INTRODUCCIÓN
En agosto de 2014, en medio de las conversaciones entre la entonces guerrilla de las FARC y el Gobierno colombiano encabezado por Juan Manuel Santos, se acordó la conformación de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV), una iniciativa desarrollada en las primeras discusiones del punto dedicado a las víctimas del conflicto armado, el cuarto tema abordado de seis convenidos en la agenda.
Según el mandato estipulado por la Mesa de Conversaciones la CHCV debía construir un Informe a partir de ensayos de tipo individual acerca de los orígenes, factores de persistencia e impactos del conflicto armado, como insumo para la comprensión de la complejidad del conflicto, de las responsabilidades de quienes hayan participado o tenido incidencia en el mismo, y para contribuir al esclarecimiento de la verdad (Mesa de Conversaciones Gobierno nacional-FARC-EP, La Habana, 5 de agosto de 2014). Se reunió así a doce estudiosos de diferentes orientaciones políticas y académicas, que, en un plazo de cuatro meses, produjeron el informe Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Informe presentado públicamente en febrero de 2015 y que deja entrever la pluralidad de visiones sobre el conflicto colombiano y sus principales debates hoy.
Desde su publicación, las principales impresiones y controversias alrededor del Informe de la CHCV se han consignado en la prensa escrita, ya sea por comentaristas externos1 o por polémicas entre algunos de los comisionados2, en torno a las primeras, buena parte de los comentarios periodísticos desatendieron al mandato estipulado para la Comisión. Por lo cual, se hace fundamental empezar a acercarse al Informe desde una perspectiva que supere la mera impresión coyuntural y permita ubicar su lugar, y, si es el caso, su contribución en los estudios sobre el conflicto armado colombiano.
En este artículo me propongo estudiar los principales contenidos y debates de los ensayos que componen este Informe con la vocación de -parafraseando a Jesús Antonio Bejarano (2007)- “Trazar el mapa”, en el cual se encajan en un cierto orden y en una visión de conjunto los diversos trabajos individuales y así, identificar en los textos, tendencias, problemas planteados y discusiones respecto al saber histórico sobre el conflicto armado.
El argumento central que se irá tejiendo es que el Informe fue un trabajo contrarreloj, no propiamente desarrollado a manera de comisión, con poca novedad en lo que atañe a los estudios sobre el conflicto armado. A pesar de esto, o más bien, por estas condiciones, el Informe evidencia, de forma condensada, las principales explicaciones en torno al conflicto y devela grandes abismos a propósito de la comprensión de este, ya sea por las tradiciones de las ciencias sociales, a las que se suscriben los comisionados, o por la polarización política vigente alrededor del tema.
El recorrido que se emprende a continuación se apoya en abordajes que recientemente han estudiado comisiones e informes de este tipo (Crenzel, 2008; Jaramillo, 2014). En ese sentido, se iniciará ubicando algunos rasgos representativos del contexto político en el que se constituyó esta comisión y sus particularidades operativas y de funcionamiento, enfatizando en el perfil de los comisionados. Se analizará el Informe y sus ensayos, reconociendo las caracterizaciones o los nombres que se le dan allí a nuestra guerra3 y, con esto, identificar discusiones y debates con respecto a su mandato de dar cuenta de los orígenes, factores de persistencia e impactos del conflicto. Por último, se expone una serie de conclusiones y proyecciones de la discusión.
EL ENTORNO POLÍTICO Y LOS PRINCIPALES RASGOS DE LA COMISIÓN HISTÓRICA DEL CONFLICTO Y SUS VÍCTIMAS
El entorno político en el cual se constituye la CHCV se puede caracterizar resumidamente así: se trató de una iniciativa construida en el marco de un proceso de negociación entre el Gobierno Santos y las Farc, que se da a partir de un equilibrio catastrófico en el plano militar en el cual tras más de cincuenta años de confrontación ni las Farc pueden cumplir con su objetivo estratégico de “la toma del poder”, ni el Estado puede neutralizar por completo su accionar (González, 2014; Palacios, 2012). Este equilibrio catastrófico en lo militar, contrasta con un desgaste tendiente a la derrota de este grupo guerrillero en el ámbito ideológico, pues por el accionar de la Fuerza Pública no solo quedó relegado a las “periferias de las periferias” del país, sino que su imagen en la opinión pública no alcanzó el 2 % de aceptación a lo largo de la década4.
Esto significa que, en primer lugar, a diferencia de las doce anteriores comisiones con esta vocación que se crearon en el país, la CHCV es la primera que surge fuera de una iniciativa institucional en estricto sentido (Jaramillo, 2014). En segundo lugar, se trató de una Comisión desarrollada en medio de una negociación con una guerrilla profundamente impopular, lo cual implica que su visión del conflicto armado como una guerra justa entre desposeídos y burgueses se encontrará profundamente desgastada, por factores que escapan al análisis de este artículo.
Precisamente, pese a que en 2011 el Gobierno Santos mediante la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, pasó de catalogar el fenómeno como una “amenaza terrorista” a dejar explícito el reconocimiento del conflicto armado interno en Colombia (postura que empieza a ser uno de los factores principales de su distanciamiento con su antecesor, Álvaro Uribe Vélez), esta postura gubernamental contrasta con que en la sociedad colombiana perviven imaginarios asociados con la amenaza terrorista.
Expresión de ello, es el momento inmediato en el cual se aborda el punto relacionado con las víctimas del conflicto armado, en el segundo semestre de 2014, pues durante su discusión, al tiempo que se mandató la constitución de la CHCV se contempló una serie de foros y encuentros con distintos representantes y organizaciones de víctimas que pusieron en evidencia los malestares y el veto, de ciertos sectores de este campo, hacia el proceso de paz con las FARC5.
