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Revista Científica General José María Córdova

versão impressa ISSN 1900-6586versão On-line ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.20 no.39 Bogotá jul./set. 2022  Epub 01-Jul-2022

https://doi.org/10.21830/19006586.892 

Política y Estrategia

Hegemonía y aliados periféricos: la Pax Americana y sus apoyos a la seguridad en Colombia

Hegemony and peripheral allies: Pax Americana and its support in Colombian security

Mario Umeña-Sánchez1  * 

Miriam Dermer-Wodnicky2 

1 Universidad del Rosario, Bogotá D.C., Colombia https://orcid.org/0000-0002-8040-6240 mario.uruena@urosario.edu.co

2 Universidad La Gran Colombia, Bogotá D.C., Colombia https://orcid.org/0000-0001-8749-9024 miriam.dermer@ugc.edu.co


Resumen.

Este artículo busca comprender cómo se manifiesta la hegemonía cuando una potencia, con el fin de buscar su propia seguridad, recurre a estrategias distintas en tres momentos diferentes para conjurar las amenazas que erosionan la seguridad de un aliado periférico. Para ello se estudian las lógicas globales, estatales y sociales en tres alianzas entre Estados Unidos y Colombia, y se analizan las dimensiones de la hegemonía que se ponen a prueba en estos planes. Se trata de un análisis comparativo desde un método cualitativo en el que se privilegian las fuentes documentales. Se concluye que el proceso de toma de decisión de las élites políticas estadounidenses respecto a sus intervenciones ha tenido mayor consideración de los constreñimientos sistémicos que de la especificidad de los contextos intervenidos.

Palabras clave: Alianza para el Progreso; Estados Unidos; guerra contra las drogas; hegemonía; Plan Colombia; relaciones internacionales

Abstract.

This article contributes to understanding how hegemony manifests when a power, in pursuit of its security, resorts to different strategies to avert threats that erode the security of a peripheral ally. To this end, the global, state, and social logic involved in three alliances, at three different times, between the United States and Colombia are studied. Similarly, the dimensions of hegemony that are put to the test in these plans are analyzed using a comparative analysis based on a qualitative method favoring documentary sources. Finally, it is concluded that the U.S. political elites’ decision-making process concerning their interventions has taken greater account of systemic constraints than the specificity of the contexts intervened.

Keywords: Alliance for Progress; drug war; hegemony; international relations; Plan Colombia; United States

Introducción

¿Cómo se manifiestan las dimensiones de la hegemonía ante la insistencia de una potencia por conjurar las amenazas a la seguridad de un aliado periférico? Esta pregunta parte de la dificultad de tipificar el rol contemporáneo de los EE. UU. en el orden internacional. Muchos autores han manifestado diferentes puntos de vista respecto a la posición de este país en la actualidad. Para algunos, EE. UU. juega el papel de un imperio en el sentido tradicional (Ferguson, Kaplan, Boot, Mann y Bacevich, entre otros), mientras que para otros es, o bien un imperio en sentido no tradicional (Ignatieff, Ikenbery, Lundestad, Hardt y Negri, y Huntington), o bien un imperio en declive (Todd y Johnson), o no es un imperio en absoluto (Nye, Brzezinski, Kagan e Ikenberry) (David & Toureille, 2012).

Ante la ausencia de un consenso sobre si los EE. UU. son o no un imperio, el concepto de hegemonía se presenta como una alternativa plausible para caracterizar este importante actor. No obstante, este concepto, al igual que el de imperio, dista mucho de trascender las discusiones teóricas de las relaciones internacionales. Hablar de hegemonía es evocar un debate inacabado entre las teorías realistas, liberales, marxistas y neomarxistas de la disciplina. Suponiendo el hecho de que los EE. UU. son un hegemón, cabe establecer que, a diferencia de la mayor parte de los poderes mundiales que le antecedieron (independientemente de su denominación), aquí se incluyen elementos que van más allá del simple uso de la violencia física o de la supremacía económica, como los aspectos ideales e institucionales (Cox, 1986).

Más allá de los debates semánticos en torno a la conceptualización de la posición y la acción de EE. UU. en el contexto global, el predominio del país norteamericano en los últimos años es unánimemente reconocido dentro de la comunidad académica. Más precisamente, el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) es resaltado por varios especialistas como el punto de partida de la denominada Pax Americana (Keohane, 1984). Desde entonces hasta el día de hoy, solo ha habido otros dos “grandes acontecimientos” que han obligado a cuestionar la verdadera dimensión del papel estadounidense frente al resto del mundo: la caída del Muro de Berlín en 1989 y los atentados contra las Torres Gemelas en 2001.

Para observar las distintas facetas que puede llegar a tener esta hegemonía, conviene adentrarse allí donde se le permite a la potencia actuar con mayor libertad, es decir, en un Estado que consiente irrestrictamente su injerencia. Aún más paradigmático puede resultar que dicho Estado también avale la intervención del hegemón reiteradamente.

Por los anteriores motivos, se juzga idóneo tomar el caso de la relación entre EE. UU. y Colombia, ya que, por un lado, este país sudamericano ha sido una especie de conejillo de Indias de los experimentos en seguridad estadounidenses desde la década de I960 bajo la modalidad de “intervención por invitación”. De esa manera, los distintos gobiernos estadounidenses consiguieron aplicar sus diferentes doctrinas político-militares para contrarrestar las amenazas globales del momento sin que existiera resistencia por parte de las élites políticas colombianas. Colombia cuenta, además, con la especial condición de servirle de campo de experimentación a este hegemón por tres ocasiones en el transcurso de los últimos sesenta años. Llama aún más la atención que estas tres ocasiones respondan a las tres fases decisivas del ciclo hegemónico estadounidense: la Guerra Fría (cuando se dio la Alianza para el Progreso), la posguerra Fría (cuando surgió el Plan Colombia) y el periodo posterior al 11 de septiembre (con el Plan Colombia II).

Tomando en cuenta esto, este artículo examina la hegemonía no desde un único enfoque teórico, sino desde un debate interparadigmático, en el cual tienen cabida teorías convencionales de las relaciones internacionales como el realismo y el liberalismo, teorías críticas como el marxismo y teorías postpositivistas como el neogramscismo. La idea con este debate es hacer un análisis crítico y metateórico que dé cuenta de las nuevas realidades en la relación norte-sur global. El objetivo es, entonces, comprender la forma en que la hegemonía se manifiesta cuando una potencia, con el fin de buscar su propia seguridad, recurre a tres estrategias distintas en tres diferentes momentos para conjurar las amenazas que erosionan la seguridad de un aliado periférico.

