Mientras héroes arqueólogos en las últimas series de animés japoneses descubren civilizaciones, combaten el crimen y son temidos por su poder de acceder a secretos que cambiarán la historia del mundo, el día a día de los arqueólogos de a pie usualmente se desarrolla de manera completamente diferente: enfrentando las realidades sociales, políticas y económicas de nuestros países. Sus labores giran, principalmente, en torno a los lineamientos políticos de turno en materia de cultura y educación, el desarrollo de la infraestructura productiva o la industria del turismo de las dependencias de Estados nacionales modernos. Por lo mismo, las preguntas de investigación de los proyectos individuales, los contenidos de las cátedras y las temáticas de los trabajos publicados en revistas especializadas ya no abordan únicamente el estudio del pasado en sus múltiples manifestaciones a partir de la cultura material.
¿Qué sucedió en el pasado? es la pregunta que sigue guiando nuestro trabajo, como norte común a la práctica arqueológica, pero ahora de manera más compleja. A la vez que requiere de tesonero trabajo individual, con o sin polvo, incluye también la labor colectiva, necesariamente lenta, sistemática y progresiva, ambas asidas de las manos con entrecruzados procesos de construcción de memorias. El pasado, en cada país, se produce en el presente bajo circunstancias diversas, pero para la arqueología en América Latina el problema común fundamental sigue, y seguirá siendo por buen tiempo, la colonialidad del poder (Quijano 1992). El pasado colonial, como lugar y práctica de memoria que la arqueología sustenta, es doloroso también por la destrucción de las memorias. La mortandad y la extirpación de idolatrías, la quema de ancestros y el saqueo de tumbas, sin embargo, también se traducen en registros materiales que informan una historia apenas conocida.
Desde una perspectiva metodológica, las raíces de la arqueología mundial se podrían rastrear en el pasado hasta el corte estratigráfico de la Huaca Tantalluc, dibujado entre 1763 y 1765 con base en las excavaciones realizadas por el corregidor mestizo Miguel Feyjóo de Sosa (Alcina 1995, 179-188; Martínez de Compañón [1781-1798] 1978-1994; Pillsbury y Trever 2008). “Lugar sagrado (waka) lugar del pan (tanta)” es una posible traducción del nombre quechua de ese lugar, tentativamente identificado con algún sitio arqueológico del distrito de Tantarica (Cajamarca, Perú). Sería, pues, posible afirmar que el corte estratigráfico primigenio se realizó en un lugar sacralizado por actos rituales y ofrendas acumuladas en el tiempo y asociadas con la (re)producción de alimentos.
Así, la historia de la gestación de la protodisciplina estaría en el seno del proyecto colonial americano, una larga serie de desencuentros con la materialidad del pasado que se inicia con los regalos y el saqueo del siglo XVI y la destrucción contraidolátrica sistemática a lo largo del XVII, para desembocar en la documentación moderna de las excavaciones de mediados a finales del siglo XVIII y dar paso a los inicios del coleccionismo ilustrado que desembocaría en la creación de museos.
La institucionalización de la arqueología surge a lo largo del siglo XX como parte de proyectos nacionales modernos que buscan una ciencia nacional para el desarrollo. Estas arqueologías nacionales, o incluso nacionalistas, han participado activamente en la producción de la historia de pasados pre-nacionales, sociedades pre-hispánicas más o menos civilizadas que produjeron edificios, objetos, representaciones y sistemas tecnológicos con cualidades estéticas o tecnológicas más o menos destacables. El resultado de estos procesos de descubrimiento científico del pasado mediante la aplicación del conocimiento experto y de los métodos cronológicos para el control del tiempo, absoluto y relativo, han sido pasados pretéritos poblados por poblaciones finitas, pre-colombinas, pre-hispánicas o pre-coloniales. Sin embargo, la preocupación de las narrativas resumidas aquí como un preámbulo a la arqueología del siglo XXI es su vinculación con las necesidades y anhelos de los pueblos del presente.