En cuanto al entorno académico en el que se configura esta Comisión, su constitución se da en medio de un acelerado proceso de complejización y especialización de los estudios sobre el conflicto y la paz de Colombia (Rettberg y Nasi, 2006), allí se han consolidado fondos documentales y de prensa, se han elaborado bases de datos para el seguimiento cuantitativo del conflicto y se ha producido una cantidad abrumadora de trabajos a propósito del fenómeno (Palacios, 2010).
Aunque el balance de estas dos décadas de especialización está por hacerse, es evidente que esta producción, con apoyo de cierto grado de recepción de literatura internacional, se ha concentrado en comprender con mayor parsimonia la escala subnacional del conflicto armado, emprendiendo estrategias de memoria (Jaramillo, 2014) o brindando explicaciones de la dinámica territorial del fenómeno. De igual forma, a este tipo de trabajos hay que sumar otros de “síntesis histórica” recientemente presentados (GMH, 2013; González, 2014; Palacios, 2010) que demuestran que se trata de un momento que reabre nuevas disputas acerca de los sentidos y la explicación de ese pasado conflictivo.
En lo que respecta a las condiciones operativas de la Comisión (conformación, metodología y funcionamiento), inicialmente se contempló un espacio de presentación formal, convocado en La Habana, solamente una reunión operativa en la Conferencia Episcopal en Bogotá y un trabajo individual que luego fue recolectado por los relatores encargados por la Mesa de Conversaciones. Más allá de las infidencias, por las condiciones mismas de la labor, no hubo un trabajo estrictamente comisionado sino más bien un acomodamiento pragmático a los requerimientos de entrega contrarreloj de la Mesa de Conversaciones. Se omitió el debate y se privilegió la labor individual basada en las trayectorias académicas y los mensajes fuerza que cada autor quería hacer llegar a la Mesa y a la opinión nacional.
En lo que refiere al objeto estipulado para la CHCV -dar cuenta de orígenes, persistencias e impactos del conflicto-, ello significa abarcar la complejidad y desarrollo del conflicto en el tiempo. Un reto que se abordó en tan solo cuatro meses y que desencadenó, dicho por uno de los comisionados, un trabajo de “arañas” estudiando las generalidades (Gutiérrez, 2015), cuyo fin último no era producir conocimiento novedoso del fenómeno, pero que contribuye a comprender las explicaciones contemporáneas preponderantes, sus casualidades y procesos macro del conflicto armado y su evolución en el tiempo6.
En ese sentido, mientras comisiones como la Comisión de Estudios sobre la Violencia de 1987 o la Comisión creada en el año de 1991 realizaron respectivamente una tipología de las violencias y una tipología de las regiones (Sánchez, 1993), la CHCV se ocupó de un objeto difícilmente abarcable en tan poco tiempo: construir apretadas síntesis del conflicto armado brindando líneas explicativas sobre su origen, progreso y consecuencias.
Por último, en lo que atañe a la composición de la CHCV, esta fue de doce miembros -designados de manera “milimétrica” entre el Gobierno y las FARC- y un relator propuesto por cada parte7. Sus perfiles pueden agruparse entre académicos de las principales universidades públicas y privadas del país, extranjeros profundamente conocedores del caso colombiano y sus particularidades, comisionados con cercanía al alto mando de la Fuerza Pública y comisionados con sólidas relaciones con organizaciones sociales y de derechos humanos. Una diversidad de la cual se dará cuenta a continuación, adentrándonos en las caracterizaciones del conflicto y las formas en cómo los comisionados enfrentaron el mandato estipulado por la Mesa de Conversaciones.
EL CARÁCTER DEL CONFLICTO EN EL INFORME
Uno de los puntos de mayor debate en los estudios recientes del conflicto armado colombiano es la pregunta por cómo denominar el fenómeno. Un asunto que más allá de la simple semántica revela connotaciones políticas, militares y jurídicas tanto en el ámbito interno como en el ámbito internacional (Medina, 2010; Rodríguez, 2010). Así las cosas, conforme con las discusiones del último tiempo en la academia, en el Informe de la CHCV las caracterizaciones del conflicto se encuentran atravesadas por las relaciones que establecen entre sociedad, conflicto armado y Estado, y se pueden recoger en cuatro grandes grupos:
Caracterizaciones dicotómicas: el debate de la relación sociedad civil-guerra
Las explicaciones de este tipo consignadas en el Informe, comprometen diferentes -y casi antagónicas- posturas políticas y académicas, de fondo parten de la contraposición de dos factores para comprender el carácter mismo del conflicto. La primera de ellas, la caracterización de conflicto social y armado, que a pesar de tener gran acogida en algunos sectores políticos y sociales, así como en los grupos guerrilleros, no cuenta en la literatura reciente con una descripción taxativa. En el Informe se hace enfática su denominación, en los ensayos de Darío Fajardo, Jairo Estrada, Renán Vega, Alfredo Molano y Sergio de Zubiría.
La idea base de esta visión es establecer una relación causal entre la dimensión social y política y la dimensión armada del conflicto desde el proceso de acumulación capitalista. En palabras de Jairo Estrada: “el orden capitalista en sus fases de transición, instauración, consolidación y desarrollo genera necesariamente conflictividad que, en el caso colombiano históricamente ha significado expresiones de insurgencia o subversión” (2015, p. 237), que han transitado por la normalidad institucional o han asumido el ejercicio de la violencia (Moncayo, 2015). Allí, los actores en contienda se alinean en el eje insurgencia-contrainsurgencia, es decir, quienes defienden el orden vigente -el Estado, la Fuerza Pública que sigue la doctrina de los gobiernos estadounidenses, las élites dominantes y los paramilitares (Estrada, 2015)- y quienes buscan subvertirlo: aquí caben las formas armadas -legítimamente constituidas para estos autores- y cívicas de lucha contra el orden vigente (Giraldo, 2015)8.
