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Revista Científica General José María Córdova

versão impressa ISSN 1900-6586versão On-line ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.21 no.43 Bogotá jul./set. 2023  Epub 01-Jul-2023

https://doi.org/10.21830/19006586.1252 

Dossier

La violencia política tras la independencia en el pensamiento de Lucas Alamán, José María Luis Mora, Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento

Political violence after independence in the thought of Lucas Alamán, José María Luis Mora, Juan B. Alberdi and Domingo F. Sarmiento

Eduardo Andrés Hodge Dupré1  * 

1 Universidad de Santiago de Chile, Chile. https://orcid.org/0000-0002-4750-2986 ehodged@uft.edu


RESUMEN.

Este trabajo aborda el tema de la violencia política tras el proceso independentista en el pensamiento de los mexicanos Lucas Alamán y José María Luis Mora, y de los argentinos Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Durante la primera mitad del siglo XIX, reflexionaron sobre la compleja situación de sus naciones, sumidas en la inestabilidad y la violencia por los conflictos y odios surgidos entre facciones tras la independencia. A partir de sus principales obras, se analizan las causas de dicha violencia, sus características y las consecuencias que ellos veían para el orden y el progreso de las nuevas repúblicas. En general, desde sus distintas perspectivas ideológicas, más liberales o más conservadoras, los cuatro coinciden en su preocupación por la violencia y en su ambivalencia sobre la influencia de la Revolución francesa en las naciones hispanoamericanas.

PALABRAS CLAVE: construcción de la nación; pensamiento político hispanoamericano; república; siglo XIX; violencia

ABSTRACT.

This paper addresses the issue of political violence after the independence process in the thoughts of the Mexicans Lucas Alaman and Jose Maria Luis Mora, and the Argentines Juan Bautista Alberdi and Domingo Faustino Sarmiento. During the first half of the 19th century, they reflected on the complex situation of their nations, immersed in instability and violence due to the conflicts and hatreds that arose between factions after independence. Based on their main works, the causes of such violence, its characteristics, and the consequences they saw for the order and progress of the new republics are analyzed. In general, from their different ideological perspectives, more liberal or more conservative, the four coincide in their concern for violence and in their ambivalence about the influence of the French Revolution on the Spanish-American nations.

KEYWORDS: 19th century; hispanic-american political thought; nation building; republic; violence

Introducción

La literatura sobre las independencias hispanoamericanas es abundante y exquisita. Los aportes que han realizado Lynch (2008), Guerra (2009), Costeloe (2010) y, más recientemente, González (2015), Ávila y Salmerón (2012) y Cid (2019), entre otros autores, han dejado una huella historiográfica a todas luces indeleble. Todos estos trabajos, desde sus respectivos enfoques y dimensiones, han aportado en algún sentido al conocimiento sobre estos procesos fundacionales y, por tanto, determinantes para la historia republicana de la región. Este trabajo recoge esa tradición, pero se enfoca en dos temáticas que no han sido mayormente exploradas por los historiadores, al menos hasta ahora: en primer lugar, las ideas que surgieron después de la etapa independentista, por cuanto la atención se ha centrado en el proceso de emancipación mismo; y en segundo lugar, la violencia política, tema que los especialistas han mencionado, pero se han enfocado principalmente en los hechos de armas y no en sus causas (Howard, 1982; Tavera, 1985; Herrejón, 1985; Meyer, 1992; Herrero, 2001; Guzmán, 2002; Van Young, 2006; 2021).

Después de las guerras de independencia, las nuevas naciones hispanoamericanas entraron en un proceso de organización institucional no exento de dificultades. Todos los países, sin excepción, iniciaron la ardua tarea de construir el Estado, de fortalecer el espíritu nacional y de alcanzar el tan anhelado orden político y social. Pero poco de esto se alcanzó. Una vez derrotados los ejércitos realistas y expulsadas las autoridades monárquicas, los patriotas iniciaron un proceso de organización nacional no solo lento, sino también sumamente violento, que se evidenció en las múltiples guerras civiles, revoluciones y despotismos que se expandieron por toda la región1. En ese ambiente de virulencia habrían convergido dos factores: por una parte, el vacío de poder producido por la ruptura institucional con España y, por otra, la pugna entre las facciones que buscaban llenar ese vacío. A causa de esos elementos, la República no estaba cumpliendo las promesas libertarias, igualitarias y fraternarias que habían hecho sus impulsores (Rojas, 2009).

Si desde el punto de vista historiográfico existe una suerte de consenso sobre lo alborotado, anárquico, implacable, vehemente y agresivo del período posindependentista (González, 2015), desde el punto de vista histórico/empírico la diversidad de casos marcados por la exaltación política hablan por sí solos. A nivel hispanoamericano, ningún país se salvó del enfrentamiento entre facciones ideológicamente distintas, encarnadas, principalmente, por liberales y conservadores (o federalistas y unitarios, entendidos como una extensión de aquellos). En consecuencia, si la causa principal de esa pugna era entre posiciones políticas radicalmente diferentes, se hace necesario mirar el proceso desde el punto de vista eidético/intelectual. En este sentido, examinar las interpretaciones de algunos intelectuales a quienes les correspondió vivir esa violencia ofrece insumos importantes para conocer algunos pormenores sobre la realidad política de entonces (Dunn, 1968).

Es difícil encontrar excepciones a este ambiente de violencia y desconcierto generalizado, producto de las guerras independentistas, porque todas las repúblicas que surgieron de los virreinatos españoles entraron en un complejo escenario político. En esta investigación, sin embargo, se abordarán solo dos casos: México, que desde la coyuntura de 1810 en adelante entró en un cuadro de inestabilidad política que prácticamente cruzó las fronteras del siglo XIX, proyectándose incluso hasta la Revolución de 1910 y más allá (al respecto, véase Ávila & Salmerón, 2012); y Argentina, que estuvo sumida en un conflicto interprovincial que solo apaciguó la federalización de Buenos Aires en 1880 (Bragoni & Miguez, 2010). Para comprender la violencia en estas naciones, se abordarán algunas obras de los mexicanos José María Luis Mora y Lucas Alamán, y de los rioplatenses Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Más allá de sus posiciones, ellos tuvieron la particularidad no solo de haber vivido esta convulsionada época, sino también de haberla observado y analizado con profundidad, de forma que conocer algunos de sus aportes más relevantes es indispensable a la hora de reconstruir el contexto de esta problemática2.

Esta investigación, que se enmarca entre las décadas de 1820 y 18503, intentará responder las siguientes preguntas: ¿Qué pensaron Alamán, Mora, Alberdi y Sarmiento sobre la violencia política producida en los tiempos posteriores a la emancipación? ¿Cuáles serían las causas de esa violencia política que marcó los primeros años de las repúblicas, según las ideas de cada pensador? ¿En qué se basaron estos autores para formular sus planteamientos sobre la violencia política? ¿Cómo concibieron y proyectaron la violencia política, tanto en sus países como en el escenario hispanoamericano? La hipótesis que motiva este trabajo parte del supuesto de que la violencia política es un tema recurrente en las obras de estos intelectuales, y que la concibieron no solo como una paradoja dentro del proceso emancipador, dado que las repúblicas aspiraban a resolver todo lo negativo del estatus colonial y en lugar de ello generaron este nuevo problema, sino también como un obstáculo para alcanzar la modernidad y el progreso que los nuevos tiempos exigían.

El objetivo general de esta investigación es identificar la noción de violencia política en el pensamiento de Alamán, Mora, Alberdi y Sarmiento, mientras que los objetivos específicos son 1) estudiar las características de la violencia que estos pensadores mexicanos y argentinos analizaron y vivieron en la agitada época posterior a los gritos de independencia; 2) asociar la violencia política analizada por ellos a nociones como el orden, la seguridad, la paz y el progreso; 3) indagar e identificar en sus ideas las posibles causas de esa violencia política que azotó a las naciones hispanoamericanas durante el proceso posindependentista. Para alcanzar estos objetivos, se revisarán las principales obras de estos pensadores, que serán analizadas desde el enfoque del estudio de caso; de esta manera se espera conocer las perspectivas individuales de cada uno y luego generar algunos cruces entre ellos.