Marco conceptual: la hegemonía y los ciclos hegemónicos

Para el realista Hans Morgenthau, la distinción entre hegemonía e imperio tiene que ver con el alcance geográfico. Así, mientras que la hegemonía es un estadio del imperialismo que tiene pretensiones continentales, el imperio tiene como meta la dominación del mundo entero políticamente organizado (1985, p.67). En el mismo sentido se dirige el análisis del neorrealista John Mearsheimer, quien afirma que las grandes potencias cuentan entre sus objetivos básicos con la búsqueda de la hegemonía regional (2001, p. 141). Más cerca de una tradición liberal, Robert Keohane la define como una situación en la cual un “Estado es suficientemente poderoso como para mantener las reglas esenciales que gobiernan las relaciones interestatales, y está dispuesto a hacerlo” (1984, p. 53).

Por otra parte, el marxismo relaciona la hegemonía con las formas de dominación que establece el sistema-mundo capitalista. Para el sociólogo inglés Immanuel Wallerstein (1993), la base de la hegemonía es la fuerza económica, que se traduce en una influencia dominante en el comercio y las finanzas mundiales. Así, una vez consolidada esta preeminencia económica, la supremacía militar, política y diplomática surgen como consecuencia de ella.

Otro aporte de gran importancia a la configuración del concepto de hegemonía lo ilustra el enfoque neomarxista, particularmente el neogramsciano. Al respecto, autores como Robert Cox, Justin Rosenberg, Craig Murphy y Giovanni Arrighi retoman el trabajo del filósofo político italiano Antonio Gramsci para hacer una lectura alternativa de la hegemonía (Gill, 1993). En contraposición a la fijación con las capacidades materiales y la correlación entre Estados que pregonan el realismo y el liberalismo, o al determinismo económico propio del marxismo, el neogramscismo toma en cuenta elementos que van más allá del ámbito material. Para Robert Cox (1986), la hegemonía gramsciana resulta relevante para diferenciar a la Pax Britannica y la Pax Americana de otros órdenes mundiales, en la medida que esta agrega elementos ideológicos e intersubjetivos a las relaciones brutas de poder. Es así como la hegemonía termina difundiéndose desde tres focos (ideas, instituciones y capacidades materiales) a través de tres ámbitos diferentes (fuerzas sociales, formas de Estado y órdenes mundiales).

Producto de este recorrido teórico sobre las perspectivas de lo que se puede entender por hegemonía, es de resaltar la manera en que las atribuciones del hegemón se van desligando de la ponderación exclusiva de capacidades materiales para involucrar cada vez más factores de influencia y de persuasión hacia las demás unidades políticas del sistema, ya sean sus aliados o sus opositores. Por lo tanto, la riqueza que brinda el concepto de hegemonía, en contraste con el concepto de imperio, respecto a la multiplicidad de indicadores de análisis materiales, económicos, militares, ideológicos e institucionales es la principal causa por la que este artículo se concentra en estudiar la acción estadounidense durante su ciclo hegemónico (1945 al presente).

De este modo, se pueden identificar tres fases dentro del ciclo hegemónico estadounidense. La primera (1945-1991) es conocida como la Guerra Fría, una confrontación indirecta entre los EE. UU. y la Unión Soviética (URSS), que era sostenida por “el equilibrio del terror”. La segunda fase (1991-2001) conllevó un cambio en la agenda estadounidense, que pasó de la lucha contra el comunismo a la “guerra por la democracia”, puesto que después de la disolución de la URSS la preocupación del Gobierno en Washington ya no era más la dialéctica capitalismo-comunismo (Guaqueta, 2001). La tercera fase (2001-) vio su inicio a partir de los atentados terroristas perpetrados en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001. La réplica del Gobierno de los EE.UU., ya bajo la dirección de George W. Bush, fue la proclamación de la Guerra Global contra el Terrorismo (GWoT, por sus siglas en inglés) (Tuathail et al., 2006).

Con base en estas fases de la historia estadounidense, se pueden extraer tres conclusiones preliminares. En primer lugar, el ciclo hegemónico estadounidense -es decir, la Pax Americana- se divide en tres fases aparentemente distintas, establecidas por dos eventos juzgados como cruciales por parte de los tomadores de decisión y las élites políticas mundiales: el fin de la Guerra Fría y el 11 de septiembre de 2001. En segundo lugar, las tres fases en mención atestiguaron una relación dialéctica entre el interés nacional de los EE. UU. y los actores que amenazaban esos intereses, de ahí que se presentaran situaciones conflictivas e incluso guerras que recibieron apelativos como “guerra contra el comunismo”, “guerra por la democracia” y “guerra contra el terrorismo”. Estas denominaciones fueron las más apropiadas para comprender mejor la lógica inherente al desarrollo de la política exterior estadounidense a lo largo de su era hegemónica (Chomsky, 1993).

En tercer lugar, una de las regularidades más llamativas del ciclo hegemónico estadounidense fue el rol central ejercido por los países de la periferia durante las tres fases (o las tres guerras). En contraste con los ciclos que le precedieron, el de EE.UU. no desencadenó (hasta ahora) guerras entre grandes potencias, sino una intromisión más activa del hegemón en los asuntos internos de los países del sur, lo que hizo de esta región del mundo el campo de batalla de la Pax Americana.

No obstante, los conceptos de periferia o del sur no definen a un grupo homogéneo de países, sino que ponen de manifiesto la existencia de una pluralidad de actores estatales que se relacionan cada uno de forma específica con la potencia global. En este sentido, pueden distinguirse tres grupos de países. El primer grupo comprende a los Estados que tanto por sus discursos (expresiones de alcance público) como por sus intenciones (acciones efectivas de orden táctico) son hostiles a los EE. UU. La potencia norteamericana puede reaccionar a estos discursos e intenciones utilizando la fuerza si sus élites políticas consideran que algún miembro de dicho grupo representa un riesgo real o implícito para su interés nacional. Países como Corea del Norte, Vietnam, Irak o Afganistán han hecho parte en determinados momentos de este grupo.

En el segundo grupo se hallan los países considerados como aliados, cuya interacción con el hegemón se da de dos maneras. Por una parte, son beneficiarios de ayudas económicas al desarrollo, de inversión de las empresas transnacionales privadas y de la influencia cultural estadounidense. Por otra parte, aseguran el aprovisionamiento de materias primas a precios bajos hacia sus mercados de destino. En este caso, los EE. UU. privilegian la diplomacia del comercio en vez de la de la guerra y la paz.

