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Tabula Rasa

versão impressa ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.44 Bogotá out./dez. 2022  Epub 27-Abr-2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n44.03 

Artículos de Investigación

TIEMPO, CONCEPTO E HISTORIA: DOS MONUMENTOS, EN PUERTO RICO Y CUBA, A FINALES DEL SIGLO XX

Time, Concept, and History: Two Late Twentieth-Century Memorials in Puerto Rico and Cuba

Tempo, conceito e história: dois monumentos, em Porto Rico e Cuba, no final do século XX

Yolanda Wood1 

1Doctora en Ciencias sobre Arte por el Instituto Superior de Arte, La Habana (1995). Profesora titular.Universidad de la Habana, Cuba yolawood@gmail.com


Resumen

En este artículo se examinan dos monumentos relevantes de artistas plásticos de Cuba y Puerto Rico, erigidos en la última década del pasado siglo. «Totem Telúrico», tiene su emplazamiento en la ciudad de San Juan y fue realizado por Jaime Suárez en 1992, cuando se discutía acerca de la conmemoración en torno a los 500 años del «descubrimiento» de América; y «Monumento al Cimarrón» de Alberto Lescay se instaló en la comunidad de El Cobre, en Santiago de Cuba, en 1997, con la colaboración del programa de la Unesco, La Ruta del esclavo, y La Casa del Caribe. Ambos son monumentos conmemorativos a tiempos históricos de las islas, a figuras colectivas como el mundo indígena y el del apalencado, y hacen su rememoración desde fundamentos conceptuales que tributan al pasado con intenciones simbólicas tanto por los sitios de ubicación de los monumentos como por sus materialidades y recursos visuales.

Palabras clave conceptos; monumentos; Caribe; Alberto Lezcay; Jaime Suárez; Tótem Telúrico; Monumento al Cimarrón

Abstract

This article examines two relevant monuments by plastic artists from Cuba and Puerto Rico that were erected in the last decade of the former century. “Totem telúrico” [Telluric Totem] is placed in the town of San Juan, and was sculpted by Jaime Suárez in 1992, when the commemoration of the 500 years of the “discovery” of America was being discussed, and Alberto Lescay’s “Monument to the Maroon” was installed in 1997 at El Cobre settlement, Santiago de Cuba, sponsored by Unesco program La Ruta del esclavo [The Slave Route] and La Casa del Caribe [Caribbean House]. They are both memorials to commemorate historic times in the islands, figures of collective importance, such as Indigenous and Palenque worlds, relying their remembrance upon conceptual fundamentals paying tribute to past with symbolic purposes both for the memorial location and their outward appearance and visual resources.

Keywords concepts; memorials; Caribbean; Alberto Lezcay; Jaime Suárez; Tótem telúrico; Monumento al cimarrón

Resumo

Neste artigo examinam-se dois monumentos relevantes de artistas plásticos de Cuba e Porto Rico, erigidos na última do século passado. «Totem telúrico» está localizado na cidade de San Juan e foi realizado por Jaime Suárez em 1992, quando se discutia a comemoração dos 500 anos da “descoberta” de América; e «Monumento al cimarrón» de Alberto Lescay instalado na comunidade de El Cobre, em Santiago de Cuba, em 1997, com a colaboração do programa da Unesco, La Ruta del esclavo e La Casa del Caribe. Ambos os monumentos são comemorativos de tempos históricos das ilhas, de figuras coletivas como o mundo indígena e quilombola, e fazem sua rememoração desde fundamentos conceptuais que tributam para o passado com intenções simbólicas tanto pelos espaços de localização dos monumentos como por suas materialidades e recursos visuais.

Palavras-chave conceitos; monumentos; Caribe; Alberto Lezcay; Jaime Suárez; Tótem telúrico; Monumento al cimarrón

Introducción

Dos obras instaladas en Puerto Rico y en Cuba a finales del siglo XX, ofrecen un interesante aporte a los monumentos de carácter conmemorativo en las islas del Caribe por la índole simbólica con la que resituaron, en el presente, a dos figuras esenciales del pasado histórico que, sin embargo, no han adquirido necesaria ni suficiente visibilidad: los pueblos originarios y los cimarrones; unos y otros habitaron los espacios de la exclusión, lo que sitúa estas obras en una postura crítica y reivindicativa al asumir —de manera conceptual— su puesta en valor social y cultural.

Realizadas por artistas plásticos de reconocida trayectoria internacional, se distingue además en estos monumentos una proyección pública de la historia en piezas de gran escala, cuyas poéticas visuales se identifican con conceptos y tiempos que los autores lograron significar en relación con los temas que conmemoran. En ese sentido, los procesos de diseño y realización, así como las materialidades de ambas piezas, les aportan una profunda agencia simbólica, al tratarse de monumentos de carácter conmemorativo que lo son de otra manera, al poner en valor los conceptos que guardan en la memoria histórica de las islas ciertas figuras y ciertas palabras que han densificado su sentido a través de los tiempos, para constituirse en núcleos potentes en ese múltiple reservorio del pasado insular. Los aborígenes y los cimarrones, ambos, han sido esenciales en la cultura del Caribe por los impactos que ejercieron sobre sus corporalidades y subjetividades, los poderes moderno-coloniales con todas sus contradicciones, asociadas —además— a la alteridad del «otro» indígena y al obsesivo acoso del cimarrón, figuras racializadas y situadas en los márgenes de la sociedad implantada con sus lógicas discriminatorias.

Se trata entonces de dos monumentos que, aunque remiten a temporalidades históricas diferentes, se articulan en las experiencias humanas compartidas de dos grupos igualmente estigmatizados y que a su vez coexistieron en condiciones de extrema supervivencia ante la violencia estructural del poder dominante, por lo que este estudio se apoya en los estudios visuales, subalternos y culturales, así como en el pensamiento crítico decolonial.

La matriz temporal e histórica de estos monumentos

Los emplazamientos de estas obras son un referente a su historicidad. Los sitios donde se instala un monumento son imprescindibles para poner en valor su condición conceptual[1] y conmemorativa, ya que guardan íntima conexión con el entorno para confirmar sus dimensiones simbólicas y distinguir sus múltiples sentidos, pues ese contexto de ubicación contribuye a la red de significados que pretenden rememorar. Así, «Totem Telúrico» de Jaime Suárez (1946), es un monumento urbano[2], situado en el asentamiento hispánico de la isleta, hoy ciudad patrimonial de San Juan de Puerto Rico. Está ubicado en una plaza circular, sobre una rosa de los vientos, en medio de edificaciones históricas, con una fuente de cien chorros. Flanqueadas por dos corderos en bronce, obra de Víctor Ochoa —cuya iconografía viene del escudo nacional[3]—, las escalinatas le ofrecen la suficiente altura a la plaza sobre el nivel costero para visualizar el mar que se abre sobre el Atlántico, y desde donde —seguramente— pudieron los habitantes insulares «descubrir» las naos de Colón en el horizonte. El «Monumento al Cimarrón»,[4] realizado por Alberto Lescay (1950), está ubicado en el espacio rural, en la comunidad de El Cobre, un sitio de alta significación histórica en la zona oriental de la isla, marcado por su vinculación con el lugar de veneración a la patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre, donde fueron explotadas durante el período colonial las minas de ese mineral, en las que se utilizó la mano de obra indígena y la de esclavizados traídos de África. Por las condiciones montañosas del terreno, una vez abandonada la explotación minera, aquel territorio rocoso y agreste brindó abrigo a cimarrones provenientes de toda la región.

