Más que un país de peones, Colombia debe ser un país de propietarios.
(Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia 1966-1972, CNMH 2016, 120)
Ampliar a las familias campesinas sin tierra el derecho a la propiedad para lograr una explotación económica eficiente, y acabar con el régimen hacendatario tradicional, fueron los objetivos que se esgrimieron en las reformas agrarias latinoamericanas en los años sesenta del siglo XX (Eguren 2019). En Colombia, la ley de reforma social agraria (Ley 135 de 1961)1 marcó un parteaguas en el derecho agrario y en la forma de entender la propiedad de la tierra, para lo cual creó el régimen parcelario como un orden jurídico especial de adjudicación de parcelas, a campesinos sin tierra o con tierra insuficiente, en predios comprados o expropiados por el Estado dentro de la frontera agrícola y en baldíos de la nación.
El reparto agrario2 estuvo unido al fomento a la asociatividad productiva, al fortalecimiento comunitario y a la provisión de servicios sociales básicos en el campo. Por esto, además de la dotación individual de tierras, contempló la adjudicación colectiva de predios junto con formas asociativas de trabajo como las empresas comunitarias. La figura legal empleada para tal fin fue el común y proindiviso, una forma de copropiedad mediante la cual el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), creado por la misma ley, adjudicaba predios, con un título común, a un grupo de beneficiarios, quienes tenían derecho a una fracción del mismo denominada cuota parte. Un rasgo sobresaliente de esta forma comunitaria de propiedad y producción agrícola es que contrastaba con el individualismo agrario (Palacios 2011) y desafiaba la representación social predominante sobre el campesinado en Colombia como individualista, basada, sobre todo, en el modelo simplificado del sujeto minifundista andino (Robledo 2017).
La promesa redistributiva despertó el anhelo de miles de campesinos y trabajadores agrarios de concretar una propiedad real y efectiva; aunque pocos lograron cumplir sus expectativas (Herrera, Riddell y Toselli 1997). En Colombia, el fracaso de la reforma explica, en parte, que el país ocupe uno de los primeros lugares en distribución desigual de la tierra y pobreza rural y, por ende, que persista el conflicto armado. Numerosos estudios han analizado los límites económicos, administrativos, jurídicos y políticos de la reforma agraria en Colombia (Berry 2002; CNMH 2013; Fajardo 1983; Machado 2009; Perry 1985; Uribe, Ramírez y Giraldo 2001), así como algunos de sus efectos indirectos -subdivisiones ficticias de tierras, lanzamientos de arrendatarios y aparceros, y aumento de la violencia en algunas regiones, entre otros-. Pero menos atención han prestado al análisis de los esquemas colectivos introducidos en la dotación agraria, a las dinámicas sociales gestadas a partir de estas nuevas formas colectivas de adjudicación y a su efectividad en la concreción del derecho a la propiedad campesina de la tierra. El limitado tratamiento del común y proindiviso, en la literatura académica sobre la reforma agraria en el país, confirma la importancia de revisitar temas clásicos con nuevas preguntas y trabajo de campo.
En este escrito exploramos la utilización estatal de la figura del común y proindiviso en la reforma agraria colombiana y la manera en que los campesinos la apropiaron y le dieron sentido en su experiencia parcelaria. Más que un examen jurídico de la propiedad y de los sistemas normativos que la definen, se trata de una discusión antropológica sobre las prácticas sociales de la propiedad, es decir, las actividades, identidades y relaciones sociales que las personas establecen en el contexto material y simbólico de la propiedad de la tierra, desde su nueva condición de propietarios. Nuestro referente empírico es una investigación etnográfica realizada entre 2016 y 2017 con campesinos parcelarios de La Mojana, en el municipio de San Marcos (Sucre). En esta región del Caribe interior, las abundantes ciénagas y tierras fértiles contrastan con la pobreza, la desigualdad social y la histórica concentración de tierras y aguas -en muchos casos baldíos y ciénagas apropiados ilegalmente- (Fals Borda 2002; Reyes 1978). Allí, entre 1989 y 2002, alrededor de 4 000 hectáreas fueron adjudicadas en común y proindiviso a 226 familias sin tierra que, a fuerza de trabajo individual y mancomunado, configuraron una comunidad campesina donde coexisten parcelas familiares, predios colectivos y zonas de uso común.
Generalmente, la propiedad ha sido entendida como el derecho sobre un bien, como un término jurídico para referirse a un objeto o como una relación económica con un recurso. El Estado y el mercado son fuerzas poderosas en la definición, regulación y valor de la propiedad, que inciden en las ideas y prácticas sociales cotidianas (Gudeman 1999). Sin embargo, estudios antropológicos han mostrado la existencia de formas variadas de tenencia y posesión (Benda-Beckmann, Benda-Beckmann y Wiber 2006; Hann 1998; Verdery y Humphrey 2004), y han criticado las nociones reduccionistas en la forma de entender y adjudicar la propiedad, tanto en la versión liberal individual capitalista como en la colectiva estatal comunista, las cuales no dan plena cuenta de las diversas maneras en que los individuos y grupos apropian, ejercen y reclaman derechos sobre objetos o recursos, según sus intereses, necesidades, relaciones y prácticas sociales. Las etnografías revelan que ser propietario o no también comporta valores morales y sentidos culturales que configuran identidades personales y colectivas (Márquez 2015). Por lo tanto, los estudiosos proponen entender la propiedad como un hecho multidimensional (Benda-Beckman, Benda-Beckman y Wiber 2006; Hann 2015): una trama de construcciones, relaciones y valores sociales, políticos y culturales que definen el acceso, la distribución y el control de cosas -materiales o intangibles- (Hann 1998; Verdery 2003).
