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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.26 Cali Jan./June 2008

 

MAL RADICAL EN EL ESTADO LOCKEANO: EL DESCUIDO DE LAS EMOCIONES POLÍTICAS*

Radical Evil in the Lockean State: The Neglect of the Political Emotions

Martha C. Nussbaum

University of Chicago

Traducción:

Alba Yaneth Jaramillo, Yobany Serna Castro


RESUMEN

El artículo aborda el problema de la tolerancia en el contexto de la filosofía de John Locke. Sin embargo, acude a otras posiciones también filosóficas (como las de Kant, Rousseau, Mill) que permiten contrastar las ideas sobre la tolerancia en un contexto mucho más amplio. Además, las tesis expuestas explicitan por qué es necesario que los estados democráticos modernos, mediante sus políticas públicas, fomenten y apoyen una amplia cultura crítica mundial de igual respeto por los ciudadanos, como condición necesaria para la educación, la libertad de expresión y la deliberaci ón pública.

Asimismo, se muestra por qué, si bien la tolerancia es una urgente preocupación en las sociedades democráticas modernas, es aún difícil de alcanzar. Entre los móviles que imposibilitan una realizaci ón estable de la tolerancia, se encuentra el mal radical. El mal radical imposibilita tal cosa porque, entre otros aspectos, hace que desatendamos la ley moral (Kant), que nos obliga a actuar correctamente. Esto, como puede deducirse, hace que nuestro actuar refleje tendencias y actitudes propiamente intolerantes, tales como el ansía de poder o la codicia. Todas estas ideas se tratan de aplicar a casos particulares, como por ejemplo algunas sociedades modernas actuales, la India y los Estados Unidos son algunas de ellas.

Palabras clave: Tolerancia, emoción, mal, democracia liberal, Locke, Mill, Kant, Rousseau.


 

I. La fragilidad de la tolerancia

La tolerancia es una urgente preocupación en todas las democracias liberales modernas. Tales democracias están basadas en la idea de igual respeto por los ciudadanos. Pero todas contienen una pluralidad de “doctrinas comprehensivas ” (para usar la expresión de John Rawls) religiosas y seculares, a partir de las cuales las personas le confieren sentido a sus vidas, y buscan para su moral un fundamento y significado últimos. Así, parece ser que el igual respeto por los ciudadanos, en semejantes circunstancias, requiere del respeto por su libertad e igualdad, cuando ellos persiguen asuntos de fundamental importancia. Dichas democracias, además, tienen fuertes razones para apoyar la idea de tolerancia, entendida en términos de respeto y no sólo como una aceptación reluctante, y para extender la tolerancia a todas las doctrinas religiosas y seculares, limitando solamente la conducta que viole los derechos de otros ciudadanos. Esta norma es ampliamente compartida en las democracias liberales modernas, cualquiera que sean los desacuerdos acerca de otras ideas (como la idea de que las razones religiosas pueden justificar ciertas excepciones en leyes de aplicabilidad general).

Sin embargo, no hay democracia moderna en la que la tolerancia de esta clase sea una realización estable. La tolerancia está siempre en la mira de las fuerzas de la intolerancia, y requiere constante vigilancia para evitar que un poderoso grupo imponga sus hábitos a una minoría relativamente impotente. En los Estados Unidos, casualmente el lenguaje y los sentimientos cristianos son a menudo introducidos en estamentos políticos públicos, de una manera que sugiere la desigual dignidad de los no cristianos. En Francia, ahora el Estado contempla la posibilidad de convertir la intolerancia en política de estado, prohibiendo el porte de indumentarias religiosas sobresalientes en escuelas públicas. Aunque esta ley pretende ser imparcial, de hecho constituye una discriminaci ón contra los musulmanes y judíos, ya que mientras los cristianos no consideran como una obligación religiosa el portar cruces grandes, el velo musulmán y (para algunos judíos) el yarmulke son considerados como obligatorios. La India, el particular tema de gran parte de mis actuales escritos, una democracia que antes se enorgullecía de sí misma por el respeto al pluralismo y por un amor real de la diversidad religiosa y étnica, tiende ahora, de modo creciente, a volverse un Estado hindú. Los libros de texto usados por adolescentes expresan una concepción fundamentalista hindú de la nación y su historia; el derecho de las minorías musulmanas a la protección equitativa de las leyes no es seguro; los niveles más altos del Estado e incluso del gobierno nacional, permiten que se violen enormemente los derechos de esta minoría1 .

¿Por qué la tolerancia, atractiva en principio, es tan difícil de alcanzar? El argumento a favor de la tolerancia fue bien articulado por John Locke en su influyente Carta sobre la tolerancia, una obra que influyó profundamente todas las propuestas subsecuentes en la tradición occidental. Pero Locke no procuró diagnosticar las fuerzas que, en los seres humanos, militan contra la tolerancia; de este modo, su atractiva propuesta descansa en un frágil fundamento. Kant, argumentaré, hizo mucho más, combinando una explicación lockeana del Estado con un profundo diagnóstico del “mal radical”, las tendencias que en todos los seres humanos actúan contra la estabilidad de la tolerancia y el respeto. Pero Kant hizo poco por conectar estas dos partes de su pensamiento acerca de la religión. No propuso un mecanismo a través del cual el Estado pudiera mitigar la influencia perjudicial del mal radical, para así mantener la estabilidad de la tolerancia. Sus puntos de vista acerca de los límites de la acción pública en la esfera de la opinión, lo llevaron a sostener amplias protecciones para la libertad de expresión y el cultivo de una vigorosa cultura crítica; todo lo demás, desde su punto de vista, debe dejarse a la libre elección de los ciudadanos. Esto, como fue muy consciente el propio Kant, deja a la tolerancia, y al Estado tolerante, en una situación frágil y precaria.

Una solución al problema del mal radical fue propuesta por Rousseau, quien es la fuente de la doctrina kantiana del mal radical. Rousseau argumentó célebremente que el Estado tolerante, para ser estable, necesita inculcar sentimientos que soporten la tolerancia en la forma de una “religión civil”. Su propuesta enseña profundas intuiciones humanas. Pero estos rasgos coercitivos seguramente serán inaceptables para Locke y Kant, y ellos serán inaceptables para nosotros. Rousseau limita drásticamente las libertades de expresión e investigaci ón, logrando estabilidad por medio de una homogeneidad dada a la fuerza. Mientras se ovaciona a Rousseau por oponerse al problema del mal radical en el Estado tolerante, nosotros deberíamos rechazar su solución.