De esta forma las obras no aluden directamente a un acontecimiento ni se refieren a un personaje como bases del recuerdo histórico, por lo que no centran su interés en monumentalizar lo trascendente en ese sentido; sino que su emblematismo deriva de una historicidad colectiva que no remite a un nombre ni a un suceso, sino a palabras (aborígenes y cimarrones) que como «significantes lingüísticos» no son meros léxicos comunes en las historias locales pues —por la índole de lo que denominan— han adquirido valor de conceptos[5] en las islas del mar Caribe, en su cultura y sociedad. Son, en ese sentido, matrices de memoria histórica que, si bien remiten a la temporalidad de su existencia en el pasado, atraviesan los siglos para ofrecer continuidades y rupturas, e impactar en los imaginarios contemporáneos; pues, como lo piensa Mieke Bal, los conceptos también viajan y adoptan nuevos modos de existencia en nuestro tiempo, especialmente porque más que «ser» , «hacen», —así lo considera la autora— y bien que su procedencia puede estar en el lenguaje común, son capaces de generar «abstracciones» ( Bal, 2017, p.28) y conceptualizaciones de valor histórico y cultural.

Al definir esa condición de los conceptos, la autora propone comprenderlos como «un territorio por el que se ha de viajar con un espíritu aventurero» (Bal, 2017, p.29). Para las artes, y en especial para las esculturas monumentarias que estudiamos, la evocación de esas palabras devenidas conceptos, muestran una travesía interdisciplinar e intersubjetiva de gran importancia para adquirir el valor de matrices simbólicas que ponen en función pública la historia y lo hacen con la dimensión simbólica y metafórica del lenguaje artístico, a manera de abstracciones, sin desconocer su validez en la toma de una postura crítica, de una postura de «epistemología situada», con palabras de Bal.

Surgieron en momentos de tensiones circunstanciales a las que también estuvieron vinculados sus procesos de diseño y emplazamiento: El «Totem Telúrico» fue el resultado de una convocatoria para la «conmemoración» del V Centenario en Puerto Rico, mientras que el «Monumento al Cimarrón» hizo parte de la intensa labor de la Casa del Caribe[6] de Santiago de Cuba por dar visibilidad a la presencia de las tradiciones culturales afrocaribeñas y en particular el universo del cimarronaje y los sistemas de creencias de origen africano en las islas, así como de un proyecto internacional con fines similares que fue denominado por la Unesco, «Las rutas de las personas esclavizadas: resistencia, libertad, patrimonio».[7]

Entonces, no se trata de buscar las certezas visuales de los monumentos en la historia, ni de referir en ellos la imagen de protagonistas o hechos que trascendieron, pues son monumentos —en lo esencial— que más bien aluden —simbólicamente— a la pérdida de evidencias históricas y a ciertas formas de borramiento, como de hecho ha ocurrido con estas comunidades, tanto las aborígenes como las cimarronas, palabras que como conceptos «se van formando en el contexto» ( Bal, 2017, p.35); por lo que las potentes matrices de ellas están en la historicidad de una memoria que habita en tales denominaciones y que al solo mencionarlas dinamizan el pensamiento hacia el necesario acto de recuperación cultural, como un modo, según lo piensa François Hartog, de que la memoria observe el pasado a la luz del presente. El artista Jaime Suárez al preguntarse acerca de qué es un monumento con la intencionalidad de construir las bases de su propuesta, lo definió como «una pieza de escultura […] que debe provocar una reflexión sobre […] lo que está rememorando», y añade, «yo sabía que tenía que provocar una reflexión sobre el V Centenario […] y entonces me pregunté que lo hacía particular», evidentemente lo pensó no solo como acontecimiento del pasado sino en sus miradas desde el presente y le interesó la actualización del asunto pues «las culturas indígenas hicieron un reclamo ante España de que no era posible seguir hablando del descubrimiento de América, y hubo protestas ante la tumba de Colón», entonces —continúa el artista— «la Unesco sugirió un cambio de nombre, Encuentro de dos mundos, pero mi próxima pregunta fue, ¿y qué fue ese encuentro? No podemos negar que el encuentro se produjo» pero le interesó ir más allá… «y es que se trató de un encontronazo que resultó en la destrucción de esa cultura» (Suárez, s.f., s.p.).

Con especialidad en los estudios de la escultura en Cuba y en el Caribe contemporáneo, María de los Ángeles Pereira ha dicho que entre las expresiones más sensibles para los creadores se encuentra justamente «aquella que intenta escrutar en la herencia cultural que nos conecta con la antigüedad americana; en las islas antillanas, la raíz aborigen fue prácticamente borrada en términos de su cultura material debido al dramático exterminio de los pobladores originarios» (Pereira, 2016, p.70). Por su parte, el historiador Rafael Duharte expresó, a propósito del cimarronaje, que fue «la rebeldía del esclavo (que) se inició en las factorías de las costas africanas, se continuó en los barcos negreros sobre el Atlántico y alcanzó su expresión más alta en los palenques de las montañas de América» (Duharte, 1997, s.p.). Las figuras simbólicas de ambos monumentos son de gran impacto en las sociedades caribeñas por sus significados semánticos y por la trascendente experiencia histórica que en ellos se concentra, así como por el sentido relacional de los conceptos mismos, pueblos originarios y cimarrones, para ofrecer múltiples alternativas de interconexión y valores polisémicos.

Una matriz que se encuentra en el poder desestabilizador de la historia, también silenciada e interrumpida, en el que los sujetos aborígenes y apalencados, se constituyeron dentro de relaciones de poder, parafraseando a Foucault, quien puso en alto la atención a los momentos de fisuras y quiebres en el discurso de la historia. Se trata de monumentos que habitan el campo relacional de aquellas palabras que pretendieron devaluar y olvidar los poderes instaurados en la escena social y que, con su presencia monumental en estas obras, dan visibilidad a los silencios de la historia de seres humanos que no tuvieron el merecido sitio en los discursos de la hegemonía.

Lo telúrico de un tótem

Invertir los términos del título de la obra de Jaime Suárez, autor de la pieza escultórica monumental de San Juan, Puerto Rico, permite situar con mayor fuerza e intensidad los referentes que habitan —simultáneamente— en esta pieza tan significativa. La tierra y lo totémico nos remiten justo a los inicios de todos los comienzos en el Caribe, cuando las comunidades originarias que habitaban las islas poseían dos atributos simbólicos esenciales en su cosmovisión y relación con el mundo, eran pueblos agro-alfareros y con un profundo pensamiento mítico, de modo que la tierra y la veneración a formas y atributos en los que depositaban su sentido de lo mágico y ritual, formaron dos sustancias esenciales de su vida colectiva y comunitaria.

