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Cuestiones Teológicas

versão impressa ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.38 no.89 Bogotá jan./jul. 2011

 

POSMODERNIDAD Y HUMANISMO CRISTIANO

Postmodernity and Christian Humanism

Rino Fisichella*


* Doctor en Teología. Presidente de Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. Ciudad del Vaticano.
Correo electrónico: gerardo.galetto@novaevangelizatio.va

Artículo recibido el 15 de noviembre de 2010 y aprobado para su publicación el 21 de abril de 2011.


Resumen

¿Desde dónde reflexionar sobre el humanismo cristiano? ¿Cuál es el papel que debería jugar la noción de ley natural en el humanismo cristiano? Estas dos preguntas están en la base de este artículo del Dr. Fisichella. Inicia su narración en el cambio de tiempo que pareciera representar este momento de la historia, cuál es su significado (¿un final o un comienzo?), recoge la preocupación sobre la cuestión de los "derechos a la carta" y luego de dar un atisbo al recorrido de la noción, propone a la noción de ley natural como la base de la reflexión.

Palabras clave: Humanismo, Ley natural, Humanismo cristiano, Ética.


Abstract

Where is the starting point to think over christian humanism? What is the role that should play the concept of natural law in christian humanism? These are the questions stated in this article by Dr. Fisichella. He starts his narrative by dealing with the changing of time which could be represented by this moment in history; ¿what does it mean? (an end or a a beginning?). The author approaches the concern of "choosing rights à la carte" and, after going through this notion and its developments, he proposes the concept of natural law as a basis for his reflection.

Key words: Humanism, Natural Law, Christian Humanism, Ethics, Postmodernity.


"Cuando veo que se otorga el derecho y la facultad de hacer cualquier cosa a cualquier poder, se llame pueblo o rey, democracia o aristocracia, sea que se ejercite en una monarquía o en una república, afirmo que ahí está ya el germen de la tiranía; y busco otro lugar para vivir sometido a otras leyes" (Toqueville, 1968, p. 299). Aunque lejana en el tiempo, la expresión de Toqueville mantiene una indiscutible actualidad. El período que estamos viviendo claramente indica el fin de una época y proyecta elementos que podrían caracterizar fuertemente la nueva etapa que asoma en el horizonte. Justamente se habla de "fin de la modernidad" porque de hecho es esta etapa la que concluye; pero no quisiera aún hablar de "posmodernidad" como si ya estuviéramos en el inicio de una nueva época. Si con la expresión "posmodernidad" se quiere expresar el fin de la modernidad, entonces no tengo problemas; si en cambio se quiere indicar el inicio de un período nuevo, entonces se me presentan muchas perplejidades. La conclusión de una época no coincide inmediatamente con el comienzo de una nueva. Siempre son necesarios largos momentos de transformación que implican la capacidad de poder orientar los cambios sin tener que sufrirlos pasivamente. Si se quiere, esta consideración encuentra su fundamento en el concepto de libertad humana, la cual se ejercita en los momentos de cambio cultural con la capacidad de otorgar a los acontecimientos una dirección que pueda imprimirles, como si fuera una síntesis original, el desarrollo del patrimonio cultural que hemos recibido, pero reelaborado con el espíritu propio de nuestro tiempo. Se trata, en suma, de ser originales frente a los acontecimientos históricos para poder expresar de la mejor manera posible nuestro ser como "hijos" de una cultura y al mismo tiempo como "padres" de otra. Esta dimensión permite verificar una dinámica permanente capaz de dejar nuestra huella original no sólo en la vivencia de los acontecimientos, sino sobre todo en el orientarlos para entregar a las futuras generaciones un patrimonio de la cultura que dinámicamente se ha incrementado y afirmado.