Entonces, ¿cómo podrán las modernas sociedades pluralistas resolver el problema del mal radical?, ¿cómo puede una sociedad pluralista respetuosa desposeer el frágil fundamento humano de la tolerancia, especialmente en un mundo en el cual nosotros necesitamos cultivar la tolerancia, no solamente en el interior de cada Estado, sino también entre personas y Estados, en este mundo entrelazado? Una parte de la solución seguramente puede encontrarse, como argumenta Kant, en la atenta protección de las libertades de expresión e investigaci ón rigurosa, y en el cultivo de una cultura pública crítica, incluyendo una cultura pública global. Si estas propuestas nos parecen demasiado débiles, podemos, no obstante, encontrar una prometedora línea de argumentación en la obra de John Stuart Mill, en su idea de la “religión de la humanidad”.Argumentar é que la idea de Mill fue, en efecto, prometedora para su tiempo, pero hizo muy pocos cuestionamientos acerca de qué tanto el Estado debería permitir tal religión en una sociedad pluralista. Intentaré responder a través de mi propia explicación del mal radical, que resulta un poco más compleja que la de Kant.

II. La tolerancia y la igualdad de respeto: el Estado lockeano

El pensamiento de John Locke sobre la tolerancia es complejo, y es imposible comprender completamente el argumento de su Carta sin conectarlo con el resto de su pensamiento político. Hagamos, no obstante, un resumen. Locke insiste que en materia de creencias y conductas religiosas (en la medida en que esto no viole los derechos de otros) el Estado debe hacer lo posible por proteger la “[a]bsoluta libertad, lo justo y la verdadera libertad, la igual e imparcial libertad ”. El Estado no sólo debe rechazar el uso de la fuerza para imponer la homogeneidad religiosa, también debe proteger fuertemente a todos sus ciudadanos de la coacción por parte de otros. Además, ninguna persona debe ser “perjudicada en sus goces civiles” a causa de la religión. Los magistrados deben ir más allá de la no-persecución, hasta la protección obsesiva de los derechos de todos sus ciudadanos, para que “los bienes y la salud de los sujetos no sean perjudicados por el fraude o la violencia de otros” (35)2 . El Estado debe dejar a la religión estrictamente aislada, excepto en la medida en que ésta se involucre en áreas que el Estado regula por derecho propio, tales como la propiedad.

Tanto para los ciudadanos como para los actores estatales, la norma de la tolerancia no solamente requiere la preservación poco generosa de los derechos, sino un espíritu de “caridad, munificencia y liberalidad” (27). Los líderes religiosos deberían advertir a sus miembros de “los deberes de la paz y la buena voluntad hacia todos los hombres, incluidos los herejes y los ortodoxos” (32). Deben “exhortar laboriosamente” a sus miembros y, especialmente a los magistrados civiles, hacia la “caridad, la humildad y la tolerancia” (32).

Locke propone varios argumentos para esta norma. Algunos de éstos se apoyan en doctrinas y textos cristianos. Otros se apoyan en una actitud escéptica con respecto a las creencias religiosas. Una parte influyente del argumento se apoya en la idea protestante de “libre creencia”: una creencia religiosa genuina no puede ser forzada. Lo que me interesa aquí, sin embargo, es una línea de argumentación que tomo como central en el trabajo, y más pertinente a los debates modernos que algún otro.

Los lectores de Locke pueden pensar justamente que algunos de sus argumentos son demasiado ‘internos’, al requerir una estructura de ideas protestantes para sus logros. Pero esta crítica no puede hacerse contra la línea de argumentaci ón que me interesa. Esto es, que todos los ciudadanos tienen derechos, es decir, reclamar de nuevo la legítima libertad, propiedad y otros prerrequisitos para su bienestar. Además, estos derechos son equitativos. Esto es totalmente equivocado, porque estos derechos equitativos subyacen sobre fundamentos de diferencia religiosa. Resumiendo su argumento, Locke enfatiza el meollo de este punto y declara: “La suma de todo lo que nosotros manejamos es que todos los hombres disfruten los mismos derechos que son concebidos a otros” (69).

El argumento está basado en la teoría política general de Locke, y, en particular, en su idea del contrato social y su relación con lo justo. (No seguiré estas conexiones más allá de aquí). No obstante, nosotros comprendemos el origen de la doctrina de los derechos de Locke. Esto es una idea fuerte para las modernas democracias pluralistas, una de ellas que la mayoría ya acepta. Sin embargo, muchos de ellos difieren en relación con el fundamento metafísico de las exigencias de derechos y la precisa naturaleza de los derechos en cuestión. Me apoyo en la idea central del argumento lockeano por ser una idea del respeto por las personas. Opino que las personas tienen derechos que no pueden ser interferidos con esa forma de decir que las personas merezcan respeto entre sí. Con respecto a los principios de bienestar, ellos están en igualdad de lugar e igualdad de derechos; y su igualdad de derechos no debe ser interferida o por la inacción del Estado, o por algún otro.

Locke reconoce que las personas no siempre son generosas y pacíficas. De hecho, su insistencia en el deber de la iglesia para exhortar a sus miembros a la tolerancia, la generosidad y la paz, admite la presencia de un problema: las personas están inclinadas a ir contra el ideal lockeano. El ambiente político de Locke hizo mucho para ilustrar tales violaciones. Pero nada se dice sobre cómo un Estado lockeano puede enfrentarse con este problema, más allá de pedirles a las personas que sean buenas entre sí. Quizás Locke cree que el problema es sólo temporal; el objeto de la reciente disputa religiosa y la mala conducta clerical. A lo mejor él cree que una vez el Estado tome la línea que recomienda, todo será mejor. No puede decirse que la psicología moral sea el punto más fuerte de Locke como filósofo. Él carece simplemente de interés por los aspectos psicológicos de la intolerancia, tendiendo a culpar, en cambio, a los individuos malos quienes pueden ser reemplazados por individuos buenos.

Locke deja así su propio proyecto en una posición que es un tanto incierta, en el peor de los casos, precaria e inestable, sin intentar deducir por qué la intolerancia es tan ubicua. No obstante la especulación de que todos aquellos acontecimientos están ligados, resulta difícil para justificar una concepción del Estado. Ciertamente, para justificar la parte de una concepción política, está mostrando que con el tiempo puede ser estable, y estable, como Rawls lo estima, “por las razones correctas”, es decir, estable no propiamente como un reluctante modus vivendi, sino como algo que las personas pueden aprobar realmente como bueno para sí mismas y sus vidas. Locke nos deja con incertidumbre sobre si esta condición se ha cumplido.

III. El mal radical

Kant está profundamente influenciado por las doctrinas del contrato social tanto de Locke como de Rousseau. Como veremos, la estructura de su Estado es básicamente lockeana; hace uso de una aproximada comprensión lockeana de los derechos, y entiende los límites de la acción del Estado en una forma aproximada a la de Locke. Sin embargo, Kant siente la necesidad de llenar el vacío que deja la concepción de Locke, proporcionando una psicología moral del mal y la intolerancia que explique por qué es probable que la intolerancia y otras formas del mal sigue siendo un problema permanente en las sociedades humanas. En La religión dentro de lo límites de la mera razón3 , Kant articula su famosa doctrina del “mal radical”; una doctrina que está estrechamente relacionada con la psicología moral de Rousseau, pero que Kant desarrolla de una manera original y profunda.