Este trabajo se nutre del análisis de Gabriela Torres-Mazuera (2016) sobre el ejido mexicano y las prácticas ejidales, en un contexto de individualización y privatización del patrimonio colectivo e identitario rural. Según Torres-Mazuera (2016), esta forma sui generis de propiedad social se construyó sobre una contradicción: una perspectiva liberal de la propiedad individual que permitía la exclusividad de derechos sobre la parcela y su herencia, y una noción comunitarista del trabajo, la tierra y la pertenencia comunitaria, refrendada por la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inajenabilidad del ejido. En Colombia el esquema colectivo3 comparte esa ambigüedad, pero a diferencia del caso mexicano, en el país la reforma agraria no tuvo un espíritu revolucionario sino conservador; más allá de la retórica reformista, y en la práctica poco eficaz, no planteó modificaciones de fondo a la estructura de la propiedad agraria (García 1982; Ramos 2001). Sus proponentes encontraron en el común y proindiviso una forma política y jurídica novedosa de respuesta a la cuestión agraria, que pretendía mejorar las condiciones de vida de las familias campesinas sin tierra, maximizando los recursos del Estado y la productividad sin afectar la gran propiedad ni los poderes terratenientes (García 1973).
Ahora bien, como señala Verdery en su trabajo sobre colectivización y descolectivización en Rumania (2003), las políticas de propiedad no se dan en el vacío sino sobre estructuras, conceptos y prácticas ya existentes, y son interpretadas de diversas maneras por la gente. En este análisis procesual, Verdery argumenta que la propiedad se forja en procesos sociales y políticos, prácticas cotidianas y sistemas culturales que le dan sentido. En el caso de La Mojana, veremos cómo los campesinos asignaron distintos significados y valores al dominio indiviso, de acuerdo con sus expectativas sobre sus derechos como propietarios, las cuales no siempre concordaron con el imperativo de eficiencia y productividad que se pretendía en la reforma agraria.
Esta investigación surgió de un proyecto más amplio sobre los sistemas agroalimentarios en veredas del río San Jorge en La Mojana, durante el cual conocimos la experiencia de las parcelas adjudicadas en común y proindiviso. Con el fin de documentar la historia de los parcelamientos, de la mano de mujeres y hombres beneficiarios, elaboramos una cartilla de divulgación local soportada en entrevistas, talleres y recorridos por los indivisos (Camacho 2018). Este proceso generó preguntas sobre las prácticas de propiedad asociadas al reparto bajo el esquema colectivo, algunas de las cuales exploramos en este texto. Además del trabajo de campo, consultamos fuentes institucionales (Incora, Incoder, IICA-CIRA)4, así como literatura académica sobre reforma agraria, y entrevistamos a expertos en derecho agrario, investigadores en temas rurales y exfuncionarios del Incora e Incoder en varias regiones del país5.
El orden del texto es el siguiente: la primera parte presenta el contexto nacional e institucional, que desembocó en la creación del régimen parcelario como nuevo orden de la adjudicación de tierra en la reforma agraria, y algunas interpretaciones de los entrevistados sobre las razones y alcances de su implementación. La segunda parte aborda la experiencia de reparto de grandes propiedades, a familias sin tierra, en el municipio de San Marcos (Sucre). Muestra cómo las normas de acceso, distribución y uso de la propiedad indivisa se articularon con prácticas consuetudinarias de aprovechamiento de tierras y aguas de uso común, para dar lugar a una apropiación y control comunitarios del indiviso y a una territorialidad campesina modulada por las dinámicas ecológicas. La tercera parte se enfoca en las divergencias entre el modelo abstracto del esquema indiviso y los variados efectos de su implementación en la propiedad campesina. El artículo finaliza con una reflexión sobre los problemas no resueltos de esta forma de adjudicación en el régimen parcelario contemporáneo.
El régimen Parcelario: un Nuevo Orden de la Propiedad Agraria
La reforma agraria de los años sesenta planteó transformaciones económicas y sociales en el campo colombiano, y fortaleció el papel del Estado en la orientación del nuevo ordenamiento de la propiedad rural. En el plano normativo e institucional, la creación del régimen parcelario amplió la forma de entender, distribuir, usar y regular la propiedad que privilegiaba el modelo privado individual, establecido desde la Colonia (Palacios 2011) y ratificado por la Constitución de 1886 y el Código Civil de 1887. La reforma empleó varias formas de adjudicación: la propiedad individual, la propiedad colectiva, las empresas comunitarias y otras formas de producción asociativa (Santos 2006). Una novedad del régimen parcelario fue la introducción de la Unidad Agrícola Familiar (UAF), como forma especial de dominio sobre la propiedad y unidad de medida de la parcela campesina6, así como el establecimiento de un conjunto de derechos y deberes para los beneficiarios (Ramos 2015).
En los primeros años de la reforma, la modalidad más común de adjudicación fue la de parcelas individuales equivalentes a una UAF7, en tierras baldías del Estado y con un título expedido al jefe de hogar. Estas dotaciones individuales, por lo general, estaban más dirigidas a la producción pecuaria para ampliar la frontera agraria hacia las tierras de piedemonte y selva. La adjudicación en baldíos era una estrategia política que permitía reducir la presión sobre la tierra en las zonas minifundistas andinas, con menores costos para el Estado y sin afectar los intereses de los sectores terratenientes. De hecho, la baja adjudicación de predios, dentro de la frontera agraria, frenó significativamente la redistribución de latifundios improductivos en las mejores tierras (Berry 2002, IICA-CIRA 1970).
