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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.173 Bogotá May/Aug. 2020  Epub Nov 13, 2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n173.84918 

Reseñas

De Gamboa, Camila, y Uribe, María Victoria, eds. Los silencios de la guerra. Bogotá: Universidad del Rosario, 2017. 348 pp.

IVÁN ALEXANDER MAHECHA BUSTOS* 

* Universidad del Norte - Barranquilla - Colombia mahechai@uninorte.edu.co


El libro Los silencios de la guerra, editado por Camila de Gamboa y María Victoria Uribe, aborda de forma rigurosa la relación existente entre silencio y violencia, relación que hasta el momento no había sido analizada en nuestro contexto. Los diversos capítulos que componen el libro ahondan en la comprensión del fenómeno del silencio, no solo en su sentido cotidiano de falta de sonido, sino en un sentido más vivencial: la incapacidad de testimoniar lo ocurrido, la imposibilidad de (re)presentar la experiencia, la incapacidad de comprender lo acontecido, la capacidad de hacer caso omiso ante lo acontecido. La capacidad de crear y comprender lo inaudito.

En palabras de sus editoras, el propósito del libro es "abordar, desde la teoría y desde casos concretos, los silencios previos y póstumos que deja la violencia" (10). Según este objetivo, la pretensión del libro sería crear un arco temporal en el que el presente es la violencia conectada con un pasado que la causa -en el que el silencio puede ser usado como herramienta de y para la violencia- y un futuro que debe lidiar con ella -en el que el silencio se erige como mecanismo que dificulta el lidiar con sus consecuencias-. Así entendida, la violencia es el eje central que marca la pauta del análisis llevado a cabo por los diversos autores de los capítulos que componen el libro; de ello da fe la presentación del libro, ejecutada con lograda maestría por sus editoras.

Permítanme apartarme de esta lectura propuesta con la esperanza de arrojar luces sobre algunos aspectos que no son inmediatamente evidentes al leerlo por primera vez. Esta comprensión alternativa plantea que el silencio, y ya no la violencia -o más allá de la violencia-, es el eje conductor de los diferentes capítulos que conforman el libro. De este modo, el punto de partida de la lectura del libro -su presente- es, paradójicamente, la experiencia del silencio; con esta visión, el arco creado relaciona unos silencios que crean violencia, la violencia que crea silencio, y los silencios que son creados por la violencia. Para lograr la comprensión de esta lectura alternativa, un lenguaje y método comunes deben ser tenidos en cuenta.

Los dos primeros capítulos del libro proporcionan dicho lenguaje y método y, por lo tanto, son transversales para la comprensión de los demás artículos, al menos en lo que a mi lectura refiere. Estos dos primeros capítulos, "El silencio de Benjamin" de Shoshana Felman y "Hacia una gramática de silencio: Benjamin y Felman" de María del Rosario Acosta, buscan hacer evidentes las formas como la comprensión de lo no dicho que se erige como objetivo común a lo largo del libro. Las autoras reflexionan sobre la posibilidad de configurar, en palabras de Acosta, una "gramática de los silencios", entendida como la posibilidad de rescatar lo que se encuentra cautivo en lo que es efectivamente transmitido o, simplemente, en lo que no puede ser transmitido. Rescatar el decir y la acción que se encuentran cautivos en lo dicho y lo hecho o, simplemente, en lo no dicho y lo no hecho.

Más allá de proponer unas reglas de esta "gramática de los silencios", Acosta y Felman plantean las condiciones que se requieren para que una gramática tal sea posible. Ella se hace necesaria ya que, como lo mostrarán los demás autores, la guerra y la violencia -sus consecuencias- se erigen como situaciones inauditas que, aunque no insólitas, sí exceden la comprensión de aquellos que, como muchos de nosotros, no estamos directamente concernidos por ellas, o que no nos dejamos concernir por ellas: que hacemos "oídos sordos" y "guardamos silencio" ante las injusticias. Pero también exceden la comprensión de aquellos directamente concernidos por las situaciones de guerra y violencia, de sus víctimas, quienes "hacen silencio" y "no pueden o no quieren hablar"; o, peor aún, que "son silenciados" de múltiples maneras. En estas situaciones, ante la incapacidad de hacer presente la experiencia, de hacérnosla presente, donde lo dicho es inexistente y lo no dicho reina, comprender el silencio es fundamental.