En una orilla muy diferente, que precisamente discute con la visión anterior, se encuentra la caracterización que adopta Daniel Pécaut en su ensayo. El autor, fruto de su trayectoria académica (Pécaut, 2003, 2012), emplea la denominación de conflicto armado interno, distanciándose conscientemente de aquellos que catalogan el caso colombiano como una guerra civil. Para él ni la magnitud de víctimas es tal para esta designación, ni se trata de dos segmentos de la nación estrictamente enfrentados, por el contrario, para Pécaut (2015), es un conflicto en el que la sociedad prefiere mantenerse fuera de él.
Esto último refuerza una de las premisas que guía sus investigaciones sobre la violencia colombiana: se trata de un conflicto funcional para la consolidación del poder de las clases dominantes antiguas y nuevas (Pécaut, 2015). Es decir, el conflicto armado tiene enorme responsabilidad en el rezago democrático y de participación y en el reforzamiento de las desigualdades sociales en Colombia. En ese sentido, Pécaut (2015) intenta demostrar un antagonismo entre violentos y sociedad, o más bien entre violencia y democracia, desde la proposición de que las luchas armadas y las movilizaciones sociales no solo son disímiles sino que tienden a evolucionar en sentido opuesto en varios periodos.
Caracterizaciones voluntaristas: el desafío al Estado
Es el camino que emprendieron los comisionados Vicente Torrijos y Jorge Giraldo, quienes apoyados en trabajos anteriores (Giraldo, 2009; Torrijos, 2009) centran su caracterización del conflicto en la voluntad de un grupo de sujetos de desafiar al Estado y declararle la guerra. Giraldo (2015) opta categóricamente por caracterizar la violencia política colombiana como guerra; larga, en comparación con otras experiencias que en su etapa actual ya llega a más de veinte años; discontinua, porque presenta una marcada diferenciación regional-espacial; eminentemente política, por los motivos, objetivos y discursos enfrentados; y atroz, por la enorme y grave afectación que ha tenido para la población civil.
Para el profesor de la EAFIT, lejos de cualquier argumento de tipo estructural, la guerra colombiana se explica por “la voluntad de grupos revolucionarios que desafiaron mediante las armas al gobierno y a la sociedad, y que fueron imitados después por los narcotraficantes” (Giraldo, 2015, p. 513)9. Resaltando así un protagonismo a tres voces en la guerra colombiana: las guerrillas revolucionarias, inicialmente marginales y luego una maquinaria de guerra; las fuerzas armadas de un Estado, débil y con una dirigencia incauta; y los grupos de autodefensa o paramilitares que surgieron como reacción ilegal contra la opresión guerrillera y se especializaron en la violencia unilateral contra la población civil (Giraldo, 2015).
En el caso de Torrijos (2015), este se inclina por la denominación de conflicto armado irregular, ya que se trata de un conflicto no-convencional que no enfrenta a Estados, sino que ocurre de ma nera asimétrica entre actores, con capacidades distintas, que dosifican su fuerza y la utilizan -según el autor- creativamente de acuerdo con las circunstancias y el entorno. También, la irregularidad de este conflicto radica en que, para él, la insurgencia es un actor que irrumpe utilizando el “terrorismo” en el sistema político y la democracia colombiana, afectando su estabilidad y funcionalidad (Torrijos, 2015).
Así, aunque el autor en su ensayo establece que se trata de un conflicto “multiparamétrico”, “multidimensional” o “multifactorial”, en su explicación solo involucra un parámetro, una dimensión y un factor que puede sintetizarse en la siguiente afirmación: el conflicto se caracteriza por “el trauma de un Estado asediado criminalmente por grupos armados autoritarios”10. Algo que puede eludir una dicotomía entre democracia vs. autoritarismo marxista pero que si se revisa su explicación en profundidad se concentra en mayor medida en la decisión de alzarse en armas como eje explicativo del carácter del conflicto. Una posición por demás, atada al diagnóstico clásico de la guerra contra el terror, que disimula dentro una paranoica conceptualización, la visión residual del “negacionismo del conflicto”.
Caracterizaciones de dispersión: guerras en un Estado fragmentado
Esta es la caracterización que emplea Gustavo Duncan (2006), quien con base en planteamientos cercanos a la fragmentación del Estado y los estudios acerca de los señores de la guerra, demuestra en principio cómo el conflicto armado no es un fenómeno generado y definido únicamente por la desigualdad social y política que atraviesa el país, sino que esta condición y su interacción con fenómenos de la criminalidad, relacionados sobre todo con el secuestro y el narcotráfico, son las que explican y dan forma al conflicto11.
A partir de ello, para Duncan (2015) el conflicto colombiano no se explica por dos bandos enfrentados, se trata de “varias guerras” cuyo eje es imponer de manera parcial y fragmentada determinadas instituciones de regulación social a lo largo del territorio: las del Estado central, las de las élites armadas de la periferia y las de las insurgencias12. Es decir, una guerra por controlar sociedades, gobernar indefinidamente comunidades periféricas para extraer recursos políticos y económicos a través de prácticas criminales. Mirada que concibe los actores y su interacción disgregada en lo local: los señores de la guerra que controlan o gobiernan una localidad pero que además comprenden el conflicto en sí como un medio de inclusión social de individuos, una forma institucional para resolver los problemas de exclusión social y política, con unos costos enormes y unas transformaciones en las estructuras de poder (Duncan, 2015).
