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Hallazgos

versão impressa ISSN 1794-3841

Hallazgos vol.12 no.23 Bogotà jan./jun. 2015

https://doi.org/10.15332/s1794-3841.2015.0023.014 


La categoría analítica del género:
notas para un debate
*

The analytic category of gender:
Notes for a discussion

A categoria analítica do gênero:
Notas para uma discussão

Sandra Araya Umaña**

* Artículo de revisión. Este artículo es producto de la Investigación doctoral de la autora y de las reflexiones teóricas surgidas en los debates, seminarios y encuentros feministas de los últimos diez años.

** Profesora catedrática de la Universidad de Costa Rica. Docente e investigadora de la Escuela de Trabajo Social. Licenciada en Trabajo Social y doctora en Educación, (Costa Rica).
Correo electrónico: sarayau.san@gmail.com

Recibido: 30 de octubre de 2014 / Evaluado: 4 de noviembre de 2014 / Aceptado: 25 de noviembre de 2014

10.15332/s1794-3841.2015.0023.014

Cómo citar este artículo: Araya Umaña, S. (2014). La categoría analítica de género: notas para un debate. Hallazgos, 12(23), 287-305. (doi:10.15332/s1794-3841.2015.0023.014).



RESUMEN

Desde el feminismo de la década de los setenta, y en particular del anglosajón, surgió la categoría analítica del género, lo que develó el carácter construido de las desigualdades entre mujeres y hombres. Desde sus planteamientos iniciales, esta categoría ha referido a la necesidad de repensar y actuar sobre las perspectivas de análisis, permeadas por una visión parcial y masculina que históricamente, a partir de la diferencia anatómica entre los sexos, han ocultado o disfrazado estas desigualdades.

La frase de Simone de Beauvoir "La mujer no nace, se hace" es un antecedente de la construcción social y cultural que la categoría de género retoma dentro de sus principales postulados. Volverse mujer es mucho más complicado que transformarse en hombre, pues históricamente lo humano y lo masculino han sido conceptos intercambiables de la misma manera como lo han sido los conceptos de mujer e inferioridad.

Este artículo pretende mostrar la riqueza del género como categoría analítica y su contribución a la comprensión de otras categorías como poder, cultura e ideología. En el análisis de la categoría de poder, se retoman algunos debates surgidos de los estudios decoloniales con el fin de evidenciar que la construcción de un proyecto feminista —ético político— requiere grandes dosis de acuerdo y unidad, pero en particular de una conciencia crítica.

Palabras clave: género, cultura, poder, debates contemporáneos.



ABSTRACT

Since feminism of the 70s, especially the Anglo-Saxon, the analytical category of gender emerged, which allowed revealing the constructed nature of inequalities between women and men. From the initial approach, this category referred to the need to rethink and act on analytical perspectives, and permeated by a partial male view that historically had concealed or disguised these inequalities, from the anatomical difference between the sexes.

“Woman is not born, she is made”; phrase of Simone de Beauvoir is an antecedent of the social and cultural construction that gender category incorporates within its main tenets. Become women is much more complicated that transformed into a man, because, historically, the human and the male have been interchangeable concepts in the same way that they have been the concepts of women and inferiority.

This article aims to show the richness of gender as an analytical category and its contribution to the understanding of other categories such as power, culture and ideology. In the analysis of the category power, some discussion arising decolonial studies to show that the construction of a feminist project — ético boat politicall—, require large doses of agreement and unity are taken up, but in particular a critical consciousness

Keywords: Gender, culture, empowerment, contemporary discussion.



RESUMO

Desde o feminismo dos anos setenta, sobretudo do anglo-saxão, a categoria analítica de gênero surgiu, o que revelou a natureza construída das desigualdades entre mulheres e homens. A partir de suas propostas iniciais, esta categoria se referiu à necessidade de repensar e agir sobre as perspectivas de análise, permeadas por uma visão parcial e masculina que historicamente, a partir da diferença anatômica entre os sexos, tem escondido ou disfarçado essas desigualdades.

A frase de Simone de Beauvoir "A mulher não nasce, torna-se" é um antecedente da construção social e cultural que a categoria de gênero retoma dentro de suas principais doutrinas. Tornar-se mulher é muito mais complicado do que se tornar homem, pois historicamente o humano e o masculino têm sido conceitos intercambiáveis da mesma forma como têm sido os conceitos de mulher e de inferioridade.

Este artigo tem como objetivo mostrar a riqueza do gênero como categoria analítica e sua contribuição para a compreensão de outras categorias, como poder, cultura e ideologia. Na análise da categoria de poder, volvem-se a tomar alguns dos debates surgidos dos estudos decoloniais para com o objetivo de evidenciar que a construção de um projeto feminista -ético político- exige grandes doses de acordo e unidade, mas particularmente duma consciência crítica.

Palavras-chave: Gênero, cultura, poder, debates contemporâneos.



PRESENTACIÓN

Como categoría analítica, el género ha enfrentado diversas confusiones teóricas y políticas que han obnubilado sus verdaderos alcances y aportes. En primer lugar, está la dificultad de muchos sectores sociales —incluyendo a las mismas mujeres— de mirar con un lente diferente las relaciones sociales y, en general, la vida social. Ello es producto de un orden simbólico que, por medio de diversos mecanismos ideológicos, naturaliza las relaciones asimétricas y desiguales confiriéndoles un carácter inmutable y trascendental de los mismos agentes que las producen.

En segundo lugar, los términos género y feminismo han sido intercambiados y tratados como sinónimo, producto probablemente de que la categoría cobró fuerza en la segunda ola del movimiento feminista. Las confusiones se observan en el propio movimiento de las mujeres, pues el género se emplea, en algunos casos, como sinónimo de feminismo y en otros como el término que acuña las experiencias e intereses solamente de las mujeres (Lagarde, 1992a).

