I. La dinámica hedónica de la prosopopeya
Al rastrear la dinámica de la comunicación que subyace en toda experiencia, la antropobiología de A. Gehlen (2021) 3 demostró que el ser humano, un “nacido prematuro crónico”, tuvo que aferrarse al lenguaje para poder vivir, dando voz al mundo. ¿Por qué? Para volver a encontrar el mismo placer que obtuvo al escuchar la voz materna durante la escucha intrauterina, así como lo descubrió Alfred Tomatis (1977; 1991). Y ello es debido a que el ser humano no está biológicamente bien formado y nace un año demasiado pronto, según lo descubrió L. Bolk, lo cual fue confirmado por Otto Schindewolf y desarrollado por S. J. Gould: si se compara el ser humano con los mamíferos de complejidad similar, solo posee instintos intraespecíficos (nutricionales, sexuales y defensivos). Por lo tanto, él necesita inventar sus percepciones visuales, sus acciones físicas y sus acciones consumatorias, proyectando la armonía entre los sonidos, tanto los que emite y como los que recibe en sus relaciones con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo. Este uso del lenguaje fue llamado “prosopopeya” por Guillaume d'Humboldt para explicar que la manera en que los poetas y dramaturgos hacen hablar al mundo, las piedras, las fuentes y los animales en sus poemas u obras de teatro no es solo un recurso artístico derivado del uso del lenguaje, sino que constituye el procedimiento original del uso del lenguaje, como la fuente del diálogo y del arte (Von Humboldt, 1974, p. 609).
El niño hace hablar al mundo cuando utiliza esta prosopopeya para poder percibirlo con sus propios ojos. Incluso, disfruta de esta percepción como una respuesta del mundo mismo, sintiéndola en un modo tan favorable al igual que la voz de su madre que escuchó cuando estaba en su vientre. Por lo tanto, es la fuente de una alegría que anima su imaginación e inspira todo su desarrollo cultural y artístico. Más aún, esta alegría se convierte en el estándar mismo de medida de toda experiencia que el ser humano pueda tener del mundo, de los demás y de sí mismo. El niño hace hablar al mundo y se deleita con esta armonía de manera animista en su uso de los sonidos, porque es incapaz de percibir una diferencia entre los sonidos que emite y los que escucha, por lo que se los atribuye al mundo mientras se identifica con él. Esta alegría se cristaliza en la prosopopeya sagrada que reverencian diversas religiones. Esta armonía audio-fónica presta su propia ley a la dinámica de la imaginación, de nuestro pensamiento y de nuestros deseos de la siguiente manera: cada hiato con el mundo, con los demás y con nosotros mismos solo puede ser superado proyectando una nueva forma de pre-armonía con el mundo, con los demás y con nosotros mismos. Esto ocurre según el modelo de armonización de los sonidos emitidos y escuchados. Así como pre-armonizamos espontáneamente por el oído los sonidos que emitimos con los mismos sonidos que intentamos escuchar, así mismo pre-armonizamos nuestras percepciones, nuestras acciones y nuestros deseos con las respuestas más favorables que podemos esperar del mundo; y nos regocijamos con la confirmación de esta pre-armonización cuando ocurre. La felicidad sentida al escuchar la prosopopeya favorable del mundo a través de la percepción visual de esta confirmación se convierte en una fuente de deleite.
La dinámica hedónica de esta prosopopeya se transfiere a toda percepción con un doble impacto: por un lado, nos hace capaces de percibir que percibimos lo que percibimos, es decir, de volvernos conscientes de ello, y por otro, de alegrarnos por eso mismo de que nos alegramos de ello como si de una realidad efectiva se tratase. El acceso a la percepción siempre está filtrado por las palabras que proyectamos en el mundo, para aislar los objetos e identificarlos con lo que vemos de ellos utilizando nuestros predicados. Sentimos la actividad verbal de esta percepción visual como una respuesta igual de favorable que nuestros propios sonidos cuando los escuchamos. El niño hace hablar al mundo cuando emite él mismo un sonido, atribuyendo así su propio poder fónico al mundo visual para poder verlo y transforma así su visión en un acto consumatorio de percepción. Este niño, al convertir las sensaciones agresivas en percepciones gratificantes, vincula las gratificaciones sentidas al escuchar el mundo con la alegría que siente al verlo. De este modo, él llega a percibir el mundo como una entidad que le habla; por proyectar en el mundo el acceso privilegiado a la comunicación que compartió con su madre y, dado que las respuestas de su madre fueron sentidas como gratificantes, llega a disfrutar de ese mundo visual que le habla como el enunciador de una respuesta positiva, expresando simultáneamente tanto su necesidad como su manera de satisfacerla. Este movimiento le permite producir una inversión eficaz de sus pulsiones: en lugar de percibir estímulos que exigen una reacción física de su parte y ser impulsado a la acción consumatoria apropiada, transforma el estímulo perceptivo visual vinculado a los sonidos que escucha en una pura acción consumatoria de sí mismo4. Este hedonismo límbico de la alegría genera así el sentido de la realidad al incitar y concluir toda operación cognitiva frontal del cerebro.
La inversión de los circuitos biológicos que caracteriza el uso de la voz se transfiere a toda experiencia sensible y subyace en el uso de nuestros cinco sentidos. Es así como la imaginación dialógica anima lo que los griegos llamaron la "aisthesis". La alegría se convierte en el motor principal de la experiencia, aquella de escucharnos a nosotros mismos, a los demás y al mundo, y no se limita a la experiencia audio-fonológica de sí misma, sino que también impregna el uso de cada uno de nuestros cinco sentidos. Es también la fuente de toda imaginación creativa y la convierte en una imaginación dialógica: hace de nuestra vida un diálogo con el mundo, con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Buscamos un mundo que responda a nuestras expectativas de manera tan gratificante como la voz de nuestra madre; y son las respuestas multifuncionales del mundo a nuestros propios sonidos las que nos permiten, a su vez, armonizarnos con ese mundo. Esta dinámica audio-fonológica hace posible incluso la experiencia de pensar, es decir, de crear lo que llamamos nuestra "vida mental": pensar en una percepción pasada es escuchar nuestra auto-escucha y es alegrarnos de la misma manera que nos alegramos cuando hacemos que nuestras sensaciones hablen como percepciones, pero esta vez sin tener que percibir visualmente esas percepciones o los objetos a los que pensamos. El retorno perpetuo de esta vida mental debe su posibilidad a la alegría que la motiva sin que tengamos que querer su reproducción. El pensamiento mismo tiene su origen en esta alegría primordial y en la capacidad de esta última para estabilizarse en el goce y la alegría de la vida mental, es decir, para convertirse en la realidad misma de nuestro pensamiento en la reactivación reiterada de nuestro hipocampo (McAdams y Bigand, 1994).
Este renacimiento perpetuo del tiempo no toma conciencia de sí mismo y parece tan natural como el pensamiento que lo acompaña. De hecho, pareciera ser esta realidad la que nos distingue de los animales; en efecto, solo podemos acceder a cualquier realidad porque nos alegramos de esa realidad al hacerla hablar, es decir, al alegrarnos de lo que reconocemos en ella que la hace existir. El uso de una proposición hace posible toda percepción puesto que la estructura que se rige entre el sujeto proposicional y su predicado se proyecta en ella; y ello para hacer reconocer que existir para la realidad nombrada es efectivamente ser lo que consumimos de ella mediante el uso del predicado proposicional, al identificar este objeto con su propiedad expresada por ese mismo predicado. En el ejemplo tan comúnmente usado por los lógicos: "la nieve es blanca", el pensamiento de esta proposición o su uso expresivo transforma la sensación recibida y externa al producir la identificación de la cosa llamada "nieve" con lo que percibimos de ella, es decir, con su propiedad, mediante el uso del predicado "blanca". Para poder ser pensada como verdadera, como debe serlo para poder ser pensada y distinguirse de la realidad de la que se habla, la proposición que describe una percepción al ser recibida debe desencadenar su propia comprensión como la única acción consumatoria de sí misma acompañada por esa percepción. La percepción es posible gracias al uso de una proposición descriptiva y no desencadena como reacción más que la acción consumatoria de sí misma, es decir, la consumación de su realidad y de su verdad. Esta experiencia de la alegría teórica emancipa así el uso del lenguaje de su envoltura animista y se reconoce como tal en la afirmación.