Caracterizaciones de interacciones: agentes, estructuras y escalas
Se trata de la propuesta de María Emma Wills y Francisco Gutiérrez, ambos coinciden en denominar el caso colombiano como una guerra contrainsurgente; inicialmente marginal que adquiere ribetes de guerra civil, en medio de una situación de anomalía institucional, que Wills (2015) llama “singularidad colombiana” y Gutiérrez explica como un conflicto que se lleva a cabo en medio de una vigorosa modernización tanto de la sociedad como del Estado (Gutiérrez, 2015); cuyas acciones e impactos no afectan homogéneamente a poblaciones y territorio.
Para estos comisionados la guerra colombiana que ha tenido diversas etapas y desenlaces, se alimenta por la interacción entre centro y periferias y, por tanto, tiene motivos nacionales y lógicas locales en una compleja imbricación de escalas. Un elemento que retoma los aportes de Kalyvas (2004) y que da cuenta de la complejidad, mezcla y a veces ambigüedad entre las escisiones locales, las dinámicas territoriales de los actores y las motivaciones nacionales.
LOS DEBATES EN TORNO A LOS ORÍGENES, FACTORES DE PERSISTENCIA E IMPACTOS DEL CONFLICTO ARMADO, EN EL INFORME
Teniendo claro el eje nodal de las caracterizaciones que realizan los comisionados, a continuación se presentan los debates fundamentales en torno al mandato estipulado por la Mesa de Conversaciones. En este acápite se toman como referencia central las relatorías contenidas en el informe, la de Eduardo Pizarro y la de Víctor Moncayo, con el propósito de conocer cómo los comisionados desarrollan los tres elementos que ordenó la Mesa (orígenes, factores de persistencia e impactos del conflicto armado); ubicando allí, debates y certezas importantes en las que hay ciertos consensos sobre su diagnóstico mas no sobre su explicación.
Los orígenes del conflicto armado
Siguiendo una de las afirmaciones de Daniel Pécaut (2015) en su ensayo: “El debate sobre los orígenes o sobre la multiplicidad de causas nunca se cierra”, el Informe refleja la ausencia de un acuerdo sobre cuándo empezó el conflicto, un debate que no solo tiene que ver con la fecha, sino que tiene consecuencias políticas y jurídicas. En este informe se ubican cuatro tesis al respecto, con matices entre los comisionados que las suscriben.
Primera. Comisionados que optan por una temporalidad extensa, remitiéndose al punto de partida de construcción estatal republicano13. Del conjunto de comisionados que recorren este camino se pueden identificar dos vías: por una parte, la expuesta por Renán Vega (2015), quien en su ensayo intenta demostrar un papel determinante de Estados Unidos en el conflicto y define como punto de partida la formación de la contrainsurgencia nativa, y el proceso de subordinación a Estados Unidos14 que contempla inicialmente las primeras dos fases (1821-1946). Por otro lado, María Emma Wills (2015), que elige el camino extenso para dilucidar los orígenes del conflicto desde el proceso particular de formación estatal colombiana que, a inicios del siglo XX, era un Estado fracturado y débil, adscrito a las lealtades partidistas en las regiones, incapaz por tanto de tramitar los reclamos y aspiraciones campesinas.
Segunda. Comisionados que construyen una temporalidad media, que tiene como punto de arranque el desarrollo capitalista en su fase moderna, con las tensiones sociales y políticas que genera y son antecedente próximo del conflicto armado. A la sombra de esta temporalidad, el periodo desencadenante de ese proceso y de dichas tensiones va desde los conflictos agrarios de los años veinte, al principio de la dictadura de Rojas Pinilla y el advenimiento del Frente Nacional, en una clara relación de continuidad a propósito del periodo de La Violencia (Pizarro, 2015). Esta periodización responde a las transformaciones estatales y al proceso de acumulación, expansión y crisis capitalista y su impacto en la ruralidad y los espacios políticos para tramitar los conflictos.
Es una perspectiva que tiene varias aristas, Estrada (2015) pone el foco en los rasgos principales del régimen de acumulación capitalista, Fajardo (2015) devela los dos caminos en disputa del modelo agrario, uno de gran propiedad, otro abocado a la construcción de una economía nacional. Molano (2015), a pesar de sentenciar que “el conflicto armado empieza con La Violencia”, reconoce como etapa inicial el control sobre la tierra y sus conflictividades, el proceso de modernización “a debe”, etc.; De Zubiría (2015) lo aborda a partir del cierre gradual del universo político, los límites del reformismo y la violencia estatal abanderada por una “plutocracia”. Y finalmente, el padre Javier Giraldo (2015), ubica en esta temporalidad los distintos conflictos por la tierra, enfatizando en una de las primeras rebeliones de corte indígena liderada por Manuel Quintín Lame.
Tercera. Comisionados como Gutiérrez (2015) y Pécaut (2015), aunque establecen como antecedente los conflictos agrarios de los veinte, establecen una diferenciación entre el periodo de La Violencia, en razón de que en el escenario del denominado conflicto armadado son distintos los protagonistas, motivaciones y lógicas subyacentes. En ese sentido, sitúan el origen en los inicios del Frente Nacional, pues es en los albores de este periodo se potencian viejos problemas: la débil institucionalización, el problema de la asignación política de los derechos de propiedad, la provisión privada de seguridad y las tendencias localistas del sistema político, que, entre otras, se combinan con destrezas adquiridas y acumulados propios del periodo de La Violencia y de otros episodios de confrontaciones violentas que, en el largo plazo, han acompañado buena parte de nuestra historia como nación.
Por otra parte, Vicente Torrijos y Jorge Giraldo apuestan por situar el origen del conflicto armado en la emergencia misma de las guerrillas, al considerarlas las principales responsables del conflicto. En ese sentido, su propuesta se enfoca en la fundación del ELN (1962), las FARC (1964) y el EPL (1967) como punto de arranque. Estos autores construyen una periodización que se concentra precisamente en los cambios que sufren los actores.