La violencia como herencia colonial

Los intelectuales liberales del siglo XIX estaban empecinados en demostrar que todos los males que afectaban a las naciones hispanoamericanas eran causados por la herencia colonial. La sociedad vertical y jerárquica que se había heredado desde España, consolidada durante trescientos años, había producido relaciones de poder que no solo eran concebidas como abusivas, sino también violentas. Esa realidad se fue haciendo cada vez más patente a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando las autoridades reales aplacaron con fuerza los distintos movimientos sociales que surgieron en ese contexto en respuesta a los abusos que por entonces se cometían4. Pero todo se complejizó con la coyuntura de 1808, cuando las tropas napoleónicas invadieron España y debilitaron las bases del poder monárquico y, por tanto, de su estructura política. Desde ese momento, todo pareció resolverse a través de la violencia: en Europa, españoles contra franceses; en América, españoles contra criollos; y finalmente, cuando la monarquía era cosa del pasado, americanos contra americanos.

El liberal mexicano José María Luis Mora pensaba que la transición de una época a otra explicaba, en parte, la violencia política sucedida por aquellos años. Sin más referencias que la verticalidad colonial, era razonable que las naciones hispanoamericanas siguieran en la misma línea del despotismo que se venía produciendo desde al menos dos décadas. Una sociedad que hasta ese momento había sido gobernada por un sistema autoritario, y que de pronto comenzaba a autogobernarse, era lógico que siguiera en la misma senda; no tenía más modelos que aquel que se quería dejar atrás. Al menos eso intenta explicar en una de sus reflexiones:

La autoridad pública en una nación que por primera vez ha cambiado de instituciones, pasando del absolutismo a la libertad, es constantemente retrógrada, no tiene otra idea de gobierno que la que pudo recibir del régimen anterior, ni se persuade ser fácil reprimir los crímenes y precaver la ruina del Estado por otros medios que los que se aprendieron en la escuela del despotismo: como los principios de éste están en oposición abierta con las nuevas instituciones, los reclamos no sólo son frecuentes y repetidos, sino justos, fundados e incontestables. (Mora, 1837, pp. 86-87)

Algo completamente distinto postulaba el conservador Lucas Alamán, quien, en su obra sobre la historia de México, hizo todo un análisis apologético del sistema político "indiano", donde afirmaba que todo funcionaba de forma próspera y ordenada. Con una visión más amplia de la realidad hispanoamericana, señaló que "los unos estables y ordinarios, los otros temporales y de las circunstancias, todo el inmenso continente de América, caos hoy de confusión, de desorden y de miseria", existía en esa época "con uniformidad, sin violencia, puede decirse sin esfuerzo, y todo él caminaba en un orden progresivo a mejoras continuas y substanciales". Esto, según su visión, no era sino "el resultado del saber y de la experiencia de tres siglos" (Alamán, 1849, pp. 83-84).

Sin embargo, a pesar de su hispanismo romántico, Alamán conectó en varias oportunidades la violencia con el orden colonial. Después de la crisis administrativa que había ocasionado en el virreinato mexicano la invasión napoleónica en España, y los posteriores avances de Miguel Hidalgo con sus huestes populares hacia la Ciudad de México, el conservador adjuntó a su obra un documento publicado en Querétaro por el Conde de la Cadena, donde se expresaba de forma categórica en nombre de las autoridades monárquicas y virreinales: "vosotros habéis de ser también los defensores [de la Ciudad]; pero si contra mi modo de pensar sucediese lo contrario, volveré como un rayo sobre ella, quintaré a sus individuos, y haré arroyos de sangre por las calles" (Alamán, 1849, p. 469). Más adelante, Alamán argumentaba que toda la violencia reinante por entonces había favorecido "ocultamente la revolución", o al menos la había "germinado".

En el Río de la Plata, la situación era bastante similar a México. Los intelectuales argentinos pensaban de igual manera que la violencia política posterior a la independencia se podía explicar a través del legado hispánico colonial. Con cierta perspectiva histórica, teniendo en cuenta que esto lo escribía al menos dos décadas después de dichos acontecimientos, Juan Bautista Alberdi señalaba sobre la situación de las provincias argentinas lo siguiente: "aquí tenemos en pelea al valor patriótico, al espíritu de libertad y de independencia recién aparecidos en América, contra el despotismo colonial unido en desesperada derrota, a la barbarie indígena" (Alberdi, 1840, p. 424). El tucumano planteaba esto para exponer la violencia con la que había actuado el poder hispánico durante tres siglos, primero contra las poblaciones indígenas y luego contra los patriotas. Refiriéndose a las huestes españolas, señaló:

Los regimientos de Burgos, Talaveras y Cantabrias, vencedor de la victoria misma, que después de derrotar a Napoleón en las montañas Pirineas ha doblado el Cabo de Hornos para venir a combatir contra el americano insurgente, en las montañas de los Andes, unido al Puelche, guerrillero selvático, que habita con el cóndor, las mayores alturas de los Andes, desde donde se arroja a la llanura en busca de su presa con la prontitud del águila, aliado con el que no contó Lautaro y que al contrario aparece en la nueva época batallando en favor del pendón de la Conquista. (Alberdi, 1840, p. 424)

Domingo Faustino Sarmiento coincidió con Mora, Alamán y Alberdi sobre la conexión entre la violencia de la época posterior a la independencia y la herencia colonial. Después de analizar la figura del gaucho argentino, al que describía como un hombre fuerte físicamente, diestro en el manejo del caballo y profundamente valiente, señalaba: "el gaucho anda armado del cuchillo que ha heredado de los españoles. Esta peculiaridad de la Península, este grito característico de Zaragoza: ¡Guerra a cuchillo! Es aquí más real que en España". El gaucho "juega a las puñaladas como jugaría a los dados. Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida" (Sarmiento, 1845, p. 93). Pero la figura del gaucho es una representación folclórica en el pensamiento de Sarmiento porque el problema de la violencia superaba los límites de la pampa.

Mientras describía las eternas y violentas disputas entre "federales" y "unitarios", de pronto señaló, a propósito de los caudillos platenses -en especial de Juan Manuel de Rosas, de quien era un acérrimo enemigo-:

[...] es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja a las poblaciones, como el cólera morbus, la viruela, la escarlatina. Nadie se libra, al fin del contagio. Y cuando se trabaja diez años consecutivos para inocularlo, no resisten al fin, ni los vacunados. (Sarmiento, 1845, p. 216)

Luego realizaba una exhortación clara: "¡No riais, pues, pueblos hispanoamericanos, al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois españoles, y la Inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre" (p. 216).

Así, Mora, Alamán, Alberdi y Sarmiento coincidieron en que las raíces de la violencia posindependentista debían rastrearse en la herencia hispánica. De sus obras se desprende que el orden colonial tenía ciertos componentes sociales y culturales que propiciaron esa vehemencia con la que actuaban los grupos que pugnaban por el poder. Todo indica que los factores más determinantes para explicar la violencia eran, por una parte, el despotismo con el que actuaban las autoridades políticas y sociales, y, por otra, la verticalidad misma de la sociedad criolla, configurada con base en el legado español. Si se miran en perspectiva, ambos elementos eran necesarios para mantener el orden social y los intereses de ciertos sectores, que no estaban dispuestos a ceder en los privilegios provenientes de su abolengo.

Odios y radicalismos durante el proceso libertador

El pensamiento de Alamán, Mora, Alberdi y Sarmiento permite establecer que, en la época posindependentista, se cultivó un odio muy profundo entre las partes que pugnaban por el poder político. Ese odio se manifestaba de múltiples maneras, que iban desde el claro afán de cancelar al otro hasta la poca capacidad de diálogo que había entre las partes. En esas aversiones había motivos ideológicos, principalmente entre quienes apostaban por el liberalismo o por el conservadurismo, con los argumentos religiosos propios de esa época; pero también había explicaciones sociales y económicas. Los intereses que perseguían estas facciones de la élite hacían que los ciudadanos perdieran el sentido de comunidad para defender no solo sus ideas, amenazadas por el bando contrario, sino además sus propios intereses. En el desarrollo de estas aversiones, la antipatía y la repulsión habrían derivado rápidamente en el deseo de devastar a los opositores. De modo contrario, no habría otra posible explicación para toda esta violencia.

