba de hecho que Cuadernos no podía compararse con sus homólogas en inglés, francés o alemán, que hacían pasar, según él, una línea mucho más dura gracias a la indiscutible autoridad con la que escribían sus colaboradores. Los artículos de Draper, inicialmente reproducidos por Encounter y Preuves, contribuirán a cambiar esta percepción en lo tocante a Cuba, aunque disten mucho de marcar el tono y el nivel de la revista en su conjunto.

11Theodor Draper, “Cuba y la política norteamericana”, Cuadernos [n.° 51], 1961, 18 y 24, y “Teorías del castrismo”, [n.º 49], 1961, 19.

12Procedente de la izquierda antitotalitaria, Draper dejaba muy clara la naturaleza intelectual de su crítica rebatiendo cierta concepción que reducía el socialismo a la nacionalización de la economía y, separando los fines de los medios, pretendía que “al socialismo se puede llegar a través de despotismos orientales o de revoluciones seudocampesinas”. También denunciará el colonialismo anticolonial: “los colonialistas solían decir que algunos pueblos no eran aptos nada más que para cierta forma de imperialismo; los colonialistas anticoloniales afirman que algunos pueblos no son aptos para nada más que para cierta forma de totalitarismo”, y desmitificará el entusiasmo de Jean-Paul Sartre por la “democracia directa” supuestamente encarnada por Castro equiparándola nada menos que a la “neodemocracia” reivindicada por Trujillo, en “Teorías del castrismo”, 31 y 32.

13Draper, “Cuba y la política norteamericana”, 37.

14“Carta de Hunt a Josselson”, 15 de mayo de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 164, Folder 10. La declaración no llegará a publicarse, a pesar de la sugerencia muy concreta de Hunt del sociólogo francés Raymond Aron como la persona indicada para redactarla. Una vez más, el mencionado artículo de Draper explicitará la posición oficial del Congreso sobre la intentona, llevando todavía más lejos la disociación del exilio probatistiano marcada por Hunt: “Los adversarios democráticos de Castro tienen el derecho y el deber de obtener armas allí donde les sea posible, igual que Castro y otros movimientos revolucionarios hicieron. Estados Unidos pueden ayudarles, pero una oposición democrática cubana digna de tal nombre sólo aceptará las armas y la ayuda de otro tipo sobre la base de sus propias condiciones”, en “Cuba y la política norteamericana”, 38.

15Draper, “Cuba y la política norteamericana”, 37.

16“América Latina frente a su destino”, Cuadernos [n.° 53], 1961, 4.

17Pueden consultarse, respectivamente, las cartas de Josselson a Iglesias del 13 de julio de 1961, donde cita el comentario de Adlai Stevenson, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 20, Folder 11; la carta de Keith Bostford a Hunt del 10 de febrero de 1961, y el memorándum de Josselson a Gorkin del 29 de septiembre de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 201, Folder 9.

18Siguiendo al rector Jaime Benítez, que desde la Universidad de Puerto Rico había reservado el nombre de “fidelismo” a la transformación de la primera etapa de la Revolución en Estado comunista, Josselson precisará pocos días después que “el verdadero fidelismo es todo lo que rechazamos de esta revolución, y estaría bien sostener esta tesis en Cuadernos tan a menudo como se pueda” y solicitará que se le pida a Ramón Ray no utilizar este eslogan. Ver las cartas de Josselson a Ignacio Iglesias, redactor jefe de Cuadernos, del 12 de octubre de 1961 y del 13 de julio de 1961, en que él mismo utilizaba la expresión, concluyendo: “No sé quién podría hacernos este tipo de artículos, pero le ruego se ocupe muy seriamente de ello”, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 201, Folder 11. En cualquier caso, la fórmula no fue acuñada por Josselson, pues circuló ampliamente en relación con el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), fundado en mayo de 1960 por Manuel Ray y otros exmiembros del Movimiento 26 de Julio. Junto con Aureliano Sánchez Arango, fundador del Frente Revolucionario Democrático en junio del mismo año, ambos defendían una revolución sin comunismo: “Luchar contra la fracción ‘fidelismo-comunismo’ no quiere decir luchar contra la Revolución en aras de la cual millares de cubanos inmolaron su vida, sino liberarla de los que la traicionaron”, rezaba el manifiesto fundacional del MRP —citado por Bogdan Radica, “La democracia y la liberación del comunismo”. Studia Croatica 6 (1962): 15—, granjeándose la oposición de la derecha y de buena parte del centro del exilio cubano, que tildó su posición de “fidelismo sin Fidel”. Este es el sentido en que la utilizó Josselson en su primera carta del 13 de julio del 61, y con el que se impondrá durablemente, a pesar de las matizaciones de Benítez.