Probablemente tenía que ser un escultor y ceramista como el maestro Suárez, con formación de arquitecto, quien lograra concebir una obra a la manera de «Tótem Telúrico», pues su modo de comprender los procesos alfareros lo han llevado por permanentes búsquedas exploratorias, vinculadas —además— a los importantes caminos de la cerámica en el arte contemporáneo de la isla y a sus colectivos inspiradores, de los que formó parte. Sin conformismos en cuanto a los resultados, su trayectoria ha sido la de indagar e investigar sobre nuevas y diversas alternativas a través de las ruinas, las erosiones y sus vasijas, que no lo son. En su obra «Tondo telúrico»[8], la erosión y la degradación, constituyen temas de inspiración, revelados en la expresión de superficies devastadas y agrietadas, donde la fuerza corrosiva construye visualmente la imagen de la resequedad que todo lo cuartea y que parece remitir al propio estado del planeta. Ha utilizado con frecuencia en sus piezas los títulos de naufragios y vestigios de arquitectura que remiten a desastres y catástrofes, destacando el aspecto táctil de las piezas.

Así no solo tiene una amplia producción de obras con formatos y dimensiones diversas, inscritas en la historia del arte de su país y más allá, sino que ha concebido una original manera de «imprimir» que dio en llamar la barrografía, con la que también se inscribe —de manera muy significativa— en la gran tradición gráfica de su país. Sobre amplias superficies de papel, las huellas del material muestran toda su expresividad en las gamas de texturas y colores que brinda la arcilla. Con ellas realizó una de sus más espectaculares exposiciones, «La galería de las tierras», realizada en 2004 en el Kennedy Center de Washington D.C., en las que aplicó el barro con diversos instrumentos, usó técnicas de collage y quema controlada. Colgó del techo de la institución

16 barrografías en gran formato, imitando el tamaño y la disposición de las banderas nacionales que colgaban en el recibidor de la institución. El propósito del artista parecía claro: despojar al símbolo de la bandera de su contenido político mediante la imagen homogeneizadora de la tierra, reemplazando las identidades nacionalistas que nos dividen por el sentido de identidad telúrica que debe unir a la humanidad. (Trelles, 2016, s.p.)

Recurrir a la tierra para su monumento conmemorativo abunda en sus connotaciones conceptuales de valor histórico-cultural a las que se añaden otras —igualmente importantes— como la tradición matrilineal de la práctica ceramista en los pueblos originarios y de la propia experiencia del artista al haber ejercitado con su madre, Maribel Toro, el «proceso de investigación e indagación en torno a las posibilidades formales y estéticas del barro» (Gutiérrez Viñuales, 2005, s.p.). Como ya he dicho, Jaime Suárez concibió el proyecto para el Certamen Iberoamericano de Diseño de la Escultura Monumental Conmemorativa del Quinto Centenario: Encuentro de Dos Mundos. El jurado internacional presidido por el crítico e historiador del arte Damián Bayón, eligió su propuesta para erigirse en la Plaza del V Centenario, en el Viejo San Juan.[9] En el documento emitido por el jurado, entre otros argumentos, se reconocía,

la alusión directa de la obra al continente americano a través del uso de la tierra como material constructivo, […] ser el proyecto mejor adaptado al entorno existente en el que se emplazaría la misma, […] por sus posibilidades de ser vista desde infinitos puntos sin presentar uno solo privilegiado y la rugosidad del tratamiento de la superficie, donde a las distintas horas del día la luz produciría un cambiante juego de sombras. (Gutiérrez Viñuales, 2005, p.179)

El monumento alcanza doce metros de altura, recubierto en su base (2.5m) de granito negro (roca ígnea, de origen volcánico) y a partir de ahí, hasta su cima, de piezas de cerámica (tratadas con óxido de hierro, carbonato de cobre y kaolín), especialmente elaboradas de forma plana para lograr la adaptación necesaria a la curva de la columna de aproximadamente uno punto dos metros de diámetro. Las piezas cerámicas fueron realizadas por Jaime Suárez y un grupo de colegas ceramistas. El artista ha dicho que después que hacía las vasijas, las rompía, siendo ese acto de destrucción una parte gestual y afectiva que otorgaba potencia simbólica a los fragmentos. Refiriéndose al aspecto visual de la pieza conmemorativa, el autor mencionó que se trataba de un monumento «abstracto», a la tierra de América y a sus fragmentos arqueológicos. Es decir, a lo que siempre somos y a los restos de lo que fuimos, una evocación trascendente en la que quiso emplear —para su realización— arcilla procedente de diferentes puntos del continente americano, lo que finalmente no pudo lograr[10], pero valga la declaratoria de sus intenciones como expresión de su solidario imaginario creador y de una frase de Gaudí que el artista ha hecho suya: «originalidad es volver al origen».

En esa idea del retorno está una de las claves de interés de este monumento. Por una parte, porque su materialidad nos remite justo al barro, con piezas realizadas para existir en él y dotarlo de sentido, como he mencionado, y otras encontradas en el sitio donde fue necesario profundizar cuatro metros para instalar el tótem que las soporta, verificando así el valor también arqueológico del lugar de instalación y asentamiento de la obra. Se diría que se trata de una columna truncada que tan profundos significados ha tenido en el lenguaje de los monumentos funerarios a través de la historia del mundo occidental, quizás para referirse a una vida interrumpida aún en la plenitud de su existencia: una cultura que quedó inconclusa en su proceso original y sometida a las condiciones asimétricas del poder colonial a las que se añadieron su identificación como bárbara e incivilizada, según el modelo euro-occidental moderno, lo que contribuyó a justificar su dominación y devaluación histórico-social. Quizás por ello, si pudiéramos apreciar el tótem desde el aire, veríamos que la columna de concreto está también rematada en su parte superior por una pieza cerámica que abarca toda la circunferencia. Se trata de una ciudad, a la manera de las laberínticas y ruinosas que realiza el artista, en este caso ejecutada con ladrillos coloniales, la que como urbanización imaginaria supone otro acto de superposición cultural y de hibridación de tiempos, medios, formas y recursos; tal como también lo supone la posible analogía visual del monumento con la Columna de Trajano, pieza de la antigüedad clásica. Pero el tótem —sin embargo— más que contar hazañas de la conquista de un emperador, elabora una franja narrativa con una materialidad que remite a los orígenes y al rompimiento de la lógica cultural de los pueblos aborígenes de las islas del mar Caribe, los primeros en vivir los impactos de la llegada invasiva de los conquistadores. Por todo ello, Rubén Ríos Ávila en su ensayo «La ciudad escondida» ha afirmado que «el tótem telúrico de Jaime Suárez se yergue desafiante, como una propuesta o reconsideración, desde el quinto siglo, de lo que ha sucedido desde el primero» (Ríos, 1992, s.p.).