Uno de los rasgos que surgen al comienzo del fin de la modernidad, parecería ser el reconocimiento de una especie de extensión sin límites a los derechos individuales, que no puede no alarmar a quienes se interesan de corazón por el bien de toda la sociedad. Parece obvio que los contenidos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de las Naciones Unidas de 1948 forman ya parte del patrimonio cultural del mundo. Como ha dicho Benedicto XVI en su Discurso a las Naciones Unidas el 18 de abril de 2008, este documento sitúa en evidencia: "el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y acciones de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia". En sus intervenciones, esta idea aparece continuamente como si fuera un leimotiv de su enseñanza, y se reafirma con insistencia de qué manera los derechos de la persona deben ser respetados y promovidos, sobre todo en lo que refiere a la verdad de la vida, a la dignidad de la mujer, al derecho elemental a la alimentación y a la educación. Como puede verse, al centro de esta concepción se pone el tema de la persona.

Quisiera solamente señalar el rol determinante que el cristianismo ha desempeñado al incluir como patrimonio de la humanidad la originalidad del concepto de persona. Si se quiere, en torno a este término se puede releer la historia del progreso y la maduración civil, cultural, social y política. Hasta el siglo IV, el término estuvo sujeto a una larga discusión sobre su significado más apropiado. En la acepción latina -que obedece a orígenes etruscos- el término persona nos reconduce al ámbito del teatro, indica la máscara que cubría el rostro del actor. En la semántica griega, el término prósopon indica la máscara teatral pero también aquello que "cae bajo los ojos", "aquello que se ve". La discusión sobre el término nace justamente en el momento en que se quiere explicar la fe en la Trinidad y la presencia de tres personas con una única naturaleza; al mismo tiempo los primeros cristianos debían explicar en relación a Jesucristo, el hecho de que la única persona divina estuviera presente en la naturaleza humana y también en la naturaleza divina. Se debe a la gran inteligencia de Agustín la solución más apropiada que permanecerá hasta nuestros días. Él, ha sabido armonizar el término con el concepto, mostrando que la persona es ella misma en relación con el otro. Seguidamente serán los concilios los que establecerán dogmáticamente la precisión de la fórmula; lo que importa, en todo caso, es verificar que sobre la base de la clarificación trinitaria y cristológica del concepto se arribó a una de las conquistas más revolucionarias de la cultura universal. Persona es una identidad propia que se cualifica en su relación con otro. Para captar en profundidad su valor semántico es necesario comprender su procedencia derivada de la fe en la Trinidad. En la unidad de la naturaleza divina, indivisa pero participada totalmente, las tres Personas se cualifican y diferencian como Padre, Hijo y Espíritu Santo; cada una de las tres personas vive sólo en relación con la otra en una forma de donación y acogida que permite identificarlas como Padre que todo lo entrega, Hijo que todo lo recibe y Espíritu Santo como fruto del dar y recibir totalmente. La persona, en definitiva, se cualifica por la relación de amor que le permite ser lo que es.