19“Carta de Josselson a Iglesias”, 27 de noviembre de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 201, Folder 11, y a Mercier, 30 de enero de 1962, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 202, Folder 8.

20Su insistencia en que Cuadernos reseñara la polémica reacción de Draper ante el galardón concedido por la Asociación Interamericana de Prensa al director de Diario de la Marina es elocuente al respecto. Harán falta tres largas cartas desmontando las reticencias de Gorkin, que alegaba que se trataba “una historia entre diversas fracciones de la emigración cubana”, que no concernía directamente a la revista, y que la publicación de la carta de Draper “crearía una situación delicada en un vasto sector de la emigración cubana y sobre todo entre el 75 por ciento de los periódicos latinoamericanos”. “¿De verdad creen ustedes que el hecho de haber distinguido a un individuo como el director del Diario de la Marina no concierne a una publicación que se dirige a América Latina? —responderá Josselson a Gorkin e Iglesias el 16 de noviembre de 1961— Y ese 75 por ciento de periódicos latinoamericanos ¿quiénes son? ¿Qué han hecho por Cuadernos y, lo que es más grave, qué hacen por su país? ¿No se trata precisamente de grandes propietarios de periódicos que defienden los intereses de los elementos conservadores y reaccionarios en América Latina que impiden una evolución social y que acabarán por instaurar diferentes ‘castrismos’ en sus respectivos países? […] En cuanto a esos cubanos de los que hablan, si son los elementos que se solidarizan con el director del Diario de la Marina, ¿qué tenemos que ver nosotros con ellos?”, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 151, Folder 6. Finalmente, los extractos más significativos de esta polémica serán publicados en Cuadernos [n.° 57], 1962, 100-1001, en la rúbrica “Correspondencia”.

21“Carta de Hunt a Josselson”, 17 de marzo de 1962, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 165, Folder 5.

22“Carta de Draper a Hunt”, 21 de agosto de 1962, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 215, Folder 8.

23Memorandos de Gorkin a Hunt “Proyecto de revista cubana fusionado” y “La revista cubana editada en México”, fechados el 7 de octubre y el 5 de noviembre de 1962, respectivamente, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 151, Folder 6.

24Finalmente los dos grupos que habían convergido en la revista proyectada por el Congreso volverían a disociar sus proyectos y el boletín informativo sobre Cuba, Liborio, acabará apareciendo en marzo de 1964 de la mano de Javier Pazos en Chile, con asesoramiento de Mercier y una modesta subvención temporal del CLC.

25“Carta de Mercier a Hunt”, 4 de agosto de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 236, Folder 4.

26“Carta de Josselson a Madariaga”, 26 de octubre de 1962, en Archivo Personal de Salvador Madariaga (APSM), La Coruña-España, C163/2, citada por Glondys, La Guerra Fría cultural y el exilio, 178.