De acuerdo con Kant, el mal es radical, es decir va a la raíz de nuestra humanidad porque los seres humanos tenemos, antes de cualquier experiencia, una propensión a lo bueno y a lo malo, en la forma de tendencias que están arraigadas profundamente en nuestra naturaleza. De este modo, podemos seguir la ley moral, pero también hay algo en nosotros que hace que en ciertas circunstancias la desatendamos y actuemos incorrectamente.

¿Cuáles son esas condiciones? El problema no es la propia animalidad, ésta es casi que neutral (6.32, 6.57-8). Aquí es donde Kant encuentra el error del estoicismo, que él describe (equivocadamente4 ) como si implicara la doctrina de que nuestro forcejeo moral está contra la sola inclinación animal (57-8). El tentador, el invisible enemigo interior, es algo peculiarmente humano, una propensi ón al amor propio competitivo, que se manifiesta cuando los seres humanos están en grupo. Los apetitos por sí mismos son fácilmente satisfechos y la necesidad animal es limitada (6.93). El ser humano se considera pobre sólo “en la medida en que le preocupa que otros así lo consideren y lo desprecien por esto”. Pero la sola presencia de otros es una condición suficiente para tal preocupaci ón:

La envidia, el ansía de poder, la codicia y las inclinaciones hostiles asociadas a todo ello, asaltan su naturaleza, en sí modesta, tan pronto como esté entre seres humanos. No es necesario suponer que éstos están hundidos en el mal y constituyen ejemplos que inducen a él, basta con que ellos estén ahí, que lo rodeen, y que sean seres humanos, para que se corrompan mutuamente en su disposición moral y se hagan malos unos a otros (6. 94).

La explicación kantiana es muy influyente. Aunque seguramente él es demasiado optimista en cuanto a la oportunidad de muchas personas del mundo de satisfacer las necesidades corporales5 , seguramente también está en lo cierto al sostener que la mera satisfacción no es la causa principal del mal comportamiento. Incluso cuando las personas están bien alimentadas y alojadas, e incluso cuando ellas están bastante seguras con respecto a otros requisitos previos de bienestar, aún así se comportan mal y violan los derechos entre sí.Yaunque es difícil demostrar una propensión innata, Kant está en lo cierto cuando sugiere que las personas no requieren ninguna enseñanza social particular para actuar incorrectamente, y, de hecho, por lo regular lo hacen a pesar de que reciban la mejor enseñanza social.

Kant está ofreciendo una explicación general de los orígenes del mal comportamiento, no una explicación particular de la intolerancia. Sin embargo, ésta tiene una evidente relación con el problema de Locke. Dondequiera que las personas estén juntas, ellas conforman grupos religiosos y compiten entre sí por su superioridad. Este proceso, difícil de explicar con referencia a las ideologías internas de las religiones que pueden estar fuertemente a favor de la paz y la compasión—como Locke apuntó para el caso del cristianismo—es bien explicado por el postulado de Kant de una propensión a la competencia, que es activada por la mera presencia de una pluralidad.

La explicación de Kant del mal radical, atractiva en muchos aspectos, parece incompleta. Es del todo correcto afirmar que en los seres humanos existen tendencias, tales que la presencia de otros sacará a flote su competitividad y su comportamiento agresivo; pero Kant dice poco acerca de la naturaleza de esas tendencias. Quizás él piensa que basta con decir que el mal radical es simplemente la disposición para manifestar una actitud competitiva y un comportamiento moralmente desafiante en presencia de otros. No obstante, considero que podemos decir algo más. En dos obras sobre las emociones6 sostengo que para comprender el origen del mal comportamiento se requiere pensar sobre la relación problemática de los seres humanos con su propia mortalidad y finitud, su deseo de trascender condiciones que suelen ser difícilmente aceptadas por cualquier ser humano inteligente. Las primeras experiencias de un niño contienen una alteración que fluctúa entre una integridad satisfactoria en el que el mundo entero parece moverse alrededor de sus necesidades, y un conocimiento agónico de impotencia cuando las cosas buenas no llegan en el momento deseado y el niño no puede hacer nada para asegurar su llegada. La expectativa de ser cuidado constantemente —la “omnipotencia infantil” fue bien descrita en la frase de Freud “su majestad el niño”— se une a la ansiedad, y a la vergüenza, de saber que uno no es de hecho omnipotente, sino absolutamente impotente. Fuera de esta ansiedad y vergüenza surge un deseo urgente de alcanzar una completa integridad y satisfacción. Empero, mucho de lo que uno aprende de niño hace parte de un mundo de seres finitos y necesitados. Y este deseo de superar la vergüenza de la incompletud conduce hacia una gran inestabilidad y peligro moral. En ensayos sobre el rol de la vergüenza y el disgusto en los procesos de formación grupal y la intolerancia social, he discutido que el tipo de mal comportamiento social al que me refiero en este texto, puede remontarse al dolor prematuro del niño, al hecho de que es imperfecto e incapaz de lograr una completa integridad, que en ciertos momentos lo motiven a esperar. Este dolor lo lleva a avergonzarse y a rebelarse ante las señales de su propia imperfección. Entonces, lo que más me interesa aquí, la vergüenza y la rebelión, a su vez, a menudo son demasiado exteriorizadas sobre grupos secundarios que pueden simbolizar convenientemente aspectos problemáticos de la corporeidad humana, aquellos de los que a las personas les gustaría distanciarse.

Así, mi explicación del prejuicio y el odio, sea religioso, étnico o sexual, es más compleja que la de Kant, pues no sólo apela a la mera pluralidad sino también al odio por la debilidad, la impotencia y (finalmente) la muerte, que es omnipresente en nuestra relación como humanidad7 . Y planteo que la razón principal por la que las personas forman la clase de grupos que comprometen el mal comportamiento, es un (fútil) intento por recuperar la integridad y la seguridad. Al definir su propio grupo como el “normal”, al que no le falta nada, y al rodearse en todas partes con tal gente, las personas obtienen la ilusión de seguridad y control, proyectando hacia los otros subordinados la debilidad que no quieren aceptar en sí mismos. Estigmatizando y persiguiendo a otros, ellos ocultan su propia debilidad y vulnerabilidad.

De este modo, contrario a Kant, pienso que el mal radical no es una mera disposición para comportarse mal en ciertas circunstancias. Esto tiene un fondo y una historia narrativa. El mal radical se relaciona con la búsqueda de la trascendencia y la aversión a la finitud; podría decirse que el miedo a la muerte es una fuerte característica del narcisismo humano. Por ello, la solución al mal radical tendrá que dirigirse al narcisismo, no curándolo, pero sí mitigando su papel en la vida humana, porque la vida es demasiado dolorosa como para que los seres humanos la acepten como es.