Cuarta. Comisionados con una visión de muy corta duración -por ejemplo Gustavo Duncan-, en la cual se señala que el conflicto armado emerge a finales del Frente Nacional, en la segunda mitad de la década del setenta e inicios de los ochenta, cuando las guerrillas desatan el conflicto al pasar de un estado de “autohibernación” a una confrontación más álgida, a raíz de la disputa local impulsada por el secuestro y el narcotráfico.
En líneas generales, el debate sobre los orígenes del conflicto es un asunto que permite observar lo que Elias (2011) llama estructuras y procesos no planeados del conflicto en el largo plazo, pero siguiéndolo, no debe abusarse de ello. A propósito de los cuatro caminos emprendidos por los comisionados, Medófilo Medina evidencia la tendencia a un “estiramiento cronológico” entre quienes ponen en el centro de su explicación los factores estructurales, mientras, aquellos que tienen una visión subjetiva, emplean temporalidades más estrechas.
A los primeros, el profesor Medina (2015) endilga “un culto a los ídolos de los orígenes”, que sirve como advertencia acerca de los riesgos que puede significar un énfasis excesivo en esta materia. Algo vital y pertinente, no solo por los resquemores políticos que ello puede generar, algo no desdeñable, sino por las incapacidades explicativas de un “abuso” sobre los orígenes, para dar cuenta del desarrollo posterior del conflicto, sus continuidades y rupturas en el tiempo. Algo que de algún modo puede hacer borrosa las formas para su solución.
Por otro lado, las explicaciones concentradas en los actores, sobre todo en sus versiones más radicales, olvidan que ninguna de las partes actúa en el vacío histórico. Aquella decisión individual y colectiva de “desafiar violentamente al Estado”, tiene unas condiciones sociales, económicas y políticas propias de la experiencia colombiana, que genera pero no sobredetermina estas. Ejemplo de ello y punto de quizá gran acuerdo entre buena parte de los comisionados, es la centralidad del problema agrario como elemento fundamental para entender los inicios del conflicto armado.
Los factores de persistencia: una pregunta central
La pregunta acerca de cuáles son los motores que alimentan el conflicto armado es quizá el cuestionamiento primordial en el Informe de la CHCV, no se halla de manera explícita en otros Informes elaborados por comisiones de investigación en el caso colombiano (Jaramillo, 2014) y en buena medida devela el sentido mismo de la negociación política actual y los retos inmediatos que enfrenta.
Así, a pesar de diferencias y debates entre los comisionados, la idea principal que puede recogerse es que uno de los dispositivos que ha nutrido en mayor medida la extensión del conflicto armado en el tiempo, ha sido el uso de las armas o la violencia como mecanismo para “gestionar” los conflictos sociales y las disputas políticas.
A esto llaman algunos de los comisionados “combinación de urnas y armas, política y armas”, “dificultad de sobrellevar las diferencias por vías democráticas”, etc., que Alfredo Molano (2015) sintetiza con brillantez:
El largo camino de sangre que comenzó a recorrer el país desde los años 20 no podrá desembocar en una paz estable mientras todas las fuerzas involucradas no renuncien definitivamente a la combinación de todas las formas de lucha a favor de la lucha civil […] (p. 353).
Este pareciese ser el factor común señalado por el conjunto de comisionados, sin embargo, a continuación se presentan otros factores de persistencia que se entrecruzan con el anterior15:
El narcotráfico como economía de guerra
En la literatura especializada, este aspecto alude a las actividades económicas ilegales que financian los grupos armados y potencian su accionar y la persistencia del conflicto. Una dimensión sin duda fundamental, asociada principalmente a la actividad del narcotráfico y abordada por la totalidad de los comisionados en el Informe, que se presenta desde diferentes coordenadas.
En primer lugar, quienes la consideran un factor determinante del rumbo que adquiere el conflicto armado, como Duncan (2015), Giraldo (2015) y Torrijos (2015) con una idea que tácita o explícitamente propone este fenómeno como el causante de la “‘desviación’ de los objetivos políticos e ideológicos de las guerrillas”.
Elemento que Daniel Pécaut (2015) comparte parcialmente, ya que, aunque juzga al narcotráfico como el factor que mayor mutación ha generado del conflicto armado, es crítico de aquellos abordajes que lo consideran el motor determinante de la guerra. Esto en virtud de que las motivaciones político-ideológicas han sido predominantes, al menos en los dos actores centrales, la guerrilla y el Estado, mientras que en el caso de los paramilitares es una afirmación que puede tener más sentido. Ello implica, tal y como lo sugiere Gutiérrez (2015), ir más allá de la economía política del recurso que proponen las visiones anteriores y entender el narcotráfico, por lo menos en el caso de las guerrillas, como medio para financiar la guerra, en su periodo de mayor expansión, claro está, con unas externalidades políticas y económicas profundas.
El otro camino tomado, es el que recorren Estrada (2015) y Fajardo (2015), para quienes el narcotráfico es un problema macroeconómico. Para estos comisionados, la economía corporativa transnacional de las drogas ilícitas se apoya en sus eslabones más débiles: sectores del campesinado empobrecido y de trabajadores agrícolas que encontraron una salida de sobrevivencia en esta economía16. Una actividad que además concentró mucho más la tierra; dio lugar a nuevos procesos de acumulación vía despojo, auspiciados por el orden contrainsurgente y el paramilitarismo en los años ochenta; y entronizó en la formación socioeconómica rasgos criminales y mafiosos que se mantienen.
