Tal como afirma Laurence Whitehead (2011), la democracia puede ser comprendida de dos modos: como una etiqueta descriptiva y como un valor deseable. En el primer caso, la democracia describe un tipo de régimen político en el cual las elecciones son periódicas e imparciales, los funcionarios son controlados en sus labores públicas, los ciudadanos tienen derecho al voto y a su vez pueden ser elegidos para cargos públicos; un régimen en el cual el acceso a la información es un derecho de todos, y en el que los ciudadanos tienen la garantía de asociarse libremente. Desde la perspectiva del valor deseable, la democracia es un modo particular de comprender la política. Esto es, la democracia no se limita a los meros procedimientos, sino que entraña la convicción de que el orden social debe guiarse por el valor sustantivo de la igualdad: igualdad en la participación política que, finalmente, es la que garantizaría que las reglas que rigen sean las que los individuos que componen la colectividad se han dado a sí mismos.
Ahora bien, la democracia como valor deseable o como etiqueta que describe un particular régimen político no ha trasegado la historia de la humanidad ajena a particularidades contextuales. Dichas particularidades han perfilado sendas respuestas al problema clásico de la filosofía política que pregunta por quién gobierna y bajo qué procedimientos. A nuestro entender, la relación que suele establecerse en la ciencia política entre democracia y rendición de cuentas entraña esta pregunta fundamental.
El presente artículo expone algunos mecanismos de rendición de cuentas que se implementaron en la Atenas democrática de los siglos v y iv a. C.1, enfatizando en el procedimiento mediante el cual se realizan, pero también en atención a su valoración en el seno de dicha democracia. Para ello, en primer lugar, ofrecemos una contextualización del régimen democrático que se va perfilando en Atenas en los siglos mencionados; en segundo lugar, enunciamos algunos mecanismos de rendición de cuentas hallados en este ordenamiento. Por último, atendiendo al desarrollo del aparato político de la democracia ateniense, proponemos un sentido que explica la presencia de estos procedimientos de control político y de exigencia de rendición de cuentas.
Reformas democráticas en Atenas
Durante los siglos vi y v, Atenas fue objeto de una serie de reformas políticas que dieron lugar a lo que será la primera democracia de Occidente.2 Al hablar de reformas, aludimos a los cambios institucionales adelantados por Solón y continuados por Clístenes, Efialtes y Pericles, entre los años 594 y 431. El rasgo común a todas estas iniciativas fue la desconcentración del poder que estaba en manos de la minoría aristocrática, gracias a lo cual tomaron la forma de lo que Jean Pierre Vernant (1992) ha denominado un proceso de apertura del poder. Esto es, el desarrollo de una idea y una práctica del poder dirigidas a que éste fuera objeto de dominio público. La distribución del poder en una ciudadanía amplia, partícipe de un complejo institucional distinguido funcionalmente, respondió a la necesidad de poner coto a los conflictos entre la minoría aristocrática y el resto mayoritario que amenazaban con un conflicto civil a la pólis ateniense desde el siglo vii.