A la luz de esta perspectiva se puede comprender el valor que trae la persona al mundo contemporáneo y el desarrollo que ella ha tenido en las diversas instancias científicas. Del concepto de persona brota en consecuencia el concepto de su dignidad y de su valor universal, y por tanto la atención debida a cada persona, a toda la persona y al bien de todas las personas. No es por tanto exagerado afirmar que si se quiere salvaguardar el concepto de persona y de su dignidad ambos deben permanecer ligados a Dios, que garantiza la exacta comprensión y explicitación. En la medida en que se olvida a Dios se olvida también la persona, portadora de su imagen y semejanza; en la medida en que se olvida a la persona, también se olvida a Dios, que es su garantía fundamental. La consecuencia inevitable que parece proyectarse en el horizonte es la de una ulterior Wende; este giro, sin embargo, no impide que el hombre quede reducido a un rol marginal dentro de la naturaleza; no es el hombre, el centro; lo es la técnica. Por otra parte, si la técnica está en condiciones de determinar la existencia personal desde sus inicios y ni siquiera la ciencia siente la necesidad de poner límites a la experimentación sobre la célula humana, avasallando las mismas reglas que se habían dado precedentemente, entonces sólo cabe esperar las consecuencias lógicas de una tal actitud. El hombre, en la escena del teatro de este mundo, ya no podrá ejercer el rol de protagonista al que se había acostumbrado desde siglos, sino que debe dejar su puesto a quien ahora pretende determinar su misma existencia. Vuelve a aparecer sobre la escena del mundo la figura de Medea que asesina a sus hijos; y así la técnica creada por el hombre para hacer más humana su existencia, parece arrinconar al hombre mismo como si se tratase de un nuevo y nunca superado complejo de Edipo. Se puede ampliamente compartir el análisis según el cual el hombre contemporáneo ha delegado de tal manera en la técnica la tarea de producir todo, que ya no comprende el grave peligro en que ha caído. De hecho, la técnica ha asumido el rol de domina no sólo de la naturaleza, sino también del hombre, reduciéndolo a un simple objeto de su experimentación sin atender a sus consecuencias. Si crece la técnica pero no aumenta paralelamente el horizonte espiritual del hombre y la persona no permanece en una dinámica de maduración hacia la trascendencia, entonces nos vemos privados de aquello que es más precioso: la conciencia de sí, del propio límite y de la apertura al infinito hacia el que tendemos. Situación mortal, porque así no sólo acaba el verdadero progreso, sino que el hombre mismo muere por asfixia. De hecho, ya no posee un espacio espiritual que le permita ir más allá de sí mismo, hacia el horizonte de sentido último que responda a sus interrogantes fundamentales. Por paradojal que pueda parecer, la técnica aleja toda pregunta por el límite, engañando con una eternidad que no puede ser producida por el hombre. Habrá que estar atento a cómo se pensará en un futuro próximo sobre el sufrimiento y la muerte. Las propuestas de M. Heidegger, por dar sólo un ejemplo, llegarán a ser arqueología filosófica; la muerte ya no será más el último baluarte a enfrentar desde la libertad propia de la decisión vital, sino un acontecimiento a exorcizar por la ilusión de inmortalidad. La muerte no será más interpretada como un suceso natural e inevitable de la vida, sino más bien como una desgracia a evitar como cualquier otra enfermedad. ¿Cómo se ubicará el hombre delante de la muerte después que la técnica lo ha ilusionado de apartarla para siempre? ¿Con la dignidad propia de la libertad consciente o con la tonta conclusión de que era inevitable? Y si la vida será más o menos indefinida, ¿habrá alguno todavía dispuesto a ofrecer la propia vida por los otros? ¿Las biotecnologías favorecerán un fuerte vínculo con la vida o la harán más insoportable? Preguntas para nada obvias ni inactuales; aparecerán inmediatamente en la escena del desarrollo del pensamiento.

Todos somos testigos de la crisis de identidad que Occidente está viviendo. Quitado el concepto de persona se aleja también el de sacralidad de la vida, y todo cede ante la arrogancia del más fuerte. De ahí deriva la pretensión de imponer el derecho individual sobre el derecho social y la consecuente destrucción de los modelos sobre los que se funda la cultura occidental. Imponer la supremacía del derecho individual lleva a imprimir en la sociedad la voluntad de los individuos, destruyendo así el concepto mismo de persona como relación. Contradicción insanable, fruto del individualismo que reina soberano, destruyendo toda posible tendencia hacia el bien común. La primera consecuencia de esta crisis en la que ha caído el hombre contemporáneo es la soledad. Privado de una relación sólida que le permita comprenderse, se ha convertido en un extraño para sí mismo, y así tiende a recluirse en sí con la consecuente ausencia de amor y de donación gratuita. Las relaciones se transforman en objeto de interés individual y así fácilmente surge la violencia de uno sobre otro. En este contexto debe mirarse la crisis del matrimonio y de la familia. Incapaz de ser él mismo y atemorizado por la dificultad para las relaciones estables y el amor, fácilmente cede a modelos que destruyen toda relación social. El ya bastante socavado concepto de matrimonio monogámico entre personas de diferente sexo, es uno de los últimos bastiones que una cultura en crisis intenta derrocar para imponer un proyecto - extraño al mundo, a la naturaleza y a la misma cultura - que no tiene otro objetivo que eliminar al hombre mismo.