Esta historia narrativa del mal radical tiene implicaciones para el tratamiento social del mal, que la explicación más abstracta de Kant no hace. Por ahora, sin embargo, antes de volver ami propia explicación en la sección final, permí- tanme retomar la explicación genérica abstracta de Kant que, aunque no de forma directa, es totalmente compatible con la mía.

De acuerdo con Kant, cada vez que los seres humanos están juntos, el mal comportamiento es un resultado probable, y la intolerancia es una forma prominente y típica de semejante comportamiento, como una forma muy prominente del mismo-amor por la competencia. Por consiguiente, la intolerancia no es una condición social fácil de erradicar. Las personas por lo general buscarán violar los derechos de otros y, en particular, buscarán establecer la superioridad de sus propias doctrinas religiosas. Aunque el propio Kant no hace directamente esta conexión entre su doctrina del mal y el problema específico de la intolerancia, sí la sugiere fuertemente en su argumento.

Kant brinda amplios consejos a los seres humanos individuales. En particular, para neutralizar las malas inclinaciones en su naturaleza, ellos tienen el deber de rodearse por un grupo de personas que trabajen por la victoria del bien sobre el mal. Es improbable que una persona sola logre tal victoria, pero en un grupo donde todos luchen, tiene una mayor oportunidad, formando una contrasociedad que fortalezca la disposición moral y la proteja de las tentaciones mundanas que ofrece la sociedad. Ese es el papel que Kant ve para la religión: es una fuerza social que proporciona una estructura de apoyo para la moralidad. Dado que somos moralmente débiles y propensos al error, tenemos un deber ético para unificar tal sociedad, dejando nuestro estado ético natural para unificar una comunidad ética. Kant sostiene, entonces, que no sólo será una comunidad ética: tiene que ser una comunidad religiosa, que significa que uno está unido por la idea de un ser moral superior.

Gran parte de este texto está consagrado a distinguir las comunidades religiosas buenas de las malas, preguntando qué clase de comunidad religiosa puede realmente hacer el trabajo que Kant ha propuesto. Él argumenta que la mayoría de las iglesias existentes realmente son una mala influencia moral, en la medida en que le enseñan a la gente a conciliar con Dios en formas extrañas, y en otras formas que socavan la pureza del incentivo moral. Pero más o menos cualquiera de las grandes creencias puede convertirse en una iglesia aceptable si es reconstruida de manera correcta (moral, racional).

Sin embargo, ¿qué sucede con el Estado lockeano? Dada la ubicuidad de la propensión al mal, ¿qué puede hacer un Estado semejante para protegerse, en general, contra las fuerzas del mal comportamiento, y de la intolerancia en particular? Ciertamente, puede usar la coerción para proteger los derechos de propiedad de las personas y otros derechos que ellos tienen bajo el contrato social. Aquí Locke y Kant están de acuerdo. Pero he sugerido que esto deja al igual respeto en una posición frágil. Así que sería bueno pensar que el Estado podría encontrar algunos medios adicionales de apoyar en general el buen comportamiento y, en particular, la tolerancia.

Para Kant, la opción de entrar a una iglesia debe seguir siendo siempre una opción. Él es contrario a Locke como éste lo es a la idea hobbesiana de Estado basada en la coerción religiosa. Kant argumenta en contra de ambos fundamentos morales y prudenciales: «[D]esdichado el legislador que quisiera provocar a través de la coerción una organización política con fines éticos, porque con eso él no sólo lograría algo muy opuesto a los fines éticos, sino que también destruiría sus fines políticos y los volvería inseguros» (6: 96).Aún más, incluso cuando las personas hacen una mala elección y entran a una mala iglesia, o incluso se declaran ateos, Kant está convencido que el respeto por la autonom ía requiere del respeto por su libertad. Al igual que Locke, él insiste que las libertades civiles de ninguna persona pueden infringirse sobre fundamentos de filiación religiosa o de práctica; pero él va más allá que Locke, al proteger a los ateos así como a los creyentes. La mayor parte del Estado puede exigir que las iglesias no incluyan en su constitución nada que contradiga los deberes de los miembros como ciudadanos del Estado (aquí Kant permanece cerca de Locke).

Hay un problema: el respeto por la autonomía exige de nosotros que toleremos las malas iglesias, las que para Kant realmente son la mayoría. Tales iglesias realmente fortalecen el mal y, de este modo, socavan la tolerancia. ¿Qué puede, entonces, hacer el Estado lockeano para protegerse?

La respuesta de Kant, y la única que él cree poder dar, de forma consistente con su defensa de la autonomía, es que el Estado puede y debe fomentar una cultura crítica vigorosa, incluyendo fuertes protecciones de la libertad de expresi ón y debate. Esto, por supuesto, preocupó a Kant durante toda su vida y fue uno de los problemas políticos en los que más se enfocó. Del mismo modo, este apoyo del Estado debe extenderse al financiamiento generoso de la educaci ón y apoyar la investigación. Kant frecuentemente enfatiza en los posibles términos más fuertes, que en el foco de la educación pública constituyen una pieza clave en el esclarecimiento de lo público. En Ideas para una historia universal, él escribe:

Ya que los estados aplican todos sus recursos a sus esquemas vanos y violentos de expansión, obstruyendo continuamente así los esfuerzos lentos y laboriosos de sus ciudadanos para cultivar sus mentes, e incluso los priva de todo el apoyo en estos esfuerzos, no puede esperarse ningún progreso en esta dirección. Para la educación de sus ciudadanos es necesario un largo proceso interior de cuidadoso trabajo por parte de cada comunidad. Pero todas las buenas empresas que no se unen para lograr una actitud moralmente buena de mente, no son más que una ilusión, y hacen relucir la miseria exteriormente8 .

En El conflicto de las facultades, Kant enfatiza, de nuevo, que la confianza en los esfuerzos de la educación privada es probablemente una prueba insuficiente:

Esperar que la educación de los jóvenes en la cultura intelectual y moral, reforzada por las doctrinas de la religión, primeramente a través de la instrucción doméstica y luego por medio de una serie de escuelas de la más baja a la más alta calidad, hará de ellos en el futuro no sólo ciudadanos buenos, sino que también los conducir á a practicar un tipo de bondad que puede progresar y mantenerse continuamente, es un plan que tiene poca probabilidad de lograr el éxito deseado9 .