Si mantenemos la lectura de la historia de la democracia ateniense como un proceso de apertura del poder, podríamos considerar las reformas adelantadas en la sexta y quinta centuria de dos modos: uno referido a cómo se ejerce el poder y otro referido a quién lo ejerce. Antes de detenernos en ellos, cabe explicitar que el qué de las reformas, es decir, el objeto de las mismas, fue el poder. La idea de que el poder debía hacerse de dominio común, puede rastrearse incluso en el temprano ideal de isonomía3 de las sociedades aristocráticas. En los orígenes de la pólis griega (evento datado hacia el siglo viii), cuando fue destituido el rey (basileús), el poder quedó en manos de los nobles que se reconocieron entre sí como pares, y en calidad de tales lo ejercieron. No obstante, esta distribución del poder político, aunque necesaria en su momento, no fue suficiente después. Viajando en el tiempo, el ideal de isonomía pasó a ser, a finales del siglo vi, una exigencia de que el poder de la élite socioeconómica fuera prerrogativa también del demos en cuanto que capacitado para portar la panoplia del soldado y defender su ciudad.4 Según Vernant (1992), la exigencia de una isonomía que se reflejó en la participación en las magistraturas por parte de la mayoría excluida, tomó fuerza porque se asentaba en una tradición igualitaria antigua, la de los consejos de nobles guerreros.5
La secular necesidad de distribuir el poder en varias manos, intrínseca a la concepción sustantiva de la democracia, se reflejó en el ideal regulador de isonomía que contrarrestaba la desmesura, rasgo principal con el que los atenienses de la época clásica caracterizaban la naturaleza humana (hybris)6 (Rodríguez Adrados, 1975, p. 231). Las instituciones de gobierno atenienses se fundaron en la desconfianza en el poder político, porque veían en él un factor de corrupción humana pues podía tornar el comportamiento del gobernante en uno que desconoce todo límite ético o legal. En el entender ateniense, el exceso de poder conducía a la desmesura, y esta, a su vez, generaba la tiranía. El temor a esta contribuyó a la desconcentración del poder mediante la gradual despersonalización del mismo en un sistema de recíproca limitación de poderes en el que no había expertos en puestos fijos sino ciudadanos rotando en los cargos públicos. De esta manera, en los siglos siguientes encontramos la creación de órganos políticos con funciones específicas. Consejo, tribunales populares y Asamblea ejercerían en adelante diversas funciones del antiguo Areópago, consejo encargado de dirigir la ciudad.7Común a todos estos órganos era la función de control, orientada nada menos que al efectivo mantenimiento de la distribución del poder. Esta distribución y el control a la distribución del poder mismo, se concretaron en Atenas en la adopción de ciertos procedimientos legales que revisaremos a continuación, cuyo objetivo era garantizar una gestión de los asuntos de la pólis llevada a cabo en público.
En el proceso de las reformas democráticas en Atenas, la distribución de funciones de poder estuvo aparejada con la publicidad del mismo en dos maneras: el poder era ejercido ante todos y por todos los ciudadanos de la comunidad. Vista así, la cuestión de la publicidad del poder puede ser presentada en términos de un cómo y un quién, respectivamente. En un primer momento, notamos una preocupación por el modo en el que se ejercía el poder en la colectividad que componía la naciente pólis. Ya en los albores de la pólis ateniense, distantes del orden mítico del basileús, fueron las leyes (nomoi)8 las que definieron cómo debía ser ejercido el poder.9 Notamos pues un poder visible, supervisado por aquellos ante quienes era ejercido. De acuerdo con Vernant, hay que ver en esta temprana reivindicación de publicidad una exigencia de hacer visibles los procedimientos y saberes que eran prerrogativas de los nobles. Desde finales del siglo vi, “[l]a supervisión constante de la comunidad se ejerce sobre las creaciones del espíritu10 lo mismo que sobre las magistraturas del Estado” (2008, p. 64). Este es el alcance de las reformas timocráticas de Solón. De acuerdo con Aristóteles, el legislador en sus reformas:
concedió al pueblo la facultad, absolutamente necesaria, de elegir a los magistrados y pedirles cuentas (pues si el pueblo no fuera soberano de esto resultaría esclavo y hostil), pero proveyó todas las magistraturas con los notables y los ricos, pentacosiomedimos y zeugitas, y la tercera clase llamada de los caballeros; la cuarta clase era la de los jornaleros que no participaban de ninguna magistratura. (Pol. ii, 12, 1274a 3, 5-6, las cursivas son nuestras)