El tercer grupo se destaca por su carácter “híbrido”, que combina elementos de los dos primeros grupos. Comprende a los países que fijan una identidad clara de aliados de Washington, pero que al mismo tiempo son portadores de crisis de seguridad interna que ponen en peligro el interés nacional estadounidense. Esta circunstancia especial puede conducir, dependiendo del grado potencial de afectación a este interés nacional, a una “intervención por invitación” (Tickner, 2007); dicho con otras palabras: a una injerencia del hegemón en los asuntos domésticos del país periférico de forma consentida.

Dada la doble condición del tercer grupo de países (aliados, pero portadores de amenazas reales o potenciales), la tensión entre los intereses de seguridad y de cooperación internacional exige hacer una ponderación entre el garrote o la zanahoria. Por lo tanto, cabe preguntarse cómo se combinan el consenso y la coerción en el imaginario y en el proceso de toma de decisiones de las élites políticas de una potencia hegemónica. Ante esta pregunta, el caso de Colombia resulta emblemático no solo porque es un aliado continental, sino por cuanto este país se precia de haber sido tres veces receptor de la cooperación en seguridad estadounidense bajo la modalidad de “intervención por invitación”. La Alianza para el Progreso en los años sesenta y los Plan Colombia I y II en la década del 2000 hacen del caso colombiano una inmejorable posibilidad para determinar la incidencia de los dos eventos cruciales antes citados, según la opinión de los expertos: la caída del Muro de Berlín y el 11 de septiembre de 2001 (Stokes, 2003).

Metodología

Para llevar a cabo el objetivo de este artículo, se ha escogido como marco metodológico, inspirado en la ciencia política, un estudio comparativo de carácter cualitativo con función heurística, el cual toma como referencia los tres momentos históricos de un mismo fenómeno: la cooperación en seguridad entre EE.UU. y Colombia. Autores como Roberto Fideli (1998) consideran el método comparativo como un método para confrontar dos o varias propiedades enunciadas en dos o más objetos en un momento preciso o en un arco de tiempo más o menos amplio. Esto ha consolidado el método comparativo como una herramienta para confrontar dos o más unidades geopolíticas, o, en general, para comparar fenómenos que se dan en diferentes espacios en un intervalo de tiempo igual (sincronismo histórico).

Esta definición de Fideli, no obstante, termina siendo limitada, ya que considera como criterio diferenciador el espacio y como criterio unificador el tiempo, cuando la comparación podría darse en el sentido opuesto. En este sentido, autores como Lijphart (1971) o Sartori y Morlino (1984) conciben el método comparativo desde raseros más amplios. En vez de hacer alusión a “unidades geopolíticas” o lugares distintos en un mismo periodo, estos autores concentran sus análisis en la búsqueda de similitudes y disimilitudes al contrastar propiedades o atributos de los objetos de estudio que van a ser comparados. Más que lugares, el método comparativo se focaliza en experiencias sociales y políticas complejas, por anomalías en contextos de homogeneidad o heterogeneidad. En consecuencia, comparar tres momentos de una misma unidad geopolítica resulta igualmente válido desde la perspectiva amplia de los estudios comparativos.

De otra parte, si bien la mayoría de los estudios en ciencia política que se han apoyado en el método comparativo han preferido aproximaciones cuantitativas, la recurrencia de este método también puede involucrar un enfoque cualitativo. Este se distingue por el proceso de construcción interactiva del argumento teórico y la evidencia empírica a partir de una perspectiva holística. Así, en lugar de fijar tendencias o trazar generalizaciones, como lo hace su contraparte cuantitativa, el método comparativo cualitativo se centra en entender los significados, los contextos de desarrollo y los procesos. La intención última de estos estudios es, entonces, la de captar el núcleo de interés y los elementos clave de la realidad que se estudia (Tonón, 2011, p. 3).

Para dar alcance a esta intención, el método comparativo cualitativo se orienta hacia diferentes fines. Según Nohlen (2013), existen tres fines:

α) por medio de la analogía, similitud o contraste, a partir de lo conocido, comprender lo hasta ahora desconocido (es la llamada comparación pedagógica); b) remite a nuevos descubrimientos o resalta lo especial (comparación heurística), y c) al acentuar precisamente la diferencia, ayuda a sistematizar (comparación sistemática), aun cuando lo característico del objeto de estudio no se toma como singularidad, sino como especificidad, (p.42)

Tomando en cuenta los tres caminos señalados por Nohlen, esta investigación se inclina por adelantar una comparación heurística. Allí, entre la división hecha por el autor entre la “remisión a nuevos descubrimientos” y “resaltar lo especial” del objeto de estudio, este artículo se decanta por el segundo propósito. Además, con la comparación heurística, se privilegia el hecho de abarcar pocos casos para acercarse a ellos con la pretensión de sumergirse en la comprensión de cada uno desde su propia complejidad, con lo cual se alienta a clarificar la percepción de su especificidad (Nohlen, 2013, p.43).

Por último, entre las variedades de comparación que plantea Tilly (1984) (individualización, universalización, búsqueda de variaciones y abarcamiento), se ha escogido la primera variedad. La ventaja de la individualización consiste en tomar cada caso como único, de modo que se priorice una instancia a la vez en lugar de exaltar sus propiedades comunes con otras instancias, con el objeto de “contrastar instancias específicas de un determinado fenómeno como medio de captar las peculiaridades de cada caso” (p. 81).

Con base en lo anterior, este artículo de investigación desarrolla un análisis comparativo con enfoque cualitativo y de tipo heurístico, en el cual se pone a prueba la flexibilidad del concepto de hegemonía a través del tiempo dentro de un ciclo hegemónico. Para realizar la comparación se tomó un solo contexto espacial (relación EE. UU.-Colombia) en tres fases diferentes. La primera fase, la Alianza para el Progreso, va desde su firma en 1961 hasta el final del gobierno demócrata de Lyndon B. Johnson en 1969. El hecho de tomar prácticamente toda la década de los sesenta para esta observación permite hacer un análisis apropiado de la implementación y los resultados de esta política bilateral de cooperación en seguridad.

El segundo momento (Plan Colombia) cuenta con la ventaja de tener una duración definida, ya que va del año 2000 hasta el 2007, por lo cual es evidente el lapso que se tiene en cuenta para el análisis. Dado que el tercer momento (Plan Colombia II) no ha concluido hasta la fecha de hoy, se decide hacer un corte en el final del primer gobierno de Barack Obama (2013). Lo que se busca, en síntesis, es comparar estos tres momentos de la relación bilateral entre EE. UU. y Colombia en lo que respecta a la cooperación en seguridad.

