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Tabula Rasa

versão impressa ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.45 Bogotá jan./mar. 2023  Epub 30-Maio-2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n45.07 

Artículos de Investigación

LA INTELIGENCIA EN LA CONSTRUCCIÓN DEL PRIVILEGIO RACIAL, COLOMBIA EN EL SIGLO XIX

Intelligence in the Construction of Racial Privilege. Colombia in the 19th Century

A inteligência na construção do privilégio racial, a Colômbia no século XIX

Natalia Cobo Paz1 

1https://orcid.org/0000-0003-4705-3292 Magister en Estudios Culturales de la Universidad Nacional de Colombia. Docente. Universidad del Cauca[1], Colombia nataliacobopaz@gmail.com


Resumen

Este artículo explora la relación entre privilegio racial e inteligencia, en el marco del proceso de consolidación de un proyecto nacional en Colombia durante el siglo XIX. A partir de las narrativas de algunos reputados letrados decimonónicos, se pretende sustentar que la inteligencia va a ocupar un lugar importante en la retórica según la cual los blancos criollos eran quienes, debido a sus facultades y capacidades, merecían ubicarse en una posición de poder privilegiada. En el contexto de un nuevo orden social, donde las lógicas coloniales habían sido cuestionadas desde diversos sectores de la población, la inteligencia funcionaba muy bien para sostener la idea de un sistema pretendidamente meritocrático con el cual se encubría los prejuicios raciales y se legitimaba la preeminencia de un grupo poblacional sobre el resto.

Palabras clave privilegio racial; blanquidad; inteligencia; desigualdad social; siglo XIX

Abstract

This article explores the relationship between racial privilege and intelligence with the consolidation of a national project in Colombia during the 19th century as a backdrop. Based upon the narratives of some prominent 19th-century literate people, we intend to argue that intelligence will become significant in the rhetoric dictating that criollo whites were the ones that deserved to occupy privileged positions in power by virtue of their skills and abilities. In the context of a new social order, with colonial rationale having been challenged by various segments of population, intelligence was useful to support the idea of an allegedly merit-based system, which served to conceal racial prejudices legitimating the pre-eminence of a population segment over the rest.

Keywords racial privilege; whiteness; intelligence; social inequality; 19th century

Resumo

Este artigo estuda a relação entre privilégio racial e inteligência, no âmbito do processo de consolidação de um projeto nacional na Colômbia durante o século XIX. A partir das narrativas de alguns renomados letrados do século XIX, pretende demonstrar-se que a inteligência ocupará um lugar importante na retórica segundo a qual os brancos crioulos eram aqueles que, dadas suas faculdades e capacidades, mereciam localizar-se em uma posição de poder privilegiada. No contexto de uma nova ordem social, em que as lógicas coloniais tinham sido questionadas desde diversos setores da população, a inteligência funcionava muito bem para suportar a ideia de um sistema pretensamente meritocrático com o qual se encobriam os preconceitos raciais e legitimava a preeminência de um grupo populacional sobre o resto.

Palavras-chave privilégio racial; branquidade; inteligência; desigualdade social; século XIX

Introducción

El tránsito al periodo poscolonial implicó un enorme reto para los sectores privilegiados: afianzar su posición de poder frente una población de todos los colores que rápidamente había incorporado el discurso republicano, lo había defendido, con la palabra y con las armas, y amenazaba en convertirse en una fuerza política capaz de remover los cimientos de la anquilosada sociedad colonial (Lasso, 2013; Múnera, 2021). Para los blancos criollos, era necesario y urgente desplegar una estrategia retórica que sostuviera su legitimidad y exclusividad en el ejercicio del gobierno. Ya en el famoso discurso pronunciado por Simón Bolívar en Angostura (1819), se hacía latente esta preocupación, cuando contrastaba la desigualdad física y moral con la ficticia igualdad política y social.

La Libertad, dice Rousseau, es un alimento suculento, pero de difícil digestión. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que robustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la Libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles. ¿Serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto Templo de la Libertad? (Bolívar, 2019, p.407)

Para Bolívar, la minoría demográfica que tenían los blancos en América era compensada con unas «cualidades intelectuales que le dan una igualdad relativa» (Bolívar, en Helg, 2012, p. 22). Aunque confiaba en que la pretendida superioridad intelectual de los blancos garantizaría que pudieran mantener el dominio económico y político, también se sentía aterrado al considerar la posibilidad de que las castas se rebelaran. En 1825, respecto al apoyo popular y la influencia que había conseguido el pardo José Prudencio Padilla, Bolívar, alarmado por una guerra racial que veía inminente, le advertía desde Lima al vicepresidente Francisco de Paula Santander:

La igualdad legal no es bastante para el espíritu que tiene el pueblo, que quiere que haya igualdad absoluta, tanto en lo público como en lo doméstico; y después querrá la pardocracia, que es la inclinación natural y única, para exterminio después de la clase privilegiada. Esto requiere, digo, grandes medidas, que no me cansaré de recomendar. (Bolívar, en Helg, 2012, p.30)

En efecto, dichas medidas fueron tomadas. Al almirante Padilla lo terminaron fusilando tres años después, al ser acusado de hacer parte de un complot para asesinar a Bolívar (Lasso, 2013). Como bien lo explica Cristina Rojas (2001), la posición de los criollos se definiría gracias a su capacidad de imponer un sistema de diferencias que les permitiera apropiarse de las viejas lógicas de dominación, mientras, simultáneamente, tomaban distancia de las reglas coloniales. Contrario a lo que hoy podríamos pensar, la posición de poder a la que se aferraron los criollos no estaba relacionada con su capital económico, sino al hecho de haberse concebido a sí mismos como los dueños de la civilización en lo que caracterizaban como una sociedad bárbara y atrasada.[2] Sergio Arboleda[3], destacado ideólogo del Partido Conservador colombiano, lo expresa de forma bastante clara en un texto escrito a mediados del siglo XIX:

