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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versión impresa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.15 Bogotá jul./dic. 2012

 

Presentación

ANTROPOLOGÍA Y LITERATURA: TRAVESÍAS Y CONFLUENCIAS

Juan Carlos Orrego* y Margarita Serje**

* Doctorado en Literatura, Universidad de Antioquia, Medellín. Colombia. languidamente@gmail.com

** Doctora en Antropología Social y Etnología de la École des Hautes Études enSciences Sociales, París, Francia. mserje@uniandes.edu.co


El vínculo entre antropología y literatura surge, curiosamente, mucho antes de que se formalizaran las ciencias sociales a finales del siglo XIX. Se podría incluso decir que la antropología, como reflexión sobre la unidad y la diversidad humana, nace desde muy temprano en la historia moderna en el seno de una tradición literaria en particular: la de los relatos de viaje. Las descripciones y reflexiones de los viajeros en la llamada "era de los descubrimientos", que fueron centrales para la constitución del orden mundial moderno, al tiempo que transformaron la literatura (donde fundan nuevos temas e incluso nuevos géneros, como el de la utopía), dan forma a una serie de problemas alrededor de los cuales se va a estructurar, mas tarde, la antropología. En esta forma narrativa -que viene de una larga tradición en Occidente que se remonta hasta los tiempos de Herodoto- confluyen las travesías de peregrinos, mercaderes, aventureros, misioneros y conquistadores. Sus crónicas recogen, además de las noticias del viaje, la experiencia de la alteridad en la que se expresan las relaciones de poder sobre las que se forja la relación colonial. Los relatos de viaje no sólo constituyen el corpus que dio base a las primeras reflexiones de la antropología como disciplina y a los tropos con los que constituye su retórica: prefiguran también los dilemas que presenta el trabajo de campo como método y como estrategia espacial, centrales para el desarrollo de la etnografía como práctica constitutiva de la disciplina.

Los comienzos de la relación formal entre ambas tradiciones estuvieron marcados por las convulsiones del nacimiento del siglo XX. Durante el cambio de siglo había surgido un nuevo interés por el "primitivismo" en los medios culturales, literarios y artísticos europeos: Victor Segalen, por ejemplo, se propone al regreso de su viaje por Oceanía el proyecto de escribir su Ensayo sobre el exotismo, en 1904. Picasso sitúa el momento de su "iluminación" en el museo etnográfico del Trocadero, en 1907. Ambos expresan la forma que asume ahora el interés por lo otro: como eje y como posibilidad de ruptura de la experiencia y de las formas de hacer modernas (por lo menos en el arte, la literatura, la cultura).

Este interés va a ser expresado en la relación de una serie de movimientos de vanguardia que nacen de la mano con la etnología, la que a su vez adopta como referente muchos de los dilemas de las vanguardias. La relación entre las vanguardias y la etnología marca de manera indeleble los vínculos entre la antropología y la literatura: su proximidad histórica se expresa no sólo en sus objetos de indagación (las culturas y las artes de las sociedades no modernas), sino en cuanto a las prácticas (en particular, las prácticas narrativas) y las formas de aproximarlos. Mientras que en el mundo anglosajón este interés no va más allá de la inclusión de ciertas piezas de la literatura oral en las colecciones folclóricas de la antropología cultural de las primeras décadas del siglo XX -piénsese, entre los trabajos canónicos, en El arte primitivo (1927) de Franz Boas-, y sólo tardíamente se advirtió lo que hermanaba a ambas disciplinas, esta relación toma formas muy particulares en Francia y en América Latina.