Este componente hedónico está operante en la activación de la sensibilidad audio-fónica y de los cinco sentidos, pero necesita transformarse en eudemonismo cultural recurriendo a este filtro de verdad. Este mimetismo del movimiento audio-fónico, realizado por la enunciación de una proposición y por el movimiento de reflexión gratificante de verdad que desencadena con su afirmación, es indistintamente y a la vez una prueba de verdad y una prueba de la gratificación perceptiva que lo acompaña. Esto también es lo que permanece verdadero en la doctrina kantiana, en la que Kant llamaba a este movimiento del pensamiento "verdad trascendental" y que concebía como la anticipación de verdad que condiciona el acceso a cualquier realidad. Sin embargo, Kant la concebía como un dato a priori de la reflexión, como si fuera un acontecimiento mágico que ocurre en nosotros y que nos permite crearnos a nosotros mismos de manera igualmente mágica. La pre-armonización cognitiva y lógica que sostiene las proposiciones mediante las cuales objetivamos las percepciones, las acciones, los pensamientos, los sentimientos y los deseos es siempre la misma: somos incapaces de pensar una proposición, es decir, de pensarla por sí misma, sin que dejemos de pensar que esa proposición sea verdadera. Expresado en los términos de Charles Sanders Peirce (1958), "cada proposición afirma su propia verdad" (Tome 5, § 569 & § 435)5. En nuestros propios términos, debemos pensar nuestras proposiciones como verdaderas para ser capaces de objetivar tanto los hechos visuales que les corresponden, como nuestras acciones físicas, nuestros deseos e incluso el pensamiento mismo: un pensamiento que se toma a sí mismo como objeto cuando se objetiva como realidad y se vuelve así conscientemente filosófico. Esto es necesario para producir la única relación con la realidad que podemos alcanzar, es decir, para reconocer en la percepción de un hecho visual aquello que permite que dicho hecho exista. Pero este gesto también es necesario para percibir nuestra acción física en un modo tan real como objetivo; es decir, para ser capaces de elegirla como una acción que debe convertirse en una realidad que requerimos que ocurra. Lo mismo adviene, por supuesto, en la relación que producimos en el discurso que dirigimos a los demás, con el efecto de afirmar de nosotros un modo de ser que solo existe porque es enunciado: la realidad que mutuamente nos concedemos en nuestros diálogos con ellos.
Esta búsqueda de una experiencia de alegría no se expresa solo en el diálogo, sino que también anima como prosopopeya dialógica el sentido mismo de nuestros actos de habla, así como su encadenamiento. También se moviliza en la experimentación artística al tomarse como objeto y finalidad de sí misma, pero también limita la experiencia del mundo que abre a nuestros cinco sentidos, confinándola en la prosopopeya de lo bello y en la memoria de la prosopopeya visual. Por lo tanto, solo se perfecciona en la experiencia de un pensamiento filosófico capaz de validar la objetividad de formas de vida culturales. Estas son las tres etapas que permiten que esta experiencia de alegría se convierta en lo propio de la realidad humana. Me gustaría mostrar que constituyen el "ya aquí" del futuro de la humanidad y que no se reducen a desarrollar ese pasado no vivido que las utopías contemporáneas se complacen en presentarnos.
II. Las prosopopeyas de los actos de habla y la experiencia dialógica de la alegría
Así como la enunciación de una proposición perceptiva trae a la existencia lo que permite ver y sentir, del mismo modo, nuestros actos de habla se traen a sí mismos a la existencia y a la conciencia de su existencia, presentándose como lo que mutuamente esperamos de nosotros mismos y de los demás. La imaginación dialógica sigue en ellos la ley de la voz de la madre, anticipando y produciendo las relaciones mutuas de creencias, deseos y acciones que solo existen al corresponder a nuestras expectativas de felicidad. Pero solo logra sus fines si la secuencia de nuestros actos de habla y de las experiencias de conocimiento, acción y deseo nos gratifica en la alegría de un acuerdo mutuo que es tan verdadero mientras nosotros logramos hacerlo existir.
Nuestras relaciones con nosotros mismos son así necesariamente indirectas. No podemos dejar de juzgarnos a nosotros mismos, sin juzgar, como interlocutores de nosotros mismos, la objetividad de la experiencia de habla o pensamiento que engendra nuestras relaciones y experiencias con los demás y con el mundo, precisamente es lo que nos autoriza a reconocernos y a alegrarnos de ese reconocimiento. Por lo tanto, no podemos gratificarnos a nosotros mismos y estar en armonía con nosotros mismos y con nuestros interlocutores sin juzgar la verdad de las proposiciones que expresan nuestros conocimientos, nuestras necesidades de actuar o nuestros deseos. Esto ocurre en el diálogo, ya que nuestra imaginación solo nos permite proyectar en él lo que puede y debe corresponder tanto a nuestras expectativas como a las de los demás. Así, dicha imaginación constituye este diálogo como el único lugar y espacio en el que podemos y debemos vivir su éxito, el de una experiencia de alegría compartida. La ley de la verdad regula y valida también nuestro uso del diálogo, porque no podemos reconocerlo como tal ni tampoco reconocer en él nuestra propia realidad si no lo anticipamos como verdadero y no reconocemos si el diálogo efectivo es o no tan verdadero como lo hemos anticipado.
No podemos, por lo tanto, reducir nuestro diálogo a una mera comprensión mutua de unos y otros, como todavía lo hace la hermenéutica de Gadamer, como si pudiera reducirse a la observación de un acontecimiento perceptivo fortuito en nuestras conciencias, esto es el evento de nuestra comprensión. En ese caso, nunca estaríamos seguros de que nuestro interlocutor atribuya el mismo sentido y significado que nosotros le damos. La experiencia de alegría mutua buscada sería inaccesible y no podría existir al ser reducida a esta relación de identificación psicológica mutua que condiciona la experiencia deseada de comprensión mutua; la razón de ello es que debemos juzgar la objetividad de nuestro diálogo de la misma manera que juzgamos la objetividad de nuestras percepciones y conocimientos. La conciencia compartida de producir el mismo acto de habla y de juzgar sobre lo que versa, nos permite reconocer que el mismo acto de habla, del cual necesitamos alegrarnos en común por su ocurrencia, determina, por ende, la única realidad que somos y la única alegría que buscamos en ella.
Esta estética y esta lógica son tan trascendentales como lo deseaba Kant (2008) en su Antropología desde un punto de vista pragmático, aunque él no reconoció la existencia de la anticipación lógica de la verdad que regula la acción, ni derivó de ella la posibilidad del uso del diálogo. De hecho, es así como ambas inventan su propia reflexividad al hacer experimentar la realidad de la interacción común que producimos en el uso mismo de los verbos, estos que los filósofos analíticos han tomado la costumbre de llamar performativos; aunque, como sabemos, se esfuerzan por extirpar cualquier relación de verdad entre su producción y la conciencia de su producción. La armonía que instauran no hace más que reactivar una armonía presupuesta bajo la forma de convenciones (en J. L. Austin), o activar la armonía de nuestra conciencia de sinceridad con la acción que se pone al servicio del interés de nuestro interlocutor (en Searle). De hecho, esta armonía solo se constata o se cuestiona dentro de una filosofía dualista de la justificación.