El artículo de Felman proporciona el lenguaje y sintaxis comunes que permiten que aquello que es escrito por el resto de los autores tenga sentido. Según Felman, el trabajo de Benjamin puede considerarse como una constante búsqueda por aquello que es escondido por el lenguaje: las formas en que lo dicho encubre lo no dicho, sin lo cual no podemos determinar el sentido completo del decir; la búsqueda por un "excedente de significado que se encuentra literalmente cautivo en las instancias de silencio" (30). La tesis de Felman es que no solo la obra de Benjamin tiene este objetivo, sino que a la obra misma de Benjamin puede adscribirse esta cualidad; es decir, que la obra de Benjamin está repleta de eventos de silencios, que se ubican por fuera del lenguaje mismo -como lo no dicho entre 1914 y 1920 acerca del suicido de su mejor amigo al inicio de la Primera Guerra Mundial- o que son expresados dentro del lenguaje mismo -como lo dicho por Benjamin mismo de forma críptica y alegórica- cuyo significado excede el sentido de lo efectivamente dicho en su obra. Más allá de las interesantes reflexiones de Felman acerca de la vida y obra de Benjamin como objeto de análisis a partir de las categorías que él mismo produce, me interesa centrarme en dichas categorías, ya que, precisamente, son las usadas por el resto de los autores y autoras del libro, lo cual le da, así, unidad.

Felman considera que Benjamin cuenta con dos teorías del silencio: en "El narrador", Benjamin parte del hecho de que la narración desinteresada ha desaparecido y dado paso al flujo interesado de la información periodística; en esta, el interés se centra en explicar lo sucedido, mas no en comprenderlo. En este contexto, aquellos que participaron en la Primera Guerra Mundial no pueden comunicar sus experiencias porque no tienen el espacio adecuado para hacerlo: la narración era el espacio privilegiado en que la experiencia traumática podía ser contada de forma tal que el narrador pudiera hallar sentido a su experiencia en la forma de consejo -de moraleja- para los que escuchan. Ante esta imposibilidad, teniendo como opción la mera explicación de los hechos que no supone creación de sentido, los sobrevivientes de la guerra prefieren callar, y con ello su experiencia ya no tiene sentido. Ello deriva en que el narrador ya no puede narrar porque la experiencia es muda, ya no puede comunicarse; este mutismo contrasta con el exceso de ruido de la información periodística.

La segunda teoría del silencio deriva de "las tesis sobre la filosofía de la historia". A diferencia de aquella presente en "El narrador", esta refiere no solamente a un silencio que existe porque el agente no puede comunicar su experiencia sino, además, porque alguien le ha imposibilitado comunicarla. El silencio aquí es impuesto: el vencedor se apropia no solo de los medios de comunicación, sino del lenguaje mismo, expropiando a los sujetos de su capacidad de comunicar sus experiencias; dicha expropiación no es solamente material -en la medida en que, por ejemplo, se les prohíbe contar lo sucedido o se deslegitima la narración realizada- sino que, adicionalmente, el tipo de experiencias a las que son sujetos son de tal magnitud que el lenguaje excede la experiencia de forma que no puede ser comprendida por otros -de ahí, por ejemplo, la incredulidad respecto de lo sucedido en los campos de concentración. La fuerza de este silencio es tanta que modifica la historia misma, encubriendo las voces de aquellos sin poder; la voz del victorioso es aquella que es omnipresente, con la cual nuestra experiencia cotidiana se relaciona. Es justamente la voz del que no tiene poder -de la víctima- la que ha sido sistemáticamente silenciada por el poderoso -su victimario-, y es ella la que debe hacerse evidente en nuestro intento de comprender la experiencia que lo dicho encubre.