El argumento pareciese plantear la idea de que los esfuerzos privados serán esporádicos y descoordinados. No debería permitirse que el sistema educativo se desarrolle de una manera fortuita, mientras que el Estado invierte todos sus recursos en la guerra. La educación producirá una cultura pública ilustrada, para de esta manera mitigar la violencia. Sólo si “es diseñada sobre el plan y la intención consideradas por las autoridades de mayor rango del Estado, se pondr á en movimiento y se mantendrá, después de esto, operando de manera uniforme ”10 . Kant piensa claramente que mantener una cultura pública ilustrada comprende múltiples aspectos: apoyo para las escuelas y universidades; una fuerte protección de las libertades civiles; y, con especial importancia, un fuerte énfasis en la publicidad de todos los temas políticos, y en las instituciones que facilitan y defienden el debate público11 .

En La religión dentro de lo límites de la mera razón, Kant se enfoca particularmente en el papel que juega el saber crítico religioso en la formación de buenas iglesias dentro de la existencia y divulgación de las posibilidades de la religión racional y moral. Él brinda numerosos ejemplos de las formas en que el saber bíblico puede producir un texto recalcitrante en contraste con la ley moral. Es de esperarse que tal saber guíe gradualmente a un público que aumenta su apoyo a la religión racional y lo disminuya a las malas iglesias. Los estudiosos críticos de la Biblia deben tener buenas condiciones políticas para que su labor sea efectiva. «Es evidente que por ningún motivo deben ser impedidos por el brazo secular en el uso público de sus visiones y descubrimientos en su campo, o ser limitados por ciertos dogmas» (6: 113, el cf. 6: 133).Además de mantener la libertad académica y la libertad de expresión y divulgación, el Estado tiene la tarea positiva de asegurar el empleo de tales intelectuales (6: 113).

Hasta aquí todo está bien. Pero el mismo principio que protege la investigaci ón, protege también el principio al que se opone Kant. Y el mismo público abierto que crea las condiciones para la religión racional que hace parte de la existencia, tiene también un gran alcance para la movilización de los prejuicios y la intolerancia. Este es el caso del Estado que Kant considera que permanece en una condición frágil. Él tiene que confiar en la sofisticación y racionalidad de un público general que esté, como Kant mismo sabe, bastante inclinado a las apelaciones emocionales y retóricas de las malas iglesias. En su desconfianza de las pasiones y sentimientos, parece renuente a proponer alguna dimensión emocional para la retórica pública a favor de la religión racional y de las buenas iglesias. Para el punto que ellas hacen predominar, esto debe ser fruto de un saber bien fundamentado y de argumentos esclarecidos.

Kant va más allá que Locke en su profunda comprensión sobre la psicología humana y, de este modo, de las amenazas a una sociedad liberal del tipo que él defiende. Pero su liberalismo, combinado con su desconfianza de las pasiones, le impide ahondar más en lo que respecta a estas amenazas.

El dilema con que nos deja el pensamiento kantiano se vuelve aún más agudo cuando consideramos la sociedad global a la que tan poderosamente apunta el pensamiento de Kant. Como él conoció y recalcó, la mentira es una de las peores expresiones del mal radical en el comportamiento de unas naciones con otras. Las guerras de conquista, la dominación colonial, son todas estas consecuencias de las tendencias competitivas que Kant identificó tan acertadamente. Yno es sorprendente que la intolerancia de las diferentes creencias y formas de vida de otros sea a menudo una parte de estos proyectos. Pero si el Estado parece ser impotente para detener las amenazas a la estabilidad de sus propias políticas internas tolerantes, afronta un periodo aún más difícil, una vez articulemos la meta en términos mundiales, como el de respetar a la humanidad dondequiera que sea, proteger la libertad religiosa de todos los ciudadanos del mundo y, en general, la libertad para ir en seguimiento de la propia doctrina comprehensiva para todos los ciudadanos del mundo. Muchas personas que pueden ser llevadas a comportarse tolerantemente con los de su misma nacionalidad, se olvidan completamente de este principio cuando están en el extranjero. Así, un orden mundial tolerante será más difícil de realizar que un estable Estado lockeano tolerante.

IV. ¿Una religión civil?

Dado que la psicología moral de Kant no es del todo nueva, el problema que aquí se plantea para una sociedad liberal tampoco es nuevo. Rousseau, cuya psicología es, en esencia, la fuente de la de Kant, comprendió que el Estado que va a proteger la tolerancia necesita pensar sobre las emociones morales y las necesidades para adoptar algunos programas para su desarrollo. En la importante sección de El contrato social sobre la “religión civil”, Rousseau argumenta que la completa tolerancia en materia espiritual es de gran importancia, pero que necesita ser reforzada por la promulgación de una “religión civil” consistente de “sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser un buen ciudadano o un auténtico sujeto”. Esta religión, un tipo de deísmo moralizado fortificado con creencias y sentimientos patrióticos, sostendrá conjuntamente al Estado y creará unanimidad moral entre los ciudadanos. Sus dogmas incluyen la existencia de una deidad benéfica poderosa y la creencia en una vida después de la muerte; la felicidad del justo; el castigo del malvado; la santidad del contrato social y de la ley; y la inaceptabilidad de la intolerancia.

Alrededor de todos estos dogmas, el soberano creará ceremonias y rituales, engendrando fuertes lazos de sentimientos conectados a la moralidad y al deber patriótico. La religión civil funciona como el centro común moral de todas las formas aceptables de religión: las personas pueden agregar este centro a varias creencias metafísicas y espirituales. “Cada hombre puede tener, adem ás, tales opiniones como a él le parezca, sin pertenecer a cualquiera de los negocios del soberano para conocer lo que ellos son”. Pero todos deben adherirse al centro, en lo que respecta a la conducta y a la creencia.

Rousseau cree que este mecanismo solucionará los problemas de la estabilidad en el Estado tolerante, proporcionándoles a las personas fuentes de motivaci ón para que se comporten correctamente las unas con las otras, más en la forma que, para Kant, una iglesia del tipo correcto fortalecerá las buenas disposiciones y socavará el mal. Para Kant, sin embargo, el respeto por la autonomía requiere que la elección para ingresar a una iglesia sea enteramente libre. Rousseau, por el contrario, le permite al soberano implementar la religión civil por medios coercitivos, incluyendo el destierro, e incluso la pena capital. La coerción estatal se aplica no sólo a la conducta perjudicial de los otros, sino también a las conductas no perjudiciales que expresan su falta de adhesión a la religión civil; y esto se aplica, también, a la no conformidad de creencia y expresión. En particular, Rousseau insiste en una creencia no sólo en lo civil, sino también en la tolerancia teológica. De esta manera, la coerción estatal se extiende a un gran trato en la forma de opiniones religiosas, desde que Rousseau cree que “es imposible vivir en paz con aquellos que uno cree que van a ser condenados”. Si pensamos sobre la relación de las ideas de Rousseau con las doctrinas vigentes de las principales religiones de su época, podemos ver rápidamente que en el Estado de Rousseau los católicos romanos no serán tolerados, y muchas, si no la mayor ía, de formas de protestantismo no serán de cualquier tipo.