No existe un único feminismo. Feminismos hay diversos y con diferentes postulados teóricos y políticos. La fuerza simbólica y vivencial que estos dos componentes tienen en la vida de muchas mujeres, así como el uso descontextualizado que de ellos se ha hecho, ha promovido la satanización del género y de los movimientos feministas; consecuentemente, se han diluido sus verdaderos alcances.1 Es evidente, no obstante, que  los movimientos feministas y de mujeres han sido de los más prolíferos del siglo XX no solo por su permanencia y continuidad, sino también por las vindicaciones y conquistas alcanzadas.

Peor aún ha sido la sustitución de la palabra sexo por género, en particular en las tablas estadísticas, lo que también refleja un debilitamiento conceptual de los términos (De Barbieri, 1996). Si bien es cierto ambos conceptos están cargados cultural e históricamente, el sexo y el género responden a prácticas sociales diferentes. Tradicionalmente, el sexo ha sido asociado al conjunto de características biológicas que definen a los organismos como machos o hembras permitiendo diferenciarlos como portadores de uno u otro tipo de células reproductoras o gametos (óvulos o espermatozoides), o de ambos (organismos hermafroditas). En este sentido, el género apunta a la construcción de las desigualdades a partir de las diferencias anatómicas y, con su desarrollo conceptual, ha evidenciado, que el dualismo entre los sexos es cada vez menos admisible.

En un interesante artículo, Vargas (2013) demuestra que la diversidad sexual está contenida en el mismo material biológico y que la existencia de los intersexos es una característica no solo de los animales, sino también de los seres humanos. Esta autora evidencia que el desarrollo psicosexual humano es un proceso complejo, influido por múltiples factores: genéticos, gonadales, hormonales, neurobiológicos, culturales, sociales y familiares y que, por ende, es posible clasificar a los seres humanos desde la diversidad (más allá de la existencia de machos o hembras) y es factible criticar la definición tradicional de sexo, como veremos en páginas posteriores.

Por último, las más diversas polémicas alrededor de las formas o mecanismos para lograr la igualdad entre las mujeres y los hombres es otro de los aspectos que concita a distintos sectores2 debido, en gran medida, a las discusiones sobre los alcances teórico-prácticos de las categorías mujer, mujeres, sexo, género y poder (De Barbieri, 1992, Hawkesworth, 1999, Lamas, 1996).

En la década de los setenta, el vocablo mujer se utilizó con un contenido unívoco, como si existiese un bloque homogéneo cuyas características y vivencias en común permitirían la consolidación de un movimiento social de mujeres con objetivos y luchas comunes. Muy pronto, en la década de los ochenta, las diferentes realidades de las mujeres, entre las que destacaron las de clase social, religión, etnia y orientación sexual se impusieron y revelaron la ahistoricidad del vocablo. Por tanto, fue sustituido por el de mujeres con el fin de expresar la historicidad, diversidad y pluralidad de situaciones que experimentan las mujeres y, de esta forma, dimensionar que no son bloques homogéneos sino subconjuntos colectivamente diferenciados. No obstante, las fragmentaciones dentro de los feminismos y la oposición al mismo por parte de mujeres que paradójicamente el feminismo decía representar, evidenciaron que la categoría de mujeres también era incompleta y no era suficiente rellenarla con los componentes de clase, etnia y sexualidad para alcanzar su completud (De Barbieri, 1992).

El debate continúa, en particular en lo que respecta al significado de los términos acuerdo y unidad. Si lo que siempre se ha criticado a través de la historia es que las mujeres han sido representadas por los hombres, ¿cuáles mujeres representarán ahora a las mujeres? Bultler (1990) responde indicando que es necesario replantear las construcciones ontológicas de la identidad y formular una política representacional.3 Dicha política debe superar la visión frágil de la "unidad" y reconocer las diferencias de poder y desventajas en el bloque de mujeres y contextualizarlas, dando cabida a "coaliciones abiertas" que reconozcan las múltiples convergencias y divergencias, sin que se tenga que obedecer a fines normativos de corte definicional.


ESO LLAMADO GÉNERO

Según Imre Lakatos (Hawkesworth, 1999), una categoría analítica es un mecanismo heurístico que desempeña funciones positivas y negativas. Se afirma que el género es una categoría analítica, pues como heurística positiva proporciona un marco conceptual que permite formular nuevos aspectos sobre el conocimiento y su carácter androcéntrico al ofrecer conceptos, definiciones e hipótesis que guían un proceso de investigación. Desde la noción de heurística negativa, es decir, desde el conjunto compartido de supuestos que son centrales y que, por tanto, no se pueden desechar, la heurística negativa del género es la impugnación; el rechazo de la naturalización de las desigualdades basadas en las diferencias anatómicas.

La riqueza y dinamicidad del género como categoría analítica, por consiguiente, reside en que ha permitido el desenmascaramiento del rol ideologizante de creencias compartidas contribuyentes de la desigualdad y desvalorización de las mujeres y de lo relacionado con lo femenino. Su uso refiere al complejo mundo de lo social, pues es en esta esfera, a partir de los cuerpos sexuados, donde la diferenciación tiene su fundamentación y justificación. De ahí que no solo focaliza las relaciones sociales entre mujeres y hombres, sino también entre las mismas mujeres y entre los hombres.