Este es el punto de partida del capítulo escrito por María del Rosario Acosta. Acosta indaga por las posibilidades de comprender experiencias traumáticas que no pueden ser expresadas ni, incluso, procesadas como experiencias. Justamente el trauma de estas experiencias deviene de que al sujeto le es imposible procesar el daño que se le causó simplemente -simplemente- porque no encuentra lenguaje que le permita expresar su experiencia con sentido, ante lo cual prefiere callar (no hablar y no expresar). Así, las experiencias traumáticas refieren a experiencias reales y concretas que pierden su realidad y concreción porque no pueden ser puestas en palabras e, incluso si lo pudieran ser, la experiencia real y concreta de daño causado reclama una comprensión que va más allá de lo que es posible de ser dicho. Esto se debe a que eso que puede ser dicho refiere a un lenguaje que ya no significa lo que la víctima busca significar; de este modo, el lenguaje pierde su sentido cotidiano o, más exactamente, el sentido cotidiano es insuficiente para darle sentido a la experiencia que no es cotidiana. En esta situación, que no es otra que la del silencio inaudito, la necesidad de un lenguaje nuevo se hace más evidente: debe no solo ser posible que la víctima exprese su experiencia con sentido si así lo desea, sino que dicha expresión debe ser comprendida por otros para que se le haga justicia. Así, la tarea es doble: la búsqueda de nuevos lenguajes no cotidianos que permitan expresar experiencias no cotidianas; y la posibilidad de acceder a la experiencia no dicha, imposible de ser dicha, acudiendo a los lenguajes cotidianos.

Esta es precisamente la búsqueda que emprende la autora: al escuchar de otro modo los silencios provenientes del trauma, puede abrirse "[...] un espacio de producción de una gramática capaz de representar dichos silencios, de hacerlos resonar y decir lo que -desde nuestras categorías tradicionales- corre el riesgo de permanecer inaudible" (87). Este es un imperativo moral: no se trata de que hagamos que lo no dicho diga cualquier cosa, sino que las reglas, esa gramática del silencio, debe ser tal que nuestra comprensión del silencio haga justicia a la experiencia no dicha de la víctima. En otras palabras, la gramática del silencio debe ayudar a la víctima a hacer comunicable su experiencia inexpresable de forma que la pueda llenar de sentido y, así, pueda procesarse el daño causado. Una gramática tal, argumenta Acosta, solo es posible si tomamos en serio las preguntas que surgen de la producción de sentido comunicable de algo que es, al mismo tiempo, exceso y ausencia de experiencia -una narrativa de lo inexpresable- y de la posibilidad de hacer memoria sobre ese algo que es exceso y ausencia de experiencia -una memoria de lo inolvidable-. Lo primero se relaciona con las posibilidades de un lenguaje para el trauma, en el que la experiencia misma de escuchar aquello que la víctima busca expresar por cualquier medio, con sentido o sin él, es suficiente, toda vez que el que escucha la narración solo atestigua el proceso que lleva a cabo la víctima por darle sentido a su experiencia; el que escucha no tiene pretensión alguna respecto del posible sentido que tenga la narración, más allá de aquel que el que narra trate de comunicar. Lo segundo versa sobre la relación entre narración y justicia en la que el proceso de narrar el evento traumático es, en sí mismo, un mecanismo de resistencia a su olvido en el que lo narrado resiste continuamente a ser completamente integrado en las formas tradicionales de expresión fácilmente olvidables; lo continuamente narrado corresponde a todo aquello que todavía no ha sido resuelto, permaneciendo como testigo de una demanda constante por justicia.

Una vez definido un lenguaje común y el método de investigación, podemos iniciar la lectura propuesta. Este inicio debe asumir que la experiencia humana se caracteriza por la presencia: vemos lo que existe, sentimos lo presente, escuchamos los ruidos y sonidos, etc.; todo ello nos es evidente. Sin embargo, la omni-presencia de lo existente, de lo visible y lo audible, solo lo es en nuestro mundo; en el universo, lo inexistente, lo invisible y lo inaudible son legión. En el universo, fuera de nuestro mundo, el silencio es omnipresente; en nuestro mundo, lo audible nos excede... o al menos así nos lo hace saber. Tal vez debido a la presencia omnipresente de lo audible en nuestro mundo, no necesariamente reparamos en el silencio, tal como no reparamos en aquello que no vemos o no sentimos; cuando lo hacemos, nos parece extraño: si reparamos en ello -si vemos algo invisible, si sentimos lo no presente- lo asumimos como no perteneciente a nuestro mundo. Así, el silencio nos parece anormal, extraño. Imposible: "el silencio no existe" (117); no existe en nuestro mundo, deberíamos agregar.