Desde la antropología reflexiva francesa, varios autores han señalado y debatido las peligrosas relaciones entre surrealismo y etnografía (Jamin, 1986; Clifford, 1988; Richardson, 1993). El vínculo que unió a los etnólogos del Musée de l'Homme y del Institut d'Ethnologie y a los miembros del movimiento surrealista fue la certeza de que es en el encuentro con lo otro, que desnaturaliza y relativiza lo propio, donde se puede dislocar y desestabilizar el orden vigente. Vale la pena señalar aquí el rechazo compartido que tuvieron al viaje exótico y al carácter de los "objetos primitivos". Por su parte, la etnología -que busca en este momento consolidarse como disciplina a partir del trabajo de campo- se opone no sólo a la "antropología de sillón" sino al viaje del tour: a su mirada a vuelo de pájaro y su gusto superficial por el color local. Los surrealistas expresan también su rechazo al viaje romántico, que Aragon en el Manifiesto Surrealista denuncia como una de las "pequeñas nostalgias burguesas'. Este rechazo común lleva a que del encuentro entre surrealistas y antropólogos surjan prácticas narrativas textuales y visuales de carácter experimental, orientadas a transgredir los formatos y los límites tradicionales, con el fin de dislocar el lenguaje cotidiano. Ello se expresó particularmente en la revista Documents, dirigida por Georges Bataille como un espacio de pensamiento experimental que, de acuerdo con Clifford (1988), representa el principio del relativismo cultural y expresa tanto el impulso etnográfico del surrealismo como el principio surrealista de la etnografía. En esta revista se plasma también una confluencia alrededor de los objetos de la cultura material: del "arte primitivo", proponiendo enfoques etnográficos en los que se traslapan los debates de la etnología con los dilemas del arte y la literatura del momento.

Por su parte, los movimientos de vanguardia latinoamericanos agruparon durante las primeras décadas del siglo XX una serie de propuestas políticas y culturales multifacéticas que surgieron a lo largo y ancho del continente, dirigidas a la construcción de formas de hacer nacionales, latinoamericanas y americanistas. Las vanguardias latinoamericanas se definieron a sí mismas como precursoras y nunca dudaron en presentarse como catalizadoras e incluso como germen de los movimientos modernistas europeos (Unruh, 1994). Se consolidaron, más que como un conjunto de trabajos y de autores (tanto en las artes como en la literatura, el teatro y, en general, en la cultura), como una actividad política que surgió a lo largo y ancho del continente dedicada a explorar, recrear y reorientar el sentido y la naturaleza de la cultura latinoamericana. Estos movimientos congregaron no sólo artistas, poetas y escritores, sino a los primeros antropólogos que por esos años estaban en el proceso de institucionalizar la disciplina en el continente, quienes participaron activamente en movimientos como la Antropofagia brasilera; Amauta, en Perú; los Muralistas y los Estridentistas, en México, o el Grupo Minorista cubano, entre muchos otros1.

Estos grupos tuvieron en común el objetivo de redefinir la naturaleza y la función social del Arte, la Historia y la Cultura en el continente, así como experimentar nuevas formas de representación artística y literaria. Su quehacer se centró, sobre todo, en proponer una crítica a la modernidad latinoamericana: a sus expresiones sociales, económicas, políticas, culturales (Unruh, 1994). Buscaron trazar un proyecto original de modernidad a partir ya no de una espiritualidad indígena idealizada, sino del reconocimiento de su dislocación y su desmembramiento. La visión indigenista de Antonio García Nossa en Colombia, de José Carlos Mariátegui en Perú, o la creación de una figura como Macunaíma por Mário de Andrade en Brasil, logran repolitizar y desafiar la negación y la destrucción implícitas en la caracterización de lo americano y lo amerindio como "Otro", buscando forjar una mirada y una visión americana -latinoamericana- amerindia sobre el logos occidental.

Es precisamente de este quehacer de las vanguardias que surgen, no solamente nuevos objetos (de arte, de indagación, de reflexión) que van a ser decisivos para la antropología latinoamericana, sino nuevas formas narrativas. Los movimientos de vanguardia ponen en escena una serie de objetos de investigación etnográfica -fundamentalmente latinoamericanos- que van a ser centro de atención en las nacientes antropologías nacionales: el mestizaje, el indigenismo, la identidad latinoamericana, las identidades nacionales, el etnocidio, la historia colonial. Pero quizá lo que va a ser central es el hecho de que su aproximación a la cultura y la historia americanas surge como un modo novedoso de indagación y reflexión, donde se borran las líneas interdisciplinarias entre los lenguajes (tanto verbales como pictóricos), la historia, la etnología y la sociología. Al mismo tiempo, se diluye la línea que separa las preocupaciones estéticas de las políticas, y en las que se buscan nuevas formas narrativas. Estas aproximaciones se expresan en trabajos cruciales de la antropología latinoamericana durante la primera mitad del siglo XX, como Casa Grande y Senzala (1933) de Gilberto Freyre, el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) de Fernando Ortiz o, más tarde, Maíra (1976) de Darcy Ribeiro. Trabajos que no sólo experimentan con nuevas formas narrativas, sino que ponen además en cuestión ideas fundacionales de la antropología metropolitana como el evolucionismo o el difusionismo, mediante conceptos críticos como el de "transculturación" de Ortiz o el de "transfiguración étnica" de Ribeiro.