En síntesis, el narcotráfico como uno de los factores centrales se comprende más allá del tema de “la financiación de la guerra”. Hacer hincapié únicamente en esta arista del fenómeno refuerza aquella percepción que pervive en el imaginario común en la que se presenta a las FARC como “el cartel de drogas más grande del mundo” (Sáenz, citado en Britto, 24 de enero de 2015). Una idea que carece de cualquier sustento empírico, y que se cae por su propio peso, pues al día de hoy, se manejan cifras alarmantes en materia de cultivos de uso ilícito tras la desmovilización de las FARC.
La provisión privada de seguridad y el fenómeno paramilitar
La provisión de coerción y seguridad por parte de ejércitos privados no es un fenómeno nuevo en la historia colombiana. Al respecto, Gutiérrez (2015), Vega (2015) y el padre Javier Giraldo (2015) hacen un recorrido por la legislación y construcción estatal colombiana en diferentes periodos, antes del 53 con las policías subnacionales asociadas a redes civiles radicalizadas, los decretos de Guillermo León Valencia y Carlos Lleras en los que se faculta la figura de autodefensas hasta 1989, y su renovación como cooperativas de seguridad: las Convivir de 1994-1999.
Este recorrido sirve para ubicar el debate transversal en torno al origen del paramilitarismo. Hay varios caminos que se vislumbran en los ensayos de la Comisión: en una orilla, hay quienes explican su génesis como respuesta al asedio guerrillero (Giraldo, 2015; Torrijos, 2015), en la otra, están quienes sustentan que el paramilitarismo fue “auspiciado” directamente por el Estado, las élites dominantes e hizo parte de la estrategia norteamericana en la región (Giraldo, 2015; Vega, 2015)17.
Hay además una mirada que intenta combinar estas perspectivas: la expuesta por Gutiérrez (2015), quien propone para el caso específico del paramilitarismo una superposición de factores, la insubordinación de élites rurales legales, ilegales y de amplios sectores del sistema político por razones diversas, asociadas a la desprotección y amenazas provenientes del conflicto armado y a razones ideológicas, de expulsar a la guerrilla o de hostilizar rivales dentro del sistema. Estos factores, ligados al mundo local, se conjugan con entidades nacionales del Estado que proveyeron tanto la columna vertebral como la ideología a toda la experiencia.
El problema agrario no resuelto
Este es un tema de gran consenso no solo como originario del conflicto, sino como uno de los principales factores de persistencia del mismo. Quien desarrolla en mayor medida este ámbito en el conflicto es Fajardo (2015), aunque también hay claras menciones en los trabajos de Estrada (2015), Pécaut (2015), Gutiérrez (2015), Molano (2015) y Giraldo (2015).
Son varias las dimensiones de este problema como factor de persistencia: distintos intentos por redistribuir de manera superficial o profunda el régimen de propiedad sobre la tierra, tal y como lo evidencian Fajardo (2015), Molano (2015) y Giraldo (2015). La experiencia de 1936, la respuesta más conservadora de 1944 y el nuevo intento de Lleras Restrepo en 1961, revelan, a pesar de las diferencias entre una y otra iniciativa, la enorme capacidad de veto de las élites rurales a este tipo de conatos reformistas en el mundo rural colombiano.
Otras dimensiones del problema agrario se relacionan con las desigualdades y la alta conflictividad que genera la gran concentración de la tierra en desmedro de la pequeña propiedad y el desarrollo productivo campesino (Fajardo, 2015), asunto que ha llevado a los sectores rurales más empobrecidos a una expansión permanente y desordenada de la frontera agrícola (Gutiérrez, 2015) y en algunos casos acompasada por procesos de resistencia y colonización armada (Molano, 2015).
Por otro lado, es vital atender a la dimensión política del tema agrario denotado por Wills (2015), Gutiérrez (2015) y Pécaut (2015), es decir, no olvidar que en el campo colombiano el modelo socioeconómico existente, junto a las incapacidades institucionales, privilegia la permanencia de los mecanismos de poder en el mundo rural. Un elemento que, además de atizar el nudo de la representación campesina, destacado por Wills (2015), evidencia la articulación entre el poder político y la gran propiedad agraria, que produjo -y sigue produciendo- brutales cierres regionales y locales (Gutiérrez, 2015), en donde se exacerbó la violencia, ya que el campo colombiano ha sido el principal teatro de operaciones del conflicto armado.
El sistema político y las vicisitudes de la democracia colombiana
El asunto de la democracia colombiana, sus instituciones y el sistema político es un tema de gran polémica en el Informe. Es álgido el debate acerca de fenómenos como el Frente Nacional, el impacto de la Constitución del 91 y la relación de estos hechos con la prolongación del conflicto. Así, aunque las explicaciones varían, es claro que el diagnóstico guarda similitudes: las instituciones y la democracia colombiana han tenido serios problemas de forma y fondo, es decir, en su amplitud e intensidad. Así, a pesar de la continuidad de las instituciones democráticas que comisionados como Pécaut (2015) y Giraldo (2015) resaltan como gran virtud, “la democracia en Colombia ha experimentado una tragedia humana que solo se puede equiparar en sus dimensiones a las de las dictaduras de argentina o Guatemala” (Gutiérrez, 2015, p. 553).
Precisamente Sergio de Zubiría (2015), retomando el Informe ¡Basta Ya! del Centro Nacional de Memoria Histórica (2013), cataloga este fenómeno como “el miedo a la democracia”. En la historia colombiana se ha optado por figuras restrictivas más cerradas o abiertas, periodos de excepcionalidad, estados de sitio, que a pesar de sus particularidades significan un paréntesis en derechos y libertades cuyo hito más trágico es el genocidio político de la Unión Patriótica, y representa lo que Wills (2015) denomina una polarización social en el marco de una institucionalidad fracturada, con poca capacidad de implementar políticas que canalicen el conflicto por vías democráticas, o una mentalidad de contrainsurgencia nativa, como la llama Vega (2015), que trata militarmente los reclamos sociales. Todo esto con el agravante de una Constitución como la del 91 que no cumplió con el objetivo de “lograr que la política volviera a caber dentro de la legalidad” (Giraldo, 2015, p. 461) y que por el contrario, abrió paradójicamente vacíos y condiciones para articulaciones perversas entre regiones y centro con un saldo desastroso para nuestra democracia.