Pero sí existe y tiene lugar en nuestro mundo: es siempre omnipresente en todo aquello que conforma nuestra experiencia; el lugar del silencio no es más sino el estado previo a la presencia, el instante anterior a lo audible. Su existencia omnipresente se desenvuelve en el instante del decir y la acción -diciendo y haciendo- que cobija lo dicho y lo no dicho, lo hecho y lo no hecho; así, todo lo efectivamente expresado -lo dicho y lo hecho - es un mero indicio del decir y de la acción, que no son agotados en lo expresado. Lo no dicho y lo no hecho, por su parte, indican de forma igual o superior; son indicios, tal vez mejores, de lo que busca decirse y hacerse. La paradójica presencia del silencio se hace más evidente -y más necesaria- en aquellas situaciones que exceden la comprensión común de la experiencia cotidiana; esto es, aquellos casos en lo que lo dicho o hecho no puede hacerse inmediatamente presente a nuestra experiencia requieren de ser comprendidos acudiendo a lo no dicho y no hecho. Así, en lo inaudito, que, además de insólito, es también nunca oído y no entendido -o, al menos, aún no oído y aún no entendido-, yacería, entonces, la clave de la comprensión del decir y de la acción.

En este momento previo a la experiencia de silencio podemos ubicar el análisis realizado en dos de los ocho capítulos que conforman el libro: "El silencio como armamento sonoro" de Ana María Ochoa y "La presencia espectral de la violencia en México, el secreto de su silencio" de Mauricio Pilatowsky. En ellos, el silencio es creador de violencia, bien sea de forma material, como nos lo mostrará Ochoa, o como condición para que la violencia sea posible, dirá Pilatowsky. El análisis que realiza Ochoa, recurriendo a fuentes derivadas de la estética musical, concibe el silencio como instrumento que crea violencia mediante su imposición: el sujeto no puede decidir si escucha o no. El fenómeno del silencio se traduce en un no poder escuchar impuesto externamente al sujeto, bien sea porque se le priva de la sensación sonora mediante el uso de dispositivos como el confinamiento solitario o se sobrecarga dicha sensación mediante el uso de sonidos y ruidos estridentes. En este sentido, aquello inaudito no es nuestra cotidiana definición del silencio como ausencia de sonido sino, más bien, no poder decidir qué escuchar e, incluso, no poder siquiera decidir si escuchar o no: "el silencio es la imposibilidad de una quietud perceptiva a voluntad por medio de la sobresaturación sonora que desarticula (o "desordena" en el lenguaje de los manuales de tortura) la persona" (150). Ese no poder escuchar, la paradójica falta y exceso de sonido -cuyo objeto bien pudiera ser, como anticipó Benjamin, el exceso y falta de información en nuestros mundos globalizados- hace imposible la comprensión, aquí entendida como la imposibilidad para el sujeto de orientarse a sí mismo y relacionarse con el mundo que lo rodea en términos de tiempo y espacio. Una incapacidad de la experiencia humana, diríamos, que no es otra cosa que la creación de silencio; una imposibilidad de acceder a nuestro mundo.