En razón de que los actos de habla no tienen existencia más que al imitar el paso del pensamiento de estos actos a la expresión de sí mismos, haciendo así mágica la nominación de estos actos que solo pueden existir por el hecho de ser nombrados, estas filosofías llamadas analíticas se convierten en víctimas de lo que Kant estigmatizaba como anfibología de la reflexión. La conciencia de pasar del pensamiento que se tiene de ellos a su expresión les otorga su carácter performativo o ilocutivo solo al instituir la conciencia de este paso como una conciencia autárquica; en ella no se distingue los pasos del pensamiento a otros actos más que por su carácter de magia autorreferencial; es decir, la conciencia de que basta con decirlos para hacerlos. La conciencia del acuerdo mutuo suscitado por estos actos es, por lo tanto, tan mágica como los propios actos: se reduce a una conciencia mutua de la ocurrencia del éxito de un intercambio interactivo. La felicidad que se experimenta en ello se reduce a la conciencia de este éxito y el mismo término de felicidad no es más que una metáfora de dicho éxito.
Al reducir estos actos a la conciencia del fenómeno de producirlos, se omite magistralmente la existencia de la prosopopeya que estos verbos nos permiten articular entre su enunciación y la articulación de la relación con el mundo y con los otros que hacen surgir. La conciencia que se tiene de ello se asemeja a la percepción de un estado del mundo actuado al ser hablado, que se refiere a los estados del mundo externo y a los estados mentales cuya observación debe justificar la enunciación performativa. Se olvida que los estados mentales y los estados del mundo solo existen al hacerlos surgir en nuestra conciencia, es decir, al producirlos tanto en su advenimiento como en los frutos reflexivos de la prosopopeya del habla. Las condiciones de su producción son olvidadas en favor de su reducción a su estatus de elementos justificadores de la invocación performativa de una convención y del compromiso de promesa. Por ende, la experiencia de la alegría consensual se reduce a la satisfacción de la conciencia de saberse en acuerdo con estos estados psíquicos o mundanos: ella se torna únicamente en el privilegio de mónadas que solo deben reaccionar a estos eventos y deben contentarse con la mera y simple ocurrencia fortuita de ventanas consensuales exitosas.
La formulación lógica de estas prosopopeyas difiere profundamente de su reducción performativa a meras declaraciones que bastaría con invocar para que las cosas y los estados mentales surgieran como si fuesen los conejos de un prestidigitador. La alegría que se experimenta al hacerlas existir como articulaciones reales de nuestra vida psíquica con nuestra vida natural y social solo disfruta de su propia creatividad al vincular la felicidad que consiste en el acuerdo con los demás y con nosotros mismos; y cuya existencia buscamos disfrutar, con la conciencia de su objetividad. Y según esa misma orientación, estos actos de habla identificarían bien los actos que deben producirse para que el disfrute que se obtiene de ellos pueda ocurrir. Las mencionadas declaraciones ilocutivas, que se presume nos encadenan a sus enunciaciones tanto como se encadenan entre sí, deben ser reinterpretadas como afirmaciones de las diversas objetividades de conocimientos, acciones y deseos que organizan. Cuando decimos: "Afirmo que p es verdadero", esta enunciación puede reconstruirse como: "P es tan verdadero como digo que lo es y como el hecho descrito en p existe". El carácter autorreferencial de esta descripción no hace más que registrar nuestro juicio de reconocimiento sobre su verdad; en resumen, sobre su objetividad. Así, el carácter autorreferencial de nuestros actos de habla sigue la misma lógica de reconocimiento. Del mismo modo, podemos y debemos redescubrir, por ejemplo, nuestras promesas en caso de que deseemos hacer explícita la dinámica de verdad y objetividad que les es inherente. "Prometo venir mañana" significa en efecto: "Es tan cierto que vendré mañana como lo digo, y al decirlo, juzgo que debo venir mañana". Mi enunciación registra mi reconocimiento de la necesidad objetiva de hacer tal o cual acción, así como el hecho de que reconozco tener que realizar esa acción mediante el juicio verdadero que opero aquí y ahora. Mi juicio reflexivo y el acuerdo que espero de mi interlocutor expresan tanto el deseo común de verme llegar mañana como el juicio determinante de que la afirmación que expreso confirma mi llegada mañana asociada a la felicidad común que existirá mañana en función de esta afirmación. Esta enunciación de verdad expresa un deseo común de verdad sobre la acción que designo con mis palabras y simultáneamente satisface este deseo de verdad como una experiencia fáctica que produzco, que solo mi interlocutor es capaz de completar y realizar con su acuerdo.
Compartir este juicio común de verdad sobre la objetividad de nuestra felicidad conjunta no es una actividad restringida o reservada únicamente a los actos de habla llamados "perlocutivos": aquellos actos que bastan con decirlos para hacerlos. Además, ese juicio común caracteriza cada acto de habla por el cual identificamos la objetividad de la acción que realizamos a través de nuestras palabras. La razón de ello es muy simple: en cada acto de habla, de una u otra manera reconocemos que no podemos asumir nuestra existencia sin compartir esta existencia que nos damos a nosotros mismos mediante nuestras palabras y sin designarla como la única realidad del acto de habla que lo permite. El diálogo de verdad que encadena a sí mismo estos actos de habla se ajusta así a la motivación de alegría que impulsa la imaginación dialógica. Se aplica a nuestro diálogo con los impulsos y necesidades intraespecíficas que siguen estas leyes, así como al diálogo que debe inventar formas culturales de vida supuestamente independientes de estos impulsos en el marco de nuestra experiencia dialógica del mundo, de los demás y de nosotros mismos. Estas leyes objetivas de nuestra segunda naturaleza dialógica también gobiernan cada uso del lenguaje y su articulación con los cinco sentidos. En efecto, al estar integradas en la articulación del lenguaje con los cinco sentidos, estas leyes son transculturales, aunque las alegrías culturales que se producen dialógicamente en diferentes lenguas puedan expresarse en diferentes lenguas naturales que aparentemente no tienen nada en común. Ya sea en el arte o en la cultura, es la dinámica de esta alegría compartida de verdad y desarrollada en el diálogo ilocutivo la que busca afirmarse y que dicta sus condiciones. De esta manera, también condiciona el diálogo interior que desarrollamos con nosotros mismos cuando pensamos. La mejor felicidad a la que reconocemos que podemos aspirar es aquella en la que el juicio de anticipación formulado como enunciado de nuestro pensamiento se ve confirmado por el disfrute de esta felicidad, que nos es proporcionada por el interlocutor que somos (para nosotros mismos).
III. Las prosopopeyas artísticas y su función terapéutica
El único infortunio que amenaza nuestras prosopopeyas dialógicas es, por supuesto, lo que comúnmente se llama el malentendido o el desacuerdo, ya sea que nos tome por sorpresa en nuestro diálogo con los demás, en el diálogo con el mundo o en el diálogo con nosotros mismos. Nos remite y nos confronta con nuestro hiato biológico de seres crónicamente inacabados y con nuestro estatus de seres mortales, tanto en el seno de nuestros ritos paradisiacos de intercambio de palabras como en nuestros intercambios económicos y políticos. Al igual que la actual globalización económica, nos enfrenta a la alternativa de resistir nuestras pérdidas de verdad y felicidad, ya sea convirtiéndonos en filósofos o cediendo al miedo que este trauma nos inspira al renunciar a la palabra.
Porque este encuentro con la muerte de la palabra es cotidiano y habitualmente invade nuestra cultura del diálogo a través del adiestramiento civilizacional. Basado en la contra-verdad según la cual el ser humano solo puede vivir protegiéndose de la agresividad y la lucidez de los demás mediante un sistema de defensa implacable, este adiestramiento anticipa toda palabra ajena como una amenaza a nuestra existencia y nos mantiene en un estado de duda y silencio protector en cuanto al juicio de verdad que expresa; y ello, como si se tratara únicamente de una autoafirmación del otro que excluyera cualquier autoafirmación nuestra. Este prejuicio nos impide disfrutar de su posible verdad: reduce nuestra comprensión a un mero afecto de acuerdo o desacuerdo y convierte todo diálogo en una interacción ciega. Cuando tomamos conciencia de esto, somos conscientes de nuestra propia ceguera como de un destino inevitable. Así, nos impide juzgar objetivamente ese juicio, es decir, hablar reconociendo la verdad o falsedad de lo que los demás nos dicen.