El género remite a la creación social y cultural de las ideas. Ofrece una visión de lo que sucede en el interior de los sistemas sociales y culturales, y da cuenta del entramado simbólico en el que las sociedades representan los cuerpos sexuados y hacen uso de este para enunciar las normas de las relaciones sociales y para construir los significados de las experiencias. Los símbolos, metáforas y concepciones juegan, por tanto, importantes roles en la definición de la personalidad y de la historia humana.

Desde el género, lo biológico se desmitifica como el referente central de las diferencias de género, pues es en la constitución del orden simbólico de una sociedad donde se fabrican las ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres. Entendido como construcción cultural de la diferencia y de las desigualdades sociales, el género se dimensiona como un proceso histórico que distintos grupos configuran al relacionarse para acceder a todo aquello que consideran recursos necesarios: prestigio, poder, privilegios sexuales, compensaciones económicas, entre otros.

Debido a su naturaleza constructivista, la noción de construcción social de la realidad4 es una dimensión central para la comprensión de la categoría del género. Para Peter Berger y Thomas Luckmann (1970), construcción social hace referencia a la tendencia fenomenológica de las personas a considerar los procesos subjetivos como realidades objetivas, pues ellas aprehenden la vida cotidiana como una realidad ordenada e independiente de su propia aprehensión. En este sentido, se les aparece objetivada y como algo que se les impone.

La construcción social de la realidad da cuenta del entramado simbólico donde lo social se articula individualmente en las personas y posibilita así visualizar la relación entre la estructura social y el pensamiento práctico de las personas. De igual manera, explica las dificultades y resistencias que se presentan en todos los procesos de cambio voluntario debido a los procesos naturalización social.

Las acciones humanas tienen diferentes significados sociales para las personas que las ejecutan y, si bien el género presenta rasgos particulares según el contexto histórico, social y político, en todos ellos existe una constante y marcada diferenciación entre lo que es considerado "la norma", "lo central" y que, por lo general, suele ser lo simbolizado como lo masculino y lo que se opone a esa "norma" que también, por lo general, suele ser lo simbolizado como lo femenino (Rubin, 1996; Harding, 1996).

Lo anterior se traduce en que los sistemas de género, sin importar su contexto o momento histórico, son sistemas que oponen lo masculino a lo femenino en un orden jerárquico cuyo componente central es el poder y el control, así como la exclusión y marginación de lo que es considerado opuesto. Prácticamente en todas las culturas, las diferencias de género constituyen una forma clave para que los seres humanos se identifiquen como personas, para organizar las relaciones sociales y para simbolizar los acontecimientos y procesos naturales y sociales significativos (Harding, 1996).

En este sentido, Scott (1996) apunta que el género "es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y por otra parte es una forma primaria de las relaciones significantes de poder" (p. 289). La primera parte de su definición comprende cuatro elementos:

  1. Símbolos culturalmente disponibles que evocan representaciones múltiples.

  2. Conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos en un intento de limitar y contener sus posibilidades metafóricas (doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas que afirman unívocamente el significado de masculino y femenino).

  3. Las instituciones y organizaciones sociales de las relaciones de género: el sistema de parentesco, la familia, el mercado segregado por sexos, las instituciones educativas, la política.

  4. La identidad subjetiva: la subjetividad está moldeada por la identidad de género (la cual se establece, aproximadamente, entre los dos y los tres años, cuando niñas y niños saben referirse a sí mismos como femenino y masculino) y por las biografías personales (identidad individual). Si bien las biografías personales se experimentan con el filtro de la cultura, establecen un sello particular a las personas de acuerdo con la historia de sus vidas, con sus conflictos emocionales, con su ubicación social, con su orientación sexual y con la etapa del ciclo de vida donde se encuentran. Por ello, en las subjetividades se incluyen los sentimientos, las emociones, los deseos, las representaciones y la autorrepresentación de las personas.

Scott señala que el concepto de género se establece como un conjunto objetivo de referencias que estructuran la percepción y la organización concreta y simbólica de la vida real (se basa en Bourdieu para este análisis). Como referencia, el género establece un control diferencial sobre los recursos materiales y simbólicos, por lo que el género se implica en la concepción y construcción del poder.

En concordancia con esta autora, Scott señala que el poder es un factor esencial en el desarrollo histórico de las relaciones sociales y es clave para la comprensión del género, debido a que este se articula en el poder y, a su vez, consolida el poder característico de las relaciones sociales imperantes.


EL PODER, EL GÉNERO Y LOS DEBATES DECOLONIALES

En la década de los ochenta surgió el término empoderamiento5 como una forma de ganar terreno en la estructura social y, en particular, en el campo político por parte de las mujeres. No obstante, los términos poder y empoderamiento también debieron recorrer caminos de discusión que permitieron, finalmente, algunas precisiones.

La concepción tradicional de poder es la de "poder sobre", el cual es un poder de suma cero en el que el aumento de poder de una persona produce la pérdida de poder de otra. Implica un conjunto de procesos donde una parte (sea esta una persona, grupo, institución o Estado) conserva la capacidad de mantener su voluntad repetidamente sobre la otra, por medio de retribuciones, amenazas o castigos, entre otros.

La segunda ola del feminismo negó, durante un largo período, la discusión sobre el poder y en ello estaba implícita la creencia de que solo existía el "poder sobre" lo que conllevó su "demonización" (Valcárcel, 1991). Así visualizado, el poder se percibía malvado, dañino y perteneciente a los hombres y las mujeres como "víctimas indefensas de este poder". Esta presunción tuvo efectos en dos vías: por un lado, obstaculizó el reconocimiento de las relaciones de poder dentro del mismo movimiento feminista y, por el otro, ubicó a las mujeres como víctimas y carentes de poder (León, 1997).