Resultados

La Alianza para el Progreso

Dimensiones sistémicas (modo de producción dominante y alcance geográfico)

La competencia entre los EE. UU. y la URSS por imponer un orden económico a escala orbital estuvo sustentada en buena parte por la capacidad armamentística, en particular por el arsenal nuclear con el que contaban ambas potencias. Así, la posibilidad cierta de que una eventual conflagración entre estos dos países llevaría a un escenario de destrucción mutua asegurada inhibió la confrontación directa, pero estimuló el afianzamiento de alianzas políticas y militares con aquellos Estados que eran entendidos como pertenecientes a la zona de influencia de cada potencia. Al respecto, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia fueron sendos acuerdos a través de los cuales EE. UU. y la URSS constituyeron sus hegemonías regionales. No obstante, más allá de los núcleos de influencia, se libró una batalla decisiva por cooptar los apoyos de los Estados de la periferia, lo que dio como resultado que la mayoría de las guerras llevadas a cabo en países de Africa y Asia durante aquellos años fuera azuzada por dichas potencias (Stokes, 2003).

Además de la carrera armamentística, también se libró una lucha ideológica por posicionar un modo de producción económica como el más viable para los demás países. La crisis capitalista de 1929 y el acelerado proceso de industrialización de la URSS obligaron a reaccionar a los EE. UU. y las potencias occidentales. El fordismo, como ejemplo de producción a escala, y el keynesianismo, como fórmula de administración macroeconómica, se combinaron para conducir el sistema capitalista hacia uno de mayor intervención del Estado y de mayor planificación. Luego del New Deal de Franklin D. Roosevelt y de la Segunda Guerra Mundial, el llamado “Estado de bienestar” dio origen a un auge económico en este país y en sus aliados europeos (Jessop, 1999), lo que potenció a los EE.UU. como un modelo atractivo para ganar adeptos en la periferia.

En el continente americano, las élites políticas estadounidenses habían determinado el Tratado de Río de Janeiro de 1947 y la Carta y el Pacto de Bogotá de 1948 como las instituciones que, según ellos creían, asegurarían su hegemonía en el continente. A raíz de esto, su excesiva confianza hacia la preponderancia norteamericana en la región hizo que la prioridad estadounidense en política exterior estuviera centrada en la reconstrucción de Europa y de Japón para vincularlos a su área de influencia. Pero el tablero geopolítico cambió en este lugar del mundo con la Revolución cubana de 1959 y los posteriores acercamientos de Fidel Castro con Moscú.

En consecuencia, se encendió una alarma en Washington que se tradujo en el cambio de postura del presidente Dwight Eisenhower (1953-1961), quien hasta entonces no era muy entusiasta de sacar adelante un Plan Marshall para las Américas (May, 1963, p.770). Sin embargo, el poco tiempo del que disponía Eisenhower para sacar adelante una iniciativa semejante hizo recaer esta tarea en su sucesor, el demócrata John Fitzgerald Kennedy (1961-1963). Para Kennedy, era urgente sacar adelante lo que él consideraba que eran unas “relaciones estancadas” entre EE. UU. y América Latina. En este sentido, su acción se encaminó a presentar ante el Congreso un plan de ayuda y desarrollo socioeconómico para la región, designado como la Alianza para el Progreso (Horowitz, 1964, p. 127).

Concepción del plan (conocimiento de la situación, objetivo y enfoque)

Una vez fue aprobada la ley, el texto de la Alianza para el Progreso se socializó ante los Estados de la Organización de Estados Americanos (OEA) durante la Conferencia Interamericana en Punta del Este (Uruguay) de 1961. La Carta de Punta del Este contenía una serie de metas en los ámbitos económico y social para el subcontinente, con el fin de persuadir a sus líderes y habitantes para que se mantuvieran alineados con el hegemón del norte. Los fondos para financiar un plan de esa envergadura provenían de las siguientes fuentes: USD 20 000 millones anuales de capital estadounidense (USD 10 000 millones otorgados por el Departamento del Tesoro); USD 300 millones anuales de capital privado, y USD 80 000 millones de aportes de los países latinoamericanos durante diez años (Rojas, 2010, pp. 95-96).

Respecto a los países destinatarios, luego de Brasil, Colombia fue el mayor receptor de financiamiento del plan, al recibir aproximadamente USD 880 millones entre 1961 y 1969. Esta importante vinculación de Colombia a los recursos del plan estaba relacionada con la percepción de las élites del gobierno de Kennedy, que veían este país como un estrecho aliado cuyos dirigentes tenían la mejor disposición para adelantar las reformas buscadas. Sin embargo, el optimismo de los líderes estadounidenses respecto al éxito del plan en América Latina, especialmente en Colombia, se vio defraudado con los resultados logrados durante esa década. En el caso colombiano, un crecimiento económico modesto (1,2% anual) y un leve aumento del ingreso medio (USD 276 a USD 296 durante el mismo lapso) pusieron en evidencia el yerro en los cálculos de la Alianza para el Progreso.

El sesgo en la valoración realizada por las élites del gobierno Kennedy también radicó en su sobreestimación de la voluntad política de la clase dirigente colombiana. Así, mientras uno de los puntos centrales del plan contemplaba la implementación de una reforma agraria, la administración de Guillermo León Valencia (1962-1966) se valió de los recursos asignados para calmar los ánimos de los latifundistas locales, lo cual iba en contravía del interés de la potencia del norte (Hylton, 2010, p. 106). El escaso conocimiento de las dinámicas políticas y sociales de América Latina y de Colombia por parte de Washington para “traer prosperidad a las masas y alejarlas de la tentación comunista” se tradujo en un serio obstáculo para llevar el plan a un feliz término. Dado que fue concebida como una fórmula homogénea para garantizar el crecimiento y desarrollo económico y social de América Latina, y al ser una réplica con recursos más modestos de lo implementado en otras latitudes, la Alianza para el Progreso mostró poca consideración de las especificidades y necesidades de cada país.

Además, lo ocurrido durante el gobierno de Valencia hizo patente que la alineación colombiana con los intereses estadounidenses no se tradujo en la puesta en marcha de estos intereses en la nación sudamericana, sino en la satisfacción de las ambiciones de las élites colombianas, incluso en detrimento de lo concebido por los creadores del plan. Este error en la percepción de los tomadores de decisión estadounidenses fue una consecuencia apenas natural de su escaso conocimiento de las dinámicas internas de sus aliados periféricos (Hylton, 2010, p. 107).

Implementación del componente militar (papel de las fuerzas de seguridad y estrategia contrainsurgente)

En paralelo con la Alianza para el Progreso, EE.UU. llevó a cabo en 1962 un programa de entrenamiento en contrainsurgencia cuya población objetivo eran los mandos militares latinoamericanos. En un inicio, el programa se concentró en la Escuela del Caribe del Ejército, pero luego se fueron vinculando otros centros de entrenamiento como el Comando Sur y la Academia Interamericana de la Fuerza Aérea (IAAFA), la Escuela Interamericana de Estudios Geóticos, el Centro Especial de Guerra y la Escuela de Asuntos Cívico-Militares (Rueda, 2000, pp. 79-80).