A finales de 1960 y principios de 1970, la oposición de los sectores más conservadores del país, llevó a que en el gobierno de Misael Pastrana (1970-1974) las élites políticas, industriales y terratenientes firmaran el Pacto de Chicoral, para desmontar buena parte de las medidas y logros progresistas de la reforma agraria y del trabajo organizativo de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC)8. Sin embargo, y dados los muy bajos resultados de las explotaciones individuales en términos de productividad y número de beneficiarios de la reforma (Ramos 2001), el Pacto avaló el fomento a la producción campesina capitalista, a través de modos colectivos de propiedad y producción cooperativa campesina9, bajo la forma de empresas comunitarias (Ley 4 de 1973)10. En línea con las directrices internacionales (IICA-CIRA 1970; Perry 1985), el esquema colectivo pretendía optimizar los resultados productivos por unidad de superficie y por beneficiario (Oliart 1969), además de promover la organización campesina y su integración a la economía nacional. Con las economías de escala se buscaba aprovechar los recursos y la infraestructura de las fincas; hacer más eficiente la inversión estatal en bienes y servicios públicos; dotar de tierra y estabilizar a un mayor número de familias campesinas; reducir los costos y trámites jurídico-administrativos de la adjudicación individual; y mejorar las condiciones de mercadeo de los productos (IICA-CIRA 1970)11. De gran importancia para los firmantes del Pacto, esta estrategia también permitiría mejorar las estadísticas de la reforma agraria sin modificar sustancialmente la estructura de la propiedad.
La forma jurídica que sustentó el esquema colectivo fue el común y proindiviso12. Históricamente, esta figura ha sido utilizada por familias terratenientes en la ruralidad colombiana para no dividir la propiedad, pero también, por comunidades campesinas rurales para regular el acceso a recursos estratégicos (Varela 2016) y defender su derecho a la tierra y al territorio (Meza 2016). En su clásico estudio, Catherine LeGrand menciona que las tierras indivisas eran grandes propiedades adquiridas por varios dueños mediante herencia, concesión colectiva de baldíos o por la “compra de acciones de la propiedad” (1988, 187). Sin embargo, en la reforma agraria de 1961 no se empleó el común y proindiviso en la adjudicación en baldíos. Por su parte Crist (1952), en un trabajo sobre el uso y la tenencia de la tierra en el Valle del Cauca, hace una breve referencia al indiviso para enfatizar que es problemático en lo que respecta a su división y venta, explotación y valorización de la tierra, y acceso al crédito agrícola.
La incorporación del común y proindiviso en las políticas estatales de reforma agraria13 se consolidó con los esquemas colectivos de las empresas comunitarias. El uso del indiviso fue el resultado de múltiples intereses, ideologías y poderes, que proyectaron modelos y soluciones que no eran plenamente realizables en los contextos donde se desarrollaron ni con los recursos jurídicos, económicos y técnicos disponibles. Según los exfuncionarios del Incora entrevistados, esta figura de propiedad fue marginal en el andamiaje de la reforma, puesto que se empleó en la adjudicación parcelaria de tierras dentro de la frontera agraria y no en baldíos, donde se hicieron los mayores repartos14.
También hubo matices regionales frente a la forma en que fue o no recibida la oferta de la adjudicación indivisa, promovida por funcionarios del Incora, simpatizantes de la causa campesina por la tierra15. Mientras en el Caribe la oferta tuvo una mayor acogida, en lugares como el Alto Putumayo y algunas zonas de Bolívar fue recibida con desconfianza e incluso rechazada por indígenas y campesinos que aspiraban al reparto individual. La oposición también provenía de la asociación de lo colectivo con el comunismo, que era objeto de una fuerte estigmatización social. En otros casos, la gente no vio en la tierra una opción económica viable, como sucedió con personas que prefirieron migrar a Venezuela para trabajar y buscar fortuna.
Hasta el día de hoy, el común y proindiviso ha tenido diversas y paradójicas consecuencias sociales, económicas y jurídicas, como lo revela el caso de La Mojana que veremos a continuación y que ilustra particularidades, contingencias y paradojas del proceso parcelario en una región de gran complejidad ambiental y profunda inequidad social. Allí se aprecian algunos de los cambios económicos y socioculturales generados por la intervención estatal, así como la agencia campesina en la configuración de una comunidad parcelaria.
Los Parcelamientos del Río San Jorge en La Mojana, Sucre
La Mojana es una gran llanura inundable entre los departamentos de Córdoba, Sucre, Antioquia y Bolívar. En estas tierras bajas desaguan los ríos Magdalena, Cauca y San Jorge, creando un paisaje de humedales donde predominan la ganadería extensiva, el cultivo de arroz y la pesca. Las culturas anfibias de La Mojana fueron simbolizadas por el sociólogo Orlando Fals Borda (2002) con la figura del hombre hicotea porque, al igual que la tortuga, este se mueve entre la tierra y el agua, aguanta las inclemencias del clima y resiste las durezas de la inequidad social. Allí, en el municipio sucreño de San Marcos, a orillas del río San Jorge, entre 1989 y 2002, el Incora y posteriormente el Incoder parcelaron en común y proindiviso cinco grandes fincas ganaderas: La Gloria, Monosolo, Venecia, La Mancha y Campanito, las cuales fueron distribuidas a familias campesinas sin tierra (67, 28, 40, 35 y 44 familias, respectivamente)16 (figura 1).