Fue en 1987, en el IV Encuentro Feminista, cuando se discutió abiertamente el tema de poder y muchos de los mitos arrastrados desde la década de los setenta (uno de ellos que a las feministas no nos interesa el poder). La apertura y la discusión generada permitieron aceptar el "poder sobre" y abrir la posibilidad de resistirlo o manipularlo a favor de los intereses de las mujeres y, por consiguiente, disminuir el sentido victimizante y más bien rescatar la capacidad de agencia6 de las mujeres. Desde esta dimensión, se cuestionó el carácter victimizante conferido a las mujeres y las resistencias de las mujeres se redimieron como formas positivas y legítimas de ejercer poder. La interpelación a los recursos hegemónicos provenientes del "poder sobre" permitió pensar en la existencia de otras formas de poder (Riger, 1997; León, 1997), entre las cuales resaltan las siguientes:

  • Poder para: abre la posibilidad de actuar más libremente dentro de algunos campos compartiendo el poder, pues sirve para incluir cambios por medio de una persona o líder que estimula la actividad en las otras e incrementa su ánimo. Permite compartir el poder y favorece el apoyo mutuo. Es importante para que se expresen los potenciales y se logre construir individualmente la propia agenda.

  • Poder con: se aprecia, especialmente, cuando un grupo presenta una solución compartida a sus problemas. Descansa en el principio de que el todo puede ser superior a la sumatoria de las partes.

  • Poder desde adentro o poder desde el interior: se refiere a la habilidad para resistir el poder de otros por medio del rechazo efectivo de sus demandas indeseadas. Ofrece la base desde la cual construir a partir de las mismas personas.

Es importante advertir que no hay un "poder bueno" y un "poder malo". El primero, erróneamente, ha sido asociado al "poder sobre" y, a su vez, a lo masculino; el segundo, al "poder para" y, consecuentemente, a lo femenino (Facio, 1997). Además del esencialismo7 contenido en esta óptica de análisis, se pierde de vista que ambos poderes no son polos opuestos y que el poder no solo es imputable a atributos personales, pues ello le confiere un carácter estático, como algo "dado" o "no dado" y, por tanto, lo reduce a una capacidad adquirida.

No es una cuestión de tener o no tener poder, sino más bien de acceso y de uso, y el control sobre los recursos materiales e ideológicos de la sociedad. Tampoco se trata de que las mujeres ocupen puestos de poder como si su sola presencia fuese suficiente para la promoción de relaciones equitativas e igualitarias; lo cierto es que se requieren vindicaciones políticas que aseguren la superación de las asimetrías entre los sexos y para ello es imprescindible la presencia de mujeres (y hombres) con una clara perspectiva feminista; esto es, con una teleología que conlleve la superación de las asimetrías entre las personas, sean estás por género, clase, etnia, u otras.

Educadas en la desconfianza de género, cantidad de mujeres actúan desidentificadas entre sí, y si no muestran un compromiso real con la causa de las mujeres, hablan a nombre de ellas sin representarlas. Si además las ignoran y omiten en su quehacer público —civil, legislativo, de gobierno—, se produce un nuevo malestar entre ellas (Lagarde, 2014. p. 234).

Considero que la desconfianza aprendida de las mujeres es solo uno de los factores que inciden en lo que Lagarde denomina desidentificación de las mujeres; según mi criterio, el poder derivado del lugar que las personas ocupan en la estructura social y el acceso diferenciado a los recursos intervienen como elemento central de las relaciones sociales. Consecuentemente, teorizar las formas o mecanismos de la relación entre el poder y el género es un reto de los movimientos feministas. Según Davis (1991), existen dos posibilidades para esta teorización.

La primera toma el género como el concepto central e intenta desarrollar una teoría feminista sobre el poder y el género. Esta posición asume que la experiencia social, incluyendo las relaciones de poder entre los sexos, se puede entender mejor en términos de género. También asume que el poder tiene un género y que existen formas específicas de poder operando en las relaciones de género. Finalmente, asume que se requiere una perspectiva feminista específica.

En la segunda posibilidad, se toma el poder como el concepto central y se hace un intento por elaborar teorías tradicionales o críticas sobre el poder dentro de las ciencias sociales para incluir relaciones entre los sexos. Lo anterior asume que la experiencia social, incluyendo las relaciones de género, se puede entender mejor en términos de poder; así mismo, que el poder se genera y reproduce en las mismas relaciones sociales y por ende se presenta entre las mismas mujeres.

En lo particular, comulgo con esta última idea, pues a partir del poder como elemento central, y a partir de teorías críticas (Marx, Gramsci, Freire, Giddens, Foucault), es posible evidenciar las múltiples y variadas formas en las que el poder se expresa. Si bien, muchas de estas teorías no hacen referencia a expresiones específicas del poder desde una óptica feminista, lo cierto es que su riqueza conceptual aporta elementos que permiten una mejor y mayor comprensión de las dinámicas sociales.

La noción de clase social aportada por Marx y su explicación de la explotación y desigualdad social es, a mi modo de ver, un elemento central del análisis, en tanto las relaciones de poder y las formas de conciencia son históricas y culturalmente condicionadas por la lucha de clases.

No se trata de desconocer la multiplicidad de formas como las mujeres son diferenciadas (etnia, nacionalidad, condición migratoria, ciclo etario, entre otras), sino de retomar la base material en la que dicha multiplicidad se expresa, para así evidenciar que, según sea la clase social, más crudas y excluyentes son estas otras intersecciones.

En contraste con lo anterior, los estudios decoloniales abren otras vetas de análisis y colocan la categoría de racismo como la explicativa de la jerarquía global de superioridad e inferioridad sobre la línea de lo humano que ha sido políticamente producida y reproducida durante siglos por el sistema imperialista / occidentalocéntrico / capitalista / patriarcal / moderno / colonial (Grosfoguel, 2011).