Pese a que esta reforma administrativa supuso un primer paso en la incorporación de clases no aristocráticas en el gobierno de la pólis, las reformas de Solón no instauraron una democracia. Antes bien, dichas reformas demuestran la prevalencia de una visión aristocrática del poder, pues quienes pertenecían a esta clase no consideraban al resto de los integrantes del “pueblo” aptos para los cargos de poder individuales (Lane, 2016, pp. 62-63). Incluso la función de elección y control de los magistrados, mediante la cual el pueblo elegía y recibía las cuentas de los oficiales, la realizaba sólo en cuanto mezclado con los mejores (Aristóteles, Pol. iii, 11, 1281b, 7-17 y 1282a, 11-13).11
Pasado el siglo vi, la preocupación por la publicidad del poder no se limitó a la vigilancia de los procedimientos establecidos, sino que se formuló en términos de participación política.12 Dicho de otro modo: a comienzos del siglo v, la publicidad del poder apuntaba también a que el público que lo encarnaba podía ejercerlo. Las Guerras Médicas, que comenzaron con el despunte del siglo y que finalizaron con la paz de Calias en 449, reforzaron la pertenencia a la ciudad no sólo en el campo de batalla sino en la Atenas misma. De esta forma, más allá de la supervisión y del cumplimiento de los procedimientos administrativos, la pertenencia a la pólis se actualizaba en la asunción de un rol activo y comprometido en sus asuntos, por ejemplo, en lo que atañía a la elección de generales y tesoreros, al abastecimiento o a la reconstrucción de la Acrópolis que habían arrasado los persas. Las reformas de Clístenes tomaron este rumbo. Contrario a la dicotomía entre un pueblo controlador (que vigila desde fuera el ejercicio del poder por parte de los nobles) y una nobleza controlada, lo que hallamos a mediados de la quinta centuria es una inspección al poder ejercida entre quienes eran considerados los ciudadanos, es decir, sin distinciones de orden económico (como propiedades) o de linaje. Clístenes añadió la lista demótica a la clasificación censitaria soloniana, habilitando a un mayor número de atenienses para participar en las diversas magistraturas. Esta disposición institucional por unidades administrativas artificiales (demo)13 entró a funcionar con Efialtes y Pericles, gracias al respaldo material (mistophoría) que garantizó la participación de quienes eran formalmente ciudadanos atenienses por inscripción en la lista. La implementación de estas medidas fue producto de la radicalización del antiguo ideal de igualdad (Musti, 1985, p. 12), ya que ante una ley escrita se hacen concretos los deberes y derechos en virtud de los cuales los ciudadanos de la pólis son iguales, sin atender a lo que hoy se llama “clase social”.14
Además de la incorporación de un mayor número de hombres adultos atenienses en las magistraturas de la pólis -reservadas antes, decíamos, para la minoría aristocrática-, la reasignación de funciones del antiguo Consejo del Areópago en estamentos como el Consejo, la Asamblea o el Tribunal popular fueron necesarias para la instauración de la democracia. Ya para mediados del siglo v y durante el iv, entre las labores reasignadas se encontraba la de control político, de manera que para esas fechas en Atenas se esperaba que quien desempeñara funciones públicas lo hiciera ante los otros ciudadanos; en ese sentido, estaba obligado a dar cuenta de su gestión, respondiendo mediante la justificación de sus acciones y asumiendo el riesgo de la sanción ante el resto de la ciudadanía reunida en la Asamblea, el Consejo o el Tribunal del Pueblo.15 Así pues, a través de las reformas hechas al Areópago proponemos revisar una serie de mecanismos de control político que tienen la forma de lo que hoy denominamos rendición de cuentas.
Mecanismos de rendición de cuentas
En el siglo xx, autores como Hans M. Hansen (1980, p. 240), Jon Elster (1999, p. 260), y Athanasios Efstathiou (2007, p. 114) entre otros, han llamado a estos mecanismos de control político Accountability. En el castellano, “accountability” suele traducirse como rendición de cuentas. Sin embargo, el término anglosajón comporta una característica sobre la que vale la pena llamar la atención: es un término proveniente de la contaduría que fue asumido por la Ciencia Política para referir procesos de responsabilización contable y fiscal, o control del gasto público. Ahora bien, como veremos, la exigencia de controlar el poder político, desde la perspectiva de la pólis ateniense, es más amplio y más profundo que la moderna exigencia de transparencia en el manejo de los recursos que el Accountability reclama en el marco de las democracias actuales.