Fuente: elaboración propia. Mapa diseñado por Maudi Medina, a partir de la base cartográfica del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, IGAC (2020).
El proceso inició cuando en 1980 un grupo de hombres y mujeres campesinos invadió, de manera pacífica y a escondidas, una parte de la finca La Gloria para sembrar arroz. Las invasiones, tomas y recuperaciones de grandes propiedades improductivas habían sido una estrategia de campesinos y aparceros, durante los años sesenta y setenta, para forzar la redistribución de la propiedad. A causa de la concentración de la tierra, la pobreza y las luchas agrarias, que reclamaban “la tierra para el que la trabaja”, Sucre fue seleccionado como el departamento piloto de la reforma agraria, con el acompañamiento de la ANUC. En los años ochenta, La Mojana fue un escenario de inseguridad y violencia rural por la presencia de grupos guerrilleros que buscaban controlar este territorio del Caribe17. La actividad extorsiva y el secuestro de hacendados, por parte de estos grupos, favoreció la negociación de las fincas del río San Jorge que se encontraban ociosas, sin cumplir con la función social de la propiedad. La desvalorización de las tierras hizo que los propietarios, en su mayoría élites políticas y ganaderas ausentistas de las zonas altas, optaran por vendérselas al Estado, aprovechando que este financiaba el 70 % del valor del predio, pagadero por el Incora a precios muy favorables. El 30 % restante debía ser cancelado por los aspirantes a la tierra, en su mayoría aparceros, arrendatarios, trabajadores de fincas, cocineras, pescadores, aserradores y mineros de la región.
Las negociaciones de las fincas se dieron de manera pacífica e incluso hubo propietarios que instaron a sus trabajadores a inscribirse ante el Incora para solicitar un predio. Al decir de un antiguo funcionario de esta entidad, “los terratenientes se sentían padres de la patria haciendo reforma agraria”. La normatividad exigía a los aspirantes ser familias con hijos o al menos parejas, no poseer tierras y no tener antecedentes judiciales, problemas con la justicia ni vínculos con el conflicto armado. Si su solicitud era aprobada, recibían una resolución del Incora que los acreditaba como propietarios de una parcela familiar no especificada dentro de un predio común. Este documento debía protocolizarse en una notaría e inscribirse en la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos para su formalización. Una vez adjudicadas, las parcelas debían explotarse de manera adecuada sin fraccionarse, enajenarse o arrendarse durante los siguientes quince años, tiempo en el cual la comunidad campesina lograría la estabilidad social y económica. Tales medidas pretendían proteger el patrimonio campesino, prevenir la migración urbana y evitar la reconcentración de la tierra, en un contexto en el que la adjudicación era vista por algunos como un “regalo” del Estado, y, por lo tanto, susceptible de venta. En efecto, a lo largo de los quince años, esto sucedió con beneficiarios que no estuvieron de acuerdo con las exigencias del Incora ni con el esquema indiviso, que tuvieron problemas económicos, migraron o vieron en la enajenación una oportunidad para generar ingresos.
Una vez adquiridas las fincas, el Incora delimitó las parcelas familiares dentro del globo común, no sin numerosas discusiones y negociaciones internas sobre la asignación y ubicación de cada predio; en ocasiones recurrió al sorteo para facilitar y agilizar el proceso. El tamaño de las parcelas osciló entre 16 y 22 hectáreas, casi la mitad de la UAF regional -entre 31 y 41 hectáreas-, pero suficiente para desarrollar una economía diversificada de ganadería, cultivo comercial de arroz y “pancoger”, es decir, un conjunto de productos básicos para la alimentación campesina. En algunos casos, quienes quedaron con predios cerca al río o a la vía principal, redujeron el tamaño de sus parcelas y compensaron a los que no tuvieron estas ventajas. En áreas donde la presencia de zapales (bosques inundables), monte profuso o ciénagas impedía el deslinde de predios vecinos, las familias optaron por dejarlas “en comunidad” para utilizarlas colectivamente. Atendiendo a lo dispuesto en la Ley 30 de 198818, que reconoció el derecho de las mujeres a la propiedad de la tierra y su trabajo en las explotaciones familiares, la adjudicación se hizo a nombre de la pareja, con lo cual se les protegió a ellas y a sus hijos. Este fue un logro importante en las luchas de las campesinas frente a las históricas brechas de género en materia de herencia y propiedad de la tierra (Deere y León 2000; Meertens 2006).
El conjunto de prácticas y normas de acceso, distribución y regulación de la tierra y los recursos que los parceleros desarrollaron en los indivisos fue determinante en la apropiación física, social y afectiva de las parcelas, así como en la construcción de una territorialidad campesina19. Las acciones de dominio sobre la propiedad se iniciaron con el trabajo productivo: tumbar el monte, parar los ranchos de vivienda y los cultivos de pancoger, sembrar árboles en los linderos y pastos para arrendar a los ganaderos ricos o establecer compañías para la cría de animales. Con el trabajo invertido y la diversificación productiva, los predios se valorizaron y se afianzó la función social de la propiedad.