En este contexto no se pueden olvidar acontecimientos que suceden delante de nosotros y que afectan a poblaciones enteras. ¿Qué decir de los recientes genocidios y de los conflictos religiosos? ¿De la defensa de la vida desde su concepción hasta su término natural y de la dignidad de la familia? ¿De la distancia cada vez mayor entre los pocos ricos del planeta que disponen de recursos financieros inmensos y los millones de hombres, mujeres y niños que viven en absoluta pobreza? ¿Somos capaces todavía de mirar a las naciones que están en constante situación de subdesarrollo? ¿Permanece vivo el desprecio y la preocupación ante la tortura y la arbitrariedad de las ejecuciones capitales como también ante el estado permanente de centenares de miles de personas que dejan los propios países, para refugiarse en otros, con la esperanza de, al menos, salvar la vida? ¿Qué podemos decir del ensordecedor silencio internacional a propósito de las masacres injustificadas de cristianos en las diversas regiones del mundo? Si nos trasladamos al tema de los aspectos culturales no podemos negar que en las diversas sociedades está sucediendo algo extraordinario. Tecnologías revolucionarias, sobre todo en el campo biomédico, provocan nuevas preguntas de naturaleza ética que muchas veces no encuentran una respuesta adecuada. Los descubrimientos del genoma, de la clonación, de los organismos genéticamente modificados, la donación y el tráfico de órganos humanos, la experimentación salvaje con células humanas como también el mismo límite de la vida personal, para dar algunos ejemplos, ponen en evidencia, por una parte, el recurso a derechos inéditos del individuo y, por otra, un auténtico vacío ético y de valores que contrasta tremendamente con la gravedad de lo que está en juego. Estas problemáticas no pueden encontrar una solución compartida a nivel político si antes no se afrontan, con la debida cautela e inteligencia, en el ámbito de una formación cultural que sepa ir más allá de un fácil relativismo de moda, para verificar qué concepción del hombre está a la base de ellas.

UNA PREGUNTA NECESARIA

¿Qué harán en el futuro los países occidentales ante la presión cada vez mayor para el reconocimiento de nuevos derechos? Viene a la mente con frecuencia una imagen, tomada de un antiguo mito. El rey de Frigia, Midas, se encontró un día en su jardín con el viejo Silene, preceptor de Dionisio. El anciano, torpemente, se había caído del burro y se perdió vagando por el jardín. El rey Midas, sabiendo de quien se trataba, lo acogió con grandes honores para llevarlo ante Dionisio. Como gratitud por su ayuda, Dionisio preguntó al rey como podría recompensarlo. Famoso por su avidez de riquezas, el rey pidió que todo lo que tocase se transformare en oro; su exigencia fue rápidamente acogida. El rey Midas se puso muy contento: todo lo que tocaba se transformaba de verdad en oro. Sin embargo, rápidamente se dio cuenta de lo desafortunado de su solicitud; también se transformaba en oro lo que se llevaba la boca, todo tipo de alimento o de bebida. Para no morir de hambre y de sed, el rey buscó de nuevo al dios Dionisio pidiéndole renunciar al don recibido. Su solicitud fue acogida a condición de lavarse primero en las aguas del río Pactólo que, desde ese día, se llenó de pepitas de oro.

Sabemos que Dionisio representa en la mitología griega todo lo instintivo, sensual e irracional de la vida; no es casualidad, por lo mismo, que el encuentro con la avidez de Midas haya producido una mezcla explosiva. El antiguo mito es una parábola para el hombre contemporáneo. Si se quiere seguir adelante por el camino de querer que todo lo que se desea sea reconocido como derecho, llegaremos al momento de reconocer la incapacidad de vivir en sociedad. Cerrado en sí mismo, el hombre no puede ir demasiado lejos, la savia de su existencia le viene de la relacionalidad, sin la cual no queda más que la soledad más oscura y por lo tanto, la esterilidad por no poder reproducirse con la inevitable conclusión de la imposibilidad de mantener la vida. El rey Midas tuvo que realizar un gesto simbólico: el baño en las aguas del río. Lo mismo será necesario para el hombre contemporáneo si quiere sobrevivir: tiene necesidad de purificación y de renuncia. Es un camino que no se quiere recorrer por la presunción de no tener nada de lo cual privarse que no sea un derecho propio; sin embargo, sin esta renuncia es difícil ver un futuro real para la sociedad. El derecho es fundamental, pero la avidez de tener siempre más derechos lleva a la autodestrucción. Es el momento para distinguir aquello que vale la pena y lleva al progreso de aquello, en cambio, que es sólo fruto del deseo y de una visión ideológica solipsística e imposible de sostener.