Las consecuencias autísticas de la renuncia a la palabra son también cotidianas, masivas, tanto colectivas como privadas. Son muy claras: la afasia engendra una agnosia en un mundo gris y sin percepción donde solo existe la reiteración del trauma que se quiere evitar. De ello se deriva una apraxia en la que la alegría deseada solo se intercambia por un desenfreno de energías, privándonos finalmente de toda motivación al hacernos disfrutar únicamente de nuestra anorexia mental. A esto le sigue una apatía que nos vuelve indiferentes a todo evento, incluidos los eventos de palabra, antes de permitirnos disfrutar de nuestra propia muerte al abrirnos el cielo ataráxico de la indiferencia ante cualquier dolor. Pero lo peor está todavía por llegar. ¿Acaso este trauma no nos revela los límites de la experiencia de alegría que nos ofrece un diálogo que solo disemina alegría hablada sin poder garantizarnos, no obstante, alguna alegría vital para el ser viviente que somos?
Este trauma, sin embargo, sensibiliza al deseo de arte a aquellos que, por una razón u otra, no soportan participar en él: los hace sensibles a la única necesidad de lo viviente que pueden y deben satisfacer para poder olvidarlo y para poder recuperar en el asilo de su pensamiento una resiliencia de lo viviente mediante la movilización de sus cinco sentidos y su memoria. Responden a la apercepción de esta necesidad reactivando su hipocampo a través de su facultad de juzgar y sustituyendo la conciencia del vacío que tienen de sí mismos por la expresión de una gratificación límbica rearmonizada. En efecto, su encuentro con la muerte del lenguaje y su tentación autística afectan únicamente su encierro en la reflexión, como si fuera su destino, pero dejan intacta la creatividad de su juicio y su capacidad de reaccionar a sí misma. Todas las prosopopeyas artísticas dan testimonio de ello, cada una a su manera, de la resiliencia del juicio que les permite recuperarse a partir de la conciencia que objetivan de su vacío más íntimo. La escritura de El proceso de F. Kafka es la única tabla de salvación que se inventa para escapar del trauma que le impuso su prometida, Felicia Bauer, "el tribunal de Berlín", para castigarlo por su renuncia a su compromiso de casarse con ella. En La Metamorfosis, la exhibición de una cucaracha en su pared y su descripción exacta es la única respuesta de la que puede disfrutar en la escritura frente a la acusación de "parásito" lanzada por su padre.
Frente a estas experiencias límite, el arte intenta restablecer el uso de la palabra haciéndonos disfrutar tanto de la verdad del único modo de existencia en el que su portador aún se reconoce como vivo, como del modo de alegría renaciente que lo acompaña. La liberación que así produce respecto a su alienación solo puede completarse al comunicarse con sus lectores, ofreciéndonos una libertad análoga: la de ejercer nuestro juicio de verdad al respecto, compartiéndolo con él y asumiendo nuestro propio diálogo de vida. Pues la dicha de un juicio común de verdad sobre una felicidad común es la única fuente de lo que llamamos libertad. Esta se distingue de la libertad que atribuimos espontáneamente al pensamiento, como si produjera en nosotros una pura autarquía arbitraria, como si decidiéramos producir un pensamiento de la misma manera que decidimos levantar un brazo después de haber decidido levantarlo. Porque el pensamiento no solo ocurre como un evento que no podemos decidir pensar antes de pensarlo, sino que es efectivamente lo que ocurre como una huella narrativa de nuestra crisis dialógica compartida y generalizada. Sin embargo, también adopta la forma de ese evento que solo ocurre al proyectarnos como prosopopeya hacia la alegría de la concordia del artista consigo mismo y con nosotros, sin que su anticipación pueda evitarse.
Esta reinvención de la prearmonización de nuestros sonidos y palabras con el mundo, con los demás y con nosotros mismos solo encuentra la fuerza para reaparecer porque está impulsada por la reactivación del pensamiento gratificante que realiza nuestra vida mental para renacer perpetuamente en nosotros. Su destino está llevado por la memoria incandescente de la prosopopeya visual que quedó grabada en cada uno de nosotros cuando éramos infantes. Así, cada obra de arte solo nos es accesible si puede nutrirse de este diálogo necesariamente subyacente a ella misma. Por lo tanto, solo si podemos disfrutar de una obra de arte como de una palabra, esta puede curarnos de nuestro rechazo a hablarnos a nosotros mismos, alegrándonos al reapropiarnos de ella. Al revivirla en nuestro discurso, se reafirma como portadora de felicidad y vuelve a existir como la finalidad de todas nuestras palabras. En verdad, las artes nos alegran aun más cuando ellas traicionan la promesa de alegría que lleva consigo nuestra búsqueda de nuestra propia verdad.
Si la literatura puede engañar como un señuelo o una simulación, es porque lleva consigo esa promesa de felicidad hasta en lo que describe y cumple efectivamente su promesa en su afirmación "tautegórica". Pero ella misma solo puede hablar si el juicio de verdad que emitimos sobre sus proposiciones nos hace disfrutar de su contenido, cuyo fin es la felicidad, en el juicio de verdad que emitimos sobre su contenido y en el cual nos reconocemos a nosotros mismos; porque somos llamados por el artista-enunciador a reconocer en él tanto nuestra felicidad como a nosotros mismos. Sin embargo, el arte se diferencia de las felicidades culturales reales a las que nos lleva el diálogo porque nos hace disfrutar del gozo del diálogo en sí, en tanto se ofrece como una experiencia directa de sí mismo: disfruta así de su capacidad creadora de mundo, de los otros y de nosotros mismos, identificando la situación del mundo que no puede sino alegrarnos tan pronto como la pensamos y reconocemos que nos encanta y que nos habla de ese modo a nosotros mismos. Así es como el arte nos hace hablarle, pero al mismo tiempo nos hace afirmar como si la hubiéramos enunciado nosotros mismos. Nos hace alegrarnos de nuestra propia afirmación como si ella misma hubiera surgido en nuestra mente; esta resiliencia de la palabra en nosotros se opera en todo arte en la medida en que cada arte está impulsado por la palabra y solo puede ser impulsado por ella para poder hablar a cada uno de nuestros sentidos. De este modo, cada obra de arte solo es accesible si puede nutrirse y existir a partir de este diálogo necesariamente subyacente a sí mismo. La hybris que le es específica solo se honra en toda su pretensión al adherirse como un comentario poético a cada obra de arte, ya sea poética o dirigida específicamente a uno de nuestros cinco sentidos. Esta hybris consiste, en efecto, en hacer de la alegría que pretende prodigar nuestra propia condición humana, como lo descubrió Hermann Hesse al final de su periplo literario y estético en su novela de iniciación a la alegría: El juego de los abalorios (Hesse, 2002)6.
El arte que nos acerca lo más posible a este objetivo es también el que se afirma como el más seductor: indiscutiblemente, se trata de la poesía. Los poemas hablan directamente a nuestro pensamiento como si simultáneamente le presentaran el deseo de vida más deseable y su realización, como si fueran la realidad misma, la realidad que nos hacen disfrutar en su propio poema. Los poemas, ya sean en verso o en prosa, nos presentan este deseo y su cumplimiento escrito como si ya fuera nuestra realidad, pues no hacen más que presentar nuestro propio deseo de existencia y se limitan a rememorar de esta manera el uso del lenguaje que nos presentó por primera vez la percepción del mundo como nuestra felicidad absoluta. Al afirmar así el gozo de sí mismos que induce su lectura o su escucha, nos hacen alegrarnos de su realidad y de toda realidad al expresar solo la manera en que toda proposición piensa: no se puede pensar sin pensarla como verdadera. Pero lo hacen al excluir toda capacidad de pensarla como falsa, simplemente adoptando un estatus poético. Puras prosopopeyas de sí mismos, transforman en realidad solo el gozo que se toma en la conciencia de la verdad misma.