La participación política, el derecho a hablar en las instituciones públicas y a ejercer magistraturas, traía como correlato la responsabilidad de comparecer ante los demás ciudadanos. Tal responsabilidad no se limitaba a un reporte de gestión, sino que conllevaba un juicio que podía tener sanciones económicas, penales y de reputación, es decir, morales y políticas. De esta forma, el dar cuenta de la gestión pública bajo el principio de publicidad no se trataba sólo de un proceso de revisión y vigilancia administrativa, sino del reconocimiento del marco ético-político en el que se llevaba a cabo, es decir, el de la pólis democrática. Puesto en otras palabras, dar cuenta de la gestión pública era un proceso mediante el cual el ciudadano reafirmaba su lugar en una ciudad en la que el poder, que era de todos los ciudadanos, a todos ellos concernía.
La particularidad de la democracia ateniense exige una aclaración: los mecanismos de los que nos ocupamos estaban habilitados para que los magistrados y demás ciudadanos dieran cuenta, respectivamente, de su gestión y de su participación en los debates oficiales. No hay que olvidar que, aunque no ostentara un cargo de magistrado, todo ciudadano en las instituciones públicas era una suerte de funcionario. El derecho a la palabra (isegoría), concedido por su calidad de par ante la ley, comprometía al ciudadano con la legalidad de sus propuestas y con la veracidad de sus intervenciones (parrhesía). Faltar a la legalidad de las propuestas o a la veracidad de las intervenciones se juzgaba como una omisión del deber del status, por ejemplo, de asambleísta o asistente a un tribunal.
A continuación, ofrecemos una breve descripción de los procedimientos legales mediante los cuales los magistrados y los ciudadanos debían dar cuenta de su actividad pública, fundamentalmente, en el siglo iv:16 la dokimasía, la euthyna, la eisangelía (Aristóteles, Const. At. 8; 4; 29, 4; 43, 4), la graphé paránomon (Const. At. 29, 4; 45, 4; 59, 2) y el ostracismo (Const. At. 22, 2-3).17
La dokimasía era el examen previo al nombramiento en el cargo público. Se llevaba a cabo en el Consejo o en un tribunal, usualmente en la séptima pritanía.18El proceso consistía en que el candidato a la magistratura debía responder a las preguntas sobre el sentido pleno de su ciudadanía (si era de padre y madre atenienses), sobre sus propiedades y su descendencia producto de legítimo matrimonio, con el objetivo de demostrar que era apto para tal cargo (Aristóteles, Const. At., 55, 3-5). Las respuestas se confrontaban con testimonios y quien no estuviera a favor de la candidatura podía presentar una objeción.19 Por último, la candidatura era sometida a votación: a mano alzada en el Consejo y por voto secreto en un tribunal (Hansen, 2009, p. 257). Este dispositivo legal muestra que se implementaban ciertos filtros para llegar al puesto, en un intento de que el ciudadano estuviera cualificado para ejercer con responsabilidad el poder que el cargo demandaba. La dokimasía permitía también recoger información sobre el estado del patrimonio del candidato. De ser elegido, esta información sería contrastada con la que se recogía durante el ejercicio y a la salida del cargo.