La resolución de las élites estadounidenses por darle el mayor alcance posible a la doctrina contrainsurgente tuvo un complemento con el envío de treinta Equipos Móviles de Entrenamiento (MTT) a la región. Al año siguiente, se desplegaron quince equipos de Guerra Especial, cuyo propósito era el entrenamiento de las fuerzas de seguridad nativas en operaciones de contrainsurgencia, de inteligencia, de acción cívica y guerra psicológica en nueve países del subcontinente latinoamericano (Rempe, 2002, p. 130).

Volviendo a Colombia, este país obtuvo el tercer puesto en la cantidad de militares capacitados en bases dentro de EE. UU., tuvo el mayor número de militares entrenados fuera de su territorio (4629 hasta 1970) y también fue el primero en recepción de MTT. En febrero de 1962 se dio una visita del General William Yarborough a Colombia con la pretensión de adiestrar a las fuerzas militares colombianas en conflictos asimétricos y de contrainsurgencia. Producto de esta visita, Yarborough elaboró un informe para el Grupo Especial (Contrainsurgencia), en el cual realizaba un diagnóstico de esta institución en el cual hallaba varias deficiencias, entre ellas: “fragmentación de recursos, falta de un sistema de comunicación, transporte y equipamiento esencial, dependencia de puestos de avanzada estatales y uso inadecuado de personal militar para tareas civiles” (Aviles, 2006, p. 386).

El procedimiento recomendado por el General Yarborough para solventar estas deficiencias debía partir por tomar la iniciativa (y la ofensiva), en vez de ceder esta a las guerrillas. Concretamente, planteó 1) la instauración de cinco destacamentos de fuerzas especiales, adscritos a las cuatro brigadas, cuya misión era pacificar las zonas rurales; 2) el incremento de la cooperación en inteligencia y contrainteligencia entre los organismos especializados, como el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), la Policía y las demás Fuerzas Armadas; 3) la coordinación y homogeneización de los planes de contrainsurgencia en el nivel nacional, y 4) la mejora del equipo de transporte y comunicación (Urueña-Sánchez, 2009).

El plan formulado por Yarborough incluyó toda una serie de acciones cívico-militares (ACM) con el objeto de separar a la población civil de las guerrillas y estrechar sus nexos con las Fuerzas Armadas. Del seno de los programas de ACM nacieron un conjunto de políticas que se aplicaron en las regiones colombianas donde las guerrillas ponían en entredicho la legitimidad del Estado. Entre las políticas más importantes, cabe destacar las siguientes: la construcción de vías de comunicación, de sistemas de irrigación y de escuelas rurales; las iniciativas de salud pública; los programas de alfabetización, y los campamentos vacacionales para los jóvenes. Con la ayuda de estas políticas, el Ministerio de Guerra esperaba generar un cierto desarrollo económico y alcanzar la “seguridad interna” en las regiones (Urueña-Sánchez & Dermer-Wodnicky, 2020, p.48).

Las recomendaciones del alto mando militar fueron rápidamente traducidas en decisiones políticas y diplomáticas. Pocos meses después de la visita de Yarborough, se aprobó el Plan de Defensa Interna de Colombia, luego de que el embajador estadounidense Fulton Freeman viajara a Washington a presentar ante el Grupo Especial (Contrainsurgencia) las recomendaciones del Grupo de Trabajo del Equipo de País. Tras este trámite, dicho plan fue presentado al presidente Valencia y al ministro de Guerra para consolidar una estrecha cooperación entre ambos países en la lucha contra la violencia (Rempe, 2002, p. 136).

El Plan Colombia

Dimensiones sistémicas (modo de producción dominante y alcance geográfico)

Más allá del vacío geopolítico dejado por la disolución de la URSS, la transición entre la Guerra Fría y el periodo posterior sirvió para afianzar cambios económicos y políticos relevantes. Por el lado económico, la crisis del Estado de bienestar en la década de 1970 facilitó la renovación de los principios del liberalismo clásico bajo un nuevo mote: neoliberalismo. Entendido como la “creencia doctrinal en el minimalismo estatal y el rechazo compartido por el keynesianismo adoptado por el mundo de la posguerra” (Ettinger, 2013, pp.385- 386), el neoliberalismo se internacionalizó a raíz del Consenso de Washington de 1989. A través de este consenso se masificó la práctica de que emporios privados asumieran cada vez más labores estatales bajo el precepto del emprendimiento individual.

Por el lado político, el cambio de líder en la Casa Blanca no solo plasmó una rotación de partido de gobierno, sino un giro en todo un discurso orientador de la política exterior del país. Bill Clinton (1993-2001) posicionó la democracia como valor central de la orientación internacional de Washington. Este paso del anticomunismo a la defensa de la democracia, sin embargo, no estuvo exento de traumatismos ni de intervenciones militares fuera de sus costas (como en Bosnia o Haití) (Agnew & Corbridge, 1995, p. 128).

El partido republicano, opositor del gobierno Clinton, buscó capitalizar las dificultades del primer bienio del gobierno tomando como punto de honor una política sostenida por los últimos tres gobiernos: la guerra contra las drogas. Declarada por Richard Nixon en 1971 y reforzada por Ronald Reagan y George H. W. Bush, esta cruzada antiestupefacientes fue prolongando su alcance geográfico de lo doméstico a lo internacional (de ahí su categoría como un asunto “interméstico”). En el caso de Bush, el lanzamiento en 1989 de la Iniciativa Andina fue un paso hacia la focalización de los esfuerzos antidroga en esa subregión del continente. Esta iniciativa consistió en un programa tasado en USD 2200 millones durante cinco años para “expandir y modificar las actividades antinarcóticos hacia la interdicción del tráfico desde los países andinos productores”. Específicamente, su propósito era “cortar la oferta al erradicar los cultivos de coca, destruir los laboratorios de su procesamiento, bloquear el transporte de insumos químicos e interrumpir los cargamentos de droga” (Rave, 2009, p.47).

Ante estos antecedentes, el tímido intento de Clinton por retomar la agenda demócrata del problema de las drogas se convirtió en blanco de la avanzada republicana por reconquistar la Casa Blanca. Clinton pretendió abordar este problema como un asunto de salud pública, tal y como lo había hecho su copartidario James Earl Carter (1977-1981), pero con esto obtuvo como reacción el enfilamiento de baterías del partido republicano hacia el ejecutivo. Esta reacción fue acrecentando su fuerza con la victoria republicana por el control del Congreso en las elecciones de medio término de 1994 y en la campaña electoral de 1996. Ante la asfixiante presión política, Clinton decidió ceder en el tema de la lucha contra las drogas al perpetuar (y posteriormente profundizar) el terreno avanzado por sus antecesores republicanos, en especial el propósito de tomar el área andina como teatro de operaciones de esta guerra (Gagnon, 2004).