27La deriva derechista y dogmática de ciertos comités del Congreso a lo largo de los cincuenta obedece a razones complejas y variadas ligadas a los distintos escenarios nacionales. Los de Argentina y Chile, convertidos en oficinas de propaganda anticomunista de corte muy conservador, eran los casos más evidentes. En Brasil, un matrimonio de exiliados anticomunistas rumanos, los Baciu, encarnaba una línea “totalmente opuesta a la manera en que queremos trabajar allí” hasta el punto de parecer “que no comprendieron nunca realmente el papel y las funciones del Congreso”, “Cartas de Josselson a Bostford”, 23 de enero de 1962, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 202, Folder 3, y el representante mexicano, Rodrigo García Treviño, es calificado de “pequeño maccarthista mejicano” del que habría que desembarazarse, “Carta de Josselson a Gorkin”, 15 de noviembre de 1961, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 131, Folder 4. Es probablemente una cuestión inextricable dilucidar si esta línea de facto era más o menos definitoria del espíritu de la organización que la que trataba de imprimir su dirección. En todo caso, por todo lo dicho, la autora disiente de las consideraciones de Glondys cuando afirma, primero, que “el giro a la izquierda obedecía a una estrategia arriesgada, de base eminentemente hipócrita”, una línea “eminentemente pragmática y poco sincera” y, después, que “no se entiende que el CLC hiciera oídos sordos a sus propios consejeros y la apertura a sinistra se quedara, finalmente, en el papel”, en La Guerra Fría cultural y el exilio, 178 y 179.

28“Carta de Bostford a Hunt”, 23 de febrero de 1962, en BJLR, SCRC, IACF, Series II- Box 88, Folder 7.

29“No creo que podamos desempeñar el papel de un centro de inquietud intelectual —escribirá Mercier al argentino Aldo Solari el 23 de septiembre de 1963—, que podamos promover iniciativas, hacer frente al delirio mental de elementos que se pretenden ‘de izquierdas’ y seudorrevolucionarios, denunciar las falsas perspectivas de los guardianes de un ‘orden’ que sólo conciben el orden como inmovilismo, si no actuamos dentro de un ámbito estrictamente intelectual. En otras palabras, no cumpliremos nuestra misión —limitada pero esencial— más que si nos transformamos en un centro de información, de estudio, de investigación, trabajando de la manera más objetiva y más científica posible, y dejando de lado la política, sin por ello subestimarla”, en BJLR, SCRC, IACF, Series II- Box 236, Folder 9.

30No en vano, el libro fundador de Walt Rostow, Las etapas del crecimiento económico (1960), se subtitulaba Un manifiesto no comunista, relacionando explícitamente políticas antirrevolucionarias y modernizadoras. Según recuerda Iber, Arthur Schlesinger Jr., ayudante de Kennedy y figura estrechamente relacionada con el CLC, calificó también esta teoría de “esfuerzo típicamente americano por convencer a los países en vías de desarrollo de basar sus revoluciones en Locke en vez de en Marx”, en Neither Peace nor Freedom, 175.

31“Carta de Josselson a Bostford”, 6 de marzo de 1962, en BJLR, SCRC, IACF, Series II- Box 202, Folder 3.

32El secretario administrativo anticipaba también en esta carta una respuesta definitiva frente a la posición de su interlocutor (“Por muy repulsivas que yo encuentre algunas de las posiciones de Carpentier […], sin duda nos irá mejor a nosotros y a nuestra causa demostrando que no somos ‘guerreros’ que manteniendo nuestra pureza”, “Carta de Bostford a Hunt”, 29 de marzo de 1964, BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 88, Folder 10): “Carpentier es sin duda un buen escritor y eso no se lo discuto pero también es el Ministro de Cultura en una dictadura implacable y ruin. Entrar en tratos y ayudar a intelectuales disidentes en semejantes países [del bloque soviético] es una cosa y ayudar y convertirse en cómplice de los burócratas de alto nivel es otra. ¿Qué está haciendo él por su parte para ayudar y favorecer el diálogo que tanto deseas? ¿Permitiría la libre entrada de libros críticos con el comunismo? (¿Recuerdas cuando, hace un par de años, se quemaron ejemplares de Dr. Zhivago en las calles de La Habana?) ¿Permitiría que intelectuales anticomunistas vengan a dar conferencias libremente en Cuba? Recuerda que todo esto sí lo conseguimos hacer en España. Y voy a ir más lejos, por muy agradable que sea para los pintores tener la libertad de pintar cuadros abstractos, no es lo mismo que tener la libertad de criticar”, “Carta de Hunt a Bostford”, 11 de marzo de 1964, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 88, Folder 10.