Rousseau ha asumido seriamente el problema del mal y ha hecho una propuesta que puede ser suficiente para confrontarse con éste. Sin embargo, su solución será, obviamente, inaceptable para Locke, Kant y cualquiera que encuentre atractiva la idea de un Estado lockeano. Un Estado semejante está construido sobre la idea de que el respeto por las personas implica el respeto por sus doctrinas comprehensivas. Este punto inicial requiere una amplia tolerancia de opinión religiosa, incluyendo opiniones teológicas sobre la salvación de las otras personas, siempre que estas opiniones no se manifiesten en conductas que violen los derechos civiles de otros. Rousseau ha comprado la estabilidad a un precio demasiado alto. Podemos ver la enfática insistencia de Kant sobre la libertad de expresión, investigación y asociación como una implícita discrepancia con Rousseau, así como un comentario sobre su propia situación bajo una serie de diferentes líderes prusianos.

Otro problema grave con la religión civil de Rousseau, como con todos los esfuerzos de una religión civil basados en un sentimiento patriótico y en la idea de la buena voluntad de morir por el país de uno, es que esta religión suministra una base muy mala para las relaciones internacionales. Los mismos sentimientos que fijan la homogeneidad de la sociedad de Rousseau, se hacen sospechosos e intolerantes para los extranjeros, y conducen al comportamiento belicoso contra éstos. A Rousseau le gusta esta consecuencia. De hecho, una razón para que considere la necesidad de que una religión civil complemente el cristianismo es que encuentra a éste demasiado pasivo, manso y apacible. Pero cualquiera que encuentre atractiva la idea de Kant de una comunidad mundial tolerante y tranquila, encontrará aquí, aún, razones adicionales para distanciarse de Rousseau.

La visión psicológica de Rousseau, sin embargo, no desaparece cuando uno rechaza su solución. Él parece estar en lo cierto cuando insiste que el Estado necesita tratar seriamente el problema del mal, y diseñar alguna clase de psicolog ía pública para dirigirlo; una “religión civil” si se quiere. Y todavía Kant parece estar en lo cierto al insistir que el problema del mal radical no puede ser dirigido por la coerción estatal de la libertad del libre debate político y religioso; esta cura es peor que la enfermedad. En los márgenes podemos debatir legítimamente sobre las regulaciones legales de algunas formas de expresiones aberrantes, preguntando cómo la inmediata amenaza a la seguridad y la estabilidad debe ser tal para que el discurso sea legalmente regulable. Pero en general, deberíamos estar de acuerdo con Kant: los mismos valores de respeto por las personas que nos llevan a querer un Estado lockeano también nos impiden protegerlo con una religión civil coercitiva de la clase de Rousseau.

¿Cuál es la solución a este dilema? ¿Cómo puede una sociedad pluralista respetuosa desposeer las bases frágiles de la tolerancia, especialmente en un mundo en el que necesitamos cultivar la tolerancia no sólo entre cada Estado, sino también entre las personas en este mundo entrelazado?

Seguramente, Kant estuvo en lo cierto al pensar que una parte muy importante de la solución consiste en la atenta protección de la libertad de expresión, prensa e investigación. La tolerancia prospera en una situación en la que la opinión es reducida, y podemos observar que los grupos intolerantes normalmente, si no siempre, buscan la reducción de estas libertades como un camino hacia la dominación. Considérese la situación actual del derecho hindú en la India. Estos grupos quieren, en esencia, cambiar un respetuoso Estado pluralista lockeano en una primera sociedad hindú no respetable, en la que las normas de pureza étnica son usadas para establecer quién pertenece a una primera clase y quién a una segunda clase de ciudadanos. Central a sus operaciones están los ataques a la libertad académica, la libertad de los académicos para publicar puntos de vista disidentes (de historia, religión, política), y la libertad de expresión en general. Esto solamente parece correcto en este caso para los defensores del pluralismo y la tolerancia que se enfocan en el desposeimiento de las libertades kantianas, como un baluarte esencial de las otras libertades políticas. No obstante, este caso enseña también que una amenaza posiblemente fatal para la misma existencia de una democracia lockeana, puede elevarse y volverse fuerte aunque las libertades kantianas han sido hasta ahora, de alguna manera, bien protegidas. ¿Qué más podría hacerse a lo largo de las líneas rousseauianas, sin sus estrategias no liberales?

Algo que una sociedad puede hacer ciertamente, y que la mayoría de las sociedades ya hace, es unir los rituales y las ceremonias a las libertades básicas protegidas por la sociedad, inspirando a los ciudadanos a amar estos valores, uniéndose a éstos la música, el arte y el ritual. Esta estratagema es peligrosa, dada la propensión de todas las formas de patriotismo para dirigir la satanizaci ón de los extranjeros y los “subversivos” locales. Vemos en el caso del derecho hindú cómo tales valores patrióticos pueden ser raptados y vueltos hacia los servicios del mal radical. No obstante, me parece que hay formas razonables de institucionalizar tales ceremonias que no adquieren estos peligros. Donde la tolerancia esté relacionada con una “religión civil” razonable, puede incluir, por ejemplo, una celebración de la diversidad de las tradiciones y las doctrinas comprehensivas que están contenidas dentro de una nación, como una fuente de su fuerza y riqueza. En general, hay mucho por lo que el Estado tolerante puede hacer por vía de la persuasión y el ceñimiento retórico, sin infringir en la libertad de expresión, congregación, y publicación de aquellos que piensan diferente.

Una atractiva propuesta adicional fue hecha por John Stuart Mill en su ensayo sobre La utilidad de la religión. Aquí Mill, reconociendo la importancia de los sentimientos religiosos que le dan fuerza a la motivación moral, sugiere que (siguiendo a Comte y a otros) lo que denomina como “La religión de la humanidad”, es un ideal moral que puede ser promulgado a través de la educaci ón pública. De acuerdo con este ideal moral, una buena persona es quien se preocupa profundamente por la humanidad en general. Sus pensamientos y sentimientos adquieren el hábito de ser llevados fuera de sus propias preocupaciones parroquiales; ellos están habitualmente fijados en este “objeto desinteresado, amado y seguido como un fin para su propio bien”. Ella aprende a ayudar viendo a otros como parte de su propio bien: identifica su bien con el de la humanidad como una totalidad, y piensa en su vida después de la muerte como la vida de aquellos que la siguen. Ella aprende, de esta y otras formas, que ayudar a los demás no es un sacrificio, sino un bien intrínseco.

Estas ideas están estrechamente vinculadas con algunas que he intentado desarrollar en Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions, concernientes a la compasión como un sentimiento moral que puede ser cultivado por las instituciones y la educación públicas. He argumentado que una sociedad liberal, sin afrentar contra el respeto por el pluralismo, puede emplear todavía un ideal moral de esta clase, y promover una educación moral que aspire a subscribirlo. Este ideal puede servir como una base para la cultura política pública, en conexión con las normas públicas de igualdad y respeto. En efecto, una educación moral semejante puede ser el fundamento psicológico de las normas públicas que pueden comandar un “consenso entrecruzado” rawlsiano, y así, como argumento, esto no necesita entenderse como divisivo o no liberal, cuando hace parte de una educación pública.