Estos poemas, por lo tanto, nos presentan este deseo como una realidad, tan incandescente en ellos, que se afirma a sí misma como nuestra única realidad. Con esa Hybris chamánica de la verdad, traicionan su esencia en la novela de iniciación a la salud poética trascendental de Novalis: Heinrich von Ofterdingen, así como en el pensamiento filosófico que Rainer Maria Rilke (1936) supo envolver en sus poemas, puras prosopopeyas de sí mismos. Para hacernos disfrutar de esta felicidad, debe presentarse como si ya fuera nuestra realidad y también la realidad del mundo que el poeta hace hablar. Esto significa que el poeta la presenta como la realidad que él y sus destinatarios esperan que sea, aunque no hayan podido disfrutarla antes de que pueda llegar a ser. El poeta es entonces quien hace que su lector, así como él mismo, deseen que esta realidad tan anhelada les suceda, como si él (o ella) la hubiera creado: el poeta hace que su lector desee esto de la misma manera en que él ha deseado que exista, simplemente para haber sido capaz de pensarla, y como él desea ser ese deseo que solo expresa al satisfacerlo. Así, todo poeta asume la dinámica característica del pensamiento mismo como una dinámica que no tolera, para poder proporcionar gozo, la no-existencia de aquello que es pensado.
Ahora bien, debe renunciar a este animismo incandescente al reconocer que la realidad deseada, aunque sea deseada como la mejor realidad posible, no existe y que solo ha sido producida para superar el peor hiato que hay: el encuentro con la muerte. El proceso no apacigua la ira de Felicia Bauer, La carta al padre nunca será enviada y el amor por correspondencia de Kafka con Milena Jesenska no le permitirá vencer su miedo a vivir. Esta fuerza kenótica de la poética se ha expresado en los "Cristal de aliento" de Paul Celan (1979)7. Estos cristales poéticos afirman su propia existencia solo al situarse en el aliento pensante de su escritura poética, haciéndonos reconocer que nos brindan gozo solo en el mundo de indiferencia más helado que existe, uno que ningún poema podría cortar, como Kafka había temido que sucediera. Sin embargo, su afirmación no nos exime de disfrutar del valor objetivo del gozo que nos permiten respirar, es decir, del valor objetivo del diálogo mediante el cual el poeta abre, a través de su escritura, el acceso tanto a sí mismo como a su lector, haciéndolos leerse mutuamente. ¿Por qué? Porque da acceso al secreto de todo poema al decir también que lo hace. Pues es el compartir la alegría de la verdad lo que se erige en realidad y en una realidad que solo nos hace regocijarnos en sí misma. Este cristal de aliento es el aliento que permite vivir y alegrarse de la vida, pero sigue siendo solo una figuración, un aliento cristalizado en la escritura del poema: no es la felicidad de la vida que solo imita. Toda obra de arte, por lo tanto, necesita estar acompañada de un comentario poético, de un arte poético para afirmar ser arte y para permitir que su receptor acceda al gozo que brinda. Así, devuelve a su lector al diálogo consigo mismo del que el autismo civilizacional del entorno lo ha hecho renunciar. Este carácter poético de los poemas en sentido estricto acompaña todo arte, en la medida en que todo arte instaura este gozo de la verdad en la relación lingüística que vincula el uso del lenguaje y la manera de hipostasiar en una realidad distinta de esta relación verbal de figuración, el acuerdo dialogal que se espera en el uso artístico de uno de los cinco sentidos. Así, cada arte retoma su promesa de gozo y asume con pesar el reconocimiento de no ser más que un sucedáneo de la vida, al igual que el propio uso del lenguaje.
Al igual que la escritura poética, la composición pictórica parte de la gratificación vinculada a la conciencia de realidad y verdad para escribir, mediante formas y colores, la realidad que el pintor desea que deseemos nosotros mismos disfrutar, y lo hace con el objetivo de generar en nosotros la conciencia de regocijarnos en ella. El artista pintor transforma el mundo visualizado o el rostro hecho presente en el cuadro en una felicidad en sí misma que, sin embargo, no es más que una felicidad de comunicación. De este modo, él (o ella) reconstruye la experiencia originaria de la prosopopeya por el infans, donde la enunciación proposicional, pensada o hablada por él, otorgaba a la percepción visual el poder gratificante de los sonidos escuchados y le daba así la impresión de que el mundo le hablaba, otorgando a la realidad visual la gratificación que en realidad sentía a través del oído. El aislamiento de la percepción visual que el pintor nos presenta intenta lograr para nuestros ojos el goce del mejor de los mundos al cual le otorga, de este modo, una existencia efectiva.
La prosopopeya pictórica también otorga a la pintura la experiencia gratificante que la mente obtiene de sí misma, cuando se emancipa de la percepción; cuando la escucha física por sí sola asume el único goce perceptivo, convirtiéndose en un pensamiento. Todo cuadro percibido y reflexionado como bello hace posible este fenómeno que los fenomenólogos llaman la épochê del pensamiento por sí mismo. Pero lo realiza como una experiencia sensible de una alegría visual, es decir, dentro de su visualización: diferenciando la pintura del mundo y el mundo mismo. Sin embargo, en el caso de la épochê pictórica, la armonización del mundo que subyace en la creación del cuadro como realidad y como proposición es el resultado del juicio artístico subyacente, el cual afirma identificar el mundo que debe ser transmitido a través de la visión del cuadro como la mejor visión común del mundo que existe. Debe hacernos felices al ver lo que nos hace ver. Su visión debe hacernos desear volver a verla para reencontrar esa misma felicidad. Además, debe hacernos desear volver a ver la visión que nos ofrece, como aquello que nos hace felices nuevamente al ver lo que vemos y al disfrutar de nuestra visión como una comunicación, la comunicación de nuestra armonización visual con el mundo. Esta armonía debe entonces manifestarse a sí misma como una realidad tan verdadera como una proposición y debe ser efectivamente reconocida como verdadera, para crear la percepción visual de aquello que es deseado, señalado y descrito por los ojos como un encantamiento. De este modo, pretende sanar nuestros ojos de su agnosia, es decir, del cansancio reiterado de una visión invadida por la insignificancia de un mundo indiferente, aunque no puede hacer que su mundo sea tan bueno y gratificante como el que les hace disfrutar.
Esta necesidad de suspender la visualización del cuadro para dar acceso al goce de cada uno en el juicio subyacente que se lleva sobre el mundo que presenta, fue vislumbrada por los impresionistas, cubistas y pintores abstractos. Sin embargo, lejos de promover este juicio subyacente sobre el mejor mundo a observar, esta épochê fue inmediatamente asimilada a la negación del realismo mimético del cuadro y de la realidad representada, para abrir el espacio al deseo de volver visible la visión que tuvieron los impresionistas. De este modo, esta negación de lo real representado condiciona el camino hacia la apertura de la imaginación pictórica en sí, como si pudiera hacer visible esta apertura en cada cuadro. Paul Klee asimiló esta apertura a la programación de una presunta libertad física que anima el uso de nuestros ojos, donde los cuadros, al descentralizar nuestra visión, nos obligan a ser tan libres como nuestros ojos lo son. Vassily Kandinsky, por su parte, relacionó esta suspensión de la relación del cuadro con la realidad con la producción de una visión (de la visión) capaz de reproducir en el cuadro la armonización musical del mundo: en todos estos casos, sus cuadros incitaban a sus contempladores a usar únicamente un juicio reflexivo de goce sin concepto, donde solo se disfruta de la construcción del cuadro como una correspondencia "gramatical" de símbolos y sonidos. Marc Rothko, en cambio, encontró en el goce poético que deseaba conferir a sus cuadros, la fuente poética de un juicio visual tautegórico inherente a ese goce. Al poner entre paréntesis los límites del cuadro en sus placas pictóricas, intenta mostrar la libertad creativa del juicio de identificación tónica de un mundo de colores armonizados entre sí, mientras aísla, al final de su trayectoria pictórica, la virtud terapéutica de un arte que revela que la visión que propone realmente ilumina y saca a la luz al extraerse ella misma de la oscuridad del negro.