El tema del humanismo se conjuga con una visión antropológica que determina su horizonte de interpretación, que implica la centralidad de la persona como ser relacional. Los hombres no son islas. No se trata del título de la famosa novela de Thomas Merton. Indica, precisamente, la verdad implícita de una visión del hombre que lleva a cada uno a entrarpor naturaleza en relación con los demás para formar una sociedad de personas. Las mismas neurociencias, mientras investigan el misterio de la existencia en la mente humana, llegan a la conclusión de que el hombre encuentra su espacio vital en la relación interpersonal y social. Solos y encerrados en nosotros mismos no podríamos producir demasiado; no existiría el lenguaje, la ciencia no habría nacido, el pensamiento tampoco habría tenido un desarrollo lógico. Estas realidades evidentes, para mantenernos a nivel de ejemplos, requieren la apertura de nosotros mismos hacia los demás como lugar de encuentro y de complementariedad. Esta relacionalidad no se agota en los propios semejantes, sino que se abre a la trascendencia; a partir de esta apertura, de hecho, cada uno reconoce al otro como sujeto de la misma dignidad, porque todos están encerrados en el mismo abrazo de un Dios que ama y crea. La centralidad de la persona, por lo tanto, no anula al individuo ni humilla a la conciencia; al contrario exalta sus cualidades y le permite alzar la mirada.

UNA PERSPECTIVA COMÚN

La Declaración universal de los derechos del hombre, a la que se ha hecho referencia, es ciertamente un logro considerable de la época moderna en el intento de fundamentar una visión "humanística", capaz de comprometer a la humanidad entera en el momento de zozobra que siguió a las dos guerras mundiales. Desgraciadamente a nadie escapa que los resultados conseguidos no corresponden con las intenciones y con los propósitos originales. La propuesta de un Weltethos formulada en 1990 por Hans Küng (1993; 2005) por la cual quería expresar: "Un contenido fundamental de valores obligatorios, de medidas inmutables y de opciones personales fundamentales que no deben ser buscados o descubiertos como algo nuevo, sino que ya desde siglos forman el gran tesoro de la experiencia humana. Una ética de la humanidad que se encuentra en todas las grandes tradiciones religiosas y filosóficas de los pueblos" (p. 9; pp. 23-45) no me convence plenamente. Los cuatro principios esenciales sobre los que se apoya, y que representan el consenso mínimo para los parlamentos, por una parte muestran la urgencia de una ética de validez universal, pero por otra deja abierta la cuestión acerca del origen de su reconocimiento y del fundamento de cuanto sea moralmente bueno. Aquello que consideramos como más universal y capaz de dar fundamento al vivir social parecería ser, sobre todo, lo que llamamos ley natural. Ella, al tiempo que pone las bases para una ética normativa, expresa la plena libertad al afrontar la cuestión de cómo se deben realizar los derechos. Hay que admitir que sólo contemplando la naturaleza es posible verificar la presencia de un orden que la razón puede descubrir y la voluntad captar como su norma de vida. Una ley, en suma, no escrita que muestra evidentes rasgos de universalidad que superan las diferencias de raza, pertenencia, límites de espacio y tiempo para erigirse como principio de juicio y obligatoriedad que la conciencia percibe como forma de libertad para la plena realización de sí en el respeto a la dignidad de la persona y de toda persona (Maritain, 1977).