El análisis de Pilatowsky parte de un contexto similar al de Ochoa y, al mismo tiempo, radicalmente diferente. Aquí, el silencio también engendra violencia, pero ya no de forma activa, como sucedía con Ochoa, sino en forma de medio que esconde violencia: el silencio estructural de las sociedades, su mutismo, genera las condiciones para la presencia y, en cierto sentido, la legitimación de la violencia. Dicho mutismo, acudiendo a herramientas sicoanalíticas, puede ser explicado como un mecanismo estructural en el que los sujetos, individual y colectivamente, son sometidos sin que tengan posibilidad de expresarse -y así son estructuralmente acallados-; ante el deseo de emanciparse de esta situación, como resultado del sometimiento en estas condiciones, el abuso y la violencia se consideran únicas alternativas. En este proceso -de individuo sometido a pequeño tirano (185)-, afín a situaciones de imperialismo cultural, el sujeto -sujetado a la voluntad de otro, de su amo, del vencedor- es empático hacia la sumisión; se teme y admira al amo, se quiere ser como él. Este hecho solo es posible ante la presencia de lo inaudito, que en Pilatowsky se refiere al "silencio espectral de la violencia" (191): trauma original que está presente en su invisi-bilidad; miedo sistemático que rompe lazos comunitarios e impone voluntades externas; modelo al que se aspira. De este modo, el silencio es condición para que la violencia sea posible. Siguiendo a Felman, y por esa vía a Benjamin, Pilatowsky concluye que para poder "peinar a contrapelo" y descubrir la barbarie que acompañó a este proceso de transmisión cultural debemos tomar distancia y escuchar el silencio que habla desde lo no dicho en esta narrativa. Lo que la lengua colonizadora no nos deja escuchar es ese profundo miedo al espectro que somete y paraliza... el asesino depredador que no tiene más ley que su propia ambición. (192)

Como reflexión de transición entre el silencio que genera violencia y el silencio que es generado por la violencia, el capítulo de Rigoberto Reyes Sánchez, "Enmudecer, acallar, guardar. Violencia y silencio en el México contemporáneo", nos traslada de los lugares concretos de violencia al lugar del silencio; con ello, abre el espacio de análisis a instancias concretas de silencio, no ya de instancias concretas de violencia que generan silencio, que serán objeto de reflexión por parte de Carlos Thiebaut en su capítulo "Daño y silencio". Reyes nuevamente tiene a México, el real y el rulfiano de Pedro Páramo y El llano en llamas, como contexto; en él, el silencio es generado por la guerra y adopta diversos modos de expresión con un marco común que es compartido por los demás autores del libro: crear, generar o hacer silencio supone un esfuerzo ingente muy superior al necesario para crear, generar o hacer lo contrario; el sonido es parte del orden de nuestra experiencia humana y así lo comprendemos. Así, romper dicha experiencia, ser incapaz de comprender una experiencia, de asimilarla, de nombrarla siquiera, supone un esfuerzo mucho mayor en nuestro mundo; el interferir en su comprensión implicaría una gran voluntad de crear desorden, de romper definitivamente con la experiencia humana del mundo. El silencio supone la pretensión de destruir el mundo.

Precisamente, lo enunciado se denota, y es ilustrado, en lo que Reyes denomina tonos del silencio: el enmudecer o no poder transmitir experiencias debido a la afectación de las facultades cognitivas y perceptivas del sujeto; el acallar o no poder transmitir experiencias debido a la injerencia de un tercero que no deja expresar; y el guardar silencio o no transmitir experiencias debido a la decisión del mismo sujeto de no expresar con el ánimo de evitar un daño mayor. Estos tonos del silencio tienen en común, por decirlo así, un acento inmoral: el silencio se relaciona con un daño irreparable, con el que no se ha lidiado, sobre algo que los sujetos consideran importante en sus vidas; precisamente, el silencio "inmoral", lo inaudito, se traduce en falta de acción frente a la violencia que genera silencio. Sin embargo, la acción frente al silencio que genera violencia no necesariamente se traduce en hechos y palabras. Aunque no es desarrollado por Reyes, pero sí enunciado, frente a estos tonos inmorales del silencio se erige un cuarto tono, uno relacionado con el imperativo ético de cuidar el silencio -sobre el cual se volverá en los otros capítulos del libro-. Dijimos que lo hecho y dicho es superado por el hacer y el decir, que el sentido de esto último excede lo primero; del mismo modo, en lo no hecho y lo no dicho también hay sentidos del decir y del hacer que no nos son evidentes. En algunos contextos, no decir o no hacer algo equivale a guardar silencio, pero ya no respecto de aquello que genera un daño, sino como resistencia a dicho daño: guardar silencio frente al relato de las experiencias de las víctimas, sepultar a los muertos y guardar su memoria en silencio, negarse a su olvido, mantener el arraigo; todo esto equivale a guardar silencio frente a la experiencia de daño causada por el silencio, pero ya no por una acción llevada a cabo por el victimario, sino como un deber de solidaridad frente a la víctima.