A la apropiación física de la tierra se sumó su regulación, mediante la adopción de la normatividad del Incora y el establecimiento de acuerdos internos, basados en pautas morales y valores culturales locales, que facilitaron el desarrollo de relaciones sociales más fluidas entre quienes compartían un predio, sin tener vínculos personales o comunitarios previos. El principio rector fue el respeto por la propiedad familiar (incluidos la tierra, los cultivos, animales, árboles y bienes personales, entre otros). Robar, dañar, traspasar los límites de la propiedad o adquirir un crédito, poniendo como prenda el indiviso, comportaban sanción social y económica. Cercar los predios, mantener a los cerdos amarrados para evitar daños en los cultivos vecinos y abrir guardafuegos entre los deslindes fueron mecanismos de protección de los bienes ajenos. El intercambio de bienes y servicios y el trabajo manco munado “a pulmón” en obras comunitarias (vías, terraplenes, acueductos, pozos), dentro y fuera del indiviso, también hicieron parte de la ley del buen vecino que afianzó el sentido de lugar y pertenencia (Feld y Basso 1996) de los parceleros. Es de señalar que, en este escenario caribeño de rica tradición oral, el uso de la palabra, el buen humor de la gente, el chisme y el chiste, como mecanismos de control social, y la mediación de los líderes locales y de la ANUC -que acompañaron el proceso adjudicatario-, jugaron un papel importante en el manejo de las diferencias y los conflictos sin violencia.
Una práctica importante en los parcelamientos fue el respeto por los pasos de las personas y el ganado hacia las fuentes de agua aledañas, en concordancia con las prácticas históricas que conforman el derecho consuetudinario al uso libre y común de ciénagas, playones, zapales y orillas del río. Estos bienes públicos han sido un soporte material fundamental para la dieta y la economía agropescadora de la región. La dinámica ecológica estacional de inundación y sequía en La Mojana ha incidido en los patrones de uso y aprovechamiento de tierras y aguas: durante las lluvias, las aguas altas inundan las ciénagas, aumenta la pesca y el ganado se traslada a zonas altas y secas. En el verano, las aguas se retiran y emergen los “abonados de ciénaga”, tierras fértiles donde nacen pastos naturales para el ganado y el cultivo de productos de ciclo corto. En contraste con la histórica privatización de facto de tierras y humedales, por parte de hacendados ganaderos (Camacho 2015; Fals Borda 2002), los parceleros mantuvieron su adscripción a una larga historia de economía moral local, al respetar los usos y costumbres que han marcado la vida de la comunidad. Esta tradición está sustentada en la solidaridad para la subsistencia y en valores culturales como la generosidad, el servicio y la confianza, marcando así una diferencia con las actitudes excluyentes y restrictivas de algunos terratenientes.
El uso simultáneo de leyes oficiales y acuerdos locales de uso y regulación de la propiedad familiar, colectiva y pública configuró lo que Torres-Mazuera (2016) denomina un agregado normativo. Este concepto, que la autora describe como la superposición de leyes, principios ideológicos y culturales, y prácticas sociales en tensión y cambio, es útil para entender la forma como los parceleros de La Mojana establecieron arreglos de propiedad y construyeron una territorialidad, a partir de necesidades e intereses de corto y mediano plazo, de negociaciones cotidianas y según sus propias interpretaciones de la ley, los usos y la costumbre.
La estructura jurídica, institucional y normativa de la reforma -y del común y proindiviso- proporcionó al Estado herramientas de gobierno y de control poblacional y territorial. Algunas de ellas fueron los reglamentos para el acceso y uso de la tierra y los recursos; el pago de la deuda por la tierra, mediante créditos con la Caja Agraria; la tributación y la nueva condición de usuarios de los servicios del Estado y del proyecto de modernización que buscaba integrarlos al mercado como propietarios. El proyecto colectivo también hizo parte de una estrategia de mejoramiento sociocultural (Li 2007) tendiente a regular comportamientos, prácticas y aspiraciones del sujeto y la familia campesina, en el esperado tránsito desde el aislamiento, el atraso, la ignorancia y el individualismo -elementos dominantes en la representación de esta población- hacia la integración, la empresarización y la eficiencia. Esta agenda de transformación cultural fomentaba una mentalidad y una disposición orientadas al trabajo en comunidad, que redundara en cambios económicos, sociales y políticos positivos (Bosco 1972).
Sin embargo, como señaló una exfuncionaria del Incora, la colectivización de la tierra y del trabajo no era parte de la experiencia campesina y “la asociatividad es una cosa muy compleja como para hacerse por decreto de la noche a la mañana” (E. P., exfuncionaria del Incora, entrevista con las autoras, julio de 2019). En La Mojana, a esto se sumó la limitada presencia e inversión del Estado y la inoperancia administrativa del Incora en trámites que tuvieron errores, retrasos y costos adicionales. En efecto, la acción estatal fue más un reparto de tierras que una reforma agraria, en tanto no se acompañó de una provisión efectiva de bienes o servicios públicos, ni de una empresa o proyecto productivo comunitario vinculado a una estrategia de desarrollo económico y social para la transformación de las condiciones de inequidad y marginalidad que han caracterizado a esta región.
Ahora bien, las mujeres y hombres entrevistados en las parcelas coinciden en que, a pesar de los duros trabajos que pasaron para establecer las viviendas, los cultivos y las obras comunitarias, así como de los desafíos propios de la convivencia y la administración de una propiedad indivisa, la adjudicación fue una “bendición”. En contextos materiales y culturales donde la tierra era la principal fuente de riqueza, estatus social y poder económico y político, ser propietarios significaba para los campesinos acceder a un recurso productivo, asegurar una parte de su abastecimiento y tener un lugar donde arraigarse. Tener tierra propia les proporcionó una base material para su autonomía, subsistencia, empleo, ingresos y distintas formas de acumulación en ganado, infraestructura, bienes y en la educación de los hijos. La satisfacción de tener tierra la resumió un campesino de esta manera: “antes de tener tierra trabajaba sembrando en lo ajeno. Ahora estoy en una sola parte y tengo mi cayo de chopo [sembrado de plátano, alimento central de la dieta local]. Me siento orgulloso por tener un pedazo de tierra” (M. S., parcelero de San Marcos, entrevista con una de las autoras, agosto de 2017).