El papel de los Estados Unidos
La variable externa del conflicto armado es un asunto que se omitió en la relatoría de Eduardo Pizarro, sin embargo, buena parte de los comisionados coinciden en resaltar su papel en el conflicto colombiano, asumiendo varias posturas al respecto: la primera que le endilga un protagonismo determinante, tesis desarrollada por Vega (2015), y que es asumida por autores como Molano (2015), Estrada (2015) y otros, en la que se responsabiliza a los Estados Unidos, de promover la contrainsurgencia en todas sus manifestaciones; de apoyar, estimular y entrenar a las Fuerzas Militares en métodos de tortura y en la concepción del “enemigo interno”. Algo que para Vega (2015) significa el veto activo a las vías no militares de solución a las causas estructurales del conflicto social y armado.
En segunda instancia, hay quienes aunque no niegan el papel negativo del accionar de Estados Unidos en el conflicto armado, no lo contemplan como un factor determinante, ya que varias de estas estrategias contrainsurgentes impulsadas por el gobierno norteamericano se aplicaron en otros países del continente con desenlaces diferentes (Gutiérrez, 2015).
Ahora bien, teniendo presente el debate, es innegable el rol de los Estados Unidos en el conflicto y su protagonismo reciente -por lo menos- por cuenta del Plan Colombia hace quince años, en un momento en el que las Fuerzas Armadas enfrentaban una de sus peores crisis. El Plan consistió en una inyección presupuestal de reingeniería y modernización de las fuerzas militares, en principio con destino únicamente a la lucha contra el narcotráfico y posteriormente puesta al servicio del combate contra las guerrillas ((Pécaut, 2015; Fajardo 2015), que convirtió a Colombia en uno de los principales receptores mundiales de asesoría y equipos militares estadounidenses.
Las destrezas y aprendizajes organizacionales de la guerra
Este es otro de los factores obviados por los relatores y que deberá explorarse con mayor parsimonia en nuestra academia, se trata de la dimensión subjetiva un tanto olvidada por aquellos que enfatizan en las condiciones estructurales del conflicto. Este es un asunto que tiene que ver con los aprendizajes tácticos y estratégicos propios de la dinámica continua de la guerra, es decir, los factores organizativos y políticos que contribuyen a sostener, mantener y en ocasiones profundizar la confrontación “desde adentro”.
En el Informe se aborda desde tres grandes perspectivas en el caso de las FARC: en primer lugar, Estrada (2015) alude a este proponiendo la relevancia de la “conciencia histórica guerrillera”, es decir, una identidad y cohesión que le permiten a ese grupo comprenderse como sujeto colectivo, acompañado de una densa organización que ha demostrado una capacidad de reproducción en condiciones de honda asimetría. Gutiérrez (2015) por su parte, propone como virtud organizacional una división del trabajo consolidada gracias a los recursos recibidos del narcotráfico que le ha generado menor dependencia de sus bases sociales, al construirse más eficazmente como aparato político-militar a diferencia de otras guerrillas, así como una capacidad de rotación (reclutamiento vs. bajas) que le ha ayudado a sortear los embates de la ofensiva reciente de las Fuerzas Militares.
En líneas generales tal y como lo sugiere Torrijos (2015), las FARC han sabido desarrollarse, aprender, corregir, adaptarse y reorientarse de acuerdo con los cambios y las oportunidades que ofrece el entorno. Un proceso difícil, no automático, con traumatismos, pero que refleja la importancia de esos legados violentos y de la dimensión subjetiva y organizacional como factor de persistencia.
Los impactos del conflicto armado. Un saldo de la victimización
El tercer y último elemento que contempla el mandato, se asocia con los impactos más notorios del conflicto armado, aunque brinda un panorama claro acerca de la gran afectación del conflicto en diferentes escalas y niveles de la sociedad colombiana, fue una temática abordada muy desigualmente.
Sobre ello, llaman la atención dos dimensiones macro de los impactos: una, que se liga directamente al “saldo” de las lógicas del conflicto armado, y otra de orden “sistémico” o colateral, que tiene que ver con las consecuencias políticas, sociales y económicas de la prolongación de la confrontación18.
Así las cosas, en lo que atañe al saldo profundo de décadas de conflicto armado, Eduardo Pizarro (2015) organiza el balance alrededor de las tipologías de victimización (desplazamiento, despojo de tierras, secuestro, extorsión, reclutamiento de menores, tortura, homicidio, amenaza, delitos sexuales, minas, ataques y pérdidas civiles, atentados contra bienes públicos, etc.). Apoyado en las modalidades construidas por la Unidad de Víctimas y el Centro Nacional de Memoria Histórica, principales fuentes de información de los ensayos en esta materia, destaca cómo en esa multiplicidad de formas de victimización, los actores responsables exhiben diferencias notables (Pécaut, 2015; Torrijos, 2015). Es decir, en esa “cuantificación de horrores” (Giraldo, 2015), la responsabilidad en los hechos victimizantes recae en todos los actores del conflicto: guerrillas, paramilitares y Estado. Algo que falsea de tajo, aquellas percepciones que han querido endilgar como único responsable en esta materia a la guerrilla de las FARC.