Lo importante a destacar además son los presupuestos estético-artísticos sobre los cuales Jaime Suárez concibe sus recursos visuales, con los que expresa su poética asociada a las múltiples posibilidades exploratorias del barro. Dice el artista que interroga su material para saber «qué quiere ser», para lograr así que fluya el sentido de la pieza desde las potencialidades de su propia materialidad. Cómo entonces lograr que mi propuesta —se planteó el artista— revelara la complejidad de aquel «encontronazo», y lo expresa del siguiente modo,

me apoyé en la idea de una columna que es como si cogiéramos una columna de tierra y la empujáramos hacia arriba y sale con la historia que está escondida debajo de ella […] la tierra de América que guarda la historia de lo que somos […] la evidencia de que esa cultura existió la tenemos en la arqueología […] esa es la historia que tenemos que descubrir. (Ríos, 1992, s.p.)

Con estas argumentaciones se puede comprender la dimensión política de un monumento concebido con estas peculiares características y entendido como patrimonio conceptual, según lo ha pensado Reinhart Koselleck, a partir de los mensajes que emiten sus redes de significación tanto en la resemantización de la propia noción de monumento como en cuanto al carácter de la comunidad originaria a la que remite como concepto. El artista comprendió el «Tótem Telúrico» desde «otra lectura del quinto centenario» (Suárez, s.f., s.p.), como uno de los grandes pliegues de la historia regional, una ausencia que su obra hizo presencia. A propósito de esta dimensión crítica, el artista ha referido,

El Quinto Centenario no tuvo como figura central la de Cristóbal Colón[11]. Su verdadero protagonista fueron las culturas indígenas de América quienes vociferaron su reclamo de una tierra ya descubierta y habitada […] Este «encuentro o en la realidad encontronazo» tuvo como resultado, particularmente en nuestras islas del Caribe la desaparición de la población indígena. Mientras que para la gran mayoría de los artistas que participaron en el concurso, el encuentro de dos mundos tuvo su expresión en un abrazo metafórico entre un indio y un español, a veces figurativo y en otros abstracto, a mí me interesó poder concretizar la idea de que en dicho encontronazo se dio la destrucción de una cultura. (Suárez, s.f., s.p.)

Lo que María de los Ángeles Pereira[12] ha valorado como «un vigoroso gesto de resistencia cívica que enaltece en términos técnicos, materiales y sígnicos la aportación cultural aborigen a la identidad caribeña» (Pereira, 2002, p.70). Como obra pública, los niveles de recepción de la pieza han tenido diversas lecturas, bien que el monumento, por su ubicación y características, adquiere un alto nivel de visibilidad en el espacio urbano inserto en la plaza del viejo San Juan; hubo polémicas y controversias en torno a ella, hubo propuestas de removerlo y desplazarlo hacia otro lugar. Jaime Suárez expresó la gran satisfacción que sintió ante el hecho de que no fue él quien tuvo que salir en defensa del «Tótem Telúrico» pues la obra estaba «calando en el pueblo» (Suárez, 2017, s.p.). Así habita en el imaginario colectivo. Es una de las obras más reconocidas por los estudios histórico-artísticos y de la escultura monumentaria del siglo XX en la isla y a nivel regional e internacional, es una referencia visual en el paisaje urbano y uno más de los emblemas de la ciudad, lo que podría resumirse en que sobre ella podrá haber «todo, menos indiferencia».

Cimarrón, un monumento

Alberto Lescay ha explorado múltiples aspectos de las formas visuales. En su medio siglo de carrera profesional ha buscado sus modos de expresión a través de diversas disciplinas artísticas, que además «indisciplina» haciéndolas penetrables unas a otras; se ha enfrentado a caminos de la creación que indagan sobre la relación del arte con la vida y la realidad desde el diseño —en una perspectiva social y pública— según sus escalas y funciones; y a zonas de la espiritualidad para penetrar a ciertos universos de lo invisible que habitan en la subjetividad cultural cubana. Su pintura, no abandonó la recurrencia a un lenguaje abstracto con una intencionalidad sensorial por momentos cargada de un recurso de contextualización a partir de la espiritualidad afrocubana como en «Brujo» (2000) y «Espíritus» (2004). En ellas, los títulos, como paratexto de la obra, son provocadores de esa búsqueda de sentido que conduce al espectador a penetrar la mancha, a seguir el trayecto de una línea para hacer del ejercicio de la mirada, un acto de descubrimiento. Así cada momento de contemplación es un tiempo íntimo y de seducción entre el artista, la obra y el espectador que estimula en él la idea de descubrir los caminos ya explorados por el creador en cada pieza.

Un rasgo común en sus pinturas y dibujos, o en sus motivos sobre cerámica, es su trabajo gestual de matriz abstracta, que se revela como impulsos inquietos sobre la superficie y que no han mostrado señales de cambio en su estilo personal, que conserva sin concesiones ideológicas ni de mercado. Lo más importante a resaltar en ese sentido son los desplazamientos simbólicos de unos medios a otros, como ocurre entre la pintura y la escultura, y viceversa, sin desconocer los valores propios de cada una de ellas. Lo evocador del cuerpo y la figura en su pintura, se hace masa incluyente y abrazadora en sus obras. Ellas muestran la particular relación entre ser y estar en la lengua española, pues no solo somos en un todo integrado, sino que, como grano o semilla, existimos… estamos. Habitamos en ese estado metafórico de la materia como génesis. Entonces habría que definir dos modos de proceder desde esa trama abstracta: uno como proceso creador y otro como imagen artística. Ambos actúan en simultaneidad como campos de exploración de las formas para aportar libertad a los significados desde una fuerte carga sensorial y experimental. Esa trama abstracta en el proceso creador es común a todas sus obras, incluidas las de formato conmemorativo y ambiental. Está presente en el «Monumento al Cimarrón» (1997) y se aprecia en otros posteriores como «Rosa La Bayamesa» (2000), en la que la esfinge de la figura se levanta sobre un soporte de base abstracta que emerge desde la tierra, como si fuera ella misma, generando un contraste por diferencia en el tratamiento de las superficies. En «Vuelo Lam» (2009), dedicada al reconocido artista plástico Wifredo Lam en ocasión del centenario de su nacimiento, la propia figura concentra toda la tensión dinámica del gesto, una imagen alada con intenciones de referir —simbólicamente— la conceptualización del vuelo en toda su escala y proyección. Bien que se trata por su título de un homenaje al gran artista cubano y universal, la apropiación es sígnica visual en alusión, quizás, a algunos de los motivos alados de piezas emblemáticas de Lam posteriores a los años cincuenta.