El elemento bárbaro en América es numeroso y está en lo general representado en ella por indígenas y negros, mientras que la parte civilizada, casi toda de raza europea, es una reducida minoría. Aquí la igualdad de todos, sin consideración de la inteligencia y la virtud, equivale a poner el imperio en manos de los bárbaros y tiende a promover la más atroz de las guerras: la guerra de castas. (Arboleda, 1951, p.161)

En este autor se percibe un sentimiento común a los blancos criollos que, según el mismo Arboleda, les «aflige el corazón»: la frustración de intentar llevar la civilización a un territorio y una población impedidas para ello, tarea que consideraban colosal y obstaculizada por múltiples adversidades. «Nuestras repúblicas [...] no pueden de un día para otro poblar nuestros desiertos, hacer hombres civilizados y cultos de indios y negros semibárbaros» (Arboleda, 1951, p.105). Pese a las dificultades, creía firmemente que «la raza europea», la cabeza del cuerpo social y el elemento civilizado, muy pronto alcanzaría su cetro y prestigio, pues «no hay fuerza ninguna que pueda dominar permanentemente sobre el poder irresistible de la inteligencia» (Arboleda, 1951, p.105).

Aprovecho la alusión a la «la raza europea» para hacer una precisión que es importante tener en cuenta antes de avanzar. Raza es una palabra que está muy presente en los textos que componen el archivo de este trabajo, y al ser también una palabra de uso muy frecuente en la actualidad, tanto en la cotidianidad como en las discusiones académicas, puede ser muy fácil perderse en confusiones que se derivan de asignarle sentidos distintos a los que tenía en su contexto de enunciación. Anacronismos que nos llevan a leer el pasado con los referentes conceptuales del presente. Ya es un lugar común decir que la raza es una producción social y por lo tanto histórica, por lo que no quiero hacer énfasis ahí; me interesa más, trazar algunas ideas que ayuden dilucidar cómo el conjunto de autores que retomé para construir mi argumento estaba entendiendo la raza.

Cuando se habla de raza no se está aludiendo a los referentes del racismo científico según los cuales el fenotipo de las personas, y particularmente el color de la piel, está inevitablemente ligado a unos rasgos morales e intelectuales. En Latinoamérica, la impronta colonial genera ciertas articulaciones que producen una experiencia racial donde jerarquización social no depende exclusivamente del color de la piel (Hering, 2011), el lugar de procedencia, la conducta moral, la religión, el linaje las condiciones materiales, también eran determinantes de la «calidad» de las personas. Pese a la legitimidad que le va a otorgar la ciencia al sustento biológico del racismo, en Latinoamérica los procesos de racialización van a seguir estando más ligados a criterios sociales que biológicos, de ahí la relatividad de los rasgos somáticos en la definición de las personas: el color racial asignado a alguien puede o no coincidir con su color de piel (de la Cadena, 2007). En este sentido, cuando aquí hablamos de blanquidad, se está haciendo referencia, más que al color de la piel, a un conjunto de prácticas, modos, formas de relacionamiento y producción, que le permitió a los grupos privilegiados diferenciarse del resto y legitimar su dominio en términos de distinción (Castro-Gómez, 2005). Así, cuando menciono a los blancos, efectivamente estoy aludiendo a las personas de piel de ese color, pero también a quienes no siendo de color estrictamente blanco lograron escenificarse como tales.

Los fundadores de la patria en las narrativas sobre la revolución

Una de las tareas que rápidamente emprendieron los criollos una vez asegurado el triunfo de los patriotas fue construir la historia de la revolución, no solo porque creían que «el conocimiento de su propia historia es uno de los rasgos de los pueblos civilizados» (Acosta, 1909, p.I) sino porque la narrativa desde la cual se contaría lo ocurrido a las siguientes generaciones serviría para configurar el orden social republicano. Los relatos de los padres de la patria, hombres blancos y letrados, cimentaron una representación según la cual la libertad y la soberanía fueron un gran regalo que le hicieron al resto de la población, que debía estar profundamente agradecida y en deuda. Por supuesto, este ejercicio borraba la participación de las poblaciones racializadas, las despolitizaba e infantilizaba, negándoles la agencia histórica que tuvieron y bloqueando su agencia contemporánea.

Poco después de consolidada la independencia, José Manuel Restrepo[4], considerado el precursor de la historiografía en la República de Colombia, construyó un relato sobre la revolución que marcaría por muchos años la forma de interpretar este suceso. Restrepo, a partir de un número importante de fuentes primarias, así como de su propia experiencia, teje una narrativa de grandes héroes criollos que ofrendan su vida en defensa de los ideales ilustrados. Según explica, fue la «parte pensadora» de Venezuela y la Nueva Granada la que planeó y ejecutó la revolución, dando vida a una lectura teleológica, aún vigente, donde se enlazan causas y consecuencias completamente artificiales. Por ejemplo, afirma que las causas de la revolución fueron: 1) la exclusión de los criollos de los altos cargos civiles, militares y eclesiásticos. 2) El desprecio de los españoles por los nacidos en suelo americano. 3) La censura establecida por la inquisición y la persecución de los hombres ilustrados. 4) El monopolio comercial ejercido por la corona. Estas razones, no solo desconocen la contingencia de la revolución, sino que excluyen todos los motivos que los y las no blancos tuvieron para apoyarla o rechazarla. Para Restrepo, la supuesta marginalidad de los sectores no ilustrados se debía a su ignorancia:

No se juzgue que estas ideas [ilustradas] habían cundido hasta la masa del pueblo. Los cuatro quintos de la población se componían de hombres ignorantes que no sabían leer, o que cuando mucho leían el ejercicio cotidiano: absolutamente ignoraban el significado de las voces independencia y libertad, creyendo como artículo de fe que la autoridad de los reyes venía del cielo [...] Se puede, pues, decir con verdad que a principios del siglo XIX aun no se hallaba preparada la generalidad del pueblo de la Nueva Granada y de Venezuela para hacer la revolución. Lo estaba solamente una pequeña parte la más ilustrada, la que tenía algunas riquezas y bastante influjo y esperaba que el resto seguiría sus pasos. (1827, p.119)

De hecho, responsabilizaba al «pueblo ignorante» de la prolongación del régimen colonial durante tres siglos, pues según decía era incapaz de conocer sus derechos y de sacudirse del yugo del Gobierno real (1827, p.122). Estas representaciones pueden rastrearse en muchos otros historiadores del siglo XIX. De acuerdo con Soledad Acosta[5], la más prolífica autora del siglo, nadie podría dudar de la ignorancia del pueblo que vivía sin más horizonte que el de sus limitados conocimientos, sin ambiciones ni ideales, «no entendían la ciencia del bien y del mal y no solamente no apetecían mayores libertades, sino que ignoraban que hubiese otras naciones que gozasen de un gobierno más independiente, en los cuales tuviese voz el pueblo» (Acosta, 1909, p.313)[6] Continúa explicando que solo hasta mediados del siglo XVIII la introducción al virreinato de libros, revistas y pinturas prohibidas «rasgaron muy pronto los velos que ocultaban el mundo civilizado a los inocentes criollos» (Acosta, 1909, p.314).

Las élites del siglo XIX se representaron a sí mismos como los herederos y descendientes de los grandes hombres que, con su inteligencia, forjaron la patria. José María Samper, en su Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas hispanoamericanas (1861) deja claro que fueron «Los hombres de letras (todos criollos) [...] El bajo clero, en su parte mas ilustrada [...] los jóvenes militares [... y] los artesanos de las ciudades» (Samper, 1861, p.81) quienes con su más vehemente entusiasmo hicieron posible la revolución. Mientras los indios de las comarcas más aisladas, «los más estupidos y supersticiosos [...] le dieron a la causa realista gran poder de resistencia» (Samper, 1861, p.83) y los «negros esclavos, incapaces de comprender la revolución y oprimidos por su condición servil, sirvieron simultáneamente á las dos causas» (Samper, 1861, p. 81)[7].

Para Samper era muy claro cómo los criollos, a diferencia de los indios, negros y mestizos que eran «instrumentos materiales», habían sido la inteligencia de la revolución. En sus palabras

Es él [el criollo] quien guía la revolución y tiene el depósito de su filosofía. Las demás razas ó castas, en los primeros tiempos, no hacen mas que obedecer á la impulsión de los que tienen de la inteligencia, de la audacia y aun de la superioridad de la raza blanca. (Samper, 1861, p.98)

Precisamente, una estrategia usada por los criollos para afianzar sus privilegios raciales, fue despolitizar al resto de la población, identificándose a sí mismos como los únicos sujetos con agencia. Así, se convirtió en un lugar común la idea de la incapacidad de reflexión y acción de los sectores subalternos, que necesariamente requieren dirección. Bajo la misma orientación, José Caicedo, político y escritor conservador, escribió en el Papel periódico: «la revolución no la hizo el pueblo en masa. Los pueblos rara vez hacen nada colectiva y espontáneamente, sino que, semejantes á las aspas del molino, ó á la rueda hidráulica, necesitan ser movidos por agentes exteriores» (1882, p.71 en Pérez, 2015, p.72).

Siguiendo un argumento muy similar, Sergio Arboleda mencionaba que, por más grave que hubiera sido la opresión peninsular en los tiempos de la colonia, el pueblo no la sentía, y por consiguiente no tenía ningún deseo genuino de libertad. De hecho, «no comprendía lo que era ella ni de qué le serviría, cuando la porción ilustrada del país le convidó a gozarla» (Arboleda, 1951, p.129). Esta «porción ilustrada» se corresponde con la misma «aristocracia nobiliaria», que Arboleda caracteriza como una «clase, aunque menos numerosa, es la sola que cuenta con los recursos morales, físicos e intelectuales necesarios para dar a la sociedad tono y dirección» (1951, pp.80-81).

Desde la interpretación de los letrados decimonónicos, si en la revolución neogranadina participaron las castas, esto se debió exclusivamente a que los blancos ilustrados se vieron obligados a «llamar en su auxilio al elemento bárbaro que forma la gran mayoría de nuestros pueblos [...lo que permitió que] se alzaran de repente, desde el fondo de la sociedad hasta su superficie [...] caudillos sin ciencia ni virtud» (Arboleda, 1951, p.119). Narrativa que oculta la conciencia política de la población racializada y restringe su participación a un simple acto de fuerza, canalizada por la manipulación de blancos realistas y blancos patriotas. Pese que la historiografía reciente ha demostrado con suficiencia empírica lo contrario (Echeverri, 2018; Lasso, 2013; Múnera, 2021), este relato decimonónico pervive con fuerza en las representaciones colectivas, monumentos, museos y cátedras de historia.