La sospecha de que los antropólogos, así como los literatos, construían mundos figurados con palabras tuvo el tamaño de un cisma en las llamadas "antropologías del norte", sólo en 1967, cuando la viuda de Bronislaw Malinowski autorizó la publicación de los viejos papeles de campo de su marido bajo el título de A Diary in the Strict Sense of the Term (Un diario en el sentido estricto del término). En esos documentos, el antropólogo polaco había consignado crudas reflexiones sobre sus depresiones maniacas, su invencible lujuria y, sobre todo, el profundo desprecio que por momentos le inspiraban los nativos de Kiriwina; revelaciones, ésas y otras muchas, que produjeron en Clifford Geertz una crítica implacable con visos de despecho: el antropólogo norteamericano escribió que su colega eslavo era un "narcisista rezongón, preocupado por sí mismo e hipocondríaco" (Geertz, citado por Stanton, 1998: 507). Por supuesto, lo que estaba en juego era algo más que la franqueza desmañada propia de todo diario: el gran corolario de esas confesiones era que los magníficos tratados etnográficos de la época dorada del funcionalismo -el primero de todos, Los argonautas del Pacífico occidental (1922)- habían sido, en algún grado, simulaciones de una interacción limpia y objetiva entre un etnógrafo capacitado y unos buenos salvajes hospitalarios. En otras palabras, Malinowski había descorrido el velo que ocultaba la naturaleza ficticia de la distancia científica.

No es gratuito que en la década de los setenta -es decir, en los años que siguieron a la publicación de A Diary in the Strict Sense of the Term-una nebulosa de publicaciones hiciera visible el interés de los antropólogos por los cruces de su disciplina con la literatura. De acuerdo con un inventario establecido por James Clifford, entre 1972 y 1979 vieron la luz once trabajos que "se adentran en el campo de lo literario en la antropología", entre ellos, obras tan canónicas como La interpretación de las culturas (1973) de Geertz y El lenguaje perdido (1973) de Jean Duvignaud (Clifford, 1991: 29). Con todo, será en la década siguiente cuando la conciencia de la intersección entre ambos discursos se consolide, propiamente, como un campo de estudio; en concreto, el que define como su objeto la naturaleza literaria de la escritura de los antropólogos. Dos hechos académicos lo ilustran con suficiencia: el ya célebre El antropólogo como autor (1988) de Geertz, libro empeñado en examinar la entraña retórica de un puñado de clásicos antropológicos especialmente "persuasivos"; y, antes de eso, el seminario que tuvo lugar en 1984 en la School of American Research, en Santa Fe (Nuevo México), y cuyas memorias engrosaron el volumen Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography (1986), editado por George E. Marcus y James Clifford, y traducido al español en 1991 como Retóricas de la antropología. En la introducción de esa compilación, es justamente Clifford quien mejor define lo que, por entonces, más interesaba a los antropólogos en la coyuntura discursiva en que se cruzan su disciplina y la literatura: "La etnografía es un fenómeno interdisciplinar emergente. Su influjo, y hasta su retórica, se expande abarcando aquellos campos en donde la cultura es un problema nuevo que amerita de una descripción y una crítica" (Clifford, 1991: 27-28). Por supuesto, más que la propia etnografía, el escenario real de la convergencia interdisciplinar es la práctica narrativa en que, necesariamente, deviene el gesto etnográfico; de ahí su encuentro con la literatura y todos los discursos empeñados en forjar imágenes representativas de la cultura. Fiel reflejo de esa complejidad, Writing Culture se configura como un libro diverso, al mismo tiempo que unificado, de acuerdo con un balance de Clifford: "Muchas de las contribuciones aquí recogidas funden la teoría literaria con la etnográfica. Algunas se arriesgan en su aproximación a los límites de la experimentación, para acercarse, no sin cierto peligro, a un esteticismo que acerca sus posiciones a las institucional-mente aceptadas. Otros, llevados de un alto grado de entusiasmo, desembocan en formas experimentales de escritura. Pero en sus vías diferentes [...] contemplan, los ensayos aquí recogidos, la escritura acerca de lo etnográfico como una experiencia de cambio e inventiva" (Clifford, 1991: 28).