El racismo puede marcarse por color, etnicidad, lengua, cultura o religión. Aunque el racismo de color ha sido predominante en muchas partes del mundo, no es la forma única y exclusiva de racismo [...] Si colapsamos la forma particular que el racismo adopta en una región o país del mundo como si fuera la definición universal de racismo perdemos de vista la diversidad de racismos que no son necesariamente marcados de la misma forma en otras regiones del mundo [.] Mientras en muchas regiones del mundo la jerarquía etno/racial de superioridad/inferioridad está marcada por el color de la piel, en otras regiones está construida por prácticas étnicas y lingüísticas o rasgos religiosos o culturales. La racialización ocurre a través de marcar cuerpos. Algunos cuerpos son racializados como superiores y otros cuerpos son racializados como inferiores (Grosfoguel, 2012, p. 98).

Como se señaló anteriormente, el vocablo "mujeres" se hizo insuficiente para dar cuenta de la multiplicidad de formas como se expresan el poder y el dominio entre las mujeres. Así, desde comienzos de los años ochenta, surgió en el interior del feminismo la necesidad de atender las complejas intersecciones constitutivas de las relaciones de subordinación a las que se enfrentan las mujeres respondiendo no solo a las relaciones de género o de clase, sino también a la discapacidad, el racismo, la lesbofobia, los efectos de la colonización, la descolonización, el ciclo de vida, las migraciones transnacionales, entre otras.

Ello ha propiciado diversas posturas, y se hará referencia acá a algunas de ellas. Por una parte, las mujeres negras indican que la agenda feminista toma como sujeto de referencia a la mujer blanca, occidental, heterosexual, de clase media, urbana, educada y ciudadana (hooks, 2004), desconociendo por ende que bajo el lema "todas las mujeres somos oprimidas" se ocultan las formas como el racismo y la posición de clase hacen específica la opresión de género para las mujeres negras.

De igual manera, la condición de clase social ha impuesto que muchas mujeres engrosen las filas de la economía informal (con la subsecuente ausencia de medidas de seguridad social), lo cual, sumado al impulso de las políticas neoliberales en países de África, Asia y América Latina, ha propiciado no solo un mayor empobrecimiento de las mujeres, sino también la contratación de mujeres inmigrantes para el servicio doméstico y de cuidado.

Según Sassen (2003), la creciente demanda de este tipo de servicios (que denomina clases de servidumbre), en los nuevos "hogares profesionales sin esposa" es una expresión referente a que las estructuras patriarcales del hogar y del trabajo siguen intactas. Según esta autora, el trabajo doméstico, además de que es mal remunerado, no es repartido entre las personas que conforman los hogares y la contratación de estas mujeres migrantes crea la idea de una "igualdad" que, en el fondo, opera solo para las mujeres de ciertos estamentos sociales. Al igual que Vega y Gil (2003), quienes opinan que en España esto no solo se presenta en hogares conformados por "cónyuges", en Costa Rica se observa una tendencia creciente y sostenida de contratar para los servicios domésticos a mujeres migrantes (en particularidad, de nacionalidad nicaragüense) por parte de diversos sectores: hombres y mujeres, con o sin hijas e hijos, parejas jóvenes y con distintas sexualidades, profesionales con trabajos inestables y precarios y personas adultas mayores que viven solas. O sea, estas mujeres se insertan en este tipo de relación laboral tanto por su condición de género, como por su condición migratoria y de clase.

Indiscutiblemente, lo anterior es reflejo de la naturaleza compleja de las relaciones sociales en un sistema que, aparte de patriarcal, es esencialmente capitalista y racista. En virtud de ello, es posible afirmar que clase social, género y, etnia constituyen los principales pilares en los que descansa la asimetría y la desigualdad de poder. Articulados con otros ejes como la discapacidad, la orientación sexual, la religión, la zona geográfica, la migración, el ciclo etario, entre otras, provocan las formas más insidiosas y excluyentes, y de ahí que desde estos ejes se comparte la desigualdad con respecto a:

  • El acceso los recursos producidos socialmente, posición social, influencia cultural y política.

  • Las oportunidades para hacer uso de los recursos existentes.

  • En la división de deberes y derechos.

  • En los estándares explícitos e implícitos de juicio, que guían con frecuencia a ser tratados distintamente (en leyes, mercado laboral, prácticas educacionales, etcétera).

  • En representaciones culturales: devaluación del grupo con menos poder, estereotipos, referencias de la "naturaleza" o "esencia" (biológico) del menos poderoso.

  • En cuanto a consecuencias psicológicas: una "psicología de inferioridad (inseguridad y algunos casos de identificación con el grupo dominante) versus una "psicología de superioridad" (arrogancia, inhabilidad para abandonar la perspectiva dominante).

  • En cuanto a la tendencia social y cultural para minimizar o negar la desigualdad de poder: conflicto (potencial) a menudo representado como consenso; desigualdad de poder visto como "normal" (Komter, 1991, p. 52).

Un análisis de género, por ende, exige el análisis del poder desde el plano de las grandes determinaciones económicas, sociales y políticas, sin perder de vista la particularidad de dichas determinaciones según las múltiples y variadas intersecciones de la realidad social, la cual es vasta, múltiple y variada. Es entonces el reconocimiento de esta condición lo que posibilitaría el establecimiento de alianzas y acuerdos que, sin suprimir o negar a las demandas específicas de distintos grupos o sectores, generen igualdad y relaciones democráticas.