Es un artista contemporáneo profundamente implicado en su quehacer. Se considera un «obrero del arte» por los compromisos que ha asumido con su origen humilde, consigo mismo, con su país y su tierra natal: Santiago de Cuba. Su obra ha puesto siempre en evidencia la pertenencia mayor a una sociedad y a una cultura. De ellas emanan valores de identidad que derivan de la historia, de la memoria, de un lugar, del sentido trascendente de las temporalidades y la capacidad expresiva de su lenguaje cargado de cubanidad sin estereotipos ni disfraces. La naturaleza y los ambientes han sido esenciales en esa comprensión de la pertenencia y en indagar una otra sensibilidad hacia el paisaje, y de la conjunción entre lo humano y lo natural, lo femenino y lo masculino. La diversidad que lo caracteriza se aprecia a través de obras en pintura con medios mixtos y collage, cerámica de excelente factura, esculturas de salón y piezas para espacios públicos con carácter conmemorativo y ambiental, emplazadas en sitios emblemáticos del territorio nacional. Confirma su permanente laboreo como gestor, cuando expresa que «siempre he tenido la necesidad —lo fui descubriendo con el tiempo— de enfrentar proyectos sociales, sobre todo en el mundo de la cultura» ( Estrada, 2018, s.p.), y fue así que surgió la Fundación Caguayo para las artes monumentales y aplicadas, institución de carácter público y no lucrativo, y los talleres de fundición (1995), dirigidos por él en Santiago de Cuba, de los que no existían ni antecedentes ni experiencias precedentes en el país. De modo que su trabajo en ese campo ha sido muy importante para lograr no solo la realización de la fundición, sino su puesta en marcha para la concepción de múltiples piezas realizadas por creadores de diversas generaciones. Es de significar que sus monumentos de grandes escalas fundidos in situ, le abrieron el camino para la realización de obras de arte público, sobre las que considera,

toda sociedad que aspire a crecer, necesita del arte público. Una obra pública pertenece a muchas personas durante muchas generaciones, por eso el diseño es el eje para lograr un resultado eficaz […] escoges un lugar determinado con elementos que pueden ser de la naturaleza o hechos por el hombre; pero tú vas a diseñar en ese espacio algo nuevo y todo tiene que conjugarse con armonía. El gran reto de la escultura pública, del arte público, es asumir un supradiseño, incorporar el paisaje, el contexto, todo aquello que va a incidir en la apreciación de la obra. Es un pensamiento macro, pudiéramos decir que un pensamiento cósmico. A veces tienes que mirar hasta el cielo (Cedeño, 2021, s.p.).

El lugar donde han sido emplazadas sus piezas entabla —además— una relación con la realidad de la propia existencia estético-artística de la obra. En ese sentido, el «Monumento a Antonio Maceo» (1987) héroe de la independencia cubana, en la plaza homónima, en Santiago de Cuba, es memoria visual de la ciudad. Fue el resultado de una convocatoria a concurso en 1982. Lescay obtuvo el primer premio y fue, según lo ha expresado, una recompensa artística pero también afectiva porque «mi abuelo fue mambí[13], mi abuela me contaba sus historias. Yo siempre la relacioné con Mariana; y a mi abuelo, con Antonio Maceo» (Estrada, 2018, s.p.). Veinte años después del «Monumento a Antonio Maceo», realizó el «Memorial a Mariana Grajales», la madre de los Maceo, pues fueron varios de sus hijos los que tomaron parte en las guerras independentistas. La pieza monumental, en bronce de más de cuatro metros de altura, fue fundida con casquillos de cañones de artillería de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y se ubicó encima de un montículo con tierra traída de la finca Majaguabo, en el municipio santiaguero de San Luis y está rodeado de piedras de la localidad de Palmarito de Cauto, lugares donde crecieron los Maceo-Grajales. El rostro de Mariana se erige sobre el evidente tronco de una «ceiba», árbol sagrado y ancestral, donde depositaron —tantos y tantos esclavizados traídos desde África—, la fuerza mítica del baobab y las cargas espirituales de Shangó. Todo un símbolo de esa africanidad redimida en tierra cubana.

El artista es consciente de las responsabilidades sociales que implica el proceso del arte vinculado a una obra pública, y así lo ha expresado:

El conocimiento para hacer una buena escultura pública es muy escaso, lo digo con respeto, pero con propiedad. Hay muy pocos monumentos buenos, lo cual es una responsabilidad social inmensa porque se trata de intervenir un espacio público. Una vez que colocas la obra, se queda ahí quizá para toda la vida. Siempre he pensado que es un compromiso social extraordinario. El más grande que pueda asumir un artista, porque es colocar algo en un espacio que no te pertenece. (Estrada, 2018, s.p.)

El «Monumento al Cimarrón» se encuentra ubicado en un sitio simbólico, cargado de energías culturales, en una de las alturas del Cobre en la Sierra Maestra, el corazón montañoso del oriente cubano, a unos veinte kilómetros de la ciudad de Santiago de Cuba. Es una zona de valor histórico que guarda leyendas centenarias asociadas a las primeras minas de cobre de la América moderna-colonial, conocidas como Santiago del Prado. Lugar donde ocurrieron levantamientos de esclavizados por los cuales,

la Corona española se vio precisada a dictar un Decreto Real concediendo la libertad a los esclavos de El Cobre y a sus descendientes. Esto ocurrió en 1800, es decir, con ochenta años de antelación a la Ley de Abolición de la Esclavitud firmada por España y aún con sesenta y ocho años de anticipación a la abolición decretada y practicada por las fuerzas mambisas, al iniciarse en la Isla la primera de las guerras por la independencia. (Pereira, 2002, s.p.)

Por sus connotaciones naturales y sociales, un lugar así sugiere y desafía el acto creador, al situar al artista ante escalas, poco frecuentes, del paisaje insular.[14] La obra ha sido descrita a partir de una visión paradójica, como una «abstracción figurativa» (Cedeño, 2021, s.p.), como una forma simbólica de «ascensión espiritual» (Lescay, 1997, s.p.). Y es que el artista disfruta esas relaciones entre la abstracción y la realidad. Se ha propuesto siempre unir —ha dicho— «esas dimensiones que parecen tan distantes […] porque la abstracción es fundamental como necesidad humana». Y por ello Alberto Lescay se interesa por ciertos misterios de las formas que explora y emplea como recursos visuales. En ello van muchos de los fundamentos de la representación y su sentido. Stuart Hall ha estudiado con precisión como «podemos formar conceptos de cosas que percibimos […] Pero también formamos conceptos de cosas más bien obscuras y abstractas, que no podemos ni ver, ni sentir o tocar de manera inmediata» (Hall, 2010, p.448), pues el sentido depende de la relación entre las cosas en el mundo, ya que los lenguajes, incluido el visual, «pueden usar signos para simbolizar, estar en lugar de […] pero pueden también referenciar cosas imaginarias y mundos de fantasía o ideas abstractas [...] no hay relación simple de reflejo, imitación o correspondencia uno a uno entre el lenguaje y el mundo real» ( Hall, 2010, p.457) y concluye en que el lenguaje no es un espejo.

El universo de representaciones en lo abstracto visual supera la realidad, aunque la contenga, pues los referentes moran en un espacio de libertad y se deslizan —ha dicho Hall— hacia «la incertidumbre», donde el sentido no es trasparente. Así irrumpen en el territorio de la ambigüedad y del enigma, sin duda se trata de fundamentales claves en el análisis del ejercicio artístico de Lescay, quien ha dicho tener la «abstracción como fundamento básico dentro del proceso creativo» y precisa, «utilizo algunos recursos de la figuración, pero con un pensamiento abstracto […] intemporal». Se diría, intentando evitar una conexión con la inmediatez para desplazarse por el tiempo pasado, presente y futuro a partir del lenguaje de las formas, lo que resulta un recurso para el artista que ha tenido una relación fundamental con la memoria y la historia a través de toda su trayectoria.