Samper, por su parte, reconocía que en la composición del ejército «la inmensa mayoría de los jefes ó notabilidades militares que la guerra fue produciendo pertenecía á las clases inferiores de la sociedad» (Samper, 1861, p.100) y que más de uno, gracias a su heroísmo, se levantó de su plebeya cuna para hacer parte de la aristocracia militar. Pero también estaba convencido de que el resultado inevitable de la presencia de estas castas, cada vez con más poder ante el asesinato de las cabezas más eminentes de la revolución, de los grandes hombres de ciencia y letras, «fue la ruina de casi toda influencia civil, la omnipotencia de la espada, la subalternización de los hombres de inteligencia, luces y educación algo superior, —en una palabra, la completa militarización de Hispano-Colombia» (Samper, 1861, p.100).

Así, Samper refuerza la dicotomía según la cual los blancos piensan y dirigen, mientras los no blancos ejecutan y obedecen. Una estrategia colonial de vieja data, que, aunque adquirió matices distintos debido a las nuevas articulaciones republicanas, fue muy efectiva para los criollos en el intento de conservar su posición privilegiada de poder: había un sector exclusivo de la población dotado con las facultades intelectuales necesarias para gobernar, los blancos[8]. El ampliamente recordado, Sabio Caldas, explica, refiriéndose al ángulo facial, que

El Europeo tiene 85 grados y el Africano 70 grados. ¡Qué diferencia entre estas dos razas del género humano! Las artes, las ciencias, la humanidad, el imperio de la tierra es patrimonio de la primera; la estolidez, la barbarie y la ignorancia son las dotes de la segunda. (Caldas, 2009, p.146)

En consecuencia, las gentes racializadas podían ser muy útiles en la guerra por su violencia innata, pero cuando se trataba de dirigir y gobernar, eran los blancos, dueños de la razón y el cálculo, quienes debían estar a cargo. El que gentes oscuras hubieran adquirido poder, había sido un «mal transitorio, pero inevitable, y debía producir durante algún tiempo desastrosas consecuencias» (Samper, 1861, p.100). El mismo Samper, en otros asuntos podía tener puntos de vista que para su época eran progresistas: aborrecía la esclavitud, consideraba que la democracia era el mejor sistema de gobierno y avalaba el sufragio universal masculino, llegó incluso a mencionar que la escuela, la tribuna o la prensa servirán a todas las razas como medio de elevación pues «jamás el color o la cuna constituyen la base de una virtud ó un pecado original» (Samper,1861, p.143). Sin embargo, no estaba dispuesto a poner en duda la superioridad de la raza blanca, lo que lo conecta con la mayoría de los letrados contemporáneos, aun con personajes como Arboleda, de quien fue directamente contradictor en múltiples discusiones, especialmente lo que se refiere al legado colonial.

La racialización de la inteligencia

El encuentro de viajeros blancos y bogas negros en las aguas del río Magdalena generaba, para José María Samper, un contraste insuperable: de un lado la civilización y la ciencia, del otro la naturaleza indomable; de un lado el hombre primitivo, tosco y brutal «con toda su insolencia, con su fanatismo estúpido, su cobarde petulancia, su indolencia increible y su cinismo de lenguaje» (Samper 1878, p.132) y del otro «el europeo, activo, inteligente, blanco y elegante, muchas veces rubio, con su mirada penetrante y poética, su lenguaje vibrante y rápido, su elevación de espíritu, sus formas siempre distinguidas» (Samper, 1878, p.132). Claramente, la descripción que elabora Samper caracteriza la inteligencia (y con ella la pertenencia al mundo civilizado) como atributo de los blancos. Lo que me interesa subrayar es cómo el recurso del contraste contiene una fuerza argumentativa poderosa. Así, la representación del blanco inteligente y superior se construyó no solo desde la exaltación de sus pretendidas cualidades, sino también y muy frecuentemente, desde la denigración del otro.

Los relatos de los viajeros decimonónicos son una buena fuente para explorar las representaciones de blancos, indios y negros en relación con sus capacidades o incapacidades intelectuales. En su condición de letrados, estos viajeros hablan sobre las gentes con las que se topaban en sus viajes, poniendo en juego dicotomías como trabajo intelectual/trabajo físico; urbano/rural; tierra templada/tierra caliente; blanco/no blanco a partir de las cuales valoran y jerarquizan poblaciones y territorios (Martínez, 2016; Stepan, 2001; Appelbaum, 2017; Arias, 2007).

En estas narraciones se pone en evidencia la división entre capacidades para el ejercicio intelectual y capacidades para los oficios físicos, las primeras, como explica Julio Arias (2007), se asociaron a los blancos y las segundas a las personas racializadas como no blancas, lo cual operó como una estrategia para asegurar su subordinación. Por ejemplo, Manuel Rodríguez, en una descripción sobre los Indios paeces, pone en cuestión su facultad de razonar: «La gente es de la más bárbara e incapaz que se ha descubierto en la América de que con fundamento se pudo dudar si eran racionales» (1878, p.229), seguido de lo cual juzga su supuesta inclinación al ocio, a la embriaguez y a la violencia. De modo similar, en uno de sus relatos sobre su expedición al Chocó, Santiago Pérez menciona en tono de tragedia «lo que más contrista desde que se ve al primer habitante, desde que se palpa la primera calamidad, desde que se entra en la primera población es la salvaje estupidez de la raza negra, su insolencia bozal, su espantosa desidia, su escandaloso cinismo» (1855, p.45 en Arias, 2007, p.57).