José María Luis Mora, convencido de que los revolucionarios habían peleado por la libertad y no por la independencia propiamente tal, reflexionó en este sentido. Luego de plantear la importancia de organizar un gobierno "sabio y justo", capaz de fomentar la "ilustración para que conozcan sus intereses y sepan promoverlos" de forma que despierten en la sociedad y en los políticos "el amor a la patria", propuso que la primera tarea que debía suceder al proceso emancipador era la construcción del "majestuoso edificio del imperio mexicano". El problema radicaba, según su punto de vista, en las odiosidades sociales que existían por entonces. Con cierto escepticismo, se preguntaba:

¿Pero se podrá acaso llegar al término de esta laudable y grandiosa empresa, si se abusa del inestimable bien que proporciona la libertad de pensar e imprimir: si en lugar de batir y echar por tierra los establecimientos que han servido para perpetuar la tiranía y opresión en este suelo, digno de mejor suerte, solo se procura, sin tocar a ellos, zaherir a las personas particulares, presentándolas bajo un aspecto ridículo, haciéndolas objeto del escarnio y odio popular, y perpetuando por este abuso criminal los odios y rivalidades que no deben existir entre los ciudadanos que constituyen una misma sociedad? (Mora, 1986, p. 75)

Esto supone, entonces, que una de las razones más importantes que explicaría la violencia en esta época es la ausencia de libertades, restringidas y coaccionadas precisamente por esas aversiones internas. Al menos así lo entendía Mora (1986):

Cuando se trata de cambiar nuestras ideas y pensamientos, o de inspirarnos otras nuevas, y para esto se hace uso de preceptos, prohibiciones y penas, el efecto natural es, que los que sufren semejante violencia, se adhieran más tenazmente a su opinión, y nieguen a su opresor la satisfacción que pudiera caberle en la victoria. (p. 131)

La razón medular de esta interpretación radicaba en que "la persecución hace tomar un carácter funesto a las opiniones sin conseguir extinguirlas, porque esto no es posible" (Mora, 1986, p. 131).

Por su parte, Lucas Alamán también reconoció la existencia de odiosidades irreconciliables en ese contexto. En la introducción de su Historia de Méjico (1849), explicó las razones que lo habían llevado a escribir esta obra. Luego de sentirse responsable por registrar lo que estaba sucediendo por aquel entonces -"época tan importante", según sus propias palabras-, sostuvo que todo lo que se estaba escribiendo se hacía "plagado de errores, hijos unos de la ignorancia, otros de la mala fe y de las miras siniestras de los escritores, que todos se han dejado llevar por el espíritu de partido", del mismo modo que "sucede casi siempre en los que escriben, recientes todavía los odios de las facciones a que han pertenecido" (Alamán, 1849, p. 3).

En otro pasaje de su obra, Alamán (1849, p. 278) señaló: "se aumentaron pues con este golpe las rivalidades, crecieron los odios y se multiplicaron los conatos de revolución, que terminaron en una abierta y desastrosa guerra, favorecidos por las circunstancias que se fueron complicando". Al igual que los demás intelectuales estudiados en este trabajo, Alamán pensaba que la aversión existente se debía, por una parte, a las fricciones producidas entre los bandos que disputaban por el poder y, por otra, a los rencores que se habían cultivado en los tiempos de la revolución misma; es decir, una suerte de herida que nunca cerró, y que animaba a las partes a tomar venganza por los hechos sucedidos. A todo esto se sumaba la ausencia de una institucionalidad vigorosa que impidiera la violencia como única alternativa para resolver las diferencias ideológicas o políticas que había entre las partes. La combinación entre la violencia y la odiosidad queda muy bien plasmada en este otro pasaje de su obra:

El Licenciado Aldama se refirió a los excesos que por todas partes se cometían, habiendo visto él mismo cerca de San Felipe los cadáveres de tres europeos y un americano, los primeros con papel de resguardo del cura, atrozmente asesinados por los indios que impidieron al cura del pueblo darles sepultura, todo lo cual exigía pronto remedio. Hidalgo contestó con frialdad que era menester pasar por esos males, pues si se trataba de castigar a los perpetradores de tales crímenes, no podrían contar con gente ninguna. (Alamán, 1849, p. 493)

Al sur del Continente, la situación no era muy distinta a lo observado por los mexicanos Mora y Alamán. Alberdi analizaba en los cuarenta lo que él llamaba los "Clubs políticos", algo así como las logias francesas, norteamericanas y mexicanas que basaban sus acciones en la violencia política propiamente dicha. El tucumano partía de la base de que "la historia de nuestros clubs es lamentable a la vez que escandalosa". Para sostener esto se remontaba incluso a los tiempos de la revolución de mayo; su posición crítica respecto a estas facciones era clara: atentaban contra la democracia, promovían un debate desleal y, sobre todo, transgredían todas las condiciones para que existiera un sufragio honesto y transparente. Después de preguntarse sobre los aportes de estos grupos, se respondía: "Da vergüenza decirlo, pero nada, ¡absolutamente nada! Nuestros Clubs han estado muy lejos de realizar algo benéfico para la Patria". Luego cierra esta idea de forma categórica:

Presididos desde su creación por hombres ambiciosos, que a todo trance trataban de explotar en favor suyo la buena fe, las nobles creencias, los sagrados principios, los Clubs solo han sido elementos de tiranía y barbarie. Ellos han servido para que los charlatanes más lúcidos y audaces, y los oradores más exaltados y ardientes, sedujeran y arrastraran las masas a sus ruines propósitos; para que los Judas políticos y los aspirantes astutos, aprovechándose de la exaltación de los odios de los unidos, y de la ignorancia o apatía de los otros, escalaran las magistraturas y el poder; han servido por fin, para organizar mazorcas electorales, y por medio de maquinaciones, de fraudes y violencias, hacer triunfar sus candidatos. (Alberdi, 1845, pp. 15-16)

Bastante cercano a Alberdi andaba Sarmiento en Facundo, cuando propuso que el origen de las odiosidades estaba precisamente en el proceso de revolución, en el cual aparecieron dos bandos marcadamente definidos, con anhelos e intereses diferentes, y que rápidamente se fueron organizando en torno a partidos o facciones hostiles que pugnaban por el poder. Ambos sectores encarnaban posiciones ideológicas no solo disímiles, sino también irreconciliables, por cuanto unos deseaban mantener el statu quo colonial, mientras que otros querían construir sobre sus ruinas un nuevo proyecto político nacional. Así, era en la aversión entre "realistas" y "patriotas" donde Sarmiento buscaba las causas:

Natural es que, después del triunfo, el partido vencedor se subdivida en fracciones de moderados y exaltados; los unos, que querrían llevar la revolución en todas las consecuencias; los otros, los que querrían mantenerla en ciertos límites. También es de carácter de las revoluciones que el partido vencido primitivamente vuelva a reorganizarse y triunfa, a merced de la división de los vencedores. Pero, cuando una revolución, una de las fuerzas llamadas a su auxilio, se desprende inmediatamente, forma una tercera entidad, se muestra indiferentemente hostil a uno y a otros combatientes, esta fuerza que se separa es heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido, hasta entonces, su existencia, y la revolución sólo ha servido para que se muestre y se desenvuelva. (Sarmiento, 1845, p. 106)

Tal como se ha visto en este acápite, los cuatro pensadores coincidieron finalmente en reconocer que durante la época posterior a la independencia reinó un odio radical entre las partes que luchaban por el poder, cuyo origen habría sido la revolución misma, que dividió a la sociedad en dos grupos, uno que defendía los elementos de permanencia, y otro, los de transformación. Esto permite suponer que el proceso de emancipación no solo derivó en un vacío de poder, sino también en una polarización social alimentada y sostenida en el tiempo por dichos grupos facciosos, que mantuvieron sus tensiones, fuertemente, durante décadas. No es injustificado afirmar, entonces, que el proceso de emancipación ocasionó fracturas sociales, políticas e institucionales que no se recompusieron con el tiempo.