Es imprescindible no perder de vista el análisis de las estructuras sociales, pero a la vez es necesario reconocer las formas microscópicas como el poder se ejercita y afecta las singularidades de las personas.


GÉNERO Y CULTURA

El concepto de cultura, indudablemente, posee un gran valor heurístico para el análisis del género. Dicho concepto no es unívoco; existen decenas de definiciones que poseen, sin embargo, un punto en común: la cultura es creación del ser humano frente a la naturaleza y su explicación deriva de una serie de relaciones y condicionamientos sociales, religiosos, políticos, científicos; en una palabra, culturales.

La multiplicidad de definiciones encuentra su explicación en la existencia de cinco corrientes denominadas: evolución unilineal, antropología cultural temprana, antropología funcionalista, la ecología cultural y la antropología simbólica (Bohannan y Glazer, 1993).

Son las posiciones de la antropología simbólica las que ofrecen un mejor marco explicativo de la construcción cultural del género. Desde ellas podemos visualizar que así como el ser humano crea su cultura, crea valores respecto a esta, y le asigna así escalas dentro del mismo grupo o con respecto a otros grupos humanos. Los conceptos se van construyendo en sociedad basados en normas sociales, en "el deber ser" de los grupos, en la fijación de los límites. Esto es lo que hace que se creen códigos excluyentes de acuerdo con el sexo, el color de la piel, la religión, la orientación sexual, entre otras, y que se establezca lo que es válido o "normal" para cada una de ellas.

Las diferentes cosmovisiones se van construyendo en las personas según el marco cultural donde están insertas. De ahí que dichas cosmovisiones sean un manantial de significados históricamente heredados por cada una de las personas pertenecientes a una cultura, con el fin de poder definir y dar sentido a las situaciones que deben atravesar a lo largo de su vida. Construyen paulatinamente un determinado tipo de saber colectivo o sentido común que es el que utilizan los miembros que comparten una misma cultura para resolver las situaciones a las que se ven abocados. Cultura es, entonces, un sistema de signos y significados existentes en los grupos sociales, permite la comunicación entre las sociedades y es la plataforma desde la cual los diferentes grupos organizan y dan sentido a sus prácticas: religiosas, políticas, educativas, literarias.

Desde lo cultural surgen, por lo tanto, diversas formas de producción de sentido y distintas expresiones de los modos de sentir, actuar, pensar y comunicarse en la experiencia de la vida cotidiana. Dentro de esta diversidad, las pautas y normas asignadas a hombres y mujeres constituyen la expresión más evidente no solo de las diferencias, sino también de las desigualdades entre la condición y posición social de unos y de otras.

Efectivamente, numerosas investigaciones (Subirats, 1992) han demostrado que desde los primeros días de vida, en la familia se señalan diferencias que van conformando el "ser mujer" o el "ser hombre" aceptados en la sociedad. Este "deber ser" es reforzado por otras instituciones sociales como la educación, la religión y los medios de comunicación, entre otras, que transmiten características de superioridad a los hombres y de inferioridad a las mujeres.

Esta condición de inferioridad de las mujeres, definida por Gabriela Castellanos (citada por Zuñiga, 1996, p. 41) como "el juicio más o menos generalizado de que por lo general la conducta de las mujeres (sus roles, actividades y control sobre los recursos), sus intereses y sus estatus ideológico son menos valiosos, son menos importantes o menos significativos que los de los hombres", es racionalizada por la cultura occidental desde el supuesto de que estas son características inherentes a la naturaleza biológica de las mujeres.

Según Álvarez (1992), se ha comprobado, empíricamente, que en la mayor parte de las sociedades occidentales se socializa a los hombres para que asuman roles de dominancia, asertividad, orientación al logro, independencia, control de sentimientos y para que se dirijan a actividades que son asociadas a procesos cognitivos más complejos. En contraste, a las mujeres se les estimula para que desarrollen características como sociabilidad, expresión de sentimientos, sugestionabilidad, dependencia, y para que ejerzan tareas que no están asociadas a un desarrollo cognitivo mayor.

La condición de inferioridad de las mujeres, empero, no comporta rasgos homogéneos para todas ellas. Como ya se analizó, otros factores interactúan en la conformación de un bloque diferenciado de mujeres.

Es importante, además, recuperar los cambios a los que hemos asistido en los últimos años que, a todas luces, indican avances importantes con respecto a las exclusiones: equiparación de la matrícula en todos los niveles de la educación e incluso en las universidades de algunos países, la matrícula de las mujeres supera la de los hombres; el reconocimiento de los derechos de las personas gais, el acceso a puestos de dirección por parte de las mujeres, entre otros.

No obstante lo anterior, la fuerza de las tradición cultural se manifiesta en el acento colocado a la familia y a la maternidad, y así vemos cómo en nombre de estas dos instituciones se siguen recreando y perpetuando distintas exclusiones. Ello hace que "al techo de cristal" se le sumen las fronteras de cristal que las mismas mujeres se imponen como producto de la existencia de leyes y códigos familiares y sociales que tácitamente les imponen el mandato de la familia y del cuido (Burin, 2008). De igual manera y desde mi práctica como docente universitaria, he observado que a pesar de las nuevas expresiones con las cuales las mujeres experimentan su sexualidad, continúan ancladas a tradicionales esquemas en los que el amor se convierte en el fin, a diferencia de los hombres, para los cuales se constituye en un medio de realización personal.