Esa dimensión armónica de los diversos elementos visuales se integran en el «Monumento al Cimarrón» a partir de una suerte de sostén que —en su falta de lisura— parece mostrar las marcas y cicatrices que constituyen la morfología de la figura que conceptualmente se rememora y es el que articula las relaciones entre todas las partes, dos en lo esencial: la base, un caldero de hierro, y una imagen evocadora que remata la parte superior en la que parecen combinarse formas animales y formas humanas. El caldero es auténtico y procede de un ingenio cercano del siglo XVIII. Debió emplearse —originalmente— para los procesos azucareros de cocción con empleo del fuego, por lo que

el objeto opera en este caso, en su legítima condición de referente histórico y se torna un ente que testimonia y activa la memoria viva de los cientos de miles de víctimas anónimas que cobró la esclavitud como base de la economía plantacionista en estas tierras del Caribe. (Pereira, 2002, s.p.)

La pieza se presenta en el monumento a la manera de una nganga, contenedora de las energías ocultas donde habita la magia de los espíritus y se combinan la sangre, la tierra y muchos otros elementos de procedencia natural ; sobre ella, como flama, se levanta el símbolo, marcado por la hibridez, en la que lo simbiótico genera toda índole de ocultamientos en la masa escultórica para semejar un caballo, rostros que se funden en la amalgama simbólica y una mano que sobresale para alcanzar algo o alguien, donde lo más sobresaliente es el espacio de libertad que sugiere por la intencionalidad del gesto. La nganga aporta una carga fundamental a este monumento que va dejando de ser un elemental caldero o cazuela destinado a la cocción para convertirse en un objeto de veneración y poder. Así lo expresó Joel James, gran estudioso de estos temas, quien describe los contenidos de sus fuerzas mágicas que no siguen una regularidad estricta, y varían notablemente en atención a los hábitos o prácticas de la familia religiosa dentro de la cual se confeccionan las ngangas, en función de los tatas[15] y los atributos que se corresponden con las diversas deidades del Palo Monte, pero de modo general,

se le introducen diversos elementos tomados del ámbito físico, social e histórico de nuestra Isla […] se le incorporan diversos palos del monte —de aquí toma nombre el Sistema mágico–religioso[16]— seleccionados casi siempre en razón de sus cualidades medicinales o venenosas, nunca en número menor a veinte; distintos elementos tomados del mundo animal, también en correspondencia con sus características o cualidades, tales como: hormiga loca porque siempre está trabajando u hormiga brava o bibijagua porque siempre están atacando o en disposición de atacar; plumas de aura tiñosa porque es el ave que más vuela, o de lechuza porque anuncia la noche, la desgracia y la muerte; cabeza de perro por su lealtad y pico de gavilán por su valor; colonia de comején por su tenacidad y carapacho de jicotea por su longevidad; de igual forma se añaden exponentes del mundo inorgánico tan conspicuos como la tierra del cementerio o de lugares de mucha capacidad sugestiva por haber ocurrido en ellos acontecimientos importantes o significativos, y piedras volcánicas o cantos rodados de río o de mar los cuales […] elementos metálicos como cadenas y machetes, pongamos por ejemplo, estará en dependencia de la vinculación posible con Zarabanda[17]. (James, s.f., p.44-45)

En tierra de creencias afrocubanas, de orígenes caribeños mezclados y en medio de las cordilleras silenciosas que guardan las cuevas y refugios de tantos palenques escondidos y las historias —aún no contadas— de tantos negros esclavizados y negras esclavizadas; esta obra ha dado visibilidad a lo invisible para perpetuar la memoria; y crear un sitio de peregrinación al que se acude para rendir tributo con los toques de tambor y los alimentos a la prenda.[18] Con solemnidad ancestral se mira al monumento y al paisaje, ambos son parte esencial de la pieza. Así lo ha expresado el artista:

Para emplazar el Monumento al Cimarrón se estudió previamente su ubicación desde el punto de vista histórico, donde fue decisivo el aporte de Joel James[19], y estudiamos exhaustivamente el lugar desde el punto de vista paisajístico. La obra ocupa un punto dominante de la geografía y busca establecer un diálogo con la Virgen de la Caridad, con la historia de las minas. (Cedeño, 2021, s.p.)

Así el monumento es toda una declaratoria del sincretismo cubano y de la presencia afro como elemento esencial de esa transculturación expresada por el padre de la antropología nacional, Fernando Ortiz. Es un monumento de algo más de nueve metros de altura, sobre un montículo natural, la Loma de los Chivos, que destaca aún más su escala y donde la iglesia católica había instalado una cruz. Ya tenía el cimarrón —figura de celebridad por su resistencia, esclavo que huyó hacia el monte y allí estableció su palenque— una obra testimonial en el libro sobre Esteban Montejo de la escritura de Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, y en el cine, una película, El Rancheador, basada en la obra literaria homónima de Cirilo Villaverde, además de otras con abundante trato del tema. En ellas, se muestran las dramáticas circunstancias de vida insegura, de la persecución y caza de los esclavos fugitivos de las plantaciones. En las artes visuales, bien que desde diversas miradas se puede apreciar el tema con tendencias predominantemente figurativas, nada semejante a la obra de Lescay podría mencionarse. Por eso esta pieza lo inmortalizó, más como un concepto que como un personaje: «no quería repetir esa imagen del negro corriendo, de la cadena rota, lo cual me parece una vulgaridad, una ofensa a la temática» (Estrada, 2018, s.p.), ha dicho el artista; por eso, combinó las fuerzas del monte para su supervivencia física y las culturales para la reivindicación de su insurgencia. María Elena López Jiménez revela una fuerte relación del autor con el tema cuando expresa que « muy joven aún, Alberto Lescay se declaró un cimarrón por derecho propio, para el artista la palabra significaba rebeldía y libertad» y su obra es un homenaje que tiene «desde sus raíces todo un canto a los antepasados, desde el cagüeiro, el güije, la ciguapa, el batey y el ingenio» (López, 2018, s.p.). Todas figuras del monte, de las encrucijadas, habitantes de los espacios de la magia de los imaginarios campesinos y afrocubanos, y asociadas a los castigos del mayoral y la vida de sometimiento en los sitios carcelarios de las plantaciones.

Es interesante que, si bien la composición de los palenques cimarrones fue de mujeres y hombres, bien que mayoritariamente estos últimos dejaron a su vez una huella significativa en los roles de género dentro de la comunidad, al punto además de referirse más a los varones, aludiendo a una condición de masculinidades antihegemónicas, como lo ha pensado el investigador Carlos A. Lloga Domínguez y al respecto precisa:

el mero concepto de cimarronaje implica el rol, culturalmente asignado al varón, de la rebeldía por la violencia. A esta condición simbólica de masculinidad se suman otras como las difíciles condiciones de vida y las vicisitudes del palenque; la promiscuidad y el hambre. Joel James explica que «para los cimarrones llegaba un momento en que resultaba más seguro tener a sus mujeres y sus hijos pequeños en el cafetal, dentro de la dotación, antes que en el palenque; los riesgos que corrían serían mucho menores. (Lloga, 2019, s.p.)