¿Cómo construir otras narrativas alternas, “contradiscursos al relato hegemónico construido en las lenguas colonizadoras […] que convirtió a las ruinas griegas y romanas en legítimas formas de pensamiento” (Mignolo 1995, 28)? Este mismo autor (1995) ha sugerido que para construir una razón poscolonial es necesario pensar a partir de las ruinas andinas y mesoamericanas. Como indica Castro-Gómez (2011), se trataría de “rehabilitar los saberes sometidos” (196), de “retomar”, en palabras de Mignolo (1995):
La fuerza intelectual que tales ruinas y fragmentos poseen, evitando al mismo tiempo, transformarlas en objetos de contemplación, en reliquias que deben ser restituidas o en una reconstrucción del pasado que tenga más de justificación ética o política del investigador que de fuerza viva del pensamiento y de la cultura como praxis de creatividad y sobrevivencia. (10)
La última década del siglo XX vio la articulación a nivel continental de demandas de restitución histórica por parte de comunidades indígenas y descendientes, atizada por las conmemoraciones alusivas a los cinco siglos del primer desembarco hispano en América. Estos procesos locales de resistencia han incluido la reindigenización como estrategia y replantean el reto de repensar la nación desde sus origines, de pensar las profundas raíces del poblamiento humano, en contraposición a la producción de narrativas culturales en las que actúan subjetividades esencializadas, Estados, pueblos o grupos étnicos pretéritos. Según múltiples críticas, el culturalismo habría dado lugar a narrativas cercanamente modeladas por la experiencia colonial y territorial eurásica. Una supuesta unidad de lengua, etnia y territorio, comunidades imaginadas en un pasado hecho a la medida del presente, serían la marca de culturas esenciales, anteriores y, a veces, contrapuestas al Estado colonial. Sin embargo, proyecciones simplistas del discurso han sido, y siguen siendo, fácilmente cooptables y puestas al servicio de doctrinas políticas de turno, nacionalistas, regionalistas o etnicistas.
En la tercera década del siglo XXI la creciente institucionalización del nacionalismo democrático en la región y las irresueltas contradicciones entre la teoría y la práctica arqueológica han dado lugar a un estancamiento. Las preguntas por los orígenes de los pueblos anteriores a las naciones, en general, y su historia, en particular, se han reformulado o han pasado a un segundo plano. No porque haya menguando la importancia de las preguntas, sino porque lo que queremos saber acerca del pasado de la humanidad y lo que necesitamos saber acerca de nuestro pasado se definen, en la práctica, desde las oportunidades laborales emergentes en entidades públicas y privadas. El panorama varía muchísimo de país a país, pero la disponibilidad limitada de fondos locales para la investigación de base es una constante que contrasta con las crecientes sumas invertidas, por una parte, en las industrias extractivas y, por otra parte, en la patrimonialización y musealización del pasado por las industrias culturales.
Pese a la incesante aceleración de los ritmos e impactos de los procesos de expansión del mercado, la arqueología tiene aún un papel fundamental que desempeñar en el Antropoceno. Se trata de traer a la memoria la perspectiva de largo plazo, política, social, ecológica y cultural, por un lado. Y, por otro, de contextualizar los ritmos e impactos propios de la arqueología como un proceso de memoria históricamente contingente. Nos referimos de manera particular a lo que viene denominándose arqueología pública o arqueología comunitaria, a las prácticas curatoriales educativas, a la educación patrimonial y al diálogo de saberes. Si bien recién estamos descubriendo los potenciales de la arqueología digital, es quizás la hora de pensar sobre la arqueología, la razón poscolonial y la reproducción de la violencia epistémica, desde el ciberespacio.
Es interesante anotar que el llamado a presentar trabajos para la temática “Arqueología para el siglo XXI” no recibió respuesta en términos de las razones por las cuales es menester y de actualidad estudiar el pasado profundo. Todas las propuestas recibidas tocan el presente o el pasado reciente. Lo que recibiéramos fue, más bien, un conjunto de propuestas para una arqueología más consciente de su tiempo-espacio, es decir, de su lugar en los entramados de producción y reproducción del pasado y del momento histórico presente del cual hacen parte.
Aunque es claro que la arqueología latinoamericana y mundial ha visto grandes avances en reconocer los inicios colonialistas y el efecto de los intereses políticos y económicos en nuestra disciplina, la implementación de los cambios necesarios ha planteado retos difíciles. Como la mayoría de los ensayos incluidos en este volumen demuestran de manera muy clara, en la práctica, la arqueología todavía enfrenta muchos retos internos y externos; la gran mayoría de ellos producto de esa colonialidad de nuestras historias que, como un fantasma, no cesa de acosarnos.