En ambos relatos, que solo son una pequeña muestra de un tópico bastante generalizado, se cuestiona insistentemente el ocio de las poblaciones racializadas. El tiempo libre, la diversión y la desocupación resultaban inaceptables en quienes debían ser los brazos que edificaran la riqueza de la nación. La improductividad y falta de finalidad que convergen en el ocio son interpretadas por la imaginación liberal «como un camino de vuelta a la naturaleza porque de su relación con el entorno no se produce nada para el intercambio» (Martínez, 2013, p.92). En consecuencia, el ocio es enemigo del progreso, lo cual se acrecienta con la ignorancia que, se creía, mantenía a indígenas y negros en el desconocimiento de sus necesidades, haciéndolos llevar una vida de indolencia y sin aspiraciones, completamente inútil para cumplir el gran sueño de las élites criollas: introducir al país en las redes del capitalismo internacional. Bien lo evidencia Agustín Codazzi, director de la Comisión Corográfica, que muy preocupado por la falta de explotación del Pacífico colombiano, una zona rica en minerales, decía que la habitaban «algunas personas aisladas, ignorantes y sin pretensiones mayores, y lo que es peor todavía, sin el noble estímulo de enriquecerse para gozar de la vida, instruir a sus hijos y dejarles un porvenir» (Codazzi, 1959, p. 325 en Restrepo, 2007, p.31).

Tan recurrente era la relación entre poblaciones racializadas y «estupidez», que fray José de Calazans Vela, párroco de Villavicencio, se esfuerza por argumentar en sus memorias del viaje que realizó por el Guaviare y el Orinoco que «entre la raza americana, aún en estado de salvajismo, se encuentran individuos de bastante inteligencia y que dicha raza no es como generalmente se cree» (1890, en Pérez, 2015, p.224). Según el fraile, la inteligencia de los individuos no podía asociarse a la pertenencia racial, por lo que insistía en que, contrario a la opinión de sus contemporáneos, los indios eran seres racionales y de alma elevada. Como explica Amada Pérez (2015), Calazans y otros religiosos, se dieron a la tarea de defender la racionalidad de los indígenas con el objetivo de protegerlos de los excesos de los colonos. Su capacidad de razonar era lo que podía evitar que los exterminaran como a fieras, pues como informaba Juan Nepomuceno Rueda al Gobierno nacional «hasta ahora se ha creído que matar á un indio es lo mismo que matar a un tigre» (1889, en Pérez, 2015, p.218)[9].

No solo encontramos este tipo de representaciones en entornos rurales. Sobre las «criadas» de Bogotá, un autor de quien desconocemos el nombre, elaboró, en la segunda mitad del siglo XIX, un cuadro de costumbres pretendidamente jocoso y burletero. Por el ordenamiento social de la época, donde la raza determinaba la posición social, podemos inferir que estas trabajadoras eran mujeres racializadas, de hecho, el autor confirma tal presunción cuando dice que intenta hacer una pálida descripción «aunque lo pálido no sea lo más común en el tipo que hemos elegido por hoy» (Anónimo, 1878, p.247). Con el fin de caracterizar a las «criadas», el autor construye cuatro tipos que van de la civilización a la barbarie. Esto no quiere decir que el tipo número 1, más cercano a la civilización, pueda ser considerado completamente civilizado; es más, no se salva de las burlas, pues pese al esfuerzo, estas «criadas» nunca podrían llegar a pasar desapercibidamente como «señoras»: cuenta que si se da la oportunidad, ellas hablan de Europa, comentando que el «señorito [...] pasaría de Paris a Jrancia y de Inglaterra a Londres, para embarcarse en Tautanton y que volvería por los Estados Unidos de Nu Yor » (Anónimo, 1878, p.248 cursivas en el original). Entonces, a pesar de que las criadas tipo 1 «tienen cierto aire distinguido y de desenfado adquirido con el roce de la buena sociedad; es aseada y pulcra, y no se distingue de las señoras sino en la falta de ciertas prendas de vestido» (1878, p.248), su lenguaje expresa una posición social, donde su capital cultural las excluye de los lugares privilegiados. Así, las relaciones que se tejen entre los sujetos ponen en juego los modos de expresión, generando una marcación intelectual donde la criada, por más cercana a la «buena sociedad », no podrá acumular suficiente capital cultural para llegar a la posición social de una «señora ».

Como es de esperarse, las «criadas» tipo 4, ejemplifican todos los defectos propios de la barbarie. Estas mujeres, que han salido «de la ínfima del pueblo» visten de frisa oscura y lienzo del Socorro, es decir, textiles nacionales y económicos, su cabeza desgreñada se asemeja a la de Medusa, causando espanto y horror, son en pocas palabras «el non plus ultra de la mugre, desaseo y estupidez» (1878, p.251). A tal punto llega el desprecio del autor, que les niega su completa racionalidad, lo cual, en una sociedad donde lo humano se define en función de esta, es equivalente a animalizarlas. En sus palabras: «este ente, medio racional, media bestia de carga, vá y viene de la fuente pública dos veces al día, y en cambio recibe algunos cuartillos y un bocado de pan» (1878, p.251).

En términos más abstractos, pero igual de concluyentes, Sergio Arboleda elabora un esquema racial de la inteligencia. En su descripción de los Estados Unidos de Colombia explica que toda la población se deriva de las tres razas: amarilla, negra y blanca, las cuales, aunque muy distintas no solo en su apariencia, sino también en sus inclinaciones y facultades intelectuales, conviven fraternalmente gracias a que comparten la religión y el idioma. En seguida menciona que, si bien la amarilla es más numerosa, «la blanca ejerce sobre ésta y la negra, el predominio que le corresponde por su mayor inteligencia y cultura» (Arboleda, 1872, p.92).