EVOLUCIÓN DEL GÉNERO COMO CATEGORÍA ANALÍTICA

La categoría género irrumpe en el escenario académico político de las feministas universitarias de habla inglesa, a mediados de la década de los setenta. El planteamiento inicial fue que género es a cultura como sexo a biología. En este planteamiento resultó decisivo el clásico artículo "The Traffic in Women: Notes on the Political Economy of Sex" de Gayle Rubin (1975) y publicado en español en 1986 ("El tráfico de las mujeres: Notas sobre la "economía política" del sexo"). El sistema sexo/género, categoría central del análisis de Rubin, colocó la determinación cultural del sexo y la existencia, en todas las sociedades, de un sistema sexo-género que le permite moldear el material biológico del sexo humano por medio de la intervención social. "[El sistema sexo-género] es el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas" (Rubin, 1996, p. 37).

Es posible identificar estudios pioneros que abarcan las diferencias inherentes/aprendidas entre los sexos. Entre ellos se pueden mencionar Sex and Temperament in Three Primitive Societies (Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas), elaborado por Margaret Mead en 1935, en el que planteó las diferencias de género como culturales y no biológicas. En 1937, con su obra Comparative Data on the Division of Labory by Sex (Análisis comparativo de la división del trabajo por sexo) Murdock concluyó que la división sexual del trabajo no se explica solo por las diferencias físicas entre los sexos.

El sistema sexo-género como categoría de análisis permitió develar el entramado simbólico que sustenta la construcción de un hecho cultural a partir de lo biológico. Originalmente, la distinción entre sexo y género apareció para combatir la formulación de que la biología marca el destino (Butler, 1992); sin embargo, es una categoría que recrea las dualidades que precisamente criticaba, pues ubica lo biológico en el plano de la naturaleza y el género en el plano de lo cultural (Mackinnon, citado por Sharrat, 1993).

Tradicionalmente se ha considerado lo biológico como lo inmutable y lo cultural como lo transformable; no obstante, el peso de las tradiciones y prácticas sociales y su persistencia en el tiempo han evidenciado que es "más fácil" cambiar lo biológico (en particular con los avances tecnológicos que caracterizan a las sociedades actuales) que las prácticas culturales fuertemente arraigadas en los pensamientos, ideas y valoraciones de las personas. A ello se suma la existencia probada de los intersexos, lo cual acentúa el debate acerca de la dualidad y polarización entre conceptos como cuerpo-mente, naturaleza-cultura, innato-adquirido.

Las nuevas escuelas surgidas sobre el sexo y la sexualidad (Foucault, 1987) han evidenciado la construcción histórica y cultural del sexo y la sexualidad, por lo que el tratamiento de sexo y el género se debe realizar como dos sistemas de diferente orden y expresión en la esfera social. Sexo, sexualidad y género, aunque relacionados, no son lo mismo y constituyen la base de áreas distintas de la práctica social.

Once años después de su publicación de 1975, la misma Rubin realizó una crítica a su posición8 y reformulo su definición de género. "Afirmo ahora que es absolutamente esencial analizar separadamente género y sexualidad si se desean reflejar con mayor fidelidad sus existencias sociales distintas" (Rubin, 1989, p. 184).

Las nuevas escuelas han evidenciado la debilidad del esencialismo sexual, o sea, la idea de que el sexo es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida social. El sexo, en esta concepción se entiende como algo eternamente inmutable, asocial y transhistórico. Los nuevos aportes han creado una alternativa constructivista, pues parten de que la sexualidad se constituye en la sociedad y en la historia y que no está unívocamente determinada por la biología. Ello no significa que las capacidades biológicas no sean determinantes de la sexualidad, pero no tienen el peso que tradicionalmente se les ha asignado.

Como categoría que implica las formas de interacción donde el cuerpo sexuado se asume y relaciona con los otros y las otras por medio del deseo, el placer, las fantasías y las acciones en general, la sexualidad es también una elaboración cultural, construida discursivamente, regulada y reglamentada mediante prohibiciones y sanciones que le dan forma y direccionalidad.

La orientación sexual adquiere en la sexualidad una dimensión particular. Lo que cuenta son los significados que las personas les atribuyen y los efectos que esa valoración tiene sobre la manera como organizan la vida sexual.

[El género] es un elemento básico para explorar las pautas de dominación, subordinación y resistencia que moldean lo sexual, y para analizar los discursos que organizan los significados de las identidades sexuales. Los nuevos trabajos históricos- deconstructivistas, que investigan las múltiples narrativas sociales sobre la vida sexual, ponen en evidencia, justamente, que la sexualidad está sujeta a una construcción social: la conducta sexual aparece de lo más sensible a la cultura, a las transformaciones sociales, a los discursos, a las modas (Lamas, 1994, p. 12).

El sexo no es un constructo inmutable, está construido socialmente a partir de los significados culturales que se le asignan a los cuerpos sexuados en su reconocimiento anatómico corporal. Lo universal es la clasificación sexual, pero los contenidos específicos de esta clasificación varían de acuerdo con el contexto histórico y cultural.

La mayor parte de las culturas han sido impactadas por las diferencias corporales ligadas a las funciones de la reproducción y sobre todo a la anatomía. Muchas sociedades clasificaron en hombres y mujeres primero por la anatomía y después por la reproducción. Pero en nuestra cultura se nos clasifica desde la reproducción y se asigna un destino a nuestros órganos sexuales, a los cuales se nombra como órganos de la reproducción. Se dice por ejemplo que son características secundarias, la vellosidad, la estatura, la talla, el peso o la voz. Pero otras culturas no reconocen a todas éstas como características sexuales secundarias, y nos hacen comprender que tampoco el contenido de lo sexual es universal (Lagarde, 1992b, p. 6).