33En 1966, completaban la nómina de publicaciones financiadas por el Congreso: Cadernos Brasileiros, el boletín informativo mensual del ILARI: Temas, Informes de China (traducción de la londinense China Quarterly, principalmente) y las revistas Arca y Nueva Crítica, asociadas en diverso grado al Congreso, sin olvidar colecciones editoriales como la “Biblioteca del Tercer Mundo” o su Servicio de Prensa.

34La secuencia de la crisis ha sido ya ampliamente comentada en la bibliografía sobre el Congreso. De la serie del New York Times a las revelaciones de Ramparts sobre la intervención de la CIA en la orientación de los movimientos estudiantiles en Estados Unidos (marzo de 1967), pasando por los artículos del New York Review of Books (abril) sobre el “consorcio” CLC-filantropía-gobierno-CIA o las declaraciones de Thomas Braden que confirmaron que la Agencia tenía agentes en el Secretariado Internacional del Congreso y en la redacción de Encounter —“I am glad the CIA is immoral”, Saturday Evening Post, 20 de mayo, 1967—, el escándalo que salpicó al Congreso fue otro componente de la crisis moral atravesada en aquel momento por la democracia americana: ¿quién vigilaba a los guardias? ¿Había subvertido la CIA los valores democráticos? ¿Hasta dónde se podía llegar en nombre de la libertad? Por otra parte, si Braden precipitó o no el final de la más brillante operación de diplomacia encubierta de la Agencia siguiendo órdenes de sus superiores para poner coto a una actitud excesivamente crítica de cara a la administración norteamericana es una hipótesis con la que se ha especulado y que el acceso a las fuentes probablemente nunca permita confirmar.

35Mario Vargas Llosa citado por Carlos Ossa, El Siglo, 20 de junio, 1967. Llama sin embargo la atención que, sin duda por el ataque frontal con el que se presentó a la organización como un vulgar instrumento del espionaje estadounidense, las revelaciones causaran una menor crisis de conciencia entre los colaboradores latinoamericanos del Congreso que entre los europeos. Las explicaciones proporcionadas aquí por la organización no satisfarán a los enemigos pero sí a los aliados. A pesar de los calculados aspavientos de Arciniegas, la consideración final de Rodríguez Monegal sobre el hecho de que la CIA podría pagarles pero no comprarles resume de manera general el espíritu de los afiliados.

36Peter Coleman, The Liberal Conspiracy, 194: “Para cuando Monegal dimitió en 1968 […] [Mundo Nuevo] se estaba convirtiendo en la clase de revista que Michael Josselson había querido, la revista del fidelismo sin Fidel”. Resulta igualmente confusa la variación interpretativa introducida en esta propuesta por Russell Cobb Our Men in Paris?, 26, al afirmar que “el eslogan ‘fidelismo sin Fidel’ condensa la visión que el CLC tenía de la revista: política y estéticamente revolucionaria y, sin embargo, claramente anticomunista”. Por mucho que Mundo Nuevo se dirigiera también “a la izquierda revolucionaria creando sin embargo un espacio de expresión para los escritores e intelectuales desilusionados por el carácter cada vez más totalitario que iba cobrando la revolución cubana”, el vanguardismo estético sólo podía considerarse para entonces como revolucionario en términos estrictamente metafóricos, como hacían Rodríguez Monegal y Fuentes en su entrevista inaugural. Caracterizar, por otra parte, de políticamente “revolucionaria” una revista del CLC más allá del escenario concreto de una revolución antidictatorial democrática resulta en todo punto inadecuado en el contexto de Guerra Fría.