Complementando la dokimasía, la euthyna consistía en el examen de los magistrados durante el desempeño del cargo o al final de su función pública ante un tribunal.20 Efstathiou (2007, p. 115) explica que para el siglo iv, en el caso de la euthyna podríamos pensar en un procedimiento compuesto por tres fases: 1) la fase financiera y de inspección, adelantada por los logistai; 2) la fase de investigación, realizada por los euthynoi, de las posibles acusaciones resaltadas por los logistai; y 3) la fase de audiencia, en la cual los euthynoi pasan los casos privados a los Cuarenta o los casos públicos a los tesmótetas para que ellos los presenten ante los tribunales (cfr.Carawan, 1987, 190). Los cargos más frecuentes por los que se pasaba a las fases de investigación y de acusación tenían que ver con malos manejos financieros o con corrupción política. Elster (1999) afirma que por lo general la sanción era proporcional a la acusación, pero la más severa podía ser de hasta diez veces la cantidad en cuestión. Finalmente, Elster coincide con Efstathiou en que durante la fase de investigación no sólo los magistrados, sino cualquier ciudadano, podía presentar otras acusaciones contra el magistrado (Aristóteles, Const. At., 48, 4; Elster, 1999, p. 268; Efstathiou, 2007, pp. 116-117). Así las cosas, el dar o rendir cuentas sólo se completaba como proceso de control político al momento en que el funcionario informaba sobre los motivos de sus acciones ante un público, es decir, ante la ciudadanía, la cual, al no estar de acuerdo con el modo en que las funciones fueron ejercidas, podía exigir sanciones y penas por el posible uso arbitrario del poder público. Tanto la dokimasía como la euthyna comenzaban en el Consejo, y ambas podían terminar o no en los tribunales. En el caso de la dokimasía podía suceder, explica Aristóteles, que se apelara a los tribunales en caso de inconformidad con la respuesta del Consejo.
Otro procedimiento legal para controlar el poder era la eisangelía. Con el término se designaban “varias formas de denuncias aplicadas a tres tipos de causas legales: 1) acusación por determinados delitos contra la constitución (cfr. 8, 4); 2) acusación por daño hecho a huérfanos, herederas y viudas; 3) acusaciones contra jueces árbitros (cfr. 53, 6)” (García Valdés, 1995a, pp. 126-127). A partir de esta distinción Hansen califica la primera forma de acusación como política e identifica dos tipos, de acuerdo con la institución donde tiene lugar: el Consejo o la Asamblea. En la Asamblea se atendían los casos de “ofensas mayores” y en el Consejo los casos de “mala conducta de oficiales públicos” (1980, p. 93 y 2009, p. 249).21 Para principios del siglo iv, por ofensas mayores se entendía, de forma general, la conspiración contra el orden establecido, la traición y la corrupción política (Hyperides, In Defense of Euxenippus, 4.8). De acuerdo con los procedimientos descritos por Hansen, las denuncias ante la Asamblea podían tener lugar en la reunión principal del estamento en cada pritanía (ekklèsia kuria) según lo estipulado por la agenda preparada por el Consejo para la Asamblea (proboúleuma). Allí se debatía la cuestión y pasaba a manos de los tesmótetas, quienes preparaban el caso para un tribunal (anakrisis).22 Ante el tribunal, que oscilaba entre 501 y 1501 jueces elegidos por sorteo, debían comparecer el denunciante y el acusado. Dada la gravedad de las ofensas, si, por un lado, el juicio era favorable al denunciante, el acusado solía ser castigado con la pérdida de sus privilegios (atimía), especialmente los derechos políticos, o con la muerte. Si, por otro lado, el juicio era favorable al acusado y el denunciante no obtenía un quinto de los sufragios, el denunciante podía ser castigado con 1000 dracmas o con la atimía (Hansen, 2009, p. 251).23 Las denuncias contra los magistrados ante el Consejo podían ser presentadas en cualquier momento y concernían a cualquier tipo de infracción menor. El Consejo presidía el alegato entre el acusador y el magistrado y decidía por voto secreto el veredicto. Después, a mano alzada, determinaban el tipo de pena. Si la pena era menor (por ejemplo, una multa de 500 dracmas), la sentencia del Consejo bastaba. En caso de que la pena fuera mayor, pasaba a discreción de un tribunal convocado por los tesmótetas (Hansen, 2009, p. 259).24 Manuela García Valdés señala que el término que se empleó en la democracia tenía un antecedente en “eisangéllein (denunciar)”, este vocablo refería a procesos de denuncia ante el Areópago a propósito de la violación de la ley por parte de un magistrado (Const. At., 4, 4). Según Aristóteles, la eisangelía o ley de denuncia por conspiración fue implementada por Solón para evitar que las fracciones en las que se dividía la pólis se hicieran con el poder y modificaran el régimen, establecido nada menos que para conjurar las discordias civiles (económicas y sociales) que aquejaban a la Atenas de los siglos vii y vi (Const. At., 8, 4-5).25 García Valdés (1995a, p. 71) indica que durante el gobierno de los cuatrocientos -en 411-, la eisangelía fue suspendida como medida para acabar con la democracia, pero sabemos por Aristóteles, Demóstenes, Isócrates y Esquines que fue habilitada de nuevo en el siglo iv (Hansen, 1980, pp. 93-94; Elster, 1999, p. 269).