El capítulo escrito por Carlos Thiebaut parte del análisis comenzado por Reyes. El silencio, nos dice Thiebaut, "no es como las palabras y las acciones, sino que es su suspensión y su ausencia, pero significa y hace cosas como ella" (222). Esto se relaciona con las experiencias de daño y la posibilidad de otorgar significado y actuar de conformidad con ello; precisamente, la posibilidad de decir y hacer se ve truncada por la experiencia de daño y, en este truncamiento, el silencio se hace evidente en su mayor expresión: el silencio dice y hace cosas, tal como las palabras dicen y las acciones hacen. El decir y hacer del silencio -lo no dicho y lo no hecho- pueden dividirse en decires y haceres productivos, con implicaciones positivas y morales como aquellas asociadas al cuidar la memoria de las víctimas -que aparecen con mayor fuerza en otros capítulos del libro-, y destructivos, con implicaciones negativas e inmorales. Sobre este último, el silencio destructivo puede relacionarse con características del sujeto mismo que crea silencio o con la participación de un tercero que crea el silencio. De este modo, Thiebaut nos habla del silencio destructivo del que no quiere hablar, del que no puede hablar, del que no deja hablar, del que no puede escuchar, del que no quiere escuchar y del que no reacciona. En todas estas acepciones negativas, la experiencia de daño requiere una respuesta -un decir o un hacer-que no es dicha ni hecha: una anomalía, que interrumpe el orden esperado, aparece; lo inaudito hace presencia.

Una vez el silencio destructivo se hace presente como respuesta no esperada al daño causado, lo esperado es "romper el silencio": el daño negativo causa y perpetua el daño, el silencio positivo propende por curar y evitar el daño. En ciertas ocasiones, el silencio es muestra de respeto y reconocimiento al otro, tal vez la única forma de lidiar con el daño que hemos sufrido; en este contexto, el no hacer y no decir propio del silencio es más elocuente en el decir y el hacer -más fructífero en la reparación del daño- que aquello efectivamente dicho o hecho. Pero para hacer silencio productivo -que es más difícil de lograr que lo dicho y hecho - el silencio negativo debe ser superado: para saber cuándo no decir algo frente al sufrimiento del otro, debemos primero apercibirnos del sufrimiento de ese otro; en esto consiste el romper el silencio. Thiebaut nos enuncia dos dificultades para realizarlo, que él mismo no desarrolla a profundidad: el silencio siempre significa demasiadas cosas -lo no dicho es todo aquello que es no dicho, mientras que lo dicho es solamente eso dicho-, lo cual da lugar a incumplir expectativas normativas frente a las experiencias de daño; y la inexistencia de un lenguaje que permita acceder al silencio sin desnaturalizarlo, que permita "romper el silencio" sin hacerlo desaparecer.

Estas dificultades enunciadas por Thiebaut se materializan en dos situaciones: unas experiencias de daño requieren de acción y palabra; la falta de dichas acciones y palabras es concebida como inmoral. Otras experiencias de daño exigen silencio; la presencia de actos y palabras es concebida como inmoral. A estas situaciones, que transitan del silencio que genera violencia al silencio que es generado por la violencia, cerrando así el arco de esta lectura alterna, se enfrentan los capítulos de Ángela Uribe, "El "desnivel prometeico" y el lenguaje del perdón", y Wolfgang Heuer, "Volver a hablar tras la muerte del lenguaje. Sobre los esfuerzos de aprender a hablar y la facilidad de perder el lenguaje de nuevo". Heuer nos presenta una tipología de formas de "romper el silencio": después de las atrocidades del totalitarismo nazi y el holocausto -causa directa o indirecta de la pérdida de sentido contemporánea-, el silencio se apoderó de Alemania, de los alemanes; un silencio espectral diríamos con Pilatowsky. El silencio a que Heuer alude no es aquel que causa violencia, sino aquel causado por la violencia; aquel en que lo inaudito se traduce en que lo cotidiano (la palabra, la comprensión y la acción) es destruido por la guerra, siendo necesaria la construcción de una nueva cotidianeidad. En otras palabras, la experiencia en conjunto es destruida, el mundo es destruido y se hace necesario la construcción de uno nuevo; a ello se enfrenta Heuer con su ejercicio de describir la forma en que se hizo necesaria la construcción de nuevos lenguajes luego de la destrucción del mundo alemán; lo cual, a su vez, implica la reconstrucción del alma, el cuerpo y el espíritu alemán y de los alemanes.