Esta racialización de la inteligencia es aún más evidente cuando Arboleda instruye a sus lectores sobre los continentes europeo y africano. Al hablar de Europa indica que, pese a ser el continente más pequeño en extensión, «ocupa el primer lugar por su población relativa, artes, comercio, riqueza y, en una palabra, por su alto grado de civilización» (Arboleda, 1872, p.37). En contraste, menciona que en África la inteligencia humana ha realizado pocos progresos, lo cual se refleja en su escasa población, puesto que «la raza humana se multiplica poco donde la inteligencia no encuentra ejercicio y desarrollo, donde no hay vida moral, donde la industria no ha sentado su planta bienhechora» (Arboleda, 1872, p.63). Esta jerarquización le permite luego legitimar el colonialismo:

Abiertas así por donde quiera las puertas de Africa á la inteligencia europea, es de esperarse que aparezcan en ella, como sucedió en América y está sucediendo en la Oceanía, nuevas naciones civilizadas. Por desgracia este resultado tardará mucho y acaso no se conseguirá sino extinguiendo poco á poco la raza africana. (Arboleda, 1872, p.65)

Apología a la blanquitud

Durante el siglo XIX, las élites intelectuales colombianas configuraron una idea nacional donde se combinan dos conceptos aparentemente antagónicos: homogeneidad y heterogeneidad. Por un lado, la homogeneidad sienta las bases de la nación colombiana como un conjunto cultural limitado, que hace posible la identificación colectiva, así como la regulación y normalización de quienes la conforman. La heterogeneidad, por el otro, es condición indispensable para el establecimiento de jerarquías (Arias, 2007). En este proceso de caracterización y delimitación de la diferencia, el proyecto científico de la Comisión Corográfica tuvo una impronta fundamental; de hecho, la idea de Colombia como un país de regiones tiene origen en el trabajo de la Comisión (Appelbaum, 2017). Ahí, de manera artificial,[10] se constituyó la idea de unos territorios, generalmente de clima caliente, habitados por poblaciones racializadas y otros «habitados casi en total por la raza blanca, inteligente y trabajadora» (Ancízar, 2004, p.252 en Appelbaum, 2017, p.59). El contraste entre unos y otros supuestamente era radical: mientras los primeros fueron representados como un obstáculo para el progreso nacional, los segundos fueron elogiados como una fuerza pujante e inteligente capaz de conducir al país por la senda de la civilización.

De manera similar, Manuel María Madiedo,[11] en uno de sus cuadros de costumbres que llama Viage a oriente, donde describe el tránsito desde Bogotá a Choachí, construye la idea de este último poblado como un pueblo de blancos. El autor caracteriza a Choachí como una tierra con un clima delicioso, alimentos sanos y exquisitos y aguas maravillosas. Entre tantos cumplidos se destaca la referencia a su gente, con la que busca disipar falsas ideas, que probablemente tuvieran sus lectores debido al desconocimiento de la población:

En Bogotá, cree uno que en Choachí no hay sino estúpidos aborígenes, siempre huraños, desconfiados y medio en perica de chicha. Nada de eso. La población de Choachí es blanca en su gran generalidad. Cualquier labriego de allí lo pone a uno fuera de duda por sus facciones europeas y su negra y tupida barba española. (Madiedo, 1878, p.339, cursivas en el original)

La cita claramente plantea una valoración que ubica a los blancos en una posición privilegiada y deseable. Los habitantes de Choachí, según deja entender Madiedo, no son ni estúpidos ni borrachos, lo cual exalta la calidad moral del pueblo y augura progreso y prosperidad. La inteligencia de los blancos va aparejada con otros valores, altamente estimados por unas élites liberales,[12] como la disciplina y la productividad. Muestra de ello, es la narración que elabora Manuel Ancízar[13] sobre el cantón de Turmequé, ubicado en el altiplano cundiboyacense. Este visitante se sorprende gratamente al encontrar un territorio densamente poblado, fértil y repartido en pequeñas propiedades privadas. También se complacía al ver una gran variedad de cultivos y tantos bueyes y vacas que casi no tenían espacio para pastar, «Allí no hai ociosos: los que no están labrando la tierra se atarean en transportar los frutos a los mercados de los pueblos» (Ancízar, 1853, p.351). Incluso los más pequeños, todavía en su infancia, se dedicaban al pastoreo, cuidando con agilidad del ganado.

En esa población habría un potencial desaprovechado, pues crecen «ignorando que hai una vida intelectual a cuyos beneficios no son llamados, porque nadie entre nosotros se acuerda de que ellos también tienen intelijencia que pide doctrina» (Ancízar, 1853, p.352). Estos «moradores, blancos todos i de estaturas aventajadas», tenían además una salud envidiable, lo que para Ancízar sería evidencia clara de un proceso de mejoramiento racial. Explicaba con admiración lo rápido que la raza europea había absorbido a la indígena, que antes componía la mayoría de la población y para mediados del siglo XIX se había menguado considerablemente

Hoi mismo se nota en la jeneracion nueva el progresivo mejoramiento de las castas: los niños son blancos, rubios, de facciones finas e intelijentes i cuerpos mejor conformados que los de sus mayores. Si para cuando ellos crezcan hubiere verdadera administración municipal i se multiplican las escuelas primarias bien rejidas, no es dudable que la población de estas provincias será una base firme de estabilidad i cultura nacionales. (Ancízar, 1853, p.370)