Así, la información contenida en los ensayos, da cuenta de una responsabilidad mayor de agentes estatales, en asesinatos selectivos, tortura, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. Mientras que, los paramilitares, tienen una responsabilidad de proporción mayúscula en asesinatos selectivos, amenazas, masacres, desplazamiento forzado, despojo de tierras y delitos sexuales. En el caso de las guerrillas estas tienen mayor grado de responsabilidad en el uso de minas antipersonas, artefactos explosivos no convencionales, ataques contra bienes civiles y públicos, secuestro, extorsión, reclutamiento ilícito y daño ambiental (Pizarro, 2015).
Por otro lado, en el aspecto sistémico o colateral al conflicto armado, es necesario resaltar algo capital, “el conflicto destruyó de manera masiva tejido social, tradiciones positivas y redes de confianza” (Gutiérrez, 2015, p. 505), ello tiene su corolario en las desconfianzas mutuas del Estado hacia los ciudadanos, sobre todo de las periferias rurales, pero también, de los ciudadanos hacia el Estado. El asesinato en el marco del conflicto de líderes políticos, sociales y cívicos, sindicalistas y un largo etcétera, que es a todas luces trágico, también “se llevó” experiencias, potencial cívico y capacidades difícilmente recuperables de una generación a otra19. También se resalta el aspecto económico, que usualmente se asocia a la gran evidencia reseñada por Pizarro para calcular los costos de la guerra, por ejemplo, el Informe del PNUD de 2013, en el que se señala que el conflicto le ha significado al país 1 y 2 puntos menos de crecimiento del PIB por año.
No obstante, es fundamental ir más allá y destacar el trágico balance que contempla Darío Fajardo a propósito de los efectos de la guerra desde esta dimensión en el campo colombiano, en donde se subraya: la pérdida de soberanía alimentaria en razón de la estructura monopólica de la propiedad, el aumento de la pobreza rural, los desplazamientos al compás de importantes cambios en la agricultura nacional a raíz de la denominada agricultura de plantaciones y las precarias condiciones laborales. Considerar ello resulta primordial para entender el impacto socioeconómico del conflicto armado en Colombia (Fajardo, 2015).
En cuanto a la dimensión de los impactos comparada con otras experiencias en el mundo, Daniel Pécaut (2015) habla del carácter “selectivo” de la victimización, esto es, los actores armados, legales e ilegales, no recurren a proyectos de depuración o exterminio global de una población como en guerras civiles o conflictos armados en otras latitudes. Aunque un caso problemático de esta afirmación sería lo acontecido con la Unión Patriótica, de fondo, es un elemento que devela que estos grupos actúan en función de objetivos precisos, tanto políticos como económicos.
A modo de cierre, entendiendo la transversalidad que tiene este tema para la Mesa de Conversaciones, si se contrastan los distintos ensayos que constituyen el Informe de la CHCV, hay un saldo que descubre el universo de la victimización directa o indirecta en el conflicto colombiano, en el cual, tal y como lo sugiere la literatura reciente, actores como los grupos paramilitares son más letales y las guerrillas más “destructivas”. No obstante, el balance aún es tímido si se compara con la emergencia, cualificación y el boom de estudios más recientes a propósito de impactos del conflicto armado en la sociedad civil y las dinámicas de victimización.
Esto puede obedecer a dos razones: por un lado, los resquemores en pleno proceso de negociación que puede generar un señalamiento tan directo de victimarios y procesos de victimización en los que estén involucradas las partes negociantes. Por otro, por convicción política, en donde no se quiere enfatizar o presentar violaciones, infracciones u otro tipo de afectaciones de alguna de las partes sentadas en la Mesa de La Habana (Medina, 2016).
CONCLUSIONES
El Informe de la CHCV es un aporte necesariamente heterogéneo para la comprensión del conflicto. Un ejercicio que a pesar de no brindar un conocimiento novedoso trata de controversias académicas sin muertos (Medina, 2015), algo paradójico en un país en el que el sectarismo, el miedo a la democracia y la polarización violenta también han sido factores que han atizado la confrontación. En ese sentido, en palabras de la misma comisionada Wills, “Una mirada incluyente es mucho más poderosa en términos de paz que una mirada que refuerza esas discriminaciones históricas” (Embajada de Suecia en Colombia, s. f.).
En el Informe se puede corroborar mayor heterogeneidad entre las explicaciones elaboradas por los comisionados designados por el gobierno, teniendo un papel residual aquellas explicaciones “negacionistas” del conflicto; en el caso de los comisionados nombrados por las FARC es evidente la existencia de un acuerdo por reconstruir una visión que le dé un carácter político y social al conflicto y que de alguna manera ubique en este espectro la “lucha guerrillera” de las FARC.
Ahora bien, entendiendo que el objetivo del Informe es comprender el desarrollo del conflicto armado en el tiempo, es claro que, un énfasis excesivo en situar su origen no logra dar cuenta de los cambios y continuidades del fenómeno y centra el debate en resolver “quién pegó primero”. Mientras que, prestar mayor atención a los factores de persistencia, puede permitir decantar cuáles fueron los motores de la confrontación pensando en su desactivación. Ello sin desatender el asunto de los impactos, en el cual, si bien se presenta una diferenciación de la victimización por actores y hechos, se evidencia un saldo tímido si se asume este punto como cardinal para el acuerdo de paz con las FARC.
En síntesis, esta pluralidad presente en el Informe de la CHCV de fondo devela grandes distancias entre las explicaciones, reabriendo una disputa por sentidos del pasado, que adquiere gran relevancia en la actualidad (Silva, 2015), pero que de darse en cauces que no abandonen el análisis histórico, podría contribuir a solidificar aquellas miradas que soporten con más suficiencia el rigor de la crítica y la comprobación histórica.