Más precisamente, ¿cómo puede ser institucionalizada esta educación moral? Argumento que una buena parte de esto puede, de hecho, adoptar la forma de las instituciones en vía de desarrollo que expresan los puntos de vista de igual respeto y la debida atención de las necesidades de todos: un sistema justo de impuestos, de salud, de bienestar. Pero las instituciones permanecen estables sólo cuando los seres humanos tienen la voluntad de permanecer estables. Un hecho que el colapso de la democracia social de los Estados Unidos desde la época de Reagan, ha producido una realidad demasiado intensa. Por lo tanto, argumento que la educación pública (y también la educación privada) debe enfocarse en todos los niveles en sacar adelante algo así como la religión de la humanidad de Mill, impartiendo el sentimiento de que todas las vidas humanas merecen el mismo valor, y todo merece ser vivido con dignidad, y en un nivel mínimo decente de bienestar.

Más concretamente, la educación pública puede cultivar el conocimiento de los problemas que los seres humanos enfrentan cuando van en busca de su bienestar en diferentes lugares de la propia nación y en diferentes lugares del mundo, y pueden impartir un sentimiento de urgencia concerniente a la importancia de brindarles a todos los ciudadanos del mundo oportunidades decentes de vida. Los niños pueden aprender con la creciente sofisticación de los obstá- culos económicos y políticos que afrontan los seres humanos en la búsqueda de su bienestar, y pueden aprender a ver las formas en las que una sociedad justa podría superar estos problemas. Al mismo tiempo, la educación puede intentar minimizar el papel de la codicia y la acumulación competitiva en la sociedad, interpretándola bajo una concepción negativa como ambiciosa, y mostrando cómo esto subvierte los esfuerzos legítimos de otros —una enseñanza a la que las principales doctrinas comprehensivas religiosas y seculares puedan ciertamente servirle, incluso si ellas no siempre insisten sobre esto en la práctica —.

Donde la tolerancia es un interés, la “religión de la humanidad” adopta, en primera instancia, una forma institucional, en el sentido de fuertes protecciones para la libertad religiosa y el apoyo de la idea de un igual respeto por las doctrinas comprehensivas. (Una doctrina del no establecimiento es un medio muy usual y valioso de promover el igual respeto). Incrementadas las penas para los crímenes que implican aversión étnica, racial y religiosa, pueden ser tambi én partes prominentes del aspecto institucional de un programa semejante, expresando una fuerte desaprobación, por parte de la sociedad, de la intolerancia y de las acciones que pueden surgir de ésta12 .

A pesar de que mi propuesta es kantiana en el sentido de que ninguna multa civil sujeta a las personas que hablan a favor de la codicia, la desigualdad e incluso la intolerancia, siempre y cuando ellas no perjudiquen a otros, parece apropiada para que la educación pública y la mediana cultura de una sociedad democrática se enfoquen en impartir normas que apoyen los valores de una sociedad liberal y una cultura mundial decente. Así, donde la tolerancia es un interés, apoyo la educación en todos los niveles que apunten a la comprensión y al respeto por las diferentes doctrinas comprehensivas religiosas y seculares, y por las diferentes tradiciones étnicas y nacionales. Aunque el conocimiento no garantiza el buen comportamiento, la ignorancia es una garantía virtual del mal comportamiento: la estigmatización del otro es mucho más fácil o nada complicado de darse cuando las personas no saben nada sobre una religión diferente o una tradición cultural, tanto local o extranjera. Pero la educación puede ciertamente ir más allá, fomentando un sentimiento de respeto por las personas, su igual valor y su igual derecho a la vida con dignidad humana, de la que la libertad religiosa es una gran parte.

Dado que mi comprensión del mal radical es más compleja que la de Kant, también argumento, en mi reciente libro sobre la vergüenza y el disgusto, que esa cultura pública necesita consagrar un énfasis especial para minimizar los efectos negativos del narcisismo y, de este modo, de la agresión que está estrechamente relacionada con la renuencia de las personas para tolerar sus propias necesidades, finitudes y personificaciones. Muchos aspectos de la inhibición del narcisismo serán, una vez más, institucionalizados. Insisto, por ejemplo, que el disgusto nunca es una razón suficiente para considerarla una práctica ilegal, cuando no causa daño a otros con respecto a sus derechos establecidos; que la vergüenza nunca es un buen mecanismo para usar en el castigo delictivo. Y considero muchas maneras en que la ley puede proteger a los ciudadanos de la humillación y minimizar los efectos dañinos del estigma. Pero gran parte del programa debe ser, una vez más, informal y educativo, ideando maneras de plantearles a los niños un clima que fomente el igual respeto y minimice las letales influencias sociales de la aversión y la estigmatización.

Una vez más: estas enseñanzas pueden ser el objeto de un imbricado consenso en una sociedad liberal. Ellas se dan al servicio de todas las principales doctrinas comprehensivas, incluso cuando no son llevadas a cabo en la realidad. No hay razón por la que la versión psicológicamente más compleja de la “religión de la humanidad” de Mill sea ampliamente pensada y promulgada por sociedades democráticas liberales —en todos los niveles de educación pública (y privada) —, en la retórica de los líderes y otros actores políticos, en el pensamiento normativo de la magistratura. Estas normas deberían fomentarse junto con el apoyo de una amplia cultura crítica de la clase en la que Kant está a favor. De esta manera, tranquilizamos a aquellos que disienten en que nuestra propuesta no es “una religión civil” roussoniana. Así, además, expresamos un compromiso de igual respeto por las personas, incluso cuando sus puntos de vista no son los únicos incluidos en la cultura pública dominante.Ycomo enfatiz ó Mill, protejámonos de las ideas de la cultura pública que se volvieron meras conchas vacías, sin pasión que las sostenga, si nosotros las debatimos vigorosa y constantemente.

¿Cómo está alejándose el mal radical hoy en el mundo? Obviamente, no bien. Para confirmar mis críticas a mi país, en el frente muy específico de la tolerancia local de las diferencias religiosas y étnicas, los Estados Unidos tienen un registro bastante bueno. Incluso con respecto a la raza, el discurso público ha continuado desde mis días escolares, y la educación pública está haciendo un trabajo bastante bueno por describir todas las razas, las religiones y los grupos étnicos como merecedores de respeto. Ha habido un progreso significativo incluso en las áreas más difíciles, como las actitudes de algunos ciudadanos religiosos hacia la igualdad de homosexuales y lesbianas.