Estas referencias a blancos pobres nos permiten despejar un matiz interesante. Antes hablé de la blanquitud como un capital cultural que permitió a los sectores privilegiados legitimar su posición social, y podría decir que las élites se identificaban a sí mismas como blancas; sin embargo, no todas las personas de piel blanca encajaban en el imaginario de la blanquitud. Tal es el caso de estos campesinos del altiplano cundiboyacense, que todavía estaban a medio camino de la civilización; blancos potenciales, si se lograba encauzarlos correctamente. El punto es que, aunque lo importante era escenificarse como blanco, actuar, comportarse, pensar como blanco, eso no quiere decir que el color no fuera relevante. Tener la piel de color blanco o negro sí que implicaba un trato diferencial, en tanto es un marcador visible y rápidamente leíble, que, si bien no era considerado biológicamente determinante, sí incidía en las equivalencias que se hacían entre grupos poblacionales y valores. Muchas veces esas asociaciones restringían profundamente la lectura que se hiciera del otro. Por ejemplo, las prácticas de gente negra para apropiarse de las selvas del Pacífico, pese a encarnar el ideal moderno de la domesticación de la naturaleza, no fueron asimiladas de esa forma, en tanto no eran legibles dentro de los registros de lo civilizado. En consecuencia, las prescripciones de los integrantes de la Comisión Corográfica para el progreso del Pacífico fueron bien distintas a las que habían sugerido para el centro del país. Mientras en el centro recomendaban fundar escuelas y fortalecer las instituciones democráticas, en el Pacífico recomendaban un régimen de trabajo forzado implantado por un cuerpo de policía (Restrepo, 2007; Appelbaum, 2017).

Otra de las regiones caracterizadas como blancas fue la antioqueña, donde durante el siglo XIX se forjó un imaginario de gente dinámica, trabajadora y pujante que persiste hasta el día de hoy. Según José María Samper en su intento por elaborar un «estudio etnológico» de la Nueva Granada, explica que el antioqueño es un tipo poblacional muy interesante y el más hermoso físicamente que habita la confederación: «El antioqueño es blanco, muy poco sonrosado, delgado, membrudo y fuerte, y su fisonomía es notablemente angulosa ó de rasgos pronunciado» (Samper, 1861, p.44). Además, su porte indicaba distinción y una expresión reservada. El antioqueño, según Samper, se casaba muy joven y era bastante fecundo, «trabajador sufrido, viajero infatigable á pié, laborioso, inteligente para todo» (Samper, 1861, p.44) aunque también aficionado al juego y al canto.

Como menciona María Teresa Arcila (2006), la representación que se construyó en torno a los antioqueños como trabajadores aguerridos e incansables se fundamenta en el elogio a la ruda lucha contra la naturaleza que debió enfrentar para sobrevivir. A diferencia de las fértiles tierras calientes donde la comida abundaba, las montañas antioqueñas eran un entorno descrito como agreste y hostil, un reto para el hombre que debe empeñarse en dominar y someter a la naturaleza ingrata. Esta lucha convierte a los antioqueños en titanes, héroes que representaban la victoria de la civilización sobre la barbarie.

Menos aguerrido y trabajador que el antioqueño, pero igual en inteligencia y superior en «cultura» era el bogotano, que conformaba un tipo notablemente bello y distinguido. Los capitalinos, homogeneizados como blancos y privilegiados, eran descritos por Samper como grandes amantes de la música, las fiestas públicas, la danza, los paseos ecuestres, y más importante que lo anterior,

manifiesta disposiciones muy felices para casi todos los géneros de estudio, de artes y labores. Si las mujeres tienen suma habilidad para bordados y trabajos de mano, los hombres se hacen notar por su aptitud para la poesía y la pintura, las ciencias morales y políticas y los idiomas extranjeros. (Samper, 1861, p.43)

Todas estas representaciones apuntan a construir una narrativa en la cual las posibilidades de que el país progresara estaban encarnadas en los blancos. Ser blanco, entonces, era equivalente a ser un sujeto deseable para la nación. La relación de causalidad establecida entre la blancura y la inteligencia, y a su vez, entre inteligencia y productividad, disciplina y moralidad, les otorgaba a los blancos el merecido derecho al privilegio. Esta no era una posición gratuita, en tanto los descendientes de los europeos eran «mil veces superior en lo moral é intelectual» (Samper 1861, p.44).

Reflexiones finales

Este escrito surge de un interés más amplio que tiene que ver con develar las narrativas a partir de las cuales se justifica la desigualdad social, es decir, desde qué argumentos se legitiman los privilegios. Para ello me remití al siglo XIX, pues es durante esos años que se van a asentar una serie de discursos que permiten la reproducción, en el contexto republicano, de patrones de discriminación coloniales que se mantienen vigentes en presente y que han configurado nuestras formas de relacionamiento.

Frente a las «extravagancias» de la democracia, que pretendían la igualdad entre los miembros de la nación, los blancos letrados buscaron afianzar los criterios de distinción que los separaban del resto de la población. Tarea difícil en una sociedad en la que los preceptos igualitaristas habían calado hondamente; en consecuencia, necesariamente había que recurrir a la idea del mérito: no todos y todas merecían ser privilegiados. Así lo enuncia Joaquín Posada[14], cuando reflexiona sobre las ideas políticas de Bolívar

Una aristocracia de mérito entraba en sus ideas como elemento de orden: que los hombres son iguales al nacer es una verdad [...] pero que no haya diferencia entre la virtud y el vicio, entre el saber y la ignorancia, entre el servidor leal de la patria y el egoísta, entre el inocente y el criminal; en fin, pretender que no haya diferencia entre las diferencias... es un absurdo tan absurdo que no puede prevalecer largo tiempo, y esto es lo que entre nosotros se llama «democracia». (Posada, 1920, p.102)