A partir del reparto agrario, los campesinos, muchos de los cuales no tenían experiencia previa de propiedad de la tierra, construyeron nuevas identidades y subjetividades como propietarios o de acuerdo con el énfasis productivo de la finca -ganaderos, arroceros-. Un motivo de satisfacción que reiteran, es que resignificaron y revalorizaron la noción de parcelero que había estado asociada con “la mala gente del monte”, es decir, los guerrilleros, paramilitares y delincuentes comunes, a quienes los campesinos rechazaron por no compartir su proyecto de vida ni sus métodos violentos. Forjar una identidad como una comunidad de gente honesta, trabajadora y pacífica les ofreció protección frente a los poderosos, acostumbrados a ejercer su dominio a través de la propiedad o las armas. Asimismo, proyectó una imagen de los parceleros como comunidad organizada, que en ocasiones les sirvió para respaldar sus demandas por servicios públicos ante las autoridades locales.
La propiedad y los títulos representan una de las principales promesas de la reforma agraria y del poder del Estado (Sikor y Müller 2009; Sikor et al. 2017). En el régimen parcelario, el título definitivo se podía obtener al cumplir quince años de la adjudicación. Al formalizarse jurídicamente en la notaría y la oficina de Registro de Instrumentos Públicos, las parcelas entraban formalmente al mercado de tierras, pues, a diferencia de los resguardos indígenas y las tierras colectivas de comunidades negras, los indivisos para campesinos no eran inalienables, inembargables ni imprescriptibles. En ese momento, los parceleros podían iniciar el proceso de disolución del predio común, pues la ley contemplaba la posible individualización de la dotación colectiva (Oliart 1969).
En La Mojana, los quince años de restricción para vender las parcelas se cumplieron entre 2004 y 2017, dependiendo de la fecha de adjudicación de cada finca. Sin embargo, la individualización nunca se llevó a cabo por varias razones. No solo los trámites administrativos y jurídicos eran engorrosos y costosos, sino que varias décadas después, hay quienes aún no tienen un título debidamente formalizado por los múltiples requisitos para poder reclamarlo y a la ineficiencia estatal: errores en las resoluciones y títulos, demoras en los trámites, decisiones contradictorias con respecto al estatus de la adjudicación, pérdida de documentos y fallecimiento de los adjudicatarios iniciales. Además, la disolución del indiviso dependía de que todos los copropietarios hubieran saldado las deudas con el Estado y cumplieran con la totalidad de las prescripciones legales, lo cual rara vez ha ocurrido. Al respecto, en las cinco fincas parceladas hubo transacciones de tierras antes del plazo estipulado por la ley, fraccionamiento de predios, acumulación de más de dos UAF e incumplimientos en el pago de las deudas, entre otras acciones que iban en contravía de la normatividad estatal y se constituían en impedimentos para la individualización de todos los copropietarios. Lo anterior refleja la distancia entre los diseños teóricos y los modos burocráticos “de arriba hacia abajo” de las reformas agrarias impulsadas por el Estado, y los diversos significados de la tierra, la propiedad y los contextos sociales donde se han aplicado (Sikor y Müller 2009).
La coexistencia de distintos tipos y arreglos de propiedad -individual, familiar, colectiva- evidencia un panorama variado y complejo. En estas circunstancias contrastantes, el común y proindiviso terminó constituyendo para muchos parceleros una forma aceptable y ventajosa de dominio. A la apropiación de esta figura contribuyó la existencia y el aprovechamiento colectivo de diversos bienes comunes, que configuraron un modo de vida en el cual los campesinos no siempre se orientan por una lógica individualista y privatizadora. Por esto, algunos optaron por no fraccionar ni vender la propiedad hasta hoy. En este sentido, podría decirse que la experiencia de los parcelamientos del río San Jorge desafía las narrativas dominantes sobre el individualismo agrario, que lo presentan como una característica intrínseca del sujeto campesino, a partir de la generalización de un modelo simplificado de minifundio andino. No obstante, esto requiere ser matizado a la luz de un elemento clave: en los parcelamientos estudiados las cuotas parte fueron claramente asignadas y delimitadas desde el inicio de la adjudicación. Tener claridad sobre lo propio y lo ajeno permitió afianzar el dominio familiar, ejercer el derecho a la propiedad, construir una territorialidad y un sentido de lugar individual y colectivo a la vez.
Las Anomalías y Variaciones del Esquema Colectivo Basado en el Común y Proindiviso
En su análisis del ejido mexicano, Torres-Mazuera propone la existencia de una común anomalía para referirse a la distancia entre el modelo abstracto de la ley, el proceso de dotación agraria y las maneras como los ejidatarios ejercen y demandan derechos sobre la tierra, de acuerdo con sus nociones de propiedad. Esta distancia no solo influye en la efectividad del ejido, sino que se constituye en un reto analítico para entender sus lógicas de funcionamiento (2016). Lo propio sucede con el común y proindiviso, figura que actualmente se sigue utilizando en Colombia como forma de adjudicación en el régimen parcelario. Esta figura también presenta brechas entre el diseño conceptual y jurídico de la política, -atribuibles a los cambios en la normatividad agraria-, los momentos históricos de su aplicación y la heterogeneidad geográfica y social de los contextos de adjudicación. En esta sección señalamos algunas divergencias entre las premisas teóricas de la dotación indivisa y la materialización de la propiedad campesina.