La intersección entre antropología y literatura volvió a ser centro de debate académico en la última década del siglo xx, cuando en la Universidad de Córdoba (España), un grupo de profesores de antropología social propuso la experiencia metodológica de la etnoliteratura. Se trataba, con ello, de reconocer la obra literaria como un campo sui géneris para la práctica antropológica; un reconocimiento de la literatura como objeto de la antropología, y no, como en el caso de los investigadores reunidos en Santa Fe, de la literatura como modo forzoso de la expresión antropológica. Así lo señala Manuel de la Fuente Lombo -la cabeza visible de esa corriente disciplinar- en el abrebocas del libro en que se divulgaron los trabajos presentados en un seminario basal de 1993, Etnoliteratura. Un nuevo método de análisis en antropología: "El seminario ha preguntado, y ha tratado de responder, si es posible una Etnoliteratura como método antropológico, es decir, una Antropología desde la literatura, no una Literatura antropológica ni una Etnografía literaria" (Fuente Lombo, 1994: 6).

En contraste con esta perspectiva, cabe destacar dos líneas de trabajo que se han venido desarrollando desde (y sobre) los pueblos indígenas de América Latina. Ambas parten de cuestionar la proyección de las categorías modernas -como la de "literatura"- al aproximar las prácticas narrativas y textuales de las sociedades no modernas. De esta manera, se han cuestionado, por una parte, las herramientas textuales usadas por la lingüística, el folklore y la etnología mediante las cuales se recogen las narrativas indígenas, al tiempo que las "fijan" separándolas de sus contextos enunciativos y las reducen mediante el uso de categorías occidentales -cargadas de contenidos y significados en la historia del mundo moderno-, como la de "mito". Así, se ha reconocido que resulta problemático pensar que el concepto de mito pueda ser el traductor universal de una multiplicidad de formas narrativas indígenas. Se ha propuesto, además, que el corpus de textos, relatos y narraciones -muchas veces inscritos en la memoria colectiva de los pueblos-, más que un conjunto indiscriminado de diferentes tipos de "mitos" que pueden ser interpretados en sí mismos, no se puede desligar de un conjunto de prácticas, eventos, objetos, lugares, paisajes, narrativas, que movilizan significados y sentidos que tienen una fuerza ilocutoria o performativa. Entre estas propuestas, se pueden destacar en el caso colombiano trabajos como los de Landaburu y Pineda (1981), Echeverri (2002) y Urbina (2010).

Por otra parte, se ha venido realizando una serie de investigaciones que buscan explorar, tanto desde la antropología como desde los estudios literarios, la práctica de la escritura en pueblos indígenas. Aunque estos pueblos se han caracterizado muchas veces como "pueblos sin escritura" o como "culturas orales", desde tiempos coloniales se han apropiado de la escritura, interpelando a la Ciudad Letrada, mediante la producción de diferentes tipos de textos. El contrapunto entre este campo se puede ejemplificar con trabajos como el de Adorno (1986) sobre El primer nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, y en el caso colombiano, con los trabajos de Rappaport (2005, 2012) o Espinosa (2009) que exploran las prácticas textuales indígenas en el contexto más amplio de la memoria y la política.