Fracturas posrevolucionarias

De acuerdo con lo anterior, habría que comprender la violencia política posterior a la coyuntura emancipadora como una derivación del proceso revolucionario mismo. Las independencias americanas en general -incluyendo el proceso iniciado por las trece colonias inglesas en 1774- no fueron alcanzadas a través de mecanismos institucionales, democráticos o pacíficos; el principio de autodeterminación de los pueblos solo fue protegido prácticamente un siglo después. Por tanto, el único camino que les quedaba a los americanos para zafarse del poder monárquico europeo era la revolución armada, que, en ambos casos, se recrudeció cuando las monarquías no estuvieron dispuestas a renunciar a sus intereses de ultramar (Costeloe, 2010). El problema radicaba en que, una vez alcanzada la libertad después de las últimas y decisivas batallas, la violencia estuvo lejos de cesar, y en algunos casos casi se extendió por toda la centuria. ¿El motivo? Tal vez el carácter fratricida del conflicto. José María Luis Mora (1837) señaló, en este sentido, lo siguiente:

la paz y el orden público, que constituyen la primera necesidad de un pueblo, han sido frecuentemente alterados entre nosotros con semejantes pretextos, que aunque en el curso de la revolución han perdido mucho de su fuerza, todavía no dejan de hacer su efecto en algunos a quienes no ha sido posible desengañar de la imposibilidad de realizar el optimismo político. (p. 349)

Por aquel entonces, Lucas Alamán (1849) se preguntaba, muy en sintonía con el doctor Mora: "¿Cuándo había habido nunca, desde la independencia, el orden, arreglo y economía en la administración de la hacienda que en los años 1830 y 1831 hasta que la revolución de 1832 vino a interrumpirlo?" (p. 51). De acuerdo con su experiencia, la situación mexicana habría tenido cortos lapsos de paz durante esos años; antes, sin embargo, habría reinado una virulencia social y política constante y sanguinaria.

Incluso con más fuerza que el mismo Mora, Alamán hizo varias referencias a las fracturas que había producido la revolución independentista. En la misma introducción de su clásico sobre la historia mexicana, mientras explicaba y fundamentaba las motivaciones que había tenido para escribir esta obra, señalaba que los "trastornos políticos" que se estaban experimentando eran tan relevantes, que "habían hecho olvidar el nombre de Nueva España" para "sustituirlo" por el de México (Alamán, 1849, p. 2). Con esta obra, el insigne pensador conservador buscaba dar explicaciones al contexto que le había tocado vivir. Sus verdaderas preguntas partían de su propia realidad. Proponía entender toda la coyuntura revolucionaria en perspectiva de larga duración, por cuanto él veía que todas las ideas y acciones producidas por el alzamiento popular no eran en ningún caso fenómenos azarosos; muy por el contrario, venían cultivándose desde hace décadas. En otro pasaje afirmó:

Hacer notar el influjo que tuvo sobre la moralidad de la masa de la población el primer impulso que a aquella [la revolución] se dio, y las consecuencias que ha producido el pretender hacer cambiar no sólo el estado político, sino también el civil, atacando las creencias religiosas y los usos y costumbres establecidos, hasta venir a caer en el abismo en el que estamos; y c[ó]mo el extravío de las ideas y la falsa luz bajo que se han considerado las cosas, ha sido la causa de los desaciertos que se han cometido. (Alamán, 1849, p. 12)

En el Río de la Plata, Alberdi tenía la misma impresión que los mexicanos Alamán y Mora. Luego de exponer las "maravillas" que había producido el proceso revolucionario, que formaba el "honrosísimo monumento de nuestra primera poesía nacional", concluía:

Pero la lucha de independencia terminó, y con ella los odios que la guerra enciende. Intervalos de paz -breves, por desgracia, como el relámpago- dieron lugar al pensamiento para elevarse a la contemplación de las grandes verdades filosóficas y morales; permitieron mirar en derredor con ojos, que no anublaba la pólvora de las batallas: empezaron los pueblos a meditar en su destino, a buscar el fin porque habían derramado su sangre, a correr tras las mejoras, y el progreso social. (Alberdi, 1840, p. 72)

En otro pasaje, el tucumano señaló:

sí, destinada la América a ser en lo venidero la reina del universo, hoy yace soñolienta bajo el largo y oscuro crepúsculo que ha sucedido a la noche de su existencia colonial. Las trompetas de sus victorias han sido un coro efímero que han entonado sus aves para anunciar la aproximación del día venidero. (Alberdi, 1840, p. 168)

La visión del tucumano respecto a España era clara:

Allí está y estará por largo tiempo nuestra gran capital: no nos gobiernan ya sus reyes; tampoco el ejemplo de su actual vida pública, pero el yugo de su acción anterior, la influencia de su poder pasado, nos es tanto más difícil sacudir, cuanto que se hallan radicados hasta en la forma de nuestros cráneos y la sangre de nuestras venas: somos la España, ¿cómo emanciparnos de España? La calma de la reflexión nos dará a conocer que la independencia de América no es más que la desmembración del poder político de la España: la división de esta nación en dos familias independientes y soberanas. [...] El tipo de su civilización, el molde de su carácter, la forma de sus ciudades, la conducta y régimen de vida, todo es idéntico y común. El hacha de la revolución ha podido trozar el gajo por donde se transmitía la savia y el tronco hasta las ramas de nuestro árbol genealógico. [...] Así las ideas generales y la ciencia nos traerán un día al seno de nuestra familia, que hemos desconocido y negado en el calor del pleito doméstico llamado revolución americana. (Alberdi, 1840, p. 317)

Sarmiento compartía la tesis de que la violencia política de la época posterior al proceso independentista era el resultado de la revolución misma. Las divisiones sociales habían derivado en fracturas que no se recompusieron ni con el triunfo patriota: "Como todas las guerras civiles, en que profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a los partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido larga, obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido" (Sarmiento, 1845, p. 111). El sanjuanino propuso que la guerra de independencia había sido doble. Por una parte, lo que él llamaba la "guerra de las ciudades contra los españoles", en alusión a la resistencia de los americanos contra la cultura europea, todo con la finalidad de "dar mayor ensanche a esa cultura". Y, por otra, "la guerra de los caudillos contra las ciudades", cuyo único propósito era "librarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter de odio contra la civilización".

Sarmiento (1845) definía así ese interminable conflicto: "he aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último aún no ha sonado todavía" (p. 111).

Si se mira en perspectiva, Alamán, Mora, Alberdi y Sarmiento coincidieron en que la revolución independentista había causado una herida tan profunda que ni siquiera los ideales republicanos y nacionales pudieron cerrar. La violencia que inusitadamente practicaron los bandos en disputa frustró cualquier intento de construir un proyecto democrático común, con los frutos que se esperaban: igualdad, libertad, fraternidad, orden, progreso, entre otros. Ejemplos de eso fueron, por una parte, la inestable situación política de la región durante buena parte del siglo XIX y, por otra, la existencia de regímenes despóticos que desplegaron sus administraciones con base en la represión, exilios y asesinatos. Sin ir más lejos, Alberdi y Sarmiento experimentaron la persecución de Juan Manuel de Rosas en el Río de la Plata, mientras que Mora murió expatriado en Francia en 1850.

Influencia de la Revolución francesa

La Revolución francesa no solo puso sobre la mesa los ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad, sino que además, contradictoriamente con esos valores, había convencido a sus admiradores de que la violencia era una condición sine qua non para derrocar monarquías, desestructurar el orden vigente y comenzar a diseñar una nueva sociedad basada en ideales liberales. La revolución burguesa de 1789 había sido un modelo para los hispanoamericanos, pero sus dificultades para alcanzar el orden y el progreso después de la era napoleónica habían sido tan patentes que poco a poco los intelectuales cambiaron el eje de sus inspiraciones hacia el norte de América, donde la situación era bastante diferente, con estabilidad, prosperidad y pujanza. Una vez concluidas las independencias hispanoamericanas, Mora, Alamán, Alberdi y Sarmiento identificaron una conexión entre la violencia política de su época y los resabios de lo que podría llamarse la "influencia francesa".