Uno de los primeros aspectos a destacar es que el Incora y el Incoder han entregado las propiedades en común y proindiviso en condiciones disímiles. Es decir, no siempre han determinado con claridad la ubicación física de la parcela ni la han delimitado dentro del predio global o en la resolución de adjudicación. Esta indefinición ha obligado a los campesinos a negociar, subdividir y distribuir las parcelas en terrenos geográficamente heterogéneos y desiguales, y a contratar topógrafos para delimitar las cuotas parte que les corresponden. Tales procesos no han estado exentos de tensiones y conflictos, a veces violentos. Al dejar esta labor en manos de la propia gente, el Estado ha evadido su responsabilidad de asegurar los derechos de propiedad individual. Esto no solo ha redundado en la inseguridad jurídica de la parcela, sino que ha impedido la eventual individualización y ha llevado a que algunos campesinos abandonen la tierra, pierdan los derechos adquiridos y la inversión, y no puedan heredar la propiedad a sus hijos.
Tan importante como lo anterior es que el Estado, en cabeza del Incora y del Incoder, tampoco ha cumplido con la norma de adjudicar cuotas parte iguales o superiores a la UAF. A pesar de que una evaluación de la reforma (IICA, OEA e Incora 1977 en Berry 2002) concluyó que el tamaño de la UAF era insuficiente, los indivisos incluyeron más familias en menos tierra, especialmente, en regiones como el Caribe donde predominaba el latifundio ganadero y había una población numerosa de aparceros. El esquema colectivo ofreció al Estado una salida al problema de la tierra, al incrementar el número de beneficiarios dentro de la frontera agrícola y contener las críticas por los incumplimientos redistributivos de la reforma. Pero lo que fue una ventaja para el Estado, probó ser un problema para los campesinos y ha impedido la realización de procesos divisorios, al ser ilegal fraccionar la tierra por debajo de la UAF.
Las pretensiones de que el esquema indiviso no solo colectivizara la propiedad sino también la producción, el crédito y el riesgo, en aras de una mayor eficiencia productiva y un bienestar social que redundaran en mayores ingresos para los parceleros, no produjeron los resultados esperados. En primer lugar, las tierras adjudicadas en común y proindiviso no siempre estuvieron vinculadas a una empresa comunitaria o a una iniciativa productiva. En esos casos, que analizamos en La Mojana, los adjudicatarios se vieron obligados a desarrollar su proyecto económico sin apoyo estatal y sin capital inicial, y a diseñar estrategias para pagar el 30 % del valor del predio que no cubría el Estado. En los casos en los que sí hubo una empresa comunitaria o proyecto productivo el fracaso fue un común denominador20.
Entre las causas del fracaso se ha responsabilizado al Estado por la insuficiente financiación y provisión de bienes públicos y servicios técnicos; el excesivo control y paternalismo del Incora; el desconocimiento de las condiciones agroecológicas de las regiones a intervenir y de los cultivos a promover, así como por falencias en la planificación, administración y contabilidad de las empresas y proyectos productivos (Giraldo 1982; Liboreiro, Balcázar y Castellanos 1977; Perry 1985). La mala calidad y la baja cantidad de la tierra adjudicada, así como la morosidad de los créditos colectivos, hicieron que algunos socios abandonaran la empresa y los predios, constituyéndose en desplazados crediticios21. La convivencia comunitaria también fue un desafío, debido al oportunismo e individualismo de algunos socios, quienes no trabajaban con la misma intensidad y compromiso (Berry 2002; Ortega 1990). Colectivizar la producción, el crédito y el riesgo era un reto, pues, aunque este esquema se inspiró en prácticas asociativas tradicionales como la mano cambiada y el convite, estas se regían tanto por acuerdos sociales como por principios morales y relaciones de parentesco y amistad, por lógicas empresariales.
La estricta normatividad del Incora no logró impedir que la gente fraccionara o enajenara su parcela o las mejoras, antes del tiempo estipulado, mediante compraventas, promesas o documentos privados legalizados en notaría. Estas transacciones son parte de un conjunto de prácticas de propiedad informales y consuetudinarias sin soporte jurídico, pero con legitimidad cultural y moral que, desde la perspectiva campesina, tienen estatus de legalidad. No obstante, si bien son menos costosas y complejas que los trámites jurídicos formales, dejan a los compradores en calidad de poseedores, por lo que no pueden protocolizar el acto jurídico que les transfiera el derecho de dominio. La venta de parcelas con títulos precarios, o del mismo predio varias veces, ha sido una fuente de conflictos sociales y, sobre todo, ha agudizado la informalidad de la propiedad. Como se ha señalado, la informalidad limita el acceso a la inversión y al crédito públicos; facilita el despojo y la reconcentración de la tierra y restringe la restitución estatal de predios a las víctimas del conflicto (Helo e Ibáñez 2008, Usaid 2018).
La manera como los beneficiarios han apropiado la tierra adjudicada en el esquema indiviso presenta variaciones importantes. Mientras unos siguen aspirando a individualizar los predios, otros optan por mantener la tierra indivisa, para poder fraccionar y lotear el predio por debajo de la UAF, sin que ello sea visible para el Estado. Hay quienes, incluso, han preferido mantenerse como poseedores para evitar el pago de impuestos, aun sabiendo que esto acarrea incertidumbres jurídicas. La inseguridad jurídica, entonces, también se debe a la “inacción” de los beneficiarios frente a la institucionalidad, a la falta de gestión de los trámites burocráticos y al incumplimiento de las obligaciones tributarias.