Concepción del plan (conocimiento de la situación, objetivo y enfoque)

A la presión interna que sufría Clinton para continuar la Guerra contra las Drogas se sumó el cambio de gobierno en Colombia. Con la elección de Andrés Pastrana en 1998 y su decidida voluntad de retomar la doctrina del réspice polum (“mirar hacia el norte”) como orientadora de la política exterior colombiana, el presidente estadounidense tuvo un aliciente para mostrar resultados y apaciguar a sus opositores. Ello se demostró en su compromiso directo y el de sus altos funcionarios para idear y coordinar una estrategia antidrogas con el gobierno sudamericano. Hasta ese momento, un aliado marginal como Colombia era un problema abordado por funcionarios de cuarto nivel (subsecretarios para temas de drogas o América Latina), pero desde 1999, estos temas escalaron al segundo y tercer nivel (diputados y subsecretarios generales) (Cardona, 2001).

Este renovado interés por Colombia puso de relieve el papel de los conocedores del país y de las viejas problemáticas. El “zar” antidrogas Barry McCaffrey consiguió hacer sentir su voz sobre la importancia de combatir las drogas como condición necesaria para “salvar” la democracia colombiana. De su lado, la CIA responsabilizó al dinero del narcotráfico de la desestabilización política de ese país, al ser la principal fuente de financiación de los grupos rebeldes. Según un informe de 1999, los nuevos campos de siembra de coca controlados por la guerrilla de las FARC en departamentos apartados como Putumayo aumentaban los ingresos de esa organización entre USD 100 y 500 millones para el año 2000 (Richani, 2005).

En este sentido, a diferencia de lo ocurrido en la Guerra Fría, atacar a guerrillas de izquierda por razones ideológicas en el mundo de este periodo podía tomarse como una idea anacrónica, de acuerdo con los nuevos valores estadounidenses. Por lo tanto, concentrarse en las fuentes de financiamiento de las narcoguerrillas se presentaba como una estrategia que cumplía el doble propósito de continuar con la guerra contra las drogas y, de paso, derrotar a esos viejos enemigos de la región (Carrigan, 2004).

Como resultado, la secretaria de Estado Madeleine Albright se puso manos a la obra junto a su equipo de trabajo y a McCaffrey (arquitecto de la estrategia para Colombia). Este equipo, supervisado por la propia Albright, colaboró con sus pares colombianos para elaborar el borrador de ley que Clinton presentaría luego al Congreso de su país. Aunque la primera iniciativa legislativa fue rechazada por la Cámara a principios de enero de 2000, Clinton volvió a presentar el plan días después como “un tema de emergencia y de interés nacional fundamental”. Finalmentel, el 20 de julio de 2000, el Congreso de los EE.UU. aprobó el Plan Colombia (Ley HR 4425) (Gagnon, 2004, p. 63).

Este plan buscó ser un programa de desarrollo integral para Colombia sobre la base de la guerra contra el narcotráfico, basado en seis ejes: proceso de paz, desarrollo económico, estrategia antinarcóticos, Estado de derecho, desarrollo social y sistema judicial y derechos humanos. Los fondos estimados para alcanzar estos fines eran en principio de USD 7500 millones para tres años, de los cuales USD 4800 millones fueron aportados por Colombia, mientras que, en el año 2000, el Congreso de EE. UU. aprobó una ayuda de USD 2700 millones (United States Government Accountability Office, 2008).

Implementación (papel de las fuerzas de seguridad y estrategia contrainsurgente)

Si bien la mayor parte de estos fondos estaban destinados a la fuerza pública, el enfoque del plan se dirigía a atacar las fuentes de financiación de las guerrillas y, en un menor porcentaje, a fortalecer el aparato de justicia del país. Por un lado, la supremacía aérea se erigió como la clave para golpear a los grupos insurgentes y los campos de cultivos ilícitos controlados por ellos. La adquisición de 72 helicópteros Blackhawk y Huey y otros servicios de apoyo a la Fuerza Aérea Colombiana -como la contratación de compañías militares y de seguridad privadas, entre ellas Dyncorp y Northrop Grummann, en labores de aspersión y vigilancia aérea- muestran la preponderancia del componente militar aéreo en el plan. En todo caso, esto se hizo sin abandonar el fortalecimiento de las otras fuerzas, ya que se contemplaron rubros para equipamiento y entrenamiento de la Brigada Antinarcóticos del Ejército y de unidades móviles; se aumentó el número de soldados estadounidenses emplazados allí a trescientos, y también se impulsaron programas de interdicción marítima y fluvial. Por el otro lado, se destinaron USD 51 millones para el fortalecimiento del sistema judicial colombiano (Grupo de Trabajo de EE.UU., 2003; Rojas, 2002, p. 105; Urueña-Sánchez, 2015).

El Plan Colombia II

Dimensiones sistémicas (modo de producción dominante y alcance geográfico)

A pesar de que el Plan Colombia inicialmente iba hasta el 2005, su alcance se postergó en el tiempo debido al ímpetu de los sucesores de Clinton y Pastrana. El interés de los gobiernos de George W. Bush (2001-2009) y de Álvaro Uribe (2002-2010) de combinar la guerra contra las drogas con la Guerra Mundial contra el Terrorismo (GWoT) le dio un nuevo aire a esa iniciativa. La cruzada global lanzada por Bush después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 encontró rápidamente aliados en todos los continentes, entre los cuales Uribe fue uno de los más entusiastas.

En lugar de evidenciar rupturas significativas, el relanzamiento del Plan Colombia representó mayormente una continuidad respecto de lo que se venía haciendo, tal vez con un énfasis social más marcado. En el frente de las condiciones externas, no fue tampoco mucho lo que cambió, por cuanto el sistema de producción dominante ha seguido siendo el neoliberalismo, sin alteraciones sustantivas. En relación con su alcance geográfico, dado el interés del gobierno de Uribe por mantener a Colombia como uno de los principales beneficiarios de la ayuda exterior estadounidense, y ante el poco interés de los vecinos andinos por volver a ser el epicentro de la guerra contra las drogas, la nueva versión del Plan Colombia no se extendió a otros territorios más allá del colombiano.