Así, José María Luis Mora sostuvo que "se han empezado a sentir ciertos males, más aún que no se perciben todos. Insensiblemente va cambiando la escena". El México que él había conocido previo a 1810 ya no existía. La violencia se había apoderado de la escena pública, de la cual todos "querían formar parte". Señalaba que en el ámbito político aparecían "hombres de un carácter nuevo, educados en una clase inferior, y no acostumbrados a vivir en aquella especie de sociedad que suaviza el carácter y disminuye la violencia natural de la vanidad, civilizándola constante y moderadamente". Esa mirada de clase, impropia de un liberal como él, reflejaba tanto sus temores respecto a lo que estaba sucediendo en México como también las conexiones que él veía entre su realidad y la realidad de la Francia revolucionaria (Mora, 1837, p. 324). La relación entre "bajo pueblo", "violencia" y "ejemplo francés" estaba muy presente en sus pensamientos:

Esta clase de hombres envidiosos y encarnizados contra todo género de distinción que da superioridad, y a la cual llaman aristocracia, apechugan con las doctrinas y teorías más exageradas, tomando a la letra y sin las modificaciones sociales cuanto ciertos libros dicen sobre libertad e igualdad. Con estos hombres honrosos cubren sus miras personales que acaso ellos mismos todavía no conocen claramente. Unos llenos de Rousseau que mal entienden, beben en sus obras el odio cuanto es superior a ellos; otros adquieren en Mably la admiración de las repúblicas antiguas, y pretenden reproducir sus formas entre nosotros a pesar de la inmensa distancia de tiempo y diferencia de lugares, hábitos y costumbres [.]; aquellos dignos discípulos del fanático Diderot braman de cólera solo de oír el nombre de sacerdotes, religión y culto. (Mora, 1837, p. 324)

En sintonía con Alberdi y Sarmiento, Mora pensaba que las luchas entre facciones eran una de las causas más fuertes y endémicas de la violencia en la época posindependentista. Y para explicarlas, nuevamente recurría a la experiencia de la Francia revolucionaria, la cual "ministra comprobantes decisivos de esta verdad", sobre todo desde la "instalación de los Estados Generales". Era a partir de ese momento en que se "desataba el espíritu perseguidor que no acabó ni aún con la Restauración", en una nación en la que la "destrucción de un partido vencedor, arrastraba consigo constantemente al gobierno". Según su perspectiva, lo ocurrido en Francia en los tiempos turbulentos de la revolución era lo más similar a lo que pasaba en el México posterior a la emancipación:

Los constitucionales proscribieron a los realistas, los republicanos a los constitucionales, los girondinos los fueron por las comisiones de salud pública y seguridad general, los que componían estos cuerpos fueron sucesivamente al cadalso por las órdenes de Danton y Robespierre; estos famosos antropófagos cayeron al golpe de los termidorianos, y en todas estas convulsiones la Francia se inundó de sangre, la anarquía lo taló todo, y el gobierno, que no supo o no quiso hacer efectivas las garantías tutelares de la seguridad personal, fue siempre víctima del torrente de las facciones. (Mora, 1837, p. 83)

A pesar de sus diferencias ideológicas, Lucas Alamán coincidía con Mora respecto al papel que jugaban las facciones políticas en el fenómeno de la violencia. El fin de la época iturbidista "dio diversa dirección a los partidos que su elevación había creado, y formó otros nuevos en que se dividió la república, resultando por una multitud de acontecimientos e incidentes" que dañaron profundamente la vida social. El origen de estos males, según su perspectiva, eran las pugnas que se habían suscitado entre los masones mexicanos -escoceses y yorkinos-, a propósito del modelo político que ambas vertientes querían instaurar. Las tramas y conspiraciones motivadas por ambas facciones fueron "el origen y raíz de cuantos males ha experimentado la nación, y lo será de todos los que le resta aún que pasar" (Alamán, 1849). Pero es interesante ver también que Alamán (1849) vislumbraba en toda esta pugna la influencia de la Revolución francesa, por cuanto

la clase de personas que en lo general habían ocurrido a alistarse en ella, hizo conocer muy luego, que vendría a ser en esta república lo que los jacobinos fueron en la francesa; y el justo temor que esto inspiraba, hacía engrosar el partido escoces, no precisamente por entrar en sus logias un gran número de personas, pero sí uniendo a él sus votos e intereses los propietarios y gente acomodada, con lo que en realidad cesó de ser un partido, pues no puede darse este nombre al conjunto de todas las personas respetables por su fortuna, educación y conocimientos que hay en una nación a quienes liga el peligro común, y que no llevan más mira que conservar el orden público y los principios fundamentales de toda asociación política. (p. 11)

El guanajuatense postulaba que la violencia se debía al interés de algunos sectores por replicar la experiencia francesa, por cuanto la concebían, románticamente, como la madre de las revoluciones. Al menos eso suponía cuando escribía:

[La] destrucción de todo cuanto existe, formado por la lectura de los desvaríos de Diderot y demás sofistas que se llamaron filósofos en el siglo pasado, cuyas obras no lee ya ningún hombre de juicio sino para admirar y compadecer los excesos a que conduce el extravío de la razón humana [...] cuando se obstina en tomar por única guía su loca soberbia presunción. (Alamán, 1849, p. 20)

La crítica de Alamán era evidente: el intento deliberado de replicar en México las ideas y acontecimientos que posibilitaron el movimiento revolucionario francés, además de ser un despropósito, reflejaba, según su posición, la irracionalidad y la soberbia de estos grupos obsesionados con la violencia. En otro pasaje de su obra anotaba:

Las sociedades secretas son el medio más fácil para efectuar un movimiento revolucionario, pues por ellas la acción se transmite rápidamente de un punto céntrico hasta las extremidades, contándose en todas las partes con colaboradores activos y obedientes a las órdenes de la sociedad central: así hemos visto en la actual época la uniformidad con que en los estados se ha obrado, de acuerdo con lo que han dispuesto los que dirigen la máquina política desde la capital, como la sociedad de jacobinos de Francia obraba por medio de las sociedades sus afiliadas, género de centralismo que ahora existe, y que es tanto más pernicioso, cuando su acción es más enérgica y del todo misteriosa. (Alamán, 1849, p. 72)

Respecto a la experiencia francesa, al sur del continente existieron dos Alberdi. El primero, que durante las décadas de 1830 y 1840 pensaba que la Revolución de 1789 y el proyecto político que desplegó a partir de ese momento era el camino que debían seguir las naciones hispanoamericanas. Y el segundo, que comenzaba a desconfiar de toda iniciativa que intentara emular lo que Robespierre y otros habían sembrado en Francia a finales del siglo anterior. Al menos así lo evidenciaba a mediados del siglo XIX, cuando sostuvo que los países de América del Sur, con su "revolución republicana", se "extraviaron" con "el ejemplo del despotismo moderno de la Francia que le servía de modelo" (Alberdi, 1886, p. 262). Esa imagen de violencia era complementada con otras que seguían desnudando las tensiones propias de dicho proceso revolucionario: "sabido es que la Revolución francesa, que sirvió a todas las libertades, desconoció y persiguió la libertad de comercio" (Alberdi, 1886, p. 4).

Sarmiento, por su parte, reconocía abiertamente la influencia de la Revolución francesa en el proceso de emancipación platense desde sus comienzos. Refiriéndose al movimiento originado en Buenos Aires, señalaba:

Llevada a este sentimiento de la propia suficiencia, inicia la revolución con una audacia sin ejemplo, la lleva por todas partes, se cree encargada de lo Alto para la realización de una grande obra. El Contrato Social vuela de mano en mano; [...] Robespierre y la Convención, los modelos. (Sarmiento, 1845, p. 189)

Pero esta mirada romántica con la que analiza los vínculos entre ambos procesos no es para nada optimista. Aunque a veces los ponía en carriles diferentes, lo cierto es que Sarmiento asociaba la "época del terror" de Francia a lo que él vociferaba como la "época del terror" en los tiempos de Rosas y Facundo Quiroga, refiriéndose a la "enfermedad contra la cual no se ha hallado remedio en la República Argentina, hasta el día de hoy" (Sarmiento, 1845, p. 316). Esa asociación, no exenta de contradicciones, está muy patente en su obra:

Es inaudito el cúmulo de atrocidades que se necesita amontonar, unas sobre otras, para pervertir a un pueblo, y nadie sabe los ardiles, los estudios, las observaciones y la sagacidad que ha empleado don Juan Manuel de Rosas para someter la ciudad a esa influencia mágica que trastorna la conciencia de lo justo y de lo bueno, que quebranta al fin, los corazones más esforzados y los doblega al yugo. El terror de 1793 en Francia era un efecto, no un instrumento; Robespierre no guillotinaba nobles y sacerdotes para crearse una reputación ni elevarse él sobre los cadáveres que amontonaba. [...] El terror entre nosotros es una invención gubernativa para ahogar toda conciencia, todo espíritu de ciudad, y forzar al fin, a los hombres a reconocer como cabeza pensadora el pie que les oprime la garganta; es un despique que toma el hombre inepto armado del puñal, para vengarse del desprecio que sabe que su nulidad inspira a un público que le es infinitamente superior. (Sarmiento, 1845, p. 299)