Por supuesto, este balance temático no podría aspirar a pensarse completo -así sea nada más que de modo relativo- si no considerara la visión que los literatos pueden tener de la vecindad de la antropología; máxime si, como creemos, ésa es la perspectiva que ha dominado en América Latina en las coyunturas en que se ha manifestado la conciencia del vínculo referido. La sugerencia procede del crítico cubano Roberto González Echevarría, quien en Myth and Archive. A Theory of Latin American Narrative (1990) ha establecido que una parte importante de la narrativa continental -aquella particularmente interesada en explicar o justificar los orígenes y la singularidad de las culturas regionales- ha mimetizado el discurso de la antropología, cuyas recopilaciones e interpretaciones de las cosmovisiones alternativas han alcanzado un apreciable estatus enunciativo en un momento de quiebre de la hegemonía racionalista occidental. En otras palabras, lo anterior equivale a decir que, al imitar la escritura antropológica, la literatura ha buscado "autorizar" sus representaciones de la cultura. Por lo demás, así lo prueban los esfuerzos de escritores cercanos a la antropología, tal cual ocurre con Miguel Ángel Asturias, estudiante de etnología en París y autor de una saga de relatos y novelas en que la ficción amplía el alcance explicativo de los mitos mayas; o con José María Arguedas, doctorado en etnología en la madurez de su vida y autor de una obra narrativa en que la cosmovisión andina logra expresarse vigorosamente, en su alteridad, por medio de una traducción al código estético occidental. No obstante, por tratarse del trabajo relativamente insular de escritores y no de proyectos consolidados en tradiciones académicas, esas fusiones legítimas de la literatura y la antropología latinoamericanas no suelen incluirse en los estados del arte del vínculo interdisciplinar.

En efecto, la producción literaria basada en el saber antropológico no figura en el balance del encuentro entre antropología y literatura que Joan Frigolé define como "una relación multifacética" (Frigolé, 1996: 229). Para el antropólogo catalán, son cuatro las modalidades en que se materializa el cruce discursivo, todas ellas definidas desde la expectativa académica: la emergencia del "yo etnográfico", cuya expresión superlativa serían las "novelas etnológicas" producidas por algunos antropólogos; las aplicaciones del método etnoliterario promulgado en la Universidad de Córdoba; el uso de obras literarias como fuentes de datos etnográficos convencionales; y los estudios antropológicos que, como apoyo del trabajo de interpretación crítica, iluminan los contextos culturales en que han sido producidas las obras literarias (Frigolé, 1996: 229-231). Recientemente, Joan Mira ha reafirmado esa posición subalterna reservada para la literatura, entendida como fuente de los datos que sólo a la antropología corresponde interpretar; pues toda obra narrativa, "incluyendo la más elaborada y literaria de las novelas contemporáneas, es rigurosamente indígena y nativa" (Mira, 2007: 562). Según ese punto de vista, al escritor corresponde el rol del informante en el proceso de exégesis de la cultura. Pero, como creemos que ha quedado claro, esa presunta primacía interpretativa del antropólogo obedece al hecho simple de que ha sido ésa la posición enunciativa desde la que, unilateralmente, se ha reconocido y delimitado como campo de estudios eso que aquí hemos llamado "vínculo entre antropología y literatura". De hecho, no es gratuito que, al construir esa estructura gramatical conjuntiva, situemos adelante el nombre de la ciencia que representamos. Mientras tanto, la literatura se sabe autosuficiente como proyecto de comprensión de la condición humana.

El primer artículo que recoge el número es un trabajo provocador que abre el debate: "Mito, magia, mímesis" de Eduardo Subirats, quien propone una reflexión sobre las comunes fuentes del mito y ciertas formas narrativas modernas -entre ellas, la novela latinoamericana de tema indígena-, relatos referidos, por igual, a la memoria de una realidad primordial.

Este artículo se contrapone al trabajo de Carmen Bernand, "Contrapuntos entre ficciones y verdades", que hace parte en la modalidad de los estudios interesados por los procesos culturales que tienen una manifestación singular -si no exclusiva- en la literatura, o mejor, que arraigan especialmente en ella; en este caso específico, el proceso de identificación que lleva al campesino andino a reconocerse en las figuras familiares y triunfantes del imaginario histórico y regional.