37Destacada figura de la vida cultural y del tercerismo uruguayo (que Luis Mercier llevaba varios años tratando de decantar con la ayuda del editor español Benito Milla), Rodríguez Monegal se acercará definitivamente al Congreso tras hacer estallar por fin la crisis en la dirección de la revista Número, que compartía con Carlos Martínez Moreno, Manuel A. Claps y Mario Benedetti, al publicar en junio de 1964 un texto en que tomaba posición contra el régimen de Castro.

38Emir Rodríguez Monegal, “Presentación”, Mundo Nuevo [n.° 1], 1966, 4, y carta a Milla del 14 de febrero de 1966, citada por Karina Janello, “El Boom Latinoamericano y la Guerra Fría cultural. Nuevas aportaciones a la gestación de la revista Mundo Nuevo”. Ipotesi 17, n.° 2 (2013): 123. Cuba, por su parte, no tardaría en romper la retórica coexistencial de los dos grandes dando por iniciada “la etapa de la violencia social y literaria entre los pueblos y el imperio” y llamando a los intelectuales a asumir sus responsabilidades y ponerse inequívocamente del lado de la Revolución en este combate, en “Carta abierta de los intelectuales cubanos a Pablo Neruda”, Marcha, 5 de agosto, 1966, o “Los escritores asumen su responsabilidad”, Marcha, 13 de enero, 1967.

39“Resolución General del Congreso Cultural de La Habana, celebrado del 5 al 12 de enero de 1967”, reproducida en Cristianismo y Revolución, n.º 6 (1968): 77-80.

40Ver Gilman, Entre la pluma y el fusil, 130-140.

41Confrontado a la exigencia de una eficacia política inmediata como única fuente de legitimidad, el intelectual revolucionario pasó a estar sometido a un continuo estado de sospecha del que sólo le era posible sustraerse por el procedimiento jurídico de inversión de la prueba: para defenderse, debía demostrar lo que no era denunciando a otros intelectuales, multiplicando las muestras de fidelidad a los principios revolucionarios y participando en las incesantes campañas de movilización contra el “alto diálogo”, las “fachadas culturales” o la “penetración cultural” yanqui, como se puede ver en Gilman, Entre la pluma y el fusil, 180. Hay que insistir, además, en que si el tema de la financiación por la CIA pervivió durablemente en las publicaciones militantes cubanas, no fue sólo porque era cierto sino también porque era útil como mecanismo de control de la disidencia.

42Si bien el presupuesto empezó a descender a partir de entonces: 320.000 dólares en 1966, 260.000 en 1967, 250.000 en 1968, “Carta de Mercier à Pierre Emmanuel”, 15 de diciembre, 1967, en BJLR, SCRC, IACF, Series II-Box 358, Folder 6, el programa latinoamericano acaparaba entonces el 40% del presupuesto total de la organización.

43Es la muy acertada percepción de Lucas Rubinich en “Los sociólogos intelectuales: cuatro notas sobre la sociología en los años sesenta”. Apuntes de Investigación del CECYP n.° 4 (1999): 3.

44“El nuevo Mundo Nuevo —escribirá Rodríguez Monegal a Cabrera Infante en carta del 24 de septiembre de 1968— es una pifia que no leerán ni los lectores de pruebas. Qué triunfo para los Ramas, Fernández Retamar, Lisandro Oteros, Díaz Lastra y Julio Cortázar: que le saquen una revista incómoda de las manos sus propios enemigos y que le pongan ese supositorio tranquilizante a la conciencia siempre alerta y revolucionaria de la alerta y revolucionaria izquierda intelectual de América Latina”, citada por Mudrovcic, Mundo Nuevo: cultura y Guerra Fría en la década del 60, 110.

Recibido: 02 de Mayo de 2017; Aprobado: 12 de Septiembre de 2017

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