Tal como se ha podido apreciar hasta ahora, Mora, Alamán, Alberdi y Sarmiento compartían la misma visión pesimista sobre la Revolución francesa; no la consideraban como un modelo a seguir y estaban convencidos de que ese afán de replicarla era una de las razones que explicaba la violencia en sus naciones. Este hecho histórico era recordado por sus contradicciones, por la violencia inusitada que había provocado y por la incapacidad que tuvieron sus líderes de canalizarla en beneficio de la república. Se entiende que Alamán, por sus convicciones ideológicas, haya criticado los efectos revolucionarios en ambos lados del Atlántico; pero es interesante ver que incluso aquellos que tenían una mirada más liberal tenían prácticamente la misma percepción negativa. El deseo de transformar sus naciones en repúblicas liberales, al más estilo francés, había producido un ambiente fracturado y violento, donde el diálogo, el consenso y la democracia simplemente no tenían cabida.

La necesidad absoluta de un orden

Mora, Alamán, Alberdi y Sarmiento estaban completamente persuadidos de lo importante que era superar la violencia política que azotaba a sus respectivas naciones. Pensaban que el permanente estado de agitación, anarquía y decadencia afectaba sus sociedades no solo en términos materiales o políticos, sino también humanos, espirituales y morales. Por eso aparece reiteradamente en sus obras la necesidad de alcanzar el orden, porque solo así se podría cimentar el proyecto institucional de las nuevas repúblicas, que los patriotas venían persiguiendo desde hace años. El anhelo de orden no era más que una muestra patente de la desesperada sensación de que sus naciones se estaban despedazando irreversiblemente. Sus obras reflejan la percepción de que los proyectos emancipatorios se estaban desmoronado, por lo cual era urgente ofrecer soluciones concretas a esa compleja realidad. El problema, y en eso también había un consenso entre los cuatro, era la ausencia de un Estado capaz de garantizar la paz y la estabilidad, reflejos fieles de ese tan anhelado orden.

La posición de José María Luis Mora era clara: "el orden es importante para los intereses sociales, la prosperidad pública y la de los particulares". Este debe ser uno de los pasajes más concretos de su obra al respecto. La violencia había llegado a un nivel tan exacerbado que nuevamente comparaba su realidad con la francesa de finales del siglo XVIII: "Robespierre y Marat no se hicieron dueños de los destinos de la Francia ni derramaron tanta sangre sino por estos medios, y fueron mil veces más perniciosos que lo habían sido todos juntos los reyes cuya raza destronaron". Si bien es sugerente que un liberal de su talla criticara a los revolucionarios y planteara que ellos habían sido más violentos que los mismos reyes, no deja de llamar la atención lo que postulaba después:

Ellos al fin cayeron como caerán todos los de su clase; pero dejando abierto el camino para la elevación de otros que aunque más sordamente pero con éxito más feliz logran por algún más tiempo realizar sus miradas colocándose en la cumbre del poder, violando todas las garantías sociales, y perpetuando la desgracia de los pueblos, que por un círculo prolongado de miserias y desventuras, vuelven al mismo punto de esclavitud de donde partieron para emprender el camino de la libertad. (Mora, 1837, p. 71)

Conectar la violencia con la "transgresión", la "desgracia", la "miseria", la "desventura" y la "esclavitud" no era azaroso; tenía un propósito bastante claro. Para Mora, la violencia que se estaba produciendo en México durante esta época estaba teniendo consecuencias muy complejas para la libertad, lo cual causaba una contradicción importante que era necesario tener en consideración: la independencia, y por tanto la libertad que se había impulsado después del "grito de Dolores", no solo estaba resultando infructuosa, sino que además estaba sufriendo riesgos totalmente perniciosos. Todos los esfuerzos humanos, políticos y económicos empleados durante la revolución de 1810 parecían en vano. La vehemencia con la que actuaban las diferentes facciones que disputaban el poder nacional estaba conduciendo a México directo al abismo.

Más o menos en la misma época, después de las agitaciones que sacudieron México entre 1828 y 1830, Lucas Alamán (1849) escribía con esperanza: "la aprobación general que obtuvo el nuevo orden de esas cosas hacía esperar se consolidase, afirmándose con él la paz, y asegurándose el bienestar de los ciudadanos. Parecía llegado el momento de ver extinguir los partidos" (p. 14). A pesar de las diferencias ideológicas que había entre ambos, Alamán tenía la misma percepción de Mora: México estaba subsumido en un nivel de violencia verdaderamente sanguinario. Por eso destacaba en su obra este lapso de tranquilidad que se estaba experimentando. La sensación de que lo malo estaba quedando en el pasado lo llevó a postular con fuerza la necesidad de sembrar el orden en el México post-independentista: "Quiera la Providencia Divina, que sabe dirigir los sucesos de las naciones por caminos incomprensibles, completar la obra a que se ha dignado dar tan feliz principio, estableciendo en nuestra patria un orden firme y seguro", que haga "olvidar los males que hemos sufrido, y que impida para siempre la posibilidad de volverlos a padecer".

Alamán partía del supuesto de que ningún individuo tenía el "derecho de excitar una guerra civil, solo por su propia seguridad, a la que puede proveer de mil maneras". Él veía que en este contexto todas las facciones, sin excepción, se aprovechaban del movimiento revolucionario "para promover -artificiosamente- el deseo de una variación"; lo mismo sucedía con quienes deseaban mantener el statu quo, quienes defendían la conservación de "lo presente", "sobre la base de la prosperidad y el orden público" (Alamán, 1849, p. 40). Si unos y otros recurrían a la violencia para lograr sus objetivos, difícilmente se alcanzaría el orden, que Alamán relacionaba con la felicidad de los pueblos. En clara alusión a los liberales, proponía que no bastaba "que los pueblos digan somos federalistas; es menester que puedan decir: somos federalistas, y por serlo somos felices; pues sin esta última condición las formas de gobierno nada valen, porque su objeto no es más que llegar a aquel resultado" (Alamán, 1849, pp. 72-73). La posición de Alamán era clara: el orden y la seguridad tenían efectos multiplicadores. Al menos eso intentaba sostener al escribir lo siguiente:

Ciertamente que la masa general de la población no aspira a una mudanza, cuando en el orden actual se halla bien; si en él encuentra seguridad para su persona, y bienes el ciudadano pacífico; confianza en sus giros el capitalista, y exactitud en sus pagas el empleado y el militar, no puede presentárseles atractivo ninguno hacia una mudanza, en la cual no sólo no adelantarían nada, sino que por el contrario, aventurarían el bien que de hecho están disfrutando en medio de las vicisitudes consiguientes a un trastorno general. (Alamán, 1849, pp. 72-73)

En el Río de la Plata la violencia era asociada a la barbarie, mientras que la paz, el orden y la prosperidad eran concebidas como muestras de civilización. Alberdi estaba convencido de que "como toda civilización política de un país está representada por la seguridad de que disfrutan sus habitantes, así también toda su barbarie consiste en la inseguridad". Al igual que Mora, Alberdi pensaba inevitablemente en las libertades políticas y civiles, y cómo estas corrían peligro con toda la violencia reinante. Nadie tenía el derecho a carecer de esas libertades, ni incluso las autoridades políticas, las cuales debían gobernar "sin riesgo de perder por eso su vida, su honor o sus bienes como culpable de traición al país". Sus planteamientos sobre el orden y la seguridad eran claros: si el país no se estabilizaba corría el riesgo de desaparecer. Como Sarmiento, Alberdi (1840) desconfiaba del caudillismo gobernante:

Este era el sentido en que Facundo Quiroga representaba, como gobernante, la barbarie política de su país. [...] El país en que la seguridad deja de existir o de ser completa por esa y otra causa, puede hacer todos los progresos materiales que se quiera, no por eso dejará de merecer su orden político y social de cosas, el título de Civilización o Barbarie, como el Facundo, y su Gobierno, con todas sus intenciones, el de un Facundo II. (p. 167)

Casi en la misma sintonía de Alberdi, Sarmiento concebía el orden como antesala del progreso. Al menos eso dejaba entrever al analizar la figura del campesino argentino que poco a poco se acercaba a lo que él llamaba la "edad viril": "le hemos visto hombre independiente de toda necesidad, libre de toda sujeción, sin ideas de gobierno, porque todo orden regular y sistemado [sic] se hace de todo punto imposible" (Sarmiento, 1845, p. 103). Esa transición significaba "entrar en otra escala de la vida campestre que es el punto de partida de todos los grandes acontecimientos que vamos a ver desenvolverse muy luego". La esperanza de Sarmiento por estabilizar Argentina lo llevaba a suponer que todo sería lento, pero alcanzable.