La sexualidad también es una construcción cultural y es parte del dominio de la práctica humana organizada para la construcción de la asimetría y la desigualdad, pues a partir de ella se construye, en cada persona, un conjunto de cualidades, aptitudes, esquemas y destrezas diferenciadas. Se direcciona por medio de una "política sexual" que es la contestación de los temas de sexualidad por parte de los intereses sociales constituidos dentro de las relaciones de género (Connell, 1991).

En síntesis, género, sexo, poder y sexualidad están imbricados en el complejo sistema de relaciones sociales y, por ende, su análisis exige criticidad para así evidenciarlos como prácticas sociales diferenciadas con una base en común: un sistema capitalista y patriarcal cuyo eje de sobrevivencia es la desigualdad y la explotación.


A MODO DE COROLARIO

El género es una categoría útil para el análisis de la vida social por cuanto permite revelar desigualdades entre las mujeres y los hombres, así como los mecanismos ideológicos que coadyuvan en su naturalización. A partir de las denuncias y evidencias que ha colocado en el escenario social, esta categoría ha permitido el reconocimiento de otras formas de desigualdad pues el cuestionamiento de lo considerado "normal y natural" evidenció que la subordinación no solo se da para mujeres y hombres, sino también para las personas con diversas sexualidades, de distinto color y religión, entre otras. De esta manera, se ha podido comprender su valoración a partir de categorías que cada vez resultan más insuficientes debido a la complejidad y diversidad de las relaciones sociales.

Los debates, suscitados en torno al poder y a la representatividad muestran que no basta señalar las desigualdades entre mujeres y hombres para un análisis integral de la realidad social. La base material de la existencia así como la etnia son factores que confieren una particularidad a las formas de subordinación y opresión de los distintos grupos de mujeres y de ahí la imperiosa necesidad de articular el análisis a partir de los distintos ejes de desigualdad social.

Lo anterior es clave fundamental para la articulación de un proyecto feminista de carácter ético-político que cuestione la moral dominante y los discursos hegemónicos y así propiciar relaciones justas y democráticas. Para ello es preciso que se reconozca y actúe sobre la base de que las condiciones materiales de existencia son determinantes de la conciencia y, por tanto, la categoría trabajo, desde su comprensión marxista, debe ser colocada como un elemento central. No obstante, dicha categoría no basta para comprender los otros ejes de desigualdad y es en función de ello que, reitero, la categoría de género y etnia proporcionan vetas teóricas significativas.

Ciertamente, la categoría de racismo colocada desde los estudios decoloniales aporta nuevos horizontes para la construcción y consolidación de un proyecto feminista. Sin embargo, se debe prestar atención a las escisiones generadas producto de líneas divisorias absolutas que terminan por fracturar y dividir aún más a las mujeres.

No se trata de homogenizar ni de suprimir las divergencias y contradicciones, menos aún de aspirar a la conformación de un bloque monolítico —tarea de por sí imposible—, sino a la concatenación de las fuerzas sociales derivadas de la inmensa y rica diversidad humana, colocando la mirada en la construcción de una sociedad con una base material justa y equitativa.


1 El texto de O'Leary (2007) es una clara y atrevida descontextualización y distorsión de los planteamientos feministas, y muestra los mecanismos que operan en la estructura social para garantizar el mantenimiento de las relaciones de desigualdad entre mujeres y hombres. En su contraportada se lee "La académica O' Leary explica cómo la introducción del término 'género' es parte de un esfuerzo fríamente calculado para imponer a todas las mujeres del mundo una ideología extraña, alienante y antimujer".

2 Los mecanismos para lograr la igualdad han constituido fuertes debates entre las teóricas feministas europeas. La existencia de diversos feminismos, entre ellos el liberal, el socialista y el radical, han postulado diversos posicionamientos políticos cuya discusión no ha tocado las fronteras de Costa Rica. Para ampliar ver Araya (2003a).

3 Es evidente que no solo para el movimiento de mujeres la representatividad constituye un punto álgido de discusión.  

4 La noción de construcción social de la realidad es una idea fundante de la sociología, y la encontramos en los Escritos económicos filosóficos de Marx, aunque fue Durkeim quien más la desarrolló. Posteriormente Schutz "sociologiza" los aportes filosóficos de la fenomenología de Husserl y desarrolla su teoría de la importancia de los significados sociales (en 1932 Schutz publica La fenomenología del mundo social). Luego, Peter Berger y Thomas Luckmann (1970) realizan el análisis de la construcción social de la realidad, basados casi exclusivamente en la obra de Schutz. Para ampliar ver Araya, 2003b).

5 El rasgo más sobresaliente del término empoderamiento es que contiene la palabra poder, la cual puede ser definida como el control sobre los bienes materiales, los recursos intelectuales y la ideología (Baltiwala, 1997, p. 191).

6 Agencia: acción con conciencia.

7 El pensamiento esencialista es un enfoque minoritario y criticado dentro del feminismo contemporáneo, cuya producción académica se puede ilustrar con diversas autoras: "Las mujeres tienen una visión distinta y dan una importancia diferente a la construcción social de la realidad porque difieren de los hombres fundamentalmente en lo tocante a sus valores e intereses básicos" (Ruddick,1980); "a su modo de hacer juicios de valor" (Gilligan, 1982); "a su creatividad literaria (Gilbert y Gubar, 1979); "a sus fantasías sexuales" (Hite,1976; Radway,1984; Snitow et al, 1983); "a su sentido de la identidad (Laws y Schwatz, 1977) y a sus procesos generales de conciencia e individualidad (Kasper, 1986 y Miller, 1976). Ver Madoo y Niebrugge-Brantley (1997, p. 367).

8 En el artículo 'Reflexionando sobre el sexo: Notas para una teoría radical de la sociedad", publicado en español en 1989.



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