La graphé paránomon o las acusaciones de ilegalidad (Aristóteles, Const. At., 29, 4) eran las denuncias dirigidas “contra aquel que propusiera medidas ilegales en contra de la constitución vigente. […] Funcionaba como una salvaguardia del régimen democrático” (García Valdés, 1995a, p. 126). Gil Fernández señala que antes de la graphé paránomon, para la época de Solón probablemente existían “defensas legales de la constitución”, ejercidas por el Areópago (2011, pp. 54- 55). Sin embargo, bajo ese nombre sólo se habla de las acusaciones de ilegalidad introducidas con las reformas de Efialtes, continuadas por Pericles, gracias a las cuales se traslada a la Asamblea la función de guardar la constitución, tradicional prerrogativa del Areópago.26 Hacia finales del siglo v, la graphé paránomon era una acusación que podría presentar cualquier ciudadano ante un tribunal acerca de la ilegalidad de un decreto por votar o ya votado en la Asamblea. “En el primer caso, el debate se aplazaba; en el segundo, el decreto era suspendido hasta que el Tribunal del Pueblo decidiera al respecto” (Hansen, 2009, p. 212). Como en el caso de la eisangelía, un tribunal se constituía, para atender a la apelación, por un número variable de ciudadanos: desde 501 hasta 1501 (Castoriadis, 2012, p. 163). Quien interponía el mecanismo, bajo juramento, debía presentar una acusación por escrito a los tesmótetas donde justificara la ilegalidad del decreto en cuestión.27 Esta, como ahora, podía deberse a una irregularidad de forma o de fondo. La ilegalidad era de forma cuando el decreto tenía algún vicio en el procedimiento, por ejemplo, en el estatus del proponente o en la presentación de la propuesta por fuera de la agenda de la Asamblea. En cambio, la ilegalidad era de fondo cuando el decreto iba en contra de una ley establecida o en contra de los “intereses del pueblo”. De no hallar irregularidades, el tribunal podía absolver al acusado, pero de hallarlas, podía recibir castigos que variaban desde una multa simbólica hasta la pérdida de los derechos políticos (atimía) (Hansen, 2009, pp. 241-243; Castoriadis, 2012, pp. 162-163).
Como es de notar, la graphé paránomon también contribuye a la desconcentración de funciones del poder político. La importancia de esta desconcentración para el régimen democrático se confirmó cuando este se desarticuló, a finales de la Guerra del Peloponeso (en el año 404), desactivando los procedimientos de control al poder en los diferentes órganos. Aristóteles señala que una de las primeras medidas implementadas por los cuatrocientos para instaurar la oligarquía en el año 411 fue la supresión de la eisangelía, la graphé paránomon y las citaciones al tribunal (Const. At., 29, 4).