Aquí son los propios cuadros los que registran su fracaso cultural al no programar más que un dispositivo de visualización de sí mismos. De este modo, se sustraen a la aprehensión de su fuente. Dado que el cuadro imita la transparencia y la simultaneidad de la visualización con lo que se ve, la armonía pictórica, para poder lograrse con éxito, debe necesariamente mostrar la única base que es la fuente de su capacidad para expresarse a sí misma como un mundo pictórico que muestra en él el mejor mundo visible, es decir, el mundo que cada uno es feliz de poder ver. Para disfrutar de la alegría que pretende brindar a nuestros ojos, debe hacer posible la transformación de la armonía audiofónica, que subyace a su sustancia sensorial visual en un deleite, llevando este mundo visualizado a la existencia y permitiendo al pintor transmitir el reconocimiento objetivo del goce de su belleza al espectador. Pero como esta base desaparece como articulación del juicio creativo con el mundo, la neutralización de ella misma que afecta estos diversos casos solo ofrece una frustración visual a los deseos teóricos más lúcidos de alegría pictórica.
Como Adolf Hildebrand (2002) destacó, el escultor también necesita percibir la participación dialógica de su propio cuerpo con su entorno para poder objetivar visualmente la forma plástica de sus esculturas. Pues la armonía que el escultor siente con su propio cuerpo es lo que él (o ella) proyecta visual y dialógicamente en los cuerpos esculpidos de la misma manera que la proyecta al recorrer su espacio. En ellos, hace hablar su propia armonía en el cuerpo esculpido, que se convierte así en la prosopopeya de su propio cuerpo. Esta proyección comunicacional del cuerpo propio en la visualización del mundo o de los seres en proceso de ser esculpidos es algo que el escultor mismo debe afirmar dialógicamente en la materia donde proyecta esa armonía; y ello, para que esta pueda ser vista como una armonía objetiva, trascendente a la propia estatua y percibida como inherente al cuerpo esculpido. Así como el balbuceo del niño proyectaba la armonía entre los sonidos emitidos y los sonidos escuchados en el mundo, permitiendo que este mundo visual fuera la fuente de la armonía percibida por él entre sus sonidos y gratificando sus propios oídos; la percepción de los cuerpos esculpidos no es gratificante ni constituye una belleza en sí misma, más que porque estos cuerpos incorporan en la realidad la armonía de la que nos regocijamos en nuestras relaciones visuales con nuestro propio cuerpo y los cuerpos de los demás. Admirador del helenismo, Hegel se atrevió a proclamar que la armonía metafísica, que caracteriza la relación del cuerpo esculpido con su modelo, constituía el modelo de toda armonía artística. Para él, esta armonía era el modelo de una belleza ideal y serena, inscrita en un cuerpo bien ordenado que se ubicaba a sí mismo en el horizonte de una alegría metafísica que emergía de un mundo bien ordenado. Así como los dioses soberanos alcanzaban su epifanía teleonómica al sustituir la manifestación del miedo por el coraje, la serenidad inscrita en su rostro es ampliada por el escultor a todo el cuerpo o su sustituto, y la teleonomía de la alegría escultórica solo puede aspirar a hacer disfrutar de esa serenidad feliz en los propios cuerpos.
Pero estos cuerpos deben reinvertir su espacio con el fin de ser provistos de una prosopopeya que logre hacer hablar a ese espacio. En un grupo escultórico como el de Los burgueses de Calais de Rodin, donde se esculpen múltiples cuerpos, la reciprocidad especular de los cuerpos reunidos impone por sí misma su propia reciprocidad especular a todo el entorno. El espacio de estos cuerpos, que están armonizados entre sí como lo están consigo mismos, nos proporciona la clave dialógica de su propio espacio objetivo; es decir, del espacio en el que nos alegraríamos de vivir, en este caso, gracias a su sacrificio. Aquí se hipostasia el espacio de la alegría global como un cuerpo que incorpora a todos estos cuerpos. Así, termina gratificándonos como si fuera nuestro propio espacio, es decir, el espacio en el que seríamos felices de vivir porque sería juzgado y sentido como el mejor espacio, objetivamente armonizado para todos nosotros. La resurrección de estos cuerpos nos cura así de la agnosia espacial sin siquiera mencionarla.
Porque este mundo pierde efectivamente su abstracción material y accede a su propio destino, solo si su escenario se anima con diferentes personajes que se presentan a sí mismos como prosopopeyas explícitas tanto de ellos como de nosotros, permitiéndonos juzgar la objetividad de los diálogos que llevan entre sí. Intenta curarnos de una apraxia alimentada exclusivamente por una simple libertad indeterminada y autárquica de moverse, en la que la descarga de energía escapa al pensamiento. La escena teatral introduce a sus espectadores en los arcanos de las alegrías y tristezas humanas comunes al imitar su propia animación de la vida mental, solo por el hecho de que perpetuamente hacen renacer el tiempo en ella. Aquella escena le devuelve al pensamiento que se expresa su facultad de juzgar, haciendo que se experimente la dimensión creativa del juicio: su capacidad de hacer del mundo y de nuestros actos la realidad que podamos elegir ser, esa capacidad (que Kant atribuía al ser humano en su antropología pragmática) de producirse a sí mismo como realidad. Así como la palabra permite al niño hacer surgir la presencia del mundo sensible visual y reconocerla como realidad, el pensamiento hablado hace que tomemos conciencia de la propiedad que tiene la prosopopeya de producirse a sí misma como nuestra realidad, diferenciándose así de una pura autarquía motriz. La prosopopeya teatral hace hablar a la vida humana misma, de la manera en que nosotros hacemos hablar a la prosopopeya en nuestra propia vida: la razón de esto es que nuestra propia vida no es más que un diálogo, llevado a cabo encadenando las prosopopeyas mediante las cuales nos hacemos existir unos a otros. El teatro imita, en efecto, la alegría del pensamiento cuando este considera su perpetuo renacimiento como un diálogo con el mundo, con los demás y con uno mismo: por lo tanto, presenta la felicidad objetiva de la humanidad como la fuente y la finalidad del renacimiento perpetuo del tiempo psíquico y social. Más aún, libera nuestra vida de la apraxia al permitirle ser lo que es, es decir, reconocer su propia verdad en la prosopopeya misma, ya que solo hace vivir a cada uno la gratificación de ser libre, aunque sigamos en nuestro entorno sometidos a la imposición de un actuar que nos obliga a un silencio ritual mortal.