La ley natural no es una invención del cristianismo como sostienen algunos que quieren liquidar este concepto, para no enfrentar debidamente un tema tan importante y actual. Detrás de esta expresión se esconde la maduración de la razón humana en diferentes épocas históricas, en su intento de saber captar la realidad y dar respuesta inteligente y permanente a los interrogantes que ella misma plantea. Las primeras experiencias filosóficas, por otro lado, están vinculadas a la pregunta por la naturaleza; antes de cualquier otro problema, la razón ha tratado de responder a la pregunta sobre qué es hphysis, la naturaleza, término equívoco, aunque fundamental para entendernos. Es necesario volver a los libros de la Física y de la Metafísica de Aristóteles para encontrar la primera expresión articulada del concepto: "la naturaleza es un principio y una causa del movimiento y de la quietud de todo aquello que existe por sí mismo y no por accidente" (Física II, 1, 192b 20-23); en otras palabras, la naturaleza es la generación de todo lo que tiene vida y que se desarrolla. El términophysis se deriva del verbo phyein que indica todo aquello que es generado, que nace y que crece; en definitiva, lo que tiene forma y sustancia está contenido en el término "naturaleza". Para llegar a una visión todavía más elaborada de la ley natural es necesario recurrir al famoso texto de Cicerón: "la ley natural es la recta razón, conforme a la naturaleza, universal, constante y eterna, la cual, con sus mandatos, indica el deber y con sus prohibiciones, nos aparta del mal. Ella no manda y prohíbe nada en vano a los honestos aún cuando no disuade a los malvados. Esta ley no puede ser modificada ni se le puede quitar parte alguna, tampoco es posible abolirla totalmente; ni a través del Senado o del pueblo nos podemos librar de ella ni es necesario buscar quien la explique o la interprete. Y no habrá una ley en Roma, y una en Atenas, una ahora y otra después; sino una sola ley eterna e inmutable gobernará a todos los pueblos de todos los tiempos, y un solo dios será como la guía y el señor de todos: él, precisamente, que ha concebido, redactado y promulgado esta ley; que el hombre no puede desobedecer sin huir de sí mismo y sin renegar su naturaleza humana y sin, por lo mismo, incurrir en una gravísima pena aún cuando pudiera escaparse de los castigos ordinarios" (Cicerón, 3, 22, 33). Las palabras de Cicerón no tienen necesidad de demasiado comentario; lo que escribe el romano, se encuentra ya en el filósofo griego y también en Israel bajo la expresión "ley de Dios". En la concepción bíblica, el derecho no se limita a la ley. Es concebido como un orden que Dios mismo ha puesto en la creación y ha establecido para su pueblo para que aprenda a encontrar su voluntad y a ponerla en práctica como premisa y condición para la felicidad. No es casual que en la Sagrada Escritura el tema del derecho se asocie frecuentemente a la justicia. La relación pone de manifiesto el primado de la conciencia que se siente siempre comprometida en la búsqueda de la justicia mediante la aplicación de un derecho que no puede ser únicamente aquel codificado, sino que debe captar el sentido profundo de la voluntad del creador. Por ese motivo, la concepción bíblica agrega una originalidad propia a la concepción griega y romana: la justicia no consiste únicamente en respetar una norma, aunque fuera la más perfecta que se pueda formular, y no se concluye en garantizar la igualdad entre todos los sujetos. La justicia, que se conjuga con el derecho, tiene que ser capaz de hacer aflorar la verdadera necesidad de toda persona de encontrar su lugar y desarrollar el papel que le corresponde en la comunidad.

Como puede verse, más allá de prejuicios o visiones ideológicas, nos encontramos en todas partes con la misma idea de fondo: existe una ley, tiene que existir una ley que no tiene al hombre por autor. Esta ley, más aún, le es dada para que pueda dirigir sus actos de modo de buscar siempre el bien, para ser feliz, y evitar el mal para no incurrir en la pena. Lo que los griegos llamaban "justo por naturaleza", se transforma en los romanos en tus natumle y en el pueblo escogido en mišpat Jhwh. Las diferencias manifiestan más una sensibilidad propia que un verdadero cambio. En épocas diversas y en diferentes lugares surge, a pesar de todo, una idea fundamental y compartida: existe un contenido ético que el hombre reconoce por sí mismo, inmediatamente, casi de modo instintivo, como una norma que debe obedecer para poder vivir conforme a lo que es y que se refleja en aquel espacio inmenso y diversificado que es la naturaleza. Para decirlo con una expresión sintética de santo Tomás de Aquino (año), la ley natural es "la participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios" (I-II, q. 91, a2). En palabras breves santo Tomás logra describir el sentido profundo de la ley natural como el ejercicio que todo hombre realiza de la propia razón y de la libertad, las cuales reconocen lo que es conforme, coherente y conveniente para que la persona alcance la plena realización de sí misma.