Finalmente, el último mecanismo de control al poder que suponía una evaluación de la gestión pública era el ostracismo. La medida fue introducida por Clístenes hacia 506 como “medida de seguridad de la democracia”, pero sólo fue implementada por primera vez entre 498 y 490. Se sabe que se estableció con el fin de conjurar la amenaza de tiranía o de monopolización del poder en manos de uno o de pocos ciudadanos que sobresalían en la política ateniense (García Valdés, 1995a, p. 103). La búsqueda de concentración de poder estaba asociada con la arrogancia (hyperokhé), sentimiento afín a la tiranía. Elster dice que podemos entender el ostracismo como un “voto de no confianza” de la ciudadanía dirigido a aquellos ciudadanos que figuraban mucho en la vida pública de la ciudad (1999, p. 267). El proceso del ostracismo ocurría en la Asamblea en dos períodos diferentes del año civil; allí, sus miembros escribían en un trozo de cerámica (óstraka) postulando el personaje en la sexta pritanía y en la octava se votaba. Para que la medida tuviera lugar hacían falta 6000 votos, contabilizados por los arcontes. Si se alcanzaba el umbral, el acusado era condenado a diez años de destierro. El destierro tenía por fin la neutralización del individuo que figurara mucho en los escenarios públicos por considerársele una amenaza contra el principio de despersonalización del poder y la correcta distribución del mismo. Dicho de otro modo: la arrogancia que implica la concentración del poder y por tanto la personalización del mismo, suponía desigualdad ante la ley y búsqueda de privilegios para favorecer intereses personales y no públicos.
Concluyamos este apartado rectificando la relación entre las reformas democráticas y la desconcentración de las funciones del Areópago. En el marco de las instituciones democráticas estas funciones dejarán de ser funciones de poder y, repartidas entre los diversos órganos, tomarán la forma de procedimientos legales de control al poder político. De este modo:
[l]a función protectora de las leyes fue traspasada a la Ekklesía o ‘asamblea’, con la institución de la graphé paránomon (cfr. 29, 4; 45, 4; 59, 2). La inspección de los magistrados fue encomendada a la Bulé o Consejo de los Quinientos, que fue desposeído de todo poder decisorio, era mero órgano preparatorio y asesor de las decisiones de la Asamblea. […] La jurisdicción en casos de impiedad parece que, en general, fue transferida a los tribunales, aunque algunas formas de impiedad continuaron siendo juzgadas por el Areópago, como la ofensa por hacer daño a los olivos sagrados. (García Valdés, 1995a, pp. 113-114)
Dispuestas así las cosas, los nuevos recursos legales de control al poder se asemejaban en que eran procesos en los que los magistrados y los demás ciudadanos que tomaban parte en las actividades públicas debían dar cuenta de su gestión y de su intervención, no ante un órgano específico, el Areópago, sino ante el resto de la ciudadanía, según los procedimientos establecidos por la ley común.
Sentido de los mecanismos de control político y rendición de cuentas
Acogiéndonos a la propuesta de Rodríguez Adrados (1975), hemos considerado la democracia ateniense como resultado de una serie de transformaciones políticas que hicieron del poder un ejercicio visible y participativo. La democracia ateniense como idea y como práctica era, según el académico español, un “régimen basado en la igualdad de los ciudadanos y en el cual se delega el poder en unos magistrados que luego han de rendir cuenta de él” (1975, p. 186). La paulatina implementación de estos dispositivos legales por medio de los cuales se llevaba a cabo esta dación de cuentas nos permite advertir, y sobre todo comprender, que la preocupación por la distribución del poder político -y por el control a la efectiva distribución del mismo- está presente desde tiempos tempranos en la pólis ateniense (Castoriadis, 2012, p. 90; Hansen, 2009, pp. 92-99). Para el advenimiento de la democracia, estos se presentaron como salvaguardas del régimen y como defensa de la igualdad en la participación política. Se pretendía evitar a toda costa la concentración del poder a través de la distribución de sus funciones en diversos órganos a los que le fueron asignadas tareas específicas y complementarias. Su objetivo era, en últimas, proteger las leyes que daban forma a un aparato público en el que se mandaba y se obedecía alternativamente, es decir, un aparato para administrar un poder público que era ejercido en público.