Este diálogo con el mundo nos hace vivir tautegóricamente nuestro primer y último diálogo, el que somos para nosotros mismos, como la alegría que efectivamente deseamos vivir; pero, recordémoslo una vez más, sin hacérnosla vivir realmente en la vida. Solo la afirma como el movimiento que se afirma a sí mismo en nosotros al avanzar. Desde Shakespeare, se reduce a no ser más que un diálogo que imita la vida humana, ya que aún no reconoce por sí mismo su propia dinámica de verdad y porque sabe de antemano diferenciarse de ella. Emanando del renacimiento perpetuo del tiempo en la vida psíquica, se instala en el flujo del renacimiento perpetuo del diálogo social para alegrar a autores y espectadores con el juego histórico de la vida y la muerte, como si su vida no fuera más que un juego. No obstante, nos hace alegrarnos del juicio cultural que expresamos ante nosotros mismos sobre la alegría específica que tal o cual evento nos ofrece. Como empresa de pura figuración, el teatro parece aprovecharse de que la alegría sentida en común durante cualquier diálogo que culmina en un acuerdo de vida es realmente lo que se anticipa como el objetivo último de toda comunicación, abriendo la puerta a una vida tan gratificante como se percibe gratificante ese acuerdo dialogal en sí mismo. Es a través del juicio que emite sobre lo trágico o ridículo de esta vida que educa a su público en el ejercicio de un juicio práctico y, de manera sutil, busca curarnos de la apraxia cotidiana en la que nos encierran nuestras instituciones.
Por suerte, o más bien porque este devenir pertenece por sí mismo a su propia necesidad dinámica, este consumo estético de la puesta en escena de la ciudad ha marcado desde el principio la victoria del teatro sobre la compulsión del adoctrinamiento civilizacional, sobre la obsesión crónica de tener que controlarnos y controlar a los demás. Ha roto el techo de cristal impuesto por Cleón a Antígona, pero es incapaz de imponer a su vez la revolución del espíritu colectivo que ha iniciado. Los deseos culturales siguen siendo percibidos como tan profundamente irracionales e impredecibles como los deseos primarios intraespecíficos, porque todavía se ignora la dinámica de verdad inherente a nuestra imaginación dialogante, aunque solo se nos haga sentir sus consecuencias mortales o la sensación de lo ridículo. Parecen, por tanto, hacernos participar únicamente en esta bacanal caótica y perpetuamente reiterada que sería la vida humana a la que otorgan existencia. Parecen reducirse por sí mismos al mimetismo chamánico de una crisis del deseo de actuar, que permitiría acceder a todas las acciones consumatorias al desinhibir todo programa de regulación; y se limitarían a proporcionar satisfacción a nuestras necesidades primitivas, es decir, a nuestros instintos intraespecíficos. Pero como los deseos culturales expresados por el teatro transforman la conciencia de libertad autárquica en el sentimiento de lo trágico o en la percepción de lo ridículo, su puesta en escena hace emerger una libertad que solo nos es dada por nuestro uso del juicio de verdad que determina nuestras condiciones de vida. Por tanto, nos devuelven a la conciencia crítica de la historia al inventar un nuevo propósito para esta historia: una alegría de vida que no tiene otra finalidad que a sí misma. La prosopopeya teatral, de hecho, otorga a esta historia el objetivo de crear una vida que inspire los acontecimientos de la vida que nos hagan tan felices como las propias obras de teatro, a imagen de esta creatividad que cada obra de teatro intenta poner en práctica8.
Por efecto de contraste, la música y la danza parecen ya incorporar indiscutiblemente la alegría que motiva, acompaña y corona la felicidad que la vida mental nos hace sentir como un renacimiento del diálogo de nuestro pensamiento consigo mismo. Dado que este diálogo se lleva a cabo a partir de la anticipación de su propia escucha, la música anticipa, objetiva y confirma por sí misma la pertinencia del carácter favorable de la respuesta que encarna auténticamente de nuestro ser, de ese ser que somos como prosopopeya dialógica encarnada. Canta todas las alegrías de nuestra vida, encadenando sin fin nuestros acuerdos con los motivos que los ilustran. Este encadenamiento mantiene su propia validación de autenticidad cuando logra darnos y devolvernos la misma alegría en sus diferentes variaciones, refiriéndose al mismo tiempo a diversos elementos de la conciencia de la vida mental y de la vida social. El diálogo que constituye la música experimenta sin ninguna restricción el vínculo entre las diferentes experiencias mentales que imita. Solo el diálogo musical parece ser capaz de curarnos de nuestra apatía cultural y mental, de nuestra indiferencia hacia todo lo que ocurre; nos cura de ello con toda claridad, por el mero hecho de que la prosopopeya musical traduce en sonidos la alegría que acompaña la resurgencia de nuestros estados de ánimo como eventos de pensamiento creadores de nuestros estados mentales; y como gratificaciones que acompañan el retorno perpetuo del pensamiento en nosotros y sin nosotros.
La tensión entre motivos, melodías y variaciones que la impulsa es, de hecho, lo que imita en sus desarrollos el tiempo mismo, el que conecta los elementos emitidos y escuchados, como si los uniera a encadenamientos virtuales y mentales de proposiciones. Las expectativas de alegría siempre deben obtenerse como si pudieran elegir los futuros modos de regocijo que esperan, y como si pudieran elegir posteriormente esa alegría que, una vez obtenida, las motivaría nuevamente a esperar más. Pero la prosopopeya musical se libera de ese tiempo al que se encadena, encarnando precisamente el renacimiento de lo inesperado e impredecible que le es inherente, tanto en sus éxitos como en sus fracasos. La música, por lo tanto, filtra los regocijos propios de cualquier otra experiencia que se considera a sí misma adecuada a la alegría que de ella emana. De este modo, aparece como la experiencia que nos hace alegrarnos plenamente de esas otras experiencias, alegrarnos de la efectividad de esas experiencias; y hacerlo desde su propio punto de vista. Es su dependencia de esas experiencias de vida real lo que le da la conciencia de ser diferente de ellas. La alegría que alimenta el renacimiento perpetuo del tiempo en la música permite que la vida mental alcance directamente el mismo objetivo que se busca mediante el desvío del diálogo, aunque la música se haya emancipado de la palabra y aunque solo herede de la vida real las alegrías obtenidas por esta última. La alegría musical transforma, por tanto, el diálogo que la vida mental mantiene consigo misma, pues se convierte en la fuerza interna de esa vida mental que se regocija en sí misma a través de las apariencias de lo que llamamos nuestro "sentimiento". Se sensibiliza en esta apariencia hacia sí misma y, de este modo, se otorga la realidad que poseen todas las anticipaciones de satisfacción propias de nuestras vidas, aquellas que somos capaces de identificar como tales y alcanzar, así como aquellas que nos sorprenden subrepticiamente.
Lo mismo ocurre, mutatis mutandis, con la danza. La prosopopeya danzada nos ofrece la posibilidad de regocijarnos en una prosopopeya propiamente encarnada, como si lo que sucediera en ella fuera, cada vez, que inventamos la vida humana como una vida que debe inventarse a sí misma siguiendo los movimientos corporales que la danza nos presenta. Aunque pueda atreverse a imitar tanto nuestros fracasos de experimentación mutua como nuestras alegrías, como es el caso en Café Müller de Pina Bausch, comparte esta felicidad por contraste con el carácter arduo de los trabajos que movilizan los miembros de nuestros cuerpos. Al exhibirse, la danza presta así a nuestras acciones más ordinarias el regocijo de emancipación que produce en todos nuestros miembros. Por lo tanto, nos cura de esa insensibilidad radical asociada a la ataraxia, es decir, de la insensibilidad al dolor, ya que también presenta como realizada y como real la motivación que promueve la propia estética: la felicidad producida por el uso de estos cuerpos emancipados se refleja en sí misma, como la forma de vida capaz de generar todas las formas de vida que necesitamos para alegrarnos de la existencia a través de nuestros cuerpos y para hacernos disfrutar de ellos. Así, hace renacer nuestra sensibilidad hacia la felicidad de sentir. La armonización de regocijo que la música impone al encadenamiento de los movimientos corporales y a su percepción visual se nos manifiesta como el lugar de encarnación de la forma en que nuestro oído regula los movimientos corporales, al igual que regula los movimientos fonéticos.