Concepción del plan (conocimiento de la situación, objetivo y enfoque)

Gracias a la sintonía entre ambos presidentes sobre el posicionamiento del terrorismo como el enemigo común de las democracias, así como a la preexistencia de un programa inicial, el Plan Colombia II tuvo una transición más satisfactoria que su antecesor cuando en 2007 el gobierno colombiano lo presentó bajo el rótulo de Estrategia para el Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social 2007-2013 (EFDDS). El costo de esta estrategia fue de USD 43836 millones de dólares. Para alcanzar esta cifra, el Estado colombiano aportaría el 64,8 % de los fondos, mientras que su contraparte estadounidense aportaría el 35,2% faltante (Rojas, 2007, p. 30). Sin embargo, la universalización de la agenda contra el terrorismo eclipsó la aproximación de los decisores de Washington a este tema, lo cual disminuyó su interés por comprender el contexto de los problemas colombianos con profundidad y las nuevas dinámicas de la conflictividad en este país.

En cuanto al contenido, el EFDDS se centró en seis temas principales: la lucha contra el problema global de las drogas y el terrorismo; el fortalecimiento de la justicia y los derechos humanos; la apertura de mercados; el desarrollo social integral; la atención social integral a la población desplazada, y la desmovilización, desarme y reintegración de excombatientes de los grupos armados ilegales. Según Diana Rojas, estos temas apuntaron a tres objetivos específicos: consolidar los éxitos alcanzados por el Plan Colombia I, garantizar la continuidad de los programas y generar la “colombianización” de responsabilidades (Rojas, 2007, p.30).

Implementación (papel de las fuerzas de seguridad y estrategia contrainsurgente)

Sin perder como estrategia primordial golpear las finanzas de las narcoguerrillas para minar su capacidad de acción, el Plan Colombia II procuró involucrar algunos componentes de legitimación social para atacar también su base social. En todo caso, se trató de una estrategia híbrida que fue gradualmente rebajando su contenido coercitivo en las administraciones posteriores, particularmente debido al Acuerdo de Paz con las FARC, firmado en 2016. Los gobiernos de Barack Obama (2009-2017) y Juan Manuel Santos (2010- 2018) tuvieron altibajos en la intensidad de la guerra contra las drogas. Pese a intentar un enfoque alternativo al abordaje de la situación de las drogas en Latinoamérica en los primeros años de su mandato (hablando incluso de corresponsabilidad), Obama terminó por seguir un camino de continuidad matizada en este tema.

Por parte del gobierno colombiano, la negociación y posterior firma del citado acuerdo implicó privilegiar la erradicación manual de los cultivos ilícitos sobre las aspersiones aéreas, bajo el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). En ese contexto, ambos gobiernos acordaron el “Plan de Acción sobre Cooperación en Seguridad Regional”, con el cual se anticipaba un direccionamiento de la fuerza pública colombiana hacia la cooperación para coordinar la asistencia militar y policial a terceros países (Lajtman & Arias, 2019).

En síntesis, el análisis comparativo de los tres programas de cooperación entre EE. UU. y Colombia desde las dimensiones evaluadas arroja como resultados lo expuesto en la Tabla 1.

Tabla 1 Comparación de los tres programas de cooperación 

Programa Alianza para el Progreso Plan Colombia Plan Colombia II
Modelo económico dominante Estado de bienestar Neoliberalismo Neoliberalismo
Alcance geográfico Hemisférico Centrado en Colombia con participación marginal de los países vecinos Centrado exclusivamente en Colombia
Nivel de conocimiento del desafío colombiano por parte de las élites estadounidenses Débil Fuerte Medio
Objetivo Desarrollo económico para impedir la infiltración del comunismo internacional en el país Luchar contra el tráfico de estupefacientes y reforzar el sistema judicial colombiano Combatir el terrorismo de los grupos armados ilegales y atención a las víctimas de ese terrorismo
Enfoque Económico, social y militar Militar, policial y de justicia Militar, policial, social y de justicia
Papel de las fuerzas de seguridad estadounidenses Instrucción a los militares colombianos en suelo estadounidense o en bases hemisféricas Combinación entre la instrucción en los batallones antidroga y de fuerza aérea y contratación de mercenarios Combinación entre la instrucción en los batallones antidroga y contratación de mercenarios
Modalidad de estrategia contrainsurgente People centred strategy Estrategia centrada en las fuentes de financiamiento de las narcoguerrillas Estrategia “híbrida”

Fuente: Elaboración propia

Discusión

Luego de estos resultados desde las dimensiones y lógicas estudiadas para los tres momentos de la cooperación colombo-estadounidense, se proponen las siguientes tres preguntas a partir de las cuales se plantea una discusión sobre los hallazgos de la investigación.

¿Cómo cambió el interés nacional estadounidense en los tres puntos en el tiempo?

Por un lado, aunque la retórica y las agendas de cooperación de EE. UU. aparentemente variaron, el núcleo de la intención de EE. UU. hacia Colombia (encapsular y mitigar la amenaza de la insurgencia) parece seguir siendo el mismo. Por tanto, es muy probable que el tema de estudio sirva para reforzar el consenso realista en torno a la ausencia de variaciones en el interés nacional.

Por otro lado, bajo una lente provisional y dentro del marco anterior, el interés de EE. UU. en este estudio de caso tiene más que ver con la seguridad que con la maximización del poder. La proximidad geográfica de Colombia, la incertidumbre de las intenciones de los grupos armados irregulares en este país y el sesgo en la percepción de los tomadores de decisión estadounidenses han obligado a Washington a priorizar la supervivencia de su país y su área de influencia. En parte, este trabajo da razón a los neorrealistas.

¿Cómo el modo económico de producción determinó el diseño de los tres planes de cooperación?

Se puede ver que existe una diferencia sustancial entre el programa enmarcado en la Guerra Fría y los enmarcados en la era de la posguerra Fría. Después de la Segunda Guerra Mundial, los preceptos del fordismo y el keynesianismo influyeron fuertemente en las élites estadounidenses, incluso en la concepción de su política exterior. La intención de EE. UU. de llevar un modelo de Estado de bienestar a otros lugares se evidencia en el contenido del Plan Marshall y la Alianza para el Progreso. En cuanto a esta última, de su objetivo y su ámbito geográfico se puede inferir un propósito más marcado por lograr un desarrollo integral de los países aliados de la región.