Algunos de estos fantasmas son abordados, directa o indirectamente, por los ensayos. Por ejemplo, ya hace muchas décadas que la arqueología ha reconocido nuestro origen e historia colonial y hemos dado grandes pasos para erradicar mucho de ese bagaje, por lo menos a nivel paradigmático, ontológico y epistemológico. Pero el reto ha sido ponerlo en práctica. El ensayo de Alina Álvarez Larrain y Michael K. McCall, en el que promueven la participación tanto del indígena como de la población local en los diseños de las estrategias de campo, es un buen ejemplo de cómo lo que aceptamos a nivel de idea puede informar nuestra metodología. Pero, más aún, pone en concordancia lo que pregonamos con lo que practicamos. Por otro lado, los trabajos de Henrik Lindskoug y Marina Weinberg tratan dos temas distintos, pero que, en su núcleo, se solapan en gran manera uno con el otro: ambos tocan la falsa dicotomía entre naturaleza y cultura promulgada por el modernismo. El tratamiento que Lindskoug le da a esta dicotomía retoma dos aspectos importantes para la arqueología y la sociedad. El primero es la visión del indígena como perteneciente a la esfera de “lo natural” y no a la de “lo cultural”. Es decir, su categorización como salvajes o no aculturados. El segundo, pero quizás más importante, es el uso de museos para promulgar y difundir esta visión. Weinberg, desde una perspectiva etnográfica, nos recuerda que, en la vida humana, todo es aculturado, incluyendo las relaciones entre especies. Cuando la dualidad naturaleza/cultura es removida de la ecuación, los resultados no son únicamente mucho más productivos, sino también mucho más reales.
El tema del patrimonio cultural es discutido más directamente por Luis Gerardo Franco en su estudio sobre el manejo del parque arqueológico de Tierradentro y los intereses de los tres grupos (el Estado, el municipio [mestizos] y los indígenas) que tienen algún reclamo de propiedad sobre este patrimonio. Este es un buen caso en donde se reconoce, por lo menos teóricamente, al parque como patrimonio indígena, incluyendo su naturaleza sagrada, pero en la práctica las realidades políticas y económicas son más complicadas. Es aquí donde la estrategia colonial del Estado de reclamar todo pasado (ya sea europeo o indígena) como base de una identidad nacional y los intereses políticos y económicos locales (municipio) se contraponen a los intereses de nuestros esfuerzos decolonizantes y, aún peor, a los derechos de los indígenas.
De otro lado, los trabajos de Rosa Elena Carrasquillo y María Fernanda Ugalde tratan con la persistencia de viejas perspectivas discriminatorias o que perpetúan una visión falsa. En el primer caso, Carrasquillo argumenta, con mucha razón, que mientras que por un lado criticamos y denunciamos el maltrato que sufrieron los indígenas, los esclavos africanos y los trabajadores europeos durante el periodo colonial inicial, por el otro lado, hoy día alabamos la arquitectura colonial, producto del trabajo de esas clases, como estéticamente impresionantes obras del Renacimiento, olvidando, en la mayoría de los casos, el costo humano. Ugalde, por su parte, trata el problema de la categorización y discriminación por género, tanto en el pasado antiguo como en la historia reciente y contemporánea de Ecuador y Latinoamérica. En su argumento, ella aborda desde cambios en el registro arqueológico y casos modernos hasta experiencias personales para demostrar cómo este tipo de discriminación persiste hoy en día, incluso en el mundo académico, en algunos casos de manera obvia y en otros, de maneras algo más subterráneas. Finalmente, el ensayo visual de María Angélica Ospina hace una aproximación, a partir del recorrido etnográfico y fotográfico, a espacios que han fungido como instituciones totales; a través de cuerpos invisibles de pacientes y terapeutas, recorre los escenarios del internamiento. De este modo, utiliza la metáfora de las matrioshkas, para realizar una suerte de arqueología del presente de establecimientos y objetos que dan cuenta del sufrimiento y del encapsulamiento de quienes habitaron el confinamiento dentro de estos fríos y grises muros.
Es claro que muchos de estos ensayos muestran las complicaciones y contrariedades de esta arqueología antropológica moderna en Latinoamérica, especialmente los problemas heredados de nuestro pasado colonial y machista. En otras palabras, a la arqueología todavía le queda mucho de nuestro pecado original, pues en muchos casos sigue cargando, ignorando o perpetuando este bagaje. Pero, a la vez, a través de una autorreflexión, atendiendo a los reclamos del “otro” y viendo el mundo con un prisma distinto, los ensayos incluidos en este número son ejemplos de cómo estamos rompiendo las ataduras de ese bagaje y avanzando hacia una arqueología más democrática, a la vez que consideramos las realidades sociales y políticas de nuestros países. Es pues posible pensar en esta coyuntura como un escalón, un punto de apoyo para abordar, durante las décadas siguientes del siglo XXI, problemas de origen antrópico de orden transnacional y global, incluidos los retos planteados por la creciente degradación ambiental y el cambio climático.