Por último, es importante mencionar que los logros y limitaciones del esquema colectivo han estado modulados tanto por la heterogeneidad poblacional, ambiental, política y cultural regional, como por las actuaciones de los funcionarios nacionales y técnicos locales, encargados de cumplir con metas de ejecución bajo múltiples presiones políticas. Además, la legislación agraria y el régimen parcelario han sufrido modificaciones en el tiempo, según los lineamientos políticos de los gobiernos de turno, las transformaciones rurales y las contingencias sociales del país. En este sentido, no hay un único modelo de adjudicación parcelaria ni un prototipo de propiedad indivisa.
Conclusiones
En este trabajo exploramos una dimensión poco estudiada de la reforma agraria en Colombia: el esquema colectivo del régimen parcelario basado en la propiedad indivisa. Señalamos que los problemas de los indivisos se derivaron en parte de los criterios que orientaron esta forma de adjudicación, ya que esta fue más una estrategia para reducir costos y evitar conflictos con los grandes propietarios que una política de redistribución agraria. Al aumentar el número de beneficiarios dentro de la frontera agrícola sin incrementar proporcionalmente la tierra adjudicada, el Estado, además de mejorar sus indicadores de ejecución, respondió a las críticas por fomentar la colonización de baldíos, en vez de desconcentrar los factores productivos.
A partir de la experiencia de cinco fincas adjudicadas en común y proindiviso, en San Marcos (Sucre), destacamos dos aspectos notables de esta novedad normativa, relacionados con la gestión colectiva de la propiedad campesina en un contexto de individualismo agrario. El primero es que la norma establece formas de acceso y regulación de la tierra, a partir de las cuales la gente hace una apropiación física y social de las parcelas, y construye una territorialidad articulada al contexto ambiental y a los arreglos para gestionar colectivamente la propiedad y la convivencia. El segundo, que las prácticas diversas de propiedad cuestionan parcialmente la representación de los campesinos como sujetos individualistas, pero a la vez muestran las limitaciones del esquema indiviso en la concreción y formalización del dominio individual al que aspiran los beneficiarios. Si bien este ha ofrecido alguna protección a campesinos en escenarios de concentración y presión por la tierra, la seguridad jurídica que prometió la norma no siempre se concretó.
La adjudicación de tierras en común y proindiviso -por parte del Incora y del Incoder- se ha mantenido hasta el presente, aunque no es la forma predominante de reparto a campesinos. A pesar de ser una figura altamente problemática para garantizar el bienestar de los beneficiarios y su derecho a la propiedad, el Estado la ha seguido utilizado en procesos de reforma agraria, incluso en el contexto neoliberal que reemplaza el carácter redistributivo por el acceso a la tierra a través del mercado (Ley 160 de 1994)22 (Procuraduría General de la Nación 2015; Tadlaoui 2012). En un reciente informe sobre la institucionalidad agraria y las irregularidades en la gestión de la política rural y de tierras, la Procuraduría General de la Nación (2015) identificó numerosos problemas no resueltos, de orden jurídico, económico, productivo, ambiental y social, asociados con el común y proindiviso en la propiedad parcelaria. El análisis destaca los conflictos entre los beneficiarios que rechazan esta figura y ven frustrado su deseo de tener una propiedad individual. Un ejemplo del fracaso del esquema colectivo es el caso de una parcelación en San Martín (Meta), en donde el Incoder ubicó a campesinos, población desplazada y desmovilizados del conflicto armado en condición de pobreza, sin suficiente tierra ni un proyecto productivo. En esta situación de posible revictimización, los adjudicatarios no cuentan con una alternativa jurídica clara para la definición de su propiedad (Procuraduría General de la Nación 2015, 97). La entidad de control insta a la institucionalidad a tomar medidas para individualizar y formalizar los indivisos.
Como resultado de lo anterior, el Programa de Tierras y Desarrollo Rural (PTDR), de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), diseñó una metodología de formalización e individualización de este tipo de predios, para ser replicada por la Agencia Nacional de Tierras (ANT) “en predios de similar condición” (Usaid 2018, 1). Para ello, se basó en la experiencia de siete parcelaciones del municipio de Fuentedeoro (Meta), adjudicadas en común y proindiviso entre 1996 y 2000. La metodología destaca que esta figura ha generado situaciones anómalas que han afectado la convivencia y la explotación económica de las parcelas23, así como dinámicas de informalidad que han impedido a los beneficiarios sentirse dueños del predio, dada la incertidumbre jurídica frente a lo que les corresponde. Asimismo, con respecto a los costos económicos, jurídicos, técnicos, administrativos y sociales del proceso divisorio, resalta que se debe buscar la aplicación de Mecanismos Alternativos de Solución de Conflictos (MASC), que faciliten y agilicen las rutas notariales y jurídicas.
Las dificultades para individualizar y formalizar los predios indivisos son sin duda un aspecto importante a considerar en las discusiones sobre la pertinencia o no de mantener la figura. En este trabajo hemos querido aportar a la discusión de un tema poco abordado en la literatura sobre la reforma agraria y los estudios campesinos, desde una óptica etnográfica que explora las prácticas de propiedad y los procesos de apropiación y gestión de las tierras y aguas rurales. Nuestro llamado es a continuar profundizando en la experiencia de adjudicación en común y proindiviso, para comprender las posibilidades reales del dominio colectivo campesina y del régimen parcelario, desde una aproximación al carácter diverso y cambiante de la propiedad.