Se trata entonces de interesantes contradicciones al interior del complejo entramado de la historia colonial que vivieron los apalencados, pues si bien el cimarrón remite a una figura masculina de resistencia y redención, sus permanentes afanes libertarios ratifican el fundamento conceptual de su figura en la trayectoria de los tiempos de las islas del Caribe, lo que le otorga al monumento connotaciones simbólicas de su presencia histórico/cultural como memoria de una condición racial en la imagen del negro esclavizado , y «a su rebeldía emancipadora, a su virilidad de animal jíbaro, a su fortaleza física y espiritual, a sus mañas y capacidad para la lucha y la subsistencia». En definitiva «masculino mediante la ligazón autoridad/patriotismo es un aspecto que el constructo ideológico cimarrón ha ganado con el reconocimiento que la ciencia y la sociedad cubanas de hoy conceden al aporte del negro en el proceso redentor de nuestro país» (Lloga, 2019, s.p.).

Todos esos valores simbólicos habitan en la materialidad y visualidad del «Monumento al Cimarrón» por la reciedumbre de los hierros y los metales que se conjugan en la pieza, la fortaleza subversiva de la nganga con todas sus cargas de africanidad expresadas en los sistemas de tradición bantú, y la dimensión erecta del soporte en el que la fuerza del caballo aporta también atributos de identidad que remiten a otros cultos cubanos como la santería, donde es animal de referencia ritual al denominarse así el que recibe y monta a los orishas.

Diálogos relacionales entre los monumentos

Dos monumentos, dos conceptos que hacen memoria a momentos de la historia en dos islas que comparten tantas y tantas experiencias a través de los tiempos, y que refieren al Caribe en simultaneidad, al validar la comprensión de estos temas a una escala regional. Los monumentos «Tótem Telúrico» de Jaime Suárez y «Monumento al Cimarrón» de Alberto Lezcay, son piezas que se entrelazan en la construcción sensible de memorias constitutivas de los territorios caribeños, probablemente más cercanas conceptualmente de lo que podemos imaginar. Incluidos en esas aproximaciones los propios conceptos que los monumentos incorporaron en sus actos conmemorativos: los pueblos originarios y los cimarrones. Ambas figuras de historias traumáticas en condiciones de dominación colonial y hegemonías devastadoras.

Para entablar estos diálogos relacionales entre los dos monumentos estudiados, tomaré algunas de las claves fundamentales que aporta José Juan Arrom en ese texto emblemático que publicó en 1983 con el título de «Cimarrón: apuntes sobre sus primeras documentaciones y su probable origen», en el que examina la genealogía y etimología de la palabra «cimarrón» que nos conduce a un desmontaje crítico sobre la proximidad semántica de las figuras que rememoran los monumentos. Como ya hemos indicado esas palabras remiten a conceptos que han adquirido sustancia y sentido en el proceso de la historia, asociados a reivindicaciones trascendentes ante las condiciones discriminatorias y de violencia que habitaron unos y otros. Pero lo más interesante al leer el ensayo de Arrom es cómo demuestra las conexiones profundas de sentido que la palabra cimarrón entabla con el universo aborigen, pues «hecha carne doliente al escapar los indígenas antillanos de los desafueros de la conquista, y luego prolongada en el perenne afán de fuga de los esclavos traídos de África, su sola mención evoca siglos de explotación e injusticia, y también de continuas y audaces rebeliones» (Arrom, 1983, p.47).

Recurre a fuentes de diversos diccionarios y en especial a aquellos de americanismos de reconocido prestigio, para confirmar que se trata de «un término evidentemente americano», mientras transita por otros documentos de las tempranas crónicas e historias contadas por los conquistadores, como las de Gonzalo Fernández de Oviedo, quien se refiere a «un indio cimarrón o bravo que andaba en cueros». La referencia viene de La Española en 1543, donde el término se acuño con el sentido de «bravos o cimarrones que en la lengua de esta isla quiere decir fugitivo».

Desde unos años antes, Gonzalo de Guzmán informaba a la reina que sin temor los españoles podían transitar la isla de Cuba, pues «está muy pacífica de indios cimarrones» y otros textos reportaban que tenían lugar alzamientos de indios cimarrones, como lo informaba Manuel de Rojas. Y concluye Arrom: «todo lo cual comprueba que antes de que terminara el primer tercio del siglo XVI se había generalizado su uso» (Arrom, 1983, 52), refiriéndose a «cimarrón» y que además se había extendido su uso a las poblaciones de origen africano, esclavizadas ya desde esos tiempos iniciales de conquistas y colonización: «Quanto a los negros cimarrones, de 12 años acá siempre ha habido más que agora», así lo decían desde Santo Domingo en carta de 1544.

No obstante Arrom se hace preguntas acerca de si el origen del término es antillano, o indoamericano, y aporta elementos en ese sentido para revelarnos, a partir de Rolando Laguardia, que pudiera proceder el término de los aruacos continentales que fueron comunidades orinoco-amazónicas que por desplazamientos sucesivos llegaron a poblar las islas del Caribe. Arrom cree que todo conduce a afirmar que cimarrón es un préstamo de los taínos, nombre con el que se identificaban esas comunidades en los territorios insulares a la llegada de los españoles, que hispanizaron el término «simaran» (equivalente a fugitivo, silvestre, en lengua aruaca), para concluir que los informes utilizados en su investigación le confirman que,

cimarrón es un indigenismo de origen antillano, que se usaba ya en el primer tercio del siglo XVI, y que ha venido a resultar otro de los numerosos antillanismos que la conquista extendió por todo el ámbito del continente e hizo refluir sobre la propia metrópoli. (Arrom, 1983, p.57)

Es interesante observar que las referencias que introduce Arrom en su análisis corresponden mayormente a Cuba y a La Española. Sin embargo, en el caso puertorriqueño, existe un término al uso al que el investigador se refirió —sin embargo— en su ensayo, la palabra «jíbaro», que según los diccionarios de la lengua española se trata de un término de origen amerindio procedente de la zona oriental de la selva amazónica del Ecuador y Perú, y que equivale a alguien que se ha vuelto montaraz. En Puerto Rico, el jíbaro ha sido una figura anclada a la tierra y a la naturaleza, habitaba en ella y es esto lo que pone en valor su pertenencia a un lugar. Como iconos de identidad social fue distinguido selectivamente del conglomerado social, y si bien no era un indígena, era un personaje autóctono situado en la base misma de la ruralidad que le aportaba un sitio de resistencia a las condiciones de colonialidad, era un símbolo, un concepto con valor de permanencia hasta nuestros días.

Con estas argumentaciones, los monumentos estudiados se nos aproximan más de lo imaginado, pues además de los valores que aportan sus localizaciones, sus materialidades y los fundamentos artísticos de sus procesos de diseño y realización, así como las circunstancias en que fueron proyectados, confluyen en el territorio común de los conceptos y las palabras que les dieron sentido en sus significados semánticos, al ser ambos monumentos conmemorativos a figuras colectivas del mundo indígena y el del apalencado, que tributan al pasado con intenciones simbólicas reivindicativas y de rememoración del pasado desde el presente.