El contexto contemporáneo es igualmente complejo; por diversos decenios, de hecho, el tema de la ley natural ha sido ampliamente olvidado. Las causas son muchas, pero lo que se nota inmediatamente es que la indiferencia hacia esos contenidos ha empobrecido no solamente la investigación sino sobre todo los comportamientos de las personas. Dichos comportamientos, cuando carecen de un fundamento en la naturaleza, son orientados en gran parte por el deseo efímero, se pierde la libertad y se cae en manos del arbitrio. Es muy triste constatar que de esta general debilidad no se han salvado ni siquiera diversos parlamentos nacionales, que han legislado, no sólo dejando de lado lo que está inscrito en la ley de la naturaleza, sino llegando incluso a justificar comportamientos en claro contraste con ella. La ley natural, como fue concebida en la antigüedad, tenía su propio espacio vital porque se colocaba en una lectura religiosa del mundo; hoy las diversas formas de secularización han modificado nuestra actitud hacia el mundo y, por consiguiente, la misma ley natural ha sufrido una comprensible, aunque injustificada, marginación.

Si se pierde la conexión con una ley impresa en la naturaleza, que va más allá de las diversas culturas, se da entonces un primado de la cultura que domina y que condiciona todo. Nadie, sin embargo, puede ser prisionero de la cultura. En la medida en que ella es un producto de la acción personal y social debe expresar una tensión hacia la plenitud de la verdad y no una cadena que hace imposible esta conquista. Por ello, es necesario mantener el vínculo con la ley de la naturaleza, garantía para que toda persona sea libre y responsable a fin de afirmar la propia dignidad, no con referencia a las convenciones de los hombres, sino conforme a la verdad profunda de la propia esencia. Es de esperar que se inicie el caminar hacia una comprensión renovada de la ley natural -de los derechos y deberes que brotan de ella- y de un lenguaje más coherente con las instancias del mundo contemporáneo, para que se pueda percibir el valor de una ley no escrita que permanece como instrumento de unidad de todo el género humano y como signo concreto de la huella de Dios en la creación, reflejo de su amor. Retomar la problemática sobre la ley y el derecho natural corresponde a la empresa, permanentemente presente en la historia del pensamiento, de responder a la pregunta sobre la posibilidad de un conocimiento objetivo en el campo ético, independientemente de la revelación cristiana. En síntesis, ¿hay algo común a toda la humanidad, valores, normas, válidas siempre, para todos, más allá de la propia cultura, de las religiones y del sistema jurídico? Aún más. ¿Es posible un discernimiento para poder descubrir estos valores y realizarlos? Los esfuerzos existentes en el mundo contemporáneo hacia la justicia, la paz, la tutela de la creación, la dignidad humana y los derechos universales serán vanos, a pesar de todas nuestras buenas intenciones, si no están basados en un fundamento de valor que vaya más allá del voluntarismo político. Un verdadero humanismo, entonces, tiene necesidad de volver a proponer, de manera convincente y creativa, el valor fundamental de la ley natural como una contribución que la razón universal ha sabido aportar a la historia de la humanidad; contribución que no excluye los aportes originales y profundos del cristianismo.


REFERENCIAS

Aristóteles (1995). Física II. Madrid: Gredos.         [ Links ]

Benedicto XVI. (2008, abril 18). Discurso a las Naciones Unidas.         [ Links ]

Cicerón. (1989). La República. Madrid: Akal.         [ Links ]

De Aquino, Tomas. (1970). Summa Theologiae. Cambridge: Cambridge University Press.         [ Links ]

De Toqueville, A. (1968). La democrazia in America. Torino: UTET.         [ Links ]

Küng, H. & Kuschel, K, J. (1993). Erklärung zum Weltethos. München: Piper; Auflage: 3. A.         [ Links ]

Küng, H. & Rinn-Mauer. (2005). Weltethos. Freiburg.         [ Links ]

Maritain, J. (1977). I diritti dell'uomo e la legge naturale. Milano: Vita e Pensiero.         [ Links ]