El "ya está" del regocijo integral es mostrado por la danza como ya consumado, porque es inherente a nuestra segunda naturaleza de lenguaje y porque incorpora en sí misma lo que siempre ha sido pensado como el origen de nuestros deseos, es decir, nuestros cuerpos. Cuando ellos bailan, el espectáculo presentado por estos cuerpos nos revela la verdad de nuestra vida: al incorporar la alegría que los mueve mediante la emisión de sonidos9, nos persuaden de la verdad de la felicidad que representan, como si esta felicidad no solo revelara su propia verdad, sino también la nuestra. Una hermosa coreografía parece encarnar así para nosotros la verdad irresistible de la única alternativa capaz de hacernos olvidar todas nuestras desdichas, así como todas las obsesiones y restricciones civilizacionales: se nos presenta efectivamente como una vida que obedece a la única ley que regula la armonía colectiva de verdad que ya nos constituye como seres de acción. Nos regocija con nuestra performatividad comunicacional en su manifestación más indiscutible.
El arte que proyecta en la realidad nuestra propia forma de habitar nuestros cuerpos es la arquitectura. ¿No es acaso el arte que transforma el mundo mismo en un cuerpo capaz de acogernos en él? Esta es efectivamente la razón por la cual se ha convertido en el primer arte que puede ser pensado como un prólogo y un modelo para la filosofía misma. El cuerpo mundano que construye nos envuelve porque es visible desde el exterior tanto como desde el interior y nos hace disfrutar de su prosopopeya envolvente. Nos regocija al cuidar la intimidad armoniosa y serena que nos ofrece consigo mismo, proporcionándonos la misma intimidad que tenemos con nuestro propio cuerpo. Nos da la posibilidad de disfrutar de nosotros mismos dentro de la materialidad de su cuerpo, como si respondiera a todas las expectativas que nuestros cinco sentidos nos inspiran para responder de antemano a todas las acciones de nuestros cuerpos que son necesarias para proteger y disfrutar de nuestra vida. Como estos movimientos corporales están coordinados por nuestra dinámica audiofónica encargada de encontrar una respuesta capaz de satisfacernos, la arquitectura se ha presentado a los ojos de los filósofos como una anticipación de esa sabiduría encarnada que la filosofía afirma ser capaz de ayudarnos a amar. El placer de habitar el espacio ambiental y societal que asegura todos nuestros movimientos reduce así el miedo sentido hacia todos los peligros imaginables, por el hecho de transportarnos a un espacio que responde de antemano a nuestro deseo de serenidad corporal. Nos presenta en persona el espacio que responde de manera necesariamente favorable a nuestro deseo de vivir en él, pero no puede abstraerse de lo que los habitantes mismos de ese espacio pensarán día a día sobre la apropiación del lugar, los edificios y el entorno para justificar de una vez por todas su propuesta de diseño.
IV. La filosofía como estética de la alegría
La filosofía tampoco. Dado que debe reabrir el camino de cada uno hacia un uso totalmente libre de su juicio, siempre ha estado tentada a considerar la actividad artística como un lugar de experiencia paradigmática de experimentación de esa libertad, donde solo la alegría derivada de la delectación de su resultado tendría la última palabra. ¿No afirma el Manifiesto antropofágico de Oswald de Andrade en voz alta que “la alegría es la prueba del 9” de la validación de toda experiencia y toda reflexión?
Como estética de la alegría, la prosopopeya filosófica podría pretender que basta con acumular todas las hybris producidas por las artes para anticipar todas las felicidades que su amor por la sabiduría reserva al ser humano. Su única tarea sería entonces identificar todas las alegrías culturales que son accesibles durante nuestra vida, marcarlas con el sello de la conciencia de su verdad y reconocerlas efectivamente como las formas objetivas de felicidad que son. ¿Acaso no requiere cada una de nuestras percepciones del entorno ser considerada como el objeto de una alegría pictórica? ¿No debe ser igualada a un cuadro que nos ofrecería toda la belleza del mundo? ¿No exige cada una de nuestras enunciaciones o pensamientos ser descifrada como un poema que nos abra el único mundo susceptible de ser reconocido como el único en el que podríamos desear vivir? ¿No nos invita nuestra participación en nuestro mundo teatral a alegrarnos de nuestro diálogo social, como si nuestra alegría en sus verdades culturales nos permitiera participar en todas las libertades que él nos abre? ¿No nos invita nuestra escucha de la música a alegrarnos de nuestra vida como si esta fuera tan armoniosa como una fuga, una sinfonía o una ópera? ¿No nos invita la filosofía inherente a nuestro uso del lenguaje a alegrarnos ya de nuestra existencia, como si pudiera infundir en todos nuestros miembros la felicidad exuberante de nuestras danzas, así como el sentimiento de serenidad que la obra de arte arquitectónica ofrece a nuestra contemplación?
Pero la prosopopeya filosófica se diferencia de la prosopopeya artística porque se basa en nuestra capacidad para juzgar la objetividad de esa felicidad y afirma poder hacerla valer. La estética de la alegría que despliega no es más que el fruto de nuestro uso diario de nuestro juicio de verdad, de ese juicio que estamos obligados a pensar y asumir cuando enfrentamos situaciones que ponen en pausa cada uno de nuestros conocimientos, cada una de nuestras percepciones, cada uno de nuestros deseos y cada una de nuestras acciones. Se entiende por ello "en cada momento". Cada uno debe ser capaz de reconocer si sus juicios cotidianos expresan o no una verdad que se propone ser, después de haberla juzgado. Si sus propuestas y su intercambio con los demás no expresan la realidad que podría reconocer que es o que es su interlocutor, esas propuestas son como si no existieran. Por eso, nuestros juicios de verdad que nos conciernen no pueden cristalizarse en normas, imperativos o prohibiciones sin impedirnos cumplirnos a nosotros mismos en el diálogo de verdad que comenzamos a desarrollar cada vez. Estas normas nos impedirían descubrir una vez por todas la verdad de las formas de vida, que podrían permitirnos responder favorablemente a nuestro deseo de ser la única cosa que podemos ser, los seres de diálogo que somos en tal o cual estado del mundo. Porque estas normas fueron instituidas como la última palabra de nuestra existencia solo porque traducían los deseos humanos en mandamientos que no dejaban lugar a ninguna falla, ya que se suponía que nos protegían de todo abuso de los demás. Así es como se suponía que encarnaban las leyes objetivas de la justicia o del reparto del bien común, e inspiraron la moral económica presuntamente destinada a contener el liberalismo económico-político y cultural.
La lección que el arte ofrece a la filosofía es, por su parte, muy simple. Depende de cada uno tomar conciencia de las ventajas que le brinda su naturaleza de lenguaje e inventar su vida como una experiencia de juzgar lo que es y lo que debe ser. Depende de cada uno reconocer que ya es tan feliz hoy como desea ser, porque cada uno siempre ha sido ya ese diálogo feliz con los demás, consigo mismo y con el mundo, que se desea ser una vez que se sabe que solo hay que ser ese diálogo que es la vida humana misma. Ya sea que el diálogo filosófico de la verdad sea académico o esté presente en nuestro diálogo diario, solo es filosófico si sus participantes logran juzgar y compartir la objetividad de la felicidad que es inherente a la hipótesis de vida humana que se les presenta.
Lo que significa también que las obras de arte deben ser comprendidas y juzgadas mediante estos juicios filosóficos para poder hablarnos, es decir, para ser escuchadas y sanar los efectos producidos por el autismo neoliberal. Solo estos juicios son capaces de hacernos reconocer la objetividad de las felicidades culturales que representan, porque su validación cognitiva ya es creativa en ellas y les asegura si realmente representan nuestra propia humanidad tal como nos es común. Este diálogo entre la filosofía y las artes condiciona efectivamente la posibilidad de que la filosofía se convierta en una estética de la alegría, es decir, de cumplir nuestra humanidad en todas sus dimensiones, pero también condiciona la culminación de las artes en tanto que ofrecen las invenciones necesarias de condiciones de vida, al permitir que esta estética sea realmente tan alegre como desea ser reconocida y quiera serlo.