En cuanto al Plan Colombia en sus dos versiones, es de resaltar que la transición neoliberal ha alterado significativamente las aspiraciones de una cooperación más significativa de EE. UU. hacia Colombia. Está claro que la escala de estos dos programas es bastante limitada en comparación con la Alianza para el Progreso. Más allá de los elementos considerados obvios para hacer esta comparación (los que inciden en los objetivos y enfoques de los planes), la etapa neoliberal también se ha cruzado en el camino del trato con los grupos armados irregulares. Si bien el ala político-militar de la Alianza para el Progreso solo ha contemplado la instrucción para los militares colombianos, el Plan Colombia ha sido testigo del compromiso de los mercenarios con las operaciones antidrogas y terroristas en el país sudamericano. Esta privatización de la violencia y la implementación de un modelo de aseguramiento “de arriba hacia abajo” ilustran cómo el neoliberalismo ha marcado la orientación de los líderes estadounidenses.

En este aspecto, el punto de ruptura más decisivo fue el fin de la Guerra Fría, ya que permitió la consolidación del modelo neoliberal, especialmente en la relación norte-sur. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 no provocaron un trastorno decisivo en el replanteamiento de las relaciones de producción y su impacto en la política exterior y el arte de la guerra.

¿Se puede imponer la seguridad externamente?

A pesar de que la historia del conflicto armado en Colombia es anterior al réspice polum como orientación de la política exterior colombiana, se ha visto que el conflicto ha estado ligado a la relación con la potencia norteamericana en las últimas décadas. Ya sea para atizar la conflictividad, ya sea para mitigarla, el ejercicio de la hegemonía estadounidense ha sido determinante en la historia del conflicto colombiano. Así, la incapacidad del país suramericano para lograr su seguridad de manera autónoma conminó a los líderes hegemónicos a abordar este problema (un aliado periférico y regional con un conflicto en constante amenaza de desbordarse territorialmente) desde la perspectiva dominante de cada fase de su ciclo hegemónico.

Por esta razón, la recurrencia estadounidense a intervenir consentidamente en Colombia denota una suerte de fracaso tanto de los dirigentes estadounidenses para formular una estrategia en seguridad que tome en cuenta las especificidades de Colombia como de las élites colombianas para implementar los planes de cooperación integralmente y, sobre todo, para darles un alcance más allá de sus intereses particulares.

Conclusión

Tomando en consideración que el objetivo de este artículo ha sido “comprender la forma en que la hegemonía se manifiesta cuando una potencia, con el fin de buscar su propia seguridad, recurre a tres estrategias distintas en tres momentos distintos para conjurar las amenazas que erosionan la seguridad de un aliado periférico”, pueden extraerse varias consideraciones finales, de las cuales cabe resaltar tres.

En primer lugar, vale la pena destacar la versatilidad ofrecida por el concepto de hegemonía para llevar a cabo esta investigación. Se pudo constatar que la hegemonía no se agota sencillamente en la disposición de capacidades materiales político-militares o económicas, o en la imposición de reglas, como lo señalan las corrientes principales de las relaciones internacionales. Para comprenderse verdaderamente, la hegemonía debe incluir las percepciones, los cálculos y los valores propios de los líderes de la potencia; cómo esta hegemonía es plasmada en sus planes de influencia en otros países, pero también cómo estos planes son seguidos e implementados por las élites locales de los aliados periféricos. Un ejemplo de lo sinuoso que puede ser el camino descrito es el del gobierno de Valencia, en el que la aparente alineación con Washington para obtener recursos de su ayuda lo llevó a aceptar formalmente las condiciones fijadas por el hegemón, a la vez que implementaba un modelo contrario a lo esperado por este. Una distorsión de este nivel escapa de los análisis tradicionales de la disciplina (al ser irracional), pero es entendible a la luz de los enfoques cognitivistas aquí aludidos.

En segundo lugar, la elección del método comparativo cualitativo de tipo heurístico mostró sus virtudes para un análisis con este perfil. El hecho de haber tomado pocos casos (de diferentes momentos, pero de una sola entidad geopolítica) ofreció la ventaja de ampliar las dimensiones de observación tanto desde los niveles de análisis (sistémico, estatal y social) como desde sus consideraciones ontológicas (despliegue de capacidades materiales y elementos perceptuales). Esta amplitud en el estudio de cada fenómeno abarcado se logró gracias a la valoración de la especificidad de cada caso, lejos de la tentación de fijar tendencias o de medir lo inconmensurable.

En tercer lugar, y ligando los dos puntos anteriores, vale la pena hacer una ponderación de dimensiones. Al haber elaborado sus tres planes como recetas universales contra las amenazas del momento y desde las matrices de pensamiento económicas y políticas dominantes, puede aseverarse que los dirigentes estadounidenses tuvieron mayor atención de los constreñimientos sistémicos que de la especificidad de los contextos intervenidos. Esto no solo da a entender su visión de “arriba hacia abajo” de la realidad internacional, sino que también puede explicar en buena medida el porqué de sus frecuentes fracasos a la hora de llevar sus planes al terreno.

Una de las limitaciones significativas de la investigación desplegada tanto en materia conceptual como respecto del objeto de estudio es la relativa a la interacción entre hegemonía, seguridad y actores no estatales de la violencia. Aunque visiones de la hegemonía como el neogramscismo superan los supuestos estadocentristas de la noción de hegemonía, ni siquiera estas visiones toman en consideración a los agentes de la violencia no estatal. Por lo explorado en este artículo, las compañías de mercenarios, los grupos paramilitares y los grupos guerrilleros merecen un análisis especializado para comprender con mayor profundidad las dimensiones menos evidentes de la hegemonía.

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Citación APA: Urueña-Sánchez, M., & Dermer-Wodnicky, M. (2022). Hege-monía y aliados periféricos: la Pax Americana y sus apoyos a la seguridad en Colombia. Revista Científica General José María Córdova, 20(39), 505-525. https://dx.doi.org/10.21830/19006586.892

Financiamiento

Los autores declaran que este artículo fue financiado por la Universidad del Rosario y la Universidad La Gran Colombia.

Sobre los autores

Mario Uruena-Sánchez es doctor en derecho por la Universidad del Rosario, con estudios de doctorado en ciencia política de la Universidad de Quebec (Montreal, Canadá); magíster en geopolítica y seguridad global por la Universidad de Roma “La Sapienza” (Italia), y politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Es profesor de la Universidad del Rosario. https://orcid.org/0000-0002-8040-6240 - Contacto: mario.uruena@urosario.edu.co

Miriam Dermer-Wodnicky es doctoranda en derecho por la Universidad del Rosario; magíster en ciencia política por la Universidad de Quebec (Montreal, Canadá), y politóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Es docente investigadora de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad La Gran Colombia. https://orcid.org/0000-0001-8749-9024 - Contacto: miriam.dermer@ugc.edu.co

Recibido: 12 de Noviembre de 2021; Aprobado: 09 de Mayo de 2022; Publicado: de 2022

*Contacto: Mario Urueña-Sánchez mario.uruena@urosario.edu.co

Declaración de divulgación

Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo.

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