Estos lenguajes -movimientos lingüísticos- (los lenguajes del fingimiento, de la impasibilidad, de la desconfianza, de las víctimas del trauma, polifónicos de un coro de lenguas, y de la risa) provenientes de la literatura y el periodismo no son solo ellos mismos ejemplos de la dificultad de reconstruir el lenguaje y de la resistencia del silencio destructivo a ser enfrentado y derrotado, sino que algunos son muestra precisamente de un largo proceso de hacer frente al silencio, rompiéndolo y creando un nuevo mundo que permanentemente se encuentra en peligro de ser destruido nuevamente. Estas amenazas -encarnadas en el populismo, el terrorismo y la banalidad del mal y el mal radical- nos demuestran que debemos estar atentos a resistirnos al silencio destructivo, cuyo ejercicio es simple y genera sensaciones seguras, para optar por la acción y la palabra valiente o el silencio productivo.

Justamente, el capítulo de Ángela Uribe nos muestra un ejemplo de los problemas que acarrean los ejercicios simples unidos a sensaciones de seguridad que implican silencio destructivo. Uribe nos ilustra una situación en que cumplir con las expectativas normativas frente al daño sufrido exige un tipo de silencio positivo; es más, nos imponen el deber de callar. El victimario de hechos atroces no puede comparecer ante sus víctimas a solicitar de estas perdón por las acciones que les causaron daño, a menos que efectivamente esté arrepentido, que reconozca el daño causado por sus acciones y se haga realmente responsable por dichas acciones y daños antes sus víctimas. Ante el incumplimiento de estos requisitos, el victimario no debe hablar: el dicho y la palabra no pueden hacer presencia y, cuando lo hacen, solo son sinsentidos que no pueden ser comprendidos. En este caso (el de un paramilitar en Colombia que puede ser el de cualquier victimario en el mundo), el dicho implica silencio, no por exceso de sentido sino por su defecto: lo dicho dice nada que es otra forma de silencio, tal vez peor. Más allá de los factores institucionales que rodean el contexto en el que el victimario hace la solicitud de perdón -ligados al contexto judicial en que se exige del victimario la solicitud de perdón con el fin de acceder a beneficios punitivos-, ella debe estar orientada hacia quien sufre el daño, no hacia quien lo causa; de esta forma no solo se direcciona la acción hacia el daño que ha causado una ruptura en la experiencia del mundo, sino que se evita un silencio negativo que perpetua el daño causado y causa daños adicionales. En este sentido, la verdadera solicitud de perdón rompe el silencio destructivo y abre lugar a un silencio productivo; así, en este caso, la expectativa normativa se traduce en que el victimario haga una verdadera solicitud de perdón incluso respecto de acciones que son desproporcionadas, pero no abarca la exigencia de que la víctima otorgue dicho perdón: precisamente, el desnivel prometeico remite al hecho de que esperamos el silencio de la víctima, pero no porque ella no pueda perdonar, sino porque la solicitud de perdón no puede tener lugar.

El problema que Uribe deriva de esta solicitud de perdón respecto de hechos atroces desproporcionados se relaciona con el hecho de que la verdadera solicitud de perdón nunca puede ser dicha con sentido y, por ello, el victimario debió haber guardado silencio más allá de que la expectativa fuera que solicitara perdón. El desnivel prometeico refiere a que, en ciertos actos voluntarios y deliberados, la desproporción del acto que causa daño es tal que su agente nunca pudo darle sentido; el victimario, más allá de ser el agente de sus acciones y de que estas fueran libremente ejecutadas, no puede imaginar el alcance e impacto cualitativo y cuantitativo que ellas tendrán en sí mismos y en otros. En otras palabras, el victimario no imagina, es incapaz de hacerlo, que sus acciones tendrán como consecuencia la destrucción del mundo de experiencia de sus víctimas. Así, la solicitud de perdón siempre es un sin-sentido ya que el victimario nunca podrá darle sentido, real y concreto, a la acción que causa daño.

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