El problema, sostenía, era que "el progreso está sofocado, porque no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre y le permite extender sus adquisiciones" (Sarmiento, 1845, p. 46). La violencia tenía completamente sometido al campo y a las ciudades, por lo cual era fundamental promover la paz para que hubiera progreso. Las soluciones que Sarmiento vislumbraba eran, por una parte, la inmigración europea que, con sus conocimientos, capacidad industrial y cultura, podían colmar de civilización un "desierto" dominado por la barbarie; el punto era que a esos inmigrantes había que garantizarles la seguridad, para lo cual se requería un gobierno "capaz de dirigir los movimientos" (Sarmiento, 1845, p. 317).

Y por otra parte, estaba la instalación de modelos foráneos en el suelo argentino, que destacaban por su orden y progreso. Refiriéndose a su propia experiencia, Sarmiento señaló, a propósito de los jóvenes estudiosos que Rosas había estado persiguiendo durante décadas:

Se han desparramado por toda la América, examinando las diversas costumbres, penetrado en la vida íntima de los pueblos, estudiando sus gobiernos y visto los resortes que en unas partes mantienen el orden, sin detrimento de la libertad y del progreso, notando, en otras, los obstáculos que se oponen a una buena organización. (Sarmiento, 1845, p. 441)

Las consecuencias del desorden, de la anarquía y de la violencia política eran evidentes. Entonces se preguntaba: "¿Qué consecuencias trajo para La Rioja la destrucción del orden civil?" Su respuesta era clara: bastaba ir hasta allá y "ver el teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se tiende la vista sobre él". Luego precisó:

Los llanos de La Rioja están hoy desiertos; la población ha emigrado a San Juan; los aljibes que daban de beber a millares de rebaños se han secado. En esos llanos, donde ahora veinte años pacían tantos millares de rebaños, vaga tranquilo el tigre que ha reconquistado su dominio, algunas familias de pordioseros recogen algarroba para mantenerse. Así han apagado los Llano los males que extendieron sobre la República. ¡Ay de ti Betsaida y Corozaín! En verdad os digo que Sodoma y Gomorra fueron mejor tratadas que lo que debíais serlo vosotras. (Sarmiento, 1845, pp. 172-173)

Mora, Alamán, Alberdi y Sarmiento estaban convencidos de que la violencia política tenía subsumidas a sus naciones en el descontrol absoluto. Décadas de tanta destrucción habían sembrado no solo el desconsuelo, sino también la preocupación por el porvenir de la república. Los cuatro pensadores sabían que el orden era indispensable para alcanzar la paz, la estabilidad y el progreso. El problema radicaba en que todo esto era aún más difícil sin un Estado capaz de entregar las garantías necesarias para aplacar la violencia y promover la paz. Ese Leviatán que tantos independentistas habían soñado solo estaba en las buenas intenciones o encarnado en caudillos que perpetuaban la violencia e impedían el orden. Esa claridad está muy patente en el pensamiento de Mora (1837, pp. 83-84): "estos han sido hasta aquí y serán siempre los resultados deplorables de la criminal indiferencia y abandono con que ven los ataques a la seguridad individual los que están encargados de reprimirlos". Sus ideas respecto a la autoridad eran claras:

Un gobierno que se merezca el nombre de tal debe sacudir el temor y no permitir que se proscriba, debe permanecer firme e impasible en medio de los partidos. Abandonar los principios de justicia por buscar el apoyo en la facción dominante es perderse, es cometer un crimen sobre atroz, ineficaz e inconducente al fin que se pretende alcanzar. En efecto, cuando el gobierno no piensa en gobernar, sino en existir por condescendencias criminales, se concilia indefectiblemente el odio de los que padecen y el desprecio de los que persiguen.

En la otra vereda ideológica e intelectual, Alamán tenía la misma percepción de Mora. Pensaba que, hasta la década de 1830, México poseía un aparato estatal absolutamente débil, a causa del desorden, la violencia y las luchas intestinas que protagonizaban las facciones que se enfrentaban por alcanzar el poder político de la Nación. Pero a comienzo de los 1830 comenzó a ver una luz de esperanza: "la República gozó entonces por algunos meses de una tranquilidad que no había disfrutado mucho tiempo hacia atrás". Mientras la "confianza renacía", "el gobierno iba adquiriendo vigor y concepto, y con todo prosperaba a pesar de aquellas oscilaciones ligeras, reducidas a meros escritos, a que daba lugar la mal arreglada libertad de imprenta y el limitado derecho de petición" (Alamán, 1849, p. 16). Más adelante afirmaba de forma categórica y aludiendo específicamente al uso de la violencia:

La fuerza y el respeto que el gobierno adquiría a medida que la tranquilidad se afirmaba, dieron motivo a una carta que un señor diputado del Congreso [...] escribió [...] que el gobierno se iba consolidando demasiado, y que era preciso tratar de debilitarlo, para que no estuviese expuesta la libertad. ¡Extrañas ideas de equilibrio, según las cuales es preciso que el gobierno sea siempre débil y vacilante para que la libertad subsista! Si se entiende la libertad de hacer mal, y de no dejar nunca tranquilo al ciudadano pacífico, en ese sentido podrá admitirse ese principio, y para ponerlo en práctica ya hemos visto los medios que se han empleado. (Alamán, 1849, p. 118)

En el Río de la Plata, Alberdi asociaba la violencia con la fragilidad del Estado, incapaz de sembrar el orden, promover la concordia social y asegurar la unión de las provincias argentinas, origen de grandes tensiones5. Refiriéndose a la necesidad de asegurar todas las fuerzas posibles contra el "despotismo y la violencia del legislador que, en las turbulencias geniales de la República naciente", eran habituales, sostuvo que la virulencia política se explicaba por la existencia de tres factores fundamentales. En primer lugar, la misma "soberanía de la espada" que ejercían las autoridades contra el pueblo con el único afán de asegurar el orden y la imposición de sus ideas; en segundo lugar, la violencia del "soberano pueblo en persona, que hace a un tiempo de legislador y de alguacil ejecutor secuestrando el capital de algún traidor a la buena causa"; y finalmente, las acciones del "legislador mismo, que desde lo alto de la tribuna cambia la Constitución, que son golpes de Estado y golpes de pueblo" (Alberdi, 1886, pp. 494-495).

Con cierta perspectiva, Sarmiento pensaba que había tres factores que explicaban la desorganización del Estado y, por tanto, la ausencia de una autoridad política bien establecida, capaz de garantizar la paz entre las provincias argentinas. En primer lugar, la "vida pastoril", propia de las campañas, donde él veía que reinaba la "barbarie" y el rencor a la civilización, al orden, al progreso. En segundo lugar, la presencia de caudillos provinciales, atrincherados en sus visiones "federales" o "unitarias", cultivadas desde los tiempos de la independencia6. Y en tercer lugar, en sintonía con el punto anterior, estaba la figura de Juan Manuel de Rosas, cuyas preocupaciones no eran "nacionales", sino "porteñas", más allá del papel que desempeñaba como representante de la Confederación que agrupaba a las provincias argentinas. Esta sola condición lo llevó a postular que en el Plata había un vacío de poder irreversible, que solo se resolvería con la salida de Rosas (Sarmiento, 1845, p. 433). Sobre esto último, Sarmiento (1845) fue categórico:

Lo que la República Argentina necesita antes de todo; lo que Rosas no le dará jamás, porque ya no le es dado darle, es lo que la vida, la propiedad de los hombres, no esté pendiente de una palabra indiscretamente pronunciada, de un capricho del que manda; dadas estas dos bases, seguridad de la vida y de la propiedad, forma de gobierno, la organización política del Estado, la dará el tiempo, los acontecimientos y circunstancias. (p. 448)

Tal como se ha demostrado en este acápite, Mora, Alamán, Alberdi y Sarmiento coincidieron en sus interpretaciones sobre la necesidad de contar con un Estado (e instituciones) que promoviera el orden y la paz social, y superara el estado de naturaleza que parecía reinar tanto en México como en el Río de la Plata. Ese ideal, que atravesaba indistintamente a los liberales y a los conservadores, está patente en las obras de estos cuatro intelectuales hispanoamericanos. Todos, sin excepción, pensaban que la ausencia de una autoridad política central era una variable determinante al momento de explicar la violencia política que azotaba a sus sociedades, razón por la cual promovían con ímpetu la construcción de un Estado nacional moderno, garante de la paz, la seguridad y el progreso.