Otros artículos que componen este número de Antípoda reproducen, por fuerza, el estado de cosas del "vínculo" según se ve desde la antropología. En un grupo muy definido se ubican cuatro artículos interesados por las representaciones literarias de la cultura, es decir, trabajos que llaman la atención sobre la pugna que antropólogos y escritores han sostenido en torno a unos referentes comunes. Por un lado, Felipe Martínez Pinzón propone, en "Leer a Silva a contrapelo: De sobremesa como novela tropical", cómo las representaciones espaciales ofrecidas por la literatura pretenden la identificación tópica de los sujetos sociales; eso sí, la única novela del poeta bogotano dejaría ver un paradójico orden de cosas en que dichas imágenes significan tanto la divulgación de un imaginario etnográfico y geográfico nacional como su comentario crítico. Por su parte, en "La fisura irremediable: indígenas, regiones y nación en tres novelas de Mario Vargas Llosa", María de las Mercedes Ortiz Rodríguez estudia cómo en la ficción del nobel peruano -concretamente en La casa verde, El hablador y Lituma en los Andes- se abona a la vigencia de la imagen colonial y evolucionista del indio salvaje, reducido a las antípodas de la modernidad. Asimismo, Ernesto Máchler Tobar se interesa por la representación literaria de la discriminación del indio en el proceso de reforma agraria de la Revolución Mexicana; su artículo, "Entre la entelequia y el mito: la traición de la Revolución Mexicana", muestra cómo la narrativa mexicana previa al boom aportó a la memoria de una reivindicación étnica que, nacida como consigna política, jamás pudo realizarse de facto. Finalmente, en "De la ilegibilidad de lo ajeno. Lectura mágica y escritura mimética en Alfred Dõblin" Sven Werkmeister problematiza la noción de la "cultura como texto", en boga en la antropología posmoderna; con base en las imágenes etnográficas de la trilogía Amazonas del escritor alemán Alfred Dõblin, el autor muestra cómo la renuncia a la domesticación hermenéutica de la alteridad puede significar su más legítima comprensión.

Con una perspectiva distinta, propia de los estudios interesados por el vigor antropológico de los estudios literarios, Anke Birkenmaier estudia -en su artículo "Entre filología y antropología: Fernando Ortiz y el Día de la Raza"-cómo el antropólogo cubano logró forjar conceptos significativos de cultura y raza con base en el estudio de las expresiones lingüísticas y folclóricas caribeñas.

Esta edición monográfica se cierra con dos estudios que, por concentrarse en fenómenos verbales reconocidos como enunciaciones nativas -el mito, los cantos, la tradición oral-, pueden definirse como clásicos en el contexto del vínculo entre antropología y literatura. Con una perspectiva muy definida en términos etnográficos, Selnich Vivas Hurtado estudia, en "Kirigaiai: los géneros poéticos de la cultura minika" la especificidad literaria de dos géneros poéticos de una cultura del río Igaraparaná, en el Amazonas colombiano; su artículo permite cobrar conciencia de la particularidad de una tradición verbal que no es sensible al instrumental crítico de la lingüística y la crítica literaria ortodoxas. En "La ilusión del hermano: expedición a las mitografías antropológica y literaria del Yuruparí" Juan Camilo González y Natalia Lozada establecen los puntos de contacto entre las exégesis originalistas que antropólogos y estudiosos de la literatura han hecho del Yuruparí, como forma narrativa representativa de los grupos tucano y arawak del noroeste amazónico.

Aunque el proyecto académico al que se adscribe la revista se centra en el género del ensayo, hemos optado por incluir un trabajo literario de expresión antropológica: un artículo de Christopher Britt que experimenta con diversos registros narrativos para presentar las condiciones y el contexto de un pueblo indígena en Colombia. Con estas contribuciones, que proponen reflexiones sobre los espacios de intersección entre antropología y literatura, se ponen en evidencia tanto la forma en que la literatura ha alimentado el pensamiento antropológico como la manera en que la antropología y, en particular, la etnografía se han constituido como prácticas narrativas.


Comentarios

1 De acuerdo con Vicky Unruh (1994), los diferentes grupos y sus posiciones estéticas se identificaron muchas veces con el nombre de la revista Martín Fierro en Buenos Aires, Contemporáneos en México, Amauta en Perú, Revista de Avance en La Habana, Klaxon y Revista de Antropofagia en Brasil), o con un "-ismo": como el estridentismo en México o el ultraísmo y neocriollismo en Argentina. En algunos casos, el -ismo era el proyecto estético de un individuo (como el creacionismo de Vicente Huidobro).


Referencias

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