Rendir cuentas o dar cuenta de la actividad pública se caracterizaba por ser: 1) un acto público de carácter discursivo entre las dos partes comprometidas; 2) un acto presente que exponía el resultado de una acción concerniente a los asuntos políticos; 3) un acto que tenía lugar ante un grupo de circunstantes que se reconocían como pares y que en calidad de jueces emitían una valoración moral, penal y política de la acción de quienes rendían las cuentas. Estas características denotaban, entonces, una forma de control que ponía de relieve la concepción vigente del poder en Atenas: una relación simétrica entre los ciudadanos que se sabían parte de un régimen basado en la alternancia entre el mando y la obediencia, el ejercicio y la vigilancia en la toma de decisiones relativas a la vida común.
Pensamos que vale la pena volver sobre la importancia que representan, tanto para la teoría como para la ciencia política contemporáneas, las lecciones que podemos aprender de los antiguos, no para implementar viejos modelos a realidades nuevas, sino para nutrirse de aquellos que, en el mundo que nos antecede, trataron de responder a las preguntas que también hoy nos planteamos (cfr.Musti, 1985, pp. 16-17; Raynaud, citado en Castoriadis, 2012, pp. 15-16; Farrar, 2007, p. 171; Rodríguez Adrados, 2011, pp. 9-32; Lane, 2016, p. 52).28
La pregunta por los mecanismos de rendición de cuentas para controlar el poder político nos ubica igualmente ante un interrogante sustantivo por el poder mismo. Los actuales índices de calidad de la democracia asumen la rendición de cuentas como un componente que, al enfatizar en la presentación de informes de gestión, permite evaluar, entre otras cosas, la transparencia en el funcionamiento del sistema político. Cierto es que tales índices de la calidad han ayudado a identificar fallas en los gobiernos democráticos respecto a la eficiencia de la gestión, de las libertades protegidas o de las oportunidades ofrecidas. Empero, el evento de la rendición de cuentas no se puede reducir al mero ofrecimiento o presentación de informes de gestión de las administraciones públicas en lo relacionado con el uso de los presupuestos articulados a los programas implementados; al contrario, la rendición de cuentas actualiza la relación de poder que existe entre el agente y el delegado que ha sido dotado de autoridad temporal para la toma de decisiones.
La multiplicación de informes de gestión bajo la denominación de rendición de cuentas ha banalizado el sentido político de la misma en nuestras democracias. Por tanto, resulta pertinente recordar que “sin importar cuántos mecanismos de rendición de cuentas se habiliten, mientras no se cuestione profundamente el sentido de la democracia, la cantidad no hará de ellos la herramienta decisiva para su fortalecimiento” (Ríos, Cortés, Suárez y Fuentes, 2014). Se requiere pues una discusión sobre el qué, el quién y el cómo del control del poder político, un debate sobre el poder, el ciudadano y sus mecanismos de control a ese poder.
La relación entre democracia, control político y rendición de cuentas es profunda29 y, siendo justos con la historia de los términos, no podemos ignorarla. Es cierto que la rendición de cuentas es un acto público en el que el funcionario ofrece explicaciones sobre su labor ante muchos, la ciudadanía u otros funcionarios. Esto es necesario pero no suficiente, puesto que rendir cuentas implica un acto discursivo que pone en juego tanto la capacidad discursiva del agente político cuanto la capacidad de respuesta discursiva del público. Así, la rendición de cuentas es, sobre todo, un acto colectivo e incluyente de ejercicio de ciudadanía.
Finalmente, la rendición de cuentas entraña, para que sea efectiva, un acto presente que implica la exposición del resultado de decisiones o acciones pasadas. Es un acto en que se estima no sólo la reputación del funcionario sino la reputación de la comunidad misma. Reputación que se gana en la permanente exigencia de mantenimiento del poder político en el dominio de lo público, es decir, en el dominio que le es originario: el de cada uno de los ciudadanos entendidos como la fuente de legitimidad de la democracia