Conclusiones

A pesar de que Lucas Alamán, José María Luis Mora, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento tenían inclinaciones políticas divergentes, sus ideas permiten comprender las posibles causas de la violencia política producida en los tiempos posteriores a la emancipación, tanto en México como en Argentina. Estudiarlos ha permitido, en primer lugar, contribuir a los estudios de esta época con la revisión de las percepciones y experiencias de quienes la vivieron de primera mano; eso le da una riqueza histórica invaluable y hace posible ofrecer una mirada distinta a lo que comúnmente existe en la historiografía hispanoamericana. En segundo lugar, ha permitido demostrar que la violencia política no debe ser concebida como un aspecto circunstancial del contexto posterior a las independencias, sino más bien como una de sus características fundamentales; lo que los historiadores han llamado tradicionalmente "anarquía" en realidad fue un enfrentamiento radical de tipo fratricida. Y en tercer lugar, también se ha evidenciado que la violencia como fenómeno social tiene impactos muy complejos en las sociedades, pues son deterioradas por la destrucción, no logran generar consensos y viven siempre condicionadas por la desconfianza y la sed permanente de venganza.

Eso en el plano histórico-político. En el plano de las ideas, el principal hallazgo de este trabajo fue el interés de estos pensadores por analizar, exponer y resolver el problema de la violencia que asolaba a sus naciones. Muy a grandes rasgos, los especialistas han destacado los aportes liberales de Mora, el tradicionalismo romántico de Alamán, las propuestas organizacionales de Alberdi y las ideas políticas y educativas de Sarmiento. Sus percepciones sobre la violencia, sin embargo, no habían sido materia de estudio hasta ahora, por lo cual esta investigación contribuye al respecto. Todas las proyecciones y pretensiones republicanas y democráticas que estos intelectuales cultivaron después de la época independentista quedaban truncadas por la inestabilidad, el desorden y la violencia que existía por entonces. Por este motivo, el principal obstáculo que ellos veían para construir con plenitud la república era la violencia.

Como lo ha demostrado esta investigación, la relevancia de la violencia política en la región se puede medir en el hecho de que esta no se detuvo con la oleada constitucional de mediados del siglo XIX ni tampoco con los proyectos democratizadores del siglo siguiente. Eso se puede ver en distintos frentes, como la guerra de la Reforma en 1858, la Revolución de 1910 y la posterior guerra cristera en México a finales de los 1920, así como en la tiranía de Rosas y los permanentes enfrentamientos y guerras civiles que protagonizaron las provincias argentinas del interior con Buenos Aires durante casi toda la centuria. Ese carácter endémico de la violencia está muy presente en el pensamiento de estos intelectuales; al menos eso deja entrever el mexicano Lucas Alamán (1849, p. 325) al sostener que "la independencia se habría hecho por sí misma, sin los sacudimientos violentos que la nación ha sufrido y que tendrá todavía que sufrir por largo tiempo". El mismo Alberdi (1840, p. 148) complementaba muy bien esta idea: era un "sofisma ignominioso y cruel el suponer que este orden de cosas haya dejado de existir, porque ya no se hagan estragos nuevos, y el sosiego deba reemplazar en adelante a las pasadas medidas de terror".

Agradecimientos

El autor desea agradecer al profesor doctor Eduardo Devés Valdés por su acompañamiento en este proceso de formación posdoctoral desarrollado en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.

Referencias

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1En este trabajo se entenderá como violencia política "toda acción no prevista en reglas, realizada por cualquier actor individual o colectivo, dirigida a controlar el funcionamiento del sistema político de una sociedad o a precipitar decisiones dentro de ese sistema" (Aróstegui, 1994). En otras palabras, en todas las naciones hispanoamericanas, y en particular los dos casos abordados en esta investigación, la violencia y los fenómenos que se le asocian (el desorden, la anarquía, las guerras civiles, la represión, la virulencia, entre otros) fueron generados por grupos que luchaban por el poder, nacional o interregional, y que estaban dispuestos a la destrucción absoluta de sus oponentes para alcanzar sus objetivos. Esa razón es suficiente para orientar el trabajo en la línea de esta área de la violencia, cuyo sentido material es siempre racional. Una obra que brinda un panorama completo al respecto es la de Lucena (2012).

2Para conocer más en profundidad los aportes políticos e intelectuales de estos pensadores, véase Hale (1972), Van Young (2021) y Hamilton (2011).

3La delimitación temporal se explica, en primer lugar, porque el proceso independentista comenzaba a cerrarse en 1824, después de la batalla de Ayacucho, y a partir de ahí fue que las grandes preguntas de ese contexto ya no eran las mismas; ahora giraban en torno a la organización política. En segundo lugar, para mediados de siglo la situación no era más estable: los enfrentamientos civiles, los gobiernos despóticos y la presencia comercial europea seguían impidiendo los sueños de la libertad. Pero también fue una época importante para estos autores: Mora y Alamán murieron en 1850 y 1853, respectivamente, después de una vida intelectualmente prolífica, mientras que Alberdi y Sarmiento publicaron en esos años algunas de sus obras más importantes. Adicionalmente, los destinos de Argentina y México parecían decidirse en esos años, al punto que Halperin (1994) lo denominó "el tiempo de espera". Fue durante la década de 1850 cuando ambas repúblicas iniciaron sus procesos constitucionales, que dieron una luz de esperanza a una época marcada por la constante inestabilidad interna (Williamson, 2014).

4Algunos ejemplos fueron las resistencias indígenas en Paraguay (1750-1753) y México (1767); los levanta mientos de esclavos en Venezuela (1792), Nueva Granada (1781) y Perú (1768-1798), y las diversas protestas que se hicieron en la región a causa de los altos impuestos que cobraba la Corona; un caso interesante fueron las que se organizaron en Nueva Granada en 1781.

5En otra obra, sostenía lo siguiente: "En lugar de gobierno común, el país presenta catorce gobiernos que no tienen dependencia entre sí, ni respecto de otra autoridad suprema. Donde falta el gobierno nacional, la paz no puede existir por sí sola, aunque la nación esté poblada de ángeles" (Alberdi, 1886, p. 156).

6Irónicamente se preguntaba en Facundo: "¿Pensadores como López, como Ibarra, como Facundo, eran los que con sus estudios históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el problema de la conveniente organización de un Estado? ¡Eh!" (Sarmiento, 1845, p. 217).

Citación APA: Hodge Dupré, E. A. (2023). La violencia política tras la independencia en el pensamiento de Lucas Alamán, José María Luis Mora, Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento. Revista Científica General José María Córdova, 21(43), 765-788. https://doi.org/10.21830/19006586.1252

Declaración de divulgación El autor declara que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo.

Financiamiento El autor no declara fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

Sobre el autor

Eduardo Andrés Hodge Dupré es doctor en historia, Universidad de los Andes, Chile; magíster en estudios internacionales, Universidad de Santiago, Chile, y licenciado en historia, Universidad Diego Portales, Santiago de Chile. Actualmente se desempeña como profesor de Formación General en la Universidad Finis Terrae, Chile. https://orcid.org/0000-0002-4750-2986 - Contacto: ehodged@uft.edu

Recibido: 02 de Enero de 2023; Aprobado: 08 de Junio de 2023; Publicado: 01 de Julio de 2023

*CONTACTO: Eduardo Andrés Hodge Dupré ehodged@uft.edu

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