Como he pretendido evidenciar, las capacidades intelectuales fueron uno de los indicadores más destacados del pretendido mérito. Nadie quisiera que la conducción del país estuviera en manos de un ignorante estúpido, y, en consecuencia, la inteligencia como capacidad para ejercer el gobierno fue un argumento eficaz, refutarlo era difícil. De ahí que conjugar blancura e inteligencia fue una estrategia que blindó el privilegio racial de los blancos, puesto que:

El hombre de ingenio e instrucción será siempre superior a los torpes e ignorantes, y estos, consultándole y llamándole al desempeño de las funciones públicas, confesarán por una parte su propia inferioridad, y reconocerán, por otra, mal que les pese, que a la virtud y la inteligencia toca el gobierno de los pueblos. No hay medio, el inteligente dominará a los espíritus que le son inferiores, y a los dictados de la inteligencia nadie resistirá. (Arboleda, 1951, p.167)

La participación de hombres y mujeres racializadas en la construcción de la república fue borrada, la sedimentación de los relatos donde los blancos son el motor del desarrollo o del proyecto civilizatorio (dependiendo de la época), ha sido tan contundente, que, pese a la evidencia empírica, las contribuciones de los no-blancos han quedado marginadas de los relatos nacionales. Como bien lo explica Trouillot, «La forma de ver el mundo vence sobre los hechos: la hegemonía blanca es natural y dada por descontada; cualquier alternativa todavía está en el ámbito de lo impensable» (2017, p.78). Entonces, desnaturalizar la hegemonía blanca es una tarea que requiere todos nuestros esfuerzos, y en ese sentido, desarticular la equivalencia entre blanco e inteligente ayudaría a derribar un pilar desde el cual se ha legitimado el privilegio racial.

Referencias

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1De acuerdo con Rojas, «el papel gobernante que ejercieron los letrados durante el siglo XIX no puede comprenderse independientemente del “excedente de visión” del que, en su propio juicio, gozaban los letrados y que les otorgaba su posición privilegiada» (2001, p.122). Este excedente de visión se refiere al lugar privilegiado desde el cual es posible ver lo que los demás no pueden ver, y, por tanto, ejercer el gobierno.

2(1822-1888) Fue un hacendado, esclavista, militar, periodista y político caucano. Es un reconocido defensor de la religión católica y el legado hispánico, así como uno de los fundadores ideológicos del Partido Conservador.

3(1781-1863) Estudió filosofía, botánica y derecho en la Universidad San Bartolomé, fue colaborador de José Celestino Mutis y Francisco José de Caldas. Durante los gobiernos de Bolívar y Santander fue secretario del Interior y posteriormente administrador de la Casa de la Moneda. Se destaca por su labor archivística y producción historiográfica.

4(1883-1913) historiadora, escritora, traductora y periodista bogotana. Fundó cinco revistas dedicadas al público femenino y se la reconoce actualmente por haber sido pionera en la problematización de los roles de género.

5Resulta interesante contrastar esta idea con la investigación de Alfonso Múnera (2021), donde pone en evidencia las intrincadas redes de información que se establecieron en el Caribe y permitieron a la población neogranadina (letrada y no letrada) enterarse relativamente rápido de las noticias que tenían lugar en Europa, Norteamérica y las islas del Caribe.

6Un personaje tan erudito como Samper seguramente tenía conocimiento detallado de la Revolución haitiana, liderada por negros esclavos. Pese a que esos negros esclavos de Saint Domingue forjaron el segundo Estado libre del continente y materializaron y radicalizaron los ideales de la Revolución francesa que Samper tanto admiraba, su estrecho marco de interpretación del mundo le hacía imposible aceptar que los negros no solo habían demostrado comprender la revolución, sino que la comprendieron tan bien que lograron poner en evidencia sus contradicciones y límites (James, 2003; Grüner, 2010).

7El dominio colonial exige una lógica de exclusión, que requiere la construcción de una alteridad inferiorizada. En efecto, lo que liga las epistemes de Caldas y Samper, es la necesidad de negar al otro la posibilidad de constituir las bases que definen el mundo civilizado.

8Los procesos de colonización del oriente del país durante el siglo XIX fueron tan violentos, que ante los intentos del gobierno de penalizar los ataques a las poblaciones indígenas, los colonos opusieron resistencia, llegando a amenazar a las autoridades con abandonar sus proyectos productivos en la región (Pérez, 2015).

9Por ejemplo, Nancy Appelbaum (2017) señala cómo los escritos y pinturas de los mismos integrantes de la Comisión revelan la diversidad poblacional que componía pueblos y regiones que luego fueron rotulados como homogéneamente blancos.

10(1815-1888) Político, escritor, periodista y editor cartagenero, conservador y defensor acérrimo del catolicismo, la familia y la civilización, temas a los cuales dedicó gran parte de su obra.

11Me refiero al liberalismo económico, defendido tanto por los miembros del partido liberal como del conservador.

12(1812-1882) Abogado, escritor, periodista y reconocido defensor de las ideas liberales. Fue uno de los integrantes más importantes de la Comisión Corográfica, en tanto era el encargado de realizar las descripciones de las provincias visitadas. Ocupó muchos cargos públicos, entre ellos, la primera rectoría de la Universidad Nacional de Colombia.

13(1797-1881) Participó como militar y político en la revolución neogranadina. Su obra constituye uno de los primeros intentos de sistematizar los hechos ocurridos durante la revolución y los primeros años de vida republicana.

Recibido: 10 de Mayo de 2022; Aprobado: 30 de Mayo de 2022

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