Por eso se trata de monumentos conmemorativos que lo son de otra manera y que aún desde la distancia de los tiempos históricos que parecen situar en circunstancias diferentes a los pueblos originarios y a los cimarrones, constituyen evidencias de una problemática común y de un concepto que atañe a ambos por el modo en que convivieron en una experiencia histórica común por los impactos que ejercieron sobre sus corporalidades y subjetividades, como figuras estigmatizadas en su condición de humanidad y situadas en los márgenes de la sociedad implantada con sus lógicas de poder moderno-colonial.

Conclusiones

En tiempos donde se discuten las representaciones escultóricas públicas por hacer permanecer en el presente una memoria de la colonización con todas sus posturas racistas y discriminatorias, y en que se remueven obras en un proceso de desmonumentalización que busca impugnar y contradecir ciertos modos de hacer perpetuar acontecimientos o figuras que marcaron formas de dominación que hoy resultan cuestionadas, es indudable que la destrucción de esas evidencias se asume también desde posiciones políticas y de crítica social. Lo cierto es que no es la única postura válida en ese sentido y las obras estudiadas así lo revelan. Construir los monumentos que necesitamos es una tarea urgente para reservar la memoria de nuestros pueblos y culturas, y hacerlos poniendo en dignidad los sistemas de valores que los acompañan. Hay en ello un profundo concepto de decolonialidad que no actúa por negación, sino por afirmación. Edificar y erigir es aportar a una cultura monumentaria que apueste por una producción contemporánea que no desconozca las tendencias del pensamiento crítico decolonial, y que piense desde otro lugar sus posibles preguntas y respuestas al momento de diseñar y realizar un monumento público.

No se trata solo de asumir un proceder sustitutivo, como el que el colonialismo empleó para imponer sus formas ideológicas y de poder en las tierras americanas, sino desarrollar una práctica —que se muestra cada vez más exigua— de erigir las imágenes que heredaremos al futuro. En los monumentos estudiados, los recursos de conceptualización resultaron de gran utilidad en el sentido de ofrecer claves de interpretación ligadas a las culturas de referencia: aborigen y cimarrona, y ampliar las capacidades expresivas de los temas a los que remiten. Agotados del figurativismo dominante en las piezas escultóricas que marcaron época para la dignificación de figuras o acontecimientos, conceptualizar los monumentos redunda en el gran beneficio de su puesta en diálogo abierto con la historia, sin desconocer que es la propia permanencia de la colonialidad —cuando ya el colonialismo no está—, que son las propias tendencias racistas y patriarcales vigentes en los poderes instaurados, con todas sus injusticias y violencia estructural, las que motivan los acontecimientos destructivos porque significan que están aún vigentes y activas las figuras a las que se erigieron esos monumentos, y que aún, y hasta hoy, los conmemoran.

Entonces, el acto productivo de socializar nuevas visiones sobre la historia pasada en el presente, es parte del desafío de nuestros días, y pensar cómo estos monumentos estudiados desde su emplazamiento, materialidad y valores estético-artísticos pueden contribuir a formalizar otras lecturas posibles, resituando esos grandes temas en la cultura en estos tiempos, con todos sus quiebres e inquietudes polémicas. En ese sentido «Tótem Telúrico» y «Monumento al Cimarrón» retan la imaginación contemporánea tanto en el ámbito de la creación artística como en el de los estudios críticos que la acompañan. Pues ponen en evidencia cómo en el universo de la iconografía monumentaria también se expresan las tensiones de un territorio en disputa, que tensa la cuerda para evidenciar que el espacio público es político e interviene en el debate de los significados tanto de los emisores artistas como el de los receptores que cohabitan con las piezas instaladas en sitios urbanos o rurales.

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1Esta idea de conceptualización del monumento nos orienta a repasar cómo el Diccionario de la Real Academia define el término concepto: «Idea que concibe o forma el entendimiento. Opinión, juicio. Representación mental asociada a un significante lingüístico» Definición | Diccionario de la Lengua Española. https://dle.rae.es

2Véase Plaza del Quinto Centenario, Viejo San Juan, Puerto Rico https://www.youtube.com/watch?v=-tTyLWp8rI

3Otorgado por la Monarquía española en 1511.

4Véase «Monumento al Cimarrón» https://www.youtube.com/watch?v=J-1ZseJRLQE.

5«los conceptos permiten guardar y retener las experiencias incluso cuando éstas ya se han desvanecido. Uno necesita conceptos para saber lo que sucedió, para almacenar el pasado en el lenguaje y para integrar las experiencias vividas» (Koselleck, 2004, p.28).

6Véase Casa del Caribe – EcuRed https://www.ecured.cu

8En relación con esta obra —Tondo telúrico— (1991) véase Wood (2013, pp.221-223).

9También para la Expo 92 de Sevilla realizó «el mural que tituló Topografía interior, monumento en arcilla roja que planteó como un homenaje al suelo americano construido ladrillo a ladrillo, afirmando que “en cada pieza están guardados los secretos de nuestra herencia”» (Gutiérrez Viñuales, 2005, p.174).

10«Debido a la tardanza en otorgar el contrato y el tiempo restante para su ejecución esto no fue posible de llevar a cabo y se usó barro disponible localmente» Jaime Suárez «Sobre el Tótem Telúrico» Texto en versión digital facilitado por el artista (s.f., s.p.). Deseo agradecer al maestro Jaime Suárez por haberme facilitado este y otros materiales para la elaboración de este texto.

11En ocasión del IV Centenario se erigió una estatua de Cristóbal Colón en San Juan de Puerto Rico en la plaza homónima.

12Agradezco a la Dra. María de los Ángeles Pereira por haberme colaborado con materiales que se incluyen en este artículo.

13Se llama así a aquellos que tomaron parte en las guerras por la independencia de Cuba de la corona española.

14or lo que el monumento también se identifica como Conjunto Monumentario Loma del Cimarrón y se proyecta como el primer paso de una obra mayor que ha sido perspectivamente planteada, el Museo de la Rebeldía Antiesclavista que utilizará áreas de exposición en las viejas galerías de la mina.

15Sacerdotes del sistema mágico-religioso Palo Monte.

16Así se denomina Palo Monte.

17Deidad Palo Monte que se sincretiza popularmente con Oggún, orisha guerrero por excelencia en la santería cubana.

18De igual manera ha tenido una recepción polémica por esas cargas simbólicas que el monumento ofrece, de lo que pueden encontrarse interesantes referencias en Corbea (2020, pp.127-129). Mi agradecimiento al Dr. José Antonio Soto por haberme colaborado con este y otros materiales que se estudian en el texto.

19Estudioso de los aportes africanos a la cultura cubana, fue fundador y director hasta su fallecimiento de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba.

Recibido: 30 de Enero de 2022; Aprobado: 27 de Abril de 2022

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