Sin embargo, el mal radical no es un asunto divisible. Es decir, lo que Kant y Mill consideran es un punto totalmente nuevo sobre las relaciones humanas, que no progresa simplemente a lo largo de un frente local. Es claro que el mal radical está vivo y floreciente en los Estados Unidos, activamente ayudado e incitado por las políticas de la administración actual. Su unilateral política extranjera transmite poderosamente el mensaje de que nuestro papel en el mundo es el de la dominación, aún cuando ésta es supuestamente de un tipo benigno y en pro de la democracia. La sospecha y desconfianza de otras personas y grupos está aumentando; en lugar de animarnos a ver el mundo como una sociedad internacional en la cual estemos obligados a apoyar, en todas partes, las aspiraciones de las personas a tener una vida decente y digna, nos están animando a que pensemos en términos de la superioridad de los Estados Unidos, y a ver a las otras naciones como amenazas para su poder y su seguridad —lo que yo llamaría un punto de vista narcisista de la política—13 . Entretanto, el orden económico internacional, controlado por las naciones del G8, está poniendo las barreras de proteccionistas irrazonables en la forma de los objetivos de las naciones más pobres: una vez más, nos animan a que tengamos una visión del mundo que superpone los intereses estadounidenses, en lugar de pensar en lo que concierne al apoyo mutuo y al compañerismo.

Kant enfatizó en el papel de la competencia y la codicia expresando el mal radical, y nosotros con seguridad vemos hoy cómo la codicia florece en los Estados Unidos con cortes de los impuestos que benefician al rico, que ensanchan las distancias en el ingreso y el estilo de vida entre el rico y el pobre, con una total ausencia de compromiso para equilibrar las oportunidades básicas de vida incluso en áreas como la salud y la educación, tan esenciales para una vida decente y digna. Aunque estas políticas parecen algo aisladas del problema de la tolerancia, el análisis de Kant, combinado con mis propias reflexiones sobre el narcisismo, sugiere que ellas no están muy separadas: si las personas son educadas para que crean que la vida está sobre la dominación, sobre la superioridad, sobre ser mejor que otros, entonces ellas expresarán la tendencia al mal en una variedad de formas. La armonía religiosa, étnica y racial escasamente se afianza cuando esta psicología general es la moda actual.

En semejante momento vemos las deficiencias en el propio programa de Kant. Mi nación disfruta de un fuerte y eficaz proteccionismo de la libertad de expresión, congregación e investigación intelectual. Y todavía el mal radical florece aquí, deformando las tendencias hacia el bien, que también están presentes en cualquier parte del mundo, e impidiendo el crecimiento de las oportunidades de vida de aquellos que no disfrutan de superioridad. Kant no nos ofrece ninguna solución para esta situación, excepto la esperanza de que si discutimos libremente y divulgamos al mundo nuestro saber, eso puede representar alguna diferencia.

Empero, con las políticas y los medios de comunicación dominados, como lo están, por el poder de intereses corporativos, hay poca esperanza de que lo que los intelectuales digan será realmente escuchado, a menos que la dirección pública cambie el curso, proporcionando una nueva visión pública y recomendando algo así como la religión de la humanidad de Mill como una base para la educación y la deliberación públicas. Cuando los liberales desdeñan las emociones morales y la propia idea de una “religión civil”, otros secuestran estas fuerzas poderosas para el servicio del mal radical. Durante el Nuevo Trato, guiado por el genio psicológico y retórico de Roosevelt, los liberales entendieron que la compasiva e igualitaria retórica pública es un apoyo esencial para las políticas que expresan respeto por las personas.

El Nuevo Trato nunca habría prevalecido sin el uso del lenguaje emotivo y persuasivo de Roosevelt y su apoyo a las artes (por ejemplo, la fotografía), en formas que complementaron sus esfuerzos políticos. Es tiempo para que aquellos que se preocupan por la igualdad humana y la justicia económica recuperen tal comprensión, encontrando maneras de hacer de la educación el apoyo de la tolerancia y de la igualdad, en lugar de la desigualdad. Lo que han hecho los Estados Unidos medianamente con la etnicidad y las muestras raciales, es un principio posible para que el cambio educativo tome lugar aquí, y para influir en una cultura más amplia. Ahora nosotros debemos dirigir nuestros pensamientos a la gran tarea de desarrollar formas de educación que apoyen establemente una cultura mundial de igual respeto, y eligiendo líderes que apoyarán esa visi ón.


* Publicado en “Radical evil in the Lockean state: the neglect of the political emotions ” / Martha C. Nussbaum. // IN: Journal of moral philosophy. – 3 (2006):159-178. Reimpreso en Locke and law; edited by Thom Brooks (2007), p. 321-340.

Martha Nussbaum, University of Chicago: martha_nussbaum@law.uchicago.edu

Licenciados en Filosofía y Letras. Universidad de Caldas

1 Cfr.mi Genocide in Gujarat, Dissent, verano 2003. pp. 61-29.

2 Las referencias de página son de la edición de los Prometheus Books, 1990.

3 Todas las citas son de la versión traducida y editada por Allen Wood y George Di Giovanni en los Cambridge Texts. En: The History of Philosophy Series (NewYork and Cambridge: Cambridge University Press, 1998). Los números de la página son aquellos de la edición académica que se da en los márgenes de la traducción.

4 Cfr. Equity and Mercy. En: Sex and Social Justice (Oxford: Oxford University Press, 1999), y también The Therapy of Desire: Theory and Practice. En: Hellenistic Ethics (Princeton: Princeton University Press, 1994), capítulo 11. Sugiero que Séneca localiza los orígenes del mal en las «circunstancias de vida», que es el esfuerzo competitivo para el bien de esa vida humana como se menciona adelante. Su explicación no es exactamente kantiana, porque él no sostiene que ese apetito corporal sea fácilmente satisfecho; ni postula una tendencia innata a la competencia. Pero la similitud de ambas explicaciones es considerable.

5 De esta manera, la explicación de Séneca es, de alguna manera, más fuerte que la de Kant.

6 Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions (Cambridge: Cambridge University Press, 2001), y Hiding from Humanity: Disgust, Shame, and the Law (Princeton: Princeton University Press, 2004).

7 Cfr. Hiding From Humanity: Disgust, Shame, and the Law.

8 Reiss p. 49.

9 Reiss pp. 188-9.

10 P. 189.

11 Cfr. Perpetual Peace. pp. 126-7.

12Cfr. Capítulo 5 de Hiding from Humanity: Disgust, Shame and the Law, donde argumento que estas multas no involucran un castigo ilegítimo del discurso político.

13 Cfr. The Death of Pity: Orwell and American Political Life, forthcoming. En: Nineteen Eighty-Four: Orwell and Our Future, ed. A. Gleason, J. Goldsmith, y M. Nussbaum (Princeton: